Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  -111-  
ArribaAbajo

Cuento XXVII

Lo que sucedió con sus mujeres a un emperador y a Álvar Fáñez Minaya


Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo:

-Patronio, tengo dos hermanos casados que viven su matrimonio de manera muy distinta, pues uno ama tanto a su esposa que apenas podemos lograr que se aparte de ella un solo día y no hace sino lo que ella quiere y, aun antes, se lo consulta. Del otro, sin embargo, os diré que nadie puede lograr que vea a su mujer ni que entre en la casa donde vive. Como estoy muy preocupado por el comportamiento de los dos, os ruego que me digáis la forma de poner fin a esta situación tan extremosa.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, por lo que me decís, vuestros dos hermanos están muy equivocados, pues ni uno debería demostrar tanto amor a su esposa ni el otro tanta indiferencia. Probablemente su error depende del carácter de sus mujeres y así querría contaros lo que sucedió al emperador Federico y a Álvar Fáñez Minaya con sus esposas.

El conde le preguntó lo que había ocurrido.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, os contaré primero lo que sucedió al emperador Federico, y después lo que ocurrió a don Álvar Fáñez, porque son dos historias distintas y no pueden mezclarse.

»El emperador Federico casó, según su rango, con una doncella de alto linaje; pero no era feliz, pues antes de casarse no se había enterado de su mal genio. Después del matrimonio, y aunque ella era buena y honrada, comenzó a mostrar el carácter más rebelde y más díscolo que pueda imaginarse: si el emperador quería comer, ella ayunar; si el emperador quería dormir, ella levantarse; si el emperador le tomaba afecto a alguien, ella le demostraba antipatía. ¿Qué más os diré? Cuanto le agradaba al emperador, le desagradaba a ella. En fin, hacía todo lo contrario de su marido.

»El emperador soportó aquella vida algún tiempo, pero, viendo que de ningún modo podría corregir a su esposa, ni con sus advertencias ni con las de otros, ni con amenazas, ni con ruegos o halagos, y viendo también la   -112-   áspera vida que le esperaba y el daño que le traería a su reino la mala condición de la emperatriz, fue a ver al Papa, y le dijo lo que pasaba y el peligro en que se encontraban su pueblo y él por el pésimo carácter de su esposa la emperatriz. El emperador pidió al Papa que, si pudiese, anulara el matrimonio, aunque él sabía que era imposible según la ley de Dios, pero tampoco podían vivir juntos por el carácter áspero de la emperatriz.

»Como no encontraba otro remedio, el Papa le dijo al emperador que encomendaba la solución a su buen entendimiento, porque no podía dar la penitencia antes del pecado.

»El emperador se despidió del Papa, se volvió a su casa, e intentó corregir a la emperatriz con halagos, amenazas, advertencias y con cuantas maneras parecieron bien a él y a todos los suyos, sin que nada diera resultado, pues, cuanto más le insistían para que cambiase tanto, más áspera y desabrida se mostraba ella.

»Cuando vio el Emperador que no podía alterar la condición de su esposa, le dijo un día que quería ir a cazar ciervos y que se llevaría un poco de la hierba con que envenenan las flechas para matarlos, dejando el resto en la casa para otra cacería. También le dijo que por nada del mundo se pusiese aquellas hierbas sobre sarna, pústula o herida que sangrase, porque era tan fuerte su veneno que no había nadie a quien aquellas hierbas no provocasen la muerte. El emperador tomó otro ungüento muy bueno y muy eficaz para las llagas y, delante de ella, se lo aplicó en aquellas partes del cuerpo que no estaban sanas; ella y cuantos allí estaban vieron que en seguida quedaba curado. Le dijo después a su esposa, en presencia de numerosos cortesanos y de otras personas, que se diese de aquel ungüento en cualquier llaga que tuviera. Y dicho esto, tomó la hierba que necesitaba para envenenar las flechas y se fue a cazar ciervos.

»Cuando el emperador hubo partido, se puso la emperatriz colérica y comenzó a decir:

»-¡Ved lo que me dice ahora el falso del emperador! Como sabe que mi sarna no es como la suya, me dice que me aplique el ungüento que se ha dado él, porque así yo no podré sanar; pero del otro ungüento, que es el más indicado para mí, me dice que no debo darme. Mas, por darle pesar, yo me untaré con él y, cuando vuelva, me encontrará sana. Estoy segura de que nada le molestará más; por eso lo haré.

»Los caballeros y las damas que la acompañaban le rogaron y suplicaron   -113-   con lágrimas en los ojos que no lo hiciese y le decían que tuviese por cierto que moriría si se aplicaba aquellas hierbas.

»A pesar de sus ruegos, no lo quiso hacer: tomó las hierbas y se dio con ellas en las llagas. Y al poco tiempo le aparecieron los primeros síntomas de muerte. Si ella hubiera podido, se habría arrepentido de lo que había hecho, pero ya no le quedaba tiempo. Así murió, por su carácter díscolo y rebelde.

»Mas a don Álvar Fáñez le sucedió lo contrario, y así os contaré lo que le ocurrió.

»Era don Álvar Fáñez un caballero muy justo y muy honrado, fundador de la villa de Íscar, y un día fue a ver al conde don Pedro Ansúrez, que vivía en Cuéllar con sus tres hijas. Después de haber comido, le preguntó el conde a Álvar Fáñez a qué se debía la sorpresa y el placer de su visita. Álvar Fáñez le contestó que venía para pedirle a una de sus hijas en matrimonio, pero antes quería hablar con ellas, conocerlas y elegir a la que más le gustara. Viendo el conde que Dios le favorecía con este casamiento, le dijo que tendría mucho gusto con que todo se hiciera así.

»Don Álvar Fáñez se quedó a solas con la hija mayor y le dijo que, si ella aceptaba, le gustaría tomarla por esposa, pero antes debía saber algunas cosas muy importantes sobre su vida. Lo primero, que él ya no era joven y que, por las muchas heridas sufridas en las batallas en que había luchado, tenía tan débil la cabeza que, por muy poco vino que bebiese, perdía el juicio y se ponía tan violento que no sabía lo que decía, habiendo llegado incluso a maltratar a algunas personas con tanta furia que, al volver en sí, se arrepentía de haberlo hecho. También debería saber que, cuando estaba dormido, no podía controlar en la cama sus necesidades. Y tantas cosas como estas le dijo que ninguna mujer, aunque no fuera muy inteligente, podría sentirse bien casada con él.

»Cuando le oyó decir esto, la hija del conde le contestó que el casamiento no dependía de ella sino de sus padres. Después se alejó de don Álvar Fáñez y volvió junto a su padre. Este y su madre le preguntaron qué deseaba hacer y, como la hija no comprendió bien la prueba a que la sometió don Álvar Fáñez, les contestó que prefería la muerte a casarse con él, por las cosas que le había dicho.

»El conde no quiso referírselo así a don Álvar Fáñez, sino que le respondió que su hija aún no deseaba contraer matrimonio.

»Don Álvar Fáñez habló, después de esto, con la hija mediana. Y   -114-   ocurrió con ella como con la mayor. Después habló con la tercera, a la que dijo las mismas cosas que a sus hermanas.

»Ella respondió a don Álvar Fáñez que daba gracias a Dios por este casamiento; también le dijo que, si el vino le sentaba mal, ella lo encubriría de las gentes y nadie lo notaría; y también le dijo que, aunque él se sintiera viejo, no por ello renunciaría a la felicidad y al honor de ser su esposa; y sobre lo que dijo de su mal carácter y de sus golpes a las personas, le contestó que no debía preocuparse, porque ella no le daría motivo y, si alguna vez la maltrataba, lo llevaría con resignación.

»Y a todas las cosas que don Álvar Fáñez le dijo, le supo responder tan bien que el caballero quedó muy contento y dio gracias a Dios por haber encontrado una mujer tan inteligente. Después le dijo al conde don Pedro que quería casarse con la más pequeña de sus hijas. Al conde le agradó mucho este matrimonio y pronto celebraron las bodas. Luego don Álvar Fáñez partió hacia sus tierras con su mujer, que se llamaba doña Vascuñana.

»Llegados a casa de Álvar Fáñez, ella fue tan buena esposa y tan inteligente que su marido se juzgó por bien casado y ordenó que todos hicieran cuanto ella mandara. Esto lo hacía él por dos razones: la primera, porque Dios la había hecho tan buena, tan amante de su esposo y tan respetuosa con sus decisiones que, cuanto hacía y decía don Álvar Fáñez, le parecía a ella que era verdaderamente lo más acertado; y tanto le agradaba a ella cuanto su marido hacía y decía que jamás lo contrarió en algo que fuera de su gusto. No penséis que hacía esto por halagarlo o lisonjearlo, sino porque verdaderamente creía y sentía que todo lo que don Álvar Fáñez quería, hacía o decía no podía ser mejorado ni entrañaba ningún error. Primero por esto, y en segundo lugar porque ella demostraba siempre tan buen juicio y tomaba decisiones tan acertadas, la amaba y honraba don Álvar Fáñez, que se dejaba guiar por sus recomendaciones, pues siempre le aconsejaba y buscaba lo que favorecía la honra y provecho del conde, su esposo. Nunca pidió a su marido que hiciese algo para darle gusto a ella, sino sólo aquello que le fuera conveniente y provechoso como caballero.

»Sucedió que una vez, estando en su casa don Álvar Fáñez, lo visitó un sobrino suyo, que vivía en palacio con el rey, y su visita le agradó mucho. Pasados unos días, le dijo su sobrino que era persona de buenas condiciones, pero que le hallaba un defecto. Don Álvar Fáñez le preguntó cuál era. El sobrino le contestó que su único defecto era hacer mucho caso a su mujer   -115-   y entregarle a ella el cuidado de todos sus bienes y tierras. Don Álvar Fáñez le dijo que de allí a pocos días le daría una respuesta adecuada.

»Y sin decir nada de esta conversación a su mujer, Álvar Fáñez partió a caballo hacia otras tierras y estuvo allí algunos días, acompañado por su sobrino. Después mandó venir a doña Vascuñana, saliendo su esposo a recibirla a mitad del camino, aunque no hablaron entre sí ni tampoco tuvieron tiempo para ello.

»Álvar Fáñez y su sobrino iban delante, y doña Vascuñana detrás. Fueron cabalgando así y, al rato, Álvar Fáñez y su sobrino vieron gran cantidad de vacas. Y dijo don Álvar Fáñez:

»-¿Has visto, sobrino, qué yeguas tan hermosas hay en estas tierras?

»Al oír esto, su sobrino quedó muy sorprendido y pensó que su tío se lo decía en broma; no obstante, le preguntó por qué decía que eran yeguas si bien se veía que eran vacas.

»Entonces Álvar Fáñez se asombró mucho y dijo a su sobrino que pensaba que había perdido el juicio, pues estaba muy claro que aquellas eran yeguas.

»Cuando el sobrino vio cómo su tío lo afamaba una y otra vez, con absoluta seriedad, quedó aterrorizado y pensó que sin duda se había vuelto loco.

»Don Álvar Fáñez siguió manteniendo sus afirmaciones, hasta que llegó doña Vascuñana, que venía tras ellos. Al verla, don Álvar Fáñez, le dijo a su sobrino:

»-Mirad, sobrino mío, por ahí viene mi esposa, que dirimirá esta discusión.

»Al sobrino le pareció esto muy bien, por lo que, al llegar su tía, le dijo:

»-Señora, mi tío y yo estamos discutiendo, pues él dice que estas vacas son yeguas, pero yo digo que son vacas; y tanto hemos porfiado que él me toma por loco, aunque yo creo que él ha perdido el juicio. Por favor, señora, juzgad quién dice la verdad.

»Cuando doña Vascuñana oyó decir esto a su sobrino, aunque a ella también le parecían vacas, pensó que, si su marido decía que eran yeguas, no podía estar equivocado y, por tanto, tenían que ser yeguas, aunque todos afamaran lo contrario. Por eso dijo a su sobrino y a todos los presentes:

»-¡Por Dios, sobrino, cuánto siento lo que decís! Pero esperaba de vos, que tanto tiempo habéis vivido en palacio, mayor cordura y sentido común, pues demostráis falta de juicio e incluso de vista si confundís yeguas con vacas.

»Luego doña Vascuñana le comenzó a demostrar que, por la forma, el   -116-   color y otros muchos detalles, eran yeguas y no vacas, y que su tío no podía estar equivocado ni de palabra ni de pensamiento; y, así, era cierto lo que decía. Tanto lo aseguró ella, que su sobrino y los presentes comenzaron a pensar que eran ellos los confundidos y que las vacas eran yeguas, según decía don Álvar Fáñez. Ocurrido esto, sobrino y tío siguieron camino adelante y vieron gran cantidad de yeguas. Entonces dijo don Álvar Fáñez a su sobrino:

»-¡Ajá, sobrino! Estas son las vacas y no las que vos decíais antes, que eran yeguas.

»Cuando el sobrino lo oyó, dijo a su tío:

»-¡Por Dios, tío! Si vos estáis en lo cierto, el diablo me ha traído a mí a estas tierras; porque si de verdad son vacas, yo habré perdido el juicio, pues estas serían yeguas en cualquier lugar del mundo.

»Y don Álvar Fáñez comenzó a porfiar que eran vacas. Así estuvieron hasta que llegó doña Vascuñana, a la que contaron lo que afirmaban su marido y el sobrino. Aunque a ella le parecía que el sobrino tenía razón, en ningún momento pensó que su marido estuviera equivocado ni que pudiera ser verdad otra cosa distinta a la que él afirmaba. Por ello comenzó a buscar argumentos para demostrar que era verdad lo que afamaba su marido, y encontró tantos y tan concluyentes que su sobrino y los que allí estaban pensaron que su razón y sus ojos les hacían confundirse y que estaba en lo cierto don Álvar Fáñez. Así pasó por esta vez.

»Tío y sobrino siguieron caminando hasta llegar a un río donde había muchos molinos. Mientras los caballos bebían, comenzó a decir don Álvar Fáñez que las aguas de aquel río corrían hacia su nacimiento y que aquellos molinos recibían el agua en sentido contrario.

»El sobrino de Álvar Fáñez se tuvo por loco cuando le oyó decir esto, porque pensó que, si ya se había confundido con las vacas y las yeguas, también lo estaría ahora al pensar que el río discurría en sentido contrario al que decía su tío. Así estuvieron porfiando hasta que llegó doña Vascuñana. Cuando le contaron la discusión que tío y sobrino mantenían, aunque a ella le parecía verdad la opinión del sobrino, no se dejó llevar de su propio juicio y pensó que era verdad lo que decía su marido. Y buscó tantas y tan buenas razones con que apoyarlo que el sobrino y todos los acompañantes creyeron que aquella era la única verdad.

»Y desde aquel día quedó como refrán que, si el marido dice que el río corre aguas arriba, la buena esposa así lo debe creer y decir que es verdad.

  -117-  

»Cuando el sobrino vio que con los argumentos de doña Vascuñana se demostraba la veracidad de cuanto decía don Álvar Fáñez y que él estaba equivocado al no distinguir unas cosas de otras, sintió pena de sí mismo y pensó que había perdido el juicio.

»Después de caminar largo trecho por el camino, viendo don Álvar Fáñez a su sobrino muy preocupado y muy triste, le habló así:

»-Sobrino, ya os he dado respuesta a lo que me dijisteis el otro día sobre lo que todos consideraban un defecto en mí, por hacer siempre caso a mi mujer; tened por seguro que, cuanto hoy ha ocurrido, lo he preparado para que vieseis cómo es ella y que hago bien si me dejo llevar por sus consejos. También debo deciros que para mí las primeras vacas que vimos, de las que yo decía que eran yeguas, eran vacas como vos defendíais; y cuando doña Vascuñana llegó y os oyó decir que para mí eran yeguas, estoy seguro de que ella creía que vos decíais la verdad, pero, como confía tanto en mi recto juicio y piensa que nunca puedo estar confundido, pensó que ella y vos erais los equivocados. Y por eso buscó argumentos tan concluyentes que os convenció a vos y a todos los presentes de que yo estaba en lo cierto; eso mismo ocurrió con lo de las yeguas y lo del molino. Os aseguro que, desde el día de nuestra boda, nunca la vi hacer o decir algo en su propio provecho o deleite, sino sólo lo que yo quisiere; tampoco se ha enojado nunca por lo que yo hiciera. Y, para ella, cualquier cosa, que yo decida, siempre será lo mejor; además, cuanto debe hacer por su estado o porque yo se lo pido, lo hace muy bien, buscando siempre mi honra y provecho y queriendo que, de esta forma, todos sepan que yo soy el señor y como tal debo ser obedecido y honrado; no desea para sí ni fama ni premio por lo que hace, sino que todos sepan en qué puede servirme y mi agrado por cuanto ella hace. Creo que, si un moro del otro lado del mar hiciese esto por mí, yo lo debería amar, estimar y seguir sus consejos; cuánto más a la mujer con quien estoy casado. Y ahora, sobrino, os he dado respuesta al reproche que el otro día me hicisteis.

