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El copo de nieve

Ángela Grassi



Ve, soplo divino de mi alma, pósate sobre los blancos lirios del valle y liba su perfume, deslízate sobre los plateados arroyuelos y róbales sus perlas, recorre los bosques seculares, y arráncales sus notas misteriosas. Soplo divino del espíritu increado, imita al Ser de su ser que mora en las alturas, y esparce por todas partes el bálsamo del consuelo. Ve en forma de brisa a acariciar las frentes abatidas, ve convertido en aroma a saturar las almas laceradas, ve trasformado en rocío a humedecer los párpados que el dolor ha secado, como seca el simún los floridos árboles.

Ve, franquea los montes y los llanos, recorre los prados y los bosques, deja atrás los palacios opulentos, los dorados techos que cobijan la risa y la alegría, y no te detengas más que delante de la cándida virgen, pálida como las rosas blancas, que suspira por su bien perdido. No te detengas más que delante de la madre que vela junto a su hijo enfermo, o del caduco anciano que sólo ve desolación en torno suyo.

Detente a su lado, y cuéntales esta breve historia: historia breve de lágrimas, que te ha enseñado a ti cómo debías llevar la Cruz bendita, símbolo de redención, hasta el Calvario, para remontarte desde su alta cumbre, vestido de sol y coronado de estrellas al inmortal seguro.

Corre, soplo divino de mi alma, ve en nombre del espíritu increado a revelar a los que sufren el modo de convertir en rosas las espinas, las lágrimas en benéfico rocío.

Estás abrasado de amor, estás henchido de fe; ve a llevar tu fe y tu amor a los desventurados, como lleva el viento a las estériles comarcas el germen de las flores.

¡Ve, ve rápido y silencioso, recorre los continentes, cruza los anchos mares, que cuando estés fatigado plegarás las blancas alas en el seno del Eterno!






ArribaAbajo- I -

Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta


La mujer suspende en torno del hombre las flores de la vida, como las yedras de los bosques adornan el tronco de la encina con perfumadas guirnaldas.


CHATEAUBRIAND.                


¡Qué suaves y melancólicas suelen ser las tardes de otoño! ¡Cómo concuerdan con el espíritu humano, siempre inclinado a la meditación y a la tristeza!

En vano el alma quiere embriagarse con los placeres turbulentos, en vano quiere entregarse a los sueños de gloria, de amor y de ambición, a pesar suyo, siente que su vida es como las frágiles hojas arremolinadas por el viento de otoño, que su felicidad es como el azul del cielo, sin cesar empañado por pardas nubecillas precursoras de los nubarrones del invierno. Sabe que la naturaleza va a despojarse en breve de sus galas, y no sabe si volverá a verla cuando se engalane con otras nuevas.

El temor de perder un objeto adorado redobla su atractivo. El hombre escucha con indefinible complacencia los últimos trinos de las aves, prontas a partir de nuestros climas, los últimos murmullos del arroyo que debe convertirse en torrente, el rumor que producen al caer las últimas hojas de los árboles que irán a alfombrar la seca arena.

Escucha estos vagos acordes y suspira; suspira y levanta al cielo los ojos; siente que su tristeza se convierte en regocijo, como el fatigado caminante que ve a lo lejos la torre de su aldea, el techo de la cabaña en donde le aguarda su familia.

Era una tarde de otoño, aquella en que ocurrió el suceso que voy a referiros, tarde de otoño más bella, más armoniosa que ninguna. Los últimos rayos del sol doraban los altos campanarios de la nobilísima ciudad de Orduña, situada en los confines de Castilla la Vieja, y que al par que se enseñorea sobre una vastísima alfombra de campos en flor y praderas cubiertas de musgo, se contempla orgullosa en las aguas del Nervión, que va a morir en el mar, junto a Bilbao.

Fuentecillas de cristal y arroyos bullidores brotan y serpean por todas partes, semejando a sartas de perlas y diamantes entre la verde yerba; avecillas sonoras se albergan en los frondosos bosquecillos y las brisas perfumadas revolotean en todas direcciones, meciendo las corolas de las flores, balanceando las copas de los árboles, rizando las apacibles ondas del río y produciendo un concierto de susurros que se confunde con los trinos de los pájaros y los blandos murmullos de las aguas.

El que sueñe con los encantos del paraíso o la tranquila calma del Leteo, debe refugiarse en el escondido valle de Orduña, en donde la naturaleza desplega todas sus galas, y en donde no penetra el embravecido torrente de las pasiones mundanas.

Circúndale, menos por la parte del Norte, en donde hay abierto un boquete para que pase el río, cerros y montes, los más encumbrados y ásperos de toda España. Entre ellos descuella la renombrada Peña de Orduña, tan fragosa, que los moros jamás se atrevieron a franquearla, considerándola como el inexpugnable baluarte de la llanura de Ávila y Vizcaya.

En efecto, si se examina por su parte superior, no hay planta humana que se atreva a bajarla, y si por la inferior, sólo los buitres que descienden desde las concavidades a las hayas que guarnecen su falda, pueden, remontando el vuelo, buscar abrigo en su elevada cumbre, que se ve a muchas leguas de distancia.

Hoy, sin embargo, el ferrocarril circunvala sus altaneras crestas, dominando el hombre con su genio aquellas agrestes cimas que se creían infranqueables.

Hoy el silbido de la fugaz locomotora trae a los sencillos habitantes del valle los ecos turbulentos de la metrópoli de España, y turba su reposo con las visiones fantásticas de sus alegres orgías, de sus espléndidos festejos.

La ciudad, de aspecto grave y señorial, tiene una espaciosa plaza rodeada de buenas casas, con soportales cubiertos, en los que hay tiendas bien surtidas, y en medio una fuente de excelente arquitectura de ocho caños de agua exquisita. Todas las calles van a parar a la plaza.

El recinto está cerrado de murallas antiguas con reductos, baluartes, torreones y seis puertas de entrada, lo que demuestra que ha sido plaza fuerte en épocas anteriores.

Con decir que las laderas de los montes están cubiertas de bosques y viñedos, y la llanura de árboles frutales, se comprenderá cuántos ecos armoniosos y balsámicos perfumes esparcirían en torno los airecillos de otoño en la deliciosa tarde de que hablo.

Y a los blandos acordes, a las suaves melodías de la naturaleza, se juntaban los ecos de la flauta pastoril, el cencerro de los rebaños, los cantos de los vendimiadores y el chirrido de los carros que volvían a la ciudad cargados con los frutos de las vides.

Las campanas de las iglesias y ermitas tocaban el Angelus, las aves entonaban su himno de la noche, los hombres se inclinaban y rezaban.

Extramuros de la ciudad, a orillas del río, o más bien situada sobre una islita, alrededor de la cual, se destrenzaban las aguas, porque el Nervión, aunque casi seco en verano, se engruesa bastante con las aguas otoñales, se veía una blanca casa entapizada de rosas de guirnalda, yedra y madreselva. Nada más pintoresco que aquella casa cubierta de verdura, descollando sobre las cristalinas ondas como una flor acuática.

Formaban círculo a su alrededor muchos órdenes de macetas, colocadas en anfiteatro, y detrás de las macetas un enrejado en cañas servía de balcón para asomarse a contemplar el bellísimo paisaje.

Un caminito estrecho, orillado de rosas, conducía desde el umbral de la casa a la margen izquierda del río, en donde se alzaba un bosque de hayas.

Parecía aquella poética vivienda el albergue de un hada misteriosa, y en efecto, se asemejaba a un hada la jovencilla, que apoyada en el rústico balcón, estaba en aquel instante contemplando el magnífico cuadro que se ofrecía a sus ojos.

-¡Oh madrecita mía, exclamó de repente, si no estuvieras clavada en ese lecho de dolor y pudieras ver los bellos cambiantes del cielo! ¡Qué espléndidos tornasoles! ¡Qué ricos cortinajes de púrpura y de oro! ¡Mal hayan las nubes que en estas tardes precedentes, me impedían contemplar al rey de los planetas!

-Debes acostumbrarte, niña, dijo una voz lánguida y melancólica en la parte interior de la casa. En la naturaleza nunca brilla por mucho tiempo el sol sin que velen su faz augusta los pérfidos celajes; en la vida, nunca resplandece por mucho tiempo la felicidad, sin que venga a enlutarla alguna pena. Mira, por el contrario, las hojas secas, las flores marchitas, y piensa que toda gloria es fugaz en este mundo.

-¡Soy joven!, dijo la niña encogiéndose de hombros. ¡Es tan bella la vida! ¡Cuanto más busco el límite de su horizonte más dilatado le veo! En mi corazón resuenan millares de voces mágicas que me prometen mil delicias!

-¡Eres joven Clotilde! interrumpió la voz doliente, y sientan bien a la juventud la alegría y la esperanza, como a la primavera su guirnalda de risueñas flores. Embriágate de ilusiones, abre el pecho a la alegría; pero precávete al mismo tiempo contra el dolor, que no respeta ni a jóvenes ni a ancianos. Piensa en las aguas de ese río, tan pronto brillantes como un espejo, tan pronto turbias y encrespadas.

Calló la triste voz, y volvió a renacer el silencio.

Entre tanto las sombras habían bajado de los cerros a las llanuras, persiguiendo a los rayos de pálida luz, que huían aquí y allá, trémulos y azorados; las nubes purpúreas se habían vuelto primero moradas, luego blancas, y la naturaleza había enmudecido durmiéndose los pájaros en las ramas, los ecos en las peñas.

De pronto resonó a lo lejos una melodía deliciosa. No se sabía si eran acordes escapados de una flauta o coros de ángeles que resonaban en las alturas. Aquellos sonidos expresaban todos los trasportes de la pasión, todos los castos deliquios de una ternura inefable.

Los ruiseñores despertaron y se asomaron al borde de sus nidos para ver quien era aquel rival que los aventajaba en armoniosos trinos. Y con ellos despertaron los ecos soñolientos, las ondas que reposaban sobre el musgoso cauce, y las brisas escondidas en el cáliz de las flores. Y todos los seres de la creación, embriagados de entusiasmo, esparcieron aquí y allá y repitieron hasta lo infinito las notas de aquella música celeste.

Clotilde puso ambas manos sobre el corazón, que parecía querer salirse del pecho, y su espíritu se remontó hasta el sagrario de Aquél de quien dimana lo poético y lo bello.

Descendió entre tanto de una colina el inspirado músico, que era un joven pastor de gallardo aspecto y dulce fisonomía, descendió lentamente, precedido de sus cabras blancas, negras y manchadas, que se precipitaron en el llano dando saltos y balidos. Según eran las modulaciones de la flauta, tristes o alegres, suplicantes o imperiosas, así obraban las inocentes cabritillas, como si fuesen seres dotados de inteligencia, ya agrupándose en torno del pastor, ya esparciéndose a lo lejos, subiendo, bajando, triscando en todas direcciones.

Bien se conocía que no era el arte sino la naturaleza la que prestaba al músico sus inspiradas notas, porque sus tocatas carecían a veces de ritmo, eran caprichosas y desordenadas, como los rústicos conciertos que elevan las florestas.

Deslizóse el pastor a lo largo del río, tornó a la derecha, y bien pronto sus notas se perdieron entre los vagos rumores de la noche, disipándose asimismo la espesa nube de polvo que había levantado su rebaño.

Terminada la serenata, la naturaleza volvió a adormecerse plácidamente, mientras Clotilde con los codos apoyados en la balaustrada y la barba en la palma de las manos, dejaba vagar su espíritu por los espacios, y acariciaba mágicas visiones de formas indefinibles.

Pasó el tiempo, cerró del todo la noche y llamó con débil voz la enferma.

Entonces Clotilde se estremeció como si volviese en sí de un letargo, entró presurosa en la casa, encendió la luz, y tomando su labor, fue a sentarse junto a la cama en donde yacía su madre.

Esta era joven aún; pero ajada por los sufrimientos y las enfermedades. Tenía el cabello gris y los ojos negros, pero el rostro tan pálido y enflaquecido que parecía trasparente.

-¡Oh, qué bien revela la música la existencia de Dios! exclamó Clotilde con trasporte, ¡oh, qué alma tan sensible debe tener el pastor Anselmo para expresar de este modo las inefables delicias de los cielos!

Interrumpióse, volvióse para mirar a su madre, y vio que corrían dos lágrimas por sus mejillas.

-¡Estás enojada conmigo, madrecita mía!, añadió la joven entre asombrada y pesarosa. ¿Por qué lloras?

-Lloro por ti, dijo la enferma, cogiéndole ambas manos, lloro por ti, que vas a quedar abandonada y sola en este mundo, porque ya lo ves, cada día se disminuyen mis fuerzas, cada día avanzo un paso más hacia la negra sepultura. No tienes más patrimonio que esos lindos bordados, que son la admiración de todas las señoras de Orduña; pero ¿conservarás siempre estos hábitos de economía y de trabajo? ¿Resistirás siempre a las sugestiones del lujo y los placeres?

-Por Dios, madrecita mía, respondió la encantadora niña, ciñendo con ambos brazos el cuello de su madre, no te atormentes con el porvenir, poblándolo de lúgubres fantasmas. La suerte tiene varitas maravillosas, y cuando menos se piensa trueca en flores los abrojos, las lágrimas en sonrisas.

-Y también trueca en negro crespón el manto de la esperanza, ¡pobre niña! ¡Cuadros disolventes de sombra y luz: he aquí la vida!

Clotilde cerró los labios de su madre con un beso, y se puso a trabajar con ardor, como si quisiese poner término a aquella conversación penosa.

Era bella como un serafín: parecía una flor que acaba de entreabrir su corola a los rayos del sol de primavera. Tenía los ojos azules, el cabello rubio y ensortijado, las facciones armónicas y suaves. El junco no era más flexible que su talle: sus manos y pies tan diminutos como los de una niña de ocho años. Vestía un traje modesto pero lo llevaba con suma gracia y exquisita elegancia. Toda su persona ostentaba aquel sello aristocrático que solo puede darnos la nobleza de la cuna.

-No sé si estoy más triste que otras veces, no sé si me siento peor esta noche, dijo la enferma rompiendo otra vez el silencio; pero no puedo resistir al deseo de hablarte de cosas serias.

Motejabas hace poco mis temores futuros; pero ¿qué dirías si mis temores se refiriesen a lo presente?

Dejó Clotilde la labor y fijó en su madre una mirada de cándida sorpresa.

-¡Ah!, repuso ésta suspirando, mucho siento rasgar el velo de tu inocencia, pero es preciso:

Somos pobres: el fruto de tu trabajo apenas basta para subvenir a nuestras necesidades y a los gastos de la enfermedad que mina mi existencia, y sin embargo, esta casa llena de comodidades, revela un bienestar que no se halla en relación con la escasez de nuestros recursos.

-¡Oh!, exclamó Clotilde con entusiasmo, es que los dueños de esta casa son unos ángeles y nos colman de beneficios.

-Pero los dueños de esta casa son un anciano ciego y un joven de veinticinco años, hijo suyo.

-¡Y qué bueno, qué noble, qué generoso es Guillermo! No es a nosotras solas a quienes socorre y ampara, previendo hasta nuestros menores deseos con una delicadeza exquisita, es a todos los desgraciados de Orduña, de quienes es el consuelo y la providencia.

-¿Le amas?, preguntó la madre con voz trémula y que encerraba la explicación de todos sus temores.

Clotilde se puso encendida.

-No, dijo después de algunos momentos de vacilación, no le amo, le admiro. ¿Qué es amor? ¡No lo sé!... Yo no amo más que a los pajarillos que vienen a trinar en mi ventana, a las flores que me tributan su perfume y a las nubecillas de mil colores que vagan por el cielo.

-Pues bien, exclamó la enferma con febril agitación, Guillermo es demasiado rico para ti. Como industrial, posee una hermosa fábrica de paños, como hacendado, tantos campos y viñedos como días tiene el año.

-Pero Guillermo no tiene orgullo, interrumpió Clotilde, él es el primer trabajador en su fábrica, el primer labrador en sus campos.

-No olvides que un heredero rico debe casarse con una rica heredera. Guarda tu corazón: esto es cuanto quería decirte.

Clotilde se había puesto tan trémula que la hebra se rompió entre sus manos.

-Madre, murmuró en voz baja. Hace poco he dicho que no amaba a Guillermo... Cuando no es su mano la que me ofrece el agua bendita en la Iglesia, siento un vago deseo de llorar... Siento una vaga tristeza, cuando al ponerse el sol no le veo bordear el río para dirigirse a su casa... ¿Será esto amor?... ¡Hoy no ha pasado!... ¡Y sin embargo los sonidos de la flauta me decían que le vería!

-¡Ah hija de mi vida!, exclamó la enferma, incorporándose con viveza y estrechando a Clotilde entre sus brazos.

En aquel instante llamaron a la puerta.

-¡Si será él!, dijo Clotilde poniéndose encendida como una amapola... La flauta no puede mentir...

- ¡Abre, abre, dijo su madre, y que Dios tenga compasión de nosotras!

