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ArribaAbajoJornada Segunda


Escena primera

 

La escena representa la cámara de la reina en el palacio de Zaragoza. Aparecen la REINA sentada y abatida, junto a una mesa, y el ARZOBISPO en pie, consolándola.

 
ARZOBISPO.
Templad, señora, el llanto,
que no es el infortunio para tanto
como para abatir, así deshecho
en lágrimas amargas, vuestro pecho.
El Cielo no abandona
la legitimidad de esa corona
que puso en vuestra frente,
y que afirma su brazo omnipotente.
Ese impostor tirano.
por aumentar sus fuerzas lucha en vano,
y tan sólo seguro
le da de ese castillo el fuerte muro,
que por vuestros valientes combatido,
pronto ha de verse a vuestros pies rendido.
Y aunque nuevos parciales allegara
su orgullo se estrellara
y su arrogancia fiera
de Zaragoza es lealtad sincera,
que ferviente os consagra.
REINA.

 (Con la más viva expresión de desconsuelo.) 

Mas, ¡cayó en su poder Pedro de Azagra!
ARZOBISPO.
¡Pérdida grande..., es cierto!
Mas no causó, por dicha, desconcierto,
ni abatimiento y susto,
en los que aclaman vuestro nombre augusto.
Hasta el suceso mismo,
si de Azagra encarece el heroísmo,
demuestra la impotencia y cobardía
de esa desventurada bandería,
pues no osando salir a la pelea
ni combatir a donde el sol la vea,
por don Pedro de Azagra provocada
a singular combate,
rompió la fe jurada,
y al gallardo magnate
en pérfida emboscada
diez aleves jayanes sorprendieron
y sin peligro grande lo prendieron.
REINA.
¡Oh flor de la lealtad y valentía!
¡Ay, desgarrada tengo el alma mía
ARZOBISPO.
El valeroso Aznares,
de cuyo nombre y glorias militares
y valor sin segundo
está admirado con razón el mundo,
al prisionero Azagra reemplazando,
de nuestras fieles tropas tiene el mando;
y su arrojo y destreza
muy pronto rendirán la fortaleza.
REINA.
¡Ay!... Rescatar primero
a toda costa a Pedro Azagra quiero.
Si peligra su vida...
ARZOBISPO.
No es de temer, señora; defendida
por Torrellas, será, pues lo colijo
de ver que siempre le trató cual hijo.
Y es Torrellas honrado caballero,
que alucinado sigue a ese romero,
el cual nada ganara
si a prisionero tal sacrificara,
que es de Aragón amado,
de ilustre nombre y poderoso estado
REINA.

 (Agitada.) 

No calmas mis temores,
que todo lo recelo de traidores;
forzoso es que se trate
a toda costa, sí, de su rescate;
mis joyas, mis preseas...
ARZOBISPO.
Pues que tanto, señora, lo deseas,
a don Jofre de Alvero
mandaré con sigilo un mensajero.
Mas pensarlo es forzoso,
por no arriesgar un paso indecoroso,
y siempre lo es ingrato
entrar con los rebeldes en contrato.
Calmad, ¡ah!, vuestro pecho
con la lealtad vehemente satisfecho,
y en que mi fe se goza,
que os está demostrando Zaragoza.
Enjugad ese llanto
y confiemos en el Cielo santo,
que la razón protege y la justicia,
y del traidor confunde la malicia.

 (Suenan campanas a lo lejos.) 

Mas ya el bronce sagrado
me llama al ministerio de mi estado.
Corro al altar, y a que resuene el templo,
dando a los fieles fervoroso ejemplo,
con santas oraciones,
que aseguren el triunfo a tus pendones.
REINA.

 (Se levanta y le besa la mano.) 

Sí, volad. Y en el santo sacrificio
demandad al Señor que sea propicio
al que preso y de hierros abrumado
es de virtud y de lealtad dechado.
 

(Vase el ARZOBISPO.)

 
REINA.

 (Creciendo su agitación.) 

¿Por mí, ¡cielos!, Azagra entre cadenas?
¿Por mí en peligro su preciosa vida?
No puedo respirar, ¡Ay!, sumergida
en espantoso piélago de penas.
Ya que a luchar conmigo me condenas,
estrella inexorable en que nacida
fuí yo triste, tu rabia embravecida,
¿por qué tan sólo contra mí no llenas?
¿Será Azagra infeliz porque lo adoro?
¿Por qué, si ignora la pasión activa
que en mi angustiado corazón devoro?
Pierda mi trono; el impostor romero
disponga de Aragón, y Azagra viva;
sálvese, y que perezca el orbe entero.

 (Fuera de sí.) 

¿Qué es el cetro y la corona,
qué es Aragón, qué es el mundo,
¡Oh destino furibundo!,
si a Azagra veo morir?
Caiga el sol de su alta zona,
piérdase todo en un día,
y gócese el alma mía
con ver a Azagra vivir.
Hasta mi pecho
desventurado
sacrificado
sea por él;
roto, deshecho,
al medio apele
que más le duele.

 (Resuelta, acercándose a la puerta y en voz alta.) 

¡Hola..., Isabel!
 

(Sale DOÑA ISABEL llorando.)

 
DOÑA ISABEL.
Señora.
REINA.

 (Con viveza.) 

Enjuga el llanto,
tranquiliza tu pecho,
y a tan gran desventura
pongamos un remedio.
Sí, amiga; de consuno
entrambas trabajemos
para romper de Azagra
los opresores hierros.
Salvarle es lo que importa
que lo demás es menos.
DOÑA ISABEL.
Y yo, desventurada;
yo, que tanto lo anhelo,
y que la vida diera
por salvar a don Pedro,
¿qué podré hacer, señora,
cuando el Destino adverso
a tal punto conmigo
se embravece violento
que hasta perder la gracia
con que me honrabais temo?
REINA.

 (Con ansiedad.) 

¿Por qué...?
DOÑA ISABEL.
Porque mi padre,
alucinado y ciego,
os abandona...
REINA.

 (Con viveza.) 

Calla,
que justamente veo
en que tu padre siga
ese bando perverso
de libertar a Azagra
el más seguro medio,
y tú sólo...
DOÑA ISABEL.
Señora,
lo que no haga el esfuerzo
y la alta omnipotencia
de vuestro brazo regio,
¿lo hiciera yo...?
REINA.
Sin duda;
escúchame un momento.
Tan sólo hay media legua
al castillo en que preso
gime, infeliz, Azagra;
corre, vuela, te ruego,
habla a tu padre, llora,
y si con torvo ceño
te escucha y no le ablandas,
di que vas de mí huyendo,
que me detestas dile;
dile... que...
DOÑA ISABEL.
Me estremezco.
REINA.
Sí, todo por salvarle,
que lo demás es menos;
dile...
DOÑA ISABEL.

 (Conmovida.) 

Señora mía,
jamás, jamás..., ¡oh cielos!,
y todo inútil fuera;
es mi padre de hierro...
y tenaz, inflexible...
REINA.
¿Resistirá a tus ruegos?
DOÑA ISABEL.
Sin duda.
REINA.
Pues bien, oye:
otra senda busquemos.
Ve al castillo provista
de cuanto yo poseo;
llévate mis tesoros,
mis joyas y mi cetro.
Todo el oro lo alcanza;
gánate por su medio
una pronta entrevista,
¡ay de mí!, con don Pedro.
Dile que le levanto
de lealtad en empeño;
que del pleito-homenaje
que me hizo le relevo;
que jure pleitesía
al impostor...; que quiero
que le sirva y le ayude
a arrebatarme el reino
que maldiga mi nombre;
que destruya mi imperio;
que...
DOÑA ISABEL.

 (Consternada.) 

¿Deliráis, señora?
¿Que pronunciáis?... ¡Oh cielos!
REINA.

 (Con vehemencia.) 

Sálvese Pedro Azagra,
que lo demás es menos.
¡Oh dolor!... Sí..., tú misma
grande interés en ello
tienes, que es..., ¡ay! tu amante,
y te aguardan risueños
y venturosos días...

 (Aparte.) 

Yo me ahogo..., ¡Dios eterno!