»Al sobrino de Álvar Fáñez lo convencieron estas razones y comprendió que, si doña Vascuñana era de tan buen juicio y buena voluntad, hacía bien su tío amándola y confiando en ella y haciendo por ella cuanto hacía.

»Como veis, fueron muy distintas la mujer del emperador y la de Álvar Fáñez.

»Señor Conde Lucanor, si vuestros hermanos son tan distintos que uno hace cuanto su mujer quiere y el otro no la toma en consideración, ello se debe   -118-   a que sus mujeres llevan la misma vida que llevaron la emperatriz y doña Vascuñana. Si sus esposas son así, no debéis asombraros ni culpar a vuestros hermanos; pero si no son ni tan buenas ni tan rebeldes como las dos de las que os he hablado, vuestros hermanos tendrán parte de culpa, porque, aunque ese hermano vuestro, que ama mucho a su mujer, hace bien en quererla, debemos pensar que esa estima tiene que limitarse a sus justos términos y no más. Pues si un hombre quiere estar siempre junto a su mujer y por ello deja de ir a los sitios o a los asuntos que le convengan, debéis pensar que está equivocado; pensad también que, si por complacerla o satisfacerla, el marido no cumple lo que pertenece a su clase o a su honra, también está muy equivocado. Pero, exceptuadas estas cosas, cuanta honra, estima y confianza demuestre el marido a su mujer, le están permitidas y así deberá tratarla. También os digo que el esposo, en asuntos de poca importancia, debe evitarle disgustos o contrariedades a su mujer y, sobre todo, no debe inducirla al pecado, pues de él nacen muchos males: primero, por la propia maldad del pecado y, segundo, porque, para desenojarla y complacerla, el marido habrá de hacer cosas perjudiciales para su fama y hacienda. Pero al que por su mala suerte tuviere una mujer tan rebelde como la emperatriz, pues al comienzo no supo o no pudo poner remedio, no le queda otra solución sino soportar su desgracia hasta que Dios quiera. Pero sabed que, para evitar lo uno y lograr lo otro, el marido, desde el primer día de matrimonio, debe hacerle ver a su mujer que él es el señor y cómo ha de comportarse ella.

»Pienso que vos, señor conde, siguiendo estas reflexiones, bien podéis aconsejar a vuestros hermanos de qué manera han de portarse con sus mujeres.

Al conde le agradó mucho lo que le dijo Patronio, pues le pareció que era verdad y muy razonable.

Como don Juan pensó que estos dos relatos eran muy buenos, los mandó poner en este libro y escribió los versos que dicen así:


Desde el comienzo debe el hombre enseñar
a su mujer cómo se ha deportar.



  -119-  
ArribaAbajo

Cuento XXVIII

Lo que sucedió a don Lorenzo Suárez Gallinato


Un día, hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, un hombre quiere ponerse bajo mi protección, y aunque sé que es buena persona por naturaleza, algunos dicen que ha cometido diversas faltas. Como conozco vuestro buen juicio, os ruego que me aconsejéis qué hacer en este caso.

-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis lo más juicioso, me gustaría que supierais lo que sucedió a don Lorenzo Suárez Gallinato.

El conde le preguntó lo que había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, don Lorenzo Suárez Gallinato estuvo a las órdenes del rey moro de Granada y, cuando volvió al servicio del rey de Castilla, don Fernando, este le dijo que, como había ofendido tanto a Dios, al ayudar a los moros contra los cristianos, Nuestro Señor nunca tendría piedad de él y que, al morir, perdería su alma.

»Don Lorenzo Suárez respondió al rey que ningún motivo tenía él para esperar la misericordia de Dios, excepto el de haber dado muerte a un misacantano.

»Como al rey le pareció una respuesta muy extraña, le pidió más detalles.

»Don Lorenzo dijo que, mientras vivió con el rey de Granada, disfrutó de toda su confianza y era miembro de su guardia personal. Yendo un día con el rey, escuchó mucho ruido de personas que daban voces y gritaban; como escolta del rey, espoleó su caballo y fue a ver qué pasaba, encontrándose con un clérigo revestido con los ornamentos sagrados. Se trataba de un sacerdote que había abjurado del cristianismo y abrazado el islam y que, por complacer a los moros, les había propuesto entregarles el Dios en quien creen los cristianos, al que veneran como único Dios verdadero. Para ello, el sacrílego sacerdote se proveyó de los ornamentos necesarios, hizo un altar, celebró la misa y consagró una hostia que entregó a los moros; estos se   -120-   empezaron a mofar de ella, la llevaban arrastrando por el lodo y recorrían así toda la villa.

»Cuando don Lorenzo Suárez vio esto, aunque él vivía con los moros, se acordó de que era cristiano y, como creía que aquel era sin duda el cuerpo de Dios, cuyo hijo Jesucristo había muerto por redimirnos de nuestros pecados, pensó que sería bienaventurado si moría por vengar aquella ofensa y sacrilegio. Así que, lleno de cólera e ira, se lanzó contra el renegado que tal crimen había hecho y le cortó la cabeza. Luego descabalgó, hincó ambas rodillas en tierra y adoró el cuerpo de Cristo, al que los moros habían arrastrado. En cuanto se arrodilló, la hostia, que estaba un poco lejos de él, saltó del lodo y vino a caer en la falda de don Lorenzo Suárez. Al ver esto, todos los moros se encolerizaron, echaron mano a sus espadas y con piedras y palos se dirigieron hacia él para matarlo. Don Lorenzo cogió su espada, la misma que le sirvió para decapitar al falso clérigo, y comenzó a defenderse.

»El rey, al oír tanto ruido y ver cómo querían matar a don Lorenzo Suárez, ordenó que nadie lo atacase antes de saber lo ocurrido. Los moros, que estaban muy ofendidos, le dijeron lo que había pasado con don Lorenzo y el clérigo renegado.

»El rey, muy enojado y con gran violencia, preguntó a don Lorenzo por qué había actuado así. Este le contestó que ya sabía que él no era moro, pero no obstante le había confiado la protección de su cuerpo porque lo consideraba un hombre muy leal, y que él, por miedo a la muerte, no dejaría de protegerlo; también le dijo que, si lo juzgaba tan leal que pensaba que lo defendería hasta la muerte, aunque el rey era moro, debía considerar qué estaría él dispuesto a hacer, como cristiano que era, para salvar el cuerpo del Señor, que es rey de reyes y señor de los señores, y si, por hacer esto, lo mataban, se sentiría muy dichoso.

»Al oírle esto, el rey se alegró mucho de lo que don Lorenzo decía, así como de lo que había hecho, y de allí en adelante le demostró aún mayor aprecio y profunda admiración.

»Vos, señor conde, si sabéis que ese hombre que busca vuestra protección es bueno y os podéis fiar de él, aunque os digan que cometió algunas faltas, no debéis alejarlo de vos, pues a veces lo que la gente considera malo no lo es, como le ocurrió al rey Fernando cuando pensó que don Lorenzo había cometido el mayor crimen del mundo, al dar muerte a   -121-   un sacerdote. Pero, como veis, don Lorenzo cumplió muy honrosamente con su deber. Sin embargo, si vos supierais que lo que hizo estaba mal y que lo hizo sin razón, aunque ahora esté arrepentido, haréis muy bien al rechazarlo de vuestro lado.

Al conde le agradó mucho esto que le dijo Patronio, siguió su consejo y le fue bien.

Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro y añadió unos versos que dicen así:


Aunque muchas cosas parezcan sin razón,
miradas más de cerca, ¡qué verdaderas son!



  -123-  
ArribaAbajo

Cuento XXIX

Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta


Ilustración del Cuento XXIX

 
-122-
 

Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así:

-Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, que no puede impedir por falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese alguna cosa que les sirviera de pretexto para juntarse contra él. A mi pariente le resulta muy penoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo todo antes que seguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, os ruego que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda en aquellas tierras.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que le podáis aconsejar lo que debe hacer, me gustaría que supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta.

El conde le preguntó cómo había pasado eso.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, una zorra entró una noche en un corral donde había gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era de día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder, salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Al verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.

»Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de la zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas tijeras los pelos de la frente.

»Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro, que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. A pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un daño muy grave.

»Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muy buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse.

  -124-  

»Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor de muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.

»Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno para el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra que le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudiera prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes que perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida.

»Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no le preocupan esas ofensas y que las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puede evitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde, mientras esas ofensas y agravios los pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues cuando uno no se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuanto los demás sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debe para recuperar su honor, será cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejor soportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensores cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportar tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su estado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones.

El conde pensó que este era un buen consejo.

Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Soporta las cosas mientras pudieras,
y véngate sólo cuando debieras.



  -125-  
ArribaAbajo

Cuento XXX

Lo que sucedió al Rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, mirad lo que me sucede con un hombre: muchas veces me pide que lo ayude y lo socorra con algún dinero; aunque, cada vez que así lo hago, me da muestras de agradecimiento, cuando me vuelve a pedir, si no queda contento con cuanto le doy, se enfada, se muestra descontentadizo y parece haber olvidado cuantos favores le he hecho anteriormente. Como sé de vuestro buen juicio, os ruego que me aconsejéis el modo de portarme con él.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, me parece que os ocurre con este hombre lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer.

El conde le preguntó qué les había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, el rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y la amaba más que a nadie en el mundo. Ella era muy buena y los moros aún la recuerdan por sus dichos y hechos ejemplares; pero tenía un defecto, y es que a veces era antojadiza y caprichosa.

»Sucedió que un día, estando en Córdoba en el mes de febrero, cayó una nevada y, cuando Romaiquía vio la nieve, se puso a llorar. El rey le preguntó por qué lloraba, y ella le contestó que porque nunca la dejaba ir a sitios donde nevara. El rey, para complacerla, pues Córdoba es una tierra cálida y allí no suele nevar, mandó plantar almendros en toda la sierra de Córdoba, para que, al florecer en febrero, pareciesen cubiertos de nieve y la reina viera cumplido su deseo.

»Y otra vez, estando Romaiquía en sus habitaciones, que daban al río, vio a una mujer, que, descalza en la glera, removía el lodo para hacer adobes. Y cuando la reina la vio, comenzó a llorar. El rey le preguntó el motivo de su llanto, y ella le contestó que nunca podía hacer lo que quería, ni siquiera lo que aquella humilde mujer. El rey, para complacerla, mandó llenar de   -126-   agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara.

»Otra vez, porque se le antojó una cosa, comenzó a llorar Romaiquía. El rey le preguntó por qué lloraba y ella le contestó que cómo no iba a llorar si él nunca hacía nada por darle gusto. El buen rey, viendo que ella no apreciaba tantas cosas como había hecho por complacerla y no sabiendo qué más pudiera hacer, le dijo en árabe estas palabras: «Wa la mahar aten?»; que quiere decir: «¿Ni siquiera el día de lodo?»; para darle a entender que, si se había olvidado de tantos caprichos en los que él la había complacido, debía recordar siempre el lodo que él había mandado preparar para contentarla.

»Y así a vos, señor conde, si ese hombre olvida y no agradece cuanto por él habéis hecho, simplemente porque no lo hicisteis como él quisiera, os aconsejo que no hagáis nada por él que os perjudique. Y también os aconsejo que, si alguien hiciese por vos algo que os favorezca, pero después no hace todo lo que vos quisierais, no por eso olvidéis el bien que os ha hecho.

Al conde le pareció este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que esta era una buena historia, la mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:


Por quien no agradece tus favores,
no abandones nunca tus labores.



  -127-  
ArribaAbajo

Cuento XXXI

Lo que ocurrió entre los canónigos y los franciscanos en París


Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero y le dijo:

-Patronio, un amigo mío y yo querríamos hacer alguna cosa muy provechosa y de mucha honra para los dos; yo podría hacerla ya, pero no me atrevo hasta que venga él. Por el buen entendimiento que os concedió Dios, os pido vuestro consejo en este asunto.

-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis lo que me parece más provechoso, me gustaría contaros lo que ocurrió a los canónigos y a los frailes franciscanos en París.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor conde -dijo Patronio-, los canónigos decían que, como ellos eran cabeza de la Iglesia, debían tocar las horas antes que nadie. Los frailes alegaban, por su parte, que ellos debían estudiar, levantarse a maitines y que no podían perder horas de estudio. Alegaron, además, que, estando exentos de obediencia al obispo, no tenían por qué esperar a nadie.

»El pleito duró mucho tiempo y costó mucho dinero a las dos partes, por los abogados y por llevar el asunto a Roma. Al fin, un nuevo papa encargó de esto a un cardenal y le ordenó que fallara el pleito inmediatamente.

»El cardenal hizo que le entregaran el sumario del proceso, que era tan grande que verlo daba espanto. Cuando el cardenal tuvo delante todo el sumario, citó a ambas partes para que vinieran a escuchar la sentencia y, cuando, personadas las partes, estaban delante del tribunal, el cardenal mandó destruir todos los papeles y les dijo así:

»-Amigos, este pleito ha durado mucho, habéis gastado en él mucho dinero y os habéis hecho mucho daño; como yo no quiero dilatarlo, sentencio que el que se despierte antes, taña antes.

Y vos, señor conde Lucanor, si la cosa es conveniente para ambos, y vos solo la podéis hacer, os aconsejo que la hagáis sin demora, pues muchas veces se pierden las buenas empresas por aplazarlas y después, cuando querríamos hacerlas, ya no es posible.

  -128-  

Con esta historia, el conde se sintió bien aconsejado, lo hizo así y le salió muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que dicen así:


Si algo muy provechoso tú puedes hacer
no dejes que con el tiempo se te pueda perder.



  -129-  
ArribaAbajo

Cuento XXXII

Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño


Otra vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:

-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este asunto.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.

Y el conde le preguntó lo que había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.

»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.

»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.

»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado   -130-   la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.

»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber visto la tela.

»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.

»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.

»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.

»Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.

  -131-  

»Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.

»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.

»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.

»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».

»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.

»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.

»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.

El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:


A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.



  -132-  
ArribaAbajo

Cuento XXXIII

Lo que sucedió a un halcón sacre del infante don Manuel con una garza y un águila


Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, a mí me ha ocurrido muchas veces estar en guerra con otros señores y, cuando la guerra se ha terminado, aconsejarme unos que descanse y viva en paz, y otros, que emprenda nuevas luchas contra los moros. Como sé que nadie podrá aconsejarme mejor que vos, os ruego que me digáis lo que debo hacer en esta disyuntiva.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que en este caso hagáis lo más conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que ocurrió a unos halcones cazadores de garzas y, en concreto, lo ocurrido a un halcón sacre del Infante don Manuel.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el infante don Manuel estaba un día de caza cerca de Escalona y lanzó un halcón sacre contra una garza; subiendo el halcón detrás de la garza, un águila se lanzó contra él. El halcón, por miedo al águila, abandonó a la garza y empezó a huir; el águila, al ver que no podía alcanzarlo, se alejó. Cuando el águila se retiró, el halcón volvió a la garza y procuró cogerla y matarla. Estando ya el halcón muy cerca de la garza, el águila se lanzó de nuevo contra el halcón, que huyó como la vez anterior. Se alejó otra vez el águila y el halcón voló de nuevo hacia la garza. Así ocurrió tres o cuatro veces: siempre que el águila se iba, volvía el halcón a la garza, pero cuando el halcón se acercaba a la garza, volvía a aparecer el águila para matarlo.

»Al ver el halcón que el águila no le permitiría matar a la garza, la dejó, y voló por encima del águila y la atacó tantas veces y con tanta fortuna, hiriéndola siempre, que la hizo huir. Después de esto, el halcón volvió a la garza y, cuando volaban muy alto, volvió otra vez el águila para atacarlo. Cuando vio el halcón que cuanto había hecho no le servía de nada, volvió a volar por encima del águila y se dejó caer sobre ella con uñas y garras, y   -133-   con tanta fuerza que le rompió un ala. Al verla caer, con el ala quebrada, volvió el halcón contra la garza y la mató. Obró así porque pensaba que no debía abandonar su caza, después de haberse desembarazado del águila, que se lo impedía.

