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ArribaAbajo- IV -

El delito colectivo, además de un medio social apropiado, necesita, como hemos dicho, una idea, que es su origen, su impulso, pero no siempre su ley, lo cual consiste en que la colectividad que ha de realizarla es muy heterogénea.

Bajo el punto de vista intelectual, consta:

De los que comprenden bien la idea;

De los que sólo la comprenden en parte;

De los que no la comprenden y van a defenderla por espíritu de imitación, o por imaginar que es la realidad de sus ilusiones;

De los que no solamente desconocen la idea, sino que le dan una significación opuesta a la que tiene, y emplean una misma palabra para expresar cosas diferentes.

Bajo el punto de vista moral, las diferencias son aún mayores. En la colectividad delincuente suelen estar:

Los que tienen fe en la idea y abnegación por la causa: los héroes, los apóstoles, los mártires;

Los que tienen fe en la idea pero no abnegación por la causa, que les parece buena para que la defiendan otros;

Los que, aceptando la idea como buena, la juzgan propia para ser explotada y procuran explotarla;

Los que no se preocupan de la idea ni les importa la causa de que se dicen defensores, sino como medio de servir sus intereses o satisfacer sus malas pasiones;

Los malvados que, en vez de la debilidad del aislamiento, quieren la fuerza de la asociación, y buscan en el partido medios de hacer mal que no tendrían solos o en cuadrilla;

Los débiles que, sin ser malos, se ven arrastrados como en un torbellino, haciendo bien o mal con poco mérito y poca culpa suya, por ser materia que pesa o influye en lo recio del choque, pero que se mueve a impulso ajeno;

Los malos, que la idea eleva, y el amor a la causa, si no purifica, modifica; de modo que son capaces por ella de acciones desinteresadas y hasta de sacrificios;

Los buenos, que lo habían parecido y aun sido siempre, hasta que la fermentación colectiva despertó en ellos energías perturbadoras y malos instintos que hallaron con el poder medios de satisfacerse;

Los desamparados material o moralmente; los aniquilados por la ignominia, que creen recobrar un momento su personalidad, agregándose a los que la tienen, gritando viva o muera, haciendo bien o haciendo mal.

¡Cómo no ha de haber voces desacordes, movimientos desarreglados, en colectividades tan heterogéneas, que comprenden con frecuencia, bajo el punto de vista intelectual, desde el hombre más inteligente hasta el más limitado, y en el moral desde la abnegación más heroica al egoísmo más vil!

A veces dan el mismo grito de combate turbas rapaces y soldados de esa legión sagrada que ha perecido en la cruz, en el campo de batalla, en el tormento, en el patíbulo, por salvar a sus semejantes del error y de la tiranía, por darles la verdad y la libertad, y el consuelo del amor y la paz de la justicia. En tierras remotas, y al través de los siglos, la causa que defienden es siempre la misma: el bien de sus semejantes, que quieren realizar de este o del otro modo, a costa del sosiego, de la vida, y hasta de lo que en su tiempo se tiene por honra. ¿Quién que sea capaz de nobles afectos, que sabe pensar y tiene derecho y medios de comunicar su pensamiento, no siente gratitud, entusiasmo y dolor por las desdichas, los beneficios y los méritos de los iniciadores de las grandes ideas y de las grandes cosas, que han sucumbido dejando en su tumba como eterno epitafio el testamento en que legaron a la humanidad su doctrina? Borremos con amor y veneración el odio y la calumnia de que fueron víctimas.

Hay delitos colectivos iniciados por ambiciosos vulgares que piensan más en el engrandecimiento de su persona que en el triunfo de su idea, y no choca que su miseria moral se comunique a sus secuaces; lo que, por el contrario, parece extraño, es ver, y se ve con frecuencia, llenos de abnegación a defensores de una causa personificada en un jefe lleno de egoísmo.

Contraste aun más doloroso es el de una obra emprendida por humanidad y defendida muchas veces por hombres inhumanos: esto se verifica en mayor o menor escala, según los tiempos y las circunstancias, cuando se recurre a la fuerza, cuando se emprende la guerra. ¿Por qué?

Porque a la voz del combate acuden los delincuentes comunes, que creen rehabilitarse defendiendo una causa que cubre con su bandera los atentados y los facilita y los deja impunes, y aun el día del triunfo los premia. ¡Quién no recuerda bandidos que la guerra hizo generales? Y lo peor del mal es su difícil, si no imposible, remedio. Durante nuestras largas y sangrientas luchas intestinas hemos oído a personas dignísimas considerar como el mayor sacrificio que hacían por su causa la necesidad de alternar con gente indigna, y lamentarse con palabras que a la distancia de tantos siglos recordaban las de Bruto al protestar contra la cooperación de los corrompidos amigos de Casio. Y este sacrificio, el mayor de todos, es necesario desde el momento que se recurre a la fuerza; no es posible, de hecho, rehusar el concurso de los que son o se creen fuertes y están resueltos. De estos resueltos los hay entusiastas que de buena fe arrostran el peligro por amor a la causa; pero podrán no ser muchos o no ser bastantes, porque se necesita una gran exaltación en la persona honrada, naturalmente pacífica y habituada a la quietud y al sosiego, para lanzarse a los azares de la guerra, que ofrece atractivos para el aventurero audaz que por naturaleza ama el peligro, y tiene la propensión o el hábito de hostilizar la ley. Tal vez miente amor a la causa; pero no hay que escrupulizar mucho, y si ofrece su brazo no se le puede negar un arma; de hecho no se puede, porque todas parecen pocas, y probablemente lo serán, para alcanzar el triunfo.

Los auxiliares con mucha fe y poco juicio, que tal vez acaban de perder, son otra causa de daño y descrédito para las revoluciones; además de los que el fanatismo religioso, social o político convierte en verdaderos monomaníacos que intentan avasallar con la idea fija que los avasalla, hay equilibrios mentales inestables que se rompen al ponerse en contacto con la atmósfera candente de las revoluciones, y que no dejan de influir en ellas, porque la exaltación que los extravía, lejos de desacreditarlos, les da prestigio entre las muchedumbres, predispuestas a contagiarse con el virus de su demencia; el que habla en razón a gentes groseras y fanatizadas, no puede competir con los que participan de su fanatismo, y en vez de pedir esfuerzos al discurso y sacrificios al egoísmo, los empujan por la suave pendiente de las pasiones halagadas; los insensatos no son muchas veces convertidos en ídolos, sino porque, al adorarlos, las multitudes se adoran a sí mismas en ellos.

