Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

«El cristal y el espejo». Azorín visto por Antonio Machado

Miguel Ángel Lozano Marco

El asunto sobre el que vamos a tratar no es nuevo, como sabemos, pero se encuentra tan escasamente desarrollado que toda incursión en él parece una novedad; al mismo tiempo, conviene subrayar que el reducido número de estudios con el que contamos contrasta con su relevancia. El reciente libro de Reyes Vila-Belda, Antonio Machado, poeta de lo nimio1, supone un cambio, al rescatar este asunto de la periferia en los estudios machadianos; y una novedad, al convertir a Azorín casi en coprotagonista del libro. El subtítulo, Alteración de la perspectiva, alude precisamente a un criterio central en el famoso ensayo de José Ortega y Gasset, «Primores de lo vulgar»; aquel en el que el filósofo madrileño apunta que en la obra del prosista levantino «por una genial inversión de la perspectiva, lo minúsculo, lo atómico, ocupa el primer rango en su panorama, y lo grande, lo monumental, queda reducido a un breve ornamento»2.

En el entorno literario y cultural de Antonio Machado, Azorín es una de las figuras relevantes. Por los textos que han llegado hasta nosotros (cartas, artículos, poemas...) sabemos que sentía hacia él admiración y afecto, al tiempo que mantenía una distancia crítica notable. Le llamaba «maestro» y verdaderamente lo consideraba así, a pesar de que el prosista levantino solo era dos años mayor que él. A Ortega y Gasset le confesaba en carta que la palabra «maestro» era, para él, «sagrada», y que nunca la empleaba en forma equívoca: «maestro es el que influye en el alma del prójimo»3. El asunto de las influencias es complejo, y con frecuencia se cae en el terreno de lo indeterminado; pero la confesión de Antonio Machado es más que suficiente, sobre todo cuando conocemos el impacto que le produjo la lectura de Castilla, expresado en términos que hemos de tener presentes: «este libro de Azorín tan intenso, tan cargado de alma ha removido mi espíritu hondamente»4.

Por su parte Azorín, que ejercía como «crítico» en una España en la que tal figura suponía una novedad5, situaba a los hermanos Machado entre los «novísimos», los escritores -principalmente poetas- que han continuado «los esfuerzos de renovación estética de la generación anterior»; entre ellos destacan Juan Ramón Jiménez, Villaespesa, Enrique de Mesa, Díez Canedo, Bugallal, García Morales, Vegue y Goldoni, Pérez de Ayala, y también, por edad, Ortega y Gasset6. En este sentido, escribía el poeta al filósofo madrileño en julio de 1912 (meses antes de que aparecieran los famosos artículos sobre la «generación del 98»): «Ciertamente que no había yo reparado en que soy más de su generación que de la catastrófica que Azorín fustiga [...] Somos de la misma generación, pero de dos promociones distintas»7.

Para centrarnos en el asunto, quiero tomar como punto de partida el artículo que con el título «José Martínez Ruiz, Azorín» publicó en el periódico El Porvenir Castellano el 22 de julio de 19128. Forma parte de una breve serie de artículos con los que pretendía despertar el interés por los principales escritores del momento; con ellos logró unos resultados «modestos, pero no despreciables», ya que consiguió que se vendieran unas cuantas docenas de libros de esos autores en aquella pequeña y dormida ciudad. El artículo es, por tanto, sencillo y directo, y resalta allí aquello que le parece esencial. Lo primero que destaca del escritor levantino es su condición de poeta: «es el poeta de los pueblos castellanos, el nuevo revelador de su belleza»; viene a continuación su labor como crítico que sabe condensar en un artículo de periódico los rasgos esenciales de una obra, de un autor o de una época. En tercer lugar, señala su actividad como periodista político, para terminar con una nota de buen humor: «Maura tuvo la delicada atención de hacerle diputado para que pudiese el periodista tomar sus notas desde los escaños del Parlamento».

Quiere también desterrar ciertos prejuicios: como la acusación de frialdad o de talante reaccionario. En cuanto a lo primero, declara que Azorín es un hombre ferviente y apasionado, pero sabe imponerse la medida porque la fuerza enfrenada «lejos de aminorarse, se duplica». De lo segundo, aporta como descargo su libro más reciente, Lecturas españolas, una suma de apologías de hombres «profundamente innovadores, y casi revolucionarios»; un libro que había recibido los máximos elogios de Ortega y Gasset, donde diagnostica aquello en lo que radica el principal defecto de los españoles: «la falta de curiosidad intelectual»9.