»Y a vos, señor Conde Lucanor, pues sabéis que vuestra caza, y honra y todo vuestro bien, tanto para el cuerpo como para el alma, consiste en servir a Dios, y sabéis además que, según vuestro estado, como mejor podéis servir a Dios es luchando contra los moros, para ensalzar la santa fe católica, os aconsejo yo que, cuando estéis libre de otros ataques, emprendáis la lucha contra los moros. Así lograréis muchas ventajas, pues serviréis a Dios y además cumpliréis con las obligaciones de vuestro estado, aumentando vuestra honra y no comiendo el pan de balde, cosa que no corresponde a ningún honrado caballero, ya que los señores, cuando están ociosos, no aprecian como deben a los demás, ni hacen por ellos todo lo que como señores deberían hacer, sino que se dedican a cosas y diversiones impropias de su hidalga condición. Como a los señores os es bueno y provechoso tener siempre alguna obligación, tened por cierto que, de cuantas ocupaciones existen, ninguna es tan buena, ni tan honrada, ni tan provechosa para el cuerpo y para el alma, como luchar contra los moros. Recordad por eso el cuento tercero de este libro, el del salto que dio el Rey Ricardo de Inglaterra y lo que consiguió con haberlo dado; pensad también que habéis de morir y que en vuestra vida habéis cometido muchas ofensas contra Dios, que es muy justo, por lo que no podréis evitar el castigo que merecen vuestros pecados. Pero mirad, si os es posible, de encontrar un medio para que vuestros pecados sean perdonados por Dios, porque, si encontráis la muerte luchando contra los moros, habiendo hecho penitencia, seréis un mártir de la fe y estaréis entre los bienaventurados, y, aunque no muráis en batalla, las buenas obras y vuestra buena intención os salvarán.

El conde consideró este consejo como muy bueno, prometió ponerlo en práctica y pidió a Dios que le ayudara para que se cumpliera siempre su voluntad.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro, e hizo estos versos que dicen así:


Si Dios te concediera honda seguridad,
intenta tú ganarte feliz eternidad.



  -134-  
ArribaAbajo

Cuento XXXIV

Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro


En esta ocasión hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta manera:

-Patronio, un familiar mío, en quien confío totalmente y de cuyo amor estoy seguro, me aconseja ir a un lugar que me infunde cierto temor. Mi pariente me insiste y dice que no debo tener miedo alguno, pues antes perdería él la vida que consentir mi daño. Por eso, os ruego que me aconsejéis qué debo hacer.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para aconsejaros debidamente me gustaría mucho que supierais lo que le ocurrió a un ciego con otro.

Y el conde le preguntó qué había ocurrido.

-Señor conde -continuó Patronio-, un hombre vivía en una ciudad, perdió la vista y quedó ciego. Y estando así, pobre y ciego, lo visitó otro ciego que vivía en la misma ciudad, y le propuso ir ambos a otra villa cercana, donde pedirían limosna y tendrían con qué alimentarse y sustentarse.

»El primer ciego le dijo que el camino hasta aquella ciudad tenía pozos, barrancos profundos y difíciles puertos de montaña; y por ello temía hacer aquel camino.

»El otro ciego le dijo que desechase aquel temor, porque él lo acompañaría y así caminaría seguro. Tanto le insistió y tantas ventajas le contó del cambio, que el primer ciego lo creyó y partieron los dos.

»Cuando llegaron a los lugares más abruptos y peligrosos, cayó en un barranco el ciego que, como conocedor del camino, llevaba al otro, y también cayó el ciego que sospechó los peligros del viaje.

»Vos, señor conde, si justificadamente sentís recelo y la aventura es peligrosa, no corráis ningún riesgo a pesar de lo que vuestro buen pariente os propone, aunque os diga que morirá él antes que vos; porque os será de muy poca utilidad su muerte si vos también corréis el mismo peligro y podéis morir.

  -135-  

El conde pensó que era este un buen consejo, obró según él y sacó de ello provecho.

Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:


Nunca te metas donde corras peligro
aunque te asista un verdadero amigo.



  -137-  
ArribaAbajo

Cuento XXXV

Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde


Ilustración del Cuento XXXV

 
-136-
 

Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:

-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.

-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.

El conde le rogó que le contase lo sucedido.

Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.

En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.

Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.

Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír   -138-   decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.

Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:

-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.

Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.

Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.

Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:

-¡Perro, danos agua para las manos!

El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.

Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y   -139-   miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:

-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.

El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.

Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.

Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:

-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.

El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.

Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.

Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:

-Levantaos y dadme agua para las manos.

La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:

  -140-  

-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.

Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.

Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:

-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.

Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.

Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:

-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!

Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.

Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:

-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.

Y concluyó Patronio:

-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad.   -141-   También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.

El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.

Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Si desde un principio no muestras quién eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.



  -142-  
ArribaAbajo

Cuento XXXVI

Lo que sucedió a un mercader que encontró a su mujer y a su hijo durmiendo juntos


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, muy enfadado por una cosa que le habían contado y por la cual él se sentía muy ofendido; también le dilo a Patronio que tomaría tal venganza de ello que todos lo recordarían para siempre.

Cuando Patronio lo vio tan furioso y tan colérico, le dijo:

-Señor conde, me gustaría mucho que supierais lo que le sucedió a un mercader que fue un día a comprar consejos.

El conde le preguntó qué le había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, en una villa vivía un hombre muy sabio que no tenía otra ocupación ni otro trabajo sino el de vender consejos. El mercader, cuando se enteró, fue a casa de aquel hombre tan sabio y le pidió que le vendiese uno de sus consejos. El sabio le preguntó de qué precio lo quería, pues según el precio así sería el consejo. El mercader le respondió que lo quería de un maravedí. El sabio cogió la moneda y le dijo al mercader:

»-Amigo, cuando alguien os invite a comer, si no sabéis qué platos vendrán después, hartaos del primero.

»El mercader le dijo que no le había vendido un consejo demasiado bueno, pero el sabio le contestó que tampoco él le había pagado por otro mejor. El mercader, entonces, le pidió que le diese un consejo que valiera una dobla, y se la dio. El sabio le aconsejó que, cuando se sintiera muy ofendido y quisiera hacer algo lleno de ira, no se apurase ni se dejara llevar por la cólera hasta conocer bien toda la verdad.

»El mercader pensó que, comprando tales consejos, podría perder cuantas doblas tenía, por lo que no quiso seguir escuchando al sabio, aunque retuvo el segundo consejo en lo más profundo de su corazón.

»Y sucedió que el mercader partió por mar a lejanas tierras y, al partir, estaba su mujer embarazada. Allí permaneció tanto tiempo, ocupado en sus   -143-   negocios, que el pequeño nació y llegó a la edad de veinte años. La madre, que no tenía más hijos y daba por muerto a su marido, se consolaba con aquel hijo, al que quería mucho como hijo y llamaba «marido» por el amor que tenía a su padre. El joven comía y dormía siempre con ella, como cuando era un niño muy pequeño, y así vivía ella muy honestamente, aunque con mucha pena, pues no le llegaban noticias de su marido.

»El mercader consiguió vender todas sus mercancías y volvió con una gran fortuna. Cuando llegó al puerto de la ciudad donde vivía, no dijo nada a nadie, se dirigió a su casa y se escondió para ver lo que pasaba.

»Hacia el mediodía, volvió a casa el hijo de aquella buena mujer y su madre le preguntó:

»-Dime, marido, ¿de dónde vienes?

»El mercader, que oyó a su mujer llamar marido a aquel mancebo, sintió gran pesar, pues creía que estaba casada con él o, en todo caso, amancebada, porque el hombre era muy joven, y esto le pareció al mercader una horrible ofensa.

»Pensó matarlos, pero, acordándose del consejo que le había costado una dobla, no se dejó llevar por la ira.

»Al atardecer se pusieron a comer. Cuando el mercader los vio así juntos, aún tuvo mayores deseos de matarlos, pero por el consejo que vos sabéis, no se dejó llevar por la cólera.

»Mas, al llegar la noche y verlos acostados en la misma cama, no pudo más, y se dirigió hacia ellos para matarlos. Pero, acordándose de aquel consejo, aunque estaba muy furioso, no hizo nada. Y antes de apagar la candela, empezó la madre a decirle al hijo, entre grandes lloros:

»-¡Ay, marido mío! Me han dicho que hoy ha llegado una nave de las tierras a las que fue vuestro padre. Por el amor de Dios os pido que vayáis al puerto mañana por la mañana muy pronto, y quiera Dios que puedan daros noticias suyas.

»Cuando el mercader oyó decir esto a su esposa, acordándose de que, al partir él, ella estaba encinta, comprendió que aquel joven era su hijo.

»Y no os maravilléis si os digo que el mercader se alegró mucho y dio gracias a Dios por evitar que los matara, como había querido hacer, lo que habría sido una horrible desgracia para él. También os digo que dio por bien gastada la dobla que el consejo le costó, pues siempre lo recordó y nunca actuó precipitadamente.

  -144-  

»Y vos, señor conde, aunque pensáis que os resulta muy difícil soportar esa injuria, no digáis nada hasta estar seguro de que es verdad, y así os aconsejo que no os dejéis llevar por la ira ni por la precipitación hasta que conozcáis todo el asunto, pues no se trata de algo que pueda perderse por esperar vos un poco, y, sin embargo, os podríais arrepentir muy pronto de vuestra precipitación.

El conde pensó que este era un buen consejo, obró según él, y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos:


Con la ira en las manos nunca debes obrar,
si no, da por seguro que te arrepentirás.



  -145-  
ArribaAbajo

Cuento XXXVII

Respuesta que dio el conde Fernán González a los suyos después de la batalla de Hacinas


Una vez volvía el conde de una batalla muy cansado, maltrecho y pobre; antes de que pudiera descansar, le llegó la noticia de que se preparaba otra nueva guerra. Muchos de los suyos le aconsejaron que descansara algún tiempo y que luego podría hacer lo que le pareciera más conveniente. El conde preguntó a Patronio su opinión sobre este asunto. Patronio le dijo:

-Señor, para que podáis hacer lo mejor y más conveniente, me gustaría mucho contaros la respuesta que dio una vez el conde Fernán González a sus vasallos.

El conde preguntó a Patronio qué les había dicho.

-Señor conde -dijo Patronio-, cuando el conde Fernán González venció al rey Almanzor en Hacinas, muchos de sus soldados murieron y muchos supervivientes e incluso él mismo recibieron graves heridas. Antes de que pudiesen curar, supo el conde que el rey de Navarra iba a atacar sus tierras, por lo que ordenó a los suyos aprestarse a luchar contra los navarros. Sus soldados le contestaron que los caballos estaban cansados, que ellos también lo estaban y que, aunque por esto no evitara entrar en combate, debía hacerlo porque él y todos los demás estaban malheridos, por lo que convenía esperar a que todos estuviesen curados.

»Cuando el conde vio que todos querían rehusar la lucha, valorando más la honra que el cansancio, se dirigió a ellos con estas palabras:

»-Amigos, por las heridas no abandonemos la empresa, pues las nuevas heridas, que ahora nos causarán, harán que nos olvidemos de las recibidas en Hacinas, frente al moro Almanzor.

»Al ver los suyos que al conde no le preocupaban ni el cansancio ni sus heridas por defender su honra y su tierra, marcharon junto a él. El conde y sus soldados ganaron esta nueva batalla y salieron muy victoriosos.

»Vos, señor Conde Lucanor, si queréis hacer lo que se debe para defender a los vuestros, vuestras tierras y ensalzar vuestra honra, nunca   -146-   sintáis el dolor, las fatigas o los peligros, sino obrad de forma que los nuevos peligros y dolores os hagan olvidar los pasados.

El conde vio que este ejemplo era bueno, obró según el consejo de Patronio y le fue muy bien.

Y juzgando don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:


Tened esto por cierto, pues es verdad probada:
que la holganza y la honra no comparten morada.



  -147-  
ArribaAbajo

Cuento XXXVIII

Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras preciosas y se ahogó en el río


Un día dijo el conde a Patronio que deseaba mucho quedarse en una villa donde le tenían que dar mucho dinero, con el que esperaba lograr grandes beneficios, pero que al mismo tiempo temía quedarse allí, pues, entonces, correría peligro su vida. Y, así, le rogaba que le aconsejase qué debía hacer.

-Señor conde -dijo Patronio-, en mi opinión, para que hagáis en esto lo más juicioso, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba un tesoro al cuello y estaba pasando un río.

El conde le preguntó qué le había ocurrido.

-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que llevaba a cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y eran tantas que le pesaban mucho. En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan pesada, se hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río, empezó a hundirse aún más.

»Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla del río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no abandonaba aquella carga, corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si moría ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría salvarse desprendiéndose de las riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas y echarlas al río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.

»A vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero y otras ganancias que podáis conseguir os vendrían bien, yo os aconsejo que, si en ese sitio peligra vuestra vida, no permanezcáis allí por lograr más dinero ni riquezas. También os aconsejo que jamás pongáis en peligro vuestra vida si no es asunto de honra o si, de no hacerlo, os resultara grave daño, pues el que en poco se estima y, por codicia o ligereza, arriesga su vida, es quien no aspira a hacer grandes obras; sin embargo, el que se tiene a sí mismo en mucho ha de hacer tales cosas que los otros también lo aprecien, pues el hombre   -148-   no es valorado porque él se precie, sino porque los demás admiren en él sus buenas obras. Tened, señor conde, por seguro que tal persona estimará en mucho su vida y no la arriesgará por codicia ni por cosa pequeña, pero en las ocasiones que de verdad merezcan arriesgar la vida, estad seguro de que nadie en el mundo lo hará tan bien como el que vale mucho y se estima en su justo valor.

El conde consideró bueno este ejemplo, obró según él y le fue muy bien.

Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y añadió estos versos que dicen así:


A quien por codicia su vida aventura,
sabed que sus bienes muy poco le duran.



  -149-  
ArribaAbajo

Cuento XXXIX

Lo que sucedió a un hombre con las golondrinas y los gorriones


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, no encuentro manera de evitar la guerra con uno de los dos vecinos que tengo. Pero, para que podáis aconsejarme lo más conveniente, debéis saber que el más fuerte vive más lejos de mí, mientras que el menos poderoso vive muy cerca.

-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis lo más juicioso para vos, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre con los gorriones y con las golondrinas.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre muy flaco, al que molestaba mucho el ruido de los pájaros cuando cantan, pues no lo dejaban dormir ni descansar, por lo cual pidió a un amigo suyo un remedio para alejar golondrinas y pardales.

»Le respondió su amigo que el remedio que él sabía sólo podría librarle de uno de los dos: o de los gorriones o de las golondrinas.

»El otro le respondió que, aunque la golondrina grita más y más fuerte, como va y viene según las estaciones, preferiría quedar libre de los ruidos del gorrión, que siempre vive en el mismo sitio.

»Señor conde, os aconsejo que no luchéis primero con el más poderoso, pues vive más lejos, sino con quien vive más cerca de vos, aunque su poder sea más pequeño.

Al conde le pareció este un buen consejo, se guió por él y le dio buenos resultados.

Como a don Juan le agradó mucho este cuento, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Si de cualquier manera la guerra has de tener,
abate a tu vecino, no al de mayor poder.



  -151-  
ArribaAbajo

Cuento XL

Causas por las que perdió su alma un general de Carcasona


Ilustración del Cuento XL

 
-150-
 

Hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo:

-Patronio, como sé que nadie puede evitar la muerte, querría yo, antes de morir, haber podido hacer alguna obra muy útil para la salvación de mi alma que deje memoria de mí y que todos me recuerden por ella. Por eso os ruego que me aconsejéis la mejor manera de lograrlo.

-Señor conde -dijo Patronio-, aunque las buenas obras siempre nos ayudan para conseguir la salvación, no importa cómo o a quién las hagamos. Para que vos sepáis por qué y con qué intención deben hacerse, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un general de Carcasona.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor conde -dijo Patronio-, un general de Carcasona se puso muy enfermo y, viéndose próximo a morir, mandó llamar al prior de los dominicos y al guardián de los franciscanos, para tratar con ellos los asuntos de su alma. Les pidió que después de su muerte cumplieran cuantas mandas les había dejado, para conseguir su salvación. Así lo hicieron ellos, pues el general les había legado muchos bienes en el testamento. Los dos frailes estaban muy contentos y confiados en su salvación, ya que todo se había hecho pronto y bien.

