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El cuerpo humano: Oriente y Grecia antigua

Pedro Laín Entralgo



ANTONIO
In memoriam




ArribaAbajoPrólogo

Vivimos los hombres haciendo algo de lo que quisimos hacer, o haciéndolo mal, o incluso no haciéndolo. Lo que se hizo aceptablemente muestra lo que en la vida es logro; la diferencia entre lo que se quiso hacer y lo que de hecho se hizo revela lo que en la vida es fracaso. Obvias verdades. Tanto, que su obviedad nos lleva con frecuencia a trivializar el drama subyacente a esa inexorable mezcla de logro y fracaso que es la vida del hombre, nuestra vida.

Muy agudamente lo siento yo al iniciar la composición de este libro. No menos de cuarenta años han pasado desde que lo proyecté. A lo largo de ellos, vicisitudes con que no contaba y una larga serie de trabajos intercurrentes han impedido una y otra vez la ejecución de aquel proyecto. ¿Fracaso definitivo de él? Acaso no, si mi cuerpo aguanta. Porque ocho lustros más tarde, y cuando las probabilidades de llevarlo a término día a día decrecen, me he resuelto a emprender su ejecución. Decían los antiguos que la fortuna ayuda a los audaces. Sabiendo muy bien que tal sentencia es falible, y más cuando el audaz es viejo, únicamente lo que en ella haya de cierto puede ser hoy mi garantía.

Este libro fue inicialmente concebido como una historia de la anatomía. Había de ser, por tanto, un documentado relato de cómo se inició, creció y fue configurándose el conocimiento científico del cuerpo humano, tal y como los médicos y los anatomistas han solido entenderlo. Sobre la concepción de mi proyecto había pesado, sin duda, la habitual y escolar división de la ciencia del cuerpo humano en una anatomía, con la embriología como habitual apéndice, y una fisiología. Pensando, sin embargo, que el saber anatómico, por muy disectiva y cadavérica que sea la actitud mental del anatomista, lleva siempre consigo cierto saber fisiológico, veo ahora que la plena comprensión histórica de cualquier tratado de anatomía exige la exposición de la fisiología que operaba en la mente de su autor y que, explícita o implícitamente, él expresó en sus descripciones. Sólo así podrá quedar suficientemente justificado el título de este libro.

Ocurre además que, tomado el término saber en su sentido más amplio, el saber acerca del cuerpo humano nunca ha sido dominio exclusivo de anatomistas, fisiólogos, naturalistas y médicos. Con puntos de vista personales o estamentales -el del filósofo, el del pensador religioso y el del artista plástico, el del literato, el del sastre, el del hombre de la calle-, todos tienen parte en él. No es posible, en consecuencia, saber lo que en una situación histórica determinada ha sido el conocimiento y la estimación del cuerpo humano sin tener en cuenta, siquiera sea sumariamente, todo lo que en esa situación se haya pensado y sentido acerca de él. Consecuencia: al proyecto originario había que añadirle un capítulo nuevo. Nueva tarea, nueva dificultad.

La historia de un saber cualquiera no es sólo la de sus máximos protagonistas. Nada más evidente. El saber anatómico del Renacimiento no se reduce al que Vesalio conquistó y expuso. Más o menos próximos a él en el espacio y en el tiempo, en torno a Vesalio hubo no pocos hombres que con mentalidad semejante a la suya hicieron anatomía. No se me oculta, por otra parte, que la historiología de la ciencia propuesta por Kuhn ha sido ampliamente discutida. Pero creo que la noción central de ella, la de «paradigma», sigue siendo útil y válida, y pienso que siempre han sido figuras señeras -una o muy pocas más, en cada caso- las que en la historia de la ciencia sucesivamente han creado actitudes mentales y teorías que con verdad puedan ser llamadas paradigmáticas: Aristóteles respecto de la física antigua, Galileo y Newton respecto de la física moderna, Galeno respecto de la anatomía de la Antigüedad clásica, Vesalio respecto de la anatomía renacentista. Tal convicción da fundamento a la pauta que, como fácilmente se verá, preside la línea y la estructura de mi actual empresa.

Vuelvo a la sentencia antigua que antes mencioné: audaces fortuna iuvat. Terminar la composición de esta serie de estudios y saber que su contenido es de alguna utilidad para cuantos se interesan por la maravilla del cuerpo humano, sea cualquiera la razón que a ello les mueva: tal será el favor de la fortuna para el viejo audaz que tardíamente trata de hacer lo que antaño no hizo.

Pedro Laín Entralgo.

Mayo de 1987.




ArribaAbajoIntroducción general


ArribaAbajo- I -

Conceptos fundamentales de la ciencia anatómica


A lo largo de la historia, la ciencia anatómica posee una estructura conceptual constante y una figura estilística variable. No niega este aserto, cómo podría hacerlo, la existencia de un progreso material en la historia del conocimiento del cuerpo humano; progreso a un tiempo cuantitativo (a partir de Mondino de Luzzi, en cada siglo se sabe más anatomía que en el anterior) y cualitativo (en cada siglo se conoce mejor, con mayor precisión y mayor detalle, la composición del cuerpo humano). Sömmerring, por ejemplo, sabía más anatomía que Vesalio, y Kölliker conocía mejor que Bichat la textura fina de los tejidos y los órganos; es la concepción de la historia de la anatomía como sucesiva adición de hechos y rectificación de errores. Nada más innegable, nada más obvio, nada más tópico, porque a tal realidad y sólo a ella suelen atenerse los historiadores de la anatomía. No. Lo que ese aserto afirma es que en la historia de la ciencia anatómica, dando fundamento a ese incremento cuantitativo y a esa mejora cualitativa del saber, debe ser discernida la constante o cuasi constante perduración de un sistema de conceptos morfológicos, y puede ser percibida la existencia de una modulación -que en ocasiones da lugar a la génesis de paradigmas descriptivos- en la figura que el conjunto de los saberes anatómicos concretos adquiere en la mente del anatomista, y por tanto en la descripción que de ellos ofrece. Con los mismos datos positivos que conoció Vesalio, Galeno hubiese compuesto una obra bien distinta de la Fabrica vesaliana; con casi los mismos saberes anatómicos de hecho, Braus ha escrito un tratado anatómico muy diferente de los que años antes habían publicado Testut y Poirier.

Los capítulos subsiguientes irán mostrando los diversos paradigmas observables en la historia de la anatomía. En éste debo limitarme a discernir y definir los conceptos fundamentales que constituyen la estructura invariable de ese saber. Como respecto de la historia de la pintura hicieron Wölfflin y Panofsky, es necesario, si se quiere que la historia del conocimiento científico del cuerpo humano sea verdaderamente racional y no meramente informativa, establecer para ella el sistema de los conceptos en que la ciencia anatómica, cualquiera que sea la época a que pertenezca, tiene su fundamento intelectual. Ellos constituyen el hilo rojo de su cambiante historia.


ArribaAbajoA) Datos positivos y modos de saber

Ante un ser vivo, un infusorio o un hombre, podrá decirse que en alguna medida se conocen la configuración y la estructura de sus respectivos cuerpos cuando se posea una noticia más o menos precisa acerca de su tamaño, su figura y sus órganos. Es el momento material de la morfología biológica; en nuestro caso, el conjunto de los datos positivos que integran el conocimiento científico del cuerpo humano: existencia y figura del hueso temporal, del cerebelo o del páncreas.

Pero este conjunto es sabido y expuesto por el anatomista poniendo en él un determinado orden, y por tanto según un determinado modo de saber lo que se sabe. Vesalio supo mucha más anatomía que Galeno; su saber anatómico abarcaba una cantidad mucho mayor de datos positivos; pero reduciendo hipotéticamente la suma de datos contenidos en la Fabrica vesaliana a las que contiene el tratado galénico De usu partium, ambas obras diferirían considerablemente en cuanto al modo de concebir, presentar y ordenar el conocimiento anatómico del cuerpo humano. Al concepto de dato positivo es preciso, por tanto, añadir otro, que denominaré modo de saber, concebido éste como el más abarcante concepto formal de la morfología biológica.

El dato positivo y el modo de saber son, pues, los dos primeros y más inmediatos conceptos del saber anatómico. A uno y otro debe aplicarse ahora nuestro análisis.




ArribaAbajoB) El cuerpo como forma quiescente

Establezcamos en primer término los conceptos fundamentales que subyacen a la descripción anatómica cuando su autor, como es habitual, considera quiescente -si se quiere, cadavérica- la forma que ha de describir. El conocido Traité d'anatomie humaine de Léon Testut, tantas veces editado en Francia y en España, ejemplifica muy bien esta actitud intelectual y pone claramente ante nuestros ojos los dos modos formales y materiales con que se presenta el dato positivo del saber anatómico.

El dato positivo puede referirse, en efecto, ya a la estructura elemental del cuerpo viviente, ya a lo que total o parcialmente es la figura visible de éste, a su aspecto.


ArribaAbajo

1. En el primer caso, el concepto fundamental del saber anatómico es el de elemento biológico, y la disciplina morfológica que lo estudia es la estequiología, nombre derivado del término griego stoikheion, «elemento». El humor fue el elemento biológico de la estequiología humoral, y la fibra, el de la estequiología fibrilar. Obviamente, en la estequiología biológica hoy vigente deben ser discernidos dos elementos, uno primario, la célula, y otro secundario, el tejido, término este procedente, como veremos, de la estequiología fibrilar. Es cierto que la biología actual se ha planteado el problema de si debe admitirse la existencia de unidades biológicas más elementales que la célula y de si existen configuraciones moleculares que por ser capaces de replicación y autorreparación deban ser situadas entre el nivel de la materia viviente y el de la materia inanimada. Sea cualquiera la respuesta, hoy por hoy debe verse en la célula eucariótica el elemento biológico de la estequiología animal.




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2. En el segundo caso, el tocante al conocimiento de las formas vivientes pluricelulares y macroscópicas, el saber anatómico se presenta como anatomía descriptiva o eidología (del griego eidos, aspecto o figura), disciplina cuyos conceptos fundamentales son la idea descriptiva y la parte anatómica.



a) Doy el nombre de idea descriptiva a la figura ideal que tácitamente preside y determina el orden de los datos positivos que integran el saber anatómico de un determinado autor; en ella tiene su expresión primaria el modo de saber la anatomía.

Un autor, Galeno, Vesalio o Gegenbaur, sabe la anatomía humana ordenando a su manera el conjunto de saberes particulares que posee. En determinados casos, estos saberes pueden coincidir plenamente. Aislada del resto del organismo, una vértebra, por ejemplo, sería lo mismo para todos ellos. Pero referida la vértebra al organismo en su integridad, su significación biológica difiere no poco en la mente de cada uno, y tal diferencia queda expresada en la respectiva idea descriptiva, y por tanto en el orden con que la totalidad de los datos positivos es descrita. El índice del tratado -el De usu partium galénico, la Fabrica vesaliana, el Lehrbuch de Gegenbaur- se convierte así en expresión primaria del modo de saber la anatomía y, en consecuencia, de la forma que para constituirse en verdadera ciencia adopta el saber anatómico.

Acontece esto, si atentamente se les mira, en todos los libros que exponen la totalidad de una determinada disciplina científica. No es un azar que un tratado de física clásica trate sucesivamente la mecánica, la acústica, la óptica, la termología, la electrología y el magnetismo; no sólo por razones de orden histórico, también por la condición primaria y determinante de la mecánica en la estructura fundamental de la física clásica y por la progresiva extensión de la mentalidad mecanicista a todos los modos de hacérsenos patente la realidad del cosmos. Pero es evidente que esta función significativa del índice se hace mucho más notoria en los libros cuyo tema es la descripción morfológica. Llamó Schleiermacher «forma interna» a la que desde el seno de una obra escrita otorga unidad racional, y como consecuencia figura, a la diversidad de los datos en ella contenidos; por tanto, a lo que enraíza el saber por ella expuesto en el básico suelo intelectual que en expresión de Schleiermacher constituye «la conexión interna de todo saber», en la filosofía. Pues bien: la idea descriptiva de un tratado anatómico manifiesta su forma interna, y a través de ella debe buscarse la filosofía -la teoría general del ser vivo- que explícita o implícitamente profesa el anatomista que lo compuso.



b) Actualizando el concepto aristotélico y galénico de mórion, llamaré en lo sucesivo parte anatómica a cada una de las unidades macroscópicamente perceptibles en que el anatomista divide la total unidad del cuerpo humano. Si la idea descriptiva hace patente cómo el morfólogo entiende lo que en la unitas multiplex del organismo es unidad, las partes anatómicas que en su descripción van apareciendo muestran su personal modo de concebir lo que en esa unitas multiplex es multiplicidad.

Hasta bien entrada la modernidad, los anatomistas y los médicos llamaron partes (mória, en griego) no sólo a los órganos (partes dissimilares o partes composita) o también a las unidades morfológicas que hoy denominamos tejidos (partes similares) y que antes consideré como «elementos biológicos secundarios». Pero, aunque en rigor lo sean, nadie aceptaría hoy llamar «partes anatómicas» al tejido epitelial o al tejido nervioso. En la actualidad, y como he dicho, la expresión «parte anatómica» nombra cada una de las porciones que la mirada del anatomista discierne en la totalidad del cuerpo, con el objeto de hacer ordenada y sistemática su descripción: las regiones corporales (la mano o la cara), los sistemas morfológico-funcionales (el sistema nervioso o el muscular), los aparatos (el aparato respiratorio o el digestivo) y los órganos (el hígado o el corazón).