Dirigióse Clotilde con paso vacilante a la puerta, la abrió, y permaneció inmóvil en su dintel, en la actitud casta y ruborosa de la virgen, para quien se va a llenar la primera página del blanco libro de su destino.

Guillermo, pues en efecto era él, entró también con actitud tímida y conmovida, se dirigió al lecho y después de saludar a la enferma, se sentó a instancias de ésta en la silla que antes ocupaba Clotilde.

Si era rico Guillermo no necesitaba de sus caudales para agradar. Era alto, de figura noble y esbelta, tenía los ojos y el cabello negros, y una barba negra y rizada daba cierta gravedad a su fisonomía.

Venía vestido de negro y traía en la mano un ramito de flores.

-Vengo a tratar de cosas graves, señora, dijo con un tono en el que se traslucía una viva emoción, y reclamo toda su indulgencia de usted, todo el bondadoso afecto con que me mira, para que disculpe mi atrevido empeño.

Calló algunos momentos, y luego repuso:

-Trato de tomar estado con el beneplácito de mi padre, y con su beneplácito he elegido a la que debe ser compañera de mi vida.

La enferma se incorporó en el lecho llena de ansiedad, Clotilde se llevó ambas manos al corazón para contener sus latidos, Guillermo prosiguió con una voz que cada vez se hacía más trémula:

-Es Clotilde a la que deseo dar el dulce título de esposa. Quisiera que fuese únicamente su corazón el que pronunciase mi sentencia; pero no he podido resolverme a hablarle de mi amor sino delante de su madre.

-¡Clotilde es pobre!, murmuró la enferma.

-Clotilde es rica en virtudes, exclamó Guillermo con pasión, y ésta es la mejor de las dotes.

-El mundo tiene sus exigencias y es preciso respetarlas.

-Al mundo se le debe dar todo lo que es justo, pero nada más que lo justo. Clotilde es una joven honrada; yo la amo; mi padre aprueba mi elección, y si usted también la aprueba, si Clotilde consiente, nada tiene porque motejarme el mundo.

-Sabe usted mi historia, interrumpió vivamente la enferma, quiero no obstante recordársela en este solemne instante.

Mi padre descendía de una gran familia: su hermano mayor ostentaba una corona de conde. Mi padre era militar; extravíos de la juventud le habían arrebatado su legítima, y sólo contaba con su espada.

Era de carácter alegre y despreocupado. Había perdido a su esposa siendo yo muy niña, y cifrando en mí toda su ternura, me dio una educación esmerada, pero quizá demasiado libre. Llegó la edad de los amores, y entregué mi corazón a un artista. Era un pintor, rico tan sólo de futuras esperanzas.

Mi padre consintió en mi casamiento, y fui la mujer más feliz de la tierra, hasta que la dura realidad arrancó la venda de mis ojos. Nos sobraba amor y nos faltaba dinero. Sufrí todos los tormentos de la escasez, y sentí la amargura de ver que participaban de ellos mis hijos. Mis hijos, una vez sin pan, otras sin abrigo, nos abandonaban para volar al cielo, buscando un refugio entre los ángeles.

Mi padre, viejo y achacoso ya, se había retirado del servicio: al principio vivimos con su paga, y con la esperanza de que los cuadros de mi esposo hallarían en breve compradores dignos de su mérito.

Murió mi padre, y quedamos sin recursos; la miseria y los pesares apagaron la imaginación del artista, y sus obras posteriores no correspondieron a la idea que de su genio se habían formado los maestros. Mi noble familia, que había desaprobado mi desigual enlace, me volvió la espalda, y no hallé entre ellos ni apoyo ni benevolencia. Perdí a mi marido después de haber perdido a mi padre, y de todos mis hijos sólo me quedó Clotilde.

Fueme preciso vivir para ella, y subvenir a su subsistencia con el fruto exiguo de mi trabajo. No reportándome apenas nada el de aguja, resolví utilizar mis conocimientos en la música y en los idiomas, y entré de aya en casa de una gran señora, esposa de uno de los banqueros más ricos de Madrid. Había ascendido a ocupar su brillante posición desde el humilde estado de modista, y la fortuna la había envanecido.

Se había vuelto áspera y soberbia, creyendo que esto era de buen tono. En la institutriz de sus hijas no veía a la que debía cultivar su talento y educar sus almas, sino a la esclava que debía suscribir a todos sus caprichos.

Me rebajaba hasta el punto de obligarme a que comiese a la mesa con sus lacayos. Cuando me llevaba al teatro me hacía estar de pie en el último rincón del palco.

Pero me pagaba bien, y con mi salario podía sostener a mi Clotilde en el colegio del Sagrado Corazón, que se halla establecido en Chamartín, pueblecillo cercano de Madrid. Todo para ella: tal era mi divisa; mientras pudiese darle una educación brillante, comía con placer el pan amargo de la dependencia ajena, regado con mis lágrimas, y sobrellevaba con no desmentida fortaleza insultos y humillaciones.

Mis tiernas discípulas, educadas en la escuela orgullosa de su madre, me trataban con desdén, recibían con desdén mis lecciones, y más de una vez me echaron en cara el dinero que ganaba con el sudor de mi frente y los profundos tormentos de mi alma.

Es inútil decir que los criados me eran hostiles, los criados, groseros y envidiosos por instinto, declaran guerra a muerte a esas infelices personas de la clase media, superiores a ellos por su nacimiento y educación, y colocadas por la suerte en más precario estado. Mi carácter tímido, irresoluto, débil, acrecentaba su insolencia, y se puede decir que era el blanco de la tiranía de arriba y la de abajo; el objeto miserable del general encono.

A estas tiranías yo oponía una complacencia sin límites, pensaba que sirviendo a todos, que procurando anticiparme a los deseos de todos conquistaría, si no cariño y gratitud, al menos alguna consideración, pero no fue así. Cuanto más malgastaba mis fuerzas, centuplicándome, más bajaba en el nivel de la estimación de amos y criados, y considerando de derecho lo que había sido condescendencia, cuando mis cabellos empezaron a platearse, cuando mi vista empezó a oscurecerse, cuando mis manos trémulas por el dolor y la fatiga, empezaron a manejar con menos ligereza la aguja, me trataron corno trata el cazador al perro viejo y enfermo, que ya no puede correr tras de la presa.

Aquí sucedió la catástrofe dolorosa. Doña Eulalia, que así se llamaba la esposa del banquero, instada por unos amigos suyos, vino a pasar algunos días en Orduña con sus dos hijas. Se daba un baile en una de las casas más aristocráticas de la ciudad: las niñas y la madre, aunque traían riquísimos trajes de la corte, quisieron variar los adornos conforme a su capricho, encargándome a mí, como siempre, de tan enojosa tarea. Yo estaba mala, el tiempo era escaso, llegó la hora del baile y no estuvieron concluidos. Los concluí a las once de la noche, y lo peor fue que no los encontraron de su gusto.

Madre e hijas se entregaron a los arrebatos de una ciega cólera, y quizás, por la vez primera, me indigné al ver su injusticia y contesté con altiva dignidad a sus ultrajes.

Una actitud tan nueva en mí, las sorprendió, las irritó. De los denuestos pasaron a los más sangrientos improperios; yo, ciega ya también, y desatenta, se los devolví más sangrientos todavía.

Entonces doña Eulalia se abalanzó hacia mí en actitud amenazadora, luego se contuvo, y llamando a sus lacayos les ordenó que me echasen a la calle.

Los lacayos cumplieron con sumo gusto aquella cruel orden, y, sin saber cómo, me hallé en medio del arroyo.

Eran cerca de las doce de la noche: las calles estaban mudas y solitarias.

Sin poder darme cuenta de cuanto acababa de ocurrir, permanecí más de un cuarto de hora inmóvil delante de aquella puerta que acababa de cerrarse tras de mí. No conocía a nadie en Orduña, no tenía dinero para ir a llamar a ninguna posada. ¡Qué iba hacer! ¡No lo sabía!

Di algunos pasos a la ventura, y me hallé en una plazoleta rodeada de árboles. Entre los árboles había algunos asientos de piedra. Me senté en el más próximo resuelta a pasar allí la noche. Un torbellino de confusas ideas cruzaba por mi mente, pero dominaba entre todas la idea de mi hija a quien tendría que sacar del colegio para que viniese a compartir mi miseria. Miseria, sí, porque mi sueldo iba casi íntegro a la superiora del colegio, y no tenía ningún ahorro. No podía pensar en otra colocación: el estado de mi salud no me lo permitía. ¿Qué iba a ser de mí hija? ¿Qué iba a ser de mí? Fatal dilema que me era imposible resolver. Quizás entonces sentía haber dado a mi Clotilde una educación superior a mi estado, quizás temía que ella no aceptase con bastante resignación la pobreza a que se vería reducida.

Dios no quiso que fuera así: cuando más tarde Clotilde volvió a mis brazos, la hallé fuerte, animosa, sublime de abnegación y ternura.

Pero no anticipemos los sucesos.

Luchando con todas aquellas ideas, no sabiendo si al día siguiente debería ir a pedir perdón a doña Eulalia, o implorar de puerta en puerta la caridad pública, trascurrió la noche y vino el alba.

Como he dicho, estaba enferma; tal vez la alteración de mis nervios fue la que me impulsó a sobreponerme a mi humildad acostumbrada. El frío de la noche, el hambre, pues por concluir los vestidos no había comido, me produjeron un desmayo. Recliné la cabeza en el respaldo del banco, y perdí la conciencia de mí misma.

No sé cuánto tiempo permanecí de aquel modo, sólo sé que recobré el uso de mis sentidos, en una cómoda estancia, rodeada de personas amables y bondadosas.

Usted me había visto durante mi desmayo, usted sin conocerme, me había trasportado a su casa, que estaba cerca de aquel sitio, y era la dulce Juana, era su padre de usted, eran sus criados, los que me rodeaban con tan cariñoso celo. ¿Para qué decir más? Ustedes no limitaron su caridad a aquel primer beneficio.

Enterados de los dolorosos azares de mi vida, me instalaron en esta casita de su propiedad, y me facilitaron los medios para traer a mi lado a mi Clotilde.

He recordado todo esto, Guillermo, porque sé que en una población pequeña como Orduña, mi calidad de aya, o más bien de doncella, porque tal era en realidad no dejarán de presentarla a sus ojos como un borrón para su nueva esposa: lo he recordado también, para que Clotilde sepa cuánto debemos a su familia de usted y no acepte el presente de su corazón, sin estar bien cierta de que podrá pagarle con una ternura sin límites, con una profunda gratitud.

Durante este relato, Clotilde había derramado algunas lágrimas; pero su rostro no se había enrojecido de vergüenza. La condición precaria, pero honrada de su madre, no ofendía su orgullo, antes al contrario, le parecía que aquella dolorosa prueba soportada con resignación y dignidad enaltecía su nobleza.

-No sé si amo a Guillermo, exclamó ruborizándose, nunca me he detenido a dar un nombre al poderoso afecto que me inspira: ¡sólo sé que le estimo y admiro, que me siento capaz de labrar su dicha!

El joven se apoderó vivamente de la mano de Clotilde al oír estas palabras, la condujo hasta el borde de la cama y la obligó a arrodillarse junto a él.

-¡Qué Dios os bendiga, hijos míos, como yo os bendigo en este instante!, exclamó la enferma juntando sus manos trémulas sobre sus cabezas inclinadas, y derramando sobre ellas lágrimas de gozo.

*  *  *

Quince días después celebróse con inusitada pompa el enlace de Guillermo con Clotilde. Era tan bella la desposada, tan dulce, tan modesta, que los envidiosos enmudecieron, y sólo resonaron por todas partes plácemes fervientes.

Un año después, un ángel rubio y sonrosado vino a llenar de júbilo el tálamo conyugal, y la enferma bajó plácidamente al sepulcro, segura de haber dejado asegurada la felicidad de su hija.

Pero ¡ah!, ¿no había dicho ella misma que el cielo no es siempre azul, que no son siempre mansas las olas, ni blandos ni perfumados los céfiros de la tarde? ¡Cuadros disolventes de sombra y luz: he aquí la vida!




ArribaAbajo- II -

De cómo la imaginación sabe prestar distintas formas a todos los objetos


Dejar a una mujer en libertad de leer los libros que su carácter la induce a elegir, es introducir una chispa de fuego en la Santa Bárbara de un navío.


BALZAC.                


Un libro bueno y una mujer buena, corrigen muchos defectos: un libro malo y una mujer mala, echan a perder muchos corazones.


MME. GIRANDIN.                


Tenía la primavera su cetro de flores, dando perfumes al céfiro, trinos a las aves, perlas al arroyo y a los campos una alfombra de verde musgo, bordada de miosotis, violetas y campanillas. Sonreía la tierra, sonreía el cielo, y todo era en torno vida, alegría y movimiento.

En una elegante biblioteca, cuya estantería era de ébano con remates de plata, y cuyos muebles competían en riqueza y buen gusto con la estantería, veíase recostada muellemente en un diván a una mujer joven y hermosa, que volvía con creciente interés las páginas de un libro.

Aquella mujer era Clotilde, mucho más bella que cuando la vimos por primera vez: semejábase entonces a la sonrosada aurora; parecíase ahora al sol que derrama entorno rayos deslumbradores. Había crecido, se había desarrollado. Parecía una estatua griega, majestuosa y soberbia.

Parecía más bella en aquel instante, por cuanto las enredaderas, lanzándose de la copa de un árbol a la del otro, formaban un espeso enrejado delante del balcón de la biblioteca que daba al jardín, dejando penetrar tan sólo una claridad muy tenue en el aposento.

Muchas veces debían de haber revestido nuevas galas los bosques y los prados, desde que Clotilde había pronunciado aquel dichoso bendecido por su madre, porque en el jardín jugueteaban dos niños, Carlos y María, de cuatro años el primero, de cinco la segunda, que armonizaban perfectamente con aquella estación florida.

Y sin embargo, Clotilde no atendía a sus argentinas voces, no se asomaba a ver sus juegos. Estaba absorta en su lectura, y lágrimas ardientes corrían por sus mejillas, y profundos suspiros se escapaban de su pecho.

-¡Oh!, exclamó de improviso dejando el libro abierto sobre su. falda, ¡esta mujer faltó a sus deberes, y sin embargo permaneció pura! ¡Qué extraña doctrina! Pero, ¡cuán interesante se muestra en efecto!, ¡cuán digna es de que el mundo la aplauda más que la perdone, y que al fin logre una existencia feliz y tranquila, después de tantos y tan crueles sufrimientos! ¿Será verdad que la tibieza del marido autoriza a la mujer para buscar el calor de otro corazón apasionado? ¡Tal vez sí! ¡Cuantos libros leo, presentan a mis ojos a la mujer extraviada, merced a una fatalidad ineludible, ciñendo la corona brillante de los mártires!

Calló un instante y luego repuso:

-Mis muebles y mis trajes, traídos de París, son superiores a todos los de Orduña; mi mesa es espléndida, y me rodean muchos más criados de los que necesito. Guillermo es bueno, honrado, laborioso. Tiene noble figura y exquisita educación. Pero me falta algo: algo que ignoro, pero cuyo nombre encuentro en estos libros, y quizás en el fondo de mi alma.

¿Por qué me habrá regalado Guillermo esta rica biblioteca?

Antes tomaba la vida como es en sí: ahora aspiro a hallar otras emociones, otras luchas, otras glorias. Mi madre decía que no hay que buscar en el mundo la felicidad absoluta; que en el mundo siempre nos rodean sinsabores, cualquiera que sea nuestro estado, cualquiera que sea nuestra fortuna...

¿Qué es lo que dicen, pues, todos estos libros?, ¿qué es lo que nos hablan de goces completos e inefables?

«La resignación es la felicidad», proseguía mi madre.

¡Ah, qué le valió a ella ser resignada y buena!...

Dicen bien estos autores, Dios no existe, o si existe no se cuida de nosotros, débiles átomos impulsados a merced del viento... ¡La sociedad es cínica, descreída, infame: eleva altares al mal, y huella desdeñosamente con su planta el bien!... Entonces, ¿qué significa el sacrificio, la abnegación de sí mismo?...

¿Entonces, a quién me inmolo?, ¿a quién rindo en holocausto la parte más bella y noble de mi alma?

¡La virtud es un mito, es un fantasma evocado por espíritus fanáticos para esclavizar a los seres pusilánimes!

Levantóse, dio algunos pasos por el aposento con una agitación febril, anhelando aire para respirar, se asomó al balcón.

Era un balcón saliente, que terminaba por ambos lados con escalerillas de hierro, por las cuales se descendía al jardín. Tanto las escalerillas corno el balcón estaban cubiertos de enredaderas, rosas de guirnalda y madreselva, de modo que desde abajo sólo se veía un bosquecillo de verdura.

Clotilde apoyó la ardorosa frente en el ramaje, y se entregó a sus meditaciones.