»Sucedió que, pasados unos días, llegó a la ciudad una mujer endemoniada, que decía cosas maravillosas y portentosas, porque el diablo, que por ella hablaba, sabe cuanto se dice y se hace.

»Los frailes que habían atendido a la salvación del general, al enterarse de lo que decía aquella mujer, pensaron que sería conveniente hablar con ella para que les diera noticias sobre el alma del difunto. Así lo hicieron. Cuando entraron en la casa de la endemoniada, antes de que ellos le preguntaran, les dijo que bien sabía los motivos de su venida, pues hacía muy poco que había salido del infierno y allí quedaba el alma del general.

»Cuando los frailes la oyeron decir esto, le contestaron que mentía,   -152-   puesto que era público cómo había tenido muy santa muerte, auxiliado con los sacramentos de la Santa Iglesia, y que, como la religión cristiana es la única verdadera, era imposible que se hubiera condenado.

»Les replicó ella que ciertamente la fe y la religión cristianas son verdaderas, y que si él hubiera hecho, al morir, lo que debe hacer un auténtico cristiano, habría salvado su alma. Siguió la endemoniada diciendo que él no había obrado como verdadero y buen cristiano, pues, aunque había mandado rezar oraciones y dar limosnas por su alma, había pedido que lo hicieran después de su muerte, siendo su intención que lo hiciesen sólo una vez muerto, sin importarle su alma mientras vivía; por eso mandó que lo hicieran después de muerto, cuando ya sus riquezas no le servían para nada ni se las podía llevar consigo. Igualmente les dijo que el general lo había dispuesto todo así para que quedar a fama eterna de lo que había hecho, sólo por alcanzar vanagloria de las gentes.

»Por ello, aunque el general mandó hacer buenas obras, no obró bien, ya que Dios no premia solamente las buenas acciones, sino las que están bien hechas, que son hijas de una recta intención. Como la intención del general no fue buena, porque no nacía de su corazón, no consiguió de Dios el galardón eterno que esperaba.

»A vos, señor conde, pues me pedís un consejo, os digo que, en mi opinión, hagáis en vida el bien que deseéis hacer. Sabed, además, que, para conseguir ante Dios galardón por vuestras buenas obras, debéis reparar primero el daño que hayáis podido hacer: de poco vale robar el carnero y dar luego las patas a los pobres por el amor de Dios. De muy poco os valdría haber robado y hurtado a todos para, luego, dar limosna de lo que no es vuestro. Sabed también que, cuando la limosna es buena, concurren en ella estos cinco requisitos: primero, que se entregue algo cuya propiedad sea legítima; segundo, que se dé cuando uno está haciendo, y arrepentido, verdadera penitencia; tercero, que el hombre sienta desprenderse de lo que da, bien por la cantidad o por la calidad de la donación; cuarto, que se haga en vida; y quinto, que se haga pensando sólo en Dios y no por vanagloria o vanidad. Si se dan estas cinco condiciones, todas las limosnas y buenas obras serán perfectas y el que así las haga recibirá generoso galardón de Dios. Pero si vos, o cualquier otro, por algún motivo no puede hacerlas de ese modo, no por eso debe dejar de hacerlas, pensando que, al no reunir todos los requisitos, no le servirán de nada, pues eso sería una gran equivocación   -153-   y tentaríais a Dios al pensar así, ya que, de cualquier forma que se haga el bien, siempre será un bien. Sabed también que las buenas obras ayudan al hombre a abandonar el pecado y a hacer penitencia, a la vez que nos proporcionan salud corporal, riquezas, honras y buena fama ante las gentes. Por ello os digo que toda buena obra que haga el hombre será siempre muy provechosa y útil, pero será mucho más provechosa para la salvación si se hace reuniendo las cinco condiciones que os he señalado.

El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, decidió obrar siempre así y pidió a Dios que le ayudase para seguir los sabios consejos de Patronio.

Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:


Haz siempre el bien, mas con recta intención,
si deseas el cielo, si buscas salvación.



  -154-  
ArribaAbajo

Cuento XLI

Lo que sucedió a un rey de Córdoba llamado Alhaquen


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, de este modo:

-Patronio, vos sabéis que soy muy buen cazador y he introducido muchas innovaciones en el arte de la caza, antes desconocidas, así como reformas muy necesarias en las pihuelas y en los capirotes de las aves de cetrería. Ahora los que se quieren meter conmigo se burlan de mí por mis invenciones, y así como alaban al Cid Ruy Díaz o al conde Fernán González por las victorias conseguidas o al santo y bienaventurado rey don Fernando por sus notables conquistas, me elogian a mí diciendo que realicé una gran gesta al cambiar un poco las pihuelas y los capirotes. Como comprendo que tal alabanza es sólo una burla, os ruego que me aconsejéis qué deba hacer para que no se mofen de mí por aquellos inventos tan útiles.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer a fin de evitar tales burlas, me gustaría que supierais lo que ocurrió a un rey de Córdoba llamado Alhaquen.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

-Señor conde -dijo Patronio-, había en Córdoba un rey llamado Alhaquen, que, aunque mantenía su reino en paz, no se esforzaba por acrecentar su fama o su honra con hechos notables, como deben hacer los buenos reyes, que no sólo están obligados a conservar su reino, sino también a engrandecerlo por medios lícitos y a esforzarse en vida por ser alabados de las gentes, para que después de su muerte todos recuerden sus grandes hechos y conquistas. Este rey, sin embargo, no se preocupaba de esto, sino de comer, descansar y vivir ociosamente en su palacio.

»Sucedió que un día, por distraer al rey, tocaban delante de él un instrumento que gusta mucho a los moros, que ellos llaman albogón. Al rey le pareció que su sonido no era tan bueno como debía y, cogiendo el albogón, le añadió un agujero en la parte de abajo, a continuación de los que ya tenía. Con esta invención consiguió el rey Alhaquen que el albogón tuviera mejor sonido.

  -155-  

»Aunque aquella era una buena reforma, pero no digna de un rey, las gentes, en tono de burla, empezaron a elogiar su invento diciendo cuando querían alabar a alguien: «Wa hedi ziat Alhaquim»; que quiere decir: «Este es el añadido de Alhaquen».

»Esta frase fue tan divulgada por aquellas tierras que llegó a oídos del rey, que preguntó por qué la decían. Aunque al principio pretendieron ocultárselo, él tanto insistió que acabaron por decírselo.

»Al conocer los motivos, sintió gran pesar, pero como era buen rey, no quiso castigar a quienes decían aquello, sino que decidió hacer otro añadido que forzosamente mereciera los elogios de sus vasallos.

»Entonces, como la mezquita de Córdoba aún no estaba acabada, le añadió cuanto le faltaba y la terminó de construir. Esta es la mayor y más hermosa mezquita que tenían los moros en España y que, por la ayuda de Dios, ahora es una iglesia llamada Santa María de Córdoba, desde que el rey don Fernando conquistó la ciudad y consagró la mezquita a Santa María.

»Cuando aquel rey hubo acabado la mezquita, haciendo tan buen añadido, dijo que, si hasta entonces se habían burlado por lo que hizo en el albogón, de ahora en adelante sería justamente alabado por el añadido que hizo terminando aquella grandiosa mezquita.

»Y, en efecto, el rey fue muy alabado; pero si los elogios antes eran una burla contra él, luego se convirtieron en alabanzas, hasta el extremo de que es muy corriente entre los moros, cuando quieren elogiar algo, decir así: «Este es el añadido del rey Alhaquen».

»Vos, señor conde, si estáis molesto o pensáis que esas alabanzas son un escarnio contra vos por las modificaciones hechas en las pihuelas y capirotes de las aves de cetrería, o por otras innovaciones vuestras en el arte de la caza, haced otras cosas nobles e importantes, propias de señores tan distinguidos como vos. Así todos alabarán vuestras gestas, del mismo modo que ahora elogian, burlándose, vuestros añadidos y modificaciones en la práctica de la caza.

El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.

Y como don Juan comprendió que este cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Si algún bien hicieres
que importante no fuere,
como el bien nunca muere,
hazlo mayor si pudieres.



  -156-  
ArribaAbajo

Cuento XLII

Lo que sucedió al diablo con una falsa devota


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, en una conversación con varios amigos nos hemos preguntado cómo un hombre muy perverso puede causar más daño a los demás. Unos dicen que encabezando revueltas; otros, que peleando contra todos; otros, que cometiendo graves delitos y crímenes y, otros, que calumniando y difamando. Por vuestro buen entendimiento os ruego que digáis con cuál de estos vicios se puede causar peor daño a las gentes.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para responder, me gustaría que supieseis lo que sucedió al diablo con una de esas mujeres que se hacen beguinas.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había en una villa un hombre joven, casado, que se llevaba muy bien con su mujer, sin que nunca hubiera entre ellos desacuerdos o riñas.

»Como al diablo le desagradan siempre las cosas buenas, tenía con este matrimonio gran pesar, pues, aunque anduvo mucho tiempo tras ellos para meter cizaña, nunca lo pudo conseguir.

»Un día, al volver de la casa donde vivía este matrimonio, iba el diablo muy triste, porque no podía hacerles caer en sus tentaciones, cuando se encontró con una beguina, que, al reconocerlo, le preguntó por qué estaba tan apenado. El demonio le respondió que venía de la casa de aquel matrimonio, cuyas buenas relaciones quería romper desde hacía mucho tiempo sin conseguirlo, y que, como su superior se había enterado de su inutilidad, le había retirado su estimación, motivo este de su tristeza.

»La mala mujer le respondió que le asombraba que, sabiendo tanto, no lo hubiera conseguido ya, pero que, si hacía lo que ella le dijera, podría lograr sus propósitos.

»El diablo le contestó que haría cuanto le aconsejara, con tal de llevar la desavenencia a la vida de aquel matrimonio.

  -157-  

»Cuando el demonio y la beguina llegaron a ese acuerdo, se encaminó la mujer hacia la casa del matrimonio, y tantas vueltas dio que consiguió hablar con la esposa, a la que hizo creer que había sido educada por su madre y que, para mostrarle su agradecimiento, la intentaría servir en todo cuanto pudiese.

»La esposa, que era muy buena, creyó sus palabras, le permitió vivir en su casa y le entregó su gobernación. También el marido se fiaba de ella.

»Cuando ya había vivido mucho tiempo con ellos y había conseguido toda su confianza, fue un día a la esposa, simulando estar preocupada, y le dijo:

»-Hija mía, mucho me duele lo que me han contado: que a vuestro marido le agrada más otra mujer; así que debéis tratarlo con mucho cariño para que nunca ame a otra mujer sino a vos, pues, si esto ocurriera, podrían veniros grandes males y perjuicios.

»Al oír esto, la buena esposa, aunque no acabó de creerlo, tuvo gran pesar y quedó muy acongojada. Cuando la falsa devota la vio tan pesarosa, se dirigió al camino que solía hacer el esposo para volver a su casa. Cuando se encontraron, le reprobó lo que hacía, porque, teniendo una esposa tan buena, amaba más a otra mujer; también le dijo que su mujer ya lo sabía y, aunque le pesaba mucho, le había contado que, como él se portaba así sabiendo que ella lo quería tanto, estaba dispuesta a buscar a otro hombre que la quisiera tanto o más que él. Luego le pidió que, por Dios, no se enterase su mujer pues, si lo supiera, ella se moriría.

»El marido, al oír esto, aunque no se lo pudo creer, sintió gran pesar y se puso muy triste.

»La falsa devota, al dejar al marido con esta sospecha, se fue a donde estaba la esposa, a la que dijo entre muestras de gran pesar y dolor:

»-Hija mía, no sé que desgracia os amenaza, pero vuestro marido está muy enfadado con vos; como es verdad lo que os digo, ahora lo veréis venir muy enojado y triste, lo que no le pasaba antes.

»Al dejarla con esta preocupación, se dirigió hacia el marido y le dijo lo mismo que a la esposa. Cuando aquel llegó a su casa, vio que la mujer estaba muy triste y que ya no sentían placer el uno con el otro, por lo cual quedaron los dos aún más preocupados.

»Cuando el marido salió de nuevo, dijo la mala mujer a la honrada esposa que, si se lo permitía, buscaría a algún mago para que hiciera un   -158-   encantamiento con el que su marido perdiese la indiferencia que tenía con ella. Como la esposa quería que la armonía volviera a su matrimonio, accedió a ello y se lo agradeció.

»Pasados unos días, volvió ella y le dijo que había encontrado un mago que, con algunos pelos de la barba de su marido, de los que nacen cerca de la garganta, podría preparar algún remedio para que su marido perdiese el enojo que tenía contra ella y, así, volvieran a llevar tan buena vida como antes, o aún mejor. Le pidió que, al volver el esposo, consiguiera que se echara en su regazo y, una vez dormido, con una navaja que le dio, podía cortarle los pelos necesarios.

»Aquella buena esposa, por el gran amor que tenía a su marido y muy pesarosa por la desavenencia que había entre ellos, como deseaba muchísimo gozar de la vida que antes llevaban, se lo agradeció y le dijo que así lo haría. Para ello cogió la navaja que le entregó la falsa mujer.

»La mala mujer se dirigió en seguida al marido y le dijo que sentía mucho su próxima muerte, por lo cual no deseaba ocultarle lo que su mujer había preparado: darle muerte a él y marcharse con su amante. Para probarle que esto era cierto, le dijo cómo su esposa y el amante de esta lo tenían dispuesto: a su vuelta la mujer le pediría que se durmiese en su regazo para, una vez dormido, degollarlo con una navaja que tenía escondida.

»Cuando el marido oyó todo esto, quedó lleno de espanto y, aunque estaba muy preocupado ya por tantas falsedades como la beguina le había dicho, con esto que le contaba ahora se preocupó aún más, resolviendo estar muy alerta y ver si era cierto cuanto le decía. Con esta turbación volvió a su casa.

»Al verlo entrar, la mujer recibió a su marido más cariñosamente que nunca, a la vez que le recordó cómo con tanto trabajo no podían nunca tratarse ni tomar un descanso, por lo que le pidió que se echara junto a ella y que pusiese la cabeza en su regazo para espulgarlo.

»El marido, al oír las demandas de la mujer, pensó que cuanto le había dicho la falsa beguina era cierto, pero, por ver hasta dónde llegaba la maldad de su esposa, se echó junto a ella y se hizo el dormido. Cuando así lo vio su mujer, sacó la navaja que tenía para cortarle los pelos de la barba, siguiendo el consejo de la mala beguina. El marido, que vio a su mujer con una navaja en la mano, muy cerca de su garganta, no dudó de cuanto la beguina le había dicho, se levantó, le quitó la navaja a su esposa y la degolló allí mismo.

  -159-  

»El padre y los hermanos de la esposa escucharon el ruido de la pelea, acudieron prestamente a la casa y vieron a la esposa muerta en el suelo. Aunque nunca habían oído quejas contra ella, ni por parte del marido ni por ningún vecino, al ver aquel crimen, llenos de cólera y de rabia, se lanzaron contra el esposo, al que mataron en el acto.

»Al oír los gritos que daban, vinieron los parientes del marido y, como lo vieran así muerto, arremetieron contra quienes lo habían asesinado y les dieron muerte. Tanto creció la venganza, por ambas partes, que aquel día murieron casi todos los moradores de la villa.

»Todo esto ocurrió por las malas palabras de la perversa beguina. Pero, como Dios nunca permite que el delito quede sin castigo, así como no permite tampoco su encubrimiento, hizo entender a las gentes que toda aquella sangre se había vertido por las calumnias de aquella falsa devota, a la que torturaron hasta que murió entre grandes dolores.

»Vos, señor Conde Lucanor, si deseáis saber cuál es el peor hombre del mundo y el que puede causar más daño a los demás, debéis saber que es quien simula ser buen cristiano, hombre honrado y leal, pero cuyo corazón es falso y se dedica a verter calumnias y falsedades que enemistan a las personas. Yo os aconsejo que evitéis a los hipócritas, pues siempre viven con engaño y mentira. Para que los podáis conocer, recordad este consejo del evangelio: «A fructibus eorum cognoscetis eos»; que significa: «Por sus obras los conoceréis». Por último, pensad que nadie en el mundo puede ocultar por siempre los secretos de su corazón, pues más tarde o más temprano saldrán a la luz.

