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El criterio


Jaime Balmes






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Capítulo I

Consideraciones preliminares



§ I

En qué consiste el pensar bien. -Qué es la verdad


El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.

Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.




§ II

Diferentes modos de conocer la verdad


A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente.

Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.




§ III

Variedad de ingenios


El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.

Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no hay más mundo.

Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón». Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.




§ IV

La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas


El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste, mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se ocupa.




§ V

A todos interesa el pensar bien


Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.




§ VI

Cómo se debe enseñar a pensar bien


El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos. A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y hacen que en seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla1






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Capítulo II

La atención


Hay medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos que nos impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los segundos es el objeto del arte de pensar bien.


§ I

Definición de la atención. -Su necesidad


La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos, nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.

Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.




§ II

Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta


Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada.

Los que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.




§ III

Cómo debe ser la atención. -Atolondrados y ensimismados


Creerán algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan. Cuando hablo de atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que éste se clava, por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y reposada que permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con la agilidad necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta atención no es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro que el esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse de cosas trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la amenidad de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los arroyos o al canto de las aves.

Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de que se trata.

El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención.




§ IV

Las interrupciones


Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje. En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole lo deja todo remediado2






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Capítulo III

Elección de carrera



§ I

Vago significado de la palabra «talento»


Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más las ciencias y las artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad absoluta, creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices disposiciones para una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso; un hombre puede ser sobresaliente, extraordinario, de una capacidad monstruosa para un ramo, y ser muy mediano, y hasta negado, con respecto a otros. Napoleón y Descartes son dos genios y, sin embargo, en nada se parecen. El genio de la guerra no hubiese comprendido el genio de la filosofía, y si hubiesen conversado un rato es probable que ambos habrían quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría exceptuado entre los que con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.

Podría escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las profundas diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la experiencia de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable. Hombres oímos que discurren y obran sobre una materia con acierto admirable, al paso que en otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y desatentados. Pocos serán los que alcancen una capacidad igual para todo, y tal vez pudiérase afirmar que nadie, pues la observación enseña que hay disposiciones que se embarazan y se dañan recíprocamente. Quien tiene el talento generalizador no es fácil que posea el de la exactitud minuciosa; el poeta, que vive de inspiraciones bellas y sublimes, no se avendrá sin trabajo con la acompasada regularidad de los estudios geométricos.




§ II

Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta


El Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes grados, les comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la inclinación muy duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante seguro de que nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y repugnancia, que no puede superarse con facilidad, es señal de que el Autor de la Naturaleza no nos ha dotado de felices disposiciones para aquello que nos desagrada. Los alimentos que nos convienen se adaptan bien a un paladar y olfato, no viciados por malos hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor y olor ingratos nos advierten cuáles son los manjares y bebidas que, por su corrupción u otras calidades, podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos cuidado del alma que del cuerpo.

Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha nacido.

El mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de doce años tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente inclinado, qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en que adelanta con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más ingenio y destreza.




§ III

Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño


Sería muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos muy variados, conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición particular de cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor se le adapta. Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador inteligente formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la máquina de un reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y es bien seguro que si entre ellos hay alguno de genio, mecánico muy aventajado se dará a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.

Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las aves.

El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de escoger una profesión cualquiera3






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Capítulo IV

Cuestiones de posibilidad



§ I

Una clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones que se le pueden ofrecer


Para mayor claridad dividiré los actos de nuestro entendimiento en dos clases: especulativos y prácticos. Llamo especulativos los que se limitan a conocer, y prácticos, los que nos dirigen para obrar.

Cuando tratamos simplemente de conocer alguna cosa se nos pueden ofrecer las cuestiones siguientes: primera, si es posible o no; segunda, si existe o no; tercera, cuál es su naturaleza, cuáles sus propiedades y relaciones. Las reglas que se den para resolver con acierto dichas tres soluciones comprenden todo lo tocante a la especulativa.

Si nos proponemos obrar, es claro que intentamos siempre conseguir algún fin, de lo cual nacen las cuestiones siguientes: primera, cuál es el fin; segunda, cuál es el mejor medio para alcanzarle.

Ruego encarecidamente al lector que fije la atención sobre las divisiones que preceden y procure retenerlas en la memoria, pues además de facilitarte la inteligencia de lo que voy a decir le servirán muchísimo para proceder con método en todos sus pensamientos.




§ II

Ideas de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones


Posibilidad. La idea expresada por esta palabra es correlativa de la imposibilidad, pues que la una envuelve necesariamente la negación de la otra.

Las palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes, según se refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda producir. Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como veremos luego. Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con respecto a un ser, prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y cuando se atiende a una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la aparente sencillez y claridad de esta división, observaré que no es dable formar concepto cabal de lo que significa hasta haber descendido a las diferentes clasificaciones, que expondré en los párrafos siguientes.

A primera vista se podrá extrañar que se explique primero la imposibilidad que la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este método es muy lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como negativa, expresa, no obstante, muchas veces una idea que a nuestro entendimiento se le presenta como positiva; esto es, la repugnancia entre dos objetos, una especie de exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por manera que, en desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la posibilidad. De aquí nacen las expresiones de «esto es muy posible, pues nada se opone a ello»; «es posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como quiera, en sabiendo lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y viceversa.

Algunos distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y moral. Yo adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la imposibilidad de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me fundo. También advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad absoluta a la metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.




§ III

En qué consiste la imposibilidad metafísica o absoluta


La imposibilidad metafísica o absoluta es la que se funda en la misma esencia de las cosas, o, en otros términos, es absolutamente imposible aquello que, si existiese, traería el absurdo de que una cosa sería y no sería a un mismo tiempo. Un círculo triangular es un imposible absoluto, porque fuera círculo y no círculo, triángulo y no triángulo. Cinco igual a siete es imposible absoluto, porque el cinco sería cinco y no cinco y el siete sería siete y no siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no fuera vicio a un mismo tiempo.




§ IV

La imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina


Lo que es absolutamente imposible no puede existir en ninguna suposición imaginable, pues ni aun cuando decimos que Dios es todopoderoso entendemos que pueda hacer absurdos. Que el mundo exista y no exista a un mismo tiempo, que Dios sea y no sea, que la blasfemia sea un acto laudable, y otros delirios por este tenor, es claro que no caen bajo la acción de la omnipotencia, y, como observa muy sabiamente Santo Tomás, más bien debiera decirse que estas cosas no pueden ser hechas que no que Dios no puede hacerlas. De esto se sigue que la imposibilidad intrínseca absoluta trae consigo la imposibilidad extrínseca, también absoluta; esto es, que ninguna causa puede producir lo que de suyo es imposible absolutamente.




§ V

La imposibilidad absoluta y los dogmas


Para afirmar que una cosa es absolutamente imposible es preciso que tengamos ideas muy claras de los extremos que se repugnan; de otra manera hay riesgo de apellidar absurdo, lo que en realidad no lo es. Hago esta advertencia para hacer notar la sinrazón de los que condenan algunos misterios de nuestra fe, declarándolos absolutamente imposibles. El dogma de la Trinidad y el de la Encarnación son, ciertamente, incomprensibles al débil hombre, pero no son absurdos. ¿Cómo es posible un Dios trino, una naturaleza y tres personas distintas entre sí, idénticas con la naturaleza? Yo no lo sé, pero no tengo, derecho a inferir que esto sea contradictorio. ¿Comprendo, por ventura, lo que es esta naturaleza, lo que son esas personas de que se me habla? No; luego cuando quiero juzgar si lo que de ellas se dice es imposible o no, fallo sobre arcanos desconocidos. ¿Qué sabemos nosotros de los arcanos de la divinidad? El Eterno ha pronunciado algunas palabras misteriosas para ejercitar nuestra obediencia y humillar nuestro orgullo, pero no ha querido levantar el denso velo que separa esta vida mortal del océano de verdad y de luz.




§ VI

Idea de la imposibilidad física o natural


La imposibilidad física o natural consiste en que un hecho esté fuera de las leyes de la Naturaleza. Es naturalmente imposible que una piedra soltada en el aire no caiga al suelo, que el agua abandonada a sí misma no se ponga al nivel, que un cuerpo sumergido en un fluido de menor gravedad no se hunda, que los astros se paren en su carrera, porque las leyes de la Naturaleza prescriben lo contrario. Dios que ha establecido estas leyes, puede suspenderlas; el hombre, no. Lo que es naturalmente imposible lo es para la criatura, no para Dios.




§ VII

Modo de juzgar de la imposibilidad natural


¿Cuándo podremos afirmar que un hecho es imposible naturalmente? En estando seguros de que existe una ley que se opone a la realización de este hecho y que dicha oposición no está destruida o neutralizada por otra ley natural. Es ley de la Naturaleza que el cuerpo del hombre, como más pesado que el aire, caiga al suelo en faltándole el apoyo; pero hay otra ley por la cual un conjunto de cuerpos unidos entre sí, que sea específicamente menos grave que aquel en que se sumerge, se sostenga y hasta se levante aun cuando alguno de ellos sea más grave que el fluido; luego unido el cuerpo humano a un globo aerostático dispuesto con el arte conveniente, podrá remontar por los aires, y este fenómeno estará muy arreglado a las leyes de la Naturaleza. La pequeñez de ciertos insectos no permite que su imagen se pinte en nuestra retina de una manera sensible; pero las leyes a que está sometida la luz hacen que por medio de un vidrio se pueda modificar la dirección de sus rayos de la manera conveniente para que, salidos de un objeto muy pequeño, se hallen desparramados al llegar a la retina y formen allí una imagen de gran tamaño, y así no será naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo imperceptible a la simple vista se nos presente con dimensiones grandes.

Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que la Naturaleza es muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin ayuda de caballos ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho como naturalmente imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los caminos de hierro saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por medio de agentes puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en los tiempos futuros y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez siglos? Seamos enhorabuena cautos en creer la existencia de fenómenos extraños y no nos abandonemos con demasiada ligereza a sueños de oro; pero guardémonos de calificar de naturalmente imposible lo que un descubrimiento pudiera mostrar muy realizable; no demos livianamente fe a exageradas esperanzas de cambios inconcebibles, pero no las tachemos de delirios y absurdos.




§ VIII

Se deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo


De estas observaciones surge al parecer una dificultad que no han olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que, por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención divina, y, por tanto, de nada sirven para apoyar la verdad de la religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.

Un hombre de humilde nacimiento, que no ha aprendido las letras en ninguna escuela, que vive confundido entre el pueblo, que carece de todos los medios humanos, que no tiene donde reclinar su cabeza, se presenta en público enseñando una doctrina tan nueva como sublime; se le piden los títulos de su misión y él los ofrece muy sencillos. Habla, y los ciegos ven, los sordos oyen, la lengua de los mudos se desata, los paralíticos andan, las enfermedades más rebeldes desaparecen de repente, los que acaban de expirar vuelven a la vida, los que son llevados al sepulcro se levantan del ataúd, los que, enterrados de algunos días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en su mortaja y salen de su tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir afuera. Este es el conjunto histórico. El más obstinado naturalista, ¿se empeñará en descubrir aquí la acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará de imprudentes a los cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios no pudieran hacerse sin intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya de descubrirse un secreto para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino haciéndolos levantar a la simple voz de un hombre que los llame? La operación de las cataratas, ¿tiene algo que ver con el restituir de golpe la vista a un ciego de nacimiento? Los procedimientos para volver la acción a un miembro paralizado, ¿se asemejan, por ventura, a este otro: «Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa»? Las teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán nunca a encontrar en la mera palabra de un hombre la fuerza bastante para sosegar de repente el mar alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas bajo sus pies y que camine sobre ellas, como un monarca sobre plateadas alfombras?

¿Y qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías cumplidas, la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la pureza de la moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y afrentas, sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la frente, la dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y perdón?

No se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no se oponga a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?...». Esta dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido común.




§ IX

La imposibilidad moral u ordinaria


La imposibilidad moral u ordinaria es la oposición al curso regular u ordinario de los sucesos. Esta palabra es susceptible de muchas significaciones, pues que la idea de curso ordinario es tan elástica, es aplicable a tan diferentes objetos, que poco puede decirse en general que sea provechoso en la práctica. Esta imposibilidad nada tiene que ver con la absoluta ni la natural; las cosas moralmente imposibles no dejan por eso de ser muy posibles absoluta y naturalmente.

Daremos una idea muy clara y sencilla de la imposibilidad ordinaria si decimos que es imposible de esta manera todo aquello que, atendido el curso regular de las cosas, acontece o muy rara vez o nunca. Veo a un elevado personaje, cuyo nombre y títulos todos pronuncian y a quien se tributan los respetos debidos a su clase. Es moralmente imposible que el nombre sea supuesto y el personaje un impostor. Ordinariamente no sucede así; pero también se ha sufrido este chasco una que otra vez.

Vemos a cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el auxilio de una causa extraordinaria o imprevista, que tuerce el curso de los acontecimientos. Un capitán que acaudilla un puñado de soldados viene de lejanas tierras, aborda a playas desconocidas y se encuentra con un inmenso continente poblado de millones de habitantes. Pega fuego a sus naves y dice: marchemos. ¿Adónde va? A conquistar vastos reinos con algunos centenares de hombres. Esto es imposible; el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su demencia es la demencia del heroísmo y del genio; la imposibilidad se convertirá en suceso histórico. Apellidase Hernán Cortés; es español que acaudilla españoles.




§ X

Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral


La imposibilidad moral tiene a veces un sentido muy diferente del expuesto hasta aquí. Hay imposibles de los cuales no puede decirse que lo sean con imposibilidad absoluta ni natural, y, no obstante, vivimos con tal certeza de que lo imposible no se realizará, que nos la infunde mayor la natural, y poco le falta para producirnos el mismo efecto que la absoluta. Un hombre tiene en la mano un cajón de caracteres de imprenta, que supondremos de forma cúbica para que sea igual la probabilidad de caer y sostenerse por una cualquiera de sus caras; los revuelve repetidas veces sin orden ni concierto, sin mirar siquiera lo que hace, y al fin los deja caer al suelo; ¿será posible que resulten por casualidad ordenados de tal manera que formen el episodio de Dido? No, responde instantáneamente cualquiera que esté en su sano juicio; esperar este accidente sería un delirio; tan seguros estamos de que no se realizará, que si se pusiese nuestra vida pendiente de semejante casualidad, diciéndonos que si esto se verifica se nos matará, continuaríamos tan tranquilos como si no existiese la condición.

Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque no hay en la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse de dicha manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy fácilmente; tampoco hay imposibilildad natural, porque ninguna ley de la Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro orden, que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la que se llama moral, por sólo estar fuera del curso regular de los acontecimientos.

La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa distanciaen que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñaríais en combatirla, ni aun en el hombre más rudo; él no sabría tal vez qué responderos, pero movería la cabeza y diría para sí: «Este filósofo, que cree en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de juicio».

Cuando la Naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara y tono tan decisivo es necesidad el no escucharla. Sólo algunos hombres, apellidados filósofos, se obstinan a veces en este empeño, no recordando que no hay filosofía que excuse la falta de sentido común y que mal llegará a ser sabio quien comienza por ser insensato4.






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Capítulo V

Cuestiones de existencia. -Conocimiento adquirido por el testimonio inmediato de los sentidos



§ I

Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan el conocimiento de las cosas


Asentados los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de posibilidad pasemos ahora a las de existencia, que ofrecen un campo más vasto y más útiles y frecuentes aplicaciones.

De la existencia o no existencia de un ser, o bien de que una cosa es o no es, podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos o por medio de otros.

El conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por nosotros mismos, sin intervención ajena, proviene de los sentidos mediata o inmediatamente: o ellos nos presentan el objeto, o de las impresiones que los mismos nos causan pasa el entendimiento a inferir la existencia de lo que no se hace sensible o no lo es. La vista me informa inmediatamente de la existencia de un edificio que tengo presente; pero un trozo de columna, algunos restos de un pavimento, una inscripción u otras señales me hacen conocer que en tal o cual lugar existió un templo romano. En ambos casos debo a los sentidos la noticia; pero en el primero inmediata, en el segundo mediatamente.

Quien careciese de los sentidos tampoco llegaría a conocer la existencia de los seres espirituales, pues, adormecido, el entendimiento, no pudiera adquirir esta noticia ni por la razón ni por la fe, a no ser que Dios le favoreciera por medios extraordinarios, de que ahora no se trata.

A la distinción arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden adoptarse sobre el origen de las ideas, ora se las suponga adquiridas, ora sean tan sólo excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si los sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de hombres dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o lo que sienten o por lo que sienten.




§ II

Errores en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. -Ejemplos


El conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de una cosa es a veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos admirables instrumentos que nos ha concedido el Autor de la Naturaleza. Los objetos corpóreos, obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una impresión a nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresión, sepamos hasta qué punto le corresponde la existencia de un objeto; ha aquí las reglas para no errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán más que los preceptos y teorías.

Veo a larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «Allí hay un hombre»; acercándome más descubro que no es así, y que sólo hay un arbusto mecido por el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? No; porque la impresión que ella me transmitía era únicamente de un bulto movido, y si yo hubiese atendido bien a la sensación recibida habría notado que no me pintaba un hombre. Cuando, pues, yo he querido hacerle tal, no debo culpar al sentido, sino a mi poca atención, o bien a que, notando alguna semejanza entre el bulto y un hombre visto de lejos, he inferido que aquello debía de serlo en efecto, sin advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy diversas.

Teniendo algunos antecedentes de que se dará una batalla o se hostilizará alguna plaza, paréceme que he oído cañonazos, y me quedo con la creencia de que ha comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha disparado un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? No mi oído, sino yo. El ruido se oía, en efecto, pero era el de los golpes de un leñador que resonaban en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo estrépito retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa cualquiera, que producía un sonido semejante al del estampido de un cañón lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la causa del ruido que me producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para discernir la verdad, atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la dirección del lugar y el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido quien me ha engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal cual debía ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me hubiese contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos distantes no hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.

A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice: «Es malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto, su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció amargo no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica que le tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a este hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado o al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos indican las calidades del alimento; en el caso contrario, no.




§ III

Necesidad de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida comparación


Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia de un objeto no basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear otros al mismo tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden prevenir contra la ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto corresponde la existencia de un objeto a la sensación que recibimos es obra de la comparación, la que es fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan las cataratas no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber adquirido la práctica de ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años están mirando por un vidrio que les ofrece a la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la misma impresión; pero el que sabe bien que no ha salido al campo y se halla en un aposento cerrado no se altera ni por la cercanía de las fieras ni por los desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusión; y más de una vez habrá menester distraerse de la realidad y suplir algunos defectos del cuadro o instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que sólo atiende a la sensación en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se lo han de comer las fieras o viendo que tan cruelmente se matan los soldados.

Todavía más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente de la cual no teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa ilusión, y nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son planos. La sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la misma impresión con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos complacido en la habilidad del artista, sin caer en error. Este habría desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del tacto.




§ IV

Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu


Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso cuidar de que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos comuniquen sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a estudios serios; y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además, que ellos mismos, o sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano, con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son los que, estando sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocupalos de un pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos, haciéndoles percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el astrónomo que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de parcialidad, sino con vivo deseo de probar una aserción aventurada con sobrada ligereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle en disposición semejante?

A propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la mayor buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña primero a sí mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos no para saber, sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él pretende; pero le ofrecen algo desemejante: «Esto es -exclama alborozado-; helo aquí, es lo mismo, que yo sospechaba»; y cuando se levanta en su espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala a poca fe en su incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse a sí mismo, cerrando los ojos a la luz, para poder engañar a los otros sin verse precisado a mentir.

Basta haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas escenas no son raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera lastimosa. ¿Necesitamos una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a robustecer lo débil, se allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del todo acaba por ser realmente engañado y se entrega a su parecer con obstinación incorregible.




§ V

Sensaciones reales, pero sin objeto externo. -Explicación de este fenómeno


Además es menester advertir que no siempre sucede que el alucinado atribuya a la sensación más de lo que ella le presenta; una imaginación vivamente poseída de un objeto obra sobre los mismos sentidos, y alterando el curso ordinario de las funciones, hace que realmente se sienta lo que no hay. Para comprender cómo esto se verifica conviene recordar que la sensación no se verifica en el órgano del sentido, sino en el cerebro, por más que la fuerza del hábito nos haga referir la impresión al punto del cual la recibimos. Estando el ojo muy sano nos quedamos completamente ciegos si sufre lesión el nervio óptico; y privada la comunicación de un miembro cualquiera con el cerebro, se extingue el sentido. De esto se infiere que el verdadero receptáculo de todas las sensaciones es el cerebro, y que si en una de sus partes se excita por un acto interno la impresión que suele ser producida por la acción del órgano externo, existirá la sensación sin que haya habido impresión exterior. Es decir, que si al recibir el órgano externo la impresión de un cuerpo la comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u otra afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B, experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado en la realidad.

En este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se informa de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero inmediatamente por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión, no puede ella desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al objeto que de ordinario la produce. Si se halla advertida de que la organización está alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando de recibir la sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando Pascal, según cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no era así; mas no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal abismo, y no alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este fenómeno se verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen algunas nociones sobre semejantes materias.




§ VI

Maniáticos y ensimismados


Lo que acontece habitualmente en estado de enfermedad cerebral puede suceder muy bien cuando, exaltada la imaginación por una causa cualquiera, se pone actualmente enfermiza con relación a lo que la preocupa. ¿Qué son las manías sino la realización de este fenómeno? Pues entiéndase que las manías están distribuídas en muchas clases y graduaciones; que las hay continuas y por intervalos, extravagantes y arregladas, vulgares y científicas; y que así como Don Quijote convertía los molinos de viento en desaforados gigantes y los rebaños de ovejas y carneros en ejércitos de combatientes, puede también un sabio testarudo descubrir, con la ayuda de sus telescopios, microscopios y demás instrumentos, todo cuanto a su propósito cumpliere.

Los hombres muy pensadores y ensimismados corren gran riesgo de caer en manías sabias, en ilusiones sublimes; que la mísera humanidad, por más que se cubra con diferentes formas, según las varias situaciones de la vida, lleva siempre consigo su patrimonio de flaqueza. Para una débil mujercilla el susurro del viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la aparición de un finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las evocaciones del averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no son sólo las mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por realidades los sueños de su fantasía5.






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Capítulo VI

Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos



§ I

Transición de lo sentido a lo no sentido


Los sentidos nos dan inmediatamente noticias de la existencia de muchos objetos, pero de éstos son todavía en mayor número los que no ejercen acción sobre los órganos materiales o por ser incorpóreos o por no estar en disposición de afectarlos. Sobre lo que nos comunican los sentidos se levanta un tan extenso y elevado edificio de conocimientos de todas clases que, al mirarle, se hace difícil percibir cómo ha podido cimentarse en tan reducida base.

Donde no alcanzan los sentidos llega el entendimiento, conociendo la existencia de objetos insensibles por medio de los sensibles. La lava esparcida sobre un terreno nos hace conocer la existencia pasada de un volcán que no hemos visto; las conchas encontradas en la cumbre de un monte nos recuerdan la elevación de las aguas, indicándonos una catástrofe que no hemos presenciado; ciertos trabajos subterráneos nos muestran que en tiempos anteriores se benefició allí una mina; las ruinas de las antiguas ciudades nos señalan la morada de hombres que no hemos conocido. Así, los sentidos nos presentan un objeto y el entendimiento llega con este medio al conocimiento de otros muy diferentes.

Si bien se observa, este tránsito de lo conocido a lo desconocido, no lo podemos hacer sin que antes tengamos alguna idea más o menos completa, más o menos general del objeto desconocido, y sin que, al propio tiempo sepamos que hay entre los dos alguna dependencia. Así, en los ejemplos aducidos, si bien no conocía aquel volcán determinado, ni las olas que inundaron la montaña, ni a los mineros, ni a los moradores, no obstante todos estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo que me ofrecían los sentidos. De la contemplación de la admirable máquina del universo no pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea de efectos y causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola observación basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro pensamiento más que sensaciones transformadas.




§ II

Coexistencia y sucesión


La dependencia de los objetas es lo único que puede autorizarnos para inferir de la existencia del uno la del otro, y, por consiguiente, toda la dificultad estriba en conocer esta dependencia. Si la íntima naturaleza de las cosas estuviera patente a nuestros ojos, bastaría fijarla en un ser para conocer, desde luego, todas sus propiedades y relaciones, entre las cuales descubriríamos las que le ligan con otros. Por desgracia no es así, pues en el orden físico, como en el moral, son muy escasas e incompletas las ideas que poseemos sobre los principios constitutivos de los seres. Estos son preciosos secretos velados cuidadosamente por mano del Criador, de la propia suerte que lo más rico y exquisito que abriga la Naturaleza suele ocultarse en los senos más recónditos.

Por esta falta de conocimiento en lo tocante a la esencia de las cosas nos vemos con frecuencia precisados a conjeturar su dependencia por sólo su coexistencia o sucesión, infiriendo que la una depende de la otra porque algunas o muchas veces existen juntas o porque ésta viene en pos de aquélla. Semejante raciocinio, que no siempre puede tacharse de infundado, tiene, sin embargo, el inconveniente de inducirnos con frecuencia al error, pues no es fácil poseer la discreción necesaria para conocer cuando la existencia o la sucesión son un signo de dependencia y cuándo no.

En primer lugar, debe asentarse por indudable que la existencia simultánea de dos seres, ni tampoco su inmediata sucesión, consideradas en sí solas, no prueban que el uno dependa del otro. Una planta venenosa y pestilente se halla tal vez al lado de otra medicinal y aromática; un reptil dañino y horrible se arrastra quizás a poca distancia de la bella e inofensiva mariposa; el asesino, huyendo de la justicia, se oculta en el mismo bosque donde está en acecho un honrado cazador; un airecillo fresco y suave recrea la Naturaleza toda, y algunos momentos después sopla el violento huracán, llevando en sus negras alas tremenda tempestad.

Así es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se les ha visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un sofisma que se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en infinitos errores. En él se encontrará el origen de tantas predicciones como se hacen sobre las variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia manifiesta fallidas; de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre veneros de metales preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas veces que, después de tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de tal o cual dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían otras mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel aspecto se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas se descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro, no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que ellos tuviesen entre sí relación de ninguna clase.




§ III

Dos reglas sobre la coexistencia y la sucesión


La importancia de la materia exige que se establezcan algunas reglas:

1ª. Cuando una experiencia constante y dilatada nos muestra dos objetos existentes a un mismo tiempo, de tal suerte que en presentándose el uno se presenta también el otro, y en faltando el uno falta también el otro, podemos juzgar, sin temor de equivocarnos, que tienen entre sí algún enlace, y, por tanto, de la existencia del uno inferiremos legítimamente la existencia del otro.

2ª. Si dos objetos se suceden indefectiblemente, de suerte que puesto el primero, siempre se haya visto que seguía el segundo, y que al existir éste, siempre se haya notado la procedencia de aquél, podremos deducir con certeza que tienen entre sí alguna dependencia.

Tal vez sería dificil demostrar filosóficamente la verdad de estas aserciones; sin embargo, los que las pongan en duda seguramente no habrán observado que, sin formularlas, las toma por norma el buen sentido de la Humanidad que en muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las más de las investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.

Creo que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido cierto tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la simple razón de que «siempre sucede así».

Todo el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los líquidos y que otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que no saben la razón de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la congelación y el frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse dificultades sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero el linaje humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los sabios: «Siempre existen juntos estos hechos -dice-; luego entre ellos hay alguna relación que los liga».

Son infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida; pero las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo. Sólo diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran. Darían pocos pasos más que el vulgo.

La segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos principios y se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta que el pollo sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado satisfactoriamente cómo del licor encerrado en la cáscara se forma aquel cuerpecito tan admirablemente organizado; y aun cuando la ciencia diese cumplida razón del fenómeno, el vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni los sabios vacilan en creer que hay una relación de dependencia entre el licor y el polluelo; al ver el pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha precedido aquella masa que a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.

La generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran completamente de qué manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las semillas y al crecimiento de las plantas, ni cuál es la causa de que unos terrenos se adapten mejor que otros a determinadas producciones; pero siempre se ha visto así, y esto es suficiente para que se crea que una cosa depende de otra y para que al ver la segunda deduzcamos, sin temor de errar, la existencia de la primera.




§ IV

Observaciones sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos


Sin embargo, conviene advertir la diferencia que va de la sucesión observada una sola vez, o repetida muchas. En el primer caso no sólo no arguye causalidad, pero ni aun relación de ninguna clase; en el segundo, no siempre indica dependencia de efecto y causa, pero sí al menos dependencia de una causa común. Si el flujo y reflujo del mar se hubiese observado que coincidía una que otra vez con cierta posición de la luna, no podría inferirse que existía relación entre los dos fenómenos; mas siendo constante la expresada coincidencia, los físicos debieron inferir que si el uno no es causa del otro, al menos tienen ambos una causa común, y que así están ligados en su origen.