Entre los párrafos de ese artículo destaca una frase concisa y de largo alcance; una de esas definiciones sintéticas en las que Antonio Machado sabe condensar un contenido capaz de suscitar una amplia reflexión: «Azorín es el más sutil de nuestros escritores contemporáneos. Su estilo es invisible, como un cristal de absoluta transparencia cuando no se convierte en un espejo mágico y encantado».

Entendemos así el estilo de Azorín por relación con unas referencias simbólicas habituales en la obra de Antonio Machado; porque la relación entre el cristal y el espejo aparece inmediatamente ante el lector como imágenes de significación relevante, y lo hace desde el mismo momento en que se inicia en la lectura de su obra poética -tal y como ha quedado configurada- al estar presente ya en el poema I, «El viajero»:

   Deshójanse las copas otoñales

del parque mustio y viejo.

La tarde, tras los pálidos cristales,

se pinta, y en el fondo del espejo10.



La escena interior, en penumbra melancólica, amplía los ámbitos de «la sala familiar, sombría» para incorporar el ambiente otoñal del exterior y copiarlo en el interior. En la línea de la mejor lírica simbolista, el parque otoñal, «mustio», y la tarde lluviosa están fuera y dentro, en el espacio abierto y en el fondo del espejo. Se trata de sugerencias amplias, de creaciones de ambientes sugestivos, y no de claves que hayan de ser descifradas en términos explícitos.

La profesora Concha Zardoya trató por extenso sobre estos símbolos, hace ya bastantes años, en un ensayo cuyo título es «El cristal y el espejo en la poesía de Antonio Machado»11, y lo hizo tomando como punto de partida unas ideas de Ramón de Zubiría según las cuales al espejo le correspondía la virtud de reflejar los sueños y al cristal la de aludir al vacío, pues, una vez desaparecido el azogue, «poco o nada refleja». Doña Concha Zardoya observó que el asunto era más complejo; que ambas imágenes «pueden sugerir muchas otras interpretaciones» (182), y desarrolla un texto analítico y clasificatorio en el que agrupa, por apartados, las diferentes modalidades interpretativas que tales imágenes sugieren, en una búsqueda verdaderamente minuciosa. El cristal puede ser «frontera de dos mundos», o la forma exterior del ensueño, o una metáfora del agua..., mientras que en el espejo se representa tanto la conciencia, el alma, la naturaleza o el prójimo, convirtiéndose en «espejo de otredad». Y así, se pregunta, mostrando en su desconcierto lo diverso y variable del símbolo: «¿nos invitaba también a acercarnos o a huir del espejo? ¿Nos instigaba a buscar el espejo que nos ofrecen los otros?»12.

En realidad, no se trata, como digo, de un sistema simbólico cerrado, sino de sugestiones y sugerencias a las que hay que atender en su contexto. No estamos ante un lenguaje cifrado que es preciso desentrañar, sino ante un lenguaje poético que, en el triunfo de la connotación, irradia significados. Pero es de notar que no se trata aquí, en la definición poética que don Antonio ha hecho del estilo de Azorín, de dos objetos, sino de uno que puede sufrir una transformación: el «cristal de absoluta transparencia» a veces se convierte en «espejo mágico y encantado». Con ello apunta, a mi entender, al criterio que fundamenta la estética de Azorín: la observación directa y precisa de la realidad cotidiana y la sensación o intuición del misterio que podemos percibir como componente de esa misma realidad. Para tratar sobre ello, conviene realizar una breve digresión.

Suele predominar una visión incompleta del arte de Azorín al entenderlo como una minuciosa -o «primorosa»- captación de los objetos vulgares que nos acompañan en nuestra vida cotidiana. Para superar esta visión reductora, lo adecuado es acudir a sus textos, porque en ellos el escritor fue muy explícito. De entre todos, destaca un capítulo de Memorias inmemoriales titulado «Su estética». Alude en él a experiencias infantiles en el colegio de los Escolapios: su interés por la entomología y la atracción hacia las dependencias prohibidas del antiguo edificio, por donde a veces se aventuraba pues «allí estaba el misterio». Y concluye el ya anciano escritor: «A la paciente observación que requiere la entomología, asociaba X el misterio inescrutable. Toda su estética se halla compuesta de esos dos factores. Y como uno y otro han entrado en su ser cuando era niño, necesariamente [...] el misterio y la observación [...] son la base de su sentir»13.

En otros capítulos del mismo libro reitera la idea con palabras que debemos tener en cuenta: «El secreto del arte [...] consiste en hacer valer un mínimum de realidad, creando en su torno un ambiente especial»14. «El arte no vale si no lleva ínsito un átomo de misterio». «Si la literatura ha de tener un valor, lo tendrá gracias a la preocupación que el artista sienta por el eterno misterio»15... Estas frases no pudieron ser leídas por Antonio Machado, pues pertenecen a un libro aparecido en 1943; pero con ellas el anciano escritor no hace sino resumir una estética literaria, desarrollada a lo largo de toda su vida, que tuvo su origen en los últimos años del siglo XIX.

