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El cuento más fantástico. Toma Nour en los glaciares siberianos

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

El cuento más fantástico, la historia más cruel no pudieron imaginar alguna vez la frialdad podrida de estos muros altos, de estas bóvedas negras y terribles como el nublado cielo de la noche, de estos enrejados gruesos como el brazo de hombres y enredados como serpientes. Por estas serpientes de bronce penetraba en ocasiones la luz amarilla de la luna, que hacía reflejarse muro a muro en saltos gigantescos y fantásticos, y por estos fantasmas yo corro de esquina en esquina, encadenado con cadenas pesadas, con ojos cegados, arrastrando en brazos mi tumba de paja enmohecida sobre la que duermo. Huyo de un rayo pálido, porque se encarna en espíritu, en la sombra fea de la muerte, huyo de la sombra de un muro, porque parece un gigante de piedra que levanta sus puños para aplastarme. Pienso en entrelazar con los rayos de la luna una cadena para colgarme y morir. Pienso en golpear la frente estúpida con las piedras negras y cuadradas de los muros para romperme la cabeza, en llenar el empedrado húmedo con la sangre de mi cerebro. A menudo me sorprendo a mí mismo con estos pensamientos, me cojo del pecho, me sacudo, me pregunto, «¿Qué quieres hacer, ladrón de vidas, quieres matarte?». Entonces me ovillo temblando de frío bajo un pilar de piedra, lo rodeo con mis heladas y huesudas manos, lo aprieto a mi pecho, en el que apenas late mi corazón enfermo, me aprieto con furor, solo para que tenga misericordia y se caliente. Pero la piedra es fría, el frío odio del tirano. El aliento en las heladas palmas, pero mi respiración es fría ella misma. Corazón, corazón, ¿cómo ya no tienes tanto calor? Un fantasma feo, barbudo, con el pelo batido y gris por el polvo, me puso vestidos rotos, casi desnudo, me encerró en un enrejado de cobre y coloco la cara y el pecho hacia algún rayo dorado de sol que por compasión llega a mí. Y en este caos espantoso y desolado no tengo a nadie. En lo profundo las murallas corren verdes ondas del Neva1, mezcladas con grandes rocas de hielo. ¿Por qué no soy yo también una piedra de hielo? El viento aúlla y me arroja nieve menuda a la cara -oh, es hielo, ¿por qué no soy también yo el viento de hielo? ¡En cambio soy hombre, Dios mío! ¡Hom! ¡Oye!

Entré en la sala de justicia injusta. Por lo menos hacía calor en aquella sala. La mesa era negra, encima la cruz sobre un evangelio. Las caras de los jueces con conciencia esclava, con la cara fría e indiferente como el cobre, con la frente pequeña y estúpida me aterrorizaban. Y con todo esto, la horca hubiera sido una bendición para mí. Miré a la cara de aquellos jueces con espada y les rogué que me dieran muerte. Se rieron. Yo sabía qué quería decir su risa. Me devolvieron a la prisión, pero esta vez me dieron ropa, malas pero calientes. El viento soplaba amargo viento alrededor de los muros poderosos, y se sacudió toda la nieve en la frente y en los costados de los muros negros y fantásticos. El Neva estaba helado -una luna morada-roja pasó por el medio de las nubes de color de la tiza y el plomo... y los rayos morados penetraron por los enrejados gruesos-. De repente la cerradura gigantesca de la puerta empezó a girarse por dentro vuelta por una llave. Encomendé mi alma a Dios, porque creía que venían a matarme. Entró el carcelero anciano con la barba pelirroja y larga, con el gorro de piel, vestido él mismo en una piel, con la cara morada, con un manojo de llaves grandes y terribles, con una lámpara. Él estaba acompañado de soldados con sables desenvainados, que lucían débiles a la luz de la lámpara. Me ordenó levantarme.