A pesar de lo que acabo de decir, tienen mucha razón los dialécticos cuando tachan de sofístico el raciocinio siguiente: post hoc, ergo propter hoc: después de esto, luego por esto. 1º.Porque ellos no hablan de una sucesión constante. 2º. Porque, aun cuando hablaran, esta sucesión puede indicar dependencia de una causa común y no que lo uno sea causa de lo otro.

Si bien se observa, la misma regla a que atendemos en los negocios comunes es más general de lo que a primera vista pudiera parecer: de ella nos servimos en el curso ordinario de las cosas, de la propia suerte que en lo tocante a la Naturaleza. Según el objeto de que se trata, se modifica la aplicación de la regla; en unos casos basta una experiencia de pocas veces, en otros se la exige más repetida; pero, en el fondo, siempre andamos guiados por el mismo principio: dos hechos que siempre se suceden tienen entre sí alguna dependencia: la existencia del uno indicará, pues, la del otro.




§ V

Un ejemplo


Es de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a poco rato de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por breve tiempo y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la parte opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos relación alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el mismo lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que ayer no me había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto podrá ser una casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo mismo; crece la sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se verifica lo propio; la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición de la luz a poco de arder el fuego; entoces ya no me cabe duda de que un hecho es dependiente del otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación; y ya no me falta sino averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a comprender.

En semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los juicios infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior, supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho menos probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido variada. Un imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca con las pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se ponen de acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual día, se comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y cuando la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya negras sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores enviados a observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del espanto y del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes: Muy cerca de la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A que a la hora de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene noticia de que unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de nuevo. El centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo de espantar a nadie si no es a los malandrínes de segur y cuerda. Como cabalmente aquella es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace también la familia B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar el reloj, levanta el dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo: «Vámonos a dormir», y entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias puertas y empuja por la parte de afuera para probar si los muchachos han cerrado bien. Como el buen hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil, y heos aquí la luz misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en breve, coincidiendo con el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes sólo trataban de guardarse de ladrones.

¿Qué debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de encendido el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o menos, lo que inclina a creer que será una señal convenida. El país está en paz; con que esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente no es probable que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo lugar y tiempo, con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la operación sería muy larga durando un mes, y estos negocios suelen redondearse con un golpe de mano. Por aquellas inmediaciones están las casas A y B, familias de buena reputación, que no se habrán metido a encubridores. Parece, pues, que o ha de ser coincidencia puramente casual, o que si hay seña, debe de ser sobre negocio que no teme los ojos de la justicia. La hora del suceso es precisamente la en que se recogen los vecinos de esta tierra; veamos si esto no será que algunos quehaceres obligan a los unos a encender fuego y a los otros a sacar la luz.




§ VI

Reflexiones sobre el ejemplo anterior


Reflexionando sobre el ejemplo anterior se nota que, a pesar de la ninguna relación de seña ni causa que en sí tenían los dos hechos, no obstante reconocían en cierto modo un mismo origen: el sonar la hora de acostarse. Así se echa de ver que el error no estaba en suponer que había algo de común en ellos, ni en pensar que la coincidencia no era puramente casual, sino en que se apelaba a interpretaciones destituidas de fundamento, se buscaba en la intención concertada de las personas lo que era simple efecto de la identidad de la hora.

Esta observación enseña, por una parte, el tino con que debe procederse en determinar la clase de relación que entre sí tienen dos hechos, simultáneos o sucesivos; pero, por otra, confirma más y más la regla dada de que cuando la simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.




§ VII

La razón de un acto que parece instintivo


Profundizando más la materia encontraremos que el inferir de la coexistencia o sucesión la relación entre los hechos coexistentes o sucesivos, aunque parezca un acto instintivo y ciego, es la aplicación de un principio que tenemos grabado en el fondo de nuestra alma y del que hacemos continuo uso sin advertirlo siquiera. Este principio es el siguiente: «Donde hay orden, donde hay combinación, hay causa que ordena y combina; el acaso no es nada». Una que otra coincidencia la podemos mirar como casual; es decir, sin relación; pero siendo muy repetida, ya decimos, sin vacilar: «Aquí hay enlace, hay misterio; no llega a tanto la casualidad».

Así se verifica que, examinando a fondo el espíritu humano, encontramos en todas partes la mano bondadosa de la Providencia, que se ha complacido en enriquecer nuestro entendimiento y nuestro corazón con inestimables preciosidades6.






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Capítulo VII

La lógica acorde con la claridad



§ I

Sabiduría de la ley que prohíbe los juicios temerarios


La ley cristiana, que prohíbe los juicios temerarios, es no sólo ley de caridad, sino de prudencia y buena lógica. Nada más arriesgado que juzgar de una acción, y sobre todo de la intención, por meras apariencias; el curso ordinario de las cosas lleva tan complicados los sucesos, los hombres se encuentran en situaciones tan varias, obran por tan diferentes motivos, ven los objetivos de maneras tan distintas, que a menudo nos parece un castillo fantástico lo que examinado de cerca y con presencia de las circunstancias, se halla lo más natural, lo más sencillo y arreglado.




§ II

Examen de la máxima «Piensa mal y no errarás»


El mundo cree dar una regla de conducta muy importante diciendo: «Piensa mal y no errarás», y se imagina haber enmendado de esta manera la moral evangélica. «Conviene no ser demasiado cándido -se nos advierte continuamente-; es necesario no fiarse de palabras; los hombres son muy malos; obras son amores y no buenas razones»; como si el Evangelio nos enseñase a ser imprudentes e imbéciles; como si Jesucristo, al encomendarnos que fuésemos sencillos como la paloma, no nos hubiera amonestado al mismo tiempo que fuésemos prudentes como la serpiente; como si no nos hubiera avisado que no creyésemos a todo espíritu; que para conocer el árbol atendiésemos al fruto, y, finalmente, como si a propósito de la malicia de los hombres no leyéramos ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura que el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia.

La máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto con la malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la sana razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace muchas más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama naturalmente la verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las pasiones le arrastran y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele alguna ocasión en que, faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o lisonjear su vanidad necia; pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la verdad y habla como el resto de los hombres. El ladrón roba, el liviano se desmanda, el pendenciero riñe, cuando se presenta la oportunidad, estimulando la pasión; que si estuviesen abandonadas de continuo a sus malas inclinaciones serían verdaderos monstruos su crimen degeneraría en demencia, y entonces el decoro y buen orden de la sociedad reclamarían imperiosamente que se los apartase del trato de sus semejantes.

Infiérese de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido fundamento y el tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional como si habiendo en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras se dijera que las probabilidades de salir están en favor de las negras.




§ III

Algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres


Caben en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la prudencia de la serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.

Regla 1ª

No se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba muy dura.

La razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud firme y acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en semejantes extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos previene que quien ama el peligro perecerá en él.

Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora abatido por un furioso huracán.

Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido cun presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.

Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante, se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas. El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias fuesen irreparables.

Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.

Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.

Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la virtud.

De estas consideraciones nacen las otras reglas.

Regla 2ª

Para comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto pueda influir en su determinación.

El hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a una muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle. El olvido de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo que un hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos datos bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en cuenta una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza de carácter. Este olvido podrá hacer muy bien que defraude nuestras esperanzas un hombre virtuoso y las exceda el malo, pues que para sacar airosa la virtud en circunstancias apuradas sirve admirablemente el que obren en su favor pasiones enérgicas. Un alma de temple fuerte y brioso se exalta y cobra nuevo aliento a la vista del peligro; en el cumplimiento del deber se interesa entonces el orgullo, y un corazón que naturalmente se complace en superar obstáculos y arrostrar riesgos se siente más osado y resuelto cuando se halla animado por el grito de la conciencia. El ceder es debilidad; el volver atrás, cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la afrenta. El hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará las cosas con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad; pero trae consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El mal se hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de convertirse en terquedad; los debetes no han de considerarse en abstracto, es preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no andan regidas por la prudencia». El buen hombre ha encontrado por fin lo que buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio traje, no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción no se hará esperar mucho.

He aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es preciso atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar. Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para acertar.

Regla 3ª

Debemos cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y guardarnos de pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros.

La experiencia de cada día nos enseña que el hombre se inclina a juzgar de los demás tomándose por pauta a sí mismo. De aquí han nacido los proverbios «Quien mal no hace, mal no piensa» y «Piensa el ladrón que todos son de su condición». Esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para encontrar la verdad en todo lo concerniente a la conducta de los hombres; ella expone con frecuencia al virtuoso a ser presa de los amaños del malvado, y dirige a menudo contra probada honradez, y quizá acendrada virtud, los tiros de la maledicencia.

La reflexión, ayudada por costosos desengaños, cura a veces este defecto, origen de muchos males privados y públicos; pero su raíz está en el entendimiento y corazón del hombre, y es preciso estar siempre alerta si no se quiere que retoñen las ramas.

La razón de este fenómeno no sería difícil explicarla. En la mayor partede sus raciocinios procede el hombre por analogía. «Siempre ha sucedido esto; luego ahora, sucederá también». «Comúnmente, después de tal hecho sobreviene tal otro; luego lo mismo acontecerá en la actualidad». De aquí dimana que tan pronto como se ofrece la ocasión de formar juicio apelamos a la comparación; si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos afirmamos más en ella, y si la experiencia nos suministra muchos, sin esperar más pruebas, damos la cosa por demostrada. Natural es que necesitando comparaciones las busquemos en los objetos más conocidos y con los cuales nos hallamos más familiarizados; y como en tratándose de juzgar o conjeturar sobre la conducta ajena hemos menester calcular sobre los motivos que influyen en la determinación de la voluntad, atendemos, sin advertirlo siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos a los demás el mismo modo de mirar y apreciar los objetos.

Esta explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la razón de la dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y sentimientos cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos sobre la conducta de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos que los de su país tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por primera vez el suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo propio nos sucede en el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más íntimamente que con nosotros mismos, y hasta los menos amigos de concentrarse tienen por necesidad una conciencia muy clara del curso que ordinariamente siguen su entendimiento y voluntad. Preséntase un caso, y no atendiendo a que aquello pasa en el ánimo de los otros, como si dijéramos en tierra extraña, nos sentimos, naturalmente, llevados a pensar que deberá de suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que hemos visto en nuestra patria. Y ya que he comenzado comparando, añadiré que así como los que han viajado mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de costumbres y adquieren cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni repugnancia, así los que se han dedicado al estudio del corazón y a la observación de los hombres son más diestros en despojarse de su manera de ser y sentir, y se colocan más fácilmente en la situación de los otros, como si dijéramos que cambian de traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las maneras de los naturales del nuevo país7.






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Capítulo VIII

De la autoridad humana en general



§ I

Dos condiciones necesarias para que sea valedero un testimonio


No siempre nos es dable adquirir por nosotros mismos el conocimiento de la existencia de un ser, y entonces nos es preciso valernos del testimonio ajeno. Para que éste no nos induzca a error son necesarias dos condiciones: primera, que el testigo no sea engañado; segunda, que no nos quiera engañar. Es evidente que faltando cualquiera de estos dos extremos su testimonio no sirve para encontrar la verdad. Poco nos importa que quien habla la conozca si sus palabras nos expresan el error, y la veracidad y buena fe tampoco nos aprovechan si quien las posee está engañado.




§ II

Examen y aplicaciones de la primera condición


Conocemos si el testigo ha sido engañado o no atendiendo a los medios de que ha podido disponer para alcanzar la verdad; y en estos medios comprendo también su capacidad y demás cualidades personales, que le hacen más o menos apto para el efecto.

Al referírsenos algún hecho, cuando el narrador no es testigo ocular, a veces la buena educación no permite preguntar quién lo ha contado, pero la buena lógica prescribe atender siempre a esta circunstancia y no prestar ligeramente asenso sin haberla tenido presente.

Atravieso un país que me es desconocido y oigo la siguiente proposición: «Este año es el de mejor cosecha que de mucho tiempo acá se ha visto en esta comarca». Lo primero que debo hacer es parar la atención en la persona que así lo dice. ¿Es un hombre anciano, rico propietario de la tierra, establecido en sus mismas posesiones, aficionado a recoger noticias y formar estados comparativos? No puedo dudar que quien habla debe de saberlo muy bien, pues que su interés, profesión, inclinaciones particulares y larga experiencia le proporcionan cuantos medios son deseables para formar juicio acertado. ¿Es un hijo del mismo propietario, que sólo se llega a las posesiones de su padre para divertirse o sacar dinero, que, distraído por la vida de las ciudades, se cuida muy poco de lo que pasa en los campos? Bien podrá saberlo por habérselo oído a su padre; pero si esta última circunstancia falta, el testimonio es muy poco seguro. ¿Es un viajero que recorre de vez en cuando aquel país por negocios que nada tienen que ver con la agricultura? Su palabra merece poca fe, porque son escasos los medios que ha tenido para cerciorarse de lo que afirma; su proposición podrá ser echada a la ventura.

En una reunión se cuenta que el ingeniero N. acaba de idear una nueva máquina para tal o cual producto y que su invención lleva ventaja a cuantas se han conocido hasta ahora. El testigo es ocular. ¿Quién lo refiere? Es un caballero de la misma profesión, muy acreditado en ella, que ha viajado mucho para ponerse al nivel de los últimos adelantos en maquinaria, comisionado repetidas veces, ya por el Gobierno, ya por Sociedades de fabricantes, para comparar diferentes sistemas de construcción y elaboración: el juez es competente; no es fácil haya sido engañado por un charlatán cualquiera. El testigo es un fabricante que tiene invertidos grandes capitales en maquinaria y se propone invertir muchos más; posee algunos conocientos en el ramo, pues que su interés propio le llama la atención hacia este punto, y cuenta con bastantes años de experiencia. El testimonio no es despreciable, ha perdido mucho de las cualidades del primero. No conoce por principios la mecánica, habrá visto algunos establecimientos, mas no los necesarios para poder comparar la invención con los demás sistemas conocidos; el maquinista sabía que las arcas no estaban vacías, tenía un interés en que se formase alto concepto de la invención; hay, pues, bastante peligro de que el mérito sea exagerado; hasta padrá ser muy mediano, y quizá nulo.