Como en otros lugares he apuntado16, el artículo «Un poeta», publicado en el diario El Progreso el cinco de marzo de 1898, puede ser entendido como la primera manifestación sólida de unos criterios que han de tener dilatadas consecuencias. En él, a propósito de Vicente Medina, realiza una digresión en la que cita a los que llama «los grandes artistas»: Verlaine, Maeterlinck, Rodenbach. Martínez Ruiz había traducido, dos años antes, La intrusa, movido y conmovido por la fascinación que esta obra simbolista le causaba. Habla en el artículo de la emoción «vibrante» y «extraordinaria» que la obra le produce; del ambiente de tristeza en el que los personajes hablan «de cosas insignificantes en vulgar, en machacón diálogo», mientras se adivina el paso de la muerte por la escena y «hablan las cosas». A partir de aquí, Martínez Ruiz hace una profesión de fe en «el alma de las cosas»: la tienen el campo solitario, la casa abandonada, el mueble antiguo, el sillón, el lienzo, el velón...; todo cuanto nos rodea, «cuanto vive a nuestro lado». El influjo de Maeterlinck estará presente en buena parte de su obra: en Diario de un enfermo, en La voluntad (en cuyo capítulo XIV aparece citado a continuación de los Goncourt), en la trilogía de Lo invisible, y hasta en su última novela, Salvadora de Olbena (1944), podemos encontrar su huella. El nombre y los versos de Verlaine aparecen ya en Bohemia (1897) y en Diario de un enfermo; y el aliento de Rodenbach se nota con claridad en los espacios urbanos de las dormidas ciudades castellanas, en los ambientes melancólicos crepusculares, y en el cultivo del matiz.

El resultado de todo esto lo encontramos consolidado en el texto escrito a propósito de Los pueblos, «Confesión de un autor»17. Viene a ser una especie de manifiesto para proclamar un «nuevo arte», una «nueva belleza» que se encuentra en lo ordinario, en lo prosaico, en los detalles insignificantes «reveladores de la vida, y que, ensamblados armónicamente, con simplicidad, con claridad, nos muestran la fuerza misteriosa del Universo»18. Estimo que sin tener presente lo expuesto en este artículo de 1905 no se entiende el arte de Azorín: los objetos vulgares, las cosas insignificantes, en sus relaciones, nos hacen percibir algo que está en ellas y que va más allá de ellas. La atención a los objetos es indesligable de la intuición del misterio, en cuyo seno vivimos nuestra existencia cotidiana.

Es fundamental, según Azorín, partir de la observación. En el artículo «La nueva crítica»19, aparecido meses antes que el que acabamos de comentar, el escritor se sitúa a media tarde ante un paraje y observa cómo los matices y los ruidos se conciertan y funden en un todo misterioso; entonces «la Naturaleza muestra su alma profunda». Hay una relación entre el espejeo de un azarbe con el son de una esquila, el zumbido de una abeja, la luz en las laderas..., y destaca un detalle: un almendro eleva su follaje verde junto a un muro viejo y rojizo; la naturaleza y la obra del hombre han llegado a «una síntesis suprema y no comprendida». De esa experiencia extrae «la necesidad inevitable de una metafísica que sirva de base a una estética». Esa metafísica -dice- es la de Schopenhauer, porque solo en la observación minuciosa de la naturaleza podemos entender la fuerza de la Voluntad, la «sustancia única y eterna», que allí se manifiesta. La observación es imprescindible para algo que va más allá de una simple anotación de pormenores: para el conocimiento de una verdad trascendente.

Si en un contexto estético hay que situar el arte de Azorín, este es el del Simbolismo. Un Simbolismo que no habría que entender como escuela, ni como movimiento, sino como un amplio «espíritu de época» común a la Europa finisecular. El nombre se debe, como bien sabemos, a Jean Moréas, quien lanza el conocido manifiesto en Le Figaro Littéraire el 18 de septiembre de 1886. Habla allí de la vitalidad de la evolución actual en las letras francesas, a la que, por una inexplicable antinomia, califican de decadente; cita como precursor a Baudelaire y menciona los nombres de Verlaine, Mallarmé y Banville. Cuando define el procedimiento, lo hace con los siguientes términos, centrales en su concepción: «la poesía Symbolique cherche à vêtir l'Idée d'une forme sensible».