 (Alto.) 

en amorosos lazos
llamándole tu dueño.
Vuela...,

 (Pausa.) 

mi oro derrama,

 (Con viveza.) 

apura tu talento,
tu amor, tu astucia, todo;
no perdones esfuerzo,
y de cualquiera manera,
sin pararte en los medios
y a toda, a toda costa,
salva su vida. El tiempo
urge, corre al castillo,
ven, sígueme.
DOÑA ISABEL.
Obedezco.


Escena II

 

Decoración corta que representa un corredor interior del castillo de Atarés. Salen BERRIO, de soldado ridículo, y SANCHA, con una, gran cesta cubierta con una servilleta.

 
BERRIO.

 (Enojado.) 

Mal muermo los mate, amén.
Requiebren a la borrica;
pero contigo, Sanchica,
que tengan más ten con ten.
SANCHA.
¡Celoso!... Si no dijeron
sino que...
BERRIO.
¿Sino qué? Ya.
Pues si vuelven, ¡voto va...!
SANCHA.
Saber quién era quisieron,
y registrarme...
BERRIO.

 (Con viveza.) 

¡Caramba!
SANCHA.
...la cesta.
BERRIO.
Eso es diferente;
e iba a ver, pensé, esa gente
si eras o no patizamba.
SANCHA.
Yo les dije...
BERRIO.
Con la tropa
no haya dimes ni diretes,
que te daré de cachetes,
y a ellos un tiento en la ropa.
SANCHA.
¿Quién, tú...?
BERRIO.
Yo. Soy militar
tan duro, que de un porrazo
a un gigante le hecho un brazo
como quien dice, a rodar.
SANCHA.
¡Quia! Berrio, ¿te has vuelto loco?
¿De cuando acá tan valiente?
BERRIO.
Desde ayer, y ya la gente,
me teme a mí más que al coco.
Anoche salté de un brinco
el foso hecho un Barrabás,
y de un solo tajo..., ¡zas!,
arrebané veinticinco.
SANCHA.
¡Qué prodigio!... ¿Y no te duele
el brazo?
BERRIO.

 (Muy ufano, con aire de superioridad.) 

¡Pobre muchacha!
¿No conoces en mi facha...?
SANCHA.

 (Burlándose.) 

Tu facha es la de un pelele.
BERRIO.
Gracias por el agasajo.
Y qué, ¿me traes de comer?
¿O vienes sólo a coger
en la puerta un requebrajo?
SANCHA.
Traigo... Pero ya no quiero,
por celoso, darte nada,
¡ingratón! Muy bien pagada
estoy cuando de porquero
hago por ti allá en la venta,
y el morueco y los marranos
me tienen por esos llanos
ajustándoles la cuenta.
Y cuando con la borrica
vengo tan cargada aquí,
para que tú comas, y...
BERRIO.
Te perdonaré, Sanchica.
SANCHA.
¿Perdonarme tú, bribón...?
¿Eres quien de cerro en cerro
tras mí andaba como un perro
pidiéndome compasión?
BERRIO.
Cumplir debo con mi estado.
Y aunque tú mi novia eres,
despreciar a las mujeres
propia cosa es de soldado.
SANCHA.

 (Riéndose.) 

¡Si eres soldado postizo!
BERRIO.
Vaya muy enhoramala,
que a soldado no me iguala
ni aun el padre que me hizo.
SANCHA.
Pues soldado por soldado,
con esta cesta preñada
voy a buscar a la entrada
a aquel que me ha requebrado.
BERRIO.

 (Deteniéndola.) 

¡Sancha, eso no, pese a mí!,
que si tú celos me das,
tengo aún de esa cesta más.
SANCHA.
¡Hola!... ¿Conque hay hambre?
BERRIO.

 (Atacando a la cesta.) 

Sí.
SANCHA.

 (Defendiéndola.) 

Pues con el hambre se amansan
los animales. Y tú...
BERRIO.

 (Enojado.) 

¡Sanchica de Belcebú,
ya tus desdenes me cansan!
SANCHA.
Si no me pides perdón
de tantas altanerías,
se come estas porquerías
aquel bravo mocetón.
BERRIO.

 (Acariciándola.) 

Anda, no seas bobona;
dale esa cesta a tu niño,
que por ti está de cariño
opilada la persona.
SANCHA.
Siendo así, bueno, me ablando.

 (Pone la cesta sobre un poyo que habrá a un lado.) 

BERRIO.
Vuelca, vuelca aquí la cesta,
que mi barriga dispuesta
tengo a engullirlo volando.

 (Se sienta.) 

Veamos, pues, qué traes, Sanchica.
SANCHA.

 (Sentándose en el suelo, va sacando de la cesta lo que dice.) 

Un pan, chorizo, jamón,
y aquí abajo, en el hondón,
viene una cosa muy rica:
una cebolla. Además,
la bota con cariñena.
BERRIO.
¿Y viene, Sanchica, llena?
SANCHA.
Y pronto la agotarás.
BERRIO.
Tráela acá, le daré un beso;

 (Toma la bota.) 

bien haya quien la engendró.

 (Bebe)  

SANCHA.

 (Sujetándole el brazo.) 

Ya basta de hacer clo..., clo...
BERRIO.
¿Y se te ha olvidado el queso?
SANCHA.
No lo olvidé; viene aquí.

 (Lo saca y se ponen ambos a comer.) 

Y dime ahora: ¿qué hay de nuevo?
BERRIO.

 (Comiendo.) 

Tenemos preso un mancebo
como un oro.
SANCHA.
¿Quién es...? Di.
BERRIO.

 (Sin dejar de comer.) 

De la reina el general,
que ayer tarde con gran brío
salió a pedir desafío
ahí, en medio de ese erial.
Y desde aquí le llamaron,
y habría bebido un traguito,
pues se acercó muy solito
y diez hombres lo atraparon
como a una liebre en la cama
diez galgos.
SANCHA.
¿Y es muy buen mozo?
BERRIO.
Sólo de verlo da gozo.
SANCHA.
¿Y sabes cómo se llama?
BERRIO.
Don Pedro Azagra.
SANCHA.

 (Pasmada.) 

Ese es
novio de la señorita.
BERRIO.
¿De aquella niña bonita
hija de Torrellas?
SANCHA.
Pues
¿no te acuerdas que han estado
en la venta a merendar
mil veces? ¡Qué lindo par
después que se hayan velado!
Y ella, que es tan llana y buena,
¡lo afligida que estará!
¡Pobrecita! ¡Cuál tendrá
partida el alma de pena!
BERRIO.
Venga la bota.

 (Bebe.) 

Pues no
quisiera yo en el pellejo
hallarme de ese mocejo,
que esta gente..., ¿qué sé yo?
SANCHA.
¿Qué, Berrio...? Di.
BERRIO.
Arrepentido
y mucho, Sanchica, estoy.

 (Bebe.) 

En cuanto pueda, me voy.

 (Bebe.) 

Hay aquí mucho perdido.

 (Se levanta sorprendido, notando que alguien se acerca.) 

¡Santa Bárbara, que viene!...
SANCHA.
Y... ¿quién viene...?
BERRIO.

 (Con gran miedo y santiguándose.) 

¡San Antonio!
El mismísimo demonio...
¡Jesús, y qué cara tiene!
Si me ve aquí... Pronto, chica,
recoge todo, recoge...,
que pondrá, como se enoje,
mi cabeza en una pica.
 

(SANCHA lo mete todo en la cesta con gran turbación. Entran DON LOPE DE AZAGRA, con traje de peregrino, y MAURICIO, y se paran a hablar sin reparar en BERRIO y SANCHA, que demuestran gran terror.)

 
DON LOPE.
Sí, sí; ya resuelto estoy,
¡padre infeliz!, a abrazarle.
MAURICIO.
Mas tratad de alucinarle
sin descubrir...
DON LOPE.
A eso voy.

 (Repara en BERRIO y SANCHA.) 

MAURICIO.

 (Reconociéndolos.) 

Es el villano simplón
que era porquero de Antón.
DON LOPE.
Fuerza es echarle de aquí

 (Acercándose y con tono severo.) 

¿Qué hace el vicioso soldado
solo con una mujer?
SANCHA.

 (Temblando.) 