Los dos niños estaban junto a la fuente que había en medio del jardín. Carlos llenaba la regadera de agua cristalina, y María la esparramaba sobre un cuadro de violetas en flor, que esparcían en torno un aroma delicioso. Cerca de ellos, sentada sobre un rústico banco de madera, entapizado de musgo, veíase a Juana, la hermana adoptiva de Guillermo, que mientras trabajaba en su labor de crochet, seguía con atenta y cariñosa mirada los juegos de los niños.

Era una joven de veinticinco años, muy pálida, un poco corcobada, que cojeaba un poco, pero que en cambio tenía el rostro dulce y expresivo de los ángeles.

Aquella joven era otro ejemplo de la inagotable caridad de Guillermo. Su historia era muy sencilla; pero muy triste: se encerraba en dos palabras, y sin embargo contenía un mar de lágrimas.

Hacía algunos años, en medio de los espesos pinares que cercan a Orduña, se levantaban dos chozas miserables. Estaban formadas por estacas unidas con cal, y su techo era de helechos. Las dos chozas se hallaban separadas por una pequeña ermita, en donde se veneraba a la bendita Virgen. Al pie de la ermita brotaba una fuente de agua cristalina, llamada La Fuente del milagro. Ahora bien, se llamaba así, porque era fama que en los antiguos tiempos, un moro cubierto de lepra se había bañado en sus aguas, y habiéndosele aparecido la Virgen, le había devuelto la salud, por lo cual el moro convertido a la fe de Jesucristo, había levantado aquella ermita con sus propias manos.

Al pie de la Iglesia descollaba un lienzo ennegrecido, sobre el cual un pincel grotesco había trazado el milagro; pero bien se veía que el tosco pintor estaba lleno de fe y de unción al dibujar las figuras, porque había algo de divino en el cuadro que conmovía dulcemente el alma.

Con tal motivo, eran muchas las personas de Orduña y de todos los pueblos circunvecinos que acudían a la ermita en peregrinación, para alcanzar de la Virgen la curación de sus dolencias. Bebían de las aguas del manantial, y era tanta la virtud de éstas, o tan grande la fe de los que las bebían, que no pocas veces se efectuaba el milagro. Así es que la pequeña ermita estaba literalmente cubierta de devotas y piadosas ofrendas, que conmovían vivamente a los viajeros procedentes de las ciudades populosas y les causaban no poca envidia porque ¡ah!, ¡felices los que creen esperan, los que en medio de sus desventuras alzan los ojos al cielo y confían en el socorro del cielo! El castigo del escéptico consiste en no poder creer, en no poder esperar, cuando se revuelve en su lecho de dolores o gime bajo el peso de un infortunio superior a sus humanas fuerzas.

Pero en Orduña, en donde las costumbres eran sencillas y patriarcales, les era tan natural a sus habitantes creer como vivir, y así al altar de la pequeña ermita nunca le faltaron flores lozanas y preces fervorosas.

En aquellas dos pobres chozas habitaban dos familias, y con ser tan pobres, nadie podía jactarse de ser tan ricos como ellas en venturas; que no reside la felicidad las más veces en los palacios, sino que se refugia bajo los humildes e ignorados cobertizos, siendo como es una virgen púdica y modesta.

Una de aquellas familias era la del santero, guardador de la ermita, con una esposa joven y bella, y un niño de pocos años. El santero se ocupaba además en vender rosarios, santitos de madera y estampas, tallados los primeros por su mano, e iluminadas las segundas, también por su mano, con menos tosquedad de la que podía esperarse. En la obra choza, daban de comer a los que acudían a visitar el santuario, y aún les ofrecían hospitalidad franca y benévola por algunas horas, que otra cosa no podía ser, atendida la estrechez de su vivienda.

No contaban con aquellos solos recursos.

Anejo a una de las chozas había un pequeño huerto, y aneja a la otra una verde praderita: en aquél crecían frescas hortalizas; en ésta pacían tres hermosas cabras pintadas de blanco y negro, siendo los productos de ambas cosas usados en común por las dos familias. También la segunda familia se componía de un matrimonio joven con una prenda de su amor, sólo que en vez de ser niño era niña, de algunos años más que el primero.

Los dos maridos cultivaban el huerto y regaban la pradera para que fuesen más abundantes las hortalizas, y el pasto más frondoso. Las dos mujeres trabajaban juntas, hilando la una, y haciendo calcetas la otra con el hilo que hilaba la primera. Los dos niños jugaban juntos sobre la hierba esmaltada de flores, juntos iban en persecución de las pintadas mariposas, o se entretenían en coger las más bellas chinitas del arroyo. Ningún lazo de parentesco unía a las dos familias, pero su amistad databa de muy lejos. Habían sido amigos sus antepasados, lo habían sido sus padres y lo eran ellos. Era aquél un santo cariño hereditario que casi siempre los lazos del corazón suelen ser más indisolubles que los de la sangre. Mateo y Berta, Nicolás y Gertrudis, si no habían nacido todos en aquel sitio, habían nacido en los alrededores, y se habían acostumbrado a mirar como amiga a la argentina campana de la ermita. No habían visto otros campos ni otras ciudades que la austera ciudad de Orduña, emporio para ellos de todas las grandezas. Sus deseos no pasaban del círculo de sus montañas, sus ojos no buscaban otro espacio más allá de su cielo azul, sus corazones no ambicionaban otro amor que el puro y santo amor que los unía. Eran cual un grupo de árboles que se sostienen mutuamente, entrelazadas sus ramas, y embelesados con el gorgeo de los pajarillos que se anidan en su copa.

¿Qué monarca no hubiera envidiado su plácida ventura? ¡Ah!, ¡que la felicidad verdadera sólo puede experimentarla un alma satisfecha! El alma da sabor a los manjares y brillantes matices a todos los objetos.

¿Pero acaso puede ser la felicidad duradera en este mundo? ¿No está la cuna enlazada al sepulcro, el áspid oculto entre las flores, la tempestad escondida entre las nubes de oro?

Hemos venido aquí a combatir y no a gozar; hemos venido aquí a ayudar a Jesucristo llevando su pesada cruz hasta el calvario.

¡Es tan frágil lo que llamamos felicidad, que basta la caída de una hoja para destruirla!

La cabra más hermosa de las dos familias fue arrebatada un día, mientras estaba paciendo, por un lobo carnicero. Berta fue la primera que acudió al oír los balidos lastimeros de la triste cabritilla, fue la primera que vio a la sañuda fiera, arrebatándola ensangrentada y moribunda entre sus fauces, y fue tal el susto, que cayó gravemente enferma. Durante su enfermedad no pudo hilar, ni Gertrudis, atenta a cuidarla, trabajar sus calcetas. Llegó el invierno, y faltándoles el producto de su trabajo, no pudieron labrar convenientemente el huerto; hubo que matar una cabra tras otra, para proporcionar alimento adecuado a la pobre enferma. Y he aquí que ya no tuvieron ni leche ni dinero, y que el huerto produjo la mitad menos de lo que solía producir otros años. Y lo peor del caso fue que Berta al fin murió, dejando llenas de luto y de tristeza a las dos humildes chozas. Y quien más se sintió penetrado de mortal tristeza fue Mateo, que se halló repentinamente solo con su viudez, y como si le faltase una de las alas de su alma. Y en vano pedía a la Virgen fuerza para resistir a aquel dolor agudo; su naturaleza humana era flaca, y sucumbió a la pena moral que le aquejaba. Él era, como hemos dicho, el que labraba los bonitos rosarios de conchitas, el que tallaba los santos de madera y daba color a las estampas. Aunque su voluntad de trabajar era grande, pues tenía que cuidar de su niñito, sus manos se pusieron trémulas, su vista turbia, y los visitantes de la ermita ya no quisieron comprar los informes objetos que salían de su taller. Esto agravó su pena.

Sus momentos de solaz los pasaba rezando junto al altar de la Virgen, confundiendo en sus preces a su esposa y a su hijo.

Un día, sus amigos le aguardaron en vano a la hora de la cena, fueron en su busca, y le encontraron tendido al pie del altar, con los ojos fijos y las manos cruzadas sobre el pecho. ¡Había muerto!

Después de tributarle los honores fúnebres, Gertrudis y Nicolás cogieron al huerfanito entre sus brazos y le dijeron:

-Mira, Miguel, tus padres se han ido al cielo; pero nosotros seremos tus padres en la tierra. Reza por ellos, y ámanos a nosotros.

Juana, la hija de Nicolás y Gertrudis, que permanecía en un rincón, enjugándose las lágrimas con la punta del delantal, se acercó de puntillas, cogió a Miguel por detrás, y ciñéndole amorosamente con sus brazos, le dijo entre sollozos.

-¡Yo soy tu hermana mayor, Miguel, y te amaré mientras viva!

Juana tenía cinco años más que Miguel, y comprendía mejor que éste lo que significaba aquella caja negra, aquella fosa cavada al pie de un grupo de cipreses que daban sombra al cementerio, aquellas fúnebres plegarias.

Y aunque faltaban allí dos seres amorosos, la vida, cual agua de un manantial, después de haberse detenido un momento al caer en ella una piedra, vuelve a su apacible curso, siguió deslizándose serena y tranquila, que así como los árboles despojados por el vendaval se cubren de nuevas hojas, así el alma que pierde sus alegrías busca otras quizás vestidas de tristeza, pero que en el fondo son alegrías.

Sin embargo, ya no había objetos que poner en venta, fue preciso comprarlos en la ciudad, y esto disminuyó de una manera notable los productos. La desgracia es una cadena no interrumpida, cuyo último eslabón se enlaza con el primero.

Sobrevino un invierno muy riguroso; los víveres se encarecieron. Los caminos se cubrieron de hielo, y pocos fueron los atrevidos que dirigieron sus pasos a la ermita, casi oculta entre la nieve. Nicolás y Gertrudis habían empleado su pequeño capital en hacer acopios de estampas y rosarios y no tuvieron con qué comprar el pan de cada día. Había noches que se acostaban sin comer, y otras en que sólo habían comido algunas patatas cocidas. Como sus estómagos estaban exhaustos, y el frío era intenso, se consolaban con ir a coger hojarasca al monte y ver brillar en el hogar una llama esplendorosa.

Una noche se durmieron junto al hogar lleno de hojarasca, y Gertrudis se despertó a media noche al oír los desesperados ladridos de Turco, que pugnaba por echar abajo la puerta de la choza.

Se nos había olvidado decir que, desde la catástrofe de la cabra, Nicolás se había provisto de un enorme mastín negro que dormía fuera de la vivienda, en una choza de ramaje.

Despertó Gertrudis, y se sintió ahogada por un denso humo, y vio que las llamas, culebreando a lo largo de las paredes, subían ya a lamer el techo.

Su primer cuidado fue coger en sus brazos a los niños, que dormían abrazados, y sacarlos a la pradera; pero la bocanada de aire que entró al abrir la puerta encrespó las llamas, que se esparcieron por todas partes como un torbellino.

Gertrudis quiso salvar a su marido como había salvado a sus hijos; pero en vano le sacudió con fuerza para despertarle. Nicolás ni respondía ni se agitaba. Estaba asfixiado por el humo.

Cuando la infeliz se convenció de esta horrible verdad y quiso salir ya no pudo.

Las llamas formaban delante de ella una infranqueable barrera de fuego.

-¡Virgen bendita!, gritó, ¡cuida de mis hijos!

Este fue el último grito.

Los niños lo oyeron desde fuera y se abalanzaron a la puerta, desconociendo o acaso desafiando el peligro; pero Turco los rechazó con desesperada furia, y no contento con esto, los agarró por los vestidos con los dientes y los arrastró del incendio.

Las pobres criaturas cayeron de rodillas sobre la hierba y, levantando sus manecitas al cielo, prorrumpieron en ayes lastimeros.

Y arrodillados y llorando los hallaron los pastores que acudieron de todas partes, atraídos por el resplandor siniestro de las llamas.

Las llamas dejaron la choza reducida a un montón de escombros, y aun se atrevieron a ennegrecer las góticas ventanas de la ermita, y hasta subir a las campanas; pero allí se detuvieron asustadas por su eco que es un eco de los cielos.

Los pastores habían subido al campanario y tocaban a rebato.

Bien pronto se reunió en torno de la ermita un numeroso gentío, que logró salvar de las llamas la segunda choza y apagar el fuego.

Cuando brilló el alba, iluminó un cuadro lúgubre y siniestro. Montones de escombros, y sobre aquellos escombros dos cadáveres casi carbonizados, y junto a los cadáveres los dos niños arrodillados y llorando, mientras Turco aullaba tristemente, lamiéndoles los rostros y las manos.

En vano habían querido apartarlos de allí las compasivas vecinas; los dos niños no quisieron abandonar aquellos desfigurados despojos, que les representaban a sus padres.

El que primero había acudido al llamamiento del dolor, el que más había trabajado para conjurar la catástrofe, había sido el piadoso cura de aquellos caseríos, don Eustaquio, o padre Eustaquio, como le apellidaban comúnmente sus amantes feligreses.

A pesar de su avanzada edad, se le había visto en todas partes, ya bordeando la cornisa de la ermita, ya cargado con enormes cubos de agua.

Y terminada su benéfica tarea, apagado ya el incendio, en vez de entregarse al descanso, había mandado traer una caja de Orduña para dar sepultura a los cadáveres, y se había revestido precipitadamente con los hábitos sacerdotales.

¡Ay, qué fue de Juana y Miguel, cuando vieron deponer los adorados restos en la caja, cuando resistiéndose a las órdenes y a los ruegos, siguieron el fúnebre cortejo hasta el cementerio, y vieron remover la tierra delante del grupo de cipreses que sombreaban la humilde fosa de Mateo y Berta; cuando la caja descendió al hoyo con siniestro ruido, y cayeron sobre ella algunas paletadas de tierra, semejantes a la losa del olvido!

Tuvieron que sacarlos de allí convulsos, casi accidentados.

-¡Qué va a ser de estas pobres criaturas!, dijo una de las mujeres que formaban círculo a su alrededor.

-¡Yo los prohijo!, exclamó don Eustaquio con efusión.

Los campesinos le miraron sorprendidos. Bien sabían que no tenía más que una tarima para reclinar sus miembros, y que a menudo faltaba el pan en su humilde mesa.

¡Don Eustaquio todo lo daba a los pobres!

-No, padre Eustaquio, no, dijo un labrador acomodado, usted no puede echar sobre sí más cargas. Yo me llevaré a la niña...

-Y yo al niño, atajó otro.

- ¡Todos queremos ser sus padres!, exclamaron en coro los demás, vertiendo lágrimas de caritativa ternura; ¡cada uno de ellos pasará un mes en cada casa!

-No, dijo don Eustaquio, vosotros tenéis hijos.

-Si somos pobres, Dios nos amparará, que mira siempre por los huérfanos.

Trabóse una generosa lucha entre el cura y sus feligreses, a la que puso término Juana, adelantándose en medio de todos.

Estaba encarnada como una cereza, y en sus mejillas brillaban las lágrimas detenidas como otras tantas gotas de escarcha.

-Gracias, dijo con voz trémula y juntando sus manos sobre el pecho; nunca, nunca jamás olvidaremos lo que ustedes quieren hacer por nosotros. Pero no podemos aceptar sus beneficios. Yo he jurado a los que acaban de descender a la huesa que sería la hermana mayor de Miguel, su segunda madre. Tengo diez años, sé lavar, coser y hacer calceta.

Por fortuna nos habíamos trasladado a la casa de Miguel, que era más pequeña, con objeto de alquilar la nuestra, que es la que queda en pie.

Viviremos los dos juntos en ella, y Dios nos ayudará. ¿No ha dicho el señor cura que Dios es el padre de los huérfanos?

Había tanta energía en su acento, tanta firmeza en su actitud, que los circunstantes no se atrevieron a añadir a su dolor el dolor de una separación en tan lúgubres momentos.

Desembarazaron la tierra de escombros, y cada uno llevó a la choza respetada por las llamas la ofrenda compatible con sus intereses. Los unos un par de gallinas, los otros algunas docenas de huevos o un costal de patatas, y aun hubo quien proveyese la despensa con la mitad de un cerdo.

Juana no había vuelto a llorar: iba y venía como una verdadera mujercita, arreglándolo todo, colocándolo todo en el lugar más a propósito, y sonriendo a cuantos la llevaban sus caritativos presentes.

Si no hubiese sido por la lívida palidez de sus mejillas y por el círculo negro que rodeaba sus ojos, nadie hubiera creído en el dolor que la despedazaba el alma.

Don Eustaquio, que iba a verla por mañana y tarde, la estrechaba entre sus brazos con paternal cariño, al ver su laboriosidad y su juicio, y le decía:

-¡Haz bien, Juana, que el que bien hace para sí hace!

Ya que no podía ayudarla de otro modo, el buen cura, que tenía a su cargo el servicio de la ermita, hacía una cuestación todos los domingos en favor de los huérfanos, y debemos decirlo con dulce complacencia, nunca la hacía en vano.

Juana desde el primer día fabricó un corralito de tablas para colocar las gallinas, en vez de matarlas y comerlas, y con el producto de sus huevos compró un gallo; luego, con el producto de los pollos, compró una cabrita, y por último se puso por sí misma a cultivar el huerto sin abandonar por esto sus calcetas.