El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, se propuso seguir su consejo y pidió a Dios que lo guardase a él y a todos los suyos de hombre tan dañino.

Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno; lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Si deseas evitar tan grandes desventuras
no te dejes convencer por las falsas criaturas.



  -160-  
ArribaAbajo

Cuento XLIII

Lo que sucedió al Bien con el Mal y al cuerdo con el loco


El Conde Lucanor hablaba con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, sucede que tengo dos vecinos: uno es persona a quien estimo mucho, pues existen entre los dos numerosos motivos de agradecimiento; pero a veces, sin que yo acierte a descubrir la causa, me afrenta y agravia, cosa que me duele mucho. El otro no es persona a quien deba mostrarle agradecimiento ni tampoco gran estima y, además, hace cosas que me desagradan. Por vuestro buen juicio os ruego que me digáis la manera de portarme con ellos dos.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo que me preguntáis no es una sola cosa, sino dos, y bien distintas entre sí. Para que vos podáis obrar como más conviene, me gustaría contaros dos sucesos distintos: lo que sucedió al Bien con el Mal y lo que le ocurrió a un cuerdo con un loco.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor conde -dijo Patronio-, como son historias distintas, primero os contaré lo que sucedió al Bien con el Mal y luego lo que le pasó al cuerdo con el loco.

»Señor conde, el Bien y el Mal acordaron vivir juntos. Como el Mal es más activo, más inquieto, enemigo de la tranquilidad y siempre está maquinando algo, le dijo al Bien que sería muy conveniente tener ganado con el que salir adelante. Como el Bien aceptó esta propuesta, acordaron tener ovejas. Cuando las ovejas parieron, dijo el Mal al Bien que eligiera la parte que deseara.

»El Bien, que es bueno y mesurado, no quiso escoger, sino que le dijo al Mal que lo hiciera; eso le agradó mucho al Mal, que, por ser malo y engañoso, le propuso al Bien que se quedara con los corderitos recién nacidos y él tomaría la leche y la lana de las ovejas. El Bien hizo como si estuviera satisfecho con este desigual reparto.

»Después de esto, dijo el Mal que sería bueno criar cerdos, lo que   -161-   pareció oportuno al Bien. Cuando las puercas parieron, dijo el Mal que, pues el Bien se había quedado con los corderitos y él con la leche y la lana, ahora el Bien debería quedarse con la lana y la leche de las puercas y él con los lechones. El Bien aceptó aquello como su parte.

»El Mal propuso después que plantaran hortalizas, y sembraron nabos. Cuando nacieron, dijo el Mal al Bien que, no sabiendo lo que podía haber bajo tierra, cogiera las hojas de los nabos, que estaban a la vista, en tanto que él se conformaría con lo que hubiera nacido bajo tierra. El Bien aceptó esta partición propuesta por el Mal.

»Después plantaron coles y, cuando nacieron, dijo el Mal que, como el Bien había elegido antes las hojas de los nabos, que estaban sobre la tierra, debía quedarse ahora con la parte de las coles que nace bajo ella. Así, el Bien se quedó con esa parte.

»Luego dijo el Mal al Bien que deberían buscar una mujer para que los sirviera y llevara siempre limpios, cosa que agradó mucho al Bien. Cuando ya encontraron a la mujer, dijo el Mal que de la cintura para arriba sería para el Bien y de la cintura para abajo sería para él. El Bien aceptó este reparto, por lo que su parte hacía todo lo necesario en la casa y la parte perteneciente al Mal estaba casada con él y tenía que dormir con su marido.

»La mujer quedó embarazada y nació un hijo. Cuando la madre fue a darle de mamar, vino el Bien, que le prohibió hacerlo, porque la leche le pertenecía a él y no estaba dispuesto a malgastarla. El Mal vino muy alegre para ver a su hijo recién nacido, pero, como lo encontró llorando, preguntó a la madre qué ocurría. Esta le contestó que estaba hambriento porque no mamaba. El Mal le dijo que se lo pusiera al pecho, pero la madre le contestó que no podía hacerlo por habérselo prohibido el Bien, ya que la leche le pertenecía sólo a él. Cuando el Mal lo oyó, habló con el Bien y, riendo y con bromas, le pidió que dejara mamar a su hijo, pero el Bien respondió que la leche estaba en su parte y que no lo permitía. Al escuchar su respuesta, el Mal suplicó de nuevo al Bien para que accediera, y este, viendo su situación y su pena, le dijo:

»-Amigo, no penséis que por ingenuidad no me daba cuenta de la diferencia entre lo que me asignabais y lo que reservabais para vos, a pesar de lo cual nunca os pedía nada de lo vuestro, sino que, como podía, me mantenía con lo mío. Y aunque me visteis así, jamás os dolió mi situación ni buscasteis favorecerme. Si ahora Dios ha dispuesto que necesitéis mi   -162-   colaboración, no os sorprenda que no quiera ayudaros y que, recordando cuánto me habéis engañado, os deje sufrir vuestro mal como pago de todo lo que habéis hecho.

»Al comprender el Mal que el Bien decía la verdad, se puso muy triste, pues vio que su hijo podía morir por su culpa, así que empezó a rogarle al Bien para que, en nombre de Dios, lo ayudara y se apiadara de aquel niño inocente, pues le prometía hacer en adelante lo que él mandara.

»Cuando el Bien lo oyó expresarse así, pensó que Dios le había hecho un gran favor permitiendo que el Mal dependiera de él y, viendo que la enmienda podría conseguirse por la salud de aquel niño, dijo al Mal que su mujer podría amamantarlo si él lo llevaba sobre sus espaldas y salía con el pequeño por la ciudad, diciendo en voz alta para ser oído por todos: «Amigos, sabed que sólo con hacer el bien, derrota el Bien al Mal». Cumplida esta condición, podría su mujer darle leche al niño. Esto agradó mucho al Mal, que pensó haber pagado muy barata la vida de su hijo, en tanto que el Bien lo consideró una excelente penitencia. El Mal cumplió lo prometido y todo el mundo supo que el Bien siempre vence al Mal por medio de un bien.

»Mas la historia del hombre cuerdo y el loco es distinta. Ocurrió así: un hombre bueno era dueño de unos baños, a los que un loco solía ir cuando las personas estaban bañándose, y las golpeaba con cubos, piedras, palos y con cuanto encontraba a mano, por lo cual la gente dejó de ir a aquellos baños. Así el hombre honrado empezó a perder todas sus ganancias.

»Al ver el dueño las pérdidas que aquel loco le causaba, se levantó muy temprano y se metió en el baño antes de que viniera el loco. Se desnudó, cogió un cubo de agua muy caliente y una gran maza de madera. Al llegar el loco a los baños para golpear a quienes pudiera, como solía hacer, el dueño, que estaba esperándolo, lo vio entrar y, en ese momento, se dirigió a él lleno de cólera y rabia; le echó el cubo de agua hirviendo por la cabeza, cogió la maza y tantos golpes le dio en la cara y en el resto del cuerpo que el loco creyó que lo mataba y pensó que el hombre bueno se había vuelto loco. Salió dando grandes voces y se cruzó con un hombre que le preguntó por qué gritaba así, a lo que respondió el loco:

»-Amigo, tened cuidado que hay otro loco en los baños.

»Vos, señor Conde Lucanor, comportaos así con vuestros vecinos: al que estáis tan agradecido y estimáis mucho, tratadle siempre como amigo,   -163-   haciéndole favores, dándole alojamiento y ayudándole en lo que podáis, aunque a veces os cause algún perjuicio; pero dadle a entender que lo hacéis por el afecto y cariño que le tenéis y no por obligación. Al otro, sin embargo, como no le debéis nada, no le toleréis nada y dadle a entender que vengaréis cualquier ofensa que os haga, pues los malos amigos conservan mejor la amistad por miedo y por recelo que por buena voluntad.

El conde vio que este era un consejo muy bueno, obró según él y le fue muy bien.

Y como don Juan pensó que estos cuentos eran buenos, los mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Porque el Bien con sus armas siempre vence al Mal,
sabed que al hombre malo nadie debe ayudar.



  -164-  
ArribaAbajo

Cuento XLIV

Lo que sucedió a don Pedro Ruy González de Ceballos y a don Gutierre Ruiz de Blanquillo con el conde Rodrigo el Franco


Otra vez habló el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

-Patronio, una vez, estando yo en guerra y cuando mis bienes y hacienda corrían mayor peligro, algunos caballeros, a quienes yo crie en mi casa y a quienes había favorecido con largueza, me abandonaron y buscaron hacerme mal junto a mis enemigos, e incluso se distinguieron por su saña contra mí. Tales cosas han hecho que me han llevado a tener peor opinión de los hombres que la que tenía antes. Por el buen juicio que Dios puso en vos, os ruego que me aconsejéis cómo debo pensar y obrar de ahora en adelante.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, si los que os han traicionado hubieran sido como don Pedro Núñez de Fuente Almejir, don Ruy González de Ceballos y don Gutierre Ruiz de Blanquillo, y supieran lo que les sucedió, nunca se habrían portado así.

El conde le preguntó lo que había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, el conde don Rodrigo el Franco se casó con una dama, hija de don Gil García de Zagra y mujer muy honrada, contra la cual el conde su marido levantó falso testimonio. Ella, muy dolida por aquellas acusaciones, pidió a Dios que, si era, en efecto, culpable, fuera castigada, pero que castigase a su marido si el culpable era él.

»Apenas terminó su oración, cuando Dios obró el milagro que le pedía y castigó al conde con la lepra. Entonces, ella se separó de él. Estando ya separados, el rey de Navarra mandó sus emisarios a aquella dama, se casó con ella y se convirtió en reina de Navarra.

»El conde, viendo que no podía curarse de la lepra, partió como peregrino hacia Tierra Santa para morir allí. Aunque era muy ilustre y tenía   -165-   muchos y buenos vasallos, sólo aquellos tres caballeros que os dije lo acompañaron. Como permanecieron allí durante tanto tiempo, no tuvieron bastante con lo que habían llevado para mantenerse, por lo que llegaron a tales extremos de pobreza que no tenían nada para alimentar al conde, su señor. Movidos por la necesidad, cada mañana se ofrecían dos de ellos como mozos en la plaza y el tercero se quedaba con su señor el conde; de esta forma se alimentaban ellos y cuidaban al conde. Además, todas las noches lo bañaban, limpiándolo y curándole las llagas de la lepra.

»Una noche, al lavarle los pies y las piernas, sintieron los tres necesidad de escupir, y escupieron. Cuando el conde los vio hacer esto, pensó que era por el asco que su enfermedad les producía y empezó a llorar y a quejarse de su estado.

»Mas ellos, para que viera su señor que no sentían repugnancia por su enfermedad, con las manos cogieron agua, que estaba llena de pus y de pústulas de la lepra, y bebieron de ella varias veces. Luego siguieron viviendo con el conde, hasta que murió.

»Al verlo muerto, pensaron que sería una deshonra para ellos volver a Castilla sin su señor, y no quisieron regresar sin su cadáver. Como, para llevárselo, les ordenaron que cocieran y lavaran sus huesos, respondieron ellos que nadie tocaría a su señor, ni vivo ni muerto. Y pues no consintieron que lo cociesen, lo enterraron y esperaron hasta que la carne se deshizo. Después pusieron los huesos en una arqueta, que llevaban entre todos sobre los hombros.

»Así iban caminando, pidiendo limosna, con los restos de su señor a cuestas, aunque traían testimonio de cuanto les había sucedido. Tan pobres pero tan dichosos, llegaron a tierras de Tolosa donde, al entrar en una ciudad, se encontraron con un grupo de personas que iba a quemar a una dama muy importante, acusada por un hermano de su marido. Decían aquellas gentes que, si ningún caballero salía en su defensa, moriría en el tormento, sin que hasta entonces hubieran encontrado alguno que la defendiera.

»Cuando el venturado y leal don Pedro Núñez comprendió que, por no hallarse caballero, castigaban así a la dama, dijo a sus compañeros que, si él supiera que era inocente, saldría al campo a defenderla. Fue luego junto a la dama y le preguntó sobre el fundamento de las acusaciones. Ella le contestó que jamás había cometido el delito de que la acusaban, aunque había deseado hacerlo. Al ver don Pedro Núñez que, pues la mujer había   -166-   pecado con el corazón, podría sucederle algún mal a quien la defendiese, como ya había comenzado a protegerla y la tenía por inocente de cuanto la acusaban, dijo que la defendería.

»Los acusadores quisieron recusarle por no ser caballero, pero, cuando les enseñó los testimonios e informes que traía, tuvieron que aceptarlo. Los parientes de aquella dama le dieron caballo y armas para que pelease. Don Pedro les dijo antes de comenzar la pelea que, con la ayuda de Dios, él ganaría honra y salvaría a la dama, pero que, como ella no era del todo inocente, podría venirle algún daño.

»Desde que entraron en el campo, Dios ayudó a don Pedro Leal, que venció en la lid y salvó a la dama, pero perdió un ojo en el combate, cumpliéndose así cuanto había dicho don Pedro antes de entrar en el campo de batalla.

»La dama y sus parientes dieron mucho dinero a don Pedro el Leal, con lo que pudieron seguir llevando los restos de su señor, el conde, sin tantas penalidades.

»Al enterarse el rey de Castilla de que aquellos tres bienaventurados caballeros venían con los restos de su señor, el conde, y cómo su viaje había resultado tan feliz, se puso muy contento y dio gracias a Dios porque tres caballeros de su reino hubiesen hecho tal hazaña. El rey les envió recado de que siguiesen a pie su camino, con los mismos andrajos que traían. Cuando ya se acercaban a la frontera de Castilla, el rey en persona los salió a recibir a cinco leguas de su reino, haciéndoles tal merced que, todavía hoy, sus descendientes poseen heredades de las que les concedió el monarca.

»El rey y cuantos caballeros lo acompañaban, para honrar la memoria del conde y rendir tributo de agradecimiento a los tres caballeros, acompañaron los restos del conde hasta Osuna, donde recibieron sepultura. Después, los caballeros se marcharon a sus tierras.

»Cuando Ruy González llegó a su casa, al sentarse a la mesa con su mujer, al ver ella la carne delante de sus ojos, alzó las manos al cielo y dijo:

»-¡Señor! ¡Bendito seas, por haberme concedido la gracia de vivir este día, pues bien sabes que, desde que marchó mi marido, don Ruy González, esta es la primera vez que como carne y que bebo vino!

»Al oírla, don Ruy González se sintió muy triste y le preguntó por qué lo había hecho. Ella le contestó que, cuando se marchó con el conde, le había dicho que jamás volvería sin su señor y le había pedido a ella que   -167-   llevase una vida sin tacha, pues nunca le faltaría ni el pan ni el agua en su casa; y como le había dicho esto, no debía ella desobedecerlo, por lo cual sólo había comido pan y bebido agua.

»Igualmente, cuando don Pedro Núñez llegó a su casa, al quedarse a solas él, su mujer y sus parientes, su esposa y parientes se encontraban tan felices y contentos que empezaron a reír. Don Pedro Núñez pensó que se estaban burlando de él porque había perdido un ojo, por lo cual se cubrió la cabeza con el manto y se encerró en sus habitaciones. Al verlo así, su esposa se puso muy triste y tanto le insistió que don Pedro le dijo que estaba así porque se burlaban de él por estar tuerto. Al oírlo su mujer, se clavó una aguja en el ojo y quedó tuerta, diciendo a don Pedro Núñez que lo había hecho para que, si alguna vez la veía reírse, no pudiera pensar que lo hacía por su defecto.

»Así premió Dios a aquellos caballeros por cuanto bien hicieron.

»Vos, señor conde, nunca dejéis de hacer el bien aunque algunos os hagan mal, porque quienes buscan perjudicaros más daño se hacen a sí mismos que a vos; y pienso que, si los que se portaron mal con vos hubieran sido como aquellos tres caballeros y hubieran sabido cuánto bien les reportó ser leales con su señor, no se habrían portado como lo hicieron. Pensad también que, si algunos quebrantaron su lealtad, otros muchos os siguen siendo fieles, y que más os benefició la fidelidad de aquellos que la deslealtad de estos. No creáis tampoco que seréis correspondido por quienes habéis mantenido con largueza, pero pensad que uno solo hará tanto por vos que daréis por bien empleado lo que habéis hecho por todos ellos.