¡Ay!
BERRIO.

 (Turbado..) 

Nada malo... Comer.
DON LOPE.
Vaya a su puesto, o colgado
será al punto de una almena,
y ella emplumada.
BERRIO.

 (Aparte, a SANCHA, que recoge la cesta.) 

Arre allá.
Y cual lo dice lo hará.
¿Ves tú que no es gente buena?
 

(Vanse BERRIO y Sancho.)

 
DON LOPE.
¡Ay cómo tiemblo, Mauricio!
Mi pecho va a reventar.
¡Qué tormento singular,
qué espantoso sacrificio
tener encerrado así
al hijo del alma mía,
cuya noble valentía
ayer encantado vi!
De su noble corazón
son el arrojo y lealtad
para su padre, en verdad,
terrible reconvención,
MAURICIO.
Si has de demostrar flaqueza,
cuando ya no falta nada
para que veas colocada
la corona en tu cabeza,
no vayas a donde vas.
DON LOPE.
¡Ah! No eres padre. Por eso...
MAURICIO.
Y si no has perdido el seso,
tú mismo conocerás
que olvidar el que lo eres
es preciso en este paso,
pues, olvidándolo, acaso
mostrarás más lo que quieres
a ese hijo. Si por él,
cual dices, has emprendido
el plan en que te he seguido
como tu amigo el más fiel...
DON LOPE.

 (Profundamente afectado.) 

En favor suyo emprendí este... crimen.
MAURICIO.

 (Con enfado y desdén.) 

¿Que me asombre
no extrañarás?...
DON LOPE.

 (En tono solemne.) 

Es el nombre
que tiene mi empresa, sí.

 (Con naturalidad.) 

Digo que si en su favor
me he metido en este empeño,
en su favor seré dueño
de disfrazarle mi amor.
MAURICIO.
En buen hora lo visita.
Mas que sea como rey,
que a hombre de tan alta ley
con interés solicita.
Mas no hay inútil terneza,
ni indiscreta confianza,
que de veras o de chanza
nos cuesta a ambos la cabeza.
 

(Vanse por distintos lados.)

 


Escena III

 

Prisión del castillo de Atarés, y sale DON PEDRO LÓPEZ DE AZAGRA, sin espada y como preso.

 
DON PEDRO.

 (Abatido.) 

Tu amor, divina Isabel,
en tan dura situación,
derrama en mi corazón
no consuelo, sino hiel.
Tu padre, a mi reina infiel,
hundió nuestro porvenir,
y me condena a morir,
pues la esperanza perdida
de consagrarte mi vida,
¿para qué quiero vivir?
¿Por qué tardan los traidores,
que con tal alevosía
burlaron mi valentía,
en completar sus furores?
De mi estrella los rigores
(pues que ya, Isabel, la suerte
me ha condenado a perderte)
en ese oscuro confín
tengan presuroso fin
en los brazos de la muerte.

 (Se oye ruido de cerrojos.) 

Mas ¿qué es esto...? Alguien aquí
se acerca... ¿Será un verdugo?
Si tal a los cielos plugo,
afortunado nací.
 

(Se sienta en un poyo que habrá a un lado. Entra DON LOPE de Azagra y se detiene como indeciso.)

 
DON LOPE.

 (Aparte.) 

¡Qué tremenda agitación
me destroza y me confunde!
¡Qué peso me abruma y hunde
al pisar esta mansión!

 (Clavando los ojos en DON PEDRO.) 

¡Qué gallardo!... ¡Qué altivez
tan noble en su rostro veo!

 (Aterrorizado bajando los ojos.) 

¡Ay de mí!, que soy yo el reo
y mi hijo el severo juez.

 (Avanzando con dignidad y haciendo un esfuerzo para aparentar firmeza.) 

Don Pedro Azagra, escuchad.
DON PEDRO.

 (Con entereza y sin levantarse.) 

¿Azagra...? ¿Quién me nombró...!
DON LOPE.

 (Parándose a distancia.) 

Es vuestro rey.
DON PEDRO.

 (Con dureza.) 

Eso no;
que su obediencia y lealtad
y su fe sólo consagra
al legítimo derecho
de la reina, el noble pecho
de Pedro López de Azagra.
DON LOPE.
Mirad, joven imprudente,
que os perdéis, alucinado.
DON PEDRO.
Lo que es, tengo bien mirado
a mi sangre conveniente.
DON LOPE.

 (Esforzándose.) 

Ved que el alto emperador
don Alonso, el que a su nombre
unió el glorioso renombre
de fuerte batallador,
es el que tenéis delante.
DON PEDRO.

 (Indignado.) 

Mentís, que fué muerto en Fraga,
y no hay prueba que deshaga
una verdad semejante.
DON LOPE.

 (Disimulando la turbación.) 

Por altos juicios de Dios
en aquel empeño fuerte
triunfar logró de la muerte.
DON PEDRO.
No basta lo digáis vos.
DON LOPE.
Si vuestro padre viviera...
DON PEDRO.

 (Interrumpiéndole.) 

A la reina defendiendo
y su obligación cumpliendo
vuestra audacia confundiera.
DON LOPE.

 (Aparte.) 

¡Cielos!... La sangre me ahoga.
¡Qué dura reconvención!

 (Alto y disimulando.) 

Aunque ya por mi razón
tanto brazo noble aboga,
quiero, porque bien os quiero,
y no acierto a castigaros,
con muestras claras probaros
ser vuestro rey verdadero.
Y que estando vivo yo
no es legítimo el derecho
de mi sobrina...
DON PEDRO.
Sospecho
que quien soy se os olvidó.
Soy Azagra, y si es verdad
que a mi padre conocisteis,
sin duda un muro en él visteis
de tesón y de lealtad.
Y nunca desmerecí,
por lo que os cansáis en vano,
astuto y pérfido anciano,
la sangre que le debí.
DON LOPE.

 (Acercándose enternecido.) 

¡Pedro, Pedro!...
DON PEDRO.

 (Levantándose como para contenerle.) 

¡Ah! No llegad
hasta mí. Que si no fuera
porque una vaga quimera
me turba, y por vuestra edad,

 (Con energía.) 

os hiciera mil pedazos,
dando tremendo castigo
al impostor, enemigo
de la reina, entre mis brazos.
DON LOPE.

 (Arrojándose fuera de sí en los brazos de DON PEDRO.) 

Pues ahoga a tu padre, sí,
ahógalo en ellos, cruel.
DON PEDRO.

 (Cayendo consternado en el asiento.) 

¿Es..., ¡ay!, la voz de Luzbel
o la de Dios la que oí?
 

(Queda enajenado y convulso, y después de un momento de inacción y de silencio, se sienta también DON LOPE y le toma, temblando, una mano.)

 
DON LOPE.
Oye, Pedro; oye, hijo mío:
soy tu padre, atento escucha,
y verás que por ti sólo
me encuentro en tan grave angustia.
Por ti sólo, pues tú fuiste
siempre en mis varias fortunas
el ídolo de mi pecho,
de mis afanes la suma.
Aunque herido, logré en Fraga,
de tantos valientes tumba.
salvar la vida. El cadáver
del rey vi al paso, y con pura
lealtad del collar y anillo
le despojé, porque augustas
prendas tales el trofeo
no fueran de infieles nunca.
Perdido entre las montañas
por donde emprendí mi fuga,
de un jaque me vi cautivo.
que me llevó luego a Suria.
Allí me fugué, auxiliado
por la audacia y por la industria
de este astuto monje griego
que aquí me sigue y me ayuda.
Hablando con él un día
de la desastrosa lucha
de Fraga, el collar y anillo,
prendas que por siempre ocultas
me acompañaron, mostréle,
y la semejanza suma
le dije que en voz y en gesto,
talle, ademán y figura
tenía yo con el difunto
rey don Alonso. Y la astucia
de Mauricio vió al momento
una feliz coyuntura
en aquellas circunstancias
para tentar la fortuna.
Opuse a sus sugestiones
risa, creyéndolas burla.
Mas las repitió constante
con razones tan astutas,
durante los largos años
que otras nuevas desventuras
corrimos juntos, que al cabo
venció mi tenaz repulsa.
Y de que así se torciera
mi alma siempre recta y justa,
tú fuiste la causa sólo,
mi cariño te lo jura.
Anhelando colocarte
del trono en la alteza suma,
abracé, infeliz, la idea
con decisión tan profunda.
que llegó a hacerse muy pronto
dominadora absoluta
de mi existencia. Y tú sólo,
tú sólo tienes la culpa,
tú sólo, hijo de mi alma,
mi esperanza en tanta angustia,
de mi afán único objeto,
iris de mis desventuras.
DON PEDRO.

