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El cuerpo y la máscara

Para una tipología del actor español: el caso de Alfredo Landa

Santos Zunzunegui





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Una panorámica vertical revela el amplio espacio de una vetusta iglesia, mientras suenan los acordes de la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Militares, notarios, registradores de la propiedad y, quizás, algún banquero se apiñan en los primeros bancos como asistentes a la boda de dos jóvenes de la «crema» de la sociedad madrileña. Terminada aquélla, mientras los novios se aprestan a cumplir con sus obligaciones burocrático-religiosas, se cruzarán con un joven sacristán bajito, enérgico y gesticulante, que dirige a una pléyade de monaguillos en las apresuradas operaciones de desmantelamiento de los oropeles que daban postín a los esponsales recién finiquitados. Recogida la alfombra, silenciado el órgano, retirados los cojines que mullían los reclinatorios, extinguidas las velas que iluminaban el espacio del ritual, podrán comenzar otras nupcias, bodas esta vez de pobres gentes, ceremonia de tercera clase, novia con tripa por delante y albo vestido alquilado.

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Detengámonos por un momento en esta secuencia de un conocido film que realizó Luis García Berlanga en 1963, para destacar en ella la presencia de ese chupacirios que reina como dueño y señor de los territorios de la retaguadia clerical. Allí organizará las cosas no sólo para que se cumplan con los signos externos que regulan la diferencia entre el boato social y la indigencia popular, sino que repartirá pescozones a los monaguillos, velará para que no se coman los recortes, pagará a un triste cantor que aclara su garganta con agua bendita, tomará nota de la necesidad de afinar el órgano y conducirá, con gesto dominado por la prisa, las firmas de los testigos de tan triste protocolo.

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Ahí encontramos, en el gesto preciso con que extiende sus manos con las palmas abiertas hacia arriba o en la impaciencia de su motum perpetuum, en incansable desplazarse de aquí para allá, ora persiguiendo a un díscolo infante, ora acallando las tímidas protestas de un gorjeador de rasposa garganta, toda la fuerza interior, todo el impulso que ya constituían, desde sus primeros escarceos con el cinema, la singularidad de un actor que por aquellos días -apenas había debutado un año antes de la mano de José María Forqué en Atraco a las tres- se batía el cobre con una industria que, como la cinematográfica -y, no hay ni que decirlo, mucho más en el caso hispánico- no ofrece ninguna facilidad a los recién llegados. Alfredo Landa, pues, ese es el nombre del imperioso monago, dejaba inscrito en El verdugo berlanguiano toda una premonición de una carrera que alcanza ya los treinta años ininterrumpidos de dar cuerpo a variopintos sujetos. De la misma manera, su breve intercambio parlamentario con Félix Fernández, no deja de marcar el punto de engarce, el lugar de encuentro con toda una tradición del actor cinematográfico español que nuestro hombre estaba llamado a prolongar, desarrollar y, en cierto modo, a situar en un nuevo lugar.

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Porque, sin duda, Alfredo Landa pertenece a esa raza memorable de actores cuyas prestaciones son capaces de configurar una sutil dialéctica entre la novedad del personaje -debida casi siempre, todo hay que decirlo, más a su propio trabajo que a la estulticia de los plumíferos de turno- y la continuidad de la encarnadura física. José Isbert -otro encuentro significativo en el espacio narrativo de la fábula orquestada por Berlanga-, Antonio Riquelme, José Orjas, Angel Alvarez, Julia Lajos, Guadalupe Muñoz-Sampedro..., cómicos todos dotados de un cuerpo radicalmente particularizado y de una disponibilidad per manente e inagotable para hacer suyos los más dispares bichos vivientes. Lejos del estereotipo del galán, distantes de la hechura estandarizada del actor de primera fila, de un solo perfil y voz circunspecta, cualquiera de estos comediantes ofrecía la perversa virtualidad de situar al espectador ante el dilema, contumazmente reeditado film tras film, de dividir su atención entre un figurón traído a escena por el viento del relato y la inmutable presencia de una fisonomía impar.

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Este tipo de actores -y Alfredo Landa con ellos- plantea insistentemente, en cada aparición en la pantalla, una interrogación en estado práctico, lejos de toda disquisición abstracta: ¿Qué es un actor? ¿Un mero maniquí sobre el que   —211→   es posible colocar hábitos diseñados por los más variados modistos cuando no por meros ropavejeros dedicados a confeccionar improbables personajes con lo que parecen los restos de una venta postbalance? De aceptar esta idea, la tarea del actor apenas consistiría más que en el mero préstamo de un cuerpo que fuera susceptible de ofrecer base para la representación de múltiples personajes, convirtiendo así aquél en el lugar donde se proyecta un imaginario incesantemente diferenciado.

Si, por el contrario, prestamos atención a toda una escuela interpretativa que encuentra en los países latinos -España e Italia a la cabeza- una inusitada floración, nos encontraremos con un estilo actoral que exige del espectador una actitud menos atenta a la vertiginosa sustitución de la máscara que al ahondamiento de un trabajo de lectura sustentado sobre la idea del reencuentro, reactivado una y otra vez, con ese actor capaz con su mera presencia de justificar el renuevo cotidiano del rito de la comunicación fílmica o teatral.

No hace falta subrayar la estrecha vinculación de este tipo de trabajo actorial con una veta tradicional bien enraizada entre nosotros: la propuesta por los espectáculos populares menos engolados, de la zarzuela al vodevil, del género chico a la revista. Porque lo que está en juego con esta clase de actores es menos la admiración boquiabierta ante sus camaleónicas capacidades interpretativas que la asunción de ese contrato de confianza que se anuda calladamente entre público y comediante y que acaba convirtiéndose, a través de la continuidad y la permanente renovación de la fascinación ante lo mismo, en una familiaridad que, al final del camino, permite la transmutación de un cuerpo en un símbolo.