Al conde le pareció este consejo muy bueno y verdadero.

Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Nunca dejes de hacer lo que es debido,
aunque algunos no se porten bien contigo.



  -169-  
ArribaAbajo

Cuento XLV

Lo que sucedió a un hombre que se hizo amigo y vasallo del diablo


Ilustración del Cuento XLV

 
-168-
 

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, un hombre me dice que sabe muchos agüeros y encantamientos por los que no sólo podré adivinar el futuro, sino también aumentar mis riquezas y bienes; pero estoy seguro de que en esas malas artes siempre hay pecado. Por la confianza que tengo en vos, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este asunto.

-Señor conde -dijo Patronio-, para que podáis hacer lo más conveniente, me gustaría contaros lo que sucedió a un hombre con el diablo.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que, después de haber sido muy rico, se volvió tan pobre que no tenía con qué alimentarse. Como en el mundo no existe mayor desgracia que la desdicha para quien siempre ha sido feliz, aquel hombre que había sido tan rico, viéndose tan pobre, se sentía muy desdichado. Cuando un día iba caminando a solas por el monte, muy triste y desesperado, se encontró con el diablo.

»Como el demonio conoce todas las cosas pasadas, aunque sabía la desgracia de aquel hombre, le preguntó por qué estaba tan triste y pesaroso. El hombre le contestó que no debía decírselo, pues no podría él acabar con sus males.

»Mas el diablo le dijo que, si estaba dispuesto a obedecerlo, él pondría fin a sus desdichas y, para que viese que podía hacerlo, le diría en seguida en qué iba pensando y por qué estaba tan triste. Entonces le contó toda su historia y los motivos de su tristeza, diciéndole, además, que, si hacía cuanto le ordenase, lo sacaría de la miseria y lo haría el más rico de todos los hombres, porque, como era el demonio, tenía poder para hacerlo.

»Al oírle decir que era el diablo, el hombre tuvo mucho miedo, pero, por la pena que traía y la miseria en que estaba, le contestó que, si lo hacía rico, le obedecería en todo.

  -170-  

»Como el demonio busca siempre la ocasión más propicia para engañar a los hombres, cuando los ve angustiados, temerosos, en momentos de apuros o incapaces de conseguir lo que desean, encuentra ahí la mejor ocasión para lograr de ellos cuanto quiere; por eso buscó el modo de engañar a aquel hombre que estaba tan desesperado.

»Firmaron entonces un pacto y el hombre se hizo vasallo del demonio. Después de esto, el diablo le dijo al hombre que, de allí en adelante, podía robar lo que quisiese, pues nunca encontraría cerrada una casa o una puerta que, por muy bien cerradas que estuvieran, él no se las abriera, y que, si por casualidad se viese en un apuro o encarcelado, le bastaría con decir: «Socorredme, don Martín», para que él viniera en su ayuda y recuperara la libertad.

»Después de todo lo cual, se separaron.

»Una noche muy oscura, pues los que son amigos del delito actúan siempre en la oscuridad, aquel hombre se dirigió a casa de un comerciante. Cuando llegó a la puerta, el diablo se la abrió, así como el arca, con lo que consiguió un buen botín.

»Otro día cometió un hurto mayor, y después otro, hasta que se hizo tan rico que ya no se acordaba de la pobreza en que había vivido. Pero, como aquel desdichado no se sentía contento por haber salido de la penuria, siguió robando cada vez más; y tanto robó que acabó en la cárcel.

»Al verse prendido, llamó a don Martín, para que le ayudase. Don Martín llegó en seguida y lo sacó de la prisión. Viendo el hombre que el diablo cumplía su palabra, comenzó a robar como al principio, haciendo muchos más robos, hasta el extremo de que llegó a ser muy rico.

»Una vez, cuando estaba cometiendo un robo, fue sorprendido y lo llevaron a la cárcel. El hombre invocó a don Martín, pero este no vino tan rápidamente como la vez anterior, sino cuando ya los jueces del lugar habían iniciado sus indagaciones sobre el delito. Cuando don Martín llegó, le dijo el hombre:

»-¡Ay, don Martín! ¡Cuánto miedo he pasado! ¿Por qué habéis tardado tanto?

»Le contestó don Martín que estaba resolviendo otros asuntos muy importantes y que por eso había tardado más, pero en seguida lo sacó de la prisión.

»El hombre volvió a sus robos y, como robaba tanto, fue encarcelado   -171-   otra vez. Practicadas las diligencias, los jueces lo sentenciaron. Esta vez don Martín lo sacó del peligro, pero cuando ya había sido juzgado y condenado.

»El hombre volvió a robar porque comprobó que don Martín siempre venía en su ayuda. Pero de nuevo lo cogieron y lo encarcelaron y, aunque llamó a don Martín, este no vino. Tanto se demoró que el hombre fue juzgado y condenado a muerte, y sólo entonces llegó don Martín, que apeló al rey, librándolo así de la prisión y devolviéndole la libertad.

»De nuevo volvió a robar y otra vez fue encarcelado. Llamó a don Martín, que no vino hasta que ya lo habían condenado a la horca. Cuando el hombre subía al cadalso, apareció don Martín y el hombre le dijo:

»-¡Ay, don Martín! ¡Que esto no es una broma, pues he pasado mucho miedo!

»Le contestó don Martín que él traía consigo 500 maravedíes en una bolsa, que se los diera al juez y de este modo quedaría libre. El juez ya había ordenado que lo ahorcasen, pero no encontraban la soga; mientras la buscaban, llamó el hombre al juez y le entregó la bolsita con el dinero. Pensando el juez que le entregaba 500 maravedíes, dijo a las gentes que allí estaban:

»-Amigos, ¿se ha visto alguna vez que falte soga para ahorcar a un hombre? Ciertamente, este hombre debe de ser inocente, pues Dios no quiere que muera y, por eso, nos falta la soga. Dejémoslo para mañana, y veremos su caso con más calma; porque, si es culpable, no nos faltará tiempo para ejecutar la sentencia.

»El juez hacía esto para liberarlo, por el dinero que creía que le había entregado. Cuando aplazaron su ejecución, el juez se fue a un lugar retirado y abrió la limosnera, donde esperaba encontrar los 500 maravedíes; pero sólo encontró una soga, y no el dinero. Apenas vio esto, lo mandó ahorcar.

»Cuando ya iban a colgarlo, vino don Martín y el hombre le pidió que le ayudase; pero don Martín le contestó que siempre socorría a sus amigos hasta verlos en aquel lugar.

»Así perdió su vida y su alma aquel desdichado, por confiar en el demonio y obedecerlo. Pues debéis tener por cierto que jamás nadie, que haya creído en sus promesas o confiado en él, ha tenido buen fin; mirad, si no, a todos los que hacen agüeros, o echan suertes, a los adivinos, a quienes invocan al demonio, a los que hacen encantamientos o practican la magia, y veréis que siempre acaban muy mal. Acordaos, si no me creéis, de Álvar   -172-   Núñez y de Garcilaso, que tanto confiaron en agüeros y en encantamientos, y de cómo terminaron para su desdicha.

»Vos, señor Conde Lucanor, si queréis llevar buena vida y salvar el alma, confiad en Dios, depositad en él vuestra esperanza y esforzaos cuanto pudiereis, que Él os ayudará. Pero no creáis ni confiéis en agüeros, ni en cosas parecidas, pues, de cuantos pecados existen, este es el que más ofende a Dios y el que más aleja a los hombres de su Creador.

El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.

Como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Mala muerte le espera, mala vida le aguarda
al que en Dios no confía, ni goza en su esperanza.



  -173-  
ArribaAbajo

Cuento XLVI

Lo que sucedió a un filósofo que por casualidad entró en una calle donde vivían malas mujeres


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, vos sabéis que una de las cosas de este mundo por la que más debemos esforzarnos es por alcanzar buena fama y conservarla intacta. Como sé que en esto y en otras tantas cosas nadie me podrá aconsejar mejor que vos, os ruego que me digáis cómo podré acrecentar y guardar mi fama.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agrada lo que decís. Para que podáis hacer en esto lo mejor, me gustaría que supierais cuanto ocurrió a un gran filósofo, que era muy anciano.

El señor conde le preguntó lo que le había ocurrido.

-Señor conde -dijo Patronio-, un gran filósofo, que vivía en una ciudad del reino de Marruecos, padecía una molesta enfermedad, pues sólo podía obrar con dolor, con pena y muy despacio.

»Para librarlo de las molestias que padecía, le habían mandado los médicos que, siempre que lo necesitara, obrase en seguida, sin dejarlo para más tarde, pues pensaban que, cuanto más lo dejase, las heces se pondrían más secas y duras, con el consiguiente daño y perjuicio para su salud. Siguiendo el consejo de sus médicos, obraba como os digo y sentía cierto alivio.

»Sucedió que un día, yendo por una calle de aquella ciudad, en la que tenía muchos discípulos que seguían sus enseñanzas, le vinieron ganas de obrar como os he contado. Para hacer lo que sus médicos le aconsejaban y que tan buenos resultados le daba, se metió en una callejuela para hacer lo excusado.

»Dio la casualidad de que en aquella calleja vivían las mujeres de vida pública, que si hacen daño a su cuerpo también deshonran su alma. Pero el filósofo nada sabía de que aquellas mujeres vivieran allí. Por la clase de enfermedad que padecía, por el tiempo que permaneció en aquel lugar y por el aspecto que ofrecía al salir de la calleja, aunque ignoraba quiénes vivían   -174-   allí, todos pensaron que había ido allí para hacer algo impropio de lo que debe hacerse y de lo que hasta entonces había hecho. Si alguna persona respetable hace alguna cosa que merece censura y crítica, por pequeña que sea, a todos les parece peor y da más que hablar que cuando se trata de alguien que hace públicamente cosas peores; así, a este filósofo comenzaron a criticarlo y a hablar mal de él, pues, siendo tan anciano y aparentando tanta virtud, había visitado un lugar como aquel, tan dañino para su cuerpo, para su alma y para su propia fama.

»Cuando llegó a su casa, vinieron a él sus discípulos que, con mucha pena y pesar, le dijeron qué desgracia o pecado había sido aquel por el cual se había desprestigiado a sí mismo y a ellos, sus discípulos, a la vez que había perdido la fama que hasta entonces había conservado sin mancha alguna.

»El filósofo, al oírles hablar así, se asombró mucho y les preguntó por qué decían aquello, o qué falta había cometido, pues no sabía de qué le estaban hablando. Ellos le contestaron que no debía disimular, pues no quedaba nadie de la ciudad que no comentara su mala acción al visitar la calleja donde vivían las malas mujeres.

»Cuando el sabio escuchó esta explicación, sintió gran pesar, pero les pidió que no se lamentaran, pues de allí a ocho días les podría dar una respuesta.

»Se retiró luego a su estudio, donde escribió un libro, corto pero muy bueno y provechoso. Amén de otras cosas buenas que tiene, como si mantuviera una conversación con sus discípulos sobre la buena y mala ventura, les dice así:

»"Hijos, con la buena y la mala suerte sucede así: a veces se la busca y se la encuentra, aunque a veces es encontrada sin buscarla. La buscada y hallada es cuando un hombre hace buenas acciones, gracias a las cuales consigue alguna felicidad; eso mismo ocurre cuando por sus malas obras le sucede alguna desgracia. Esta es la suerte, buena o mala, hallada y buscada por el hombre, pues hace cuanto puede para que le venga el bien o el mal que busca.

»"Igualmente, la hallada y no buscada es cuando a un hombre, sin hacer nada para ello, le sucede alguna cosa buena o algún bien; por ejemplo, un hombre que vaya por el campo y encuentre un gran tesoro o cualquier cosa de gran valor sin haberse esforzado en buscarlo. Eso mismo ocurre cuando   -175-   a un hombre, sin haberlo merecido, le sobreviene alguna cosa mala o alguna desgracia; es como si un hombre fuera caminando por la calle y le cayera una piedra que otro lanzó contra un pájaro que iba por el cielo. Esta es la mala ventura encontrada y no buscada, puesto que ese hombre nunca hizo nada para que le ocurriera esa desgracia.

»"Hijos, debéis saber que en la buena o mala suerte hallada y buscada se unen dos cosas: que el hombre se ayude a sí mismo, haciendo el bien para lograr el bien y obrando mal si es esto lo que busca; además, merecerá el premio o el castigo de Dios según sus obras sean buenas o malas. Igualmente, en la suerte buena o mala, hallada y no buscada, se necesitan otras dos cosas: que el hombre evite en cuanto le sea posible hacer el mal o parecerlo, de donde le pueda venir alguna desgracia o mala fama y, en segundo lugar, pedir y rogar a Dios que, pues Él procura alejar de nosotros la desventura o la mala fama, también le ayude para que no le sobrevenga alguna desgracia, como me ocurrió a mí el otro día cuando entré en una calleja para hacer lo que no se podía excusar por mi propia salud que, aunque era algo inocente y de lo que no podía venirme mala fama, como por desventura mía vivían allí aquellas mujeres, aunque yo salía sin culpa, fui muy criticado y quedé infamado".

»Vos, Conde Lucanor, si queréis mantener y acrecentar vuestra fama y honra, debéis hacer tres cosas: la primera, muy buenas obras que complazcan a Dios y, logrado esto, que, después, en cuanto sea posible, agraden también a los hombres, cuidando siempre vuestro estado y dignidad, pero sin olvidar que, por muy buena fama que tengáis, podéis perderla si, debiendo realizar buenas obras, hacéis las opuestas, porque muchos hombres obraron bien durante cierto tiempo y, como después se apartaron de ese camino, perdieron los méritos conseguidos y acabaron de mala manera. La segunda cosa es rogar a Dios para que os ilumine en la conservación y aumento de vuestra fama, a la vez que aleje de vos la ocasión de perderla, por obras o palabras vuestras. La tercera cosa es que ni de palabra ni de obra hagáis nunca nada por lo que las gentes pongan en duda vuestra fama, que siempre debéis guardar por encima de todo, pues muchas veces los hombres hacen buenas acciones, pero, como levantan sospechas y parecen malas, ante la opinión de las gentes quedan como realmente malas. Tened presente siempre que en asuntos tocantes a la fama tanto aprovecha o perjudica lo que opinan las gentes como la propia verdad,   -176-   aunque para Dios y para el alma sólo cuentan las obras que el hombre hace, así como la intención que guarda.

Al conde le pareció este cuento muy bueno y rogó a Dios para que le permitiera hacer las obras necesarias para salvar su alma y aumentar su fama, su honra y su estado.

Y como don Juan vio que el cuento era excelente, lo mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:


Haz siempre el bien sin levantar recelos,
que así siempre tu fama se extienda por los cielos.



  -177-  
ArribaAbajo

Cuento XLVII

Lo que sucedió a un moro con una hermana suya que decía ser muy miedosa


Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:

-Patronio, sabed que tengo un hermano de padre y madre, mayor que yo, por lo cual debo respetarlo y obedecerlo como a mis mayores. Tiene fama de ser muy inteligente y buen cristiano, pero Dios ha querido que yo sea más rico y poderoso que él y, aunque no quiere reconocerlo, estoy seguro de que me envidia. Cada vez que necesito su ayuda o le pido que haga algo por mí, se excusa diciendo que no puede por ser pecado y, dando largas al asunto, deja de ayudarme. Sin embargo, cuando él precisa mi ayuda, me dice que, aunque se hundiera el mundo, debo arriesgar mi vida y mis bienes por hacer lo que me pide. Como habitualmente se comporta así, os ruego que me aconsejéis el modo más conveniente de solucionar este asunto.

-Señor conde -dijo Patronio-, me parece que el comportamiento de vuestro hermano se parece mucho al de una mora con el suyo.

El conde le preguntó lo que había sucedido.

-Señor conde -dijo Patronio- un moro tenía una hermana tan mirada que, por cualquier cosa que veía o le hacían, daba a entender que sentía miedo y espanto. Era tan delicada que, cuando bebía en unas jarritas que tienen los moros, como el agua suena entonces un poco, decía que le entraba tanto miedo con el ruido que estaba a punto de desmayarse.