 (Convulso y escondiendo entre sus manos el rostro y cabeza.) 

¡Dios eterno, Dios eterno!
¿Dónde estoy?... ¡Ah!...
DON LOPE.
Pedro, escucha:
Consiguió, astuto, Mauricio,
violar por la vez segunda
nuestros hierros, y volamos
a Marsella. La fortuna
nos proporcionó al momento
de Aragón nuevas seguras,
y al saber que había quedado
del gran Berenguer vïuda
la reina joven y hermosa.
mas sin fuerza y sin cordura,
juzgamos que el mismo Cielo
daba a nuestro plan ayuda,
ofreciéndonos propicio
la ocasión más oportuna.
Vinimos a Barcelona,
y con próspera ventura
la empresa, hijo, comenzamos,
que una corona te funda,
y que sin tu leal denuedo,
mal dije, sin tu locura
ya estuviera realizada.
Mira, pues, lo que rehúsas.
DON PEDRO.
¿De ahogadora pesadilla,
que me confunde y abruma,
estoy, ¡ay de mí!, en los brazos...?
DON LOPE.

 (Queriendo abrazar a su hijo.) 

En los de amor y ternura
de tu padre estás.
DON PEDRO.

 (Levantándose con violencia y rechazando a su padre.) 

¡Oh cielos!
Apartad, demonio o furia;
apartad.
DON LOPE.

 (Separándose aterrorizado.) 

¡Ay yo, infelice!...
La tierra me trague y hunda.
DON PEDRO.

 (Conmovido.) 

¿Por qué, padre, vuestros brazos
no me ahogaron en la cuna?

 (Con nuevo furor.) 

¿Mas qué dije?... ¿Vos mi padre?
No; que a ser mi padre, nunca
en vuestro pecho cupieran
la traición y la impostura.
Cual os fingiste el rey muerto,
mi padre os fingís, sin duda.
DON LOPE.

 (De rodillas y abrazando las de su hijo.) 

¡Hijo del alma...! ¡Hijo mío!
DON PEDRO.

 (Levantándolo bruscamente.) 

No me afrentéis.
DON LOPE.

 (Llorando.) 

Oye..., escucha.
DON PEDRO.

 (Retirándose.) 

Marchad, dejadme... La muerte
termine tan rara pugna.
Basta. Si sois don Alonso
rompa la cuchilla aguda
de los verdugos mi cuello,
que doblarse a vos rehúsa.
Si mi padre sois, matadme;
pues que mancha tan inmunda
en la sangre habéis echado
que por mis venas circula.

 (Avanzando en nuevo furor.) 

Mas no sois ni uno ni otro;
dejadme... Pronto... Mi furia
es tal..., y tal mi despecho...,
y mi suerte tan sañuda,
que tal vez...

 (Conteniéndose de pronto.) 

Marchad, anciano,
que mi decisión me asusta.
DON LOPE.

 (Confundido.) 

¡Ay de mí!... ¡Destino horrible!
El infierno me confunda.
 

(Vanse por distinto lado.)

 


Escena IV

 

La misma decoración de la escena segunda, representando el corredor interior del castillo. Empieza a anochecer, y se va oscureciendo lentamente la escena. Sale MAURICIO, inquieto.

 
MAURICIO.
¡Cuánto don Lope tarda!
Algún desastre temo
de ese remordimiento que acobarda
su corazón, y del delirio extremo
que por el hijo tiene.
Mas ya torna hacia aquí... ¡Cielos!... ¡Cuál viene!
 

(Entra DON LOPE DE AZAGRA, precipitado, y temeroso.)

 
DON LOPE.
¡Ay!... ¿Eres tú, Mauricio?...
Tenme, tenme en tus brazos,
que abierto ante mis pies un precipicio
está sin fondo, en que me haré pedazos.

 (Con gran terror.) 

Tenme, tenme... ¿No miras...?
MAURICIO.

 (Sosteniéndole.) 

¿Qué pronuncias, don Lope?... Tú deliras.
Tú, tan docto maestro
en fascinar la gente,
¿acaso no has logrado, astuto y diestro,
conquistar a ese joven imprudente?
¿Incrédulo persiste...?
¿Cómo le hablaste, pues? ¿Qué le dijiste?
DON LOPE.

 (Temblando.) 

¡Ay!... Alentar no puedo.
Cuanto miro me espanta;
mi pecho aprieta aterrador el miedo;
hiélaseme la voz en la garganta;
¡me persigue aun mi hijo!

 (Mirando con terror el lado por donde salió.) 

MAURICIO.
Vuelve, don Lope en ti; dime qué dijo.
DON LOPE.
Mauricio, retrocedamos.
MAURICIO.

 (Con viveza.) 

¿Adónde?... ¿Por qué? ¡Jamás!
No podemos ir atrás.
¿No contemplas dónde estamos?

 (Recapacitando.) 

Mas ¿qué es esto?
DON LOPE.
Que mi hijo...
MAURICIO.
¿Se negó a reconocerte
por don Alonso?
DON LOPE.
La muerte
me ha dado lo que me dijo.
¡Qué fe!... ¡Qué noble lealtad!
MAURICIO.

 (Receloso.) 

Y tú, luego que advertiste
tanto tesón, encubriste...
DON LOPE.
No. Le dije la verdad.
MAURICIO.
Nos has, don Lope, perdido
si libre...
DON LOPE.
No me creyó;
que, el que una vez miente, no
puede ser otra creído.
MAURICIO.
¿No te creyó...?
DON LOPE.

 (Con dolor.) 

Aunque mis brazos,
mis lágrimas, mis lamentos
los penetrantes acentos
de un corazón en pedazos
le demostraron...
MAURICIO.

 (Suspenso.) 

Muy bien.
Ya es terrible el compromiso.
DON LOPE.
Y desistir es preciso...
MAURICIO.

 (Con enfado.) 

¿De quién, don Lope...? ¿Y por quién?
DON LOPE.
¡Su oposición es tan fuerte...
MAURICIO.
¿Le revelaste indiscreto...?
DON LOPE.
Sabe, sí, todo el secreto.
MAURICIO.

 (Aparte.) 

Y yo le daré la muerte.
DON LOPE.
Lo sabe, y tenaz opuso
tan airada resistencia,
que me temí una violencia,
y grave terror me impuso.
Yo para mí nada quiero;
todo lo hacía por él.
Si lo rechaza, cruel,
¿qué adelanto ya, qué espero?
MAURICIO.

 (Aparte.) 

Tal desaliento me asusta,
y reanimarlo es forzoso.

 (Alto.) 

Te juzgué más animoso
y de vejez más robusta.
Que a sospechar, ¡vive Dios!,
qué tan miserable era,
jamás Aragón nos viera
en tal empresa a los dos.
¿De un mancebo alucinado,
que conoce el mundo apenas,
las declamaciones llenas
de celo mal meditado,
tan ridícula influencia
pueden ejercer en ti?
De más temple te creí,
de más madura experiencia.
Haz venturoso a tu hijo
aunque sea a su pesar,
pues las gracias te ha de dar,
burlando de cuanto dijo.
Hay personas que es forzoso
dichosas por fuerza hacer
sin tomarles parecer.
DON LOPE.

 (Como hablando entre sí.) 

Con un crimen afrentoso...
¡Usurpando!...
MAURICIO.
Veo que estás
delirante y sin razón.
Sin crimen de usurpación
puedes ir a donde vas.
A tu patria, haciendo, sí,
un servicio imponderable
de don Alonso...

 (Pensando un momento.) 