Basta ojear la enumeración precedente para advertir que la conceptuación de la parte anatómica, esto es, la actitud y el ejercicio de la mente con que descriptiva o teoréticamente se discierne la parte en el todo del cuerpo, puede ser realizada desde puntos de vista diferentes. Seis son los principales:

  1. El punto de vista inmediato o intuitivo. Según él procede el hombre de la calle cuando llama «mano» a una parte del cuerpo y «cara» a la otra. Reflexivamente, si se pregunta por la raíz científica de tan antiguo hábito verbal («¿por qué se llama mano a la mano?»), o irreflexivamente, si se limita a seguirlo sin hacerse cuestión de su empleo, también el anatomista procede así. Expresiones como «huesos de la cara» o «músculos del cuello» pueden aparecer en el más científico de los tratados de anatomía.
  2. El punto de vista local y estructural. En tal caso la parte anatómica es discernida y conceptuada según el lugar que ocupa en el cuerpo y según la forma y la estructura con que se muestra a los ojos del descriptor. Si, por ejemplo, yo empleo el nombre de «hipófisis» (en griego, «formación hacia abajo») para designar el órgano que todos llamamos así, y si la describo como «formación encefálica alojada en la excavación de la silla turca y compuesta por dos lóbulos, uno anterior y otro posterior, y una pars intermedia», a este modo de la denominación y la conceptuación de la parte anatómica me habré atenido.
  3. El punto de vista dinámico o funcional. La parte anatómica queda ahora delimitada y descrita tanto por su situación y su apariencia -el anatomista dejaría de serlo si no tuviese en cuenta los datos que le ofrece la mirada-, como por la función orgánica que se le atribuye. En una u otra medida, la descripción anatómica es siempre funcional, salvo en el caso de que el descriptor de una formación corporal ignore la función que ejecuta y quiera abstenerse de toda hipótesis acerca de ella. Más de una vez ha ocurrido esto en la historia de la anatomía. Realidades anatómicas puramente visuales y estructurales comenzaron siendo para sus descubridores el glomérulo de Malpigio, los tractos de Lancisi, la cinta de Reil, el núcleo rojo de Stilling y tantas más.
  4. El punto de vista genético o evolutivo. Según él, la parte anatómica es considerada como el resultado de un proceso morfogenético, y en éste se ve la razón de su apariencia y su estructura. La conceptuación filogenética de ciertos órganos -los llamados residuales: el coxis, el apéndice ileocecal, el ligamento redondo de la articulación de la cadera, el músculo piramidal del abdomen- es quizá el más claro ejemplo de este modo de proceder.
  5. El punto de vista alegórico o representativo. En determinadas etapas de la historia de la anatomía, la parte anatómica ha sido vista y entendida según lo que parece representar dentro de una concepción mítica del cuerpo humano. Éste significaría algo en la totalidad del cosmos, y conforme a tal significación son concebidas la situación y la forma de cada una de sus partes. Así aconteció en las anatomías construidas sobre la visión del cuerpo humano como microcosmos -doctrina vigente no sólo en las culturas arcaicas, también en Harvey, respecto del corazón, y en los Naturphilosophen del Romanticismo alemán-, y así sucede, ya no por modo mítico, en la simbología de las partes anatómicas que en nuestro siglo ha elaborado el psicoanálisis. Próximo a esta actitud mental se halla el anatomista cuando habla del «tendón de Aquiles» o del «monte de Venus».
  6. El punto de vista utilitario o pragmático. Más o menos apoyado en la parcelación del cuerpo humano que antes llamé inmediata o intuitiva, el descriptor delimita las partes anatómicas al servicio de una determinada finalidad. Respecto de las exigencias de la intervención quirúrgica o de la exploración manual, así proceden cuantos hablan del «triángulo de Scarpa» o del «fondo de saco de Douglas»; y en relación con hábitos sociales hoy extinguidos, tal es el origen de la expresión «tabaquera anatómica».


c) La conceptuación de la parte anatómica lleva implícitamente consigo la adopción de un determinado estilo en la práctica de la descripción; el método de la descripción particular aparece así como un momento integral del concepto de parte anatómica. Cada descriptor, en efecto, expresa con palabras el aspecto y la estructura de las partes con arreglo al método más adecuado a su modo de entender científicamente la parte que describe y, por supuesto, a sus personales hábitos mentales y verbales. Pero la diversidad personal puede ser tipificada. Tres son, a mi modo de ver, los modos principales de llevar a cabo una descripción particular:

  • La pauta geométrica;
  • La pauta comparativa; y,
  • La pauta funcional.

Cuando procede según la pauta geométrica, el descriptor reduce imaginativamente la forma de la parte a la figura geométrica que más se asemeje a ella (el cubo, la esfera, el polígono, el cilindro, etc.), y conforme a tal figura ordena y describe lo que como anatomista ve. Así acaece, por ejemplo, en la descripción de las seis caras del astrágalo, imaginativamente visto como un paralelepípedo irregular, y en la distinción de «planos tangentes» (ventral, dorsal, capital, caudal, hepatal, esplenal) y «planos secantes» (medio, sagitales, frontales) para describir el cuerpo en su conjunto.

Muy distintas son las cosas cuando se sigue la que he llamado pauta comparativa. El anatomista elige entonces, entre los objetos de la vida habitual, el que juzga más parecido a la parte anatómica de que se trate, y según él la nombra y describe. Así acontece en el caso del esfenoides (del griego sphen, cuña), del etmoides (de ethmós, criba), del hueso pisiforme (del latín pisum, guisante), etc., y así procedió Cajal cuando llamó «nidos» o «cestas pericelulares», «eflorescencias rosáceas» y «fibras musgosas» a las terminaciones del cilindroeje en torno al cuerpo de la neurona contigua. El mismo origen tiene la distinción entre «corteza» (porción exterior y dura de un órgano) y «médula» (porción interior y blanda).

Síguese una pauta funcional, en fin, cuando el orden de la descripción viene determinado por la función que la parte en cuestión ejecuta en la totalidad del organismo. Así describe el pulmón, por ejemplo, quien lo hace a partir de los bronquios.






ArribaAbajoC) El cuerpo como forma cambiante

Las descripciones puramente estequiológicas (la histología del tejido epitelial o la del tejido nervioso) o puramente eidológicas (la del hueso temporal o la del cerebro en los tratados de anatomía descriptiva) son el resultado de una deliberada o indeliberada abstracción metódica. La forma biológica es considerada en ellas como la apariencia de una realidad quiescente, es decir, desconociendo convencional y metódicamente que la forma descrita cambia sin cesar en el cuerpo viviente a que pertenece. La vida es movimiento, cualquiera que sea la manera de entender científica y filosóficamente el proceso material de ella. Lo cual obliga, si el morfólogo quiere serlo de cuerpos vivientes y no de cadáveres idealizados, a estudiar como cambiante y fluente conjunto de formas -comenzando por la suprema, la del todo orgánico en que se integran- la realidad del cuerpo humano. Éste está en todo momento transformándose de cuerpo de niño en cuerpo de adulto, o de cuerpo de adulto en cuerpo de viejo, y ejecutando sus diversas funciones orgánicas, andar, digerir o pensar. No como complemento, sino como necesaria perfección de la estequiología y la anatomía descriptiva, la visión estática debe hacerse visión dinámica, porque formas cambiantes son en la realidad del organismo vivo el elemento biológico, la idea descriptiva y la parte anatómica.

Ahora bien, el cambio de las formas biológicas se produce de dos modos netamente distintos entre sí: el funcional y el genético, la modificación espacial de la forma anatómica ya constituida y el proceso con que genéticamente se constituye.


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1. Llevando a cabo la función que le es propia, el corazón cambia de j forma, y como él, en sus funciones respectivas, el estómago, el bíceps braquial y la articulación de la cadera. Es el cambio funcional. ¿Cómo se realiza éste?

Visto sólo descriptivamente, prescindiendo en la descripción, por tanto, de consignar las causas que lo determinan, ¿en qué consiste el cambio de las partes anatómicas? Evidentemente, en una modificación espacial de su forma, en un conjunto de desplazamientos espaciales de la parte en su totalidad o de alguna de las porciones de ella. Es el cambio macroscópico.

Ejecutando su actividad vital, las células se multiplican, y el proceso de su multiplicación consiste, entre otras cosas, en la división de sus respectivos núcleos. Aparece así ante el morfólogo un modo del cambio morfológico que no implica modificación macroscópicamente visible de la parte que cambia: el cambio microscópico.

Cabe, en fin, una tercera posibilidad. Mientras yo miro y pienso, mi cerebro no está inmóvil, aunque su movimiento no sea macroscópica ni microscópicamente perceptible, y lo mismo acaece en el seno del parénquima hepático como consecuencia de la digestión. El cerebro y el hígado cambian, pero lo hacen de un modo más sutil que los dos anteriores; es el cambio molecular, tanto biofísico como bioquímico. En él tiene su campo propio la llamada biología molecular.

Macroscópicamente en el primer caso, microscópicamente en el segundo, submicroscópicamente en el tercero, en los tres experimenta una modificación espacial la parte anatómica de que se trate. Y puesto que no hay actividad vital que no lleve consigo modificaciones celulares y procesos biofísicos y bioquímicos, concluiremos diciendo que el cambio espacial de una parte anatómica funcionalmente activa puede ser sólo biofísico y bioquímico (el del cerebro cuando el sujeto mira), o sólo biofísico, bioquímico y celular (el de un órgano que crece o se regenera) o integralmente biofísico, bioquímico, celular y macroscópico (el del músculo que se contrae).

Se trata ahora de conceptuar y describir las formas anatómicas, tanto la del cuerpo en su conjunto como la de las partes que lo integran, teniendo en cuenta los cambios funcionales. Indiqué antes que en mayor o menor medida siempre lo ha hecho así el anatomista, incluso cuando el punto de vista de sus descripciones ha sido el que llamé local o estructural. Pero la concepción dinámica de las formas del cuerpo cobrará especial relieve cuando, tras el sucesivo predominio de las concepciones estructural y evolucionista de la morfología, con las dos sea metódicamente combinado el punto de vista funcional. En la primera mitad de nuestro siglo ésa fue, como veremos, la obra de Braus y Benninghoff.

A partir del Renacimiento, la esencial conexión entre la forma y la función de los seres vivientes y de sus partes orgánicas ha sido entendida según dos líneas contrapuestas. Para una de ellas, lo radicalmente primario en la materia viva es la forma, y a la peculiaridad de ésta se atribuye la índole de la función; la función, en consecuencia, es concebida desde la forma. Para la otra, lo radicalmente primario en el ser vivo es la fuerza que se patentiza como movimiento vital, en definitiva como función; el órgano es como anatómicamente es por y para hacer lo que fisiológicamente hace: la forma, en definitiva, es concebida desde la fuerza. «Funciones demoradas» ha llamado a los órganos Von Bertalanffy.

No podían quedar así las cosas. Iniciada tal vez por Goethe, la idea de que la forma y la función no son sino aspectos complementarios de la realidad viviente, dependientes, cuando aisladamente se les considera, del punto de vista adoptado por el observador, ha ido imponiéndose entre los biólogos de nuestro siglo. A su hora serán nombrados y descritos los varios conceptos fundamentales a que en la morfología biológica de los últimos siglos han dado lugar estas actitudes mentales y metódicas de los morfólogos.




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2. Además de funcional, el cambio de las formas biológicas puede ser constituyente; la forma cambia en este caso para constituirse genéticamente. Es el cambio genético.

Actualizada por Harvey, la embriología aristotélica legó a la biología moderna dos conceptos generales, contrapuestos entre sí: la epigénesis y la metamorfosis. En la epigénesis, la forma viviente se va constituyendo como el ánfora en las manos del alfarero, por adición de materia indiferenciada que poco a poco va adquiriendo figura orgánica (totum ex partibus constituitur). Las partes, dice Harvey, «crecen mientras se forman y se forman mientras crecen». En la metamorfosis, las partes se forman por la distribución y paulatina diferenciación de la indiferenciada materia embrionaria, por tanto sin adición de materia nueva (totum in partes distribuitur). El todo sería anterior a las partes. Lo que el escultor hace con el bloque de barro, a cuya materia va dando la forma que desea, eso es lo que el proceso de la metamorfosis hace en la masa del embrión.

Como Aristóteles, Harvey clasifica los animales según estos dos conceptos embriológicos: los animales superiores, afirma, se reproducen por epigénesis, y los inferiores por metamorfosis. La taxonomía zoológica moderna no ha seguido su ejemplo; pero el concepto de metamorfosis y el de epigénesis, éste sobre todo, conservarán su vigencia en el curso ulterior de la embriología. Dos líneas claramente distintas, la idealista y la evolucionista, pueden ser discernidas en él:

  1. El concepto de forma ideal es el que preside y centra en el siglo XIX la especulación morfológica de casi toda la morfología biológica anterior a Darwin; concepto del cual se derivan varios más, distintos por el nombre, según los autores, pero idénticos o muy semejantes en el sentido.
  2. Desde C. Fr. Wolff hasta los morfólogos del darwinismo, con Huxley y Haeckel a su cabeza, el desarrollo histórico de la concepción epigenética de la embriología y la tesis de la recapitulación de la filogénesis en la ontogénesis han obligado a crear todo un sistema de conceptos morfológicos, unos de orden más descriptivo, de carácter más teorético otros. En su momento los estudiaremos.

«En el principio fue la fuerza», dijo Paracelso y han dicho otros con él. «En el principio fue la forma», afirmaron los preformacionistas y han afirmado luego, bien que no tan abiertamente, algunos fisiólogos. Tal vez la respuesta de nuestro tiempo podría ser la que el Fausto goethiano se da a sí mismo en su célebre monólogo acerca de lo que fue im Anfang, en el principio: «En el principio fue la acción», algo en cuya realidad se fundían unitariamente la forma y la fuerza, la estructura y la función, la necesidad y el azar, el azar y el sentido. Respuesta que plantea un problema ya no puramente científico, sino a un tiempo científico y filosófico. No es éste el momento de decir cómo lo veo yo.






ArribaAbajoD) Tabla de los conceptos fundamentales del saber morfológico

Tocantes algunos a todas las descripciones sistemáticas del cuerpo humano, cualesquiera que sean su autor y su época, concernientes otros a la morfología biológica actual, la tabla subsiguiente mostrará de manera sinóptica el sistema de los más importantes conceptos fundamentales del saber anatómico:

  1. Conceptos básicos:
    1. Datos positivos.
    2. Modos de saber.
  2. La realidad del cuerpo como forma quiescente:
    1. Según sus elementos constitutivos: estequiología.
    2. Según su aspecto visible: eidología:
      1. La idea descriptiva.
      2. La parte anatómica.
        • Conceptuación de la parte: puntos de vista para realizarla (inmediato o intuitivo, local y estructural, dinámico y funcional, genético o evolutivo, alegórico o representativo, utilitario o pragmático).
        • Descripción de la parte: pautas geométrica, comparativa y funcional.
  3. La realidad del cuerpo como forma cambiante.
    1. Cambio funcional (macroscópico, microscópico y molecular).
      1. La función desde la forma.
      2. La forma desde la función.
    2. Cambio morfogenético.
      1. Concepción evolucionista de la morfogénesis.
        • Conceptos descriptivos.
        • Conceptos teoréticos.
      2. Concepción idealista de la morfogénesis.





ArribaAbajo- II -

El cuerpo humano y la cultura


A comienzos de nuestro siglo fue tópica en la filosofía alemana la contraposición entre «naturaleza» (el conjunto de las realidades no humanas) y «cultura» (la suma de las actividades y las obras cuyo autor es el hombre). Éste, el hombre, vendría a ser el híbrido de un «ente natural» y un «ente cultural»; concepción a la que daba expreso o tácito fundamento la dual ordenación kantiana del conocimiento en una crítica de la razón pura y una crítica de la razón práctica. Con distintos nombres según los autores («ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu» en Dilthey, «ciencias nomotéticas» y «ciencias idiotéticas» en Windelband, «ciencias naturales» y «ciencias culturales» en Rickert), tal fue con frecuencia el criterio básico para clasificar las múltiples ciencias en que se diversifica la actividad cognoscitiva del hombre.

Tal contraposición no es admisible. El conocimiento de los entes naturales -un astro, una roca, una planta, un animal- pertenece a la cultura, y de ésta recibe sentido y configuración. Al margen de su respectiva validez objetiva, la concepción creacionista y la concepción evolucionista del origen de las especies pertenecen a dos distintas formas de la cultura. Por otra parte, el total conocimiento de los entes culturales -una institución, una novela, una escultura- exige tener en cuenta lo que acerca de su realidad física dicen las ciencias de la naturaleza. Una institución para regular el comercio de la sal común no podría ser satisfactoriamente conocida sin saber lo que la sal común es en sí misma y en la dieta del hombre. Una escultura es, por supuesto, un hecho de cultura, una creación humana, mas también una pieza de mármol, una realidad natural cuyas propiedades permiten que la escultura sea lo que culturalmente es. Y en la realidad y la actividad del hombre se funden unitariamente, no por yuxtaposición, lo que en ellas es «naturaleza» (actividades digestiva, muscular, cerebral, etc.) y lo que es «cultura» (el hecho de pertenecer el hombre a una determinada situación histórica y social).