Pronto con el producto de sus pequeñas industrias pudo subvenir a sus necesidades, que eran bien pocas.

Entonces dijo a don Eustaquio:

-Sería un gran pecado en mí, aceptar hoy las limosnas que nos dan, supuesto que podemos vivir de nuestros propios recursos. Repártalas usted entre los más necesitados; pero en cambio quisiera pedir otra cosa. Quisiera que usted que es tan bueno me ensañase a leer y a escribir para enseñar yo a mi vez a Miguel, que es hombre, y necesita recibir otra instrucción.

Quedóse suspenso el anciano al oír este razonamiento, y exclamó con entusiasmo:

-Juana, tú eres la mujer fuerte de que nos habla la Escritura. Tú reedificarás tu casa, y sembrarás el bien en torno tuyo.

El pacto quedó hecho.

Empezaron desde aquel mismo día las lecciones, y tanto se aplicó Juana que pronto estuvo en estado de transmitir sus conocimientos a su hermano.

A Miguel le gustaba mucho más jugar que estudiar y, más que jugar, le gustaba tallar santitos de madera, y pintarrear estampas corno hacía su padre.

Por mucha paciencia que emplease Juana no podía sacar todos los resultados apetecidos de su indolente discípulo, y así, apenas supo leer y escribir, determinó enviarle a la escuela pública de Orduña.

Para esto era preciso vestirle con decencia y comprarle libros; Juana dejó a un lado sus calcetas y aprendió a hacer encajes, que iba a vender todos los sábados a la ciudad.

Con aquellos nuevos recursos pudo llevar adelante su generoso empeño, aunque no sin imponerse a sí misma las mayores privaciones.

Había muchas, muchas noches, que el sol se entraba por las ventanas de su cuarto iluminando su lecho todavía intacto.

Pero Juana era una de aquellas almas que viven de la vida ajena, y gozan con la dicha de cuantos les rodean.

No escaseó tampoco Dios, para probar su virtud, como había probado la de sus padres dándoles en recompensa la palma del martirio, amargas y duras pruebas.

Miguel era de una constitución endeble, y padeció casi todas las enfermedades peculiares de la infancia. ¡Oh, entonces sí que Juana desplegaba un ardor verdaderamente maternal, velando a su cabecera noche y día! ¡Oh, entonces sí que se privaba hasta del necesario alimento, para proporcionarle las medicinas salvadoras!

-Dichosa la familia en la cual entre esa niña, decían los ancianos, edificados con la ejemplar virtud de su conducta.

-Dios quiera que no siembre beneficios y recoja desengaños, decían las mujeres, más previsoras que los hombres, más conocedoras del corazón humano.

No obstante, Miguel por entonces no merecía la severidad de estos juicios.

Era un poco voluntarioso, un poco egoísta, como todos los niños mimados, pero no carecía de ternura y nobles sentimientos.

Un día que jugando con otros niños, cayó a un barranco, Juana, desafiando los peligros, bajó por la pendiente a recogerle, pero al subir con su amada carga, resbaló y se rompió una pierna, sin que Miguel recibiese daño alguno.

Tres meses estuvo en cama la pobre niña, y al fin se quedó coja, mostrándole en esta ocasión su hermano toda su gratitud y el ardiente cariño que le profesaba.

También procuraba mostrarle su gratitud asistiendo con regularidad a la escuela, y reportando premios cada año.

Dedicábase además a tallar santos de madera y pintar imágenes, que era su pasión favorita, haciéndolo con tal primor, que se restableció la venta de estos objetos produciéndoles regulares beneficios.

Entonces, ya pudo Juana aumentar el número de sus cabras y gallinas, comprar un cerdo, y una buchecilla, montada en la cual iba los sábados a Orduña a vender sus encajes y las hortalizas del huerto.

Corría mientras tanto el tiempo, ya cubriendo de verde alfombra la campiña, ya envolviéndola en sus sábanas de hielo. Juana llegó a contar veinte primaveras y Miguel quince; pero a despecho de los años, había una notable diferencia en el aspecto de ambos.

Juana, abrumada muy pronto por un ímprobo trabajo, agobiada por las angustias y las cavilaciones, lejos de crecer y desarrollarse, se había encorvado un poco y estaba tan pálida y tan delgada que parecía una niña; mientras Miguel era ya un robusto jovencillo y le apuntaba el bozo. Era alto y bien formado, de rostro expresivo y negra y rizada cabellera.

Las muchachas de los alrededores empezaban a ponerse coloradas en su presencia, y a arreglarse sus tocas cuando sabían que iba a pasar por delante de sus casas. También mostraban más celo por llevar las flores de sus macetas a la Virgen, y más afán por comprar rosarios y estampitas.

Juana se halló de repente con una porción de amigas; pero era tan cándida su inocencia, que nunca sospechó el objeto de aquellas visitas y aquellos agasajos; tampoco lo sospechaba Miguel; pero se encontraba muy a gusto departiendo con las chicas, dándoles fruta de los árboles, o regalándolas las flores más hermosas de su huerto.

No podía haber nada que complaciese más a Juana que el ver divertido y alegre a su hijito, como ella le llamaba; pero sin saber por qué, aquellos juegos y aquella alegría hacían brotar de sus ojos lágrimas amargas, que ella procuraba rechazar al fondo de su corazón y reemplazarlas con una plácida sonrisa. A veces, sin saber por qué, hablaba con sequedad a Miguel y acogía con desvío a sus amigas.

-¡Cuán mala soy!, pensaba entonces llena de vergüenza y de remordimientos. Tengo el peor de los defectos, la envidia! ¡Oh, yo rogaré con toda mi alma a la piadosa Virgen que me dé fuerzas para combatirla!

Y mientras ella rezaba con fervor ante el altar de la Virgen, los juegos y la algazara crecían en torno de la choza, y los ojos de Miguel brillaban de gozo, y los suyos se inclinaban al suelo empañados por el llanto.

Estaban todos tan acostumbrados a verla sufrir, que no se apercibieron de aquel nuevo sufrimiento; estaban tan acostumbrados a verla pálida y delgada, que no se apercibieron del círculo negro de sus ojos ni de la violácea lividez de sus labios.

Sólo se apercibía el pobre Turco, que no la abandonaba un solo instante, fijando sin cesar en ella sus inquietas y compasivas miradas.

Solo no; pronto hubo otro ser amante y compasivo que se apercibió de la tristeza de Juana.

Era éste el pastor Anselmo, el maravilloso tocador de flauta, que desde niño le había demostrado un singular afecto. Este afecto había crecido con la edad, transformándose en otro afecto más vehemente, más apasionado.

A medida que las muchachas de los contornos frecuentaban la choza de Juana, él la frecuentaba también, buscando especiosos pretextos a sus visitas.

Sin saber cómo sucedía aquello, Juana siempre le hallaba a su paso cuando salía, y en particular los sábados, al dirigirse a Orduña, montada en su buchecilla, estaba segura de verle sentado sobre una peña, y dando al aire los armoniosos sonidos de su flauta.

Juana, que experimentaba sumo gusto en verle, no se preguntaba jamás la causa de aquellos encuentros.

Cuando reunidos todos en el huerto, Miguel cogía las flores más bellas para regalárselas a las muchachas, Anselmo cogía a su vez una flor que estuviese en armonía por su modestia con la modestia de Juana, y se la ofrecía con mano temblorosa.

Cuando los domingos bailaban bajo las frondosas hayas que daban sombra a la ermita, y Juana permanecía olvidada en un rincón, siempre se presentaba él a ofrecerle el apoyo de su brazo. Si Juana estaba llorosa, sus ojos se llenaban de lágrimas, y respondía con suspiros a los suspiros que se escapaban del pecho de la joven, o procuraba disipar su tristeza con los acordes melancólicos de su flauta.

Jamás una palabra de amor había salido, no obstante, de sus labios: el verdadero amor es tímido y carece de frases lisonjeras. Sólo hablaba con los ojos, pero Juana traducía el lenguaje de sus ojos por el de una amistad profunda, a la que correspondía con toda el alma.

En cuanto a don Eustaquio, tan cándido como un adolescente, tan propenso a no juzgar nunca mal de las cosas, no había pensado jamás en el peligro que podía existir en la vida común que hacían Juana y Miguel, y fue preciso que se lo revelaran las habladurías de las comadres.

Entonces observó detenidamente a sus protegidos, y tomó una resolución definitiva.

Una tarde entró en la choza, a tiempo de que Juana y Miguel estaban cenando, sentados a una mesita de pino, mientras Turco saltaba entre ambos, pidiendo ya al uno, ya al otro, con graciosas contorsiones, su parte en las viandas.

Al ver entrar al buen párroco, los dos jóvenes se precipitaron a su encuentro, le besaron la mano, y le condujeron hasta un sillón de cuero, que Juana había comprado expresamente para él en una pública almoneda, porque no hay para qué decir que la joven había amueblado poco a poco su casita de modo que nada tenía que envidiar a los labradores más acomodados.

Con más rubor que una niña de quince años, después de los saludos de costumbre, hizo recaer don Eustaquio la conversación sobre el asunto que le traía preocupado.

-Y bien, dijo por fin tartamudeando y exhalando un profundo suspiro, producido por la violencia que se hacía a sí mismo, ¿cuáles son vuestros planes para el porvenir?

Juana y Miguel le miraron absortos, sin comprender lo que quería decirles.

-¡Eh! ¡eh!, repuso el pobre sacerdote sudando a mares, ya sois unos jóvenes y no sois hermanos. Me parece que si hubiesen vivido vuestros padres, al llegar a esta edad os habrían casado.

-¡Casarnos!, exclamó Miguel soltando una estrepitosa carcajada. ¡Esto está bueno!, ¿casarme yo con mi querida madrecita?

Juana nada dijo. La palabra casamiento cayó sobre su corazón como un rayo, revelándole la causa de sus sentimientos, el origen misterioso de sus lágrimas.

Bajó la cabeza, enrojecida de vergüenza, y sus manos trémulas se agarraron con fuerza a la mesa que tenía delante. Se le había turbado la vista y temía caer al suelo.

-Dichoso tú que vas a tener madre, esposa y hermana a la vez, exclamó el sacerdote, porque yo no dudo de que le darás tu nombre y la harás feliz.

Miguel se puso a rayar la mesa con el cuchillo que tenía en la mano, y guardó silencio.

Entonces el anciano se tornó tan pálido y tan trémulo como lo estaba Juana, y repuso con tono angustioso:

-Es que si no pensáis en casaros, será preciso que os separéis.

Juana, que había permanecido inmóvil, exhaló un gemido al oír aquella palabra terrible, y se llevó ambas manos al corazón. Luego apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, y quedó como dormida.

Parecíase a un blanco lirio tronchado por la tormenta.

-¿Qué ha hecho usted?, exclamó Miguel abalanzándose hacia ella.

Las manos de Juana estaban heladas, su respiración era tan leve, que apenas la levantaba el seno.

-¡Se ha desmayado!, dijo el sacerdote lleno de zozobra; trae un poco de vinagre.

Obedeció Miguel, y mientras ambos le frotaban las sienes, Turco lamía las manos de la joven y prorrumpía en lamentos quejumbrosos.

Juana volvió en sí, y volvió en sí sonriendo.

-No se asusten ustedes, dijo con su inefable dulzura acostumbrada, esto me da muy a menudo.

¡De qué tratábamos antes!... ¡Ah! es verdad, de que será forzoso separarnos. ¿Qué dices tú, Miguel?

Miguel sintió que la mano de Juana, que tenía entre las suyas, había pasado del hielo al ardor de la calentura. La miró fijamente y repuso:

-¿Cómo nos hemos de separar si formamos un alma sola? Demos tiempo al tiempo, y yo haré cuanto el señor cura me indique que debo hacer.

Juana exhaló un grito supremo de júbilo, y llevando a sus labios la mano de Miguel, depositó en ella un casto beso.

¡Cree el corazón lo que desea! ¡Todos somos niños cuando tratan de engañarnos nuestros propios sentimientos!

También don Eustaquio se dejó engañar por aquellas dulces palabras, y contento por el buen éxito de su piadoso cometido, habló algunos instantes sobre los deberes del matrimonio, y luego trató de retirarse.

-Yo le acompañaré a usted, dijo vivamente Miguel, su casa está lejos y los campos solitarios.

Cogió con apresuramiento su capa, y se dirigió a la puerta.

Parecía no querer quedarse a solas con Juana.

Esta no lo advirtió. Deseaba a su vez quedarse sola, y saborear a solas su ventura.

Los vio alejarse casi con placer, y permaneció algunos instantes inmóvil, aturdida por aquel inesperado cambio de su suerte. Después, se fue acercando paso a paso al espejo, sin darse cuenta a sí misma de lo que hacía.

Se había enderezado repentinamente: sus mejillas estaban purpúreas, y sus ojos despedían un fulgor intenso. Juana soltó un grito de sorpresa al ver su imagen reflejada en el espejo.

-¡No soy tan fea!, exclamó con inocente orgullo.

Nunca he tratado de embellecerme. ¡Oh, ahora lo haré!

Corrió al cofre, y sacó su traje de los días de fiesta.

-¡Nunca me he mirado al espejo cuando me lo ponía!, prosiguió sonriendo.

Y se puso su saya azul, su corpiño negro, su camiseta blanca, su sarta de corales.

Se miró otra vez al espejo, y se encontró mucho más bella de lo que había creído.

¡Era que la felicidad la embellecía!

Entonces cruzaron por su mente una infinidad de recuerdos. Recordó los suspiros y las miradas de Anselmo, y a la luz de su amor, comprendió que eran hijos del amor y no de la amistad, como había pensado hasta entonces. Recordó sus tiernas palabras, sus discretos obsequios, y la timidez que le sobrecogía cuando se hallaba a solas con ella.

Luego cruzó por su imaginación el rostro de un gallardo caballero, que los sábados pasaba y repasaba por delante de su puesto, cuando iba a vender encajes, hortalizas y huevos frescos al mercado de Orduña. Aquel caballero le compraba todos los encajes que llevaba, lo que le había hecho decir a sus compañeros, si pensaría poner tienda.

Recordó que las vecinas, que tenían hijos casaderos, le decían muy a menudo:

-Dichosa la casa en donde tú entres: ¡ojalá que tú fueses la nuera que Dios me tiene destinada!

Pero al recordar todo esto, no pensaba ni en Anselmo ni en el elegante caballero, ni en los hijos de las vecinas: pensaba en Miguel, que no tendría que avergonzarse cuando la llevase del brazo y la llamase esposa.

Luego, sin saber por qué, pasó por delante de sus ojos como una mágica visión, Anacleta, la hija de la tía Angustias, que acababa de casarse con el guardabosque Victorio, y que a veces llevaba pendiente de su seno un ángel rubio, semejante al tierno botón unido al tallo de una rosa.

Luego fijó los ojos en una gran estampa pegada a la pared por encima de la cómoda.

La había pintado Miguel, y había pasado muchos días pintándola.

Representaba la gloriosa Asunción de María, y le pareció que los querubines que rodeaban la imagen de la Virgen tomaban formas y se salían del cuadro, oyendo sus voces argentinas que repetían muy quedo la palabra madre. Y sin saber por qué, como si estas visiones tuviesen nada que ver con el estado de su alma, el rubor cubrió su frente y sus ojos se inclinaron modestamente al suelo.

Y al paso que el rubor cubría su frente, y un poder invencible le hacía fijar los ojos en el suelo, sentía su corazón henchirse de una embriaguez tal que le impedía el respirar libremente, siéndola forzoso abandonar la estancia y salir al huerto.

Salió al huerto y se sentó debajo de una acacia en flor, que esparcía en torno sus suavísimos perfumes. Y allí volvieron a perseguirle aquellas imágenes graciosas. Vio a Anacleta en todos los huecos que dejaban entre sí las ramas de los árboles, vio el grupo de querubines en todas las estrellas que esmaltaban el firmamento. Cerró los ojos, y aun con los ojos cerrados estuvo viendo aquellas mágicas visiones. Y su corazón siguió palpitando dulcemente, y de sus ojos siguieron desbordándose, sin ella siquiera advertirlo, lágrimas de gozo.

De repente llegó a su oído el lejano murmullo de dos voces. Estremeciósele el corazón, porque en una de aquellas voces creyó reconocer la de Miguel.

Entonces, obedeciendo a un impulso instintivo se levantó y se dirigió al sitio de donde partían las voces.

¡Ay, por qué se dirigió a aquel sitio!, ¿qué horrible fatalidad nos guía a querer descorrer imprudentemente el misterioso velo del destino?

Llegó al vallado, apoyóse en los setos y escuchó.

El que hablaba era Miguel, y su interlocutor el anciano sacerdote.

Estaban detenidos en medio del camino, a bastante distancia, y sólo el silencio de la noche podía hacer que llegase hasta allí el eco de sus voces, y se oyeran distintamente sus palabras.