Oye.
DON LOPE.
Di.
MAURICIO.
Postrado, atónito el mundo,
creyéndote el guerreador
que le impuso con valor
un respeto tan profundo,
la Aragón acatará,
y de la hispana nación
por tu prestigio Aragón
el dominio cobrará.
Y su gloria ya afirmada
declaras por tu heredera
a la reina verdadera,
a la reina destronada,
que juzgarán tu sobrina;
casas a tu hijo con ella,
puesto que es joven y bella,
y el objeto a que camina
tu afán consigues así,
con ventaja de Aragón,
sin crimen de usurpación
y sin mengua alguna en ti.
DON LOPE.

 (Como volviendo en sí.) 

¿Me habla por tu boca el Cielo?
¡Son tan claras tus razones!
MAURICIO.
De infundadas ilusiones
te las ocultaba el velo.
Y para a cima llevar
intentos de tal grandeza,
no el corazón, la cabeza
debe sólo dominar.
De tu hijo acaso el ardor
por la reina... puede sea,
ahora me ocurre la idea,
aún más que lealtad, amor.
Y puede, don Lope, ser
que en el bien por que suspira,
y como imposible mira,
tú le vayas a poner.
DON LOPE.

 (Reanimado.) 

Tu acento mi angustia calma,
tu voz mis fuerzas me vuelve
y tu razón desenvuelve
de las tinieblas mi alma.
Si puedo, ¡ay Dios!, colocar
a mi Pedro en ese trono,
que por él sólo ambiciono,
sin la corona usurpar,
siga en buen hora la empresa.
Mas hoy tanto he padecido,
que como nunca he sentido
la edad que sobre mí pesa.
Descansar me es fuerza un rato.
MAURICIO.

 (Llevándolo lentamente hasta la puerta.) 

Descansad, sí, reponeos,
que todos vuestros deseos
protege un destino grato.
A solas considerad
en tan crítica ocasión
cuánto os importa el tesón.

 (Ya en la puerta, con tono solemne:) 

Don Lope, en ello pensad.
Si persistís, se os presenta
un trono para ese hijo;
si retrocedéis, de fijo
infamia a vos, a él afrenta.

 (Vase DON LOPE.) 

¡Singular es este hombre!

 (Volviendo desasosegado al centro de la escena y paseándose.) 

¿Posible es que en los momentos
de coronar sus intentos
tanto fantasma le asombre?
¿Que con escrúpulos ande
quien diestro hasta aquí llegó
y a Torrellas fascinó
con facilidad tan grande?
Todo es la debilidad
por ese hijo, que apresado
fué en momento desgraciado.
¡Cosas de su mucha edad!

 (Queda pensativo.) 

A ese joven es preciso
asegurar. Indiscreto,
le patentizó el secreto;
si se fuga..., ¡oh compromiso!

 (Dudoso.) 

Que muera..., sí, morirá.
¿Cómo...? Cuando en hondo sueño
no sea de sus brazos dueño.
Pero difícil será.

 (Reflexiona un momento y prosigue, con resolución:) 

Beba esta noche la muerte
en un veneno. Sí, si,
no hay bastante fuerza en mí
para herirle de otra suerte.
 

(Queda meditabundo. Entra BERRIO, silbando y distraído, y al reparar en MAURICIO se asusta y retrocede.)

 
BERRIO.

 (Aparte.) 

¡Caramba con el frailón!
Siempre charlando entre sí,
anda de aquí para allí
hecho un duende motilón.
Volvámonos pies atrás,
que al cabo le considero
pájaro de mal agüero,
y si me atrapa, quizás...
MAURICIO.

 (Sobresaltado.) 

¡Hola!... ¿Quién es?
BERRIO.

 (Sobrecogido.) 

¡Dios bendito!

 (Acercándose con ridículas cortesías de miedo.) 

Berrio soy...
MAURICIO.
Oye un momento.

 (Dándose una palmada en la frente, como complacido de una ocurrencia feliz. Aparte.) 

¡Oh qué feliz pensamiento!
BERRIO.

 (Aparte.) 

Me ha pescado en el garlito.

 (Alto.) 

¿Qué manda su eternidad?

 (Aparte.) 

Estoy de miedo difunto.
MAURICIO.

 (Con mucha afabilidad, después de mirar a todos lados para asegurarse de que están solos.) 

Llegas cabalmente al punto
que en ti pensaba.
BERRIO.

 (Escamado.) 

¡Oh bondad!
MAURICIO.
Tengo, sí, que hablar contigo,
pues sabes que desde el día
que te vi allá en la alquería,
soy muy de veras tu amigo.
BERRIO.

 (Gozoso.) 

Sí, yo tengo mucho aquel
y un ángel..., que... ya.
MAURICIO.
Es así,
que eras bueno conocí.
BERRIO.
Un palomino sin hiel.
MAURICIO.
Pues te quisiera encargar
que a ese pobre prisionero,
joven a quien mucho quiero,
le llevaras de cenar.
BERRIO.
¡Ay señor!, con mil amores.
MAURICIO.
Mas nadie lo ha de saber,
porque el rey quiere tener
gran rigor con los traidores.
BERRIO.

 (Con recelo.) 

Siendo así...
MAURICIO.
Nada sabrá,
si es que callar sabes tú.
BERRIO.
Callar sé. Mas Belcebú
me sonsaca..., y agua va.
MAURICIO.
Contente, y en todo caso...
Tú sabes cuánto yo puedo.
BERRIO.
Pues eso me quita el miedo;

 (Resuelto y con gran familiaridad.) 

padre, estoy dispuesto al paso.
MAURICIO.
¡Sígueme, y la colación
que le has de dar te daré.
BERRIO.
Voyme, pues, con su mercé,
y sabré callar... ¡Chitón!
MAURICIO.
Se lo dejas todo allí
y te sales al momento.
BERRIO.
Todo lo haré como un viento.
MAURICIO.
Fuera expuesto para ti
quedar...
BERRIO.
Dios me libre.
MAURICIO.
Y ten
cuidado de no tocar
lo que le vas a llevar.
BERRIO.
No soy yo goloso.
MAURICIO.
Ven.
 

(Vanse. La escena está ya completamente oscura, y entra DOÑA ISABEL TORRELLAS, vestida con un traje igual en todo, al de SANCHA y con un rebocillo con que pueda taparse el rostro.)

 
DOÑA ISABEL.

 (Con recelo y timidez.) 

¡Con cuánto susto, ¡cielo!,
estas estancias piso,
oscuras, pavorosas y asombradas!
Cada paso recelo
que a un nuevo compromiso
me lleva, y el rumor de mis pisadas,
que suenan duplicadas
por los lúgubres ecos
de las bóvedas frías,
en estas galerías
y de estos murallones en los huecos,
me horroriza y me asombra,
y una voz me parece que me nombra.
¡Ay, si mi acerba suerte
fuera tal que encontrara
con mi padre...! ¡Infeliz!... Antes quisiera
que repentinamente en sus brazos me ahogara;
que este castillo sobre mí se hundiera.
Ni aun hallo luz siquiera
que dirija mi paso.
Hace un pequeño instante
que juzgué no distante
escuchar hacia aquí rumor escaso.
Mas todo está desierto,
de oscuridad y de pavor cubierto.

 (Se pasea con sobresalto.) 

Con la villana ropa
que compré a Sancha y Rita,
y con las instrucciones que me han dado,
por medio de esa tropa
desbocada y maldita,
que creyó ser yo Sancha, he penetrado.
Allí un tosco soldado
que a Berrio encontraría
por aquí aseguróme...
No sé hacia dónde tome...
Ya empieza a vacilar la planta mía.
Señor Omnipotente,
amparad a esta mísera inocente.

 (Va de uno a otro lado escuchando, y se para junto a un bastidor.) 

¡Ay! ¿Si estaré, Dios mío,
junto a la misma puerta
que a don Pedro, infeliz, sujeta y guarda?
Tal vez del paso mío
el rumor le despierta,
y al escucharlo el triste se acobarda,
porque el sayón aguarda,
y creerá, ¡trance fuerte!,
la tímida pisada
de su Isabel amada
la pisada espantosa de la muerte.
¡Oh amargo pensamiento
que de mi corazón dobla el tormento!
Allí tina luz diviso,
y venir un soldado
a este lugar... Me ocultaré... ¿Y adónde?
Preguntarle es preciso
por ese Berrio, que a mí afán se esconde.
Si afable me responde.
Mas, ¡cielos!, imagino
que es él quien aquí viene,
aunque el traje que tiene
es diverso del suyo campesino.
Aguardo rebozada
y en la bondad del Cielo confiada.
 