La exaltación, que extravía cuando se arenga, se discute o se toman determinaciones, puede decirse que enloquece en el combate; entonces se multiplican unos por otros todos los elementos perturbadores de la razón y de la justicia, cuya voz ahoga la ira feroz, la venganza implacable; y el conocimiento del peor de los individuos de aquella colectividad no puede dar idea del mal que hacen todos juntos: el combate es una especie de epilepsia contagiosa con accesos homicidas.

Lo más grave y lo más triste es ver de cuánto mal son capaces los buenos, los que por tales se tenían y lo habían sido hasta que la lucha vino a desnaturalizarlos, como se dice, o, para hablar con más propiedad, a revelar su naturaleza. Esta terrible revelación no es obra de ningún principio, de ninguna idea; es consecuencia del combate, que despierta malos instintos dormidos y pone en el caso, y hasta en la necesidad a veces, de satisfacerlos; es resultado de la guerra, que ennoblece infamias, ensalza bajezas, disculpa o premia crueldades, da mando a muchos que necesitaban estar sujetos a estrecha obediencia, y poderes sin límites a los que la autoridad omnímoda trastorna, como esas bebidas que enloquecen. No se atribuyan, pues, a teorías ni a principios consecuencias que lo son de la guerra: cuando se prolonga, los beligerantes, aunque sostengan causas diferentes, las defienden de un modo idéntico o muy parecido, por que el combate es ilegislable. Muchos miles de hombres viven y mueren buenos porque una circunstancia exterior no vivificó los gérmenes de su maldad; la guerra es una terrible fecundadora de estos gérmenes, y nadie que la estudie o la haya visto de cerca puede dudarlo; los rebeldes y los que defienden la ley menosprecian la justicia, prescinden o se burlan de la humanidad, y si una idea, una causa hizo delincuentes colectivos, la lucha prolongada hace reos de delito común, y a veces grandes malvados.

La fuerza armada que se subleva, es para las revoluciones otro elemento moralmente perturbador; porque si bien puede haber, y hay en ella, personas de abnegación identificadas con la causa que defienden, suele haber muchas cuyo único móvil es el cálculo, y está la masa inconsciente, que pasa con facilidad de soldadesca engañada a soldadesca desenfrenada; a la posibilidad y aun a la facilidad de este engaño contribuye el que los ejércitos se recluten en la ínfima clase del pueblo; siendo el servicio militar obligatorio, irredimible por dinero, en cada compañía hay algunos soldados que discurren, lo cual destruye la omnipotencia del sargento, que no puede sacarlos al campo o a la calle sin que sepan a qué van; donde la opinión pública es fuerte, basta a enfrenarlos; pero donde no, es un elemento de desorden el que las clases más ilustradas y con mayores hábitos de independencia no formen parte del ejército sino como oficiales.

Para hacer más heterogéneos los elementos de las rebeliones y de las revoluciones existe uno que no prepondera, pero que debe mencionarse. Cuando no hay lucha material, o es breve, o se toma poca o ninguna parte en ella, la idea tiene a veces un poder moralizador, purificador podría decirse, porque gente grosera se espiritualiza, y gente egoísta hace sacrificios por la causa que llama y hace suya; al identificarse con ella prescinde algo, a veces mucho, del bien propio para ocuparse del ajeno; y aunque la pasión no sea extraña a estos sacrificios, siempre levantan el ánimo del que los hace. En el DEBE de las revoluciones, es justicia consignar este HABER.

Como decíamos, ¿no es inevitable que los delincuentes colectivos sean mal juzgados por jueces que son parte, y reos que forman el conjunto más heterogéneo, desde el pensador al fanático, desde el circunspecto al insensato, desde el que se mejora al que se deprava, desde el santo más sublime hasta el criminal más empedernido? Los partidarios prescinden de los vicios, los adversarios de las virtudes, y los tribunales condenan o absuelven más bien que juzgan; la posteridad, y acaso remota, es la única que tal vez puede fallar en justicia.

Hemos dicho que los desmanes y las crueldades en las luchas, más que resultado de esta o de la otra idea, son consecuencia de la guerra, y cuando ésta se prolonga, amigos y enemigos de la libertad o de la religión se conducen con frecuencia como impíos y tiranos; conviene repetirlo, porque ciertas clases, además del monopolio del poder, parecen dispuestas a atribuirse el de las virtudes.

En los delitos colectivos, cuando las muchedumbres se desbordan y cometen grandes excesos y crueldades, los elementos que más contribuyen a ellos no existirían sin el egoísmo y la ignorancia y la miseria moral de los ricos, ¿De qué se compone esa hez que aúlla y se ensangrienta muchas veces en los tumultos populares?

De insensatos que habían dado ya muchas pruebas de serlo, y en una sociedad bien organizada estarían recluídos;

De delincuentes que acabó de corromper la prisión, o al salir de ella no han hallado una mano que los sostenga en el buen propósito de vivir trabajando, y, rechazados de la sociedad honrada, viven inevitablemente en estado de guerra con ella;

De vagos que no lo serían si hubiese verdadera idea de orden que los obligara a trabajar;

De semisalvajes embrutecidos en la ignorancia y en los sufrimientos, a quienes el espectáculo de ajenos goces provoca, irrita, desespera;

De niños corrompidos antes de que puedan ser viciosos, que no han recibido más que malos ejemplos y malos tratamientos; de niños que parece que nunca se han reído o que tienen risa de calavera;

De prostitutas autorizadas y protegidas por los Gobiernos, seducidas y pagadas primero por los ricos, y abandonadas después a los miserables, como esos ramos de flores que perfuman los salones y luego van a parar al arroyo.

A esto se llama desdeñosa y equivocadamente «el pueblo». No; esto no es el pueblo, esto es la secreción purulenta del egoísmo y de la ignorancia de las clases acomodadas.