Una mujer de veracidad probada, pero de imaginación ardiente y viva, y además muy crédula en asuntos de carácter extraordinario y misterioso, refiere, con el tono de la mayor certeza y con el lenguaje y ademán de una impresión reciente, que en la noche anterior ha oído en su casa un ruido espantoso; que, habiéndose levantado, ha visto el resplandor de algunas luces en partes del edificio en las que no habita nadie, y que repetidas veces han resonado con toda claridad voces desconocidas, ya cual gemidos de dolor, ya cual aullidos de desesperación, ya cual aterradoras amenazas. La testigo habrá sido engañada. Es probable que, estando profundamente dormida, algún gato que andaría ocupado en sus ordinarias tareas de hurto o caza habrá derribado algún trasto con estrepitoso fracaso. La buena señora, que quizá conciliaría difícilmente el sueño, agitada por espectros y fantasmas, despierta al retumbante ruido; levántase, despavorida; corre presurosa de una a otra parte; ve en los aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razón de que nadie cuidó de cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin llegan a sus oídos las voces misteriosas, que no debieron de ser más que los silbidos del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura y tal vez el remoto maúllo del malandrín, que, salido por la buhardilla, se va a trabar refriegas por la vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa cuita a su dueña y bienhechora.

Así discurría un buen pensador, sin decidirse por esto a creer o dejar de creer, pero inclinándose algo más a lo segundo que a lo primero, cuando he aquí que llega a la reunión el marido de la señora espantada. Es hombre que frisa en los cincuenta, que ha tenido tiempo de perder el miedo en largos años de carrera militar, no escasea en conocimientos y, retirado ahora, vive entregado a sus negocios y a sus libros, dejando que su mujer delire a mansalva. La vista de los circunstantes se dirige, naturalmente, al recién llegado, y todos desean saber de su boca la impresión que le causara la medrosa aventura. «En verdad, señores -dice-, que no sé qué diablos teníamos esta noche en casa. Ocupado en despachar unos papeles que me corrían prisa no me había acostado todavía cuando he aquí que a eso de las doce oigo un estrépito tal que me creí que la casa se nos venía encima. Lo que es, gato no podía ser, porque era imposible que hiciese tal estrépito, y, además, esta mañana nada se ha encontrado ni dislocado ni roto. Eso de las luces yo no las he visto, pero que resonaron unas voces tan tremehundas que casi casi me habrían metido el miedo en el cuerpo es positivo. Veremos si la zambra se repite; yo me temo que se nos ha querido jugar una treta. Desearía sorprender a los actores representando su papel». Desde entonces la cuestión cambia de aspecto; lo que antes era improbable ha pasado a ser creíble; el hecho será verdadero, sólo falta aclarar su naturaleza.




§ III

Examen y aplicaciones de la segunda condición


Si conviene precaverse contra el engaño que inocentemente puede haber sufrido el narrador, no importa menos estar en guardia contra la falta de veracidad. Para este efecto será bien informarse de la opinión que en este punto disfruta la persona y, sobre todo, examinar si alguna pasión o interés la impelen a mentir. ¿Qué caso puede hacerse de quien pinta prodigiosos hechos de armas de los cuales espera grados, empleos y condecoraciones? Está bien claro el partido que tomará el especulador, si no está dominado por principios de rígida moral y caballerosa delicadeza. Así, quien refiere acontecimientos en cuya verdad o apariencia tiene grande interés, es testigo sospechoso; prestarle crédito sobre su palabra fuera proceder muy de ligero.

Cuando tratamos de calcular la probabilidad de un suceso que no sabemos sino por el testimonio de otros, es preciso atender simultáneamente a las dos condiciones explicadas: conocimiento y veracidad. Pero como en muchos casos a más del testimonio tenemos algunos datos para conjeturar sobre la probabilidad de lo que se nos cuenta, es necesario hacerlos entar en combinación para decidirnos con menos peligro de errar. Por lo común, hay muchas cosas a que atender, en lo cual enseñarán más los ejemplos que las reglas.

Un general da parte de una brillante victoria que acaba de conseguir; el enemigo, por supuesto, era superior en fuerzas, ocupaba posiciones muy ventajosas, pero ha sido arrollado en todas direcciones y sólo una precipitada fuga le ha librado de dejar en manos del vencedor numerosos prisioneros. La pérdida del general ha sido insignificante en comparación de la del enemigo; algunas compañías que, llevadas de su ardor, se habían adelantado en demasía, viéronse envueltas por cuadruplicadas fuerzas y tuvieron algunos momentos de conflicto; pero, merced a la bizarría de los jefes y acertadas disposiciones del general, pudiéronse replegar con el mayor orden, sin más resultado que extraviarse un reducido número de soldados.

¿Qué concepto formaremos de la acción? Para que se vea cuánta circunspección es necesaria si se desea acertar en los juicios, y con la mira de ofrecer ejemplos que sirvan de norma en otros casos, detallaremos las muchas circunstancias a que es preciso atender.

¿Es conocido el general? ¿Tiene reputación de veraz y modesto, o pasa plaza de fanfarrón? ¿Cuáles son sus dotes militares? ¿Qué subalternos le auxilian? ¿Sus tropas gozan fama de valor y disciplina? ¿Se han distinguido en otras acciones, o están desacreditadas por frecuentes derrotas? ¿Con qué enemigo ha tenido que habérselas? ¿Cuál era el objeto de la expedición del general? ¿Lo ha conseguido o no? En el parte hay una cláusula que dice: «Sé de positivo que la plaza N puede todavía sostenerse algunos días. Así no he creído necesario precipitar las operaciones, mayormente cuando la situación del soldado, rendido de hambre, y fatiga, reclamaba imperiosamente algún descanso. El convoy queda seguro en la ciudad M, adonde me he replegado, abandonando al enemigo unas posiciones que me eran inútiles y dejándole que se cebase en una porción de víveres que en el ardor de la refriega cayeron en su poder a causa de un desorden momentáneo que se debió al miedo de los bagajeros». El negocio presenta mal aspecto; a pesar de todos los rodeos, se conoce que el vencedor ha perdido una parte del convoy y no ha podido pasar con lo restante.

¿Qué trofeos nos presenta en testimonio de su victoria? No ha cogido prisioneros y él confiesa algunos extraviados; aquellas compañías demasiado adelantadas sufrieron algunos momentos de conflicto y fueron envueltas por fuerzas cuadruplicadas; todo esto significa que hubo en aquella parte un «sálvese quien pueda» y que el enemigo no dejó de hacer presa.

¿Cuáles son las noticias que vienen del lugar donde se ha replegado el general? Es probable que las cartas serán tristes y que traerán descripciones aflictivas sobre el desorden en que entró la tropa y la disminución del convoy.

¿Qué dicen los partidarios del enemigo? ¡Ah! Esto acaba de aclarar el misterio; se han echado las campanas a vuelo en el punto P y han entrado muchos prisioneros; los enemigos se han presentado orgullosos en presencia de la plaza sitiada, cuyos apuros son cada día mayores.

¿Qué está haciendo el general vencedor? Se mantiene en inacción y se añade que ha pedido refuerzos; la brillante victoria habrá sido, pues, una insigne derrota.




§ IV

Una observación sobre el interés en engañar


Casos hay en que por interesado que parezca el narrador en faltar a la verdad no es probable que lo haya hecho, porque, descubierta en breve la mentira, sin recurso para paliarla, se convertiría contra él de una manera ignominiosa.

La experiencia nos enseña que no hay que fiar de ciertas relaciones militares que no pueden ser contradichas luego con toda claridad y con presencia de datos positivos que produzcan evidencia. Las mayores o menores fuerzas del enemigo, el orden o la dispersión con que tal o cual parte de su ejército emprendió la retirada, el número de muertos o heridos, lo más o menos favorable de algunas posiciones, atendida la situación de los combatientes, lo más o menos intransitable de los caminos y otras cosas por este tenor, ¿cómo las puede aclarar bien el público? Cada cual refiere las cosas a su modo, según sus noticias, intereses o deseos, y los mismos que saben la verdad son quizá los primeros en obscurecerla haciendo circular las más insignes falsedades. Los que llegan a desembarazarse del enredo y a ver claro en el negocio o callan o se hallan impugnados por mil y mil a quienes importa sostener la ilusión, y la mancha que cae sobre los embaucadores nunca es tan ignominiosa que no consienta algún disfraz. Pero suponed que un general que está sitiando una plaza, y nada puede contra ella, tiene la imprudencia de enviar un pomposo parte al Gobierno, anunciándole que la ha tomado por asalto y están en su poder los restos de la guarnición que no han perecido en la refriega; a pocos días sabrá el Gobierno, sabrá el público, sabrá el mismo Ejército que el general ha mentido de una manera escandalosa, y la burla y la afrenta que caerán sobre el impostor le harán pagar cara su gloria de momento.

De aquí es que en semejantes casos el buen sentido del público suele preguntar si el parte es oficial, y si lo es, por más que no haga caso de las circunstancias con que se procura realzar el hecho, no obstante, presta crédito a la existencia de él. Hasta es de notar que cuando en gravísimos apuros se miente de una manera escandalosa, con la mira de alentar por algunas horas más y dar lugar al tiempo, rara vez se inventa un parte nombrando personas; se apela a las fórmulas de «sabemos de positivo; un testigo de vista acaba de referirnos», y otras semejantes; se suponen oficios recibidos que se imprimirán luego, se ordenan regocijos públicos, etc.; pero siempre se suele dejar un camino abierto para que la mentira no choque demasiado de frente con el buen sentido; se tiene cuidado en no comprometer el nombre de personas determinadas; en una palabra: hasta reinando la mayor desfachatez se guardan siempre algunas consideraciones a la conciencia pública.

Para dejar, pues, de prestar crédito a una no basta objetar que el narrador está interesado en faltar a la verdad; es necesario considerar si las circunstancias de la mentira son tan desgraciadas que poco después haya de ser descubierta en toda su desnudez, sin que le quede al engañador la excusa de que se había equivocado o lo habían mal informado. En estos casos por poca que sea la categoría de la persona, por poca estimación de sí misma que se le pueda suponer, mayormente cuando el asunto pasa en público es prudente darle crédito, si de esto no puede resultar ningún daño. Será dable salir engañado, pero la probabilidad está en contra, y en grado muy superior.




§ V

Dificultades para alcanzar la verdad en mediando mucha distancia de lugar o tiempo


Si es tan difícil encontrar, la verdad cuando los sucesos son contemporáneos y se realizan en no propio país, ¿qué diremos de lo que pasa a larga distancia de lugar o tiempo o de uno y otro? ¿Cómo será posible sacar en limpio la verdad de manera de viajeros o historiadores? Por más desconsolador que sea, es preciso confesarlo: quien haya observado de qué modo se abulta, y se exagera, y se disminuye, y se desfigura, y se trastorna de arriba abajo lo mismo que estamos viendo con nuestros ojos, ha de sentirse por necesidad muy descorazonado al abrir un libro de historia o de viajes o al leer los periódicos, particularmente los extranjeros.

Quien vive en el mismo tiempo y país de los acontecimientos tiene muchos medios para evitar el error: o ve las cosas por sí mismo o lee y oye muy diferentes relaciones que puede comparar entre sí, y como está en datos sobre los antecedentes de las personas y de las cosas, como trata continuamente con hombres de opuestos intereses y opiniones, como sigue de cerca el curso de la totalidad de los sucesos, no le es imposible, a fuerza de trabajos y discreción, el aclarar en algunos puntos la verdad. Pero ¿que será del desgraciado lector que mora allá en lejanos países y quizá a larga distancia de siglos y no tiene otro guía que el periódico u obra que, por casualidad, encuentra en un gabinete de lectura o en una biblioteca o que habrá adquirido por haber visto recomendados en alguna parte aquellos escritos u oído elogios de quien presumía entenderlos?

Tres son los conductos por los cuales solemos adquirir conocimiento de lo que pasa en tiempos y lugares distantes: los periódicos, las relaciones de los viajeros y las historias. Diré cuatro palabras sobre cada uno de ellos8.






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Capítulo IX

Los periódicos



§ I

Una ilusión


Creen algunos que, con respecto a los países donde está en vigor la libertad de imprenta, no es muy difícil encontrar la verdad, porque teniendo todo linaje de intereses y opiniones, algún periódico que les sirve de órgano, los unos desvanecen los errores de los otras, brotando del cotejo la luz de la verdad. «Entre todos lo saben todo y lo dicen todo; no se necesita más que paciencia en leer, cuidado en comparar, tino en discernir y prudencia en juzgar». Así discurren algunos. Yo creo que esto es pura ilusión, y lo primero que asiento es que, ni con respecto a las personas ni a las cosas, los periódicos no lo dicen todo, ni con mucho, ni aun aquello que saben bien los redactores, hasta en los países más libres.




§ II

Los periódicos no lo dicen todo sobre las personas


Estamos presenciando a cada paso que los partidarios de lo que se llama una notabilidad la ensalzan con destemplados elogios, mientras sus adversarios la regalan a manos llenas los dictados de ignorante, estúpido, inhumano, sanguinario, tigre, traidor, monstruo y otras lindezas por este estilo. El saber, los talentos, la honradez, la amabilidad, la generosidad y otras cualidades que le atribuían al héroe los escritores de su devoción, quedan en verdad algo ajadas con los cumplimientos de sus enemigos; pero al fin, ¿qué sacáis en limpio de esta barahúnda? ¿Qué pensará el extranjero que ha de decidirse por uno de los extremos o adoptar un justo medio a manera de árbitro arbitrador? El resultado es andar a tientas y verse precisado o a suspender el juicio o a caer en crasos errores. La carrera pública del hombre en cuestión no siempre está señalada por actos bien caracterizados, y, además, lo que haya en ellos de bueno o malo no siempre es bien claro si debe atribuirse a él o a sus subalternos.