Muy claramente lo muestran al observador atento la realidad y el conocimiento del cuerpo humano. Su realidad, porque la actividad del cuerpo es momento esencial en la ejecución de los actos generadores de cultura: todo el cuerpo de Flaubert actuaba de uno u otro modo cuando Flaubert escribía Madame Bovary, y todo el cuerpo de Miguel Ángel intervino en la talla del Moisés. Nada más obvio. Y siendo así, ¿podremos considerar satisfactoria la descripción del cuerpo humano sin tener en cuenta que de su actividad pueden salir Madame Bovary o el Moisés? Hasta cuando se pretende que sea «puramente objetivo y científico» el conocimiento del cuerpo del hombre -por ejemplo: cuando un anatomista se propone escribir un tratado sistemático de su disciplina-, hasta entonces es ciencia natural y ciencia cultural el resultado de su empeño. El conjunto de sus descripciones será, en efecto, tanto producto de cultura como trasunto de naturaleza; necesariamente quedará ordenado por una idea descriptiva; y, como pronto veremos, la índole de ésta depende esencialmente de la cultura a que su autor pertenece.

En el conocimiento del cuerpo humano, en consecuencia, se funden unitariamente un saber científico-natural y, de modo más o menos perceptible, un saber cultural. Razón por la cual, si se aspira a ser completo, es imprescindible conocer cómo el saber y la estimación del cuerpo del hombre penetran y cobran forma en la cultura de todas las situaciones históricas.

Atengámonos por el momento a lo más general y constante de esa exigencia, y preguntémonos: ¿Cuáles son las líneas principales del conocimiento y la estimación del cuerpo en la trama de lo que solemos llamar «cultura» -el conjunto de las experiencias, creencias, recuerdos, esperanzas, dilecciones, aversiones, acciones y obras en que se realiza la vida humana-, y por tanto en todas y cada una de las diversas formas de ella? A mi modo de ver, esas líneas son seis: el común sentir y el saber del pueblo, la medicina, el pensamiento no médico, la literatura, las artes plásticas y la religión. Examinémoslas una a una.


ArribaAbajoA) El cuerpo humano en la cultura popular

La atención del hombre se dirige con especial intensidad a as realidades y los eventos que vitalmente más le afectan e interesan: el ritmo de las estaciones y de la vegetación, las catástrofes naturales, el aspecto del firmamento, los animales de su entorno, los hombres que le son más próximos. Y puesto que el cuerpo es lo que nos revela la presencia de los demás hombres, la atención hacia él hace que cierto conocimiento y cierta estimación de su realidad sean parte importante en ese modo de la cultura que solemos llamar «cultura popular» o folklore; conocimiento y estimación enteramente ajenos a la ciencia cuando ésta no existía, y más o menos influidos por ella cuando -como desde los pensadores presocráticos hasta nuestros días acontece- el saber científico acerca del cuerpo ha tenido alguna existencia. Conocimiento y estimación «populares» del cuerpo humano revelan muchas pinturas rupestres; y por lo que a este respecto sucede en las sociedades civilizadas, recuérdese la propuesta de Freud a Charcot cuando junto a él trabajaba en la Salpêtrière: investigar si la localización de las parálisis y las anestesias histéricas tenía lugar según la anatomía del sistema nervioso que enseñan los libros científicos o conforme a un iletrado saber popular -en aquel caso: el vigente entre las clases proletarias de París- en torno a la composición y el funcionamiento del cuerpo humano.

Como en toda forma de cultura, la presencia del cuerpo humano en la cultura popular es consecuencia de dos actividades psíquicas distintas, el conocimiento y la estimación. La experiencia cinegética y culinaria, el influjo de la popularización de la ciencia y, en ocasiones, los restos de antiguas concepciones míticas, son las fuentes principales de ese conocimiento. Toda lengua posee un repertorio de palabras vulgares -bofes, asadura, mielsa, redaño, como nombres respectivos de los pulmones, el hígado, el bazo y el omento mayor; tantos más en el español campesino- para designar las correspondientes partes anatómicas; y con ellas una idea más o menos precisa y exacta acerca de la función de cada parte en el todo del organismo. Junto al conocimiento se halla la estimación, que puede ser muy grande (tal es el caso en los pueblos en que es intensa la atención al cuidado del cuerpo) o muy escasa (así en los grupos humanos en que, por la razón que sea, apenas importa ese cuidado). Los capítulos subsiguientes nos harán ver los cambios que la estimación del cuerpo ha experimentado en la historia de la cultura popular.




ArribaAbajoB) El cuerpo humano en el pensamiento médico

Puesto que la enfermedad, incluso la que llamamos psíquica o mental, es esencialmente una afección del cuerpo, la atención hacia el cuerpo y su conocimiento son por necesidad parte muy central del pensamiento médico; en la anatomía y la fisiología tiene éste su primer fundamento, desde que, con los médicos hipocráticos, se hizo técnica la práctica de la medicina. Nunquam sine anatomica artem chirurgicam possidebis, proclamaba una inscripción en los muros de la vieja Facultad de Medicina de Madrid; y donde decía chirurgicam, con igual razón hubiese podido decir, más ampliamente, medicam. Nada más evidente.

Pero además de ser fundamento intelectual de la práctica médica, el conocimiento científico del cuerpo humano viene siendo parte importante de la cultura desde que la educación es el recurso supremo para la formación de «hombres cultos»; por tanto, desde la paideia de la Grecia clásica. En la historia del mundo occidental siempre se ha pensado que el hombre culto debe poseer un saber del cuerpo humano superior al vigente entre las clases populares y procedente, no de la tradición iletrada y folclórica, sino del que técnicamente han conquistado los médicos.

Por razones obvias, en el conocimiento del cuerpo perteneciente al pensamiento médico tendrá este libro la parte principal de su contenido.




ArribaAbajoC) El cuerpo humano en el pensamiento no médico

Desde los pensadores presocráticos, esto es, desde que la mente humana se ha empleado en saber lo que las cosas son y lo que es el hecho de conocerlas, el conocimiento del cuerpo humano ha sido parte importante del saber filosófico. A veces de manera temática, cuando la antropología, el estudio científico de la realidad del hombre, ha sido objeto directo de la atención del filósofo. A veces de manera sólo incoada o sólo alusiva, cuando no ha sido éste el caso.

Formada en la misma situación histórica cada una de las siguientes parejas de pensadores, el cuerpo se halla más presente en la obra de Aristóteles que en la de Platón, en la de Alberto Magno que en la de Tomás de Aquino, en la de Tomás de Aquino que en la de Escoto, en la de Descartes que en la de Spinoza, en la de Locke que en la de Hume, en la de Condillac que en la de Kant, en la de Bergson que en la de Dilthey, en la de Husserl que en la de Cohen, en la de Scheler que en la de Nicolai Hartmann, en la de Ortega que en la de Croce, en la de Zubiri que en la de Heidegger. Aunque sea muy sumariamente, habremos de estudiar el por qué y el cómo de estas diferencias.

Apenas parece necesario indicar que el saber anatómico y fisiológico de los filósofos -y, como el de ellos, el de los sociólogos, psicólogos y ensayistas- procede casi siempre del que los médicos poseen y enseñan. Con todo, ha habido filósofos -Aristóteles, Descartes, Bergson, Zubiri- que han querido contemplar muy de cerca lo que a su lado hacían los científicos del cuerpo humano.




ArribaAbajoD) El cuerpo humano en la literatura

Diverso en riqueza y en estimación, según los autores, raramente falta cierto conocimiento del cuerpo humano en las obras literarias; por lo menos, cuando su tema es, en cualquiera de sus posibles manifestaciones, la vida real del hombre. Hablar de las hazañas bélicas de Aquiles, describir las andanzas caballerescas de don Quijote, mostrar el largo drama moral de Raskolnikov o presentar la cambiante existencia de Julián Sorel, no son tareas que puedan llevarse a cabo sin nombrar tales o cuales partes de su cuerpo y, por consiguiente, sin poseer alguna idea de lo que en el cuerpo hacen y sin albergar alguna estimación acerca de lo que el cuerpo vale y significa.

El saber anatómico y fisiológico del literato y la actitud ante la realidad del cuerpo vigente en el mundo a que pertenezca -piénsese, por ejemplo, en la diferencia que a tal respecto existe entre el griego Homero y el medieval Dante- condicionan el contenido factual y la orientación estimativa de las menciones del cuerpo humano y de las alusiones a él existentes en su obra. Pero, siendo hombres originales sus autores, es lógico que las obras literarias muestren abiertamente o permitan adivinar interpretaciones y estimaciones propias de quien las compuso.

Algún ejemplo de ello habremos de ver.




ArribaAbajoE) El cuerpo humano en las artes plásticas

Desde las pinturas rupestres y las más antiguas cerámicas hasta la pintura y la escultura de nuestros días, siempre el cuerpo humano ha sido el objeto principal de las artes plásticas. Los esquemáticos cazadores prehistóricos de la cueva de Alpera, las efigies de Assurbanipal y de Nefertiti, la Venus de Milo, los frescos de la Capilla Sixtina, la velazqueña Venus del Espejo y la goyesca Maja Desnuda, el Penseur de Rodin y las picassianas Demoiselles d'Avinyò, entre mil posibles ejemplos, son otras tantas representaciones del cuerpo humano en las cuales, junto al saber anatómico de su autor y a la estimación del cuerpo dominante en la respectiva situación histórica -helénica y clásica en el caso de la Venus de Milo, europea y burguesa en Rodin, europea y posburguesa en Picasso-, transparece lo que el cuerpo del hombre fue para el artista que las creó. A la hora de estudiar cómo el cuerpo humano fue entendido y valorado en cada una de las grandes situaciones históricas de la cultura occidental, necesariamente habrá de ocupar un primer plano su representación por los artistas plásticos.




ArribaAbajoF) El cuerpo humano en la religión

No hay religión en la cual no ocupe una posición central la preocupación por el destino transmortal del hombre, y en consecuencia por la suerte definitiva de su cuerpo; mas no todas las religiones ofrecen una misma representación y una misma creencia acerca de ese destino y esta suerte. Es muy distinta en ellas, por consiguiente, la actitud ante la realidad, la significación y el valor del cuerpo humano. Baste recordar la oposición que a este respecto existió entre el cristianismo primitivo y la gnosis, o, ya en la historia del cristianismo, la diferencia entre el menosprecio del cuerpo dominante en la espiritualidad de la Edad Media y la positiva estimación de él en la ascética moderna. Un motivo más, y no el menos importante, para el estudio de la presencia del cuerpo humano en la trama de cada una de las principales situaciones de la cultura.










ArribaAbajoCapítulo I

Los orígenes del saber antiguo


Los más antiguos testimonios gráficos acerca de la vida del hombre, las pinturas rupestres, manifiestan cierto conocimiento de la figura y la composición del cuerpo humano. Si queremos llamar saber anatómico a ese conocimiento, puede decirse que el saber anatómico existió en la Edad de Piedra, en el Egipto antiguo, en Sumer, en la China antigua y en la antigua India. Así lo harán ver las páginas subsiguientes. Pero sólo cuando la pura intención de saber haya sido el móvil del conocimiento, y sólo cuando esa intención sea cumplida con cierto orden y cierto método, sólo entonces podrá ser denominado ciencia anatómica el saber acerca del cuerpo humano.

Varia ha sido, en efecto, la intención que ha movido a nombrar -y por tanto a distinguir intelectivamente- las diversas partes del cuerpo. El simple registro oral de lo que la visión presentaba cabeza, miembros, órganos sexuales, etc.- debió de ser la más rudimentaria y antigua de las futuras nóminas anatómicas. Más tarde, la preocupación religiosa por el destino transmortal del cuerpo humano y por la relación entre él y el universo dio lugar a una mención ritual y ordenada de las partes del cuerpo, primer germen de un saber anatómico propiamente dicho. Pronto veremos cómo. Por su parte, la práctica médica tuvo que dirigir la atención del sanador hacia el aspecto de las regiones y los órganos afectos por la enfermedad. Habrá de llegar la Grecia clásica, sin embargo, y con ella el afán de conocer las cosas sólo por el gusto de contemplar y saber cómo son -theorías eíneken, «por causa de la teoría», dice Heródoto que hizo sus viajes (I, 30); por el gusto de ver y entender, diremos nosotros- para que el saber anatómico vaya poco a poco haciéndose verdadera ciencia.

*  *  *

¿Cuándo comienza sobre el planeta el conocimiento del cuerpo humano? Mención oral de ciertas partes externas o internas de nuestro organismo -cabeza, ojo, mano, sangre- la hubo, sin duda, desde que comenzó el lenguaje articulado, y mención escrita de las mismas desde que los hombres empezaron a expresar mediante signos gráficos su experiencia de la realidad visible. Los más antiguos documentos de las culturas arcaicas -tablillas cuneiformes de Sumer y Assur, jeroglíficos egipcios, textos primitivos de China y la India- contienen nombres e incluso someras descripciones de muchas partes del cuerpo. Mas para que el saber anatómico se convierta en verdadera ciencia anatómica es preciso, antes lo indiqué, que en él sean cumplidos tres fundamentales requisitos:

  • Por un lado, la servidumbre a una exigencia teorética: que por encima del interés religioso de la sociedad y del interés profesional del médico exista la explícita o implícita intención de conocer la realidad del cuerpo según lo que ella es; en el caso del médico, que el saber anatómico se halle exento de la tendencia utilitaria que López Pinero y García Ballester han llamado «iatrocentrismo» y se convierta en una «ciencia pura» del cuerpo humano, susceptible de utilización práctica.
  • Por otro lado, el cumplimiento de una exigencia sistemática: que las distintas nociones de carácter anatómico mencionadas en los textos formen, miradas en su conjunto, una unidad en la cual se manifieste cierto sistema ordenador, una idea más o menos precisa acerca de la organización material del ser viviente a que la descripción se refiere.
  • En tercer lugar, la observancia de una exigencia metódica: que el camino para la obtención del saber anatómico haya sido objeto de reflexión, y que, como consecuencia de ésta, ofrezca alguna garantía respecto de la verdad de los resultados a que conduzca.

En el capítulo subsiguiente veremos cómo esas tres exigencias aparecieron en la Grecia clásica y claramente se cumplieron en la obra anatomofisiológica de Galeno. Antes debo mostrar cómo el saber anatómico del antiguo Egipto, de la antigua China y de la India antigua, las tres culturas de la Antigüedad preclásica en que más copioso fue el saber acerca del cuerpo humano, éste no llegó a constituirse en verdadera ciencia anatómica.


ArribaAbajo- I -

El saber anatómico del antiguo Egipto


Contra lo que sugieren los manuales de historia de la Medicina, el saber anatómico de los antiguos egipcios posee en sí mismo una historia. ¿Pudo acaso no ser así, cuando los textos en que tal saber se expresa cubren un lapso temporal no inferior a los 2.500 años? Aunque la idea del progreso no operase en la cultura del Egipto antiguo, ¿es imaginable que entre el contenido de una lista ritual del año 2750 a. de C. y las nociones anatómicas existentes en el papiro londinense, redactado hacia el año 1200 a. de C., no se hayan producido modificaciones de carácter progresivo? La misma técnica de la momificación, fuente principal del saber anatómico egipcio, experimentó no pocas modificaciones a lo largo de los siglos; hace tiempo lo demostró Sethe. De ahí que sea preciso distinguir, por lo menos, dos cuestiones principales: el primer origen de ese saber y su ulterior y sucesiva expresión en los papiros médicos.