Y aun con tales elementos, los delitos colectivos no llegan nunca a los horrores de las iniquidades legales, nunca. ¡Qué decimos los delincuentes colectivos! Ni aun los comunes más feroces han torturado a sus víctimas como las atormentaban jueces, sacerdotes y verdugos en nombre de la ley. Estremece, horroriza, espanta, no hay palabras para expresar lo que se siente al leer la descripción, que no hay fuerzaspara concluir, de uno de los infinitos tormentos legales; al lado de ellos no parecen crueles las ejecuciones en masa y los asesinatos de fugitivos y heridos en el campo de batalla.

En los tumultos populares, el ruido es más que el estrago; las iniquidades legales se consuman en silencio, con orden material; se asesina en tres tiempos a la voz de mando, y se tortura conforme a reglas minuciosas escritas en un libro o, cuando no había libros, conservadas fielmente en la memoria.

Se habla de los contrastes entre las doctrinas y las acciones de los demagogos. Y ¿qué mayor contraste que sacerdotes, jueces y verdugos, descoyuntando los huesos y desgarrando las carnes de una débil mujer que no es culpable, y todo esto delante de un crucifijo o invocando el nombre de aquel Jesús divino que también fue torturado e inmolado legalmente?

Y por abreviar, no hablemos de las guerras declaradas y sostenidas por los poderes legales, que han inmolado millones de hombres; de las guerras con sus incendios, sus devastaciones, sus crímenes, sus ignominias y sus héroes. ¡Sus héroes! ¡No es fácil hallar rebeldes más siniestros, ni más viles, que Napoleón en Jaffa y Nelson en Nápoles!




ArribaAbajo- V -

Hemos dicho que, en nuestro concepto, delito no es sinónimo de maldad, y que puede ser una acción mala, buena o sublime.

Los que arrancan un esclavo a la muerte o a las torturas que manda o autoriza su amo;

Los que arrebatan al fanatismo religioso la víctima que conduce al tormento o a la hoguera;

Los que salvan a un hombre honrado o inocente que un poder injusto, cruel y suspicaz, va a inmolar,

Éstos y otros semejantes son delincuentes, no culpables; son beneméritos, y malhechor el que los combate, y verdugo el que los sacrifica.

Cuando el delincuente no es culpable, ya se comprende que puede tener derecho a rebelarse contra la ley o el tirano que desconoce y pisa esos derechos que pueden llamarse esenciales. La vida, la libertad, la hacienda, la honra, todo está a merced de la crueldad, de la rapacidad, de la Injuria del déspota y de sus satélites. Por esta horrenda ignominia han pasado todos los pueblos; en ella viven muchos todavía, y no están tan lejos de nosotros que podamos mirarla con la indiferencia que inspiran las cosas remotas. Fernando VII, de execrable y execrada memoria, aun era señor de vidas y haciendas, y no fue teórico su señorío; le practicaba confiscando bienes y ahorcando inocentes.

Cuando el poder imperante es cruel y rapaz, y está a merced suya la vida, la hacienda y el honor, y no hay ley que le contenga, o si existe la pisa, entonces los que se rebelan contra él son delincuentes honrados.

Otra condición necesitan para serlo, y es que el poder opresor no se deja discutir; que la propaganda de la justicia se persiga, y que la única protesta posible sea la protesta armada.

No se hacen muy fácilmente cargo de esta situación los que viven hoy en los pueblos cultos, aunque no lo sean mucho, donde hay imprenta, y tribuna, y reuniones, y viajes frecuentes, y mil medios de comunicar las ideas y propagarlas.

Se comprenderá la situación opuesta sin estudiar épocas remotas de nuestra historia; en los últimos tiempos de ese mismo Fernando VII, que nunca para nada bueno puede citarse, se perseguía el pensamiento con feroz suspicacia. Eran libros prohibidos todos los que directa o indirectamente podían desacreditar el poder establecido, a juicio de los que no le tenían en el asunto porque les faltaba ciencia, imparcialidad y calma. Imprimir nada que pareciera censura no se le ocurría a nadie. Se entregaban con frecuencia abiertas las cartas de las personas sospechosas, que lo eran, con pocas excepciones, todas las ilustradas, confinadas a las aldeas más míseras, levantando así con el aislamiento una valla que no podían salvar sus ideas. ¡Ay del que entonase una canción patriótica o tocara un himno! Para oir el de Riego, muerto ya Fernando VII, cerrábamos puertas y ventanas, y aun así se tuvo por temeridad tocarle. ¡Tan grande era el terror que el poder inspiraba!

Y el caso propuesto no es aún el más desfavorable para la propaganda de las ideas, no sólo perseguidas en otro tiempo con mayor ferocidad, sino aisladas, porque la comunicación entre los hombres estaba limitada a los que nacían cerca, y no había correos, ni libros, etc., etc.

Debe tenerse presente, todo esto para no juzgar mal a los rebeldes de otras épocas, ni a los de la nuestra, en países atrasados, en que los abusos del poder son inhumanos y no hay medio de combatirlos más que por la fuerza. Faltando estas dos circunstancias, los delincuentes colectivos son verdaderos culpables.

Sin un motivo poderoso, muy poderoso, sin una verdadera necesidad para la vida del derecho, no se debe recurrir a las armas; porque si los males de la guerra son tan grandes que deben espantar a toda conciencia sana, los de la rebelión son todavía mayores. El combate entre hermanos es más encarnizado; la hueste rebelde, compuesta de elementos heterogéneos, menos disciplinados, y la exaltación que se necesita para sublevarse, y la indignación con intervalos de desdén que sienten los dueños del poder contra los que le atacan, y la explosión de pasiones contenidas que la lucha desenfrenada y el convencimiento sincero en muchos de la legitimidad y la santidad de la cansa que se defiende con entusiasmo, con fanatismo, todo contribuye a que la guerra civil sea la más terrible de las guerras, y que al promoverla se incurra en la mayor de las responsabilidades.