Lo curioso es que, a veces, entre tanta contienda, la opinión pública en ciertos círculos, y quizá en todo el país, está fijada sobre el personaje; de suerte que no parece sino que se miente de común acuerdo. En efecto; hablad con los hombres que no carecen de noticias, quizá con los mismos que le han declarado más cruda guerra: «Lo que es talento -oiréis- nadie se lo niega; sabe mucho y no tiene malas intenciones; pero ¿qué quiere usted?..., se ha metido en eso y es preciso desbancarle; yo soy el primero en respetarle como a persona privada, y ojalá que nos hubiese escuchado a nosotros; nos hubiera servido mucho y habría representado un papel brillante». ¿Veis a esa otro tan honrado, tan inteligente, tan activo y enérgico, que, al decir de ciertos periódicos, él, y sólo él, puede apartar la patria del borde del abismo? Escuchad a los que le conocen de cerca y tal vez a sus más ardientes defensores: «Que es un infeliz ya lo sabemos; pero, al fin, es el hombre que nos conviene, y de alguien nos hemos de valer. Se le acusa de impuros manejos; esto ¿quién lo ignora? En el Banco A tiene puestos tales fondos, y ahora va a hacer otro tanto en el Banco B. En verdad que roba de una manera demasiado escandalosa; pero, mire usted, esto es ya tan común..., y, además, cuando le acusan nuestros adversarios no es menester que uno le deje en las astas del toro. ¿No sabe usted la historia de ese hombre? Pues yo le voy a contar a usted su vida y milagros...». Y se nos refieren sus aventuras, sus altos y bajos, y sus maldades o miserias, o necedades y desde entonces ya no padecéis ilusiones y juzgáis en adelante con seguridad y acierto.

Estas proporciones no las disfrutan por lo común los extranjeros, ni los nacionales que se contentan con la lectura de los periódicos, y así, creyendo que la comparación de los de opuestas opiniones les aclara suficientemente la verdad, se forman los más equivocados conceptos sobre los hombres y las cosas.

El temor de ser denunciados, de indisponerse con determinadas personas, el respeto debido a la vida privada, el decoro propio y otros motivos semejantes impiden a menudo a los periódicos el descender a ciertos pormenores y referir anécdotas que retratan al vivo al personaje a quien atacan, sucediendo a veces que con la misma exageración de los cargos, la destemplanza de las invectivas y la crueldad de las sátiras no le hacen, ni con mucho, el daño que se le podría hacer con la sencilla y sosegada exposición de algunos hechos particulares.

Los escritores distinguen casi siempre entre el hombre privado y el hombre público; esto es muy bueno en la mayor parte de los casos porque de otra suerte la polémica periodística, ya demasiado agria y descompuesta, se convirtiera bien pronto en un lodazal donde se revolverían inmundicias intolerables; pero esto no quita que la vida privada de un hombre, no sirva muy bien para conjeturar sobre su conducta en los destinos públicos. Quien en el trato ordinario no respeta la hacienda ajena, ¿creéis que procederá con pureza cuando maneje el erario de la nación? El hombre de mala fe, sin convicciones de ninguna clase, sin religión, sin moral, ¿creéis que será consecuente en los principios político que aparenta profesar, y que en sus palabras y promesas puede descansar tranquilo el Gobierno que se vale de sus servicios? El epicúreo por sistema que en su pueblo insultaba sin pudor el decoro público, siendo mal marido y mal padre, ¿creéis que renunciará a su libertinaje cuando se vea elevado a la magistratura y que de su corrupción y procacidad nada tendrán que temer la inocencia y la fortuna de los buenos, nada que esperar la insolencia y la injusticia de los malos? Y nada de esto dicen los periódicos, nada pueden decir, aunque les conste a los escritores sin ningún género de duda.




§ III

Los periódicos no lo dicen todo sobre las cosas


Hasta en política no es verdad que los periódicos lo digan todo. ¿Quién ignora cuánto distan, por lo común, las opiniones que se manifiestan en amistosa conversación de lo que se expresa por escrito? Cuando se escribe en público hay siempre algunas formalidades que cubrir y muchas consideraciones que guardar; no pocos dicen lo contrario de lo que piensan, y hasta los más rígidos en materia de veracidad se hallan a veces precisados, ya que no a decir lo que piensan, al menos a decir mucho menos de lo que piensan. Conviene no olvidar estas advertencias, si se quiere saber algo más en política de lo que anda por ese mundo como moneda falsa de muchos reconocida, pero recíprocamente aceptada, sin que por esto se equivoquen los inteligentes sobre su peso y ley9.






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Capítulo X

Relaciones de viaje



§ I

Dos partes muy diferentes en las relaciones de viajes


En esta clase de escritos deben distinguirse dos partes: las descripciones de objetos que ha visto o escenas que ha presenciado el viajero y las demás noticias y observaciones de que llena su obra. Por lo tocante a lo primero, conviene recordar lo que se ha dicho sobre la veracidad, añadiéndose dos advertencias: 1ª. Que la desconfianza de la fidelidad de los cuadros debe guardar alguna proporción con la distancia del lugar de la escena, por aquello: «De luengas tierras, luengas mentiras». 2ª. Que los viajeros corren riesgo de exagerar, desfigurar y hasta fingir, haciendo formar ideas muy equivocadas sobre el país que describen por el vanidoso prurito de hacerse interesantes y de darse importancia contando peregrinas aventuras.

En cuanto a las demás noticias y observaciones no es dable reducir a reglas fijas el modo de distinguir la verdad del error, mayormente siendo imposible esta tarea en muchísimos casos. Pero será bien presentar reflexiones que llenen de algún modo el vacío de las reglas, inspirando prudente desconfianza y manteniendo en guardia a los inexpertos e incautos.




§ II

Origen y formación de algunas relaciones de viajes


¿Cómo se hacen la mayor parte de los viajes? Pasando no más que por los lugares más famosos, deteniéndose algún tanto los puntos principales y atravesando el país intermedio tan rápidamente como es posible, pues a ello instigan tres causas poderosas: ahorrar tiempo, economizar dinero y disminuir la molestia. Si el país es culto, con buenos caminos, con canales, ríos y costas de pronta navegación, el viajero salta de una capital a otra disparándose como una flecha; dormitando con el mecimiento del coche o de la nave y asomando la cabeza por la portezuela para recrearse con la vista de algún bello paisaje o paseándose sobre cubierta contemplando las orillas del río, cuya corriente le arrebata. Resulta de ahí que todo el país intermedio queda completamente desconocido, en cuanto concierne a ideas, religión, usos y costumbres. Algo ve sobre la calidad del terreno y los trajes de los moradores, porque ambos objetos se le ofrecen a los ojos; pero, hasta en estas cosas, si el viajero no es cauto y pretende hablar en general, podrá dar a sus lectores las noticias más falsas y extravagantes. Si de aquí a algunos años logramos navegar por el Ebro desde Zaragoza a Tortosa, el viajero que pintase el terreno y los trajes de Aragón y Cataluña ateniéndose a lo que hubiese visto en la ribera del río, por cierto que les proporcionaría a sus lectores copia desbaratada.

Ahora reflexione el aficionado a relaciones de viajes el caso que debe hacer de las detalladas noticias sobre un país de muchos millares de leguas cuadradas descrito por un viajero que le ha observado de la susodicha manera. «El que lo ha visto de cerca lo dice; así será, sin asomo de duda»; de esta suerte hablas, ¡oh crédulo lector!, pensando que en recoger aquellas noticias ha puesto tu guía gran trabajo y cuidado, pues yo te diré lo que podría muy bien haber sucedido, y otra vez no te dejarás engañar con tanta facilidad.

Llegado el viajero a la capital, tal vez con escaso conocimiento de la lengua, y quizá con ninguno, habrá andado atolondrado y confuso algunos días en el laberinto de calles y plazas, desplegando a menudo el plano de la ciudad, preguntando a cada esquina y saliendo del paso del mejor modo posible para encontrar la oficina de pasaportes, la casa de la Embajada y los sujetos para quienes lleva carta de recomendación. Este tiempo no es muy a propósito para observar, y si a ratos toma coche para librarse de cansancio y evitar extravío, tanto peor para los apuntes de su cartera; todo desfila a sus ojos con mucha rapidez; como linterna mágica, las ilusiones de los cuadros; recogerá muy gratas sensaciones pero no muchas noticias. Viene en seguida la visita de los principales edificios, monumentos, bellezas y preciosidades, cuyo índice encuentra en la guía; y o la capital no ha de ser de las mayores o se le han pasado muchos días en la expresada tarea. La estación se adelanta, es preciso todavía visitar otras ciudades, acudir a los baños, presenciar tal o cual escena en un punto lejano; el viajero ha de tomar la posta y correr a ejecutar en otra parte lo que acaba de practicar allí. A los pocos meses de su partida del suelo natal está ya de vuelta, y ordena durante el invierno sus apuntes, y en la primavera se halla de venta un abultado tomo sobre el viaje. Agricultura, artes, comercio, ciencia, política, ideas populares, religión, usos, costumbres, carácter, todo lo ha observado de cerca el afortunado viajero; en su libro se halla la estadística universal del país; creedle sobre su palabra y podréis ahorraros el trabajo de salir de vuestro gabinete sin que ignoréis los más pequeños y delicados pormenores.

¿Cómo ha podido adquirir tanta copia de noticias? Un Argos no bastara para ver y notar tanto en tan breve tiempo, y, además, ¿cómo habrá sabido lo que pasaba allí donde no ha estado, es decir, a centenares de leguas a derecha e izquierda de la carretera, canal o río por donde viajaba? Helo aquí. Cuando al dar los primeros rayos del sol a la portezuela del coche se habrá despertado y bostezando, y desperezándose habrá echado una ojeada sobre el país, que no se parece ya a lo que era el de anoche cruzando y arreglando las piernas, con el caballero de enfrente habrá trabado quizá la siguiente conversación:

-¿Usted conoce el país éste?

-Un poco.

-El pueblo aquél, ¿cómo se llama?

-Si mal no recuerdo es N.

-¿Los principales productos del país?

-N.

-¿La industria?

-N.

-¿Carácter?

-Flemático como el postillón.

-¿Riqueza?

-Como judíos.

Entretanto llega el coche al parador; el de las respuestas se marcha quizá sin despedirse, y sus informes, que se ignora de quién sean, figurarán cual datos positivos entre los apuntes del observador, que tendrá la humorada de afirmar que cuenta lo que ha visto.

Pero como estos recursos no son suficientes, y dejarían muy incompleta la descripción, recogerá cuidadosamente los trajes extraños, los edificios irregulares, las danzas grotescas que se le hayan ofrecido al paso, y heos aquí un cuadro de costumbres generales que nada dejará que desear. Sin embargo, aun hay otra mina que explotará el viajero y de donde sacará tal vez el principal tesoro. En los periódicos y en las guías encontrará en crecido número las noticias que ha meneste para formar su estadística; con los datos que de allí saque, puestos en orden diferente, intercalando alguna cosa de lo que ha visto u oído o conjeturado, resultará un todo, que se hará circular como fruto de los trabajos investigadores del viajero y en substancia no será más, en su mayor parte, que cuentos de un cualquiera y traducciones y plagios de periódicos y obras.

Para que no se extrañe la severidad con que trato a los autores de viajes, sin que por esto me proponga rebajar el mérito dondequiera que se halle, bastará recordar las necedades y disparates que han publicado algunos extranjeros que han viajado por España. Lo que a nosotros nos ha sucedido puede muy bien acontecer a otros pueblos, saliendo bien o mal parados, aplaudidos con exageración o criticados con injusticia, según el humor, las ideas y otras cualidades del ligero pintor que se empeñaba en sacar copia de originales que no había visto.




§ III

Modo de estudiar un país


La razón y la experiencia enseñan que para formar cabal concepto de una pequeña comarca y poderla describir tal como es, desde el aspecto material y el moral, es necesario estar familiarizado con la lengua, pasar allí larga temporada, abundar de relaciones, estar en trato continuo, sin cansarse de preguntar y observar. No creo que haya otro medio de adquirir noticias exactas y formar acertado juicio; lo demás es andarse en generalidades y llenar la cabeza de errores e inexactitudes. Hasta que se estudien los países de esta manera, hasta que se forme de esta suerte su estadística material y moral, no serán bien conocidos. Estarán pintados en los libros, como en los mapas muy pequeños que nos ofrecen a la vista dilatadas regiones: todo está cubierto de nombres, y de círculos, y de crucecitas, y de cordilleras de montañas, y de corrientes de ríos; pero medid con el compás las distancias y andaos por el mundo sin otra regla; a menudo creeréis estar muy cerca de una ciudad, de un río, de un monte que distan, sin embargo, nada menos que cien leguas.

En suma: ¿queréis adquirir noticias exactas sobre un país y formar de su estado concepto verdadero y cabal? Estudiadlo de la manera sobredicha o leed a quien hubiese estudiado de esta suerte: Y si no tuviereis proporción para ello, contentaos con cuatro cosas generales, que os sacarán airoso de una conversación con vuestros iguales en aquella clase de conocimientos; pero guardaos de asentar sobre estos datos un sistema filosófico, político o económico, y andad con tiento en lucir vuestra ciencia si os encontrarais con algún natural del país y no queréis exponeros a ser objeto de risa10.






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Capítulo XI

Historia



§ I

Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos


El estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos luchar con el sentido común.

Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.

¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen Londres y París?




§ II

Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. -Aplicaciones


Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha frecuencia el juicio.

¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?

Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias».

Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida, y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.




§ III

Algunas reglas para el estudio de la Historia


Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.

Regla 1ª

Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no.

Regla 2ª

En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.

Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.

Regla 3ª

Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII.)

Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.

¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las Constituyentes.

Regla 4ª

El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y juicio de los escritores.

Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni más ni menos de lo que hay.

Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y heroísmo en la resistencia».

Regla 5ª

Los anónimos merecen poca confianza.

El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?

Regla 6ª

Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.

Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas observaciones.

Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.

Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.

Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa rara.

Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un calabozo». El conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.

Regla 7ª

Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas de apócrifas o alteradas.

La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá desmentir.

Regla 8ª

Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale responsable de la obra.

Regla 9ª

Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.

Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.

Regla 10ª

En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas.

La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares11.






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Capítulo XII

Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres



§ I

Una clasificación de las ciencias


Conocidas las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un objeto, fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al orden de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las leyes necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al orden moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad humana, que llamaremos históricos o más propiamente sociales, o al de una providencia extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.

No insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad que en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es innegable que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo con que el entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de vista. Sin embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se apoya, he aquí presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.

Dios ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes constantes y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse filosofía natural.

Dios ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío, pero sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el orden moral y el objeto de la filosofía moral.

El hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y acontecimientos; he aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía social o, si se quiere, filosofía de la Historia.

Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.

Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle, apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y relaciones de los seres.




§ II

Prudencia científica y observaciones para alcanzarla


En el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la prudencia, muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta prudencia es de muy difícil adquisición; es también el costoso fruto de amargos y repetidos desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista algunas observaciones que pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.

Observación 1ª

La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre ella sabemos poco e imperfecto.

Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos. Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en penetrar objetos cerrados con sello inviolable.

Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la Naturaleza sin velo.

Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos, continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas, e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o desaparecen.

¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.

Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo forma parte de nuestra naturaleza.

Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las combinaciones de nuestra mente.