-Le juro a usted que nunca jamás se había ofrecido a mi imaginación la idea de que Juana pudiera ser mi esposa, decía Miguel. Estaba acostumbrado a ver en ella a mi madre o a mi hermana mayor, y nunca he pensado que pudieran unirnos otros lazos. Así, pues, no es extraño que su inesperada proposición de usted me haya sobrecogido, me haya aterrado. ¿Cree usted, por otra parte, que Juana me ame?, que pudiera resignarse a su vez a tomarme por marido? ¡Ilusión!, ¡mentira! ¡Se ha afectado con la idea de nuestra separación, como se afectó cuando éramos niños y quisieron separarnos!

-Y sin embargo, éste es un dilema que hay que resolver de un modo u otro, dijo don Eustaquio, sois mozos y la gente murmura de ver que vivís juntos.

Miguel dio algunos pasos fuera de sí, apretándose la frente con ambas manos, como sí quisiera hacer brotar de su imaginación una idea que lo conciliase todo.

-¿Amas a otra?, le preguntó don Eustaquio con voz trémula.

Miguel se detuvo, reflexionó algunos instantes, y luego dijo:

-¡No! ¡Mi corazón está libre! No hay ninguna de las jóvenes que me rodean, que corresponda al bello ideal que me he forjado en mis sueños...

¡Porque yo sueño mucho, padre mío!... Sueño con vivir en otro centro, en otra esfera; ¡sueño con la gloria!... Esta vida tranquila, uniforme, me abruma: quisiera brillar... sentir... luchar...

-Hijo mío, exclamó don Eustaquio, ¡imprudentes de los que hallándose en la plácida orilla se arrojan al golfo turbulento de los mares! Insensatos de los que teniendo entre sus manos la felicidad, la arrojan a los cuatro vientos para ir en pos de soñadas y mentidas ilusiones. Yo he nacido aquí, aquí he vivido y aquí bajaré al sepulcro. ¿Acaso se sirve menos a Dios y a la sociedad en los apartados campos que en las ciudades populosas?

-¡Soy tan joven!, interrumpió Miguel. Hace mucho, mucho tiempo, que me persiguen estos sueños, y conozco que si no se realizan, seré desventurado. ¡Oh!, ¡si tuviera dinero para ir a Madrid... Esto lo conciliaría todo... Me ha dicho un escultor de Orduña que si fuese a Madrid haría carrera, y que mil reales me bastarían para el viaje y vivir allí los primeros meses.

¡Mil reales es tan poco!... y sin embargo, ¿Cuándo los tendré?, ¡jamás!...

Y sin embargo siento que abrasa mi mente la llamada del genio, ¡siento que he nacido artista y que podría llegar a inscribir mi nombre en el templo de la fama!

¡Ah, que sabe el marinero cuando se aleja de la playa, a la luz del sol y con viento favorable, si algunas horas después la tempestad arrojará a ella su cadáver, envuelto en sus jarcias destrozadas!, dijo tristemente el cura.

-¡Ser artista!, prosiguió Miguel sin escucharle, ¡ver a mis pies la multitud batiendo palmas, y remontarme con mi paleta al cielo para arrebatarte sus arcanos!... ¡Tener la frente ceñida de laurel, y pasar como un semidiós por enmedio de las turbas... Y luego, cuando hubiese levantado una cúpula como la de San Pedro en Roma, o trazado una Virgen maravillosa corno las de Rafael, volver a mi oscura aldea y ofrecer a Juana, a mi querida madrecita, los eternos lauros conquistados con mi paciente esfuerzo.

-¡Cuidado!, interrumpió vivamente don Eustaquio, ¡no cubras con el manto del cariño y la gratitud lo que es tan sólo egoísmo!... Deseas ir a Madrid para satisfacer tu capricho y nada más. ¿Volverías? ¡Dios lo sabe! Lo más natural es que en aquel revuelto torbellino, quedase prisionero tu corazón, y acaso en los lazos que menos le convinieran. Pero en fin, no hablemos de eso. Aunque vendiese mi tarima y mi breviario, no podría proporcionarte los mil reales que te faltan. Demos tiempo al tiempo, como tú dices, y Dios me inspirará el medio de salir de este conflicto.

Ambos echaron a andar, don Eustaquio con paso lento y grave, y Miguel con paso desigual, que demostraba el febril estado de su alma.

Aunque se perdió a lo lejos el ruido de sus pasos, Juana siguió inmóvil apoyada en el vallado.

Le parecía haber muerto, y que estaba envuelta en las fúnebres gasas del sepulcro.

Permaneció inmóvil y silenciosa mucho tiempo.

Después sintió una extraña sensación de frío: tenía frío en el alma, tenía frío en el cuerpo. Maquinalmente, por instinto, se apartó del vallado, atravesó el huerto, penetró en la cabaña.

Allí encendió la luz; quitó la mesa, arregló las camas como tenía de costumbre. Iba y venía lenta y pesadamente como un sonámbulo que obra por instinto en medio de su sueño.

Yendo y viniendo, se halló sin saber cómo delante del espejo. Vio en él reflejada su imagen, dio un grito y cayó de espaldas.

Se había visto pálida, demudada, horrible, y como un cruel sarcasmo vestida con su traje de los días de fiesta.

El dolor que le produjo la caída la sacó de su anonadamiento. Parecióle que despertaba de un sueño espantoso, para volver a la realidad más espantosa todavía.

Se quitó el traje desgarrándolo, y dando gritos como si hubiese sido la túnica fatal de Deyanira.

Pero enmudeció de pronto, viendo entrar a Turco dando saltos de alegría.

Turco había ido a acompañar a su amo, y sin duda le venía precediendo.

En efecto, oíanse resonar ya muy cerca unos pasos ligeros.

-¡Si pudiese morir antes que entrase!, pensó la desventurada, poniéndose apresuradamente su vestido de todos los días y ocultando el otro.

¡Ah, que el dolor no mata, cuando ella no murió al ver salvar a Miguel los umbrales de la puerta!

Y no sólo no murió, sino que tuvo valor para recibirle con su dulce sonrisa de siempre, rezar con él las oraciones acostumbradas, y aun esperar a que estuviese acostado, para quitarle la luz y darle las buenas noches.

Pero así que le dio las buenas noches, así que hubo apagado la luz, ya no tuvo fuerzas para moverse, y cayó como una masa inerte sobre el pavimento.

¿Qué nos dicen los historiadores de las batallas célebres ganadas por los héroes?

No hay batalla más sangrienta que la que se traba en el corazón del hombre, destrozado por las pasiones.

Sólo Dios sabe, sólo los ángeles supieron lo que pasó en el corazón de Juana durante aquella lúgubre, aquella interminable noche.

Pero apenas rayó el alba, se puso de pie, tranquila y resignada. Se lavó el rostro con agua fría, y salió al campo.

Se dirigió primero a la ermita y oró con fervor a los pies de la Madre dolorosa; después fue a llamar a la puerta de una alquería inmediata.

-¿Quién es?, dijo una mujer alta y gruesa que estaba amontonando el estiércol con una pala.

-Soy yo, tía Angustias; abra usted, respondió dulcemente la joven.

Salió la tía Angustias, y exclamó soltando la pala y santiguándose:

-Jesús, Dios mío, ¿qué te sucede que vienes tan demudada?

-Pues no me sucede nada, tía Angustias, replicó Juana sonriendo, no vengo más que a proponer a usted un negocio. Muchas veces me ha dicho usted que me envidiaba mi choza tan limpita, en donde vería de buen grado establecerse a su hija Anacleta, casada con Victorio el guardabosque, que por no tener casa viven con usted, y yo vengo a proponerle su compra.

-¡Ave María Purísima!, exclamó la tía Angustias, y vosotros, ¿qué vais a hacer?

-Ya somos mayores para vivir juntos, respondió Juana ruborizándose. Miguel irá a Madrid a aprender a hacer figuritas más bellas que las que hace ahora, y yo me pondré a servir.

-Vaya, que sois jóvenes muy cabales y muy prudentes, saltó la tía Angustias, porque ya se empezaba a murmurar de vosotros entre los vecinos. Y, ¿qué es lo que vendes?

-Todo: la cabaña con sus muebles la huerta y los animales.

-¿Y cuánto pides?

-Necesito mil reales y al contado.

-Al contado sería lo de menos, porque Victorio ya tiene reunida la cantidad que necesita para poner su casa. Aquí somos muchos, y ellos no viven a gusto, que el casado casa quiere. Yo hallaría lo que faltase, porque aunque somos pobres, tenemos quien nos preste, pero mil reales no te puedo dar, ni creo que te los dé nadie como tú no te vendieras encima.

Sintió Juana que le flaqueaban las piernas ante la imposibilidad de llevar a cabo su noble sacrificio, y balbució con voz entrecortada:

-¿Pues cuánto me daría usted?

-Pues mira, por ser tú, setecientos reales.

-Pues bien, búsquelos usted al instante, que yo buscaré los otros trescientos.

-Vengan esos cinco, exclamó la tía Angustias alborozada, segura de haber hecho un buen negocio.

Juana dio algunos pasos para alejarse y tropezó con Turco, que la había venido siguiendo callandito.

-¡Ah, dijo volviendo precipitadamente atrás! ¡Lo vendo todo menos el perro; el perro no!

-Vaya, mujer, ¿quién va a querer a ese feo animal, que ya se está cayendo de viejo?

Juana pasó la mano por el lomo del pobre Turco, que se la lamió corno si hubiera comprendido de lo que se trataba, y prosiguió su camino.

Andaba ligera sobre la hierba mojada por el rocío de la mañana, y nadie al ver la expresión apacible y resignada de su fisonomía, hubiera adivinado la espantosa tortura de su alma.

Iba muy lejos, iba a un cortijo que se enseñoreaba sobre la cúspide de un peñasco, mientras a sus pies se extendía una anchurosa balsa de aguas límpidas y azules.

El cortijo pertenecía a un labrador muy rico, pero muy avaro, y tan avaro como él era su mujer, a pesar de hallarse tullida y postrada en cama hacía ya muchos años, y ver cuán inútiles la eran las riquezas para recobrar la salud perdida.

Como todos los avaros, el tío Blas y la tía Segunda tenían mucho miedo a los ladrones, y así, antes de que pudiese Juana penetrar en el interior del cortijo, le fue preciso esperar a que se quitasen una multitud de cadenas y se descorrieran una infinidad de cerrojos.

-Tío Blas, dijo Juana con aire resuelto, sé que se ha ido Rufina, y que necesita usted reemplazarla con una mujer fiel que cuide de la enferma y del gobierno de la casa. Yo quiero ponerme a servir, y me ofrezco a reemplazarla.

Era proverbial en aquellos alrededores la honradez, la economía y la laboriosidad de Juana, así es que el tío Blas abrió tamaños ojos, sorprendiéndole la fortuna que tan de mañana se entraba por su casa.

-Sólo pongo una condición, repuso Juana, y es que ha de adelantar de una vez, y hoy mismo, todo el salario que me corresponda por los años que usted mismo fije, pero la cantidad no puede ser menos de trescientos reales.

-¡Entonces toda tu vida!, exclamó el tío Blas con viveza.

-¡Sea toda mi vida, no me importa!, respondió tranquilamente Juana.

Si al tío Blas le gustaba adquirir tan buena servidora, no le gustaba soltar quince hermosos pesos fuertes uno sobre otro.

Batalló pues largo rato entre su avaricia y su conveniencia, y por último dijo suspirando.

-Pues bien, mujer, me avengo; pero, ¿y si tú me faltas mañana?

-Yo no tengo más que una palabra, respondió la joven con firmeza.

-Sí, ya sé que eres formal, pero mejor será que hagamos una escriturita, porque las palabras vuelan y los papeles quedan. Si estás bien decidida, voy por el señor cura y la hacemos.

-Vaya usted, que aquí le aguardo, atajó vivamente Juana.

Y luego repuso con igual viveza:

-¡Ah!, pongo otra condición, y es que estará conmigo el perro.

-Este perrucho tan feo: ¿para qué lo quieres, si tengo yo perros tan grandes y tan hermosos?

-No importa, es mi amigo, quizás mi único amigo, dijo Juana, cuyos ojos se llenaron por primera vez de lágrimas.

-Pero tú considera que tengo que mantenerle.

-No; se mantendrá con mi parte de comida.

-Bien, mujer, vaya por el perro. Quédate ahí, mientras voy en busca del señor cura. Ya ves, me inspiras entera confianza, supuesto que no cierro ni una puerta de la casa.

Alejóse el tío Blas con más ligereza de lo que parecían permitir sus años, y Juana se sentó sobre unas piedras, con el rostro caído sobre el pecho y las manos cruzadas sobre las rodillas.

Turco, como si comprendiese su desolación, permaneció inmóvil y silencioso a su lado, fijas en ella sus amorosas Pupilas. ¡Parecía no querer turbar su dolor!

Pero Juana exhaló un gemido, y dos lágrimas nublaron los ojos del fiel perro.

Violas la infeliz, sintióse conmovida hasta el fondo de su alma, y exclamó, circundando con sus brazos la cabeza del noble animal:

-¡Pobre Turco, pobre Turco mío!, tú me quieres, sin saber si soy bonita o fea, ¡tú me quieres y me querrás mientras existas!

Todas las lágrimas aglomeradas en el fondo de su corazón se desbordaron de repente, y cayeron como un verdadero diluvio sobre su falda.

Aquel desahogo la salvó de la muerte o de una enfermedad peligrosa.

Lloró y sollozó hasta que apercibió de lejos al tío Blas que venía precediendo a don Eustaquio.

Entonces juntó las manos sobre el pecho y murmuró con tono fervoroso:

-¡Oh! Virgen mía, tú que asististe resignada a la agonía de tu único hijo, con el pecho traspasado por siete agudísimos puñales, ¡dame fuerza para sobrellevar con resignación esta amarga prueba de mi vida!

-¿Qué es esto, Juana, qué es esto?, exclamó el cura desde lejos. ¿Qué extraña determinación es la tuya?

Venía el buen anciano todo conturbado y pesaroso, con la noticia que el tío Blas acababa de darle.

-Vamos, vamos, añadió así que estuvo cerca de la pobre niña, cogiéndola ambas manos y estrechándolas entre las suyas. Piénsalo mejor, ¡un compromiso para toda la vida!

-Pero don Eustaquio, exclamó el tío Blas amostazado, ¿no parece sino que se va a tirar al pozo? Nosotros no tenemos hijos, y si ella se porta bien, como creo, la tendremos en lugar de hija.

-Juana, piénsalo bien; no obedezcas a la impresión del momento. Si algo te han dicho, si algo has oído, deja transcurrir algún tiempo antes de tomar una resolución definitiva. ¡Piensa en ti!

-¡Pensar en mí!, murmuró Juana con una triste sonrisa. Luego prosiguió con firme tono. Padre mío, mi único padre, no se oponga usted a mi deseo. He meditado seriamente el paso que voy a dar, he pensado todas sus consecuencias, y estoy resuelta a darlo. Usted mismo ha dicho que Miguel y yo no podemos vivir juntos, y éste es el único medio decoroso de separarnos. Traiga usted pluma y papel, tío Blas, y yo extenderé la obligación, autorizándola el señor cura con su firma.

Trajo el tío Blas apresuradamente el tintero, que parecía un barreño por lo grande y lo descomunal, lleno de un líquido negruzco que quería ser tinta, un pliego de papel ya del todo amarillo a causa del tiempo que había estado sin ver la luz, y el cañón de una pluma de ganso.

A pesar de lo malo de los enseres y del temblor de su pulso, Juana extendió la obligación en grandes letras, habiéndose negado a extenderla el señor cura, e iba a firmarla, cuando sobrevino un hombre ya entrado en años, que era el mozo de labranza de la casa.

Era el mozo de labranza, habiendo sido antes uno de los labradores más acomodados de aquellos contornos, pero el juego y el vino le habían obligado a vender sus tierras una por una, reduciéndole al más precario estado. Tan amiga del juego y del vino como él, era su mujer, vieja estantigua que se ocupaba en hacer ramilletes para ir a venderlos a Orduña, y que nunca volvía a su casa con el producto de la venta, porque lo dejaba en la taberna. Hallábase a la sazón el matrimonio con el agua al cuello, como suele decirse, y la tía Ojazos, que así la llamaban a la mujer, había puesto la proa a la casa del tío Blas, diciéndose que una casa sin ama, o poco menos, supuesto que el ama estaba postrada en la cama, debía ofrecer pingües ventajas.

No habían tenido poca parte la tía Ojazos y su marido Ruperto en la ida de Rufina, y así que se extendió la voz del paso que iba a dar Juana, acudió el segundo todo sofocado, diciendo al tío Blas con trágico y solemne ademán:

-Téngase, señor; ¿qué es lo que va a hacer?, su casa necesita una mujer de fundamento, y no una mocosilla que no parará mientes en nada.

Aprovechó el cura la ocasión para intervenir otra vez diciendo:

-Tú eres quien debes pensarlo, Juana, mira que es mala consejera la obcecación del momento.