ArribaAbajoA) Listas rituales

A) Las más antiguas expresiones anatómicas de que tenemos noticia son las listas rituales que en 1924 publicó Ranke. Marco de ellas era una solemne ceremonia funeral. Puesto ante el cadáver, y en recuerdo del descuartizamiento de Osiris, el sacerdote consagraba al dios solar cada una de las partes del cuerpo del difunto, para que así adquiriera éste vida perdurable y perfecta. «Se te darán tus dos ojos para ver -dice uno de los textos-; tus dos oídos para oír lo que se hable; hablará tu boca, andarán tus piernas, se moverán tu brazo y tu antebrazo; tu carne se hará firme; serán agradables tus venas; gozarás de todos tus miembros; recontarás tu cuerpo y lo hallarás completo y sano...; tendrás tu corazón como debe ser, como había sido antes». Un motivo de carácter religioso indujo a designar con nombre propio y diferenciador los diversos órganos y las distintas partes del cuerpo. Nacieron así largas series de términos anatómicos, más abundantes cuanto más reciente es la lista ritual a que pertenecen, y siempre ordenados de manera fija: cabeza y sus partes; cuello y nuca; hombro, brazos y dedos; tronco y vísceras; nalgas y órganos sexuales; pierna, pie y dedos. El orden descendente es bien notorio.

El contenido de estas listas rituales no pasaría de ser una llamativa curiosidad, a los ojos del historiador de la Medicina, si los términos anatómicos y el orden en que aparecen no se repitiesen fielmente en los papiros médicos de épocas posteriores; por ejemplo, en la parte quirúrgica del papiro Edwin Smith. Lo cual nos hace ver que la primera nomenclatura anatómica de la historia y el primer rudimento de una anatomía descriptiva han nacido de un interés puramente religioso. Como en tantos dominios del saber, el hombre comenzó a poner su atención cognoscitiva en lo que más gravemente le importaba; en este caso, el destino transmortal de su cuerpo y su vida.




ArribaAbajoB) Papiros médicos

B) Más abundantes y precisas son, claro está, las nociones anatómicas contenidas en los papiros médicos, aun cuando la pérdida definitiva de algunos y las lagunas existentes en los que poseemos -en el Edwin Smith, por ejemplo, falta todo lo relativo al abdomen, la pelvis y los miembros inferiores- no nos permitan reconstruir en su integridad el saber anatómico de los médicos egipcios. Podemos en todo caso asegurar que las fuentes de ese saber fueron la práctica de la momificación (acto ritual en el que, por lo demás, nunca existió la menor curiosidad científica; las vísceras eran extraídas, pero no se las examinaba), el ejercicio de ciertas actividades de la vida cotidiana (caza, operaciones culinarias, etc.) y la experiencia quirúrgica. Nada permite afirmar que en el antiguo Egipto fueran disecados cadáveres humanos o animales con fines anatómicos.

Muy sucintamente compuesta, he aquí una relación ordenada de los órganos y los pormenores anatómicos consignados en los papiros médicos:

  • Cabeza.- Cráneo y cara. Vértice del cráneo y occipucio. Cuero cabelludo y cabellos. Huesos parietales. Meninges y encéfalo. Suturas óseas y siete cavidades (ojos, oídos, orificios nasales, boca). Frente, sienes, mejillas, mandíbula. Pabellón de la oreja, oído interno. Órbita y «raíz» del ojo (¿nervio óptico?). «Blanco» y «negro» del ojo (esclerótica, iris, pupila). Tabique nasal, «pilar de la nariz» (vómer), alas de la nariz. Hueso cigomático, labios, dientes, lengua.
  • Cuello.- Garganta, tráquea, esófago. Nuca, «nudos del cuello» (vértebras cervicales).
  • Brazo y cintura escapular.- Brazo, antebrazo, mano. Omóplato («navaja de afeitar»), clavícula.
  • Tronco y vísceras.- Esternón, costillas, vértebras dorsales, médula espinal. Mamilas, abdomen, ombligo, hipogastrio, lomos. Pulmones, corazón, estómago, vesícula biliar, hígado, bazo, intestinos, recto, vejiga.
  • Nalgas y partes sexuales.- Nalgas, ano, periné, pene, prepucio, testículos, vulva, labios, vagina, útero.
  • Pierna.- Muslo, pierna, tibia, peroné, rodilla, meniscos articulares («tortas de la rodilla»).
  • Partes similares.- Aunque la noción de «parte similar» no existe en la medicina egipcia, son nombradas la grasa, la piel, el hueso, la carne y la sustancia nerviosa. Con el signo mt era designado un tubo lleno de cualquier contenido: sangre o aire en el caso de las venas y arterias, carne en el de los músculos, sustancia dura y fibrosa en el de los ligamentos, blanda en el de los nervios.

Aparecen también en los papiros médicos las nociones de «articulación» y «cabeza ósea articular». He aquí la pintoresca descripción de la articulación temporomaxilar que ofrece el de Edwin Smith: «La mandíbula termina en el hueso cigomático como el pico del ave (aquí un nombre intraducible) cuando atrapa algo».

Como se ve, la anatomía del antiguo Egipcio no pasó de ser una colección de nombres alusivos a órganos o regiones del cuerpo, más o menos metódicamente ordenados desde la cabeza hasta los pies y más o menos certeramente usados en la denominación y explicación de las enfermedades y en la práctica de las operaciones quirúrgicas. Un atisbo de ordenación sistemática hubo, sin embargo, en la anatomía egipcia: la idea de que los distintos órganos del cuerpo se hallan anatómica y funcionalmente unidos entre sí mediante el corazón y los vasos. El conjunto de uno y otro sería el «sistema» unificador y comunicante del organismo humano.

Consérvanse dos tratados acerca del corazón y los vasos: uno, titulado El libro de la expulsión de todos los dolores de los miembros, aparece en dos versiones distintas, la del papiro Ebers y la del papiro médico de Berlín; otro, cuyo título es Secreto del médico y la sabiduría acerca del corazón, se halla íntegro en el papiro Ebers y fragmentariamente en el papiro Edwin Smith. Según aquél, habría en el cuerpo humano 22 vasos; según éste, 46. Son también distintas las indicaciones acerca del curso de los mt, aunque en algo coincidan.

El corazón, cuyo signo jeroglífico es una especie de olla con dos asas, constituye el órgano central del sistema vascular y sería la sede del pensamiento, la voluntad y los afectos. Aparece representado de dos modos diferentes, según se utilice el signo para designar el corazón como órgano anatómico y centro de todos los vasos o como sede de la vida psíquica. De él partirían los mt, que le comunican con todos los órganos y regiones, para llevar a unos y otros sangre, agua y aire. «El aire entra por la nariz, llega a los pulmones y al corazón, y éste los distribuye a todo el cuerpo», dice el papiro Ebers. La conexión hemática entre el corazón y los pulmones viene expresamente mencionada en ese mismo texto: «El corazón contiene sangre de los pulmones».

En sus líneas generales, éste fue el saber anatómico de los médicos egipcios. Falta en él por completo la intención que antes llamé teorética y sólo en atisbo existen parcialmente, con visible carácter funcional, las que he denominado sistemática y metódica. ¿Puede en consecuencia decirse que en el antiguo Egipto hubiese una verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser negativa. El origen histórico de esa ciencia debe ser buscado en otra parte.






ArribaAbajo- II -

El saber anatómico de la China antigua


Nada cierto se sabe acerca del saber anatómico de la China correspondiente a las dinastías Hia (anterior al año 1600 a. de C.) y Shang (1600-1028 a. de C.). Textos bastante posteriores -el Yi-king o Libro de los Cambios, el Cheu-Li o Ritos de los Cheu y el Li-Ki o Memorial de los Ritos, todos ellos redactados durante el segundo período de la dinastía Cheu (770-249 a. de C.)- permiten afirmar, a lo sumo, que en ese tiempo eran nombradas las vísceras (tsang) y otras partes del cuerpo. Harto más profundo y sutil fue el pensamiento cosmológico de los chinos desde el filo de los siglos VI y V a. de C., época en la cual parece haber sido compuesto el Yi-king. En él se habla ya, en efecto, de un principio inmutable y eterno del universo (Tao), que en su realización se manifestaría en dos estados polarmente contrapuestos y rítmicamente operantes, el reposo (Yang; también lo luminoso, caliente, seco, masculino y par) y el movimiento (Yin; también lo oscuro, frío, húmedo, femenino o impar); ideas con las cuales la antigua cosmografía china fue convirtiéndose en una concepción racional y abstracta de la realidad del mundo, muy especialmente cuando el ingenioso pensador Tseu-yen (336-280 a. de C.) completó ese sistema con la doctrina de la rotación, la destrucción y la génesis de los cinco elementos o agentes (Wu-hing) que inmediatamente componen el universo: la tierra, el fuego, el metal, el agua y la madera.

Poco antes de la era cristiana, y como fundamento doctrinal de la acupuntura, va configurándose algo semejante a un sistema anatómico. Apunta éste en el fragmento Ling-chu o Chen-king (Libro de la Acupuntura) del tratado Nei-king, y en alguna medida se funda en la disección, no sabemos si de cadáveres humanos o animales (se emplea el término (Kiai-p'eu: kiai, explicar; p'eu, cortar). Este método primitivo permitiría apreciar la solidez y el tamaño de los órganos, la longitud del pulso (alusión al sistema vascular) y la diversa cantidad del neuma y de la sangre. Son distinguidos cinco órganos macizos (corazón, hígado, bazo, pulmones, riñón) cinco huecos (vesícula biliar, estómago, intestino delgado, intestino grueso, vejiga), los tres «coladores» o san tsiao y doce pares de vasos principales, que contienen aire o neuma, sangre y los principios Yin y Yang. A lo largo de los vasos están distribuidos los 365 puntos en que se practica la acupuntura. El Nei-king contiene también algunas nociones embriológicas: la formación del embrión, que es comparado con la flor del nenúfar, tendría su centro originario en el sistema renal. En relación con el saber anatómico, los restantes tratados médicos de la época -el Nan-king, el Chen-nong pen-tsao King, el Kia-yi-king y el Mô-king- no añaden nada importante a lo expuesto en el Nei-king.

La primera mención precisa de una disección anatómica tiene como protagonista al último soberano de la dinastía Yin (siglo XI a. de C.), del cual se dice que hizo abrir el tórax de uno de sus ministros para comprobar si realmente existen siete orificios en el corazón de los hombres superiores; pero es muy probable que esto no pase de ser una leyenda ulteriormente elaborada. Mayor verosimilitud posee lo que se cuenta del gran médico de la corte de Wang Mang. Por orden suya, unos artesanos y un carnicero habilidoso recibieron el encargo de abrir el cadáver de un criminal, para pesar y medir las cinco vísceras macizas y señalar con un estilete de bambú el trayecto de los vasos. La práctica de autopsias no vuelve a registrarse, en todo caso, hasta las de Yang Kiai (siglo XII d. de C.), autor del libro Tsuen-chen-fu o «Atlas para conservar la verdad», canon de la anatomía china durante 700 años. En efecto: no contando las discusiones acerca de la localización anatómica del Ming-men o «Puerta del destino de la vida» -si el «soplo original» tiene su asiento en la región renal o en el orificio del útero: Hua Cheu (siglos XIII-XIV), Chang Kiaí-pin y Suen Yi-k'uei (siglo XVIII)-, el saber anatómico de los médicos chinos no progresará de manera visible hasta Wang Ts'ing-jen (1768-1831). Ya bajo la influencia de la ciencia de Occidente, Wang Ts'ing-jen consagró no pocos años de su vida a la rectificación de los errores de la angiología y la esplacnología tradicionales en su país. Parece que llegó a disecar más de treinta cadáveres en diez días, y condensó su renovadora experiencia en un pequeño volumen, el Yi-lin kai-tso o «Corrector de Errores Médicos», y un atlas de veinticuatro láminas. El compromiso entre la anatomía tradicional y la que va llegando de Europa va a ser la tónica del saber morfológico de los chinos desde la obra de ese laborioso reformador hasta los tratadistas de nuestro siglo.

A la vista de esta breve sinopsis, ¿puede decirse que en la China antigua hubiera una verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser harto más matizada que en el caso del Egipto antiguo.

Hablan en sentido positivo los siguientes datos:

  1. Con las nociones anteriormente mencionadas -principio inmutable del universo (Tao), realizaciones primarias de ese principio (Yang y Yin), sustancias elementales de la realidad cósmica (Wu-hing)-, el pensamiento chino llegó a elaborar, siquiera fuese un esbozo, una visión racional y filosófica del cosmos, apta, sin duda, para construir la doctrina cosmológica y biológica que más tarde llamaremos «estequiología».
  2. En la mente china existió, al menos como germen precientífico -recuérdese la comparación de la génesis del embrión humano con la del nenúfar-, cierta inclinación a la visión comparativa de la morfología y la morfogénesis.
  3. El atenimiento a la experiencia directa de la realidad condujo más de una vez -actitud crítica del Nan-king respecto del Nei-king, botánica y materia médica del siglo VII- a revisar los datos tradicionales y a sustituir las descripciones mítico-imaginativas de la época arcaica por otras menos erróneas y más precisas.

Pero las posibilidades contenidas en esos tres hechos fueron negativamente contrarrestadas por los cuatro siguientes:

  1. Exceso de un iatrocentrismo mucho más apresurado e imaginativo que objetivo y explorador. Cualesquiera que sean los efectos reales de la acupuntura, es evidente que en la explicación racional de ellos rigió abusivamente el falso saber anatómico de la medicina china, y que tal explicación procedió más veces de la imaginación del médico que de la experiencia disectiva.
  2. Falta de consecuencia sistemática: las posibilidades y los gérmenes de una morfología general antes consignados no fueron consecuentemente desarrollados por los pensadores y los médicos de la antigua China.
  3. Inadecuación e insuficiencia de los conceptos fundamentales de la cosmología china para la elaboración de una noción equiparable a la helénica de phýsis o naturaleza, históricamente tan fecunda.
  4. Falta de inquietud intelectual, tradicionalismo excesivo: el tratado anatómico de Yang Kiai fue pábulo inconmovible para los médicos chinos desde el siglo XII hasta que en el siglo XIX penetra en su país el pensamiento científico de Occidente.