Observación 2ª

Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible y lo inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.

Es mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde luego si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.

El conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a causa de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la historia de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le manifiesta la impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A veces la misma naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión indica la imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una ojeada los datos que se han menester, conociendo la falta de los que no existen.

Observación 3ª

Como los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser también muy diferentes.

Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.

Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta no se eleva sobre miserables vulgaridades.

Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas, verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la imaginación y el sentimiento; las hay meramente especulativas, y las hay que por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.




§ III

Los sabios resucitadas


El lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se desentenderá en adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el espíritu de sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en la cual encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.

Ya supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de hombres célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos talentos e inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con amplia libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La mansión está preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman, aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia, África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat, Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael, Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre inmortal.

Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España, desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura. Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa, enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto, sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo. Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín, a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel en las galerías de cuadros y estatuas.

Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates de insensatos.

¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando: «Bien, muy bien, magnifico...»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda, y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto, no puede ser de otra manera...»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y tiende a desencantar la Naturaleza.

Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra, descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador, semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.

Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El pobre Linneo tenía recojidas unas florecitas y las estaba distribuyendo cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una pisada destruyen el trabajo de muchas horas.

En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no perdiesen sus títulos a la inmortalidad.

Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.

El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata12.






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Capítulo XIII

La buena percepción



§ I

La idea


Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.

¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera, que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse, la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea; percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es dable poner en duda, aquello se llama idea.

Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de sí mismo.




§ II

Regla para percibir bien


Percibiremos con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a lo que se nos ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el necesario tino para desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al objeto presente.

¿Se me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de abstracciones, nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su complicación y variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no más que como del encerado donde trazo los signos y las figuras, y del entendimiento como del ojo para mirar. Aclararé la regla proponiendo un ejemplo de los más sencillos: una de las definiciones elementales de la geometría.

La circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que no se trata aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido metáforico cuando se la aplica a objetos no geométriros, ni en un sentido lato y grosero, como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo, pues, considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden ideal al cual se aproximará más o menos la realidad.

Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado, o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginacíón de la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.

¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.

Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento, entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al sobresaliente.

-¿Qué es la circunferencia? -preguntáis al primero.

-Es esto que acabo de trazar.

-Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que la otra?

-¡Oh, no! Esta es así..., redonda..., aquí hay un punto...

-¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?

-Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro.

-¿Por qué la llamamos curva?

-Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.

-¿Por qué reentrante?

-Porque vuelve o entra en sí misma.

-Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?

-Sí, señor.

-¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?

-¡Ah! Sí, señor.

-¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?

-Porque... la circunferencia... porque...

En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones necesarias para formar una circunferencia.

Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad y tino de las aplicaciones.

-En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?

-Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si hablamos de superficies.

-Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?

-Me parece que sí..., porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta, que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos igualmente distantes de uno.

-Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?

-No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda una circunferencia, sino un arco.

-Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que será reentrante...

-No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia, y, sin embargo, no es reentrante.

-¿Y la palabra igualmente?

-Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así... sobre el encerado, tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A..., que señalo fuera de ella.

He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.

Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención, aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha equivocado al elegir su carrera.

Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición, etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje oratorio o poético.

Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.

-¡Esto es inimitable -exclama-; es imposible leerlo sin conmoverse profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!

-¡Oh!, sí -le contesta Eustaquio-; esto es muy hermoso; ya nos lo habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las reglas del arte.

Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo, aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la vezdad en este lugar es un conjunto de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita más que una facultad, cuando las necesita todas.




§ III

Escollo del análisis


Hasta en las materias donde no entran para nada la imaginación y el sentimiento conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu obligándole a sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter peculiar o por los objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No puede negarse que el análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve admirablemente en muchos casos para darles claridad y precisión; pero es menester no olvidar que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan bien el destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y analizar, Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que sensaciones; por el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas encontraban más que ideas puras, un refinado espiritualismo; Condillac pretende dar razón de los fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan sencillo como es el acercar una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado de todos los sentidos, excepto el olfato; Malebranche busca afanoso un sistema para explicar lo mismo, y, no encontrándole en las criaturas, recurre nada menos que a la esencia de Dios.

En el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que conducen su discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que, guiados por el hilo engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la causa, notaremos que esto procede de que no miran el objeto sino por una cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban, el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.




§ IV

El tintorero y el filósofo


Un hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico, y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las preciosas telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa presentaba mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones especiosas. Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos, cenicientos, parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos pedacitos de goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas estaban hirviendo, donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales iban echando unas hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a la calle. El tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias que andaba sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y revolviéndolo todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora acullá, cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso guardar el cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los ingredientes en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran número de materias y manufacturas de inestimable valor.

-Esto se va a desperdiciar todo -decía el analítico-. En esta cavuela hay el ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y que, además, da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para manchar, y cuyas señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta caldera hay el palo C, que podría servir para dar un color grosero y común, pero que no alcanzo cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra: examinando todo por separado, encuentro que usted emplea ingredientes contrarios a lo que usted se propone, y desde ahora doy por seguro que, en vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.

-Todo es posible, señor filósofo -decía el inexorable tintorero, tomando en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas sin compasión en las sucias y pestilentes calderas-; todo es posible, pero para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.

El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa. demostración debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico! Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul; otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el tintorero».




§ V

Objetos vistos por una sola cara


Entendimientos por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder lastimosamente por el prurito de desenvolver una serie de ideas que, no representando el objeto sino por un lado, acaban por conducir a resultados extravagantes. De aquí es que con la razón todo se prueba y todo se impugna; y a veces un hombre que tiene evidentemente la verdad de su parte se halla precisado a encastillarse en las convicciones y resistir con las armas, del buen sentido y cordura los ataques de un sofista que se abre paso por todas las hendiduras y se escurre al través de lo más sólido y compacto, como filtrándose por los poros. La misma sobreabundancia de ingenio produce este defecto, como las personas demasiado ágiles y briosas se mantienen difícilmente en un paso mesurado y grave.




§ VI

Inconvenientes de una percepción demasiado rápida


Es calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar prevenido contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con frecuencia a los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar el objeto; son como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la superficie de un estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan, mientras otras aves que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con pico calan muy adentro, hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el fondo.

El contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que escriban, suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es todavía peor, comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método, claridad y precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por sus principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden menos de acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que, imitados por otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces, superficialidad y ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco profunda regalando la vista con sus arenas de oro13.






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Capítulo XIV

El juicio



§ I

Qué es el juicio. -Manantiales de error


Para juzgar bien conduce poco el saber si el juicio es un acto distinto de la percepción o si consiste simplemente en percibir la relación de dos ideas. Prescindiré, pues, de estas cuestiones, y sólo advertiré que, cuando interiormente decimos que una cosa es o no es, o que es o no es de esta o de aquella manera, entonces hacemos un juicio. Así lo entiende el uso común; y para lo que nos proponemos, esto nos basta.

La falsedad del juicio depende muchas veces de la mala percepción; así, lo que vamos a decir, aunque directamente encaminado al modo de juzgar bien, conduce no poco a percibir bien.

La proposición es la expresión del juicio.

Los falsos axiomas, las proposiciones demasiado generales, las definiciones inexactas, las palabras sin definir, las suposiciones gratuitas, las preocupaciones en favor de una doctrina son abundantes manantiales de percepciones equivocadas o incompletas y de juicios errados.




§ II

Axiomas falsos


Toda ciencia ha menester un punto de apoyo, y quien se encarga de profesarla busca con tanto cuidado este punto como el arquitecto asienta el fundamento sobre el cual ha de levantar el edificio. Desgraciadamente, no siempre se encuentra lo que se necesita, y el hombre es demasiado impaciente para aguardar que los siglos que él no ha de ver proporcionen a las generaciones futuras el descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en vez de construir sobre la realidad, edifica sobre las creacioncs de su pensamiento. A fuerza de cavilar y autilizar llega hasta el punto de alucinarse a sí mismo, y lo que al principio fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni consistencia, se convierte en verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían demasiado; lo más sencillo es asentar una proposición universal: he aquí el axioma. Vendrán luego numerosos casos que no se comprenden en él, nada importa: con este objeto se halla concebido en términos generales y confusos o ininteligibles para que, interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en su fondo todas las excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa reputación. Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un raciocinio extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una dificultad apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad de lo que se defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con fragorosa ruina, se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el cimiento es firme, es un axioma, y un axioma es un principio de eterna verdad».

Para merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente al espíritu como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida distancia y en medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente convencido desde que se le ofrece, y una vez comprendido el significado de los términos con que se le anuncia, no debe ser admitido en esta clase. Viciadas las ideas por un axioma falso, vense todas las cosas muy diferentes de lo que son en sí, y los errores son tanto más peligrosos cuanto el entendimiento descansa en más engañosa seguridad.




§ III

Proposiciones demasiado generales


Si nos fuese conocida la esencia de las cosas podríamos asentar con respecto a ella proposiciones universales, sin ningún género de excepción, porque siendo la esencia la misma en todos los seres de una misina especie, claro es que lo que del uno afirmásemos sería igualmente aplicable a todos. Pero como de lo tocante a dicha esencia conocemos poco y de una manera imperfecta, y muchas veces nada, es de ahí que por lo común no es posible hablar de los seres sino con relación a las propiedades que están a nuestro alcance y de las que a menudo no discernimos si están radicadas en la esencia de la cosa o si son puramente accidentales. Las proposiciones generales se resienten de este defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y juzgamos, no pueden extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido. De donde resulta que sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez descubrimos que se había tomado por regla lo que no era más que excepción. Esto sucede aun suponiendo mucho trabajo de parte de quien establece la proposición general; ¿qué será si atendemos a la ligereza con que se las suele formar y emitir?




§ IV

Las definiciones inexactas


De éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven de luz para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar el raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones que pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se levantan los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra tomándolas por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación de la esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada, la incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la última.

Lo que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional, porque la naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le damos por los motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en muchos casos definir la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que entendemos cuando hablamos de ella, o, en otros términos, deberíamos definir la palabra con que pretendemos expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no conozco su naturaleza, y, por tanto, si me preguntan su definición no podré darla. Pero sé muy bien a qué me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y así me será fácil explicar lo que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé. ¿Qué entiende usted por la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el día y cuya desaparición produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las palabras mal definidas.




§ V

Palabras mal definidas. -Examen de la palabra «igualdad»


En la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy natural que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda explicarlo. Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los capaces de fijar el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de la que reina en las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada paso una disputa acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio nada común; dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y rechacen una y mil veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si os queréis atravesar de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos, tornad la palabra que expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a cada uno: «¿Qué entiende usted por esto?». «¿Qué sentido da usted a esta palabra?». Os acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán sin saber qué responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas, inconexas, manifestando bien a las claras que los habéis salido de improviso, que no esperaban el ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera vez que se ocupan, mal de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido de una palabra que en un cuarto de hora han empleado centenares de veces y de que estaban haciendo infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no acontece y que cada cual da con facilidad y presteza la explicación pedida: estad seguro que el uno no aceptará la definición del otro, y que la discordancia que antes versaba, o parecía versar, sobre el fondo de la cuestión se trasladará de repente al nuevo terreno, entablándose disputa sobre el sentido de la palabra. He dicho o parecía versar porque si bien se ha observado el giro de la discusión, se habrá echado de ver que bajo el nombre de la cosa se ocultaba con frecuencia el significado de la palabra.

Hay ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y muy diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas adrede para confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de lo que significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que lastima a los buenos pensadores.

«La igualdad de los hombres -dirá un declamador- es una ley establecida por el mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos suspirando; la Naturaleza no hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y nobles, y la religión nos enseña que todos tenemos un mismo origen y un mismo destino. La igualdad es obra de Dios; la desigualdad es obra del hombre; sólo la maldad ha podido introducir en el mundo esas horribles desigualdades de que es víctima el linaje humano; sólo la ignorancia y la ausencia del sentimiento de la propia dignidad han podido tolerarlas». Esas palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no puede negarse que hay en ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores capitales y verdades palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso, seductor para los incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una algarabía ridícula. ¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en sentidos muy diferentes, la aplica a objetos que distan tanto como cielo y tierra y pasa a una deducción general con entera seguridad, como si no hubiese riesgo de equivocación.

¿Queremos reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos hacerlo.

-¿Qué entiende usted por igualdad?

-Igualdad, igualdad..., bien claro está lo que significa.

-Sin embargo, no será de más que usted nos lo diga.

-La igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.

-Pero ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios, porque dos hombres de seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será posible que sean muy desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es barrigudo, como el gobernador de la ínsula de Barataria, y el otro seco de carnes, como el caballero de la Triste Figura. Además, dos hombres pueden ser iguales o desiguales en saber, en virtud, en nobleza y en un millón de cosas más; conque será bien que antes nos pongamos de acuerdo en la acepción que da usted a la palabra igualdad.

-Yo hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida por el mismo Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.

-¿Así, no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos iguales?

-Cierto.

-Ya; pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros endebles; a unos hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos de ingenio despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a otros violentas; a unos...; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la igualdad natural de que usted nos habla?

-Pero estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos...

-Pasando por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de la cuestión, abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza, también hay sus inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a usted si el niño de pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?

-Usted finge absurdos...

-No, señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de derechos; si no es así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles debe entenderse la igualdad y de cuáles no.

Bien claro es que ahora tratamos de la igualdad social.

-No trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que hablaba usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de una trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto: ¿en qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes? Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al cabo de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro y estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces se desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto al hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?

-Esto es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la ley.

-Nueva retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que contravenga sufrirá la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días de cárcel. El rico paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no tiene un maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante la ley?

-Pues yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no resultase nunca esta desigualdad.

-Pero entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para huecos del presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a usted que no es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad. Demos que para una transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos hombres han incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es opulento banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los diez mil reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?

-No, por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?

-De ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que la desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal, encontraremos la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la vergüenza pública son penas que el hombre falto de educación y del sentimiento de dignidad sufre con harta indiferencia, sin embargo, un criminal que perteneciese a cierta categoría preferiría mil veces la muerte. La pena debe ser apreciada no por lo que es en sí, sino por el daño que causa al paciente y la impresión con que le afecta, pues de otro modo desaparecerían los dos fines del castigo: la expiación y el escarmiento. Luego una misma pena, aplicada a criminales de clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el nombre, entrañando una desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en estos inconvenientes hay mucho de irremediable, pero reconozcamos estas tristes necesidades y dejémonos de ponderar una igualdad imposible.

La definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que de ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de antemano, pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y morimos de una misma manera.




§ VI

Suposiciones gratuitas. -El despeñado


A falta de un principio general, tomamos a veces un hecho que no tiene más verdad y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos sistemas para explicar los fenómenos de la Naturaleza? De una suposición gratuita que el inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre que se empeñan en explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de causas, pero no se ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido proceder; es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me explica, satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el conocimiento de la realidad de las cosas.

Este vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia que vade la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se cree, sobre todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o sucesión de los hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a saber si ha existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que se pretende dar razón.

Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la catástrofe: una caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto será el mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique más satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están contemplando la desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced que se presente el más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de otra manera..., como si lo estuviese mirando...; no hay testigos, no puede probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe».

Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver, el infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto concluído: este hombre se ha suicidado. Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su casa...; además, que un asesinato no se comete de esta manera... Una desgracia es imposible, porque él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era hombre que anduviese precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre estaba acosado por sus acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna carta apremiante y no habrá podido resistir más.

-Vamos, vamos -responderá el mayor número-, cosa clara, y tiene usted razón, cabalmente es hoy día de correo...

Llega el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la cartera del difunto.

-Dos cartas.

-¿No lo decía yo?... El correo de hoy...

-La una es de N, su corresponsal en la plaza N.

-Vamos; cabalmente, allí tenía sus aprietos.

-Dice así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la reunión consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede usted vivir tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún tanto los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted su fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he creído que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan satisfactoria noticia. Entretanto, etc.. etc.». No hay por qué matarse.

-¿La otra?

-Es de su hijo...

-Malas noticias debió de traer...

-Dice así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de mi desembarco estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N. Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su turbación y me he apoderado de toda su correspondencia. Mientras me ocupaba de esto ha tomado el portante e ignoro su paradero. Todo se ha salvado, excepto algún desfalco que calculo de poca consideración. Voy corriendo porque la embarcación que sale va a darse a la vela, etc., etc.».

El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido, todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una explicación satisfactoria.

-¿Si podrá ser un asesinato?...

-Claro es, porque con este correo..., y además este hombre no carecía de enemigos.

-El otro día su colono N. le amenazó terriblemente.

-Y es muy malo.

-¡Oh, terrible!... Está acostumbrado a la vida bandolera... Vamos, tiene atemorizada la vecindad...

-¿Y cómo estaban ahora?

-A matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y hablaban ambos muy recio.

-Y el colono ¿solía, andar por aquí?

-Siempre; a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino que esto sea dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el bosque; el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro día a pique de darse de garrotazos. Miren ustedes... Sino que uno no debe perder a un infeliz... Casi cada día estaban en pendencias en este mismo lugar.

-Entonces no hable usted más... ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se prueba?...

-Y hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por allí su apero..., y se conoce que ha trabajado hoy mismo... Vamos, ya no cabe duda, es evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.

Llega uno del pueblo.

-¡Qué desgracia!

-¿No lo sabía usted?

-No, señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle por si se apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía...

-¿Preso?...

-Sí, señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de palabras y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan matón...

-¿Y no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el difunto en la calle?

-Pues ¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí...

Nuevo chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono; nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir la realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.




§ VII

Preocupación en favor de una doctrina


He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la verdadera rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.

El hombre dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en las cosas, lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la mayor buena fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando, por la causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se ha recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y otras circunstancias semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.

Apenas dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos ofrecieron ciertos axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas proposiciones como sostenidas por demostraciones irrefragables, y las razones que militaban por la otra parte nunca se nos hizo considerarlas como pruebas que examinar, sino como objeciones que soltar. ¿Había alguna de nuestras razones que claudicaba por un lado? Se acudía, desde luego, a sostenerla, a manifestar que en tolo caso no era aquélla la única, que estaba acompañada de otras cuniplidamente satisfactorias y que, si bien ella sola quizá no bastaría no obstante, añadida a las demás, no dejaba de pesar en la balanza y de inclinarla más y más a favor nuestro. ¿Presentaban los adversarios alguna dificultad de espinosa solución? El número de las respuestas suplía a su solidez. El gravísimo autor A contesta de esta manera, el insigne B de otra, el sabio C de tal otra; cualquiera de las tres es suficiente; escójase la que mejor parezca, con entera seguridad de que el Aquiles de los adversarios habrá recibido la herida en el tendón. No se trata de convencer, sino de vencer; el amor propio se interesa en la contienda, y conocidos son los infinitos recursos de este maligno agente. Lo que favorece se abulta y exagera; lo que obsta se disminuye, se desfigura u oculta; la buena fe protesta algunas veces desde el fondo del alma, pero su voz es ahogada y acallada con una palabra de paz en encarnizado combate.

Si así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos se hayan visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que sus adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se distinguían por su entereza cristiana.

Las causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a otros al error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía».

Por este motivo, cuando se trata de convencer a otros, es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor propio; importa sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada perderá en reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que se confiese vencido.

Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la verdad; en vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que se dé a partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades desagradables14.






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Capítulo XV

El raciocinio



§ I

Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica


Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré sobre la verdad de éstos, pero dudo mucho que la utilidad de aquéllas sea tanta como se ha pretendido. En efecto; es innegable que las cosas que se identifican con una tercera se identifican entre sí; que de dos cosas que se identifican entre sí si la una es distinta de una tercera lo será también la otra; que lo que se afirma o niega de todo un género o especie debe afirmarse o negarse del individuo contenido en ellos, y, además, es también mucha verdad que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicación y no puedo convencerme de que sean de grande utilidad en la práctica.

En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento cierta precisión, que puede servir, en algunos casos, para concebir con más claridad y atender a los vicios que entrañe un discurso; bien que a veces esta ventaja quedará neutralizada con las inconvenientes acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte y no acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.




§ II

El silogismo. -Observaciones sobre este instrumento dialéctico


Formaremos cabal concepto de la utilidad de dichas reglas si consideramos que quien raciocina no las recuerda si no se ve precisado a formular un argumento a la manera escolástica, cosa que, en la actualidad, ha caído en desuso. Los alumnos aprenden a conocer si tal o cual silogismo peca contra esta o aquella regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al salir de la escuela nunca encuentran nada que a ellos se parezca. «Toda virtud es loable; la justicia es virtud, luego es loable». Está muy bien; pero cuando se me ofrece discernir si en tal o cual acto se ha infringido la justicia y la ley tiene algo que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia, analizando los altos principios en que estriba y las utilidades que su imperio acarrea al individuo y a la sociedad, ¿de qué me servirá dicho ejemplo u otros semejantes? Los teólogos y juristas quisiera que me dijesen si en sus discursos les han servido mucho las decantadas reglas.

«Todo metal es mineral; el oro es metal, luego es mineral». «Ningún animal es insensible; los peces son animales, luego no son insensibles». «Pedro es culpable». «Esta onza de oro no tiene el debido peso; esta es la que Juan me ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido peso». Estos ejemplos, y otros por el mismo tenor, son los que suelen encontrarse en las obras de lógica que dan reglas para los silogismos, y yo no alcanzo qué utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.

La dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades, más propias para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el discurso se traslada de los ejemplos a la realidad no encuentra nada semejante, y entonces o se olvida completamente de las reglas o, después de haber ensayado el aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la enojosa e inútil tarea. Cierto sujeto, muy conocido mío, se había tomado el trabajo de examinar todos sus discursos a la luz de las reglas dialécticas; no sé si en la actualidad conservará todavía este peregrino humor; mientras tuve ocasión de tratarle no observé que alcanzase gran resultado.

Analicemos algunos de estos ejemplos y comparémoslos con la práctica.

Trátase de la pertenencia de una posesión. Todos los bienes que fueron de la familia N debieron pasar a la familia M; pero el mucho tiempo transcurrido y otras circunstancias hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que esta última se halla en posesión, fundándose en que sus derechos a ella le vienen de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el siguiente: Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así que el manso B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no complicar, supondremos que no haya dificultad en la primera proposición, o sea en la mayor, y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir, que le incumbe probar que efectivamente el manso B perteneció a la familia N.

Todo el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se prueba la menor o no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo?, ¿sirve de nada el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada uno? Cuando se haya llegado a probar que el manso B perteneció a la familia N, ¿será menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima poseedora? El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deducción, que las reglas dadas para sacarla más bien que otra cosa parecerán un puro entretenimiento especulativo. No estará el trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos para probar que el manso B perteneció realmente a la familia N, en interpretar cual conviene las cláusulas del testamento, donación o venta por donde lo había adquirido; en esto y en otros puntos consistirá la dificultad; para esto sería necesario agudizar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas a fin de discernir la verdad entre muchos y complicados y contradictorios documentos. Gracioso sería, por lo demás, el preguntar a los abogados y al juez cuántas veces han pensado en semejantes reglas cuando seguían con ojo atento el hilo que debía, respectivamente, conducirlos al objeto deseado.

«La moneda que no reúne las calidades prescritas por la ley no debe recibirse; esta onza de oro no las tiene, luego, no debe recibirse». El raciocinio es tan concluyente como inútil. Cuando yo esté bien instruido de las circunstancias exigidas por la ley monetaria vigente, y además haya experimentado que esta onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador sin discursos; y si se traba disputa no versará sobre la legitimidad de la consecuencia, sino sobre si a tantos o cuantos gramos de déficit se ha de tomar todavía, si está bien pesada o no, si lleva esta o aquella señal y otras cosas semejantes.

Cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos. Se presenta una idea, se la concibe con más o menos claridad; en ella se ve contenida otra u otras; con éstas se suscita el recuerdo de otras, y así se va caminando con suavidad, sin cavilaciones sin embarazarse a cada paso con la razón de aquello que se piensa.




§ III

El entimema


La evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas de argumentación el entimema, el cual no es más que un silogismo en que se calla, por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó a los dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo a cada paso, pues pudieron notar que en la práctica se omitía, por superfluo, el presentar por extenso todo el hilo del raciocinio. Así, en el último ejemplo, el silogismo por extenso sería el que se ha puesto al principio, pero en forma de entimema se convertiría en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por la ley; luego no debo recibirla»; o, en estilo vulgar y más conciso y expresivo: «No la tomo, es corta».




§ IV

Reflexiones sobre el término medio


Todo el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un término medio para deducir la relación que tienen entre sí. Cuando se conocen ya y se tienen presentes esos extremos y ese término medio; nada más sencillo que hacer la comparación; pero cabalmente entonces ya no es necesaria la regla, porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo se encuentra ese término medio?¿Cómo se conocen los dos extrernos cuando se hacen investigaciones sobre un objeto del cual se ignora lo que es? Sé muy bien que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendría tal calidad; pero el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y, por tanto, no pienso en uno de los dos extremos; ni, aun cuando pensara en ello, me encuentro con medios de comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el hombre que pasa por su lado fuera el asesino a quien persigue desde mucho tiempo, debería enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al culpable no piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el individuo que está presente, no puede condenarle, por falta de pruebas. Tiene los dos extremos, mas no el término medio; término que no se le ofrecerá ciertamente bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria, su residencia ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en la actualidad, el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato, testigos que le vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la víctima; su traje, estatura, fisonomía; señales sangrientas que se han notado en su ropa, el puñal escondido, el azoramiento con que llegó a deshora a su casa pocos momentos después del desastre, algunas prendas que se han encontrado en su poder y que se parecen mucho a otras que tenía el difunto, sus contradicciones, su reconocida enemistad con el asesinado; he aquí los términos medios, o más bien un conjunto de circunstancias que han de indicar si el preso es el verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del silogismo? Ahora habrá que atender a una palabra, después a un hecho; aquí se habrá de examinar una señal, más allá se habrán de cotejar dos o más coincidencias. Será preciso atender a las cualidades físicas, morales y sociales del individuo; será necesario apreciar el valor de los testigos; en una palabra, deberá el juez revolver la atención en todas direcciones, fijarla sobre mil y mil objetos diferentes y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no dejar sin castigo al culpable o no condenar al inocente.

Lo diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de dialéctica de nada sirven para la práctica; quien creyese que con aquel mecanismo ha aprendido a pensar, puede estar persuadido de que se equivoca. Si lo que acabo de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.




§ V

Utilidad de las formas dialécticas


Sin embargo de lo dicho, no negaré que esas formas dialécticas sean útiles, aun en nuestro tiempo, para presentar con claridad y exactitud el encadenamiento de las ideas en el raciocinio, y que si no valen mucho como medio de invención, sean a veces provechosas como conducto de enseñanza. Así es que, lejos de pretender que se las destierre del todo de las obras elementales, conviene que se las conserve, no en toda su sequedad, pero sí en todo su vigor. Nervos et ossa las llamaba Melchor Cano con mucha oportunidad; no se destruyan, pues, esos nervios y huesos; basta cubrirlos con piel blanda y colorada para que no repugnen ni ofendan. Porque es preciso confesar que ahora, a fuerza de desdeñar las formas, se cae en el extremo opuesto, sumamente dañoso al adelanto de las ciencias y a la causa de la verdad. Antes los discursos eran descarnados en demasía; presentaban, por decirlo así, desnuda la armazón; pero ahora tanto es el cuidado de la exterioridad, tal el olvido de lo interior, que en muchos discursos no se encuentran más que palabras, que serían bellas si serlo pudieran palabras vacías. Con el auxilio de las formas dialécticas traveseaban en demasía los ingenios sutiles y cavilosos; con las formas oratorias se envuelven a menudo los espíritus huecos. Est modus in rebus15.






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Capítulo XVI

No todo lo hace el discurso



§ I

La inspiración


Es un error el figurarse que los grandes pensamientos son hijos del discurso; éste, bien empleado, sirve algún tanto para enseñar, pero poco para inventar. Casi todo lo que el mundo admira de más feliz, grande y sorprendente es debido a la inspiración, a esa luz instantánea que brilla de repente en el entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le viene. Inspiración, la apellido, y con mucha propiedad, porque no cabe nombre más adaptado para explicar este admirable fenómeno.

Está un matemático dando vueltas a un intrincado problema; se ha hecho cargo de todos los datos, nada le queda que practicar de lo que para semejantes casos está prevenida. La resolución no se encuentra; se han tanteado varios planteos y a nada conducen. Se han tomado al acaso diferentes cantidades por si se da en el blanco; todo es inútil. La cabeza está fatigada, la pluma descansa sobre el papel, nada escribe. La atención del calculador está como adormecida de puro fija; casi no sabe si piensa. Cansado de forcejear, por abrir una puerta tan bien cerrada, parece que ha desistido de su empeño y que se ha sentado en el umbral aguardando si alguien abrirá por la parte de adentro. «Ya lo veo -exclama de repente-; esto es...». Y, cual otro Arquímedes, sin saber lo que le sucede, saltaría del baño y echaría a correr gritando: «¡Lo he encontrado!... ¡Lo he encontrado!».