Pero el tío Blas, que sabía mejor que nadie lo que le convenía, puso fin a la polémica plantando su firma en el papel, y obligando al mismo Ruperto a que pusiera debajo una gran cruz, hecho lo cual, fue por el dinero y lo puso, no sin soltar un suspiro, en las manos de Juana.

Aquella misma tarde al caer el sol, hallábanse Miguel y Juana sentados en una margen del camino real, aguardando que pasase una galera que se dirigía a Madrid.

Ambos estaban tristes, con los ojos fijos en el suelo y las manos entrelazadas.

Turco, echado en medio de ellos, fijaba ya en uno ya en otro sus inquietas miradas, como si presintiera la separación horrible.

Inmóvil y silenciosa estaba la naturaleza, pareciendo tomar parte en el dolor de aquellas dos almas destrozadas. Nubes negras entoldaban el ocaso, y las avecillas y los insectos habían suspendido antes de tiempo sus himnos y susurros, y antes de tiempo habían ido a refugiarse los unos en el cáliz de las flores, los otros en sus nidos colgados de los árboles. Hasta los arroyuelos que se deslizaban al través de la florida grama, parecían contener sus alegres murmullos de otras veces.

De repente turbaron el augusto silencio los cencerros de las mulas, y la enorme galera asomó por un recodo del camino.

Miguel y Juana se estremecieron; Turco se incorporó dando un quejido doloroso.

-¡Juana, Juana de mi vida!, exclamó Miguel derramando abundantes lágrimas, ¡madre mía, hermana mía, esposa mía, nunca olvidaré que todo te lo debo, mi dicha pasada, mi dicha presente, mi futura dicha! ¡Te amo! ¿Cómo podría no amarte siendo tú tan buena? ¡En este solemne instante te recuerdo la promesa que te hice hace poco delante del sepulcro de mis padres, de volver en breve coronado de laureles para darte el dulcísimo nombre de esposa!

-Bien sabes que yo no he aceptado esa promesa, exclamó vivamente Juana ruborizándose, eres libre, libre como el aire, y puedes poner tus afectos en quien quieras.

-¡No, no!, dijo Miguel con voz ahogada.

Buscó en torno de sí, y sus manos trémulas se apoderaron de la blanca flor de una acacia que se asomaba ruborosa entre el follaje.

-No tengo nada que darte como testimonio de mi fe, prosiguió entre sollozos, pero toma esta humilde flor, y que ella te recuerde siempre que, aunque me alejo, aquí queda mi alma.

La galera, que se había ido acercando con su paso sosegado y majestuoso, paró en aquel instante junto a ellos.

-¡Ohé, Miguel, ohé!, gritó el conductor desde su asiento, date prisa que la noche ya está encima.

-Juana, un último abrazo, un último beso, exclamó Miguel, sucumbiendo a su emoción, ¡un casto beso, como los que imprimías en mi frente cuando era niño!

Y ciñó con sus brazos el talle de la joven, e imprimió en su frente el beso de esponsales.

A aquel contacto, Juana sintió correr por sus venas un raudal de fuego, y despavorida, fuera de sí, loca de dolor y de embriaguez, se levantó y corrió a apoyarse en el tronco de un árbol cercano.

Todo daba vueltas a su alrededor, como si fuese a desplomarse el universo.

-Muchacho, ¿qué haces?, gritó el conductor, ¿crees que tenemos tiempo para estar aquí parados? ¡Déjate de lloriqueos y sube!

Volvió en sí Juana, al oír estas palabras, hizo un supremo esfuerzo, tomó de la mano a Miguel, y le arrastró suavemente hacia la galera.

-¡Hasta la vuelta!, exclamó Miguel con apasionado acento, abalanzándose al interior del vehículo.

-¡Sé feliz!, murmuró la joven.

Turco puso sus dos manos sobre la rueda.

-¿Tú también?, exclamó Juana con explosión dolorosa.

El perro volvió hacia ella sus ojos empañados por las lágrimas, los fijó en Miguel, y por último retrocedió, dando un lúgubre aullido, y yendo a colocarse con la cola entre piernas al lado de Juana.

Por fortuna el conductor, comprendiendo que era preciso poner término a aquella desgarradora escena, sacudió el látigo, y obligó a las mulas a que emprendieran una carrera más rápida que la acostumbrada.

Juana estuvo viendo alejarse la pesada mole y desaparecer a lo lejos como un punto negro.

Cuando hubo desaparecido del todo soltó un grito de supremo dolor y cayó desplomada al suelo.

Volvió en sí tras largo rato, reanimada por las caricias del pobre Turco, que daba vueltas en torno de ella, aullando tristemente.

Entonces se puso de pie, alzó los ojos al cielo y, ya fuerte y resignada, tomó de nuevo el camino que antes había recorrido con Miguel.

Lo recorrió sola, besando las ramas que él había tocado al pasar, la piedra en que había estado sentado.

Entonces resonaron entre el follaje los sonidos melancólicos de una flauta. Era un himno de dolor lleno de preces, quejas y sollozos.

Concordaba perfectamente con el estado del alma de la pobre Juana, quien no pudo menos de enviar una sonrisa de gratitud al oculto músico, que tan bien comprendía y compartía sus penas.

Hasta los mismos umbrales de su cabaña la acompañaron los ecos mágicos. Al llegar allí expiraron en un prolongado gemido.

Juana se detuvo y se apoyó en el tronco de un árbol que sombreaba la puerta.

Al apoyarse en él, percibió una suave fragancia que hizo palpitar su corazón, renovando todas sus heridas.

Era una acacia cubierta de blancas florecitas iguales a la que llevaba en el seno, y le recordaba la amarga despedida.

Hizo un esfuerzo, y quiso penetrar en la cabaña.

¡Ay, desdichada, ay!

Victorio y Anacleta, ya habían tomado posesión de su tacita de plata, y estaban cenando, sentados a la pequeña mesa, en donde ella y Miguel habían estado sentados tantas veces.

Anacleta tenía pendiente del seno un ángel rubio y sonrosado.

¿No era aquél el cuadro dulce y apacible que había vislumbrado en sus sueños?

El guardabosque la vio, y quiso levantarse para correr a su encuentro.

-Quietos, quietos, dijo con volubilidad Juana, para dar más seguridad a su voz, he hecho ya el lío de mi ropa, y no tengo más que ir a cogerlo. Es tarde y me aguardan en el cortijo.

La cabaña se componía de la cocina y dos alcobitas, contigua la una de la otra.

Juana se precipitó en la que había sido suya, cogió el lío, se deslizó en la de Miguel, y besó su cama, la pila de agua bendita que ella le había comprado, el santo crucifijo que había velado su sueño.

Luego, con la misma precipitación, se deslizó en el huerto, besó la buchecilla que había sido su constante compañera, los árboles frondosos, que tantas veces habían acompañado con sus blandos susurros la adorada voz del compañero de su alma.

Luego salió precipitadamente, llevando el lío de la ropa por delante de la cara, para que Victorio y Anacleta no pudieran ver sus lágrimas, y diciendo adiós, adiós, se alejó corriendo, no parando su insensata carrera hasta que se halló con don Eustaquio, que la aguardaba sentado en un ribazo al lado del camino.

El prudente anciano no había querido turbar con su presencia la postrera despedida, pero triste y angustiado había resuelto esperar a Juana en aquel sitio para darle algún consuelo.

Juana se arrojó en sus brazos y prorrumpió en sollozos.

-¡Está hecho!, exclamó con voz apagada, ¡quizás no le vuelva a ver!

-Miguel es bueno, dijo el cura, y no olvidará ninguna de sus promesas.

-Lo más natural ,respondió Juana lentamente, es que en aquel revuelto torbellino quede preso su corazón, y acaso en los lazos que menos le convengan.

Don Eustaquio recordó que aquéllas eran las mismas palabras que había dirigido a Miguel, y guardó silencio.

-¡Quede usted con Dios!, dijo Juana.

-Acuérdate de que soy tu padre, y rogaré a Dios por tu bien, balbució dulcemente el noble anciano.

-Ruegue usted por él, padre mío, replicó Juana alejándose, yo sé sufrir.

Y en pos de aquella lúgubre noche sobrevino la espléndida aurora, y pasaron los días y las semanas, los meses y los años, y Juana convirtió su letra deforme en una hermosa letra, tanto la ejercitó para escribir a su amante amigo, cuyas cartas llegaban hasta ella con una precisión matemática. Por lo demás, sus amos, lejos de tratarle como a hija, conforme a su promesa, la trataban como a esclava. La hacían trabajar mucho sin permitirle ni un solo momento de descanso y distracción, y si bien le escaseaban la comida, no le escaseaban los regaños, siendo éstos incesantes y a propósito de todo. Segunda reunía a su avaricia un genio cicatero y atrabiliario; Blas era desconfiado y gruñón.

-¡Mira que Juana está cada vez más pálida y más delgada!, le decía el cura, ¡mira que abusas de su angélica bondad, y Dios te lo tomará en cuenta!

-¡Pues ella tiene la culpa, que no come por darle su parte al maldito perro!, refunfuñaba Blas, y esto bien mirado, es una estafa de su parte, porque si se muriese; ¡quién me indemnizaría de la cantidad que he dado!

Juana a veces oía estas razones, y alarmada por ellas su timorata conciencia, hacía cuanto podía para cuidarse y conservar su salud.

Pero a pesar de los esfuerzos de su poderosa voluntad, su alma decaía visiblemente, y parecía acercarse con rápidos pasos al sepulcro.

Un suceso leve en la apariencia, puso el colmo a sus sufrimientos.

No había contribuido poco la envidiosa tía Ojazos al mal tratamiento que recibía Juana de sus amos.

La tía Ojazos, que quería a toda costa entrar en la casa, no perdonaba ocasión de poner de relieve los defectos de la pobre joven, y de comentar y dar un sentido torcido a sus acciones o palabras más inocentes, levantando calumnias, urdiendo intrigas, y atacando hasta a la probidad y a la honradez de su enemiga, que era la misma probidad y la misma honradez en toda la extensión de la palabra.

Habíale dado el capricho a la enferma de beber de las aguas de la fuente milagrosa, o por mejor decir, la tía Ojazos había hecho nacer este capricho, pues con pretexto de llevarle un cantarito de agua todas las tardes, tenía entrada franca en la casa.

Retrasóse una tarde la oficiosa vieja, impacientóse la enferma con su tardanza, y ordenó a Juana que fuese a buscar el agua.

Fue ésta y volvió con la diligencia que empleaba siempre en obedecer los mandatos de sus amos; pero quiso su mala suerte que le saliese al paso Anselmo y la detuviera.

Habíanse pasado cinco años desde la partida de Miguel, y en cinco años no había dejado una sola noche el pastor amante de dar a Juana una serenata.

Hasta ella llegaban aquellos acordes cuando se retiraba a su cuarto, y más de una vez había enviado un suspiro de gratitud al fiel amigo tan constante en sus afectos.

-Juana, dijo el pastor más ruboroso que una jovencilla de doce años, saliéndole repentinamente al encuentro, necesito decirte dos palabras. Mi anciana madre ha muerto, y gimo solo junto al hogar apagado de mi casa. Te amo; bien sabes que te amo, aunque mis labios jamás hayan osado decírtelo. Tú amabas a otro, y respetaba tu amor. Pero han pasado cinco años y Miguel no ha vuelto. ¡Quizás no vuelva jamás!¿Quieres aceptar el apoyo de mi brazo, quieres reclinarte en mi seno aceptándome por esposo?

-Eres demasiado noble y generoso, repuso Juana, para que yo te engañe. He entregado mi corazón a Miguel, y un corazón como el mío no cambia jamás de afectos. Que vuelva o no vuelva, le aguardaré mientras viva. Anselmo, tu madre ha muerto, el hogar de tu casa está apagado, busca una esposa digna de ti que te haga feliz con su amor.

-Mi corazón no cambia jamás de afectos, exclamó Anselmo vivamente; que me ames o no me ames, te aguardaré mientras viva.

Y loco de dolor se entró por medio de las breñas.

Ya era tarde. La tía Ojazos los había visto y, sonriendo con aire de triunfo, había echado a correr hacia el cortijo.

Por más prisa que quiso darse Juana en seguirla no pudo alcanzarla, y cuando llegó halló a sus amos enfurecidos. El tío Blas, en particular, la llenó de insultos, y hasta se permitió pegarle con una estaca, cosa que no había hecho hasta entonces.

Juana, tan trabajada ya por el sufrimiento, no pudo resistir al dolor que le causó esta escena y cayó gravemente enferma.

Sola hubiera estado revolcándose en su lecho, porque Blas no quería dejar entrar a ninguna vecina por no verse obligado a darle siquiera chocolate, como era de costumbre, si no la hubiese acompañado el pobre Turco, que también estaba transparente y medio muerto.

El pobre Turco se hacía un ovillo, y permanecía horas y horas sobre su cama para calentarla, o le lamía el rostro y las manos, para manifestarle su cariño.

Prefería estar con ella a ir al estercolero en busca de algún hueso pelado o mondaduras de patatas, su único alimento desde que su ama estaba enferma.

Y aun así, se había concitado de tal modo el odio de Blas, creyéndole la causa de la enfermedad de Juana, que no había vez que éste le atisbase por alguna parte que no le hiciese hacer un doloroso conocimiento con su estaca.

De cuanto martirio servía todo esto a la enferma, no hay para qué decirlo, y como si la suerte no hubiese querido ahorrarle ni una sola gota del acíbar con que había llenado su copa, un día, cuando estaba ya convaleciente y empezaba a levantarse, echó de menos a su fiel amigo.

Impulsada por un secreto presentimiento corrió a la ventana de su chiribitil que daba al campo, y soltó un grito de dolor e indignación al ver el horrible espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.

Turco, con una gruesa piedra al cuello, estaba en medio de la balsa haciendo supremos esfuerzos para romper las aguas y acercarse al borde, mientras Blas presenciaba su agonía, riendo y restregándose con satisfacción las manos.

Al grito de Juana, el pobre animal pareció reanimarse, y se acercó ala orilla; pero al tocar a ella, Blas le empujó de nuevo con la punta de su estaca.

Medio desnuda, con el cabello suelto y arrojando alaridos de dolor, bajó Juana la escalera interior de su cuarto, atravesó los patios, y se abalanzó la lugar de la catástrofe.

Turco aún estaba vivo, aún luchaba con las aguas, aún fijó en ella sus ojos entelados y moribundos.

Blas ya no estaba allí, habíase retirado con la tía Ojazos, que había acudido al ruido, tras de una encina, y ambos permanecían medio agachados, y apretándose los ijares, para contener la risa que les retozaba en el cuerpo.

-¡Socorro, socorro!, gritó Juana con desesperación, tendiendo los brazos hacia el exánime compañero de su vida.

Pasaba por acaso, o tal vez atraído por la Providencia, un gallardo joven montado en un blanco alazán. Oyó éste los gritos de Juana, vio a Turco luchando con la corriente, y obedeciendo a un generoso impulso, descendió del caballo, se arrojó en la balsa, alcanzó al perro, y lo arrastró hacia la orilla.

Pero, ¡ay que el pobre Turco estaba ya muerto! ¡Ay, que sus ojos sin vida, ya no podían fijarse con amorosa ternura en los ojos de su amiga!

Juana se sentó en la hierba, puso el cuerpo del noble animal sobre sus rodillas, y prorrumpió en ayes tan desgarradores, que el joven la preguntó asombrado.

-¿Tanto le querías, niña?¡Mira que ese dolor no está bien tratándose de un perro!

-Era mi único amigo, sollozó Juana, por esto me lo han matado delante de mis ojos.

El joven miró en torno de sí, y vio a Blas y a la tía Ojazos con los carrillos hinchados por el esfuerzo que hacían para contener la risa, y que al fin la soltaron a la par, convirtiéndose en una estrepitosa carcajada.

No le hizo gracia al joven la burla, y así dijo con severidad dirigiéndose al tío Blas.

-¿Por qué ha matado usted al perro?

-¿Y eso qué importa?, replicó el tío Blas sin dejar de reír, un animal viejo, feo y asqueroso.

-¡Muy bien ha hecho!, interrumpió la tía Ojazos.

-Juana es mi criada, añadió el tío Blas, Juana está mala por dar su parte de comida al perro, y justo era que le quitase de en medio.

-Pues yo le aconsejo, dijo vivamente el joven, que desde este mismo instante deje a un amo tan brutal como usted.

- ¡Quiá!, no puede, repuso el tío Blas con sorna, tengo una obligacioncita firmada por ella, y me pertenece mientras viva.

-Lástima de quince duros que anticipó usted por esa mocosa, gimió la tía Ojazos, yo por la mitad le hubiera a usted servido toda mi vida de rodillas.

-Pues ya puede usted empezar, replicó el joven, porque yo le doy al tío Blas los quince duros cabales si deja en libertad a la chica.

Echó al instante sus cuentas el tío Blas, pensó que Juana podía morirse, que en camino estaba para ello, y sobre todo con el disgusto recibido, y consideró que aceptando el pacto hacía un bonito negocio.