»Su hermano era muy buen muchacho, pero muy pobre, y, como la pobreza obliga a los hombres a hacer lo que no quieren, aquel joven tenía que ganarse la vida de modo muy vergonzoso, pues, cada vez que se moría alguien, iba de noche al cementerio y le quitaba la mortaja, así como las ofrendas funerarias. Así se mantenían su hermana, él y toda la familia. Y la muchacha lo sabía.

»Una vez murió un hombre muy rico, al que enterraron con lujosos vestidos, alhajas y cosas de mucho valor. Cuando se enteró su hermana, le   -178-   dijo que quería acompañarlo aquella noche para ayudarle a traer todas las riquezas con que lo habían enterrado.

»Estando ya muy oscuro, se fueron el mancebo y su hermana al cementerio, llegaron a la tumba del difunto y la abrieron, pero, cuando le quisieron quitar los ricos paños que vestía, vieron que no podían hacerlo sin cortarlos, o bien, rompiendo la cerviz del difunto.

»Al ver la hermana que, si no le quebraban la cerviz al muerto, tendrían que romper las ropas, con lo cual perderían todo su valor, cogió con sus manos la cabeza del difunto y, sin compasión y sin pena, la separó del cuerpo, que descoyuntó todo. Luego le quitó ella las ropas que vestía, así como las riquezas, y se marcharon los dos.

»Mas al día siguiente, cuando estaban comiendo, al beber agua, la jarrita empezó a sonar y la mora dijo que iba a desmayarse por aquel pequeño ruido. Cuando su hermano lo vio y se acordó de la frialdad y de la indiferencia que había demostrado al descoyuntar la cabeza del muerto, le dijo en árabe:

»-Aha ya ohti, tafza min bocu, bocu, va liz tafza min fotuh encu.

»Lo que quiere decir: «Ay, hermana, os asustáis del sonido de la jarrita, que hace gluglú, y no os dio miedo la cabeza del muerto». Esta frase se ha convertido en un refrán, que utilizan mucho los moros.

»Vos, señor Conde Lucanor, si veis que vuestro hermano mayor se excusa de hacer lo que os conviene -tal como me habéis contado-, pretextando que es pecado lo que le pedís, aunque no lo sea, y luego os pide a vos que hagáis lo que a él interesa, aunque sea pecado más grave y perjudicial para vos, comprended que actúa como la mora, que se espantaba del sonido del agua en la jarrita y no le producía miedo descoyuntar la cabeza del muerto. Cuando os pida que hagáis en su favor algo que pueda perjudicaros, portaos con él como él lo hace con vos: dadle buenas palabras y estad muy amable con él. Si os pide algo que no os perjudique, ayudadle si podéis; pero, si no es así, excusaos siempre de forma muy cortés, para que al final, por un medio o por otro, su petición quede desatendida.

Comprendió el conde que Patronio le daba un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


Si alguno no quiere en lo tuyo ayudar,
cuando algo te pida, responde que lo harás.



  -179-  
ArribaAbajo

Cuento XLVIII

Lo que sucedió a uno que probaba a sus amigos


Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:

-Patronio, tengo muchos amigos, según creo, los cuales me prometen hacer cuanto me convenga, aunque para ello tengan que arriesgar vida o hacienda, e incluso me juran que estarán siempre junto a mí a pesar de cualquier peligro. Como sois de muy agudo entendimiento, os ruego que me digáis de qué manera podré saber si estos amigos míos harán por mí cuanto dicen.

-Señor Conde Lucanor -respondió Patronio-, un buen amigo es lo mejor y más preciado del mundo, pero pensad que, cuando vienen necesidades y desventuras, son muy pocos los que quedan junto a nosotros; además, si el riesgo no es grande, es difícil saber quién sería verdadero amigo en unas circunstancias apuradas. Así, para que sepáis qué amigos son los verdaderos, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre honrado con un hijo suyo que se jactaba de tener muchos y leales amigos.

El conde le preguntó qué le había pasado.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aquel hombre honrado tenía un hijo al que, entre otras muchas advertencias, siempre le aconsejaba que se esforzara por conseguir muchos y buenos amigos. El hijo lo hizo así y comenzó a rodearse de muchos, a los que agasajó y obsequió para ganarse su amistad. Y todos aquellos le declaraban una y otra vez su amistad, diciéndole que harían por él cuanto fuera necesario, y que incluso arriesgarían su vida y sus bienes llegada la ocasión.

»Un día, estando aquel mancebo con su padre, este le preguntó si había seguido sus consejos y si había ganado muchos amigos. El mancebo le contestó que tenía muchos y que, sobre todo, había diez de quienes podía asegurar que, ni por miedo a la misma muerte, lo abandonarían en un lance de peligro para él.

»Cuando el padre escuchó decir esto, le replicó que se sorprendía de que   -180-   en tan poco tiempo hubiese ganado tantos y tan fieles amigos, pues él, que ya era anciano, no tenía más que un amigo y medio. El hijo comenzó a porfiar, afirmando una y otra vez que era verdad lo que le contaba de sus amigos. Cuando el padre vio porfiar así a su hijo, le rogó que los probase de este modo: que matara un cerdo, que lo metiera en un saco y que fuera a casa de cada uno de sus amigos y les dijera que llevaba a un hombre a quien él había muerto. También debería decirles que, si su crimen llegaba a ser conocido por la justicia, no podrían, por nada del mundo, escapar a la muerte ni él ni ninguno de sus encubridores; y por eso les rogaba que, como eran sus amigos, ocultaran el cadáver y lo defendieran si fuera necesario.

»Así lo hizo el mancebo y se fue a probar a sus amigos, como su padre le había mandado. Cuando llegó a casa de cada uno de ellos y les contó el peligro que corría, todos le dijeron que en otras necesidades le ayudarían, pero no en esta, porque podrían perder vida y hacienda; y le pidieron, por Dios, que nadie supiese que había hablado con ellos. Algunos de sus amigos le dijeron que, si era condenado a muerte, pedirían clemencia para él; otros le aseguraron que, cuando lo llevaran a ejecutar, estarían con él hasta el último momento y luego lo enterrarían muy solemnemente.

»Cuando el mancebo hubo probado así a todos sus amigos y ninguno le socorrió, fue a casa de su padre y le dijo lo que había pasado. Al oírlo, el padre le respondió que ya había comprobado que más saben quienes mucho han visto y vivido que los que no tienen ninguna experiencia del mundo o de la vida. Entonces le dijo otra vez que él no tenía más que amigo y medio, y le mandó que fuese a probarlos.

»El mancebo fue a probar al que su padre calificaba de medio amigo y llegó a su casa de noche, con el cerdo a cuestas. Llamó a la puerta y le contó al medio amigo de su padre la desgracia que le había ocurrido y cómo sus amigos lo habían abandonado; por último, le rogó que, por la amistad que tenía con su padre, le ayudase en aquella situación tan peligrosa.

»Cuando el medio amigo escuchó sus palabras, le contestó que no tenía con él amistad ni trato como para arriesgarse tanto, pero que, sin embargo, por la estimación que sentía hacia su padre, estaba dispuesto a encubrirlo.

»Y entonces se echó a la espalda el saco con el cerdo muerto, pensando que era efectivamente un hombre, lo llevó a la huerta y lo enterró en un surco de coles; volvió a ponerlas como estaban antes, y despidió al mancebo, al que deseó buena suerte.

  -181-  

»El mancebo regresó a casa de su padre y le contó lo que le había pasado con su medio amigo. Le mandó su padre que al día siguiente, cuando estuviesen en concejo, empezara a discutir sobre cualquier asunto con su medio amigo y que, además de discutir, le diera en el rostro la mayor bofetada que pudiese. El joven hizo lo que su padre le mandó y, cuando el medio amigo se vio abofeteado en público, lo miró y le dijo:

»-En verdad, hijo mío, que has obrado muy mal; pero ten por seguro que ni por esta ofensa ni por otra mayor descubriré las coles de la huerta.

»Cuando el mancebo se lo contó a su padre, este le mandó que probara a quien consideraba un amigo cabal. El hijo así lo hizo. El mancebo llegó a casa del amigo de su padre, le contó la falsa historia del muerto y, al oírlo, el hombre bueno, amigo de su padre, le prometió guardarlo de daño y muerte. Sucedió, casualmente, que por aquellos días habían muerto a un hombre en aquella ciudad y no sabían quién era el culpable. Como algunos vieron a aquel joven ir y venir muchas veces con el saco a cuestas, al amparo de la noche, pensaron que sería él el asesino.

»Pero ¿para qué extenderse más? El mancebo fue juzgado y condenado a muerte. El amigo de su padre había hecho cuanto podía para que consiguiera escapar; pero, cuando vio que era imposible evitar su castigo, declaró ante los jueces que no quería ser responsable de la muerte de un inocente y, así, les dijo que aquel mancebo no era el asesino, sino que el matador era el único hijo que él tenía. Mandó a su hijo que se declarara culpable, cosa que hizo, y fue por ello ajusticiado. Así escapó de la muerte el joven, gracias al sacrificio del amigo de su padre.

»Señor Conde Lucanor, ya os he contado cómo se prueban los amigos. Creo que esta historia nos enseña a reconocer a los buenos amigos, a probarlos antes de ponernos en un grave peligro confiados en su amistad, y también permite saber hasta dónde estarán dispuestos a socorrernos cuando fuera necesario. Podéis estar seguro de que hay algunos amigos verdaderos, pero son muchos más los que se llaman amigos sólo en la prosperidad y, cuando la fortuna es adversa, desaparecen.

»Esta historia tiene también la siguiente interpretación espiritual: todos los hombres creen tener amigos en este mundo, pero, cuando viene la muerte, han de probarlos en este trance y, por eso, piden consuelo a los seglares, que les dicen tener ya bastantes preocupaciones propias; los religiosos les prometen rezos y súplicas por su alma; e incluso su mujer e hijos les   -182-   contestan simplemente que los acompañarán hasta la sepultura y que harán por ellos exequias muy lujosas. Así prueban a quienes tenían como verdaderos amigos. Y como no hallan en ellos ayuda alguna contra la muerte, se vuelven a Dios, que es nuestro padre, del mismo modo que el mancebo de la historia se refugió en su padre, al verse desamparado de quienes creía amigos suyos, y Dios entonces les manda probar a los santos, que son como medio amigos. Así lo hacen. Tan grandes son la bondad y piedad de los santos y, sobre todo, el amor de Santa María, que no dejan de rogar a Cristo por los pecadores. La Virgen María le recuerda a su hijo cómo fue su Madre y los trabajos que padeció por Él, y los santos le evocan los dolores, las penas, los tormentos y las persecuciones que sufrieron por su nombre; y todo esto lo hacen para encubrir nuestros pecados. Y así, aunque hayan recibido muchas ofensas, no nos descubren ni nos acusan, como no acusó al mancebo el medio amigo de su padre, a pesar de la bofetada que le dio el hijo de su amigo.

»Cuando el pecador siente que, a pesar de estas intercesiones, no puede escapar del castigo eterno, se vuelve a Dios, como volvió el mancebo de la historia a su padre al comprobar que nadie podía evitar su muerte. Y Dios Nuestro Señor, como Padre y Amigo verdadero, acordándose del amor que profesa al hombre, criatura suya, hizo como el buen amigo, pues envió a su Hijo Jesucristo para que muriese por la redención de nuestras culpas y pecados, aunque Él era inocente y estaba limpio de falta alguna. Y Jesucristo, como buen hijo, obedeció a su Padre, y siendo Dios y Hombre verdaderos quiso recibir y padecer la muerte para, con su sangre, limpiarnos de nuestros pecados.

»Y ahora, señor Conde Lucanor, pensad cuáles de estos amigos son los mejores y más fieles, y a quiénes debemos ganar y considerar como tales. Al conde le agradaron mucho estas razones, que encontró claras y excelentes.

Viendo don Juan que este ejemplo era bueno lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos:


Nunca podría el hombre tan buen amigo hallar
sino Dios, que lo quiso con su sangre comprar.



  -183-  
ArribaAbajo

Cuento XLIX

Lo que sucedió al que dejaron desnudo en una isla al acabar su mandato


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

-Patronio, muchos me dicen que, como soy tan ilustre y poderoso, debo aumentar mis bienes, mi poder y mi honra, pues esto es lo más indicado para mí y lo más propio de mi estado. Como sé que vuestros consejos son muy sabios y siempre lo han sido, os ruego que me digáis lo que, en vuestra opinión, más me favorece.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, es muy difícil daros el consejo que me pedís por dos razones: la primera, porque, al aconsejaros, tendré que contrariar en parte vuestra voluntad; la segunda razón es que podría ser inoportuno contradecir los consejos que parecen favoreceros. Como en este caso se dan las dos circunstancias, me resulta muy arriesgado disuadiros de lo que os aconsejan. Sin embargo, como todo consejero, si es leal, no debe buscar sino el provecho de su señor, para lo cual deberá aconsejarle lo mejor que sepa, sin preocuparle nunca el propio provecho o el perjuicio que pueda venirle, ni el agrado o desagrado de su señor, os diré por ello lo que me parece que os será más útil y más honroso. Así, debo deciros que quienes os aconsejan aumentar vuestros bienes sólo a medias os dan buen consejo, que no es perfecto del todo ni tampoco es bueno para vos. Para que veáis esto mejor, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un hombre al que le hicieron señor de su país.

El conde le preguntó lo que había ocurrido.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, en un país tenían la costumbre de elegir a un hombre como señor para un solo año, durante el cual lo obedecían en todo. Pero al terminar el año, le quitaban cuanto poseía, lo llevaban a un a isla desierta y lo dejaban desnudo, sin permitir que nadie lo acompañara.

»Sucedió una vez que fue elegido como señor un hombre mucho más inteligente y más previsor que cualquiera de sus antecesores. Como sabía que, al terminar su mandato, le harían lo mismo que a los otros, antes de que su mandato expirase, sin que nadie se enterara, mandó construir en la isla   -184-   donde sería desterrado una casa grande y confortable, en la que guardó cuantas provisiones pudiera necesitar para el resto de su vida. La casa fue construida en un lugar tan oculto que nadie ni ninguno de los que lo habían elegido señor pudo descubrirla. También advirtió a algunos amigos y familiares que, si ellos veían que le faltaba algo de lo necesario, se lo enviasen, para que jamás careciese de alimentos o vestiduras.

»Cuando se cumplió el año y los de aquella tierra lo despojaron del mando, lo llevaron desnudo a la isla, como hacían con todos; pero él pudo vivir muy felizmente, pues, como había sido tan previsor al mandar construir aquella casa, puedo vivir en ella contento y feliz.

»Vos, señor Conde Lucanor, si queréis escuchar mi consejo, pensad que, durante vuestra vida en este mundo, pues ciertamente tendréis que dejarla y partir desnudo hacia la otra vida, sin poder llevaros nada de aquí salvo las buenas obras, debéis procurar hacer tantas y tan grandes que, al abandonar este mundo, os hayáis construido una sólida morada en el otro; y aunque salgáis desnudo de este, tendréis ganada una mansión para la vida eterna. Sabed, además, que la vida del espíritu no se cuenta por años, pues el alma es eterna y no puede morir ni corromperse, sino que vive por los siglos de los siglos. Sabed, también, que Dios apunta las obras buenas y malas que hacen los hombres en este mundo, para darles un premio o un castigo en el otro, según sus merecimientos. Por todas estas razones, debo aconsejaros que hagáis tales obras en este mundo que, cuando lo abandonéis, encontréis buena mansión en el otro, donde viviréis eternamente, y que por las dignidades y honras de este mundo, que son vanas y perecederas, no queráis perder lo que ha de durar para siempre. Estas buenas obras que os digo debéis hacerlas sin ostentación ni vanagloria, para que, aunque sean conocidas por los demás, no parezcan fruto del orgullo o de la presunción. Además, pedid a vuestros amigos que hagan por vuestra alma lo que vos no hayáis podido terminar en la tierra. Pero, tenido todo esto en cuenta, pienso que no sólo podéis sino que debéis hacer cuanto esté en vuestras manos para mantener y acrecentar vuestra riqueza y poder.

El conde comprendió que este cuento no sólo era muy bueno sino que también guardaba un buen consejo; por ello, pidió al Señor que le ayudase para obrar como Patronio le había aconsejado.

Y viendo don Juan que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:


Por este mundo vano, fugaz, perecedero,
no pierdas nunca el otro, mucho más duradero.



  -185-  
ArribaAbajo

Cuento L

Lo que sucedió a Saladino con la mujer de un vasallo suyo


Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente en mis decisiones.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y del mundo, por los que es necesario transitar.