Si esta responsabilidad, verdaderamente abrumadora, no puede, en conciencia, aceptarse sin una necesidad imperiosa, sin una justicia evidente contra poderes que llaman delito de lesa majestad al razonamiento que los analiza, ¿cómo habrá derecho a rebelarse contra los que dejan oir la voz de la razón y pueden ser discutidos? Dondequiera que hay derecho para discutir, no le hay para combatir a mano armada, y al hacerlo no se combate a éste o al otro Gobierno, se ataca a la justicia. Para cohonestar este ataque dícense muchas cosas, y una de las más vociferadas es que se ponen trabas a la discusión en la tribuna, en las reuniones, en la prensa; que no hay, en fin, bastante libertad. ¡La libertad! Poca basta, cuando se sabe usar de ella, para conquistar la necesaria. En una época en que la de imprenta estaba muy mermada en España (había nada menos que previa censura), un escritor de talento, pero sin experiencia periodística, vio su primer artículo casi del todo mutilado por el lápiz rojo del censor; escribió otro artículo, que también sufrió algunas mutilaciones; el tercero pasó íntegro, como todos los que escribió después. «He tomado ya el aire al censor, decía el articulista, y ya sé el MODO de decir todo lo que necesito decir»; y lo dijo.

Tal vez se alegue que esto supone cierta habilidad que no tiene cualquiera: convendremos en ello; pero no se perdería mucho en que cualquiera no escribiese para el público. Hemos propuesto el caso más desfavorable, el de la previa censura, y no es, ya se comprenderá, que aboguemos por ella; es mala, muy mala, pero mucho menos poderosa de lo que se dice, y en la prensa periódica más veces se echa de menos imparcialidad y ciencia que libertad. Si se formara una colección de los artículos denunciados, se vería que, por regla general, muy general, no lo han sido por cosa que importe saber, sino por lo que, sin perjuicio ninguno de la causa que defienden, pudiera haberse callado o dicho de otro modo; las denuncias son casi siempre por el modo de decir.

Otra colección mucho más numerosa podría formarse con los artículos denunciables que no se han denunciado, menos por tolerancia de los fiscales, que por imposibilidad material e intelectual.

Con la libertad de la tribuna sucede lo mismo: buena educación, buena voluntad y buena inteligencia, y el diputado dirá todo lo que quiera y necesite decir para defender su causa. Al que en son de censura nos pregunte si pretendemos que todos los diputados tengan esas dotes, le responderemos que, si no las tienen, el mal que de esa carencia resulte no se remediará a balazos.

De las reuniones con un fin social o político puede decirse lo propio: si no están formadas por mayorías intolerantes, más dispuestas a pegar que a escuchar, o con minorías vocingleras que suplen las razones por interjecciones, se expondrá todo lo que sea necesario o conveniente decir, y testigo ridículo o impotente, el delegado de la autoridad estará allí sólo para probar que ella comprende tan poco en qué consiste su debilidad y su poder como los que la combaten por fuerza.

La libertad de comunicar y propagar las ideas aunque sea o parezca mermada por su esencial e inevitable poder de expansión, tarda poco en ser suficiente, si sabe utilizarla el pueblo que la posee; por eso los poderes tiránicos o despóticos, instintiva o razonadamente, la aborrecen y persiguen; desde el momento en que son discutidos, comprenden que serán arruinados; la libertad es, en su organismo, como el aire en la circulación de la sangre: por poco que sea, mata.

En un pueblo en que se pueden comunicar las ideas y propagarlas, gritan los rebeldes: ¡No somos bastante libres!- ¿No? Pues es que no sabéis hacer uso de la libertad, porque, si supierais, ella os daría medio de aumentarla; y una de dos: o no sabéis aprovechar la que tenéis y es inútil daros más, o poseáis la suficiente y es inútil aumentarla; peor que inútil perjudicial, porque el instrumento que no se puede emplear para el bien, o se emplea para el mal, o, cuando menos, estorba. Las lentitudes, la dificultad para consolidarse y dilatar su esfera de acción, lejos de ser perjudiciales, son necesarias; el peso de las responsabilidades que impone no se levanta por los brazos escuálidos que tienen todavía las cicatrices de la cadena, y para esta gimnasia social, entre otras cosas, se necesita tiempo. Y el tiempo necesario, que no se suple con nada, que no se abrevia sino con inteligencia y virtudes, ¿con qué queréis suplirlo? ¿Traéis una legión sagrada de apóstoles y de pensadores con inteligencia y abnegación sin límites, que den al entendimiento luz, a la conciencia ejemplo, al corazón consuelo? No; traéis la fuerza, que puede llamarse, que es bruta, cuando se emplea, no como suprema razón, sino como suprema soberbia, o como suprema locura, porque de entrambos parece que hay bastante en el hecho de combatir a tiros lo que puede combatirse con razones. ¿No sabéis darlas, y erigís vuestra impotencia en derecho de combatir a mano armada? ¡Qué derecho! ¿No sabe el pueblo comprenderlas? Y ¿las verá más claras entre el humo de la pólvora e inoculadas a sablazos? ¡Qué aberración! Y cuando las ideas circulan con más o menos dificultad, pero circulan, ¿por qué, en vez de dejar que sigan su curso natural, rectificándose las erróneas, prevaleciendo las exactas, venís a dictar las vuestras, como si fuerais los infalibles intérpretes de la verdad? ¡Qué insolencia! Y ¿vais a buscar un bien problemático aceptando como premisa indispensable el mal de los medios violentos, vais a abrir la horrible sima de la lucha a mano armada, donde se sepultan tantas vidas y tantas honras, y cubrir la patria de luto, de lágrimas y de sangre, y tal vez de descrédito la causa que defendéis, por el modo dedefenderla? ¡Qué responsabilidad y qué culpa!

Esta responsabilidad y esta culpa es mayor porque los poderes que hay medio de discutir, con un poco más o menos de libertad, pero que, en fin, discuten, no son de los intolerables, de aquellos que, atacando los derechos esenciales, aquellos derechos del hombre que pueden llamarse humanos, se hacen reos de lesa humanidad y autorizan la apelación a la fuerza de que tan inicuamente abusan.