-Lo dicho, dicho, don Guillermo, exclamó con la faz encendida, y frotándose las manos.

Se metió en la casa, y volvió a salir con la obligación, reduciéndola a pedazos.

-Tengo confianza en usted, añadió, y sé que su palabra es oro, don Guillermo.

-Pues vaya usted a cobrar cuando quiera, dijo éste.

Puso a Juana, casi desmayada, sobre el caballo, montó él a la grupa, y llevando también consigo el cuerpo yerto de Turco, se dirigió a su casa, que era un gran caserón situado extramuros de Orduña, y cerca de una de sus principales puertas.

-¡Padre!, dijo al entrar en el anchuroso comedor, de donde ardía un buen fuego, ¡aquí le traigo a usted una nueva hija, una pobre muchacha desamparada, que carece de amigos en el mundo!

-¡Que Dios te bendiga, Guillermo!, exclamó el anciano que era ciego, tendiéndole sus manos, ¡tú enriqueces cada día que pasa con una obra de caridad hacia tus hermanos! ¡Que Dios te bendiga y te premie por el presente que me traes!

Atrajo hacia sí a la joven levantándola, al sentir que ella pugnaba por ponerse de rodillas, e imprimió un beso en su frente.

-Mira, le dijo a su vez Guillermo, ven conmigo al jardín, escogerás tú misma el árbol debajo del cual quieras que entierre a tu fiel amigo, verás cómo le entierro con mis propias manos, y luego tú te irás a acostar, que estás muy débil y muy mala todavía.

Tomó un azadón, cogió de la mano a Juana y la condujo al jardín, mientras a una indicación suya, un criado llevó a Turco entre sus brazos.

Juana señaló tímidamente un cuadro de violetas sombreado por una acacia, y su protector cavó allí una fosa, sin cuidarse de las tristes florecillas, que apenas acababan de abrirse a los rayos del sol, iban a quedar otra vez sepultadas en el seno de la tierra.

-¡Querido amigo!, dijo Juana al deponer en la fosa el cuerpo del noble animal, ¡tú has sido fiel y bueno para mi, y Dios te permite en cambio que descanses en paz a mi lado, porque espero no volver a salir jamás de esta bendita casa!

Tal fue la oración fúnebre pronunciada sobre la fosa de Turco.

Guillermo se hubiera reído de la sencillez de Juana, si lágrimas de enternecimiento no hubiesen enturbiado sus ojos.

Cubrió la fosa con la tierra esmaltada de violetas y condujo a Juana al piso superior, entregándola a los cuidados del ama de gobierno.

Y aquí finaliza la historia de la pobre huérfana, que pasó a ser la hija del anciano ciego y la hermana del generoso Guillermo.

No hay qué decir si la que se había mostrado tan sumisa, buena y complaciente con el tío Blas y su mujer, se mostraría sumisa, buena y complaciente con aquellos benéficos seres que la habían sacado de su miserable cautiverio, y la colmaban de mercedes. Elevóles en su corazón un altar, tributándoles un fervoroso culto, y como amaba, fue amada en breve por amos y criados.

Gervasia, que era el ama de gobierno, y que contaba ya muy cerca de ochenta navidades, viendo que la humilde joven no intentaba en manera alguna suplantarla, fue entregándole paulatinamente las riendas de la casa, hallándose bien pronto muy a gusto levantándose muy tarde, acostándose muy temprano, y encontrándose tan bien servida como una reina, como decía llena de gratitud, a cuantos querían oírla.

De este modo Juana llegó a ser el alma de la casa, desempeñando sus nuevas funciones con un celo nunca desmentido.

Un día la llamó el anciano y la dijo:

-Es costumbre inmemorial de mis antepasados, que cuantos se hallan a nuestro servicio puedan vivir con cierta independencia, porque de este modo sus servicios son espontáneos y espontáneo su cariño. Aunque tú no estás a mi servicio, Juana, sino que eres hija mía, no es justo que quedes privada de las ventajas que otros con menos derecho y menos mérito obtienen. Sé además que eres la prometida esposa de un joven honrado, que está trabajando en Madrid para labrarse un porvenir, y justo es que por tu parte te vayas agenciando un pequeño dote.

Aquí tienes la escritura de propiedad de una viña bastante extensa y recién plantada: mientras estés en casa nuestros trabajadores la labrarán, y tú, guardándote el producto intacto, podrás hacerlo valer como mejor te plazca.

Esta es costumbre inmemorial de mi casa, y no tienes que agradecerlo en lo más mínimo.

¡Cuánto enardecería a Juana para proseguir en sus desvelos este delicado proceder, es inútil encarecerlo!

Al entrar Clotilde en la casa, Juana se eclipsó completamente; pero su influjo invisible y benéfico se hizo sentir del mismo modo.

Clotilde fue durante los primeros años de su matrimonio una esposa tierna, una madre cariñosa, y Juana permaneció por su voluntad relegada en el último término, renunciando con verdadera alegría en el corazón a todas sus atribuciones.

Después Clotilde, triste y cabizbaja, sin que nadie adivinase la causa de su trasformación, fue abandonando poco a poco el cuidado de su casa, mostrándose al mismo tiempo tibia con su marido y con sus hijos. Entonces Juana recogió en silencio el cetro abandonado, y volvió a ser el alma invisible de la casa.

A la sazón vigilaba los juegos de los niños sentada en un banco rústico que ella misma había formado al borde del cuadro de violetas y bajo la sombra de la acacia. ¡Las violetas le recordaban a su fiel Turco, la acacia a su amigo ausente! ¡Aquél era su sitio favorito!

Interrumpió las meditaciones de Clotilde y el juego de los niños el eco de la campana que llamaba a almorzar a la familia.

Carlos y María se precipitaron dando saltos en el comedor, seguidos de Juana; Clotilde permaneció inmóvil con la frente apoyada en las enredaderas.

-¡Qué fastidio!, murmuró en voz baja, ¡siempre lo mismo! ¡Hay aquí la misma uniformidad de vida que en el Sagrado Corazón; pero entonces era niña y todo me alegraba, hasta el vuelo de un insecto!

¡Oír todos los días los relatos del abuelo, que no cesa de referir su campaña en la guerra de la Independencia, la gritería de los niños, la conversación insulsa de Guillermo, que entre una y otra galantería me cuenta si ha vendido bien el trigo, si su vino ha salido de buena calidad, si ha comprado una máquina nueva para la fábrica! ¡Y nada, nada que interrumpa la monotonía de mi existencia! ¿Es esto amor? ¿Son éstas las delicias del matrimonio? ¡Ah, que mis libros dicen bien!, el matrimonio es una institución funesta, que sólo sirve para aherrojar perpetuamente entre sí a dos seres nacidos para ser libres, y que sobre todo convierte a la mujer en esclava, en máquina, que no puede jamás alterar el orden en que funciona. Guillermo era otro antes, más tierno, más espiritual; ahora se ha vuelto vulgar, positivista... ¿Se ha transformado él? ¿Me he transformado yo? ¡No sé, pero no soy feliz, no, no soy feliz!...

Y dos lágrimas ardientes ofuscaron sus pupilas.

La campana dio otra vez al aire sus tañidos, Clotilde no la oyó esta vez, absorta en sus tristes pensamientos.

-¡Esta vida tiene detalles tan prosaicos!, prosiguió con amargura. ¡Adoro a mis niños tan bellos, tan graciosos; pero a lo mejor me es preciso descender de las sublimidades del amor maternal para ocuparme de sus calcetas! ¿Y Guillermo? A veces me pone el rostro ceñudo si descuido el más leve detalle de los cuidados domésticos. ¿Debe descender a tanto una mujer como yo?... ¡Ah, que soy como una flor exótica, que crece en una tierra ingrata en donde jamás la visita el sol! ¡Ah, que soy como el pájaro, creado para embelesar con sus trinos la floresta, y gime en una jaula estrecha!

Calló un breve instante, y luego murmuró siguiendo el hilo de sus agitados pensamientos:

-Valentina, ¡oh, dulce y desgraciada Valentina, sacrificada a un marido despótico! ¡Oh, triste Indiana, condenada a cuidar a un paralítico, cuando la vida y el amor la sonreían!

Interrumpióse dando un grito.

Había sentido posarse una mano sobre su hombro.

Volvióse despavorida y vio a Guillermo, que había subido callandito por una de las escalerillas cubiertas de enredaderas.

-¿Qué haces aquí, amor mío?, dijo el joven con acento cariñoso, ¿no has oído la campana? ¡Mi padre se impacienta, los niños preguntan por su madre!...

¿Pero qué tienes, estás pálida y ojerosa? ¿Qué tienes?, ¿estás mala?

Clotilde bajó los ojos ruborosa y confusa.

Así como cuando aparece repentinamente el sol por entre las pardas nubes, la campiña se reviste de mágicas tintas y se alegra y vivifica, así al aparecer Guillermo, todas las quimeras de Clotilde, forjadas por su exaltada imaginación, se desvanecieron, descendiendo la fe y el amor a iluminar su alma.

Era como un castillo de naipes, que un solo soplo de aire bastaba para destruirlo.

-Estaba distraída, balbuceó con esfuerzo, no he oído la campana.

-¡Ah, que desde algún tiempo a esta parte siempre estás distraída y cabizbaja!, exclamó Guillermo. ¿Por qué? ¡No eres tú el único bien de mi alma, la única alegría de mi vida!

-¡No siempre!, murmuró Clotilde, sintiéndose vencida por la dulzura de su acento, por la infinita ternura de su queja, y no queriendo concederle la victoria, ¡no siempre! Dices que he cambiado, ¿no has cambiado tú? ¡Antes sólo pensabas en mí, ahora piensas más que en mí en tus trojes llenos de trigo, en tu bodega llena de vino!...¡Antes tu aspecto era siempre dulce, tu rostro risueño!...

Guillermo se había puesto serio.

Hace tiempo, dijo, que deseaba hablarte de esto, y aunque aguarde algunos instantes mi padre, no quiero dejar escapar la ocasión de hacerlo. Clotilde, la vida no se compone sólo de poesía, tiene su parte inevitable de prosa.

Junto a los deliquios celestiales del alma, hay los deberes rudos que nos impone la materia.

Tenemos ya dos hijos, y es preciso pensar en su porvenir. Hubo un tiempo, Clotilde, un tiempo dichoso, en que tú te asociabas a mis tareas, tomabas interés por la prosperidad de tu casa, y considerabas como una verdadera fiesta el consagrarte a mi cuidado y al cuidado de tus hijos.

Hoy, encerrada en este cuarto, podemos decir que hacemos vida aparte y que ha cesado la mancomunidad de nuestros intereses, como ha cesado la dulce intimidad de nuestras almas. Si tú te ocuparas como antes de lo que a ambos nos interesa, de lo que interesa a nuestros hijos, sabrías, cuando vengo triste o disgustado, la causa justa de mi tristeza o de mi disgusto, y en vez de enojarte procurarías consolarme.

Hay cosas que preocupan naturalmente al hombre, sobre cuyos hombros descansa el porvenir de la familia, y cumple a la mujer hacerle más llevadera la batalla que empeña diariamente con el mundo. Hoy, sin ir más lejos el lobo se ha llevado tres ovejas de las que guarda el pastor Anselmo, y para colmo de desventuras, el vendaval de anoche ha dejado caer toda la aceituna: somos bastante ricos para soportar estas pérdidas; pero a quien es juicioso y piensa en el porvenir, y adora a su mujer y a sus hijos, no pueden serle indiferentes.

Y no se reducen sólo a pequeñas contrariedades los motivos que a veces me traen cabiloso y preocupado. Ese pleito en que me hallo envuelto sin saber cómo, y que amenaza arrebatarme la parte mejor de mi fortuna, me causa infinitos sinsabores, que tú debieras comprender y compartir.

El pleito a que aludía Guillermo, era efectivamente grave y complicado.

Su fortuna, menos la fábrica y algunas tierras, la había heredado de un tío segundo, honrado militar, llamado don Diego de Mendoza, que habiendo muerto en el campo de batalla, se la había legado en sus últimos momentos, escribiendo su disposición testamentaria de su propio puño y letra.

Y no era que don Diego no tuviere herederos más directos, pero éstos que eran hijos de su única hermana, y por consiguiente sobrinos carnales, le habían atormentado mucho durante su vida, y hubiera preferido arrojar su fortuna a los cuatro vientos antes de que pasase a sus manos.

Su hermana había abandonado la casa paterna, para casarse, a despecho de sus padres, con el mancebo de una tienda, que era además grosero, jugador y disipado.

Sus padres le entregaron su dote y su legítima, y no tardaron ambos en sucumbir, uno después de otro, a su amarga pena. No tardó tampoco mucho tiempo en seguirlos a la tumba su mal aconsejada hija, víctima de los malos tratamientos de su marido y de la miseria, pues la cantidad, que por cierto no era pequeña, entregada a aquel miserable, se disipó como una burbuja de espuma entre sus manos.

Muerta ella, aquel hombre fue descendiendo rápidamente por la escala de la ignominia, no parando hasta el crimen. Y lo peor fue que no descendió solo, sino que arrastró consigo a sus dos hijos, un niño y una niña, sumiéndolos en el mismo asqueroso fango en el que él se revolcaba, y en el cual murió, librándole la muerte del presidio a que estaba condenado.

Empeñóse entonces don Diego en rescatar de la infamia a sus sobrinos huérfanos; pero todo fue inútil, pues maleados con la perversa educación que habían recibido, correspondieron con tantas traiciones y vilezas a sus beneficios, que se vio obligado a abandonarlos a su propio destino.

No procedió del mismo modo Guillermo, cuando entró en posesión de la herencia de su tío, pues comprendía que era imposible arrancar del abismo a aquellos dos seres degradados, mujer de mala vida ella, y él tahúr de oficio; pero les señaló a cada uno una crecida pensión, con la cual pudiesen vivir holgadamente, además de una buena suma de dinero que les entregó en el acto.

Y tan generoso y tan espléndido se mostró en aquella ocasión, que no sólo los habitantes de Orduña, sino los mismos sobrinos, vivamente agradecidos, pusieron en las nubes su buen comportamiento.

Y siempre le hubieran bendecido, si no hubiese llegado casualmente a la ciudad y estableciéndose en ella un escribano enredador y avaro, que siempre andaba oliendo en donde había malos negocios, para sacar dinero a cualquier precio.

Embaucó éste a los sobrinos, que ya con la posesión de la renta no se les hacía tan grande, y les persuadió a que entablasen un pleito contra su bienhechor, que tan espontáneamente les había favorecido sin obligación ninguna para ello, ofreciéndose a darle feliz cima, con tal de que le abandonasen a su terminación las tres quintas partes de la herencia.

Dos años hacía ya que el litigio seguía su curso con auspicios no desfavorables para los adversarios de Guillermo, quienes acababan de pedir la revisión de pruebas, alegando ser apócrifo el documento que se suponía escrito por don Diego, a pesar de haberlo ya reconocido antes los peritos.

Aunque no estaba al corriente de todos los detalles, conocía Clotilde la gravedad del pleito y la suma trascendencia que podía tener para el bienestar futuro de sus hijos.

Así, bajó la cabeza confusa y guardó silencio.

Temió Guillermo haberla afligido demasiado al ver su triste actitud y repuso vivamente.

-No te digo todo esto para que te apures, Clotilde mía, que Dios vendrá en nuestra ayuda, sino para que te enmiendes, como yo trabajaré para corregirme de todos mis defectos. La mutua tolerancia y la mutua complacencia son las que constituyen la felicidad del matrimonio. ¡Ah, no olvides que la felicidad es un blanco copo de nieve que si toca al suelo se convierte en lodo!

-Pero para corregirme es preciso que sepa en qué consiste mi delito, respondió Clotilde sonriendo pero con un resto de altivez.

-Ya lo he dicho, en que has dejado de ser lo que eras antes, lo que debe ser una esposa cristiana, partícipe de las penas y alegrías de su marido. Por ejemplo: cuando vuelvo a casa fatigado y triste, en vez de hallarte a ti, como antes, hallo a mi paso a Juana, y se interesa por cuanto nos concierne. Así es que me veo obligado a consultarla a ella en mis negocios, porque con alguien he de tener expansión y confianza... ¿No debieras ser tú mi única confidente, mi única amiga?

Las mejillas de Clotilde se pusieron encendidas; las palabras de su marido acababan de herirla en medio del corazón. Su fantasía, tan enferma ya, tomó pretexto de ellas, para fabricar repentinamente toda una novela de decepciones, lágrimas y penas.

-¡Creía que siquiera me amaba!, pensó llena de turbación y de espanto, ¡pero no me ama! ¡Ensalza a Juana para deprimirme a mí! ¡Él mismo lo confiesa, me pospone a Juana!

Muy lejos estaba Guillermo de imaginar la tormenta que acababa de suscitar en el corazón de su esposa, y así, dejando su tono solemne, para adoptar su dulce tono de costumbre, añadió estrechándola en sus brazos.