(Se cubre el rostro con el rebocillo y se separa a un lado. Entra BERRIO con una batea de mimbre, y en ella, pan, dos o tres escudillas cubiertas y una redoma de vidrio llena de vino, y además una lámpara de barro encendida.)

 
BERRIO.

 (Sin reparar en DOÑA ISABEL.) 

Mucha tentación es ésta:
pan, butifarra y jamón
¡y vino aloque!... Me temo
que no me contenga, no.
Mas ¿si ese fraile lo cuca,
que es un duende, ¡vive Dios!,
y me ataja el apetito
descargándome una coz?
Tate, tate, amigo Berrio;
¡anda fuera, tentación!

 (Echa a andar resuelto, y al momento se para.) 

Mas verme solo y pasarme
sin catar...,

 (Huele la redoma.) 

¡qué rico olor!,
esta ampolla tan galana
fuera ser un burro yo.
DOÑA ISABEL
Berrio.
BERRIO.

 (Sorprendido.) 

¡Santa Genoveva!
¿De dónde sale esta voz?
A que algún familiar tiene
que me persiga el frailón.

 (Temblando.) 

Reconozcamos... ¡Qué miedo!
Si alguien en el corredor...

 (Repara en DOÑA ISABEL.) 

¡Ay Jesús!...

 (Cree ser SANCHA, y se acerca.) 

¡Hola, Sanchica!
Tú, después de puesto el sol,
¿vienes a ver a tu nene...?
Algún santo te inspiró.
¿La cena me traes, sin duda?
No puede menos tu amor.
¿Y has entrado rebozada...?
Así me gusta, ¡por Dios!,
para evitar requebrajos
de tanto pillo tumbón.

 (Con confianza.) 

Mas ya que estás con tu esposo
y a solas, ambos a dos,
fuera ropa.

 (Le quita el rebocillo y queda pasmado.) 

Mas, ¡oh cielos!,
ésta no es Sanchica, o
borracho estoy...
DOÑA ISABEL.
No; no es Sancha.
BERRIO.

 (Retrocediendo.) 

Pues ¿quién eres tú, visión,
que de Sancha trae la ropa
y el rostro de Sancha no?

 (Aparte.) 

Esta es alguna mozuela
que de soldado me vió,
y muerta por mis pedazos
viene a pedir confesión.
¡Mucho garabato tengo!
¡Tengo un atractivo atroz!
En viéndome una muchacha
no hay remedio, se acabó.
DOÑA ISABEL.

 (Acercándose.) 

De parte de Sancha vengo
a demandarte favor.
BERRIO.
¿De parte de Sancha...? ¡Malo!
Entonces es..., qué sé yo.
DOÑA ISABEL.

 (Con dignidad.) 

Soy Isabel de Torrellas,
la hija de tu señor.
BERRIO.

 (Le arrima la luz y la reconoce.) 

¡Calle!... ¡Es verdad!... ¿Hay tal cosa?
¿Quién diablos aquí os metió?...
¿En busca de vuestro padre
venís disfrazada?...
DOÑA ISABEL.
No.
No, amigo, y que nunca sepa,
pues temo a su condición,
que aquí estuve es necesario.
BERRIO.
Pues ¿quién os trae...?
DOÑA ISABEL.
El amor.
BERRIO.

 (Aparte.) 

De cierto me solicita.
DOÑA ISABEL.
Y la tierna compasión
al bravo don Pedro Azagra,
a ese joven...
BERRIO.

 (Recapacitando.) 

Ya, ¿sois vos
su novia, y venís...?
DOÑA ISABEL.
Sí, amigo,
a consolar su aflicción.
Y en ti sólo confiada,
en tu honradez...
BERRIO.

 (Perplejo.) 

Pero yo...,
¿qué puedo hacer por serviros?
DOÑA ISABEL.
Llevarme a sus brazos.
BERRIO.
¡Oh!
DOÑA ISABEL.
Engañando al carcelero.
BERRIO.
No hay carcelero.
DOÑA ISABEL.
Mejor.
BERRIO.
Hay solamente un cerrojo
gordo casi como yo,
y también hay cuatro llaves,
pero el tiempo las tomó
y no cierran.
DOÑA ISABEL.
Pues entonces...
BERRIO.
¡Ay, que el cerrojo es atroz!
¿U os habéis imaginado
que es algún troncho de col?
DOÑA ISABEL.
Pero ¿descorrerlo puedes?
BERRIO.
Precisamente a eso voy
para llevarle esta cena,
DOÑA ISABEL.
Berrio, por amor de Dios,
llévame contigo a verle,
ya que tan buena ocasión
se nos ofrece...
BERRIO.
¡Señora!,
donde estáis no sabéis vos;
si el vejete o el frailote...
Vaya..., tiemblo de terror.
DOÑA ISABEL.
¿Quién, amigo, ha de saberlo?
BERRIO.
Los duendes, que hay más de dos
en esta encantada torre,
que el mismo diablo fundó.
DOÑA ISABEL.
Vaya, ablándate a mis ruegos,
desecha todo temor,
complace a tu novia Sancha,
pues es quien me dirigió
a ti con tan arduo empeño,
y su traje me prestó,
y Rita también te ruega,
y también te ruega Antón,
de mis lágrimas movidos
y de mi amargo dolor,
que me ayudes y me lleves
a ver a don Pedro.
BERRIO.

 (Dudoso.) 

¿Yo...?
DOÑA ISABEL.

 (Arrodillándose y llorando.) 

Y a tus plantas te lo pido
y te lo pagará Dios,
que las acciones cristianas
nunca sin premio dejó.
BERRIO.

 (Levantándola.) 

Basta, señorita, hasta;
que no soy de bronce, no,
y en viendo llorar mujeres
se me atraganta la voz.
Esperad, no haga la trampa
que nos pillen a los dos.

 (Reconoce a un lado y otro si alguien lo ve.) 

Vamos allá. Me resuelvo.
Venid pronto, ¡pese a vos!
DOÑA ISABEL.
¡Oh santo Cielo!, protege
mi desventurado amor.
BERRIO.
Vamos, pisad más quedito.
DOÑA ISABEL.
Vamos en manos de Dios.

 (Vanse.) 



Escena V

 

Prisión del castillo de Atarés, y aparece DON PEDRO LÓPEZ DE AZAGRA, sentado y pensativo; la escena estará oscura.

 
BERRIO.

 (Dentro.) 

¡Caramba!... El cerrojo está
descorrido, y encajada
la puerta... ¡Pues ahí no es nada!
¿Volado el pájaro habrá?
DOÑA ISABEL.

 (Dentro, con ansiedad.) 

¡Ay!... Entremos...
BERRIO.

 (Dentro.) 

Sí; pasmado
de miedo estoy. ¿Quién ha sido
el duende que aquí ha venido
y así la puerta ha dejado?
DON PEDRO.

 (Incorporándose.) 

¿Quién es? ¡Hola!... Si la muerte
me traen, al verdugo ruego
que descargue luego, luego
en mi cuello el golpe fuerte.
 

(Salen BERRIO y DOÑA ISABEL, y se ilumina la escena con la luz de la lámpara que viene en la batea.)

 
DOÑA ISABEL.

 (Precipitándose en los brazos de DON PEDRO.) 

¡Ay don Pedro de mi vida!
Soy vuestra Isabel.
DON PEDRO.

 (Sorprendido.) 

¡Oh Dios!
¿Deliro?... ¿Sueño?... ¿Sois vos...?
Sí, vos, Isabel querida.

 (Pausa.) 

¿En este traje...? ¿A tal hora...?
¡Ay!... Explicadme...
DOÑA ISABEL.
Mi pecho
está de gozo deshecho...
¿Qué puedo explicar ahora?

 (Vuelven a abrazarse.) 

BERRIO.

 (Aparte.) 