Los poderes discutidos pueden dirigir, y a veces dirigen muy mal, la cosa pública, desacreditan, rebajan, empobrecen, arruinan el país; pero cuando esto hacen no es como opresores, sino como corruptores y corrompidos, representantes y explotadores de la corrupción y de la ignorancia general. ¿Qué vale contra ellas la rebeldía desmoralizadora de las luchas a mano armada? Quien por medio de la guerra quiere remediar males cuyo origen está en la inmoralidad y en la ignorancia, algo se parece al que pretendiera sanear una ciudad descubriendo las alcantarillas.




ArribaAbajo- VI -

Las razones que hemos dado para condenar o justificar, según los casos, la rebelión, nos parecen claras; pero no deben ser concluyentes cuando hay autores muy reputados que exigen otras circunstancias para consagrar la apelación a la fuerza.

Lombroso y Laschi6 establecen del modo siguiente el FUNDAMENTO DEL DELITO POLÍTICO:7 «Ahora bien: si por todo lo que hemos visto(en los capítulos anteriores), el progreso orgánico y humano es lento y tiene que vencer resistencias poderosas suscitadas por las circunstancias externas o internas, y si el hombre y la sociedad son instintivamente conservadores, fuerza es concluir que las tentativas de progreso por medios demasiado bruscos y violentos no son fisiológicas, y sí constituyen a veces una necesidad para una minoría oprimida; bajo el punto de vista jurídico, son un hecho antisocial, y por lo tanto, un delito.

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»Todo progreso, para ser realizable, debe ser lentísimo; de otro modo, resulta un perjudicial e inútil esfuerzo.

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»Las revoluciones son fenómenos fisiológicos: las rebeliones fenómenos patológicos; por eso las primeras no son nunca un delito, porque la opinión pública las sanciona y aprueba, mientras las segundas, en cambio, son siempre, si no un delito, un equivalente.

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»La revolución es la expresión histórica de la evolución.»

Convendrá ante todo considerar, aunque sea brevemente, qué es evolución social: añadimos y subrayamos la palabra para la debida claridad, y por entender que es origen de errores el equiparar los organismos animales y vegetales con los sociales, y donde hay una analogía, tal vez no más que una semejanza aparente, afirmar una identidad.

Entendemos por evolución social el cambio en sentido de la perfección que se verifica en la sociedad modificada en varios de sus elementos y circunstancias, y en diferentes grados.

Se comprende que la evolución ha de ser lenta, porque, si no necesita modificar todos los componentes sociales, há menester modificar al menos aquellos elementos indispensables al progreso.

Se comprendo también que esta modificación no se hará al mismo tiempo en todos los individuos que tengan diferentes condiciones y disposiciones para ser modificados; y se comprende, por último, que la modificación se facilite, se dificulte, se limite o se haga imposible, según los elementos interiores y exteriores de la sociedad.

Supongamos un pueblo en que estos elementos interiores y exteriores hacen posible la evolución, y considerémosle en aquel período histórico por que han pasado todos, y es todavía el de muchos, en que los poderes son crueles y rapaces, sin más ley que su voluntad torcida, sin más freno que la imposibilidad de oprimir más, llamando rebelde y sacrílego al que no dobla la rodilla y la cerviz, y dando muerte y tormento al que se atreve a decir (por muy bajo que lo diga) que tal cúmulo de indignidades y horrores no constituyen la justicia; al fin nadie lo dice, el silencio es interrumpido por los ayes que arrancan los verdugos, no por las protestas que inspira el derecho, y esto dura años y siglos; cualquiera que ha leído historia, por poca que sea, lo sabe.

¿Cómo se verificará la evolución? ¿Consistirá en que amanezcan muchos días y obscurezcan muchas noches, y se sucedan las estaciones, y el sol luzca en estío, y la nieve caiga en invierno sobre esos techos, bajo los cuales oprimidos y opresores han perdido hasta la idea del derecho?

¿Consistirá la evolución en la sucesión de acciones, siempre las mismas, que engendran el hábito del mando y de la obediencia sin límites, que divinizan a los déspotas y animalizan a los esclavos?

¡La obra del tiempo! ¿Por ventura la sucesión repetida, por muy repetida que sea, de las mismas causas puede dar por resultado más que los mismos efectos? Para la evolución social, tiempo son los hombres que en él contribuyen a ella con su pensamiento, con su pal abra, con su acción, con su vida, que le consagran y que tantas veces pierden en el patíbulo o en el campo de batalla. Sin el fermento inicial, heroico, de estos pocos, la masa permanecería inerte, la evolución sería imposible. Y Lombroso, y Laschi lo comprenden así cuando dicen:

«Por eso las rebeliones concluyen con la muerte de los jefes,8 que, por el contrario, da impulso a las revoluciones (Jesucristo), cuya iniciación no tiene éxito las más veces y acaban casi siempre por triunfar; al contrario de lo que acontece a las rebeliones, que sólo al principio vencen.

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»Esto se explica, porque las revoluciones se hacen cuando el terreno está preparado, y gracias a la aparición de genios o de anómalos, que, por su originalidad y más perspicaz ingenio, presienten las necesidades que más tarde sentirán todos: el público, con aversión a todo lo nuevo (misoneísta), no los comprende en un principio y los desconoce, y abandona a pocos fanáticos exaltados, y con frecuencia criminales o locos. Más tarde, habiéndose realizado sus previsiones, tiene en su favor la opinión unánime, que es el mayor de los poderes, a lo cual contribuye la reacción contra la injusticia con que fueron perseguidos, como lo prueban los ejemplos de Cristo, Lutero, Szekeny, Mazzini, Garibaldi, etc., etc.9

»Para nosotros, la base de la imputabilidad del delito político es el derecho de la mayoría de los ciudadanos a mantener la organización política que quieren; aquí el delito consiste precisamente en la lesión de este derecho.

»Ni se puede decir que esta ley de la mayoría sea arbitraria, porque con frecuencia las minorías, respecto a la masa estacionaria, representan la verdad y la justicia: cuando esto sucede, las formas políticas deseadas no tardarán en tener la adhesión del mayor número; pero el hecho de no haberla obtenido aún demuestra que son prematuras; y como la Naturaleza no procede por saltos, así, en la vida política, la ley que Comte llama dinámica se desarrolla lentamente y no tolera sacudimientos.