-Y ahora, Clotilde mía, demos al olvido este pequeño altercado, que es el primero que empaña el cielo de nuestro matrimonio, y que confío que será el último. Quisiera que renaciesen aquellos bellos días en que formábamos un alma sola, en que teníamos un solo pensamiento, y que unidos por un mismo interés, caminábamos por la senda de la vida, apoyados en el brazo el uno del otro, ya pisando rosas, ya pisando espinas, pero sostenidos siempre por la inmensidad de nuestro mutuo cariño. No es un reproche lo que te dirijo, es un deseo el que formulo. ¡De todos modos te adoro! ¿Quieres que selle nuestra reconciliación con un beso?

Apoyó sus labios en la casta frente de su esposa, imprimiendo en ella un beso, y Clotilde lo recibió trémula, conmovida, como había recibido el primer beso que había sellado sus felices esponsales, porque ¡ah! en vano se lo negaba a sí misma, Clotilde amaba a su marido con una pasión sincera, profunda, inextinguible.

Cogidos del brazo bajaron la escalera, atravesaron el jardín, e hicieron su entrada triunfal en el comedor, en donde fueron recibidos con un hurra de alegría.

Clotilde se colocó, corno siempre, entre Guillermo y el anciano, pero no era ella ya la encargada de hacer plato a éste último ni de partirle los manjares.

Durante algún tiempo lo había hecho; pero luego se había cansado, dejando este cuidado a Juana, que se sentía feliz pudiendo ser útil en algo. Juana era la que daba el brazo al anciano valetudinario para pasar de un aposento a otro, la que le arreglaba el almohadón en el cual se reclinaba, y le ponía a los pies un taburete.

Si a Guillermo no le prodigaba las mismas atenciones, en cambio, como la dirección interior estaba a su cargo, procuraba presentar en la mesa los manjares que eran más de su agrado, y le escanciaba el vino mejor que había en la bodega. Además, daba el trigo necesario para la sementera, y se encargaba de pagar los jornales, cuando Guillermo se hallaba ocupado en la fábrica. Esto hacía que la vida de ambos estuviese más íntimamente unida por la paridad de las ocupaciones, y establecía entre ellos una confianza que no podía existir entre Guillermo y su mujer, siempre encerrada en su biblioteca y entregada a sus lecturas.

Lo mismo sucedía con respecto a los criados y a los niños, de quienes cuidaba con maternal esmero.

Como el que tiene la vista enferma y ve los objetos dobles, o distintos de lo que son en sí, o envueltos en densas nieblas, Clotilde, que tenía enferma la imaginación, todo lo veía por un prisma torcido y engañoso.

Había dado rienda suelta a la loca de la casa como llama a la imaginación un autor célebre, y la loca hacía de las suyas, sacando las cosas de su quicio y trastornándolas por completo.

Como don Quijote que en todas partes veía trasgos y fantasmas, caballeros andantes, castillos encantados y menesterosas doncellas, Clotilde, llena de imaginación de las frívolas novelas que se fabrican en el día, partos infelices de autores sin genio y sin conciencia, soñaba con parecerse a todas sus heroínas, buscando en cuantos la rodeaban personajes iguales a los que rodeaban a aquéllas, y asimilando las escenas de su vida apacible a las violentas escenas de sus libros, sólo, ¡ay! que el noble hidalgo extraviado por la literatura extravagante, pero honrada, de su época, pretendía imitar a los héroes sin prez y sin tacha de los antiguos tiempos, y ella quería imitar a las mujercillas despreciables, que sólo la perversión de todo sentido moral puede convertir en heroínas.

Desvanecida poco a poco la dulce impresión que le habían hecho las amantes palabras de Guillermo, sólo había quedado en su corazón la espina que le había clavado, comparando su conducta con la de Juana.

Sentía herido al mismo tiempo su amor propio y su corazón.

-En efecto, decíase a sí misma con profunda amargura, observando atentamente a Juana, ella parece el ama de la casa y yo la extraña.

¿Por qué?

Bien fácil le hubiera sido adivinar este porqué, si hubiese querido recordar de buena fe las quejas de Guillermo, si haciéndose justicia a sí misma, hubiese recordado que había renunciado gradualmente y por su propia voluntad a los más bellos atributos de la mujer, de la esposa y de la madre.

Pero, Clotilde, apartándose como siempre de todo lo que fuese natural y sencillo, se afanó en buscar otra causa oculta y misteriosa del predominio de Juana.

-¿Cuál fue el origen de la desventura de Amanda, pensó, y de otras cien interesantes mujeres, sino el culpable amor que su esposo profesaba a otras mujeres indignas? ¡Oh, si Guillermo hubiese dejado de amarme! ¡Oh, si Juana me hubiese arrebatado su amor!...

Esta suposición de su fantasía, le causó un dolor tan intenso y real, que sus mejillas se pusieron pálidas, y sus manos dejaron escapar el cuchillo con que estaba partiendo los manjares.

-¿Qué tienes hoy?, exclamó Guillermo alarmado, ¿qué tienes, Clotilde mía?

Difícil le hubiera sido contestar a esta pregunta, y así bendijo a la Providencia al ver que entraba un criado y le entregaba una carta.

Para dispensarse de responder, se puso a leerla atentamente; pero lo que al principio hizo para disimular su turbación, se convirtió en verdadero interés y verdadera sorpresa.

-¡Jesús mil veces!, dijo al terminar la lectura y tendiendo la carta a su marido, es de mi tía la Marquesa de los Gazules, y dice que viene a pasar una temporada a nuestra casa.

Guillermo hizo un mohín de disgusto.

-¿No es la que abandonó a tu madre en la desgracia?, preguntó en voz baja.

-Sí; ¿pero qué vamos a hacer? Escribe su carta desde la última parada, y dice que llegará tan pronto como el propio. ¡Quieres cerrarla las puertas de tu casa!

Guillermo se rindió a la exactitud de esta observación, y se encogió de hombros en señal de asentimiento.

A pesar de sus anteriores cavilaciones, Clotilde se dirigió a Juana, como lo hacían todos los de la casa cuando necesitaban alguna cosa.

-Es preciso que prepares las habitaciones azules, dijo; pero pronto.

Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando resonó un ruido lejano de un coche, y en breve se oyeron en el vestíbulo las voces de los criados que acudían a ver quién llegaba tan de improviso a la casa.

Clotilde y Guillermo corrieron a la puerta.

Habíase parado ya delante de ella un coche de camino, un coche antediluviano por lo alto y por lo grande; pero en cuya portezuela se veía grabada una corona de marqués y las armas señoriales.

Llegaba nada menos que de Madrid, y estaba cubierto de polvo.

Adelantóse Guillermo a abrir la portezuela, y vio que en su interior venían tres mujeres y un hombre.

Guillermo vestía su traje de casa, y la Marquesa, que era una vieja verde, teñida y retocada, con un sombrero lleno de lazos y flores en la cabeza, no quiso tocar la mano que le tendía para ayudarla a bajar, preguntando con voz chillona y desagradable:

-¿Y mis sobrinos?

-Yo soy el esposo de Clotilde, dijo Guillermo sonriendo.

-¡Usted!, exclamó la vieja juntando las manos sobre el pecho con ademán de asombro.

Hubo sin embargo de resignarse, y apoyarse en su mano rústica para bajar del coche. Bien lo necesitaba, porque además de la pesadez de los años llevaba en brazos a un feo tití, vestido con un traje tan abigarrado como el suyo.

En pos de ella bajaron las otras dos mujeres, que eran sus doncellas, llevando cada una en brazos a un perrito de distintas castas y colores, y por último bajó el hombre, que no había podido hacerlo antes porque llevaba a su vez una enorme caja en donde se encerraban los preciosos objetos de tocador que necesitaba la Marquesa para teñir las canas y disimular las arrugas de su rostro.

Este era un joven de bello aspecto y maneras distinguidas, cuyo elegante traje de camino realzaba la gallardía de su figura.

La Marquesa, apenas hubo puesto los pies en el suelo, hizo una caricia a los dos perros, llamándolos por sus nombres, que eran los de Abelardo y Eloísa, y después buscó en torno de sí a su sobrina.

-Heme aquí, tía, exclamó Clotilde haciéndole una graciosa reverencia.

- ¡Ah tú sí!, dijo la vieja cogiéndola por debajo de la barba y examinando su rostro, ¡tú eres otra cosa! Tu cutis es blanco y transparente y tus manos suaves como la pluma. ¡Tú sí que eres de mí raza! Dame, dame tu brazo para entrar adentro.

No le agradó mucho el cumplido a Guillermo, pero como al fin la vieja atrabiliaria había alabado a su mujer se dio por satisfecho y la siguió sonriendo.

Si le había desagradado a la Marquesa su sobrino, más le desagradó la vista del comedor en donde la introdujeron.

Debemos advertir que, aunque Guillermo al casarse había alhajado su casa con muebles riquísimos traídos efectivamente de París, como decía Clotilde, no había cambiado el mueblaje de los aposentos de su padre y del anchuroso comedor, en donde éste solía permanecer casi siempre porque, como todos los ancianos, estaba apegado a sus costumbres y sufría con las innovaciones de cualquier género que fuesen.

El comedor, pues, amén del tradicional hogar, conservaba los muebles con que le habían adornado sus tatarabuelos, dos poltronas de cuero, escaños de madera, y larga mesa de pino.

A la sazón la mesa estaba cubierta de blancos manteles y ostentaba una vajilla decente; pero no campeaban en ella ninguno de los atributos del lujo y de la moda.

Tanto como el comedor, desagradó a la Marquesa aquel viejo de barba blanca y aspecto patriarcal que hizo cuanto pudo para levantarse de su asiento apoyándose en el brazo de su poltrona, y a quien dejó de pie sin concederle ni el más ligero saludo.

Como a todos los viejos verdes que pululan en las ciudades populosas, y que aturdidos con su ruido se olvidan de su fecha y de su facha, le incomodaba la vista de la ancianidad venerable, que hace gala de sus canas.

Pero pronto distrajo la atención de la Marquesa, y la de todos los circunstantes, un ahogado grito que resonó en el último extremo del aposento.

Quien lo había exhalado era Juana, que estaba trémula, y parecía próxima a perder el uso de sus sentidos.

A su grito había respondido otro exhalado por el joven forastero.

-¡Eh!, oh!, dijo la Marquesa sonriendo, ¡tableau! ¡he aquí señores una verdadera escena de comedia!

Se sentó sin ceremonias en una silla, depuso en su falda a Tití; y dijo con tono sentencioso:

-Aquí verán ustedes como soy yo la providencia de todos los amantes separados por la infausta suerte. Venga usted acá, Miguel. Aquí les presento a ustedes a Miguel, artista distinguido de la corte, que ha hecho mi busto en madera, en yeso, en mármol, y en bronce, de una manera delicada y perfecta, tanto, que mis amigas se turban de envidia al verle, y no quieren confesar que sea mi busto. Un día me contó su historia, me dijo que la amada de su corazón residía en esta casa, y yo formé el proyecto de venir a sorprender a ustedes y traerle en mi compañía para reunirle con ella. Miguel no sabía adónde iba y así ¡qué sorpresa!, ¡qué felicidad inesperada! Acerquése usted Juana.

Adelantóse la joven temblando, cogióla la Marquesa por debajo de la barba, la examinó corno había hecho con su sobrina y luego hizo un gesto de disgusto.

-Cutis del rostro curtido, manos ásperas, ¡qué desencanto! Miguel, ¡éste no puede ser el bello ideal de un artista de genio como usted!

Los ojos de Juana se llenaron de lágrimas; Miguel se sintió humillado en su amor propio.

No obstante, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo, y dijo cogiendo amorosamente ambas manos de la joven:

-Juana es buena. ¡Si su figura carece de distinción, su alma es hermosa; es la única mujer en quien reconozco verdaderas y sólidas virtudes, porque desgraciadamente el alma de la mujer se arrastra sin cesar por el inmundo fango de la tierra!

Esta extraña sentencia, dejó helados todos los corazones.

-Pero en fin, ¿no se nos ofrece ningún refrigerio?, dijo la Marquesa interrumpiendo el general silencio.

-¡No estábamos preparados!, tartamudeó Clotilde.

Juana, dominando su emoción, corrió a la cocina, y en breve la mesa se vio cubierta de blanquísimos manteles, y sobre ellos depusieron los criados vaca asada, pollos en salsa, arroz con leche, queso y fruta. En cuanto a los bocadillos y entremeses Juana no los conocía ni aún de nombre. La Marquesa guiñó un ojo a Miguel, y le dijo entre dientes:

-¿Qué le parece a usted del almuerzo. ¡No se presenta mejor en casa de Lhardy!

El anciano, menos sufrido que Guillermo, no pudo soportar aquel sarcasmo y, apoyándose en el brazo de Juana, se metió en su cuarto, jurando no volver a salir mientras estuviese allí tan ridícula huésped.

Concluido el almuerzo, e instalada la viajera en las habitaciones azules, con sus bichos y sus doncellas, y no sin que hubiese hallado ocasión de despreciarlo todo y murmurar de todo, Juana y Miguel se encontraron por fin solos en el comedor, solos no, en presencia de los niños, que jugaban en un rincón, y a quienes su tía no se había dignado conceder ni siquiera una mirada.

-Juana querida, le dijo el joven, sentándose a su lado y cogiéndola amorosamente de las manos, no te vistes bien. En Madrid se lleva el cabello colgando sobre la espalda, y el vestido describiendo una cola majestuosa. Es preciso que presumas más, que aprendas a adornarte. Todo el mundo pisa las flores del campo; todo el mundo admira a las flores que crecen en un jardín.

Juana sonrió tristemente. Aquellos consejos eran, sin duda, hijos de interés y de afecto; pero éstas no hubieran sido las primeras palabras que hubiesen pronunciado sus labios, después de una ausencia tan larga y dolorosa.

-El mundo tiene sus leyes, prosiguió Miguel, y es preciso someterse a ellas. Yo gozo de bastante fama en Madrid, y ya ves, un artista necesita que su mujer se presente con decoro.

-Haré cuanto desees, tartamudeó Juana completamente desconcertada.

-No te he olvidado ni un solo instante en medio de mis turbulentas aventuras, prosiguió el joven, retorciéndose con una mano el bigote y jugueteando con la otra con los dijes de su reloj. ¡Qué mujeres, Juana! ¡Todas mujeres perdidas! Yo he contado a cientos las conquistas. ¡Tú no sabes! Me he introducido en los círculos aristocráticos, y alterno con lo más selecto de la grandeza, de la banca, y del talento. Ya verás cuando nos casemos cómo te gusta Madrid, cómo te gusta la vida llena de emociones del artista. Un artista es lo más alto y lo más bajo; carece de pan y habla de igual a igual con los reyes y los más encopetados personajes. No lo digo por mí, a quien sobra el dinero. Yo escribo en un periódico, y gano muy buen sueldo, además de los convites que esto me proporciona. Soy el

iño mimado de la corte, y en particular de las mujeres. Pero no olvido a mi Juanita, con quien me casaré algún día, supuesto que no podemos vivir juntos de otro modo.

Juana le escuchaba y le contemplaba con profundo estupor. Era verdaderamente admirable aquel joven, que en medio de su esplendor no la había olvidado; conocía que debía estarle agradecida por aquella prueba de puro e inalterable afecto, y sin embargo sentía que sus apasionados sentimientos se helaban dentro de su corazón, y en vano buscaba palabras tiernas para corresponder a su ternura.

La trasformación, tanto moral como física, de Miguel era completa, y le parecía que no era aquél el amado compañero de su infancia.

Más bien que júbilo, sentía un vehemente deseo de llorar.

En aquel instante Clotilde cruzó el jardín, y fue a sentarse en el banco rústico sombreado por la acacia.

-¡Cáspita!, dijo Miguel levantándose, acercándose a la ventana y contemplando con su lente a Clotilde con un descaro inaudito, ¡sabes que es una soberbia mujer tu bienhechora! ¡Qué ojos, qué pie, qué mano, qué hermoso cabello rubio y ensortijado! ¿Sabes que sería un lindo entretenimiento para quince días de campo?

-Miguel, exclamó Juana levantándose y con aire severo, ¡Clotilde es casada!

-Y eso ¿qué importa?, dijo Miguel riendo; ¡tanto mejor!, ¡más incentivo y menos compromiso! ¡Lástima de mujer, casada con un gañán!

Hablaba con tal ligereza y con tal aplomo el joven, que bien se conocía que aquél era su modo de decir, y que él no pensaba en que sus palabras envolviesen un delito.

Con la misma ligereza y con la misma inconsciencia de su mala acción, apartóse de Juana y se dirigió al jardín, en donde haciendo apresuradamente un lindo ramillete fue a ofrecérselo a la hermosa.

Clotilde se sobrecogió, se puso encendida, no sabiendo si debía tomarlo o rehusarlo; pero Miguel, acostumbrado al sans façon de las ciudades populosas, ni siquiera se apercibió de que estaba cortada y, sentándose familiarmente a su lado, la entretuvo largo tiempo, describiéndole la vida de Madrid y sus brillantes fiestas.



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