¡Así, muy bien! ¡Qué gustito
me da verlos!... No es Sanchica
más que una pobre borrica,
comparada a este angelito.
DON PEDRO.
Tras de la visión de infierno
que mi pecho destrozó,
y sin duda me envió
en su cólera el Eterno,
esta visión celestial
piadoso y justo me envía,
con que encanta el alma mía
y me hace a un ángel igual.

 (Transportado de gozo.) 

¡Isabel!... ¡Mi amor!...

 (Sobresaltado de repente.) 

¡Dios mío!
¡Qué terrible pensamiento
me ocurre en este momento,
que me deja yerto y frío!...
¡Ay Isabel!...
DOÑA ISABEL.
¿Qué os asusta?
DON PEDRO.

 (Agitado.) 

¿A la reina abandonaste
y a tu padre aquí buscaste?
Dime..., di...
DOÑA ISABEL.

 (Con dignidad.) 

¡Sospecha injusta!
¿No me conocéis quizás?
Si a la reina defendéis,
¿cómo imaginar podéis
que yo...? Don Pedro, ¡jamás!

 (Cariñosa.) 

En las alas de mi amor
y por las reina enviada
vengo a veros,

 (En secreto.) 

y restada
a libraros del traidor.
DON PEDRO.
Perdona, adorado dueño.
Mas tan raras cosas hoy
por mí pasaron, que estoy
creyendo que todo es sueño.
Mas ¿tú en peligro por mí?...
¡Ay!, me horrorizo, Isabel.

 (En secreto y con susto.) 

¿Ese soldado...? ¿Con él
cuentas tú?
DOÑA ISABEL.
Don Pedro, sí.

 (DON PEDRO clava los ojos en BERRIO, como examinándole con desconfianza.) 

BERRIO.

 (Risueño.) 

Berrio soy...; Berrio, señor;
porquero antes que soldado.
Y aquí le traigo el guisado:
conque basta ya de amor.

 (Siguen hablando entre sí DON PEDRO y DOÑA ISABEL; BERRIO pone la batea sobre el poyo, y prosigue, con mucha familiaridad.) 

Me traje a la señorita,
porque con ropa de Sancha
vino a buscarme tan ancha
y con recado de Rita.
Mas, aunque esté aquí, cenad.
Y pues diz en Aragón,
tripas llevan corazón,
¡ea!, las vuestras llenad.
Y pronto, pues si ve el padre,
que es quien os envía la cena,
que tardo la armará buena,
y no quiero que me ladre.

 (Viendo que no le hacen caso vuelve a observar la batea, silba y se pasea.) 

DON PEDRO.
¡Oh Isabel mía!
DOÑA ISABEL.

 (En voz baja, recatándose de BERRIO.) 

Ante todo,
salvaos, ¡ay don Pedro!... Sí.
Salid al punto de aquí.
DON PEDRO.
Pero, Isabel, ¿de qué modo?
DOÑA ISABEL.
La prisión tenéis abierta.
DON PEDRO.
¿Y la guardia?
DOÑA ISABEL.
No hay ninguna;
propicia está la fortuna.
DON PEDRO.
¿Y del castillo a la puerta?
DOÑA ISABEL.
Nadie os verá.
DON PEDRO.
¿En este traje....
DOÑA ISABEL.

 (Al oído.) 

Atacad a este soldado,
despojadle..., y disfrazado
pasaréis con su ropaje.
DON PEDRO.
No, Isabel; Isabel, no.
¿Yo dejar en compromiso
a ese infeliz?...
DOÑA ISABEL.
Es preciso.
DON PEDRO.

 (Cayendo repentinamente en un acceso de melancolía.) 

Preciso es que muera yo.

 (Pausa.) 

¿Fugarme...? ¡Qué devaneo!
Por ti, olvidado de mí,
el pensamiento acogí.
Pero ya otra vez me veo
tal cual soy en este día,
y es tan horrenda mi suerte,
que sólo buscar la muerte
debo ansioso, Isabel mía.
DOÑA ISABEL.

 (Angustiada.) 

No os entiendo.
DON PEDRO.
Ni es posible
que me entendáis... Si ayer fuera,
para salvarme os siguiera;
mas hoy..., ¡estrella terrible!

 (Con decisión e inquietud)  

Isabel, pronto, alejaos;
dejadme con mi destino.
De Zaragoza el camino
tomad por mi amor, salvaos.
Y a la reina diréis, sí,
que ya exige mi lealtad
que no tenga más piedad
con la sangre que hay en mí.
Que aquí morir debo yo
y mi raza perecer...
¡Ay, ni tuyo puedo ser!...
Basta, no me fugo, no.
BERRIO.

 (Oyendo las últimas palabras, se acerca y dice aparte.) 

Esta gente está sin juicio.
¿Fuga?...
DOÑA ISABEL.
El pecho me rasgáis
y el alma me envenenáis.
Salid de este precipicio.
DON PEDRO.
¡Isabel!...
DOÑA ISABEL.
¿No me seguís?
DON PEDRO.

 (Con entereza.) 

¡Jamás, no!
DOÑA ISABEL.

 (Resuelta.) 

Don Pedro, bien;
pues yo moriré también,
si en quedaros persistís.
Vendrá mi padre cruel,
y al verme aquí en vuestros brazos,
con su daga mil pedazos
me hará.
DON PEDRO.
¡Isabel, Isabel!...
DOÑA ISABEL.

 (Con vehemencia.) 

Juro ante el eterno Dios,
que por mi medio os socorre,
no salir de aquesta torre,
señor don Pedro, sin vos.
DON PEDRO.

 (Enternecido.) 

¡Isabel...!
DOÑA ISABEL.

 (Asiéndole el brazo con violencia.) 

Ven.
BERRIO.

 (Deteniéndolos.) 

Alto allá.
Señorita, poco a poco;
¿os parece que estoy loco?
Basta de burleta ya.
Harto ha durado el bureo;
quédese la cena aquí
con el señor. Y tras mí
venid o me pongo feo.
DOÑA ISABEL.

 (Suplicante.) 

¡Berrio!
BERRIO.

 (Enojado.) 

No hay Berrio, cuidado.
 

(Va a asir del brazo a DOÑA ISABEL, y DON PEDRO lo impide.)

 
DON PEDRO.
Si osas la mano poner...
BERRIO.

 (Reportándose.) 

No la pongo.

 (Aparte.) 

Voy hacer
según miro mal fregado.
El diablo me trajo aquí,
y entre unos y otros, me huelo
que no ha de lucirme el pelo;
con mala estrella nací.
DOÑA ISABEL.
Berrio..., por amor de Dios.
Berrio, completa la obra.
BERRIO.
¿Qué es completar, si ya sobra
la mitad de lo hecho? Vos
mi peligro no sabéis,
si alguien por desdicha oliera...
Vamos pronto, vamos fuera;
al fraile no conocéis.
DOÑA ISABEL.
Pero dime, Berrio: ¿abierta,
cuando ha un momento llegamos,
y sin cerrojo no hallamos
de aqueste encierro la puerta?
¿No pudo haberse fugado
don Pedro entonces sin ti?
BERRIO.
Es verdad.
DOÑA ISABEL.
Pues bueno. Di
que tú no le has encontrado,
y la culpa recaerá
en quien antes que tú vino.
BERRIO.
Fué el vejete peregrino.
DOÑA ISABEL.
Pues él la culpa tendrá,
que el cerrojo descuidó.
BERRIO.

 (Dudoso.) 

Se armará gran batahola,
y en ella, ¿escurrir la bola
podrá Berrio?...
DOÑA ISABEL.
¿Por qué no?
BERRIO.
Nada, nada. Afuera; en vano
me queréis así tentar.
DOÑA ISABEL.
¡Ay Berrio!
DON PEDRO.

 (Airado.) 

Deja el rogar,
que ya me cansa el villano.
BERRIO.

 (Apurado.) 

¿En qué danza me he metido?
DOÑA ISABEL.

 (Sacando un gran bolso lleno de oro.) 

Berrio. toma..., todo es oro.
BERRIO.

 (Pasmado.) 

¡Virgen santa!... ¡Qué tesoro...!
DOÑA ISABEL.
Todo, todo es tuyo.
BERRIO.