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»La ley de la mayoría es en el fondo ley natural y la base del Estado, que en el fondo no representa más que la unánime voluntad de los ciudadanos, los cuales, en potencia, tienen todos parte en la formación del Gobierno.

»Si esta mayoría estuvo en un principio avasallada por los jefes y los magnates, y se plegó bajo el poder de las monarquías, alzó la cerviz tan pronto como se sintió con fuerza para gobernarse por sí misma; y después de luchas seculares para conquistar el poder político, triunfó, asegurando al elemento popular la debida participación en la formación del Gobierno.»10

Tenemos, por una parte, que las formas políticas más perfectas que las minorías aspiran a establecer, no tardan en obtener la adhesión de las mayorías; y por otra, que para establecerlas ha habido luchas seculares.

¿Quién sostiene estas luchas? ¿Cómo y por qué?

Los poderes absolutos, todos se dicen infalibles; cuanto más intolerables más intolerantes, y pueden medirse los grados de su injusticia por la crueldad con que la defienden; hasta cuarenta y cinco delitos de lesa majestad contaban los escritores de los últimos siglos. Fue delito todo lo que no era obediencia ciega, muda, incondicional, aprobación tácita o expresa de obscenidades, crueldades, caprichos y locuras. Escarnecida la justicia en sus manifestaciones más esenciales, unos pocos, los mejores y más enérgicos, protestan: el verdugo les impone silencio; pero antes de enmudecer para siempre su voz, halla eco, y vuelve a resonar, y a ser sofocada, y a repetirse otra vez; y así por espacio de años y de siglos, hasta que los verdugos, en vez de víctimas, encuentran combatientes y se inician los combates, que acaban por dar la victoria al que tiene razón. Si en la conciencia de los déspotas no brota la justicia por generación espontánea, ni en las muchedumbres esclavizadas brotan instantáneamente energías que sacudan el yugo, necesario es que los mejores y más fuertes, los menos, tomen la iniciativa de las reformas que ellos no harán, pero que no se harían sin ellos. Sus tentativas fracasadas, ¿serán un elemento esencial de la evolución? Muchas razones hay para pensarlo así.

Lumbroso y Laschi hablan de ciudadanos: no es el caso; trátase de oprimidos, de siervos, de esclavos, de vasallos, y esa parte que en potencia tienen en la formación de las leyes que los oprimen es verdaderamente imaginaria, y admira que sea tomada como real por escritores positivistas; el poder potencial de las muchedumbres embrutecidas, engañadas, oprimidas, puede formularse así: lo que sertía una persona (o colectividad) si NO FUERA LO QUE ES.

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«La revolución es la rotura del cascarón del pollo que está ya para salir.

»Uno de sus caracteres es el éxito, que puede obtenerse más o menos pronto, según esté más o menos adelantado el embrión, y los pueblos y los tiempos más propios para la evolución.

»Otro carácter es su marcha lenta y graduada, nueva razón de éxito, porque entonces se recibe y tolera sin sacudimientos. No obstante, no es raro que parezca necesaria cierta violencia contra los partidarios de lo existente, que siempre los hay, por muy justificadas que estén las innovaciones.

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»Por otra parte, la más legítima de las revoluciones no puede verificarse sin alguna violencia, que es la ruptura del cascarón, pero que tal vez se cree acto de rebelión, principalmente por aquellos cuyos intereses perjudica; la solución no puede hallarse en el momento, y sólo podrán darla más tarde el feliz resultado, la participación en grande escala de todas las clases, y la justicia de la causa; evidentemente, para esto se necesita tiempo, y mucho.

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»Hay, no obstante, casos intermedios entre revolución y rebelión, y son las revoluciones promovidas por justa causa impersonal, general, pero demasiado prematura. . . . . . . . . . . . . . .

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acaban por triunfar; pero entretanto, y hasta que se adaptan al ambiente, pueden constituir un delito (reato) evidentemente temporal, y que una época no lejana transformará en heroísmo y martirio.»11

Que los poderes de hecho defiendan su existencia, es ley de todo el que existe; que llamen revoltosos a los revolucionarios y traidores a los que piden justicia, y prescindan de ella al juzgarlos y al inmolarlos, es lógico, se abomina y se comprende; pero lo que es absolutamente incomprensible es que, en la esfera del derecho y a la luz de la razón, el éxito sea el fundamento de la justicia, que haya crimen temporal (y nada menos que «evidentemente»), y que sea un hecho antisocial lo que con el tiempo será altamente beneficioso para la sociedad. Ni el raciocinio ni la historia dicen que las últimas revoluciones, que hacen héroes, puedan venir sin las primeras rebeldías, que hacen víctimas. ¿De qué se acusa a éstas? De no haber triunfado, de no haber previsto su derrota. Y ¿cómo preverla? Cuando no pueden combatirse las demasías del poder por medios racionales y legales, ¿cómo se sabe el estado de la opinión? Los amigos del revolucionario participan de la suya, y hablan de otros y de muchos que piensan lo mismo; por una parte, las ideas comprimidas adquieren una especie de poder explosivo superior a la fuerza del que las tiene; por otra, las iniquidades que escarnecen los sentimientos excitan las pasiones, y es natural esperar que una causa justa tenga defensores, y común que se comprometan a defenderla muchos que la abandonan y acaso la venden. En las tinieblas del despotismo no es posible ver claro si los medios que se preparan para combatirle serán suficientes para derribarle. Lombroso y Laschi, con toda su ciencia, con la imparcialidad propia del hombre científico y del que juzga los sucesos sin tomar parte en ellos, no saben decir hoy si los nihilistas rusos son revolucionarios o revoltosos (culpables o no); y ¿habrán de saberlo ellos?

Desdicha fue, no culpa, que no leyesen en el porvenir tantos rebeldes vencidos como se han inmolado por la patria y por la humanidad. Y si además del éxito se necesita tiempo, y mucho, para absolverlos, ¿cuándo habrá pasado bastante? ¿Cuánto necesitaremos para tener razón de execrar a los verdugos de Torrijos y de Padilla?