»Para no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse,   -186-   pues ha habido muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o como un mal príncipe que tiene mucho poder.

»Mas, para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos cosas se puede comprobar cuanto os dije antes.

»Todas estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me elogiaríais tanto.

»Para responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una persona.

El conde le preguntó lo que había sucedido.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor, que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo, que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que se enamorara de aquella dama apasionadamente.

»Tanto la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben   -187-   pedir a Dios que guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en práctica.

»Así le ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército, con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán. Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos.

»El ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella, sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su marido y a ella.

»Saladino le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo. Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le contestó a Saladino:

»-Señor, aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí.

»Saladino intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese   -188-   para que siempre viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su promesa.

»Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes.

»Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello.

»Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino.

»Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa.

»Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si   -189-   abandona por miedo o por el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino.

»Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares.

»Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche.

»Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre.

»Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo.

»Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida.

»Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese.

  -190-  

»Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes.

»Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó:

»-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios.

»Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad.

»Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida.

»Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo.

»Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba   -191-   que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido.

»Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergüenza.

»Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino:

»-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos.

»Saladino le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él.

»La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente:

»-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís.

»Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices.

»Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades.

»Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena   -192-   acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones.

»Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor. Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera poner fin a este libro.

Al conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para que fuera así.

Y como don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así:


Obra bien por vergüenza si quieres bien cumplir,
que es la vergüenza madre de todo buen vivir.



  -193-  
ArribaAbajo

Cuento LI

Epílogo


Lo que sucedió a un rey cristiano que era muy poderoso y muy soberbio


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio, y le dijo así:

-Patronio, muchos me dicen que la humildad es una de las virtudes que más agradan a Dios; otros afaman que los humildes son menospreciados por la gente y que son considerados cobardes y pobres de espíritu, por lo cual a los grandes señores les conviene ser soberbios. Como estoy seguro de que nadie puede saber mejor que vos cómo debe ser un gran señor, os ruego que me digáis cuál de estas dos cualidades es más conveniente y qué debo hacer en este asunto.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que veáis qué es lo mejor y más provechoso para vos, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un rey cristiano, que era muy poderoso y muy soberbio.

El conde le pidió que se lo contase.

-Señor conde -dijo Patronio-, en un país, cuyo nombre no recuerdo, vivía un rey muy joven, rico, poderoso y muy soberbio, tanto que asombraba a todos por su orgullo. A tanto llegó su soberbia que una vez, oyendo el Magníficat de la Virgen, al escuchar el versículo que dice «Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles», que en castellano significa «Dios Nuestro Señor humilló a los poderosos y exaltó a los humildes», sintió gran pesar y mandó que en su reino se borrara ese versículo para poner en su lugar este otro: «Et exaltavit potentes in sede et humiles posuit in natus»; cuyo significado sería: «Dios exaltó a los poderosos en sus tronos y humilló a los humildes».

»Nuestro Señor sintió mucho este cambio, pues con él se decía lo contrario de lo que había expresado la Virgen en ese cántico, ya que, cuando Nuestra Señora se vio madre del Hijo de Dios, al que concibió y alumbró siendo Virgen y sin menoscabo de su pureza, al verse Señora de los Cielos y de la Tierra, dijo de sí misma, alabando la humildad por encima de la demás virtudes: «Quia respexit humilitatem ancillae suae, ecce enim ex hoc benedictam me dicent omnes generationes»; es decir: «Porque Dios, mi señor,   -194-   admiró en mí la humildad, me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Y así ocurrió, en efecto, porque nunca, ni antes ni después de la Virgen, pudo ser bienaventurada ninguna mujer, pues sólo ella, por sus virtudes, y sobre todo por su humildad, mereció los títulos de Madre de Dios y Reina de los Cielos y la Tierra, para ser colocada sobre los coros de los ángeles.

»Mas al rey soberbio le sucedió todo lo contrario, pues un día quiso ir a los baños y se dirigió allí con toda pompa y un numeroso cortejo. Para entrar en el agua, se tuvo que desnudar y dejó su manto y túnica fuera del baño; entonces, mientras se bañaba el rey, Dios envió un ángel a los baños que, por voluntad y deseo del Señor, tomó la forma del rey, se vistió con sus ropas y se hizo acompañar por todos los cortesanos camino del alcázar. A la puerta de la casa de baños quedaron unas ropas muy humildes y viejas, como las que llevan los mendigos que van de casa en casa.

»El rey, que aún seguía bañándose, no sabía nada de lo que había pasado. Cuando deseó salir del agua, llamó a sus camareros y cortesanos, ninguno de los cuales le respondió, puesto que todos se habían marchado ya, creyendo que acompañaban al rey. Al ver que nadie le contestaba, el rey se enfadó mucho y juró que castigaría a todos con horribles tormentos. Y sintiéndose humillado, salió del baño desnudo, pensando que alguno de sus camareros le daría con qué vestirse. Llegó al lugar donde debían de estar sus acompañantes, pero no encontró a ninguno y se volvió a la sala de baños, buscándolos por todas partes, sin encontrar absolutamente a nadie.

»Estando así muy preocupado y sin saber qué podía hacer, vio aquellas ropas tan pobres y viejas, que estaban tiradas en un rincón; pensó ponérselas y marchar en secreto a palacio, para tomar venganza muy cruel de quienes lo habían escarnecido y humillado. Vestido con aquellas ropas, sin que nadie lo reconociera, se dirigió al alcázar, cuya puerta estaba vigilada por un guardián a quien el rey conocía bien y que era, además, uno de los que lo habían acompañado hacía un rato a los baños; cuando se acercó a él, le dijo en voz muy baja que le abriese la puerta y lo llevara en secreto a sus habitaciones, para que nadie lo viera con tan pobres vestiduras.

»El guardián, que estaba armado con espada y maza, le preguntó quién era pues demostraba tanta osadía. El rey le contestó:

»-¡Ah, traidor! ¿No te basta la burla que me habéis hecho al dejarme solo y desnudo en el baño y obligarme a volver con estos andrajos? ¿Acaso no eres fulano y no sabes que soy vuestro rey, vuestro señor, al que habéis   -195-   abandonado en la casa de baños? Abre ya la puerta, antes de que venga alguien que me reconozca, pues, si no lo haces, da por seguro que te torturaré antes de que te maten.

»Pero le contestó el guardián:

»-¡Loco, villano! ¿Qué amenazas son esas? Sigue tu camino y no digas más locuras, pues de lo contrario te daré un escarmiento, porque el rey ya hace tiempo que volvió de los baños, y todos lo acompañamos; además, ha comido y ahora está reposando, así que no alborotes, pues podrías despertarlo.

»Cuando el rey lo oyó decir esto, pensó que era por seguir la burla y, lleno de rabia y de vergüenza, lo atacó, queriendo arrancarle los cabellos. El guardia repelió el ataque, pero no lo quiso herir con la maza, aunque le dio un gran golpe con el mango, por lo cual el rey empezó a sangrar por muchas partes de la cabeza. El rey, al sentirse herido y ver que el guardián tenía espada y maza, mientras que él no tenía armas ni para atacar ni para defenderse, y creyendo que el soldado estaba loco, por lo que podría matarlo si seguía insistiendo, decidió irse a casa de su mayordomo y ocultarse allí hasta que curase de sus heridas. Pensó que, una vez repuesto, tomaría venganza de quienes lo habían humillado y escarnecido.

»Al llegar a casa de su mayordomo, tuvo peor suerte que con el guardián de palacio, por lo que también decidió alejarse rápidamente.

»Se dirigió entonces, de la forma más secreta, a casa de su esposa, la reina, creyendo que todas aquellas desgracias le habían sobrevenido porque sus vasallos no lo reconocían, cosa que sin duda no podría ocurrirle con la reina, su esposa. Cuando le hubo contado que él era el rey y que había sido golpeado por los guardias, la reina pensó que, si el verdadero rey, al que ella creía en su casa, llegara a saber que había prestado atención a sus palabras, se enfadaría muchísimo, por lo cual mandó que golpeasen a aquel loco y que lo echaran de su casa, por demostrar tan gran atrevimiento ante ella.

»El pobre rey, cuando se vio tan mal parado, no supo qué hacer y se fue a un hospital, donde estuvo muchos días para curar sus heridas. Cuando sentía hambre, se ponía a pedir de casa en casa; las gentes se burlaban y mofaban de él, diciéndole que cómo, siendo el rey de aquellas tierras, era tan pobre. Como todos se lo decían y tantas veces se lo repitieron, él llegó a creer que estaba loco y que su locura lo había llevado a creerse rey. De esta manera vivió mucho tiempo pensando todos que padecía una locura muy frecuente, que consiste en creer que uno es distinto de lo que parece o que vive en estado de mayor dignidad.

  -196-  

»Estando el rey en tan triste estado, Dios, que siempre quiere el arrepentimiento de los pecadores y, por ello, les busca un camino para su salvación, del que sólo se apartan por su propia culpa, hizo que aquel desdichado, que tan pobre y humillado se veía a causa de su soberbia, comenzara a pensar que todas sus desgracias eran castigo de sus pecados, sobre todo de su orgullo, que lo había llevado a cambiar el versículo del cántico de la Virgen. Cuando el rey comprendió esto, empezó a sentir en su corazón tanto arrepentimiento y tan gran pesar que no se podría decir con palabras; de tal modo que más le pesaba haber ofendido a Nuestro Señor que la pérdida de su reino y, aunque veía su cuerpo lacerado y humillado, no hacía otra cosa sino llorar y pedir perdón a Dios por sus pecados y gracia para su alma. Tal era su dolor que nunca se le ocurrió pedirle a Dios que le devolviera su trono o su dignidad, pues todo eso él lo tenía en muy poca cosa y sólo deseaba el perdón de sus pecados y la salvación de su alma.

»Creed, señor conde, que, de cuantos hacen peregrinaciones, dan limosnas, o ayunan, o elevan plegarias, o hacen buenas obras para que Dios les dé, les guarde o les acreciente la salud corporal, su honra o su riqueza, yo no digo que hagan mal. Sí os digo, sin embargo, que, si todas estas buenas acciones sólo las hicieran para conseguir el perdón de sus pecados y la gracia de Dios, que se alcanzan por las buenas obras, hechas con recta intención y sin hipocresía, les iría mucho mejor, pues sin duda alcanzarían el perdón y la gracia de Dios, que sólo quiere del pecador que se arrepienta y viva en la humildad y en la verdadera contrición de sus culpas.

»Por ello, cuando el rey se arrepintió, fue perdonado por la misericordia de Dios, quien, en su infinita bondad, no sólo le otorgó el perdón sino que también le devolvió su reino y su estado cumplidamente. Y ocurrió de este modo:

»El ángel, que ocupaba su lugar y tenía la forma del rey, llamó a un guardia y le dijo:

»-Me han contado que anda por ahí un loco que dice ser rey de estas tierras y otras locuras parecidas ¿Qué tipo de persona es y qué cosas dice?

»Dio la casualidad de que el guardia era el que había golpeado al rey el mismo día que salió desnudo del baño. Como el ángel, a quien todos tenían por rey, le pidió que le contara todo lo referido a aquel loco, el guardia le comentó cómo todas las gentes se burlaban y mofaban de él, al oír los desatinos que decía. El rey, después de escucharlo, le ordenó que lo fuese a buscar y lo trajera a palacio. Cuando el rey, a quien todos tenían por loco,   -197-   hubo llegado a presencia del ángel, que estaba ocupando el lugar del rey, se fueron a un sitio apartado y le dijo el ángel:

»-Amigo, me han contado que vais por ahí diciendo que sois rey de esta tierra y que habéis perdido el reino por no sé qué desgracia o desventura. Os ruego, por la fe que debéis a Dios, que me contéis cómo es todo esto, sin encubrirme nada, pues yo os prometo que nada os sucederá.

»Cuando el desdichado rey, que vivía como un loco y era tan desventurado, le oyó decir aquello a quien tenía por rey, no supo qué responderle, pues de una parte pensó que se lo preguntaba por sonsacarlo y, si decía que era el rey, le mandaría matar. Por ello empezó a llorar muy amargamente y le contestó, como persona que estaba muy preocupada:

»-Señor, no sé cómo responderos a lo que me decís, pero como la vida que llevo y la muerte me dan igual y Dios sabe que ya no espero ni honores ni riquezas, no voy a ocultaros nada de lo que realmente siento. Os digo, señor, que yo estoy loco y que todos me tienen por tal, tratándome como a un loco desde hace mucho tiempo. Y aunque alguno podría estar equivocado, si yo no estuviera loco, no podrían equivocarse todas las personas, buenas y malas, ricas y pobres, listas y necias; pero, aunque yo veo todo esto y lo comprendo, creo sinceramente que fui rey de esta tierra y que perdí el reino y la gracia de Dios por mis pecados, sobre todo por mi orgullo y soberbia.

»Entonces le contó el rey con mucha pena y con muchas lágrimas lo que le había pasado, el cambio que había hecho en las palabras del cántico de la Virgen, y también todos sus pecados. Cuando el ángel, a quien Dios había mandado para tomar su figura y pasar por rey ante todos, comprendió que sentía más pena por los pecados que había cometido que por la pérdida del trono, le contestó por mandato de Dios:

»-Amigo, os digo que en todo decís la verdad, pues habéis sido rey de esta tierra, pero Dios Nuestro Señor os quitó el reino por las mismas razones que decís, y me envió a mí, que soy uno de sus ángeles, para que tomara vuestra figura y estuviera en vuestro lugar. La misericordia del Señor, que es infinita y sólo busca que el pecador se arrepienta y viva, ha mostrado con este milagro las dos condiciones necesarias para que el arrepentimiento sea verdadero: que exista un auténtico deseo de no volver a pecar y que el arrepentimiento sea sincero. Como Dios ha visto que en vos se dan estas condiciones, os ha perdonado y me ha mandado a mí que os devuelva vuestra figura y os reponga en vuestro trono. Os ruego y os aconsejo que os   -198-   guardéis, sobre todo, del pecado de la soberbia, pues este es el que más aborrece Dios nuestro Señor, ya que va contra su poder y majestad y hace que los hombres pierdan su alma. Estad seguro de que nunca se ha visto nación, familia, clase ni persona que fuese esclava de la soberbia y que no haya sido abatida o castigada.

»Cuando el rey, a quien todos tomaban por un loco, oyó decir estas palabras al ángel, se postró ante él, llorando muy amargamente y, creyendo todo lo que decía, lo veneró como mensajero de Dios, pidiéndole que no se fuese hasta que todos estuviesen reunidos y se hiciera público este milagro que Dios había obrado en él. Así lo hizo el ángel. Cuando todos estaban juntos, habló el rey y les contó todo lo que le había pasado. Luego habló el ángel, que confirmó el relato del rey y se mostró como ángel a los ojos de todos.

»Entonces el rey hizo numerosas y frecuentes penitencias y, entre otras cosas, mandó que en todo su reino, para desagraviar a la Virgen, escribieran con letra de oro el versículo del Magníficat, cosa que todavía hoy siguen haciendo, según he oído decir. Terminada su misión, volvió el ángel a los cielos y se quedó el rey con sus gentes muy alegres y muy felices. En los años que luego vivió, el rey sirvió muy bien a Dios y a su pueblo, realizando buenas e importantes obras para sus vasallos, por las que alcanzó la fama en este mundo y la vida eterna en el otro, que todos deseamos conseguir por merced de Dios.

»Vos, señor Conde Lucanor, si queréis lograr la gracia de Dios y la buena fama en este mundo, haced buenas obras, que estén bien hechas, sin doblez ni hipocresía, y de todos los males del mundo guardaos, sobre todo de la soberbia, y sed humilde sin falsa piedad ni simulaciones. Tened presente la humildad, pero guardando siempre el decoro propio de vuestro estado, de forma que seáis humilde, pero no humillado ni vejado por nadie. Los poderosos y soberbios no podrán encontrar en vos humildad vergonzante ni apocamiento, y los que sean humildes ante vos siempre deberán encontraron lleno de humildad y de buenas obras.

Al conde le gustó mucho este consejo y pidió a Dios que le diera fuerzas para seguirlo y ponerlo en práctica.

Y como a don Juan le agradó mucho esta historia, la mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:


A los justos y humildes, Dios los ensalza:
a quienes son soberbios, Él los rechaza.








Arriba
Anterior Indice