«El desarrollo de la ciencia occidental -dice un texto epistolar de Einstein (1953)- se ha apoyado en dos grandes logros: la invención del sistema lógico formal por los filósofos griegos (la geometría euclidiana) y el descubrimiento de la posibilidad de hallar relaciones causales mediante experimentos sistemáticos (la física del Renacimiento). En mi opinión, no hay por qué asombrarse de que los sabios chinos no hayan dado estos pasos. Lo sorprendente es más bien que alguien llevara a cabo estos descubrimientos». Por su parte, J. Needham, acaso el más eminente conocedor de la ciencia china antigua, recuerda que todavía en la Europa de los siglos XV-XVIII había procesos criminales contra animales -un ejemplo: en la Basilea renacentista fue condenado a ser quemado vivo un gallo por el «nefando e innatural crimen» de haber puesto un huevo; esto es, por haber violado una ley natural y divina-, y escribe a continuación: «Es enormemente interesante ver que la cultura moderna, en la medida en que desde Laplace ha considerado posible y aun deseable prescindir de la hipótesis de Dios como base de las leyes de la naturaleza, ha vuelto, en cierto sentido, a la perspectiva taoísta... Pero en una cultura que más tarde había de producir a Kepler, ¿no era acaso necesaria una mentalidad según la cual un gallo que ponía huevos podía ser procesado?». Ahora bien, añado yo: la secularización moderna de la idea de «necesidad» o «ley natural» -la anánkē phýseōs de los primitivos pensadores griegos, el fatum de los teólogos medievales- ¿hubiese sido posible sin la idea de la naturaleza que el concepto griego de la phýsis llevaba consigo?

No. Pese a los atisbos y a la sutileza de su saber anatómico, tampoco en la cultura china hubo una verdadera ciencia anatómica.




ArribaAbajo- III -

El saber anatómico de la India antigua


Como en el antiguo Egipto, también en la India antigua fue un motivo de orden religioso el que puso orden y precisión en la nomenclatura de los órganos y las regiones del cuerpo humano; mas no por modo de rito funerario, sino bajo figura de exorcismo.

El Rigveda y el Altharvaveda contienen los himnos sagrados de que se valía el sacerdote para expulsar de los cuerpos enfermos el Yaksma, uno de los demonios morbígenos más frecuentemente nombrados en los textos védicos. He aquí el correspondiente al Rigveda: «1. De los ojos, de la nariz, de los oídos y del mentón -la consunción que existe en la cabeza te la expulso yo de la lengua y del cerebro-. 2. De la espalda, de la nuca, del esternón y del espinazo -la consunción que asienta en el antebrazo te la expulso yo de los hombros y los brazos-. 3. De las entrañas y los intestinos, del corazón y del intestino grueso, de las costillas, el hígado y los plâsis (¿el peritoneo?) -también la expulso yo-. 4. De las piernas, de las rodillas, del calcañar y de los dedos del pie, de las caderas y los genitales, del ano -te la expulso yo-. 5. De los miembros, de los cabellos, de las uñas -de todo el cuerpo te expulso yo la consunción-. 6. Miembro por miembro, pelo por pelo, juntura por juntura, si éstas enfermaron -de todo el cuerpo te expulso yo la consunción con mis palabras».

Algo más prolija que la del Rigveda, la enumeración ritual del Atharvaveda no añade a ella nada esencial. En una y otra hay una denominación seriada y descendente de las regiones y los órganos principales del cuerpo: cabeza, tórax, cintura escapular, vísceras toracoabdominales, región pudenda, pierna. Directa o indirectamente, en esa prolija enumeración tuvo su origen la ulterior anatomía de los médicos hindúes.

Los textos védicos debieron de ser fijados en forma escrita hacia el año 1500 a. de C. Durante los nueve siglos transcurridos desde esa fecha hasta que apareció la famosa compilación que lleva el nombre de Susruta, ¿cómo fueron desarrollándose los conocimientos anatómicos en la cultura india?

Fuente principal de ellos debió de ser la práctica de los grandes sacrificios. La más completa descripción de esta ceremonia puede leerse en el Yajurveda. El hotar o sacerdote invocador cantaba versículos del Rigveda; le contestaba, recitando en voz baja trozos de prosa o yajus, otro sacerdote o advarvu (literalmente, «el que prepara el camino»); un tercero, el sanitar, daba muerte a la víctima, un caballo, y él mismo u otro sacerdote distinto, el visastar, llevaban a cabo la disección ritual. Todo parece indicar que hasta las autopsias de cadáveres humanos mencionadas en la compilación de Susruta, en tal ceremonia tuvo su más importante fundamento el saber anatómico de los primitivos médicos indios.

Como es obvio, dicho saber no pasaba de ser una simple enumeración de órganos y regiones; sólo ocasionalmente ofrecen los textos alguna sumarísima descripción. Comienza aquélla con el epiplón mayor (vapa), primer fragmento de la víctima que el sacerdote ofrecía. Viene luego el corazón, comparado a una flor de loto, que se abre durante la vigilia y se cierra durante el sueño. Los escritos ulteriores repetirán el símil, y en los dibujos tibetanos que siguen la tradición india así es representada la víscera cardíaca. A continuación eran disecados la lengua y el plastrón torácico, y acto seguido el hígado, los riñones, el recto, el pulmón derecho, el pulmón izquierdo, el bazo, la grasa abdominal y la torácica, el intestino grueso y el intestino delgado.

Del hígado se menciona su color oscuro. Según la colección de Susruta, el hígado y el bazo proceden de una transformación de la sangre, la cual provendría, a su vez, del quilo, jugo o zumo alimenticio (rasa). El color oscuro del hígado sería debido a la acción urente de la bilis (pitta), concebida por los médicos indios como un fuego (agni). De los riñones -cuya función excretora no parece haber sido conocida, aunque a veces será mencionada la vejiga urinaria- se dice que son «dos bolas de carne, como dos frutos de mango, junto a la columna vertebral». La unidad funcional de los distintos órganos quedaría garantizada por un sistema de conexiones o samdhi. Parte principal de ellas son los «tubos» o srotas, nombre que parece referirse tanto a los bronquios como a los vasos sanguíneos.

No son mucho más precisos los datos referentes a la osteología. Las enumeraciones primitivas cifran en 360 el número de los huesos que componen el esqueleto; cifra en la cual se expresa la viejísima idea del paralelismo entre el cuerpo humano (microcosmos) y el universo en su conjunto (macrocosmos). «El año -dice un texto del Sata-Pata-Brahmana- es realmente el altar del fuego; sus piedras de revestimiento son las noches, y son trescientas sesenta, porque trescientas sesenta noches forman el año. Los días son las piedras yajusmant, y son también trescientas sesenta, porque trescientos sesenta días forman el año». Poco después añade que el altar del fuego es también el cuerpo humano, en el cual las dos mencionadas clases de piedras se corresponden con los trescientos sesenta huesos y las trescientas sesenta médulas que en ese cuerpo existen. En otro lugar se lee que el hombre (purusa) es el año: «Ambos existen cada uno por sí, pero son lo mismo». La concepción microcósmica del cuerpo humano se expresa ahora como rigurosa correspondencia numérica entre los días del año y los huesos del esqueleto. Por eso puede decir Hoernle que esas numeraciones «no proceden de un médico, sino de un teólogo». El rito sacrificial haría patente la originaria correlación sacral entre el hombre y el cosmos y cumpliría la secreta necesidad de un purificador retorno al origen -en este caso, el paralelismo universo-hombre- que tantas religiones arcaicas afirman.

No debe pensarse, sin embargo, que la cifra 360 expresa una noción ritualmente fija. Tres veces ha encontrado Hoernle el número 362, y en el manuscrito de Tanjore se habla, según Mookerjee, de 363. Ajena en este punto a la tradición védica, y apoyada con toda probabilidad en la escuela quirúrgica de kasi, la Susruta-samhita calcula en 300 el número de huesos del esqueleto.

Vengamos ahora a los conocimientos anatómicos contenidos en las dos grandes colecciones médicas, la de Susruta y la de Çaraka. Es seguro que ya en tiempos de la primera era relativamente usual entre los médicos la autopsia de cadáveres humanos. Debe elegirse -se nos dice- el de un hombre no demasiado viejo o deforme, cuya defunción no haya sido causada por enfermedad crónica o por envenenamiento. El cuerpo era colocado dentro de un arroyo durante siete días consecutivos, al cabo de los cuales se le frotaba con un cepillo hecho de cortezas vegetales, hasta hacer suficientemente perceptibles los órganos internos. El médico debía luego purificarse de la contaminación moral que para el hindú trae consigo el contacto con un cadáver humano. Un baño lustral, el contacto con una vaca sagrada o una larga mirada al Sol bastaban para borrar la mancha.

Así adquiridas, no podían ser muy precisas las nociones anatómicas. Más que descripciones propiamente dichas, la colección de Susruta ofrece al lector enumeraciones, medidas y clasificaciones. El cuerpo del hombre, se afirma en ella, contiene 7 pieles, 7 principios fundamentales, 300 huesos, 24 nervios, 3 fluidos o humores elementales, 107 articulaciones, movibles unas y fijas las otras, 90 ligamentos, 90 tendones, 40 vasos principales, 700 ramas vasculares y 500 músculos. Antes indiqué la importancia que en la anatomía y la fisiología de la Susruta-samhita poseen los tubos o srotas. Añadiré ahora que en el ombligo se ve el centro y origen de todo el sistema de tubos, sean éstos vasos o nervios, y que las indicaciones acerca de su curso son puramente imaginarias. Bastante minuciosas y exactas son, en cambio, las precisiones anatómicas acerca de ciertas regiones (marman), a cuyas heridas se atribuía especial gravedad: la palma de la mano, la planta del pie, los testículos, las ingles, determinados puntos del tronco y de las extremidades, el ombligo, etc. El concepto de marman procede de los tiempos védicos, y no parece haber sido ajena a él la prescripción ritual de evitar la incisión del ombligo que aparece en el Yajurveda.

No puede sostenerse, después de lo expuesto, que fuese especialmente minucioso y exacto el saber anatómico en la India antigua. Pero, como en la antigua China, en la base de tan deficientes nociones existió un pensamiento cosmológico relativamente elaborado, y con él, explícito o implícito, el esbozo de una morfología general.

Tres son las ideas que en ese pensamiento interesan ahora: una puramente cosmológica, la existencia de cinco «principios elementales» o mahabhuta (literalmente, las «grandes cosas»); las dos restantes, estrictamente anatomofisiológicas, son la doctrina de las siete «sustancias fundamentales» o «elementos» (dhâtu) y la de los tres humores o «fluidos cardinales» (dosa).

Pertenece a las más antiguas tradiciones arias la idea de que la luz del cielo llega a los hombres a través de ciertos orificios (el Sol, los restantes astros) que perforan la bóveda celeste. «De esta luz del cielo (brahman o atman) procederían los cinco principios fundamentales o mahabhuta: el espacio radiante» o akara, el viento, el fuego, el agua y la tietra. «De este atman -léese en el Taittiriya-Upanishad- se origina el akasa, del akasa el viento, del viento el fuego, del fuego el agua, del agua la tierra, de la tierra las plantas, de las plantas el alimento, del alimento el semen, del semen el hombre».

Entre los mahabhuta y las cosas singulares y visibles -un caballo, un hombre- habría ciertas realidades intermedias, en cuya virtud llegan a ser racionalmente inteligibles la composición y la génesis de los cuerpos vivientes: son los dhâtu o sustancias fundamentales del cuerpo1. Los dhâtu son siete, según la enumeración canónica de la Susruta-samhita: el quilo, la savia o zumo, la sangre, la carne, la grasa, el hueso y el semen. Todos ellos provendrían de los cinco mahabhuta antes mencionados, y todos se hallarían entre sí en estricta relación genética: «Del quilo, jugo o zumo (rasa) -dice esa colección- procede la sangre, de ésta la carne, de la carne la grasa, de la grasa el hueso, de éste la médula, de la médula el semen». De nuevo se hace patente la correlación entre el macrocosmos y el microcosmos, ahora en forma temporal: el ciclo de tal proceso genético duraría un mes lunar. A cada uno de los dhâtu correspondería, en fin, una de las siete excreciones fundamentales o kitta: heces y orina, moco, bilis, suciedad de la piel, sudor, pelos, legañas y sebo cutáneo.

En la mente del médico indio, ¿qué era el dhâtu? La atribución de un carácter eminentemente sustancial a esa noción y a la realidad a que ella se refiere impide percibir el carácter dinámico y energético que para el hindú tenían una y otra. R. F. G. Müller hace notar que dhâtu es el infinitivo sustantivado de dhâ, poseer algo en un nuevo estado, llevar o soportar. En consecuencia, dhâtu no es sólo «lo que soporta el cambio» -el hypokeimenon de los griegos, la substantia de los latinos-, es también, y más radicalmente, la acción de poner o de cambiar. No es un azar que con cierta frecuencia se añada a la serie de los siete dhâtu uno más, la «energía» o «fuerza» (ojas). En los dhâtu de la medicina india no hemos de ver, pues, un equivalente anticipado de las «partes similares» aristotélico-galénicas y de nuestros «tejidos». Son como éstos, sí, componentes materiales homogéneos del cuerpo animal, mas también, indiscerniblemente, otros tantos eslabones activos y transitorios en el flujo viviente del universo.

El tercero de los tres grandes conceptos cosmológico-biológicos del pensamiento indio es el de dosa, «humor» (Cordier, Hoernle) o «humor fundamental», Grundsaft (Jolly). Tres serían tales humores (doctrina de la tridosa): el viento, la bilis y el moco2. R. F. G. Müller advierte, sin embargo, que la palabra dosa procede de la raíz dus, y hace referencia a algo corrompido o defectuoso. El término dosa no correspondería tanto al «humor» en sí como a un defecto patológico del mismo, y así se explicaría el frecuente empleo que del concepto de tridosa se hace en la medicina india.

¿Existió en la antigua India una verdadera ciencia anatómica? Mutatis mutandis, nuestra respuesta debe ser la misma que en el caso de la cultura china. Hubo en la medicina india una anatomía descriptiva tan deficiente como imaginativa y errónea; hubo también conceptos cosmológicos de indudable importancia doctrinal, y con ellos una incipiente anatomía general, sobre todo en lo tocante a la estequiología y a la morfogénesis; operó asimismo en ella una noción fundamental, a la vez cosmológica y antropológica, que se repite en las más diversas culturas, la visión del hombre como microcosmos; pero en modo alguno llegó a existir una ciencia anatómica merecedora de este nombre. El pensamiento cosmológico indio, ha escrito Zubiri, «no se apoya en el verbo as-, ser, sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, en el sentido de nacer o engendrar... Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-, el nacido. El verbo as no tiene, en cambio, más misión que la de una simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el pensamiento indio no llegó jamás a la idea de esencia... Para el indio, la esencia es ante todo el extracto más puro de la actividad de las cosas, en el mismo sentido en que empleamos hoy el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería. Hasta tal punto, que una de las más primitivas denominaciones de lo que nosotros llamamos esencia es rasa, que propiamente significa savia, jugo, principio generador y vital». Esta incapacidad de la mente india para no pensar formalmente en términos de «ser» es a mi juicio lo que -no contando las deficiencias y los errores de su descripción del cuerpo humano- impidió que en el Indostán naciese un saber al que nosotros podamos llamar con entera propiedad «ciencia anatómica».

Distintas entre sí, algo tienen de común, en lo tocante al conocimiento del cuerpo humano, las culturas del antiguo Egipto y de la China y la India antiguas: en las tres -sobre todo, en la china y en la india- apuntan gérmenes de una ciencia anatómica propiamente dicha, pero en ninguna de ellas llegó ésta a constituirse; las tres se extinguieron o se momificaron sin haberla producido; a este respecto, las tres han sido otras tantas vías muertas en la historia universal de la humanidad. ¿Por qué? Esos gérmenes, ¿eran, pese a su primera apariencia, incapaces de producir un conocimiento del cosmos en la cual la ciencia anatómica pudiese tener marco y fundamento? Tal vez. En cualquier caso, el curso real de la historia nos dice que sólo dentro de otro marco y sobre otro fundamento -los que genialmente crearon los hombres de la Grecia antigua- llegará a existir con plenitud esa ciencia. Así nos lo hará ver el próximo capítulo.






ArribaAbajoCapítulo II

El cuerpo humano en la Grecia antigua: De Homero a Galeno


La actitud vital ante la realidad cósmica en que tuvo primer fundamento la más antigua de las concepciones científicas del cuerpo humano, la helénica, existió desde que el pueblo griego adquirió su identidad histórica; antes, por tanto, de la composición del epos homérico. Más aún, es probable que esa actitud vital fuese la expresión helénica de una genérica mentalidad indoeuropea, en cierto modo contrapuesta a la de los antiguos pueblos semíticos; aquélla netamente naturalista, ésta claramente personalista. El indoeuropeo, en consecuencia, veía la divinidad en la bóveda celeste; por tanto, en la naturaleza, en el cosmos. El semita, en cambio, concibió a Dios como «el Señor»: alguien trascendente a la visible realidad cósmica y esencialmente superior a ella. Elaborando originalmente esa primitiva mentalidad indoeuropea, el genio vivaz, observador e inquieto de los griegos, singularmente exaltado en las ciudades jónicas por las exigencias de la vida colonial, fue el creador de la cultura que luego llamaremos helénica y, dentro de ella, el artífice de la primera de las formas históricas en que se ha realizado la ciencia del cuerpo humano.

La creación de ésta no fue, sin embargo, cosa de un día. Un proceso de siglos, en el cual el epos homérico, la filosofía presocrática, la medicina hipocrática, Platón, Aristóteles y la anatomía alejandrina son hitos principales, será necesario para que la actitud griega ante el cosmos llegue a concretarse, con Galeno, en una visión científica y sistemática del cuerpo humano. Mostrar las sucesivas etapas de ese largo camino, estudiar metódicamente la ciencia anatomofisiológica de Galeno y exponer de modo sucinto las varias formas de la estimación del cuerpo en la cultura antigua será la materia de este capítulo.


ArribaAbajo- I -

El cuerpo humano en el epos homérico


Un somero cotejo entre el contenido de la Ilíada y la Odisea y el de los poemas épicos que inician o jalonan el curso histórico de tantas culturas -el Mahabharata y el Ramayana, la Eneida, la Chanson de Roland, el Cantar del Mio Cid, las primitivas leyendas nórdicas- muestra al más miope la soberana eminencia de los antiguos helenos en la observación de la realidad cósmica, y por consiguiente en la percepción y la denominación de las partes del cuerpo y los detalles anatómicos. Con razón pudo destacar O. Körner el ionischer Forschergeist, el vivaz espíritu pesquisidor de los jonios. «Hambre de realidad», podría llamarse a esa vigorosa actitud de la mente.

El epos homérico es, entre tantas cosas, el primer testimonio del saber de los griegos acerca del cuerpo humano. ¿Puede también decirse que los versos de la Ilíada y la Odisea sean la fuente primera de lo que con posterioridad de siglos había de ser la ciencia anatómica de los helenos? En lo tocante a la nomenclatura, ésta fue la opinión de Ch. Daremberg, el primero en explorar autorizada y metódicamente este aspecto de ambos poemas. Es cierto. Recogiendo palabras vigentes en el habla de las costas jónicas en las postrimerías del siglo IX a. de C., y dando con ello inequívoco testimonio de la extraordinaria capacidad de los antiguos griegos para la observación visual y la denominación distintiva, los poemas homéricos contienen una gran copia de términos anatómicos que luego serán técnicamente empleados por los médicos y los naturalistas. Pero sería desmesurado y erróneo afirmar que el rico saber anatómico contenido en el epos fue la primera etapa de una ciencia anatómica propiamente dicha; no pasó de ser el suelo empírico y léxico en que esa ciencia había de nacer. Sólo en el siglo vi, cuando la visión helénica del cosmos se realice como physiología o conocimiento racional de la phýsis, sólo entonces comenzará a hacerse verdadera ciencia el incipiente saber anatómico de la Ilíada y la Odisea.

Seis notas, por lo menos, constituyen la peculiaridad y manifiestan la importancia de la anatomía homérica: el contexto en que el saber anatómico se muestra; la enorme abundancia de los términos en que se expresa; la precisión de la mente y el lenguaje, cuando de la mera denominación pasa el poeta a la descripción; el modo como es vista y nombrada la conexión entre las partes del cuerpo; la indiferenciación entre los órdenes somático y psíquico en la realidad del hombre; y como fundamento de todo ello, la altísima estimación del cuerpo humano que la letra del epos pone en evidencia. Veámoslas sucesivamente.


ArribaAbajoA) Singularidad del epos homérico

En las grandes culturas anteriores a la helénica, la designación de una parte del cuerpo nace de una intención claramente utilitaria; religiosamente utilitaria en las listas rituales del antiguo Egipto, mágicamente utilitaria en los exorcismos de la literatura védica, médicamente utilitaria en los papiros egipcios de contenido quirúrgico y en los textos chinos que exponen la técnica de la acupuntura. Bien distintos son el marco en que los términos anatómicos aparecen y la intención con que son empleados, en el caso del epos homérico.

El poeta nombra y describe órganos y regiones del cuerpo humano; y lo hace con tal abundancia y tal rigor, que el texto, en ocasiones, más parece ser un parte médico que una expresión poética. ¿Por qué lo hizo? Sin duda, porque sabía ver, porque le gustaba la precisión descriptiva y porque estaba seguro de que a sus lectores y oyentes también había de gustarles. El gusto por la precisión, uno de los principales rasgos étnico-psicológicos de la ciencia griega, es el motivo básico de esa abundante presencia del saber anatómico en el epos homérico; y la seguridad de compartirlo con quienes van a leer o a escuchar su obra, la intención primera de ese sorprendente alarde del poeta, el para qué de su notable empeño nominativo. Si se quiere llamar utilitaria a la intención en que tiene su origen la denominación anatómica -a la postre, todos los actos humanos son «para algo»-, la utilidad es ahora la pura satisfacción de un gusto: el gusto de ver, nombrar y decir. Con sólo él no hubiese existido la ciencia anatómica; sin él, tampoco.

Un poema épico helénicamente concebido y compuesto, no un texto ritual o mágico, ni una guía para la práctica de la medicina, es, no por azar, el marco que envuelve el nacimiento de la nomenclatura anatómica en la cultura griega. Bastante después de que el epos homérico fuese compuesto, Heródoto dirá -recuérdese- que ha recorrido los países que en su obra describe sólo por el placer de verlos, esto es, con intención meramente contemplativa o teorética. Tanto el poeta como el historiador, aquél ante la realidad del cuerpo humano, éste ante la realidad del mundo, bien tempranamente expresaron con su obra el genio del pueblo a que pertenecieron.




ArribaAbajoB) Nombres y descripciones

La extraordinaria abundancia de términos anatómicos es la segunda de las notas en que la peculiaridad del epos homérico se manifiesta, Ch. Daremberg en el siglo pasado y O. Körner en el nuestro han estudiado detenidamente el saber anatómico de Homero; pero es A. Albarracín Teulón quien mejor ha indagado y expuesto los aspectos médicos de la Ilíada y la Odisea. De su libro Homero y la medicina procede la siguiente enumeración de los nombres anatómicos que aparecen en el epos:

    - A -

  • Articulación: gyía.
  • Articulaciones en general: goúnata.
  • Auditivo, conducto: oûas, oûs.
    - B -

  • Boca, cavidad: stóma.
  • Boca, orificio: mástax.
  • Boca, suelo: laimós.
  • Brazo: brakhíōn, Kheír, ōlénē, pêkhys.
  • Bucal, región: pareiê, parēion.
    - C -

  • Cabeza: kárē, kephalē.
  • Cadera: iskhíon.
  • Carne: kréas, myōn, sárx.
  • Carpo, región metacarpiana: karpós.
  • Cejas: ophrýs.
  • Cintura: ixýs, keneōn.
  • Clavícula: klēís.
  • Codo: ankōn, pêkhys.
  • Corva: ignýe, kōlēps.
  • Corazón: ētor, kardíē, kêr, kradíē.
  • Costado: pleural, pleurē, pleurón, pleurà.
  • Costillas: pleural.
  • Cotiloidea, cavidad: kotýlē.
  • Cráneo: kraníon.
  • Cuello: aukhēn, deirē, lóphos.
  • Cuero cabelludo: khaítē, thríx.
    - D -

  • Diafragma: prapídes, phrénes.
  • Dientes: odóntes.
    - E -

  • Empeine: tarsós.
  • Encéfalo: enképhalos.
  • Epiplón: derîron.
  • Escapular, región: ômos.
  • Espalda: metáphrenon, nôton, rákhis.
  • Esternal, región: metamázion.
    - F -

  • Fauces: laimós.
  • Fibra: énteron, înes, neûron, ténōn.
  • Frente: metópion, métopōn.
  • Frente, arrugas: episkýnion.
    - G -

  • Garganta: stómakhos, phárynx, laukaníē.
  • Globo ocular: ophthalmós.
  • Grasa: dēmós, knísse.
    - H -

  • Hígado: hēpar.
  • Hombro: ōmos.
  • Huesos: ostéa.
    - I -

  • Inguinal, región: boubōn.
  • Interescapular, región: ōmôn messegýs.
  • Intermamilar, región: metamázion.
    - L -

  • Labial, región: stóma.
  • Labios: kheîlos.
  • Lengua: glôssa.
  • Lóbulos de la oreja: lobós.
    - M -

  • Mamila: mazós.
  • Mandíbula: gnathmós.
  • Mano: kheír.
  • Mano (palma): agostós, palámē, thénar.
  • Maxilar inferior: gnathmós.
  • Médula (ósea y espinal): myelós.
  • Mejillas: pareía, paréion, prósopon.
  • Mentón: anthereōn, géneion.
  • Miembros: gyía, mélea, mélos, réthos.
  • Miembro superior: brakhíōn, olēnē.
  • Músculo: myōn.
  • Muslo: mēríon, mēros.
    - N -

  • Nalgas: gloutós.
  • Nariz: rís, rînes.
  • Niña del ojo: glēnē.
  • Nuca: iníon.
    - O -

  • Occipital, región: inion.
  • Oído, oreja: oûas, oûs.
  • Ojo: ophtalmós, ósse, ómmata.
  • Ombligo: omphalós.
    - P -

  • Paladar: hyperōē.
  • Pantorrilla: skélos.
  • Párpados: bléphara.
  • Pecho: stérnon, stêthos.
  • Pericardio: phrénes.
  • Perirrenal, región: epinephrídios.
  • Pie: poús, láx.
  • Piel: derma, khrōs, rinós.
  • Pierna: knēme.
  • Pudenda, región: aidoîda, mēdea.
  • Pulmones: pneúmōn.
  • Pupila: glēnē.
    - R -

  • Rodilla: góny.
  • Rostro: hypōpion, ōpsis, prósōpon.
    - S -

  • Sien: krótaphos.
  • Sincipucio: brekhmós, brégma.
    - T -

  • Talón: ptérnē.
  • Tarso: tarsós.
  • Temporal, región: kórsē.
  • Tenar, eminencia: thénar.
  • Tendón: énteron, înes, neûron, ténon.
  • Tobillos: sphyron.
  • Tórax: stēthos, stérnon.
  • Tráquea: aspháragos.
    - U -

  • Umbilical, región: prótmēsis, mésē gáster, par'omphalón.
    - V -

  • Vacío: keneōn.
  • Vaso sanguíneo: phlébs.
  • Vejiga urinaria: kýstis.
  • Vertebral, columna: áknēstis, rákhis.
  • Vértebras: astrágalos, sphondýlios.
  • Vientre: gástēr, nēdýs, keneōn.
  • Vísceras abdominales: éntera, kholades.
    - Y -

  • Yugulum: laukantē.

Se ha discutido la procedencia de tan copioso saber anatómico. Malgaigne vio las fuentes de él en la incineración de los cadáveres y la observación de las heridas de guerra. A ellas habría que añadir la experiencia cinegética y culinaria. Körner cree que también la descomposición de los cadáveres abandonados en el campo y la práctica de sacrificios humanos, todavía en uso, según algunos, en tiempos de Homero, pudieron dar ocasión al examen del cuerpo humano, y siguiendo a Küchenmeister piensa que en modo alguno puede excluirse la ocasional realización de autopsias de cadáveres humanos. Nunca sabremos si fue así. Pero, sea cual fuere el origen de la experiencia, lo verdaderamente importante y significativo del conocimiento homérico del cuerpo es su extraordinaria riqueza.

No sólo riqueza hay en él; hay también precisión, tanto onomástica como descriptiva. Varias páginas podrían llenarse con descripciones de heridas enteramente equiparables a los partes médicos de plazas de toros. Meriones persigue lanza en mano a Fereclo; y «cuando le alcanzó, le alanceó en la nalga derecha, y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió por el otro lado» (Il. V, 66-67). Otro tanto ocurrió cuando el mismo Meriones clavó una flecha en la nalga derecha de Harpalión (Il.. XIII, 651-655). Idomeneo alancea a Enmante por la boca: la lanza, se nos dice, «le atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes» (Il. XVI, 345-350). Dígase si no parece más quirúrgico que poético el estilo del descriptor de esas heridas.

En los versos de la Ilíada y la Odisea son mencionadas 37 heridas no mortales, 128 heridas mortales y 10 contusiones (Albarracín Teutón). Naturalmente, no todas estas lesiones son descritas con el mismo detalle que las tres que acabo de mencionar, pero en muy pocas falta alguna indicación acerca del efecto producido por el agente traumático en el cuerpo lesionado. El afán de precisión que mueve al descriptor no puede ser más evidente.




ArribaAbajoC) El todo del cuerpo

Cometeríamos un grave error interpretativo si pensáramos que la designación homérica de una parte del cuerpo tenía su presupuesto mental, como la nuestra, en la idea de que la parte en cuestión es «parte» por pertenecer a un «todo», al todo del cuerpo. Por extraño que parezca, el griego homérico no poseyó la noción de «cuerpo en su conjunto». Es cierto, sí, que en el epos aparece el término sōma; pero lo que comúnmente significa es cuerpo muerto, cadáver3. En cualquier caso, y a diferencia de lo que hará el griego clásico, Homero no emplea la palabra sōma para designar nuestro cuerpo. Pese a la letra de las traducciones, los términos khros y démas nombran en rigor, respectivamente, la piel, en cuanto superficie limitante del cuerpo, y la grande o escasa magnitud de éste. Lo habitual es que el cuerpo sea designado mediante los plurales gyía y mélea: miembros articulados y dotados de movimiento. Más que un conjunto unitario, el cuerpo humano es en el epos homérico una pluralidad de miembros diversamente activos (B. Snell, J. S. Lasso de la Vega). Lo mismo acontece en las figuras geométricas de los vasos arcaicos; en ellas el cuerpo es también gyía kai mélea, composición de miembros dotados de músculos poderosos y netamente articulados. Atento a la acción que el cuerpo está ejecutando -blandir una lanza o una espada, correr, saltar-, y especialmente sensible a la visión de la parte que entonces se halla en movimiento, el griego homérico la veía y nombraba sin tener en cuenta lo que en el cuerpo no es ella, aunque sea su soporte; y como la realidad de las cosas sólo es conocida cuando se descubre la unidad de ellas, lo que en su totalidad es cada una, concluye S. Lasso de la Vega, «es una rigurosa verdad, por más que suene a llamativa paradoja, decir que el hombre homérico no posee aún cuerpo». Lo mismo que en el orden de la forma acontece en el de la función. B. Snell ha hecho notar que la función de ver no se expresa en el epos homérico con un verbo genérico, como sucederá en el griego clásico (theorein, blépein) y en los idiomas modernos (ver, mirar), sino con una pluralidad de ellos, cada uno correspondiente a un determinado modo particular de ejercitar la visión. En ambos casos podríamos decir que los árboles (miembros, modos particulares de ver) no dejan percibir el bosque (el cuerpo en su conjunto, el acto genérico de ver).




ArribaAbajoD) Cuerpo y alma

Análoga actitud ante la realidad del hombre es la que dio lugar a la no distinción entre el cuerpo y el alma, el sōma y la psykhē. Es cierto que el término psykhē aparece en el epos homérico; pero su vaga, imprecisa significación -precursora, eso sí, de la que ulteriormente tendrá en el pensamiento griego (O. Regenbogen)- no lleva todavía consigo la luego tópica contraposición cuerpo-alma. Más que principio de vida o centro de atribución de las actividades que solemos llamar psíquicas, la psykhē homérica nombra el carácter mortal del hombre, lo que el hombre pierde al morir y como una sombra, un humo o un sueño vuela hacia el Hades.

Las operaciones cardinales de la psykhē, y por tanto de la indiferenciada unidad de ella y el cuerpo, son el thymós, la phrēn y el nóos. Librémonos de pensar, sin embargo, que tales términos designan, como sentir, entender o querer en nuestra psicología, modos claros y distintos de la actividad de una psykhē unitariamente concebida. Es cierto que thymós alude principalmente a la vida afectiva, phrēn al entendimiento y nóos al saber visual. Pero no son pocos los pasajes del epos en que cada uno de esos tres sustantivos posee un sentido que en alguna medida se superpone con el de los otros dos. El thymós de Eneas se alegra como lo hace la phrēn del pastor (Il. III, 493 y siguientes). El placer de Aquiles cuando tañe la lira se localiza, ora en su phrēn, ora en su thymós (Il. IX, 186 y sigs.). A veces la distinción entre thymós y nóos se hace borrosa: el thymós lleva consigo pensamiento, y el nóos sentimiento. Ño es un azar, apunta S. Lasso de la Vega, que el silogismo llamado enthyméma, nuestro entimema, tenga su raíz en thymós. Para Homero, en suma, la psykhē se realiza entera en acciones que de algún modo difieren entre sí, pero que en cierta medida son intersecantes.

Más aún cabe decir: en la concepción homérica de las actividades que nosotros llamamos psíquicas o anímicas se hace patente la no diferenciación entre la psykhē y el sōma a que antes aludí. Tal es el fundamento de la localización de ellas en alguna región del cuerpo y, en ciertos casos, el empleo puramente anatómico de términos que originariamente tuvieron una significación psíquica. El corazón, por ejemplo, tiene que ver con el thymós, y por tanto con la valentía y el miedo. La phrēn vino a ser -en singular o en plural, phrénes- el nombre del diafragma; orientación semántica que se ha perdido, para volver en primitiva significación psíquica o mental del término, en varias palabras de nuestro idioma, como frenesí, frenocomio y frenología. El mismo sentido tiene el hecho de que nuestro pronombre personal «yo» sea expresado en el epos mediante locuciones como «mis manos», «mi pecho» o «mi cabeza». Tras tantos siglos en que la dualidad cuerpo-alma ha sido tan abusivamente subrayada, una curiosa impresión de actualidad produce hoy este aspecto de la mentalidad homérica.




ArribaAbajoE) Estimación del cuerpo

Todo lo expuesto hace ver que la estimación del cuerpo fue muy alta en la cultura homérica; no parece improcedente decir que, en el sentido post-homérico del término sōma, esa cultura fue somatocéntrica. A la excelencia del cuerpo (fuerza, belleza) iba naturalmente unida la distinción ética (valentía, honorabilidad), y a su flaqueza (fealdad, debilidad) la descalificación moral y social. El ulterior término kalokagathía (Jenofonte, Aristóteles, Demóstenes, Isócrates) procede de la fusión de kalós (hermoso) y agathós (bueno, honorable) y tiene como fundamento antropológico e histórico esa identificación homérica entre la eminencia corporal, la eminencia moral y la eminencia social. Por naturaleza, el aristós, el noble, era a su tiempo kalós y agathós. Más adelante veremos cómo pervive en Grecia esta altísima consideración del cuerpo humano.






ArribaAbajo- II -

El cuerpo humano en la filosofía presocrática


Sería inútil buscar en los filósofos presocráticos una teoría científica del cuerpo humano y, por consiguiente, una ciencia anatomofisiológica. Ninguno de ellos tuvo el propósito de construirla. Pero varios de los conceptos que permitieron su ulterior edificación, en su obra tuvieron primer fundamento. Estudiaré sumariamente los más importantes.


ArribaAbajoA) Idea de la phýsis

Desde Tales de Mileto hasta Demócrito, el rasgo común de todos los filósofos habitualmente llamados presocráticos es su condición de physiológoi o sabios acerca de la phýsis. Sólo en dos de ellos, Heráclito y Parménides, llega a convertirse en ontología, ciencia del ōn, de lo que es, del ser, lo que en ellos y en todos los restantes fue physiología, ciencia de la phýsis, de la naturaleza. Como physiológoi los caracterizará Aristóteles.

El término phýsis, sustantivo derivado del verbo phyeō, nacer, brotar o crecer -como natura, con latín, se derivará de nascor-, aparece por vez primera en la Odisea, cuando Ulises cuenta el modo cómo Hermes le enseñó a librarse de los encantamientos de Circe; el remedio para evitarlos era una planta (móly) cuya phýsis, dice Ulises, le mostró el dios: blanca la flor, negra la raíz y difícil de arrancar para un mortal (Od. X, 303). En un contexto todavía informado por la mentalidad mágica, el poeta da el nombre de phýsis a la condición de una planta (algo que nace y crece), simultáneamente caracterizada por su aspecto (flor, raíz) y por su virtualidad operativa (la virtud de preservar de un encantamiento). Pues bien: al cabo de dos siglos, a esa palabra recurrirán los filósofos presocráticos para designar el principio y el fundamento de todo lo real.

Todo en el cosmos -astros, nubes, tierras, mares, plantas, animales- procede de un principio radical común, al que los primeros presocráticos darán el nombre de phýsis (la phýsis como realidad universal), que en cada cosa constituye el principio y el fundamento de su aspecto y sus operaciones (la particular phýsis de la cosa en cuestión). Las phýsies o naturalezas particulares (la naturaleza del manzano, la del perro, la del hombre) son, pues, concreciones figuradas y dinámicas de la phýsis universal, que en ellas se muestra y realiza (la Naturaleza, cuando se la escribe con mayúscula). Queda aquí intacto el problema de cómo los distintos pensadores presocráticos entendieron la unitaria y fundamental realidad de la phýsis. Atenido a lo que pide el tema de este libro, debo limitarme a exponer sumariamente las varias notas que en el general concepto presocrático de la phýsis pueden ser distinguidas.


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1. La principialidad.- La phýsis es el arkhē, el principio de todas las cosas y de cada cosa. Principio en los dos más importantes sentidos de esta palabra, el cronológico y el entitativo. El pensamiento mítico (Hesiodo, los órficos) se preguntaba cómo fue el comienzo del cosmos; desde Tales de Mileto, los pensadores presocráticos se preguntarán por el qué de ese comienzo, por lo que en el comienzo era, y a ese principio le llamarán phýsis. El cual será, a su vez, el principio por el que cada cosa es lo que realmente es, su naturaleza, su phýsis. De ahí la radical condición principial y genética de la phýsis, el hecho de que ésta otorgue a cada cosa su ousía, su esencia real -así interpretará Aristóteles (Metaf. 983 b 40 y sigs.) la idea presocrática de la phýsis-, y sea a la vez fuerza natural, natura creatrix, como traduce Diels. Es bien sabido que los más antiguos de los presocráticos atribuyeron a ese principio un modo concreto de realidad: el agua (Tales), lo indefinido, el ápeiron (Anaximandro), el aire (Anaxímenes). Pero, sea entendida de un modo o de otro su consistencia real, la phýsis será siempre principio, arkhē. «Principio del movimiento y del reposo», dirá de ella, casi tres siglos más tarde, la clásica definición de Aristóteles (Fís. 192 b 20).




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2. La divinidad.- Como preludiando la hazaña intelectual de los presocráticos, ya en el epos homérico queda apuntada una esencial relación entre naturaleza y divinidad. B. Snell subrayó con acierto la «naturalidad de lo divino» en el pensamiento homérico; mas también es posible advertir en él, complementariamente, la «divinidad de lo natural». No es un azar, a mi modo de ver, que sean llamadas por antonomasia «divinas» las realidades naturales cuya virtud propia es especialmente eminente y eficaz: la «divina sal» (Il. XI, 214) y la «divinal bebida» (el vino, Od. II, 341). Los presocráticos darán radicalidad intelectual a ese antiguo y vago sentir de su pueblo, y entenderán la phýsis como lo divino por antonomasia (tò theion). Sin desplazar socialmente a las formas precedentes de la religión griega (la olímpica, la dionisiaca, la órfica), surgirá así en la aristocracia intelectual de la Hélade una religiosidad que bien puede ser llamada «fisiológica», en el sentido originario del término, y en ella tendrá su nervio religioso, hasta su extinción, la filosofía de la antigüedad. Por ser natural, y sólo por ello, todo lo natural es divino. De ahí que Tales de Mileto afirme que «todo está lleno de dioses» (D. K. 11 A 22) y de ahí también la esencial admirabilidad de la naturaleza, el carácter «maravilloso e imprevisto» que le atribuye Demócrito (Diels-Kranz, A 99 a).




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3. La permanente fecundidad.- La condición genética y la condición divina de la phýsis hacen que ésta herede los atributos que tradicionalmente atribuía a los dioses la religión griega: la inmortalidad y una perdurable y siempre lozana fecundidad, cuya manifestación visible es el proceso del cosmos a través de sus ciclos: cada primavera, la naturaleza vuelve a nacer. Es el sentir que, recogiendo el de los presocráticos, poéticamente expresa Eurípides cuando llama «inmortal y siempre joven» a la phýsis.




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4. La necesidad.- El carácter divino de la phýsis hace que sus movimientos -los cambios visibles en el proceso del cosmos- puedan ser para el hombre absolutamente necesarios, enteramente inapelables. Puedan ser, digo, porque no siempre lo son; en la dinámica de la phýsis, junto a lo que es necesidad absoluta (moira, anánkē), hay también azar, necesidad azarosa o condicionada (tykhē). De necesidad absoluta es que a la primavera la suceda el verano, y por azar -por el hecho de cumplirse tales y tales condiciones- puede tropezar el hombre con las piedras de su camino.

Para el griego homérico, ni siquiera Zeus es capaz de hacer algo cuya imposibilidad haya sido decretada por la moira (Il. XVIII, 75 y sigs.); creencia bajo la cual late la idea de que hay algo, eso que los presocráticos llamarán luego anánkē phýseōs, fatalidad o forzosidad de la naturaleza, a cuyo imperio hasta los mismos dioses deben someterse. Es la idea que dará lugar a la idea medieval de potentia Dei ordinata, al concepto moderno de «ley natural» y a expresiones como «mortal de necesidad» o «estado de necesidad».




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5. La regularidad, y por tanto la racionalidad. La determinación de los movimientos del cosmos, cuando éstos acontecen por necesidad, kat'anánkēn, es esencialmente superior al arbitrio del hombre; pero esa determinación no es para el hombre absurda, posee -oculto o patente- cierto lógos, afirmará Heráclito (Diels-Kranz B 1). Aunque la razón del universo -por tanto, de la phýsis- se escape en ocasiones al conocimiento del hombre, el universo es en sí mismo racional, y así llega a descubrirlo el sabio. El cosmos es esencialmente regular, tanto en su disposición o estructura en su táxis («orden bello» es el significado originario de la palabra kósmos), como en sus movimientos, en su dinámica.

La phýsis, en suma, es principio y fundamento, y a su esencia pertenecen la divinidad, la fecundidad, la necesidad y la regularidad. Expresas o tácitas, todas ellas se dan en la idea presocrática de la naturaleza del hombre, y por tanto del cuerpo humano.






ArribaAbajoB) El doblete eidos-dýnamis

Las cosas muestran ser lo que son por su aspecto o figura y por el conjunto de las acciones que pueden ejecutar y de hecho ejecutan. La phýsis o naturaleza de una cosa cualquiera -en nuestro caso: el cuerpo humano- se manifiesta de consuno en la figura o aspecto de ella (eidos) y en su virtud o potencia para hacer lo que naturalmente hace (dýnamis). Como antes apunté, ya en la primera aparición de la palabra phýsis en la lengua griega, el sentido de ella comprende el aspecto de una planta y su virtud para impedir los encantamientos de Circe.

Cada cosa tiene su eidos propio; según él difiere de todas las demás y se parece más o menos a algunas. Apunta así la idea de ordenar las cosas conforme a su apariencia, y por consiguiente -en tanto en cuanto el eidos es manifestación de la phýsis- según su naturaleza específica. No olvidemos que species es la traducción latina de eidos. En este sentido cabe oponer complementariamente, como hace Parménides (Diels-Kranz, 29 A 17), eidos, aspecto, y enérgeia, acción, actividad; y puesto que la enérgeia es la actualización de la dýnamis (potencia, capacidad o virtud para actuar), la oposición complementaria entre eidos y dýnamis se hace evidente. En esa distinción y esa complementariedad tendrá su fundamento toda la ulterior taxonomía científica de la naturaleza.

Cuando el eidos se realiza exclusiva o preponderantemente como figura externa, recibe entre los presocráticos el nombre técnico de skhēma, término del que procede nuestro «esquema» y concepto que adquirirá especial importancia en el atomismo de Leucipo y Demócrito. Los skhēmata de los átomos y sus diversos movimientos serán la causa de las distintas propiedades (dynámeis) de las cosas.




ArribaAbajoC) El doblete stoikheion-enantiōsis

En su raíz, la phýsis es una: mía phýsis, dicen Anaximandro (D.-K. A 9 a) y Anaxímenes (D.-K. A 5) y repetirá el Corpus hippocraticum (L. IX, 98 y sigs.).

En tal caso, ¿cómo explicar la diversidad de los aspectos que ofrecen las cosas? ¿Cómo ordenar racionalmente la enorme multiplicidad de las phýsies o naturalezas particulares -la del hombre, la del caballo, la de la encina, la de la roca- en la fundamental unidad de la phýsis universal?

Los physiológoi presocráticos resolvieron el problema mediante el concepto de «elemento» (stoikheion). La phýsis se realiza inmediatamente, bien en un determinado número de elementos (los cuatro de Empédocles, aire, agua, tierra y fuego), bien en un número indefinido de ellos (las «semillas» u homeomerías de Anaxágoras, los átomos de Leucipo y Demócrito, los puntos geométricos de Arquitas), cuya varia combinación o cuyo vario movimiento dan lugar a los distintos aspectos y las distintas virtualidades operativas de las cosas. Una cosa difiere de otra o es semejante a ella, porque la combinación de los elementos o la figura y el movimiento de los átomos que las constituyen difieren o son semejantes entre sí.

Quiere esto decir que el elemento es el soporte primario -entiéndase de una u otra manera el modo de serlo- de las dynámeis o virtualidades propias de la cosa en cuestión. Ahora bien: ¿es posible establecer una ordenación racional de las dynámeis, siendo tan numerosas y tan diversas las notas o propiedades en que se manifiestan? Una cosa puede ser verde o roja, caliente o fría, dulce o amarga, húmeda o seca, pesada o ligera, olorosa o inodora, etc. ¿Cómo ordenar katà lógon, racionalmente, esa enorme diversidad? Movido tal vez por la honda tendencia dicotómica de la mente indoeuropea, el pitagórico Alcmeón de Crotona resolvió ese problema estableciendo un sistema de contraposiciones o enantiōsis entre las distintas cualidades elementales: caliente y frío, húmedo y seco, amargo y dulce; sistema que Alcmeón dejó abierto («y las demás cualidades», dice el texto que Aecio le atribuye: Aecio V, 30, 1; Diels-Kranz B 4), y que más tarde, suprimiendo de él todas las restantes cualidades, quedará reducido a dos únicas contraposiciones: caliente-frío y húmedo-seco. Así, el aire como elemento es caliente y húmedo; el agua, húmeda y fría; la tierra, seca y fría; y el fuego caliente y seco. Las diferencias entre las cosas resultarían en primer término de la distinta proporción de las dynámeis que se contraponen en cada una de las enantiōsis.

La tradición médica -Corpus hippocraticum, Galeno- canonizará esta tan esquemática idea de la relación ente el stoikheion y la dýnamis; pero al lector de los textos presocráticos no le será difícil advertir la existencia de otras contraposiciones, en parte coincidentes con las nombradas por Alcmeón y en parte discrepantes de ellas.




ArribaAbajoD) Iniciación de la biología científica

El estudio de la phýsis según su esencial condición genética necesariamente había de mover la atención hacia los entes en que la realidad de la génesis se hace más patente, los seres vivos, y en consecuencia a la elaboración -todo lo rudimentaria que se quiera- de una doctrina científica acerca de los dos órdenes de fenómenos en que la dinámica de la vida se manifiesta: el movimiento del cuerpo viviente ya constituido, su fisiología, en el restricto sentido que hoy damos a esta palabra, y el proceso de constitución de su figura, la morfogénesis.

Alcmeón de Crotona y Empédocles son los creadores de una fisiología a la vez general (relativa, por consiguiente, tanto a los animales como al hombre) y científica (orientada hacia un conocimiento racional de la función estudiada). Mediante la experimentación en animales. Almeón acertó a localizar en el cerebro la ejecución de las actividades sensoriales y psíquicas; la idea de una relación entre ellas y las phrénes quedó así -aunque no para siempre- científicamente abolida, a él se debe asimismo una aguda reflexión, la primera en el pensamiento de Occidente, sobre el mecanismo de la audición y sobre la relación entre la anatomía y la función del ojo (D.-K. 24 A 5 y 10). Empédocles, por su parte, meditó acerca de la respiración (D.-K. 31 A 81 y B 100) y sobre la fisiología de los sentidos (D.-K. 31 A 86, 91 y 94). La antes mencionada complicación entre el eidos y la dýnamis es el tácito fundamento de estas tempranas especulaciones biológicas.

Y puesto que la phýsis en su conjunto se nos muestra como un ingente proceso cósmico, en el cual van apareciendo y extinguiéndose los entes que la integran, necesariamente había de surgir entre los pensadores presocráticos la preocupación morfogenética, orientada tanto hacia la filogénesis como hacia la ontogénesis, hacia la embriología. En modo alguno es ilícito afirmar que son ellos los iniciadores del evolucionismo biológico.

Dos descollaron en tal hazaña, el jonio Anaximandro en Mileto y el siliciano Empédocles en Agrigento.

Para Anaximandro, la acción del sol sobre la humedad produjo los primeros seres vivientes (D.-K. 12 A 11), y éstos fueron adquiriendo luego formas variadas por obra de la sequedad (D.-K. 12 A 30). El hombre, que a diferencia de otros animales no es capaz de alimentarse por sí mismo al nacer, se formó más tarde, y tuvo sus ascendientes inmediatos en peces o en animales semejantes a los peces (D.-K. 12 A 10, 11 y 36).

Más explícitas son la zoogonía y la antropogonía de Empédocles. Como todos los entes del cosmos, los seres vivos, piensa Empédocles, se forman -más que por obra de generación stricto sensu- en virtud de un proceso de mezcla y separación de los elementos, regido por el cambiante juego de dos principios contrapuestos, la amistad (philotēs, philía) y la discordia (neikos). La amistad une, la discordia separa; y tanto la unión como la separación de los elementos y de las formaciones resultantes de su varia combinación se hallan producidas y orientadas por la necesidad (anánkē: la forzosidad o fatalidad de lo que acaece katà phýsin, por naturaleza) y el azar (tykhē: la determinación causal propia de lo que sucede pudiendo no haber sucedido). Por azar, katà tykhēn, se forman en la naturaleza configuraciones materiales distintas, a las que la amistad unió luego para dar lugar a otras más complejas. De ellas perduran las que son capaces de cumplir adecuadamente una finalidad (las plantas y los animales que conocemos, el hombre) y sucumben las que no cumplen esa condición (por ejemplo: animales con cuerpo de hombre y cabeza de vaca o con doble cara o doble tórax) (D.-K. 31 B 57, 60, 61 y 31 A 48). No es extraño que varios autores -Heinze, Zeller, Dümmler, Gomperz- hayan visto en la zoogonía de Empédocles un remoto antecedente de la selección natural darwiniana4. En todo caso, Empédocles es, entre los filósofos presocráticos, el único que formalmente afirma la transmigración de las almas humanas. «El alma entra en múltiples figuras de animales y plantas», nos dice a través de Diógenes Laercio (D.-K. 31 A 1); y en primera persona, con especial énfasis, en uno de sus más conocidos fragmentos: «Alguna vez he sido yo muchacho, muchacha, arbusto, pájaro y pez mudo emergente del mar» (D.-K. 31 B 117).




ArribaAbajoE) La idea del microcosmos

El término microcosmos tiene su origen en una lapidaria sentencia de Demócrito: ánthropos mikrós kósmos, «el hombre, un cosmos en pequeño» (D.-K. 68 B 34); pero la idea de ver la realidad del hombre como un universo en miniatura es muy anterior al filósofo de Abdera. El año 1923, bajo el título Persische Weisheit in griechischem Gewande, «Sabiduría persa bajo indumento griego», publicó A. Götze un hallazgo sensacional: la parte del escrito hipocrático Sobre las hebdómadas en que viene descrita la correspondencia entre el microcosmos y el macrocosmos es la versión casi literal de un pasaje del Gran Bundahisn, texto iranio en que se describe el origen del mundo. Cualquiera que sea su antigüedad, el tratadito Sobre las hebdómadas sería una incontestable prueba de la penetración del saber oriental en el mundo helénico. El «milagro griego» no fue tan sólo el término de una maravillosa obra de creación, fue también el resultado de un préstamo, procedente, para colmo, del pueblo a que con su valor y su inteligencia habían derrotado los griegos. La investigación ulterior ha mostrado que las cosas no eran tan sencillas. Por una parte, han aparecido fuentes más antiguas que ese tratadito hipocrático, y se ha visto que la idea microcósmica del nombre tuvo una amplia difusión en la Grecia colonial de los siglos VI y V (W. Kranz, R. Allers, H. Hommel, A. Olerud, R. Joly). Por otro lado, ha venido a pensarse (Nygren, Olerud, Hartmann, Windergren, Molé, Filliozat, Duchesne-Guillemin) que, en lo tocante a la teoría del microcosmos, más que un juego de influencias y préstamos debe admitirse un origen múltiple de la misma idea -acaso originariamente indoeuropea-, configurada luego de manera más concordante o más diversa por las peculiaridades y las vicisitudes históricas de las distintas culturas. Así lo demuestra lo que en el capítulo precedente se dijo acerca de la concepción del cuerpo humano en la antigua India.

Indicios de la visión microcósmica del hombre aparecen en varios filósofos presocráticos, desde Anaximandro hasta Demócrito. En los apartados subsiguientes será estudiada su ulterior configuración en el pensamiento griego.




ArribaAbajoF) La contraposición sōma-psykhē

La indecisión homérica acerca de la distinción entre sōma y psykhē desaparece en los siglos subsiguientes. Todos los pensadores presocráticos distinguen entre uno y otra: la psykhē es algo invisible que mueve al cuerpo, siente y piensa; el sōma es lo que en el hombre se mueve, se ve y se toca. Erraría, sin embargo, quien atribuyese a la psykhē, tal como la conciben los presocráticos, condición inmaterial y espiritual, como luego hará el pensamiento cristiano. Desde el punto de vista de la consistencia de uno y otra, la oposición entre el sōma y la psykhē desaparece en los siglos subsiguientes. Pero la diferencia entre el sōma y la psykhē no es la que existe entre la materia y el espíritu, sino la que hay entre una materia menos sutil y una materia más sutil. A este respecto, poco importa que se atribuya a la psykhē la naturaleza del aire (Anaximandro, Anaxímenes) o se la conciba como un hálito (Jenófanes), una emanación del alma del mundo comparable a la sustancia estelar (Heráclito), algo ínsito en la sangre (Empédocles), «la más fina y más pura de todas las cosas» (Anaxágoras) o un conjunto de átomos de fuego (Leucipo) o de átomos cálidos y redondos (Demócrito); bajo todas esas opiniones es común la concepción del alma humana como un peculiar y exquisito modo de la materia cósmica.

Cualquiera que sea la manera de entender tal actividad -más biológica en Heráclito (D.-K. 22 B 67), más mecánica en Demócrito (D.-K. 68 A 104)-, el alma mueve al cuerpo y ejecuta las funciones que con estricta propiedad etimológica hoy llamamos psíquicas. Varía entre los pensadores presocráticos, sin embargo, la idea acerca de la suerte del alma en el trance de la muerte: para Heráclito, el alma individual es inmortal y vuelve al alma del mundo (D.-K. 22 a 17 y 22 B 26); para Empédocles (D.-K. 31 A 85) y Demócrito (D.-K. A 109), en cambio, el alma muere con el cuerpo.




ArribaAbajoG) Explicación racional de la embriogénesis

El esencial momento genético que lleva en sí la realidad de la phýsis por necesidad había de suscitar entre los physiológoi presocráticos la especulación sobre la embriogénesis. Sin saber cómo se forman los animales y el hombre, no podría decirse que se conoce suficientemente la phýsis animal.

El eidos del hombre se forma a partir de la materia cósmica; antes vimos cómo Anaximandro y Empédocles entendieron ese proceso. Ahora bien: ya formado el cuerpo del hombre, ¿cómo, a través de la procreación, se perpetúa ese eidos suyo, su especie?

Zeller atribuyó a Anaxágoras y a Diógenes de Apolonia la idea de que el papel de la mujer en la fecundación puramente receptivo; la semilla procedería exclusivamente del varón. Es probable que, en lo tocante a Anaxágoras, tal opinión no sea cierta; en cualquier caso, la doctrina predominante entre los presocráticos -Alcmeón, Empédocles, Parménides, Demócrito- afirma que la semilla procede tanto de la mujer como del varón. El problema consiste en saber dónde se engendran las dos semillas, la masculina y la femenina, y cómo de ellas se forma el embrión.

Erna Lesky ha distinguido tres orientaciones principales en el pensamiento antiguo acerca de la procreación: la teoría encéfalo-mielógena, que atribuye el origen de la semilla al cerebro y la médula espinal; la teoría de la pangénesis, según la cual la materia fecundante procedería de todas las partes del cuerpo; la teoría hematógena, para la cual el esperma tiene su fuente en la sangre.

Acaso con un remoto y vago origen iranio, la teoría encéfalo-mielógena procede inmediatamente del círculo pitagórico; más precisamente, de Alcmeón de Crotona y de Hipón de Regio. Para aquél, el semen sería «una parte del encéfalo» (D.-K. 24 A 13); para éste, una efusión de la médula espinal (D.-K. 38 A 12).

La doctrina de la pangénesis se impuso a fines del siglo v y comienzos del IV; es decir, poco después de que sus creadores, Anaxágoras y Demócrito (D.-K. 58 B 10), la pusieran en circulación. No parece ilícito ver en ellos dos remotos precursores del preformacionismo de los siglos XVII y XVIII. «En la misma semilla -dice un escolio de Gregorio de Nacianzo a Anaxágoras- están contenidos los cabellos y las uñas, las venas y las arterias, los tendones y los huesos, de manera imperceptible, naturalmente, a causa de la pequeñez de sus partes; pero cuando crecen se separan poco a poco entre sí. Pues -decía él- ¿cómo podría nacer pelo de lo que no es pelo y carne de lo que no es carne?» (D.-K. 59 B 10).

Ulterior a la doctrina de la pangénesis es la teoría hematógena. Acaso procedente de Pitágoras, apuntada luego en un fragmento de Parménides (D.-K. 28 B 18), afirmada más tarde por Diógenes de Apolonia (D.-K. 51 B 6), la idea del origen hemático del esperma será ampliamente elaborada por Aristóteles y ejercerá una influencia decisiva sobre el ulterior desarrollo de la embriología.

El problema de la determinación del sexo preocupó también a los pensadores presocráticos. Alcmeón enseñó que el sexo del embrión es el de aquel de sus progenitores cuya semilla predomina al mezclarse las dos en el útero materno (D.-K. 24 A 14). «Mecanismo de la epikráteia» (epikráteia, «predominio») ha llamado Erna Lesky a este modo de ver la determinación del sexo, tan directamente relacionado con el sentido agonal de la vida que informó la cultura de la Grecia arcaica. Con estas ideas se halla estrechamente relacionada la atribución de carácter masculino al lado derecho del cuerpo y de carácter femenino al izquierdo. Esta convicción, operante en varias culturas primitivas y arcaicas, fue elevada a doctrina «fisiológica» en el círculo pitagórico (D.-K. 58 B 5) y por los pensadores eleáticos y jonios, entre ellos Parménides (D.-K. 28 B 17) y Anaxágoras (D.-K. 59 A 107).

*  *  *

Los pensadores presocráticos no legaron a la posteridad una teoría del cuerpo humano bien elaborada; no fue éste su propósito, aun cuando, en tanto que realidad cósmica, alguna vez fuese el cuerpo humano objeto de su atención. No describieron, es cierto, su figura visible; pero supieron crear conceptos que habían de ser fundamentales para la ulterior anatomía descriptiva (eidos, skhēma), construyeron una estequiología general, sobre la cual se asentaría luego la estequiología biológica, iniciaron una fisiología general basada en la observación y el experimento y esbozaron una visión de la morfogénesis más o menos próxima a la doctrina que hoy llamamos evolucionismo. Los autores del Corpus hippocraticum, por el lado médico, Aristóteles, por el filosófico-natural, serán los principales herederos y continuadores de su obra.





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