Después de las teorías sobre el delito político vienen las definiciones:

Una: «Todo atentado violento contra el misoneísmo (la aversión a lo nuevo) político, religioso, social, etc., de la mayoría, contra la forma de gobierno, que es su consecuencia, y contra las personas que oficialmente le representan.»

Otra: «Toda lesión violenta del derecho constituido por la mayoría para sostener y hacer respetar la organización política, social y económica que esa mayoría establece.»12

Prescindiremos de que estas definiciones comprenden, no sólo los delitos políticos, sino los delitos todos, para fijarnos en que condenan igualmente a los revolucionarios (antes absueltos) y a los rebeldes, puesto que, según los autores citados, la más legítima de las revoluciones no puede verificarse sin alguna violencia; y como toda violencia está condenada, en la definición no hay revolución legítima.

Viene, pues, por tierra todo lo dicho para legitimar la revolución, y no hay legítimo más que el poder establecido por la mayoría reaccionaria. «Los ingleses hacen bien en respetar la ley en virtud de la cual se quema en la India a las viudas; el principio del misoneísmo legitima la condena de Sócrates y de Jesucristo, y el regicidio puede ser delito menos grave cuando es la expresión de un deseo general, como en el caso de Carlos I y tal vez de Luis X VI.»13

No hay, pues, derecho para combatir con la fuerza lo que quiere el mayor número; se supone que quiere un pueblo todo lo que tolera, y es antisocial y delictuoso pretender sustraerle al yugo que le oprime o arrancarle las víctimas inocentes que en su furor inmola: «La ley de la mayoría es en el fondo ley natural14

No entraremos aquí en el análisis de las leyes naturales con sus sequías, inundaciones, tempestades, terremotos, huracanes y un mundo de vivientes que son pasto de los que los matan, sin más ley que la fuerza y la necesidad. Solamente hemos de observar:

1.º Que no se pueden hacer traducciones literales del mundo material al mundo social.

2.º Que lo más natural no es lo mejor siempre, ni las más veces; los individuos tienen que combatir muchos malos impulsos naturales, y las sociedades la natural propensión de los fuertes a oprimir a los débiles, entendiendo por fuerza, no solamente la muscular, sino otras fuerzas que la civilización pule y son menos brutas, pero no menos opresoras.

3.º Que cuando se afirma de algo que es natural, debe considerarse cuándo, dónde; y en todo caso, aun probado que una cosa sea natural, no se demostrará por eso que sea buena ni justa.

Esto, en general, en el caso particular que nos ocupa, no sabemos lo que será en el fondo la ley natural de las mayorías; en la historia es, no que manden, sino que obedezcan; no que sean respetados por su poder potencial imaginario, sino oprimidos por la fuerza real, positiva, de los déspotas y de los tiranos.

Y los que hacen del éxito y de la voluntad de las mayorías los polos sobre que gira la esfera del derecho, ¿tienen medios de cerciorarse de su voluntad y respeto a sus decisiones?

No sabemos dónde se habrán recogido los votos de la mayoría que condenó a Carlos I, y tal vez a Luis XVI. Y en cuanto a la consideración que merecen los acuerdos del mayor número, veamos algo de lo que a este propósito dicen Lombroso y su colaborador:

«Lo más temible no es la tiranía de la mayoría, porque, generalmente (Spencer), no son los más los que dirigen o los menos, son los menos quienes dirigen a los más, sino el naufragio de los caracteres elevados y de las inteligencias superiores, que pospondría el pueblo a aquellos apóstoles morbosos cuya peligrosa influencia hemos estudiado. Por un Napoleón, por un Pericles, existen cien Cleones, Marats o Boulangers; por lo que el elemento intelectual debe sobresalir o intervenir, por lo menos como esencial fermento.

»Si el sufragio universal, que representa el dominio del número sobre el mérito, de la cantidad sobre la calidad, podrá dar la solución de los problemas de interés general, o que pueda resolver el sentido común, o tal vez sea útil cuando requiera un sentimiento general, como para una contribución, etc., nos expondrá voluntariamente a un error seguro, a un éxito tan sólo accidental, en aquellos casos en que apenas basta la inteligencia superior para dar un buen consejo.

»El bienestar, no el dominio de los más, es lo que debe procurarse; el primero excluye necesariamente el segundo, como la salud y la riqueza de un niño están en razón inversa de su absoluta libertad y de su omnipotencia.

»Favorezcamos, pues, todo lo que pueda aumentar la felicidad del ínfimo pueblo; pero, tocante a su poder, solamente en cuanto pueda contribuir a arrancar a las clases más elevadas las condiciones de su bienestar.

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»Admitido, pues, el sufragio universal como uno de aquellos torrentes que no pueden desviarse, contrapongámosle el voto racional de los hombres de más valer y que pueden ver más claro que los otros.»15

Este es el respeto y la confianza que inspira esa mayoría, cuyo predominio es en el fondo ley natural, que tiene derecho a mantener lo que quiere, bueno o malo, razonable o absurdo, cuya voluntad legitima los mayores atentados, y que puede en justicia calificar de antisocial toda acción que reprueba.

La voluntad supuesta de la mayoría, como fundamento del derecho de penar al que a ella se oponga con violencia, no tiene fundamento, ni de hecho, ni en justicia, según los mismos autores que hacen de ella la piedra angular de la imputabilidad, puesto que la declaran incapaz, menor, comparable a la de los niños, ficticia, afirmando que en potencia tiene parte en la formación del gobierno, y nula; conviniendo con Spencer en que generalmente no son los más los que dirigen a los menos, sino viceversa, nada menos conforme a la verdad que la suposición de que un pueblo quiere todo lo que tolera y sufre.

Que, por regla general, la mayoría no impera ni en los Estados que se dicen libres, ni aun en los democráticos y donde existe el sufragio universal, cosa es clara para todo el que observe la realidad de las cosas y no se deje fascinar por apariencias. Dondequiera que la mayoría está perjudicada en todo y para todo, que soporta el mayor peso de las cargas sociales y tiene la menor parte en las ventajas, que se halla como envuelta en una red de injusticias que se han convertido en hábitos; dondequiera que esto suceda, y sucede en todos los pueblos del mundo,16 la mayoría no impera, aunque vote, porque no puede ser su voluntad que la exploten y la sacrifiquen; con fuerza o con engaño, supeditada está; el que soporta la injusticia oprimido se halla de hecho, y la voluntad extraviada o esclavizada no puede ser fuente de derecho.