Unos meses después, el 24 de abril de 1887, el poeta belga Émile Verhaeren se aventura a definir el Simbolismo, en un artículo así titulado20. Delata la confusión entre símbolo y alegoría (en la que ha caído Moréas), para afirmar que en el Simbolismo actual «se parte de la cosa vista, oída, sentida, tocada, gustada, para hacer nacer la evocación»; «es un sublimado de percepciones y sensaciones»; «no es demostrativo, sino sugestivo», y termina relacionándolo con la filosofía germánica (Verlaine tenía razón en sus reticencias ante el nombre).

Émile Verhaeren, en su caracterización del simbolismo, deja muy claras sus diferencias con la práctica de los autores franceses para dar cuenta del arte de sus paisanos. Ellos parten de las imágenes del mundo para encontrar su trasfondo espiritual, su trascendencia. Frente a un criterio como el de Mallarmé, según el cual «nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema», los simbolistas belgas nombran el objeto para, desde lo concreto, ir a lo universal. Todo tiene aquí una base más «real», más afincada en la experiencia. En sus obras están sus ciudades melancólicas, sus paisajes brumosos, sus interiores: las habitaciones (donde puede haber una hermanita enferma), y también sus muebles, y las ventanas, desde donde se asoman a la desolación de la calle, por donde suele caminar alguna anciana de negro, alguna beguina ensimismada... Todo referido a lo real y conducido hacia el ensueño. Brujas, la muerta servirá de modelo para una nueva manera de entender el espacio urbano: «toda ciudad es un estado del alma», escribe Rodenbach, modificando la conocida frase de Amiel, para suscitar una dilatada reflexión poética sobre el «alma de las ciudades», sobre todo las mortecinas y las decrépitas.

Como acertadamente expresa Michel Otten21, mientras que el simbolismo francés, nacido en París, no refleja la realidad urbana de la ciudad, sino que alude a lejanías míticas, el simbolismo belga surge en las ciudades provincianas y de allí toma su inspiración. El simbolismo belga contribuye al descubrimiento de las viejas ciudades de Flandes, y sus escritores son sensibles a la realidad social de su tiempo. El contacto con la cultura germánica les permite comprender que el Simbolismo no es sino una prolongación del Romanticismo alemán.

Recordemos que en los «grandes artistas» citados por Martínez Ruiz en 1898 predominan los belgas: Rodenbach y Maeterlinck. En otros textos cercanos cita a Verhaeren, el inventor de la «España negra» en su viaje con Regoyos. Pero también Unamuno se decanta en este sentido: «yo, personalmente, gusto poco de la literatura francesa. Me gustan los suizos y los belgas que escriben en francés»22, idea que repite en varios lugares.

Sería, pues, conveniente, atender a la existencia de un Simbolismo en España que habría de ser caracterizado, no solo por referencia a un paradigma francés, sino también por criterios cercanos a los que fundamentan el modelo belga, con el que hay grandes semejanzas. La «moda nórdica», que desbanca a la francesa, apunta en este sentido23. Ya en 1902 Eduardo L. Chavarri advertía «dos grandes formas»en el Modernismo: «una que proviene de su origen y desenvolvimiento en los países del Norte de Europa, y otra que nace principalmente en París [...] Una dirección hacia el "espíritu" y otra hacia la forma exterior»24. Es necesario, ante todo, no perder de vista el carácter sincrético y acumulativo del modernismo español, que tan bien supo expresar Miquel dels Sants Oliver en un sagaz artículo:

Todo ha entrado ahora de una vez y en tumulto. Las estéticas, los programas, las preceptivas, los nuevos ciclos de asuntos producidos durante cincuenta años nos han invadido de repente. Baudelaire ha penetrado junto con Mallarmé, junto con Maeterlinck; Leconte de Lisle con Verhaeren; Barbey d'Aurevilly y Carducci al mismo tiempo que Verlaine y Heredia... De todos ellos y de muchos más se ha nutrido y formado el modernismo castellano que viene a constituir como una sedimentación universal de todos los gustos, refinamientos, modas, extravíos, perfecciones y sutilezas de media centuria25.


Las ideas resumidas en esta necesaria digresión están en consonancia con los criterios que hace pocos años expuso el profesor Ribbans en una memorable conferencia26 al interpretar el párrafo nuclear de la Poética que escribe Antonio Machado en 1931, donde señala el gran problema que plantean al poeta los imperativos «en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad». «Es decir -escribe el profesor Ribbans-: un simbolismo, o sea, esencialidad, que va hacia lo universal, y el curso de la vida, que implica lo individual»27. De este modo, Machado «parte de lo particular para llegar a lo universal»; es, en definitiva, «un poeta que aspira a valores universales compatibles con el simbolismo, pero [...] que se da cuenta de lo imprescindible que es la aportación individual que destaca lo particular»28.