 (Tomando el bolsillo.) 

Envido.
DOÑA ISABEL.
Y la madrina he de ser
de tu Sancha, y en ganados,
joyas, tierras y brocados
tal dote vas a tener,
que puedes ser infanzón
y fundar estado tal,
que no se le encuentre igual
en el reino de Aragón.
BERRIO.
Y si me ahorcan, ¿lo seré?
DOÑA ISABEL.
Con tanto oro, ¿no has de hallar
el medio para escapar
de entre esta gente sin fe?
BERRIO.

 (Rascándose y muy escamado.) 

Señorita... ¡Un miedo tengo...!
DON PEDRO.

 (Furioso.) 

Si no te das a partido...
BERRIO.
Si estoy ya muy convencido.
Hablad, que a todo me avengo.
DOÑA ISABEL.
Ahora a don Pedro has de dar
tu sayo, pues con su ropa
le conociera la tropa
en el acto de escapar.
BERRIO.

 (Quitándose el sayo con repugnancia.) 

¿Mi sayo...? A cochambre apesta.
Mas tomad.
DOÑA ISABEL.
También el casco.
BERRIO.

 (Se quita el casco y se lo da a DOÑA ISABEL.) 

Limpiadlo, que fuera un chasco
hallarse cosa molesta.
DON PEDRO.
¡Válgame Dios!... ¡Isabel!
DOÑA ISABEL.

 (Quitándole el manto y el birrete y vistiéndole el sayo y el casco de BERRIO.) 

Tomad, pronto; no hay remedio:
de salvarme es éste el medio.
DON PEDRO.

 (Muy abatido.) 

¿Dónde voy, hado cruel?
DOÑA ISABEL.

 (Con viveza.) 

Berrio, amigo, aquí te queda
solamente un breve instante,
el corto tiempo bastante
para que don Pedro pueda
conmigo afuera tomar
dos caballos, que, escondidos,
he dejado apercibidos
a la entrada del pinar.
 

(Vanse DON PEDRO y DOÑA ISABEL.)

 
BERRIO.
Van como una exhalación.
Buen viaje. A ver si el bolsillo
quedó aquí.

 (Lo saca y examina.) 

¡Qué hermoso brillo!
Voy a ser un infanzón.

 (Guarda el bolsillo y toma el manto y birrete de DON PEDRO, que dejó en el suelo DOÑA ISABEL, se los pone y se pasea pavoneándose.) 

Así, así, ¡linda persona!
Y con brocado mi Sancha
qué hueca estará. Qué ancha
si la llaman la infanzona.

 (Se para.) 

¡Caramba, esta señorita
qué rejo tiene y qué cuajo!
Se ve que por ese majo
está que se despepita.
Dios con ellos vaya, amén;
mas quedándose conmigo,
porque me parece, digo,
que soy cristiano también.

 (Va a marchar, y desde la puerta vuelve a mirar la batea, que está sobre el poyo.) 

Y qué, ¿del fraile la cena
he que abandonar así?

 (Vuelve.) 

No lo haré, que tengo aquí
panza de apetito llena.

 (Siempre vestido con el manto y birrete de DON PEDRO, agarra la batea, la examina con gusto, y viendo que no hay mesa, la pone en el suelo.) 

Pues que no hay otra, sea el suelo
mesa, que lo es espaciosa.

 (Busca silla, y viendo que no la hay, se sienta en el suelo, de espaldas a la puerta.) 

Y silla, también. No hay cosa
que no me depare el Cielo.
Ven, ¡oh redoma!, a mis manos...
Mas no, primero es comer;
sobre el hígado beber
es costumbre de villanos.
Sal acá, butifarrita.

 (La saca y come.) 

¡Qué picante!... Buena, a ley.
No se encaja el mismo rey
cosa más santa y bendita.

 (Registra otro plato.) 

Aquestas de fraile son
golosinas. Para luego,
porque tampoco me niego
a alfajores y turrón.
 

(Sigue comiendo y revolviendo los platos. Entra MAURICIO con un puñal en la mano a paso lento y se para a la entrada, sin reparar en BERRIO.)

 
MAURICIO.

 (Aparte.) 

¿Cómo encuentro, ¡oh Dios!, la puerta
sin cerrojo?... ¿Se ha fugado?
Berrio el simplón la ha dejado
de par en par así abierta.

 (Repara en BERRIO y juzga que es DON PEDRO.) 

Mas no. Don Pedro allí está,
y cenando, según veo.
¡Cuánto, cuánto a mi deseo
tardando su muerte va!
Aquí, en la sombra encubierto,
me conviene el esperar,
pues que no puedo tardar
en verle a mis plantas muerto.
BERRIO.

 (Toma un jamón.) 

Véngame a ver el jamón.
Todo me lo he de engullir.
A un albéitar le oí decir
que nunca da indigestión.

 (Come.) 

MAURICIO.

 (Aparte.) 

Sin duda aún no probó el vino,
pues su veneno es tan fuerte,
que, en probándolo, la muerte
es un acto repentino.
¿Y si no bebe?... Veremos.
Entonces, sí, me decido,
y por este acero herido
pronto del paso saldremos.
BERRIO.
Ahora sí que en la garganta,
por más que masco y que masco,
parece que un gran peñasco
se me atora y me atraganta.
Pues a lavar el garguero.
Para esto hay redoma aquí.
A ver..., a ver...

 (Al coger la redoma la deja caer y se hace pedazos.) 

¡Pese a mí...!
¡No me quebrara primero
yo mismo...! ¡Cuerpo de tal!

 (Hace extremos ridículos de despecho y esfuerzos por recoger el vino derramado, cuidando siempre de no volver el rostro hacia donde está MAURICIO.) 

Todo el diablo lo llevó.
¡Mal haya quien me parió
tan torpe y tan animal!
¡Maldita sea mi suerte!...
¡Maldita casualidad!
MAURICIO.

 (Arrojándose con el puñal sobre BERRIO.) 

Que no te libra, en verdad,
de la merecida muerte.
BERRIO.

 (Oye los pasos de MAURICIO, vuelve el rostro y huye aterrado y con viveza.) 

¡Ay de mí!... ¡Ay! ¡San Antonio!
MAURICIO.

 (Se detiene confuso al reconocer a BERRIO.) 

¡Cielos!... ¡Es Berrio! ¿Qué es esto?
BERRIO.

 (Aparte.) 

¡Válgame Dios, y qué presto
se me apareció el demonio!
¿Si estaría en la redoma?
MAURICIO.

 (Irritado.) 

¿Qué es esto, Berrio? Habla ya.
¿En dónde don Pedro está?
BERRIO.

 (Congratulándose.) 

¡Qué!... Si todo ha sido broma.
Se afufó.
MAURICIO.

 (Furioso.) 

¿Cuándo...?
BERRIO.
No sé.
Yo me he encontrado la puerta
lo mismo que vos..., abierta.
Y aquí... nadie. Ya se ve.
MAURICIO.

 (Asiéndole de un brazo.) 

¡Tú le abriste, tú, bribón!
Al punto serás ahorcado.

 (Arrastrándolo hacia la puerta y dando voces.) 

Guardia, el preso se ha fugado;
soldados, a la prisión.
BERRIO.

 (Temblando.) 

Señor..., yo...
MAURICIO.
Sí, su vestido
tienes; el tuyo tomó,
y con él se disfrazó.
BERRIO.
Cuando vine se había ido.
MAURICIO.

 (A voces.) 

¡Hola!, pronto... ¡Hola!, soldados,
que nos venden; pronto aquí.

 (Entra DON LOPE DE AZAGRA, apresurado.) 

DON LOPE.
¡Cielos!... ¿Qué voces oí...?
MAURICIO.
Nos vemos, señor, burlados.
Se ha fugado el prisionero.
Por este traidor la puerta
le ha sido un momento abierta.
Ahora mismo ahorcarlo quiero.
DON LOPE.
Basta ya; volved en vos.
Si tal hizo, lo perdono.
MAURICIO.

 (Indignado.) 

Ved que perdisteis el trono.
DON LOPE.

 (En tono solemne.) 

Son altos juicios de Dios.