Más de contradictorio que de jurídico vemos en Lombroso y Laschi respecto al asunto que nos ocupa, y continuamos pensando:

Que no hay culpa en combatir con la fuerza a los poderes que abusan de ella para hollar la humanidad y la justicia, y prohiben y castigan las protestas de la razón y las apelaciones al derecho;

Que el delito político, y cualquiera otro colectivo en sentido de culpa, consiste en recurrir a la fuerza para derribar poderes que no abusan de ella en alto grado, o que permiten que se los combata con razones, aunque la libertad de discusión parezca algo limitada, porque esta limitación es más aparente que real, y tiende por necesidad a disminuir y desaparecer.

Cuando en la apelación a la fuerza no hay culpa de parte del que a ella recurre, es el caso de una guerra justa y de aplicarle aquella sentencia de Montesquieu:

El responsable de la guerra no es el que la declara, sino el que la hace necesaria.




Arriba- VII -

En resumen. Los delitos colectivos no pueden consumarse sin un medio social apropiado; sin que los poderes sean opresores, o los pueblos ignorantes, inmorales y levantíscos en parte, y en parte apáticos, con un contingente a disposición de las revueltas, y otro mucho mayor, pasivo, que sufre sus desastrosas consecuencias.

Además del medio social, las revoluciones o las rebeldías necesitan una idea que se intenta realizar convirtiéndola en causa. Este impulso inicial, origen del movimiento, no siempre es su ley, porque la infringen con frecuencia los mismos que la proclaman; a esto se debe en parte el descrédito de las innovaciones, porque son pocos los que se penetran de sus ventajas (cunando las tienen), y muchos los que ven y reprueban los inconvenientes del modo de realizarlas: este modo suele ser una reacción inevitable, y en todo caso, el que concibe una idea beneficiosa y la comunica, como es su derecho y su deber, no puede evitar que al realizarla se desvíen de ella más o menos los que la convierten en causa: la sinceridad es lo que se le puede exigir, y los grandes iniciadores son sinceros.

La colectividad que se rebela para realizar una idea que es o se cree beneficiosa, ha de ser necesariamente heterogénea; se arbola una bandera por los buenos, acaso por los mejores, y corren a alistarse los medianos, y tal vez los malos; porque, cuando se recurre a la fuerza, lo primero que se necesita es la aptitud para el combate, que en el vulgo no suele ir unida a las cualidades armónicas con una buena causa y propias para acreditarla. El contraste que forman a veces las personas afiliadas a colectividades militantes choca menos si, además de lo dicho, se considera que los que están muy mal, de todo cambio esperan un bien, y acuden muchas veces a combatir los poderes opresores las mismas multitudes que ellos han envilecido; puede darse el caso de que por arriba estén los hombres de pensamiento y de abnegación, lo selecto de la humanidad, y por abajo la hez que, si no los inmola, los desacredita. Los que se hallan en medio de estos extremos, o están bien como están y la organización les parece buena, o aunque les parezca mala no tienen, cuando se trata de combatirla, la energía necesaria; se necesita mucha para arrostrar pérdidas, y peligros, y descrédito, y calificaciones ofensivas y denigrantes. Si hay quien lo arrostra todo, ¿cómo exigirlo o esperarlo de muchos, ni de los más? Otra acusación que se hace a los innovadores religiosos, políticos o sociales, es que no lleven a su obra una calma por lo común incompatible con ella; es como pedir que se asalte una brecha con el tono y compás con que se saluda en una visita de cumplido: en el período álgido de la lucha cierto grado de exaltación es inevitable,17 y la calificación de locura que muchas veces se les da, suele tener más de necia que de exacta. La lucha apasionada, que a poco que se prolongue se hace encarnizada cuando se recurre a la fuerza, debe evitarse, no apelando a ella, sino en el caso extraño en que los poderes establecidos atropellen derechos esenciales, sofoquen la voz de la razón y no dejen más medio de protestar que la protesta armada.

Las apelaciones a la fuerza que encienden las guerras civiles son cada día menos frecuentes en los pueblos cultos, y es de esperar que desaparezcan a medida que se comprenda mejor y se respete más el derecho.

¿Por qué en las naciones más adelantadas no hay delitos colectivos por causa de religión? Porque se respeta la libertad de conciencia.

¿Por qué no hay rebeliones de esclavos ni de siervos donde no hay servidumbre ni esclavitud? Porque se respeta la personalidad humana.

¿Por qué no hay rebeliones por causas políticas donde hay libertad política y se sabe hacer uso de ella? Porque, cuando la ley asegura el derecho, ninguna persona sensata acude a la fuerza, y los insensatos son una minoría (si no en número, en fuerza) que no puede imponerse en un país medianamente culto y morigerado.

Es decir, que en la esfera civil, religiosa y política, los delitos colectivos desaparecen a medida que impera el derecho, y que hay en las relaciones de los hombres la justicia indispensable para la paz.18 Subrayamos la palabra indispensable porque hay otra justicia más perfecta, deseable, ideal, que se puede esperar, que se debe procurar, pero que no es condición precisa para la armonía que evita las luchas a mano armada.

Y si en las relaciones civiles, religiosas y políticas los hombres llegan a la paz en cuanto tienen el mínimum de justicia necesaria, ¿no sucederá lo mismo en sus relaciones económicas? La naturaleza del hombre, las leyes de su espíritu, los impulsos que le agitan, los motivos que le calman, las pasiones que le arrastran, o la razón que le guía, ¿es todo diferente, es todo opuesto, si se trata del modo de trabajar y de distribuir los productos del trabajo, que cuando es cuestión de igualdad civil, de fe religiosa de libertad Política? Esto no puede sostenerse: el hombre, en lo esencial, es el mismo; si reclama libertad civil, política o religiosa, o se declara en huelga, y cualquiera que fuere el fin que se propone una rebeldía, con justicia cesan todas las que tienen razón, y con el tiempo todas las que no la tienen.

Y ¿cómo se establecerá la armonía entre