Azorín y Machado respiran un mismo clima estético, participan de un mismo espíritu de época; y ambos rechazan las modalidades extremas y más intransigentes -el hermetismo, la extravagancia, que pueden representarse en la alegórica «torre de marfil»- para encontrar la belleza en lo que les rodea. En todo lo anteriormente expuesto encuentran sentido las ideas que apunta Azorín en su conocido artículo sobre Campos de Castilla: «el poeta se traslada al objeto descrito, y en la manera de describirlo nos da su propio espíritu»29. Se produce una correspondencia, una analogía, entre el alma del poeta y el paisaje que describe, de igual modo que existía correspondencia entre la ciudad de Brujas -realidad geográfica- y el estado del alma de Rodenbach en libros como El reino del silencio. Lo mismo sucede en la obra de Azorín y en la de otros coetáneos; recordemos su afirmación: «el paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos, sus tártagos»30. Y no está de más recordar la afirmación del otro «maestro» de Antonio Machado, Unamuno: «El universo visible es una metáfora del invisible, del alma, aunque nos parezca al revés»31.

Si, una vez instalados en su contexto e indagado en su sentido, volvemos a los símbolos del cristal y del espejo, podemos convenir en que, si hay un libro de Azorín en el que predomina la primera modalidad, ese estilo que es «un cristal de absoluta transparencia», este es Lecturas españolas, que se había publicado pocos meses antes y que había recibido una muy elogiosa reseña crítica de Ortega32 -más que de una reseña, se trata de un verdadero ensayo de interpretación- cuyo aliento se nota en el artículo de Machado. Es el libro que recomienda en El Porvenir Castellano para iniciarse en la obra de Azorín, y reproduce uno de sus capítulos: «Jardines de Castilla».

Lo que reproduce no es lo peculiar del libro; lo peculiar, como sabemos, son breves ensayos sobre un escritor o una obra. Lo que el poeta ha escogido es una pieza de creación literaria que ha de ser considerada, justamente, un poema en prosa. El mismo Ortega, que suele atender más a las ideas, había exclamado por escrito un mes antes: «¡Qué páginas tan bellas y transparentes! Jardines de Castilla [...]»33. Transparentes es como las considera Machado. Pero ¿qué encontramos en este poema en prosa? Pues ya, desde el título, una alusión a los jardines del modernismo y una rectificación al reconducir el tema al ámbito castellano coetáneo. Son los jardines que podríamos encontrar en cualquier vieja ciudad: un jardín municipal, con viejos olmos y evónimos polvorientos, descuidado y solitario, donde se respira «un profundo abandono, una profunda tristeza»; el jardín de un antiguo y bello palacio abandonado, con cristales rotos en sus ventanas cerradas, donde la vegetación ha invadido los viales, el reducido estanque tiene sus aguas verdosas llenas de hojas, y donde los gorriones, los lagartos y las lagartijas se pasean sosegadamente. El tercer y último jardín es el claustro «de una colegiata o de una catedral», donde la maleza crece libremente, encerrada entre muros que cobijan tumbas de «guerreros, obispos, teólogos de hace cuatro o seis siglos». En el final del poema, al atardecer, «estos jardines entran en armonía y comunión íntima y secreta con el ambiente y las cosas que les rodean», con el cielo sereno, con el parpadear de las primeras estrellas, y con «las campanadas del Ángelus, que caen lentas, sonoras, pausadas, sobre la ciudad...»34. De nuevo se ha formado esa síntesis armónica reveladora de la «fuerza misteriosa del universo».

Es evidente que, frente a los jardines soñados e ideales, Azorín tiende a recrear otros más cercanos, reconocibles por la experiencia. Pero siguen siendo soñados. Aun pareciendo reales, o cercanos a la realidad, se trata de una evocación lírica: un texto construido con elementos comunes a las ciudades castellanas que evoca; pero no son sino elementos dispuestos para suscitar sentimientos de melancolía, para provocar -o expresar- un estado de ánimo, y atender al final a esa armónica ensambladura. Puede entenderse también este poema como un resultado de la actitud crítica ante la postración y el abandono en que yace Castilla -o España-; pero en un texto cercano leemos otra cosa: una imagen de la vida que, desde una lejana emblemática barroca, nos conduce a una sugestión simbolista: la presencia de la muerte en las imágenes del mundo, que es uno de sus temas mayores. Ante un viejo palacio, como el que aparece en el texto aludido, el escritor pregunta pare responderse: «¿Estaban mejor antiguamente los palacios de nuestra España o están mejor ahora? Ahora tienen la dulce pátina del tiempo; tienen el encanto melancólico de lo viejo. Ahora sus piedras nos dicen lo que antes no podían decir: la tragedia del tiempo que se desvanece»35.

El cristal transparente casi se ha convertido en espejo mágico y encantado. Pero donde ello se produce con plenitud es en Castilla, libro que aparece meses después de Lecturas españolas, en el otoño de 1912, cuando el poeta ha abandonado Soria para trasladarse a Baeza, tras la muerte de Leonor. Sabemos que el libro de Azorín le impresiona vivamente, lo que es importante para conocer al lector por afinidad con el texto. De pocos libros se puede decir lo que Antonio Machado dice de Castilla; recordemos: «este libro tan intenso, tan cargado de alma ha removido mi espíritu hondamente». Sabemos que el resultado poético cercano son dos poemas, ya bien comentados en notables estudios: uno primero, «Al maestro Azorín por su libro Castilla», en el que la circunstancia del poeta se funde con la sugestión del texto de Azorín: un hombre enlutado, con la mano en la mejilla (puede ser él mismo; o Azorín; o el personaje que se repite en esa actitud...) espera la llegada del correo en una venta como las descritas en el tercer capítulo de Castilla36; el segundo, enviado a Juan Ramón Jiménez en abril de 1913, fue leído por el poeta de Moguer en el Homenaje que se tributó a Azorín en Aranjuez el día 23 de noviembre de ese año, y queda recogido en Poesías completas con el título «Desde mi rincón. Elogios. Al libro Castilla del maestro Azorín con motivos del mismo». En este segundo (analizado y estudiado en su contexto, de manera admirable, por don Alonso Zamora Vicente37), el poeta acusa la belleza sugestiva del libro, recrea en versos el sentido de sus capítulos centrales, pero al mismo tiempo se instala en una postura crítica e introduce lo que llama «alguna crudeza», que luego eliminará, aunque permanezca su huella. En buena medida, esas crudezas son consecuencia de su irritación por el ambiente en el que vive, notablemente en Baeza, a la que viene a caracterizar como una ciudad levítica e inculta. Por entonces, Antonio Machado se encontraba muy sensibilizado ante lo que llama «la cuestión religiosa»38. A Juan Ramón le escribe diciendo: «Cuando se toca la cuestión religiosa, especialmente, el alma española suena a cartón piedra»39. En junio escribe a Unamuno una extensa e intensa carta colmada de indignación. Baeza tiene «una población rural encanallada por la Iglesia y completamente huera [...] Cuando se vive en estos páramos espirituales, no se puede escribir nada suave, porque necesita uno la indignación para no helarse también». Y más adelante escribe: «Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a V. y a los pocos que sentimos con V. [...] ¿Cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso [...] Es evidente que el Evangelio no vive hoy en el alma española»40.

Cito fragmentos de esta carta porque precisamente las llamadas «crudezas» -algunas de ellas eliminadas en la versión definitiva- no son sino desahogos contra ese catolicismo sórdido, esterilizador, agresivo y falto de espiritualidad, que impregna el ambiente en que vive. Pero lo sorprendente es que todo esto, presente en el poema, no se corresponde con un libro en el que no aparece nada de religión, si se exceptúan las inevitables alusiones al ambiente: la campanita del convento, el ciego rezador...; sobresale el relato de la vida de una catedral a través de los siglos: una catedral «fina, frágil y sensitiva», sometida al poder del tiempo, pues sus «piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco». Pero en todo ello nada hay que tenga que ver con la «cuestión religiosa». Machado ha sobrepuesto sus preocupaciones del momento a la sugestión de esa Castilla, cuyo espíritu se intenta aprisionar en el libro. En el poema se clama a un Dios ausente en el libro, y se introducen unas preocupaciones religiosas que no pueden relacionarse con Azorín.

Pero hay un momento en el que la postura crítica está en consonancia con el sentido del libro, y se encuentra expresada con el tratamiento simbolista que seguimos. Se trata de los versos 49-5241:

¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana

que nacerá tan viejo!

¡Y esta esperanza vana

de romper el encanto del espejo!



¡El encanto del espejo! No puede estar mejor expresado el sentimiento y la idea: el encanto se relaciona con la fascinación, pero también con la maldición, el «encantamiento» según el cual el mundo detenido que allí se recoge está condenado a perpetuarse. Es necesario romper el encanto en el que, como en un espejo mágico, el mundo allí aprisionado inmoviliza su gesto.

Machado define, en el primer verso, Castilla como «libro de melancolía»; es la definición más certera: abarca toda la obra, descubre su núcleo y su horizonte, y da cuenta del efecto que produce en el lector. Pero sus ideas y su actitud se muestran de nuevo en consonancia con las que Ortega y Gasset había expresado en febrero de 1913 en el artículo titulado «Meditaciones del Escorial. Azorín: Primores de lo vulgar», primera versión del texto que desarrollará tres años después, para ver la luz en el tomo II de El espectador (1917). Ortega se sitúa ante el libro, acusa el impacto de su belleza y lo define en términos netamente simbolistas, tanto por el efecto sugestivo que recibe como por el lenguaje que utiliza para hablar de él: «Castilla: ¡Un libro triste! ¡Un libro bellísimo! ¡Qué rumor de melancolía se levanta de sus páginas y nos llega tamizado, trémulo como una música que suena tras de las frondas de un soto! La España de Azorín está compuesta de cosas rendidas que se inclinan hacia la muerte». Finalmente, señala el hecho radical que allí encuentra: la perduración del pasado, junto con la poetización de lo vulgar: «España no cambia, no varía; nada nuevo comienza, nada viejo caduca por completo. España no se transforma, España se repite»42.

Ortega sitúa su meditación en un escenario: frente al Escorial, símbolo berroqueño que «parece recoger restos de la energía peninsular». Junto al símbolo de la energía, que un día habría de congregar a los españoles jóvenes, reflexiona sobre el «libro de melancolía». En aquel lugar, manifiesta su esperanza en gentes «poseedoras de la voluntad de vivir y dispuestas a ligarse en un haz para dar la postrera embestida a un punto del porvenir». Un párrafo breve y rotundo encierra los sentimientos encontrados que en él suscita el libro:

Quería sólo hacer constar la vacilación en que me ponen, de un lado, este lindo librito que me convida a irme muriendo; de otro lado, este edificio, que enseña la única receta para vivir: el combate43.


Si el poema de Machado se inicia aludiendo a la melancolía, se cierra, bien lo sabemos, alentando al combate:

Para salvar la nueva epifanía

hay que acudir, ya es hora,

con el hacha y el fuego al nuevo día.

Oye cantar los gallos de la aurora44.



De esta manera podrá romperse «el encanto del espejo»: el «encantamiento» fatal; porque el «encanto» (poesía) permanece en el libro, salvado para siempre de los estragos del tiempo por el vigor de su belleza.

La visión que Antonio Machado nos transmite de Azorín es reveladora de su temperamento. Hay en él una proclividad a la melancolía (manifiesta en sus dos primeros libros y latente en el tercero) contra la que lucha para construir y afirmar una nueva objetividad. La melancolía tiene un efecto paralizador y letal. En carta a Ortega (el interlocutor adecuado para estas cuestiones), le confiesa todo esto con términos que definen claramente su visión de Azorín y su propia postura. Un fragmento de esa carta es muy elocuente:

Siempre he sido muy entusiasta de Azorín, aunque me defiendo de su influjo, algo morboso. Su obra tiene un encanto indefinible. Este Azorín es un místico, alma ferviente, con luz de fondo que adopta como disciplina -ignoro por qué extraña penitencia- un determinismo cerrado. Surge de aquí una inefable melancolía, tan sutil que se apodera del lector por toda suerte de caminos. Es una España encantada y encantadora esta de Azorín. Mi simpatía por el pequeño filósofo y gran poeta de la tierra manchega es profunda; pero prefiero -por instinto de conservación- lecturas más sanas, como las cosas de V. y de Unamuno. Azorín nos eleva al éxtasis. Yo preferiría para nuestra patria un ideal dinámico, un misticismo guerrero como el de Teresa de Jesús45.


Este fragmento epistolar sirve como corolario para «Desde mi rincón», pero también de umbral para un poema que ha permanecido inédito hasta 1989. Se encuentra en los llamados «Cuadernos de Burgos» y lleva un elocuente título: «A otro Azorín todavía mejor». Ese Azorín es al que ha calificado de «místico, alma ferviente con luz de fondo que [...] nos eleva al éxtasis». Así, con esa imagen luminosa es como se inicia un poema que debemos considerar en su integridad:

A otro Azorín todavía mejor

   En su alma hay luz de fondo

la claridad que viene

de la hoguera central; es Dios que alumbra,

es Dios por quien el mundo es transparente.

Fuera del tiempo mira

que el tiempo pasa y muerde

violas y jazmines

y mirtos y laureles,

la carne sonrosada

el chopo de la orilla, el campo verde,

y sabe que la roca y las montañas

y las dulces estrellas se disuelven

en el inmenso mar y el alma sufre

que no puede morir con lo que muere.

Y este sufrir del alma

dice la eterna fuente

de amor, el Dios que llora

porque su propia eternidad padece.



Esta composición aparece en dos estadios: uno primitivo, el del cuaderno cinco (hoja 40 vuelto), pues así lo muestran las correcciones sobre el texto a lo largo de él, de manera señalada en los primeros versos, y un segundo estadio, en el inicio del cuaderno tres (hoja 1), copiado limpiamente hasta el verso trece, con correcciones al final, sobre términos que figuraban en la versión anterior. Quiero destacar que el texto publicado en ABC (26 de agosto de 1989) y reproducido en varios lugares46 -el que conocemos- es el del estadio que considero primitivo; el que figura aquí es el que aparece más corregido. He de advertir también que los cuatro últimos versos aparecen en el manuscrito, en esta que estimo como segunda redacción, rodeados por una línea a modo de recuadro y tachados, aunque al pie el autor ha escrito: «Sí». Hay modificaciones con respecto al estadio anterior: «violas» sustituye a «violetas», «mirtos» a «hiedras» y «sufrir» a «llorar». En el primer caso parece aludir al famoso soneto de Góngora en el que trata sobre un asunto semejante: la caducidad de todas las cosas y nuestra desaparición en la nada:

no sólo en plata o vïola troncada

se vuelva, mas tu y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.



En los otros casos, «mirtos» es preferible a «hiedras» para formar pareja con «laureles»: el mirto es el arbusto del eterno amor, como el laurel lo es del triunfo; «sufrir» es más íntimo, profundo e intenso que «llorar», más sujeto a lo aparente.

Se alude aquí a la «transparencia» del mundo, al «alma» con «luz de fondo», y a un profundo sentimiento de tristeza al contemplar un universo que ha de desaparecer: la belleza, el amor, la juventud, la naturaleza, lo más delicado y lo más fuerte, lo más pequeño y lo más inmenso..., todo camina hacia su disolución. El sentimiento de congoja por no poder «morir con lo que muere» es el resultado de un amor, una absoluta piedad por todo lo que vive con nosotros; algo que Machado identifica, con los mismos términos, en carta a Unamuno (junio de 1913): «Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo»47.

Machado resume su visión esencial de un Azorín elegíaco conmovido ante el destino de lo que le rodea. Un sentimiento manifiesto desde su crisis nihilista finisecular, y reformulado en diversos momentos a lo largo de los años. El último párrafo de La sociología criminal (1899) es un ejemplo claro:

Apagarase el sol; cesará la tierra de ser morada propia del hombre, y perecerá lentamente la raza entera [...] Y entonces, desierta la tierra, rodando desolada y estéril, entre profundas tinieblas, por el espacio inmenso, ¿para qué habrán servido nuestros afanes, nuestras luchas, nuestros entusiasmos, nuestros odios?48


Tal vez seamos -sugiere Azorín- imágenes que nos desvanecemos; imágenes en un mundo al que, con nuestra creación (literaria, artística) damos sentido, y hacia el que debemos proyectarnos en efusión cordial.

En la última composición dedicada al prosista levantino -el soneto incluido en Nuevas canciones- elabora una visión más cercana al mundo, al momento presente y a lo concreto. Se inicia con una referencia a su amor por lo español y por lo francés, que alude también a la compatibilidad entre lo vulgar y cotidiano con lo refinado y exquisito; trata de nuevo sobre su apariencia de hombre frío que cubre un interior febril (a lo que había hecho referencia en el artículo de 1912), pera terminar situándolo como centro de un ambiente luminoso y diáfano. Los dos últimos tercetos señalan el triunfo del «cristal de absoluta transparencia»:

    No le pongáis, al fondo, la espesura

de aborrascado monte o selva huraña,

sino, en la luz de una mañana pura,

    lueñe espuma de piedra, la montaña,

y el diminuto pueblo en la llanura,

¡la aguda torre en el azul de España!49



Antonio Machado ha sugerido un cuadro en estos versos; un cuadro que habrá de pintar Zuloaga años después: la figura de Azorín junto a la mesa de su gabinete de trabajo, abarrotada de libros; el escritor tiene uno en su mano derecha, que al parecer acaba de estar leyendo, y que ahora ha cerrado, aunque mantiene un dedo entre sus hojas, señalando el lugar de su lectura. Tiene los ojos entornados, como sumido en meditación ensoñadora. El fondo no es la pared, sino un amplio y luminoso paisaje castellano en una mañana pura. El pintor ha sustituido el «diminuto pueblo» (alusión al libro Un pueblecito. Riofrío de Ávila, que Azorín había dedicado a Machado) por un castillo. El título del libro, Pensando en España, remite al espíritu del escritor, que se materializa en el paisaje que constituye el fondo. Vemos fuera lo que lleva dentro: es un paisaje del alma de Azorín (¿o no será Azorín el alma de ese paisaje?)50. En realidad, se han creado mutuamente, y ambos, hombre y paisaje, aparecen bañados por la misma luz «de una mañana pura», en el espacio amplio, dilatado, elemental, diáfano, de absoluta transparencia.