Acontece a menudo que después de largas horas de meditación no se ha podido llegar a un resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído, ocupado en asuntos totalmente diferentes, se le presenta de improviso la verdad como una aparición misteriosa. Hallábase Santo Tomás de Aquino en la mesa del rey de Francia, y como no debía de ser malcriado y descortés, no es regular que escogiese aquel puesto para entregarse a meditaciones profundas. Pero antes de la hora del convite estaría en la celda ocupado en sus ordinarias tareas, aguzando las armas de la razón para combatir a los enemigos de la Iglesia. Natural es que le sucediese lo que suelen experimentar todos los que tienen por costumbre penetrar en el fondo de las cosas, que aun cuando han dejado la meditación en que estaban embebidos, se les ocurre con frecuencia el punto en cuestión, como si viniese a llamar a la puerta, preguntando si le toca otra vez el turno. Y he aquí que, sin saber cómo, se siente inspirado, ve lo que antes no veía, y, olvidándose de que estaba en la mesa del rey, da sobre ella una palmada, exclamando: «¡Esto es concluyente contra los maniqueos!...».




§ II

La meditación


Cuando el hombre se ocupa en comprender algún objeto muy difícil, tan lejos está de andar con la regla y compás en la mano para dirigir sus meditaciones, que las más de las veces queda absorto en la investigación, sin advertir que medita, ni aun que existe. Mira las cosas ahora por un lado, después por otro; pronuncia interiormente el nombre de aquella que examina; da una ojeada a lo que rodea el punto principal; no se parece a quien sigue un camino trillado, como sabiendo el término a que ha de llegar, sino a quien, buscando en la tierra un tesoro cuya existencia sospecha, pero de cuyo lugar no está seguro, anda excavando, acá y acullá, sin regla fija.

Y, si bien se observa, no puede suceder de otra manera, cuando ya de antemano no se conoce la verdad que se busca. El que tiene a la vista un pedazo de mineral cuya naturaleza conoce, cuando trate de manifestar a otros lo que él sabe sobre la misma, se valdrá del procedimiento más sencillo y más adaptado para el efecto. Pero, si no tuviese dicho conocimiento, entonces le revolvería y miraría repetidas aquel indicio formaría sus conjeturas, y, al fin, echaría mano de experimentos a propósito no para manifestar que es tal, sino para descubrir cuál es.




§ III

Invención y enseñanza


De esto nace la diferencia entre el método de enseñanza y el de invención; quien enseña sabe adónde va y conoce el camino que ha de seguir, porque ya le ha recorrido otras veces; mas el que descubre, tal vez no se propone nada determinado, sino examinar lo que hay en el objeto que le ocupa; quizá se prefija un blanco, pero ignorando si es posible alcanzarle o dudando si existe, si es más que un capricho de su imaginación; y, en caso de estar seguro de su existencia, no conoce el sendero que a él le ha de conducir.

Por este motivo los más elevados descubrimientos se enseñan por principios muy diferentes de los que guiaron a los inventores; y el cálculo infinitesimal es debido a la geometría, y ahora se llega a sus aplicaciones geométricas por una serie de procedimientos puramente algebraicos. Así, se levanta en una cordillera de escarpadas montañas un picacho inaccesible, donde, al parecer, se divisan algunos restos de un antiguo edificio; un hombre curioso y atrevido concibe el designio de subir allá; mira, tantea, trepa por altísimos peñascos, se escurre por pasadizos impracticables, se aventura por el estrechísimo borde de espantosos derrumbaderos, se ase de endebles plantas y carcomidas raíces y, al fin, cubierto de sudor y jadeando de cansancio, toca la deseada cumbre y, levantando los brazos, clama con orgullo: «¡Ya estoy arriba!». Entonces domina de una ojeada todas las vertientes de las cordilleras, lo que antes no veía sino por partes ahora lo ve en su conjunto; mira hacia los puntos por donde había tanteado, ve la imposibilidad de subir por allí y se ríe de su ignorancia. Contempla las escabrosidades por donde acaba de atravesar, y se envanece de su temeraria osadía. Y ¿cómo será posible que por estas malezas suban los que te están mirando? Pero ved ahí un sendero muy fácil; desde abajo no se descubre, desde arriba sí. Da muchos rodeos, es verdad; se ha de tomar a larga distancia, pero es accesible hasta a los más débiles y menos atrevidos. Entonces desciende corriendo, se reúne con los demás, les dice: «Seguidme», los conduce a la cima, sin cansancio ni peligro, y allí les hace disfrutar de la vista del monumento y de los magníficos alrededores que el picacho domina.




§ IV

La intuición


Mas no se crea que las tareas del genio sean siempre tan laboriosas y pesadas. Uno de sus caracteres es la intuición, el ver sin esfuerzo lo que otros no descubrían sino con mucho trabajo, el tener a la vista el objeto inundado de luz cuando los demás están en tinieblas. Ofrecedle una idea, un hecho, que quizá para otros serán insignificantes; él descubre mil y mil circunstancias y relaciones antes desconocidas. No había más que un pequeño círculo, y al clavarse en él la mágica mirada, el círculo se agita, se dilata, va extendiéndose como la aurora al levantarse el sol. Ved: no había más que una débil ráfaga luminosa; pocos instantes después brilla el firmamento con inmensas madejas de plata y de oro; torrentes de fuego inundan la bóveda celeste del oriente al ocaso, del aquilón al sur.




§ V

No está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez. -Sobiezk. Las víboras de Aníbal


Hay en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez no ha sido observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que, sin embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos las presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan sencillas, tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.

Dos hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada partida. Uno de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente... «Tiempo perdido», dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy bien defender y se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le amenaza. «Vaya una humorada -exclaman todos-; esto le hará a usted mucha falta». «¿Qué quieren ustedes? -dice el taimado-; no atina uno en todo»; y continúa como distraído. El adversario no ha penetrado la intención, no acude al peligro, juega; y el distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca por el flanco descubierto, y con maligna sonrisa dice: «Jaque mate». «Tiene razón -gritan todos-; y ¿cómo no lo habíamos visto?; y una cosa tan sencilla..., pues claro; perdió el tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó una pieza para abrirse paso; acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar aquella salida; parece imposible que no lo hubiéramos advertido».

Están los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por dónde se deberá atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del rey de Polonia. Las reglas del arte andan de boca en boca; los proyectos son innumerables. Llega Sobieski, echa una ojeada sobre el ejército enemigo: «Es mío -dice-; está mal acampado». Al día siguiente ataca; los turcos son derrotados y Viena es libre. Y después de visto el plan de ataque y su feliz éxito, todos dirán: «Los turcos cometieron tal o cual falta; tenía razón el rey: estaban mal acampados»; todos veían la verdad, la encontraban muy sencilla, pero después de habérsela mostrado.

Todos los matemáticos sabían las propiedades de las progresiones aritméticas y geométricas: que el exponente de 1 era 0, que el de 10 era 1, que el de 100 era 2, y así, sucesivamente, y que el de los números medios entre 1 y 19 era un quebrado; pero nadie veía que con esto se pudiese tener un instrumento de tantos y tan ventajosos usos como son las tablas de los logaritmos. Neper dijo: «Helo aquí», y todos los matemáticos vieron que era una cosa muy sencilla.

Nada más fácil que el sistema de nuestra numeración y, sin embargo, no lo conocieron ni los griegos ni los romanos. ¿Qué fenómeno más sencillo, más patente a nuestros ojos que la tendencia de los fluidos a ponerse a nivel, a subir a la misma altura de la cual descienden? ¿No lo estamos viendo a cada paso en las retortas y en todos los vasos donde hay dos o más tubos de comunicación? ¿Qué cosa más sencilla que la aplicación de esta ley de la Naturaleza a objeto de tanta utilidad como es la conducción de las aguas? Y, sin embargo, ha debido transcurrir mucho tiempo antes que la Humanidad se aprovechara de la lección que estaba recibiendo todos los días en un fenómeno tan sencillo.

Dos artesanos poco diestros se hallaban en una obra. El uno consulta al otro; ambos cavilan, ensayan, malbaratan, sin conseguir nada. Acuden por fin a un tercero, de aventajada nombradía: «A ver si usted nos saca de apuros». «Muy sencillo: de esta manera». «Tiene usted razón; era tan fácil, y no habíamos sabido dar en ello».

Está Aníbal a la víspera de un combate naval; da sus disposiciones y, entretanto, vuelven a bordo algunos soldados, que llevan un gran número de vasos de barro bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza la refriega; los enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen aquellos vasos en vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa es muy poco. Pasan algunos momentos; un marino siente una picadura atroz; al grito del lastimado sucede el de otro; todos vuelven la vista y notan con espanto que la nave está llena de víboras. Introdúcese el desorden. Aníbal maniobra con destreza y la victoria se decide en su favor. Ciertamente que nadie ignoraba que era posible recoger muchas víboras y encerrarlas en vasos de barro y tirarlos a las naves enemigas; pero la ocurrencia sólo la tuvo el astuto cartaginés. Y él, sin duda, encontró el infernal ardid sin raciocinios ni cavilaciones; bastóle, tal vez, que alguien mentase la palabra víbora para atinar, desde luego, en que este reptil podía servirle de excelente auxiliar.

¿Qué nos dicen estos ejemplos? Nos dicen que el talento consiste muchas veces en ver una relación que está patente y en la cual nadie atina. Ella, en sí, no es difícil, y la prueba está en que tan pronto como alguno la descubre y la señala con el dedo, diciendo: «Mirad», todos la ven sin esfuerzo y hasta se admiran de no haberla advertido. Así que el lenguaje, llevado por la fuerza misteriosa de las cosas, los llama a estos pensamientos: ocurrencia, golpes, inspiraciones, expresando de esta manera que no costaron trabajo, que se ofrecieron por sí mismos.




§ VI

Regla para meditar


De lo dicho inferiré que para pensar bien no es buen sistema poner el espíritu en tortura, sino que es conveniente dejarle con cierto desahogo. Está meditando sobre un objeto; al parecer no adelanta; con la atención sobre una cosa, diríase que está dormitando. No importa; no lo violentéis; mira si descubre algún indicio que le guíe; se asemeja al que tiene en la mano una cajita cerrada con un resorte misterioso, en la cual se quiere poner a prueba el ingenio, por si encuentra el modo de abrirla. La contempla largo rato, la vuelve repetidas veces, ora aprieta con el dedo, ora forcejea con la uña, hasta que, al fin, permanece un instante inmóvil y dice: «Aquí está el resorte; ya está abierta».




§ VII

Carácter de las inteligencias elevadas. -Notable doctrina de Santo Tomás de Aquino


¿Por qué no se ocurren a todos ciertas verdades sencillas? ¿Cómo es que el linaje humano haya de mirar cual espíritus extraordinarios a los que ven cosas que, al parecer, todo el mundo había podido ver? Esto es buscar la razón de un arcano de la Providencia; esto es preguntar por qué el Criador ha otorgado a algunos hombres privilegiados una gran fuerza de intuición, o sea visión intelectual inmediata, y la ha negado al mayor número.

Santo Tomás de Aquino desenvuelve sobre este particular una doctrina admirable. Según el santo doctor, el discurrir es señal de poco alcance del entendimiento; es una facultad que se nos ha concedido para suplir a nuestra debilidad, y así es que los ángeles entienden, mas no discurren. Cuanto más elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas lo que las más limitadas tienen distribuido en muchas. Así, los ángeles de más alta categoría entienden por medio de pocas ideas; el número se va reduciendo a medida que las inteligencias criadas se van acercando al Criador, el cual como ser infinito e inteligencia infinita, todo lo ve en una sola idea, única, simplicísima, pero infinita: su misma esencia. ¡Cuán sublime teoría! Ella sola vale un libro; ella prueba un profundo conocimiento de los secretos del espíritu; ella nos sugiere innumerables aplicaciones con respecto al entendimiento del hombre.

En efecto; los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia de las ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas, donde hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre mucho terreno, y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas praderas, ricas y variadas mieses.

En todas las cuestiones hay un punto de vista principal dominante; en él se coloca el genio. Allí tiene la clave, desde allí lo domina todo. Si al común de los hombres no les es posible situarse de golpe en el mismo lugar, al menos deben procurar llegar a él a fuerza de trabajo, no dudando que con esto se ahorrarán muchísimo tiempo y alcanzarán los resultados más ventajosos. Si bien se observa, toda cuestión y hasta toda ciencia tienen uno o pocos puntos capitales a los que se refieren los demás. En situándose en ellos, todo se presenta sencillo y llano; de otra suerte, no se ven más que detalles y nunca el conjunto. El entendimiento humano, ya de suyo tan débil, ha menester que se le muestren los objetos tan simplificados como sea dable; y, por lo mismo, es de la mayor importancia desembarazarlos de follaje inútil, y que, además, cuando sea preciso cargarle con muchas atenciones simultáneas, se las distribuya, de suerte que queden reducidas a pocas clases, y cada una de éstas vinculada en un punto. Así se aprende con más facilidad, se percibe con lucidez y exactitud y se auxilia poderosamente la memoria.




§ VIII

Necesidad del trabajo


De las doctrinas de este capítulo sobre la inspiración e intuición, ¿podremos inferir la conveniencia de abandonar el discurso, y hasta el trabajo, y de entregarnos a una especie de quietismo intelectual? No, ciertamemte. Para el desarrollo de toda facultad hay una condición indispensable: el ejercicio. En lo intelectual, como en lo físico, el órgano que no funcione se adormece, pierde de su vida; el miembro que no se mueve se paraliza. Aun los genios más privilegiados no llegan a adquirir su fuerza hercúlea sino después de largos trabajos. La inspiración no desciende sobre el perezoso; no existe cuando no hierven en el espíritu ideas y sentimientos fecundantes. La intuición, el ver del entendimiento, no se adquiere sino con un hábito engendrado por el mucho mirar. La ojeada rápida, segura y delicada de un gran pintor no se debe sólo a la Naturaleza, sino también a la dilatada contemplación y observación de los buenos modelos; y la magia de la música no se desenvolvería en la organización más armónica, sujeta únicamente a oír sonidos ásperos y destemplados16.





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