La torre de una iglesia del Neva suena melancólica tres horas después de la media noche. Salimos de la prisión, en su patio rodeado de altos barrotes de hierro hasta la gigantesca puerta de piedra. Miré atrás para ver aquel negro palacio enorme, que subía al cielo como un monte con cuatro esquinas. Se abrió la puerta. Afuera esperaba un carruaje negro parecido a los mortuorios. Creí que me llevaban al suplicio. Subí. Al fondo del carruaje estaba un anciano amarillo como la muerte, con la cabeza calva y coronada de unos cuantos hilos de plata, con pesadas cadenas en las manos y en los pies. Era el compañero de mis dolores. Me senté junto a él, ante nosotros estaban soldados, tras la carroza -cosacos montados-. El anciano lloraba. El azote del cochero golpeó en el aire y el carro negro voló, chafando sus ruedas en las piedras heladas del pavimento. La luna huía por las nubes nosotros huíamos llevados por una suerte de hierro. ¡Me alegré de que iba a morir pronto, pero, vaya, decepción! Salimos afuera de la barrera a una casita pequeña. Allí nos bajamos del carruaje para ponernos en un trineo con un único caballo -con un soldado con pistola y con un cochero también armado-. El trineo volaba como un fantasma del aire por aquel campo blanco bajo el cielo cobrizo. Volábamos siempre como los sueños terribles de los poetas noruegos por campos solo de nieve, en el aullido lejano y flamante de los lobos en el silbido gélido del viento, volábamos por Siberia.

Cada vez más desierto, cada vez más llano, ni los lobos ya no se oían, el cielo estaba más sereno y la luna estaba más muerta, ya no se oía nada en el desierto de nieve más que el golpe silbante, silbido de un golpe de cosaco plomado. Solo de vez en cuando pasábamos junto a una cabaña cubierta de nieve, que fumaba en el desierto. Allí se cambiaban los caballos. Fuimos, fuimos hasta que llegamos al pueblo siberiano donde tenía que colonizar. Estaba cerca del mar helado.

Aquí cazo -compré de la ciudad siberiana patines con los que recorro sobre el hielo noches enteras, con la idea segura de perderme, de caer en el agua... de morir-. A menudo vuelo de esta forma por la noche por los campos de hielo, con el pellico nevado, de modo que parezco un hombre de nieve -vuelo como una visión del Norte- parece que cazo las lejanas estrellas anegadas en Oriente, negras y rocas de hielo que se levantan verdes con la frente nevada a los rayos de la luna. A menudo sale la luz polar con sus miles y sublimes colores y se refleja como un luminoso sueño celestial en olas verdes y oscuras del mar helado. Las rocas se visten con rayos de diamante y zafiros, las olas parecen vivir, la nieve alargada de los campos de hielo se colorea fantásticamente, y por aquella feria larga, hermosa, terrible vuela tropezando un único ser vivo, pálido como una sombra, soñadora como una noche, cantando canciones populares de primavera... ¡yo!

Las estrellas grandes y doradas coronan las frentes de los montes de hielo, cuyos regazos se pierden en olas eternamente rebeldes, eternamente espumeantes; por ellas ves algún animal del mal levantando su cabeza de mujer y ladrando dolorosamente -la luna es una tabla redonda de oro, más grande y más hermosa, y los campos parecen extenderse, infinitos espejos de plata gris.

Cálidas canciones populares de primavera, de Bujor, contrastan dolorosas con el invierno eterno y se me saltan las lágrimas. Quién sabe si algún día, perdido por estos campos de hielo, no caeré al mar, enterrado allí hasta la resurrección de los muertos, en el fondo del mar helado... puede que allí sea hermoso, haya palacios de esmeraldas, haya hadas de olas turbias... ellas en cambio rubias y con ojos azules como las ideales de Ossian2. Y me mimarían con sus pechos blancos como nieve de plata, y les besaría sus ojos brillantes como las estrellas, y les besaría sus labios rojos como la rosa de la luz polar. Puede que el anciano y oscuro Norte tenga a sus hijas de emperador en palacios de grandes momias, puede que los rayos de las estrellas rubias recorran por las altas bóvedas de esmeralda los palacios del fondo del mar. Puede que en esta atmósfera que no es más que un eterno juego de colores prismáticos encontrara también yo un lugar donde dormir en la reflexión de las luces coloradas, ¡cantar en el cántico absurdo de las olas! Me gusta mirar a alguna gigantesca roca de hielo e imaginarme que es el anciano y helado rey Norte, que mira, riendo con el viento, al fondo del mar, donde lava sus pies débiles, mientras nubes grises le cubren la frente con unas melenas grises de vejez. Pero a menudo cuando espero en la llanura que la estrella polar se levante del helado mar, entonces ella, cuando sale, me parece una brillante cara de santa coronada con rayos de oro, una cara hermosa, blanca, sonriente puesta sobre un pálido cuerpo en ropas negras... ¡Poesis! Y el viento gime más amargo, y las olas se sacuden más terribles, y las rocas ríen y silban -solo yo estoy con los ojos clavados como de una estatua, ante aquella estrella polar, ante aquella cara de santa.

Hubiera querido convertirme también yo en una roca de hielo, para mirar eternamente la salida de la estrella polar.

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