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Pero basta fijarnos, siquiera sea a vuelo de pájaro, en la trayectoria de Alfredo Landa para caer en la cuenta que, inscrito de lleno en esa tradición -quizás la más viva del cine español, en la misma medida en que se injerta en una veta de resonancia tradicional-, su trabajo como actor no se limita a repetirla tautológicamente. Entre La niña de luto (1964) y Los santos inocentes o La vaquilla (ambos de 1984), existe toda una evolución que presenta a modo de hitos significativos las fechas de 1970 (No desearás al vecino del quinto) o 1981 (El crack) y que termina desembocando en trabajos tan estilizados como el que nuestro hombre despliega en Sinatra (1988).

Nadie como Alfredo Landa ha sabido dar fisicidad sobre la pantalla a una idea tan abstracta como la del «ciudadano medio de los últimos veinte años». Y sobre todo, y al mismo tiempo, nadie ha sido capaz como él de ilustrar los desplazamientos que la fuerza de las cosas iban imponiendo paulatinamente a los españolitos de a pie. Si pudo pensarse en un momento que su particular fisito   —212→   le llevaba sin remisión en una dirección prefijada, esta apreciación iba a revelarse rápidamente como sustancialmente miope. Porque, ¿cómo explicar si no el que Alfredo Landa haya conseguido representar tanto lo continuo como lo mudable de toda una experiencia que va sensiblemente más allá de lo estrictamente individual hasta el punto de convertirse en representativa de toda una generación?

Nada de lo anterior hubiera sido posible sin la afortunada conjunción de dos diferentes circunstancias: una referida al nivel colectivo y otra al más concreto de lo individual. La primera, no hace falta insistir mucho en ello, tiene que ver de forma directa con lo que aproximativamente podríamos denominar «la evolución de la sociedad española». Evolución que ha pasado de admitir como personaje significativo al rijoso y reprimido españolito (ciertamente, No somos de piedra) o al cuco cazador de experiencias sexuales que no vacilará en hacerse pasar por frecuentador de «la acera de enfrente» o, si las necesidades del guión lo exigen, en vestirse de torero para camelar a las ardientes turistas que nos visitan (véase, sin ir más lejos, No desearás al vecino del quinto, film realizado ayer mismo, es decir, en 1970), a verse retratado, primero, en ese mecánico que, futuro militante de Comisiones Obreras, pone tierra de por medio encaramado en su moto en busca de un paraíso alternativo a la cotidianeidad de la gran urbe madrileña y, luego, en ese detective privado de tres al cuarto del que no se sabe si admirar más la tozudez o la ingenuidad.

Pero de poco serviría lo anterior si no entrara en venturosa confluencia con la especial inteligencia con la que Alfredo Landa ha sabido trazar, a la vez, la línea de demarcación que separa unos personajes de otros sin dejar de subrayar la profunda continuidad que los relaciona a través de esa intrahistoria que el cine español siempre ha sido capaz de mostrar con la adecuada minuciosidad, aun en el caso de algunos de sus más abyectos subproductos.

Pasar de un papel a otro ha sido, en el caso del trabajo creativo de Alfredo Landa, un perpetuo juego entre afianzar lo mismo para mejor irle inyectando esa diferencia que el curso del tiempo iba sedimentando en los más íntimos pliegues de los heterogéneos y surrealistas personajes que nuestro actor era llamado a componer.

Retengamos esta última palabra, pues permite situar con exactitud el lugar desde donde se ejerce el auténtico trabajo del tipo de actores ejemplificados por Landa: en el fragor de una puesta en escena, en la transfiguración de un aspecto particular en una ficción, en la edificación de un Jano bifronte donde convive, en armonía por una vez conseguida, lo único del cuerpo del actor y lo emblemático del personaje que aquél parece construir ante nuestros atónitos ojos.

Pero no se trata de una relación simétrica ni mucho menos reversible. A medida que el trabajo de Landa ha ido desarrollándose a través de los años, ha crecido   —213→   de manera decisiva en sus creaciones el papel de lo individual o, mejor dicho, ha ido aumentando de manera imparable la voluntad de pasar de una mera relación exterior -pero siempre asumida a fondo- a una interionzación que permitiese una síntesis casi imposible entre lo viejo y lo nuevo. El cómo ha conseguido Alfredo Landa este difícil acuerdo pertenece al secreto de sumario, es decir, a una profesionalidad definitivamente impuesta hoy ante los ojos de tirios y troyanos. Para nosotros, como espectadores, queda el placer de ver cómo maneja un cómico de la legua lo propio y lo ajeno en una operación alquímica de efectos imborrables.

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En el interior de una choza se hacina en evidente prosmicuidad una familia campesina. El hijo mayor desgrana entre titubeos y perplejidades una sencilla lección de sintaxis. En un momento dado el padre, al que la frecuentación de los señoritos de la finca ha permitido entrever una cultura reducida al estado de detritus, corrige a su hijo: «La ce con la a no hacen za sino ca.» Para apostillar inmediatamente, ante la perplejidad con la que los restantes habitantes de la borda reciben semejante arcano, «cosas de la gramática».

Nada de lo anterior tendría ninguna importancia de no ser por la manera inapelable con la que, ante los ojos atónitos del espectador, alguien es capaz de dotar de carne y hueso a un puro personaje de papel, convirtiendo todo el cuerpo en base desde la que insuflar peso específico a las palabras. Desde este momento, Alfredo Landa y Paco el Bajo formarán ya para siempre un todo indisoluble en el que será inútil tratar de separar un cuerpo y una máscara fundidos en el crisol de un trabajo único e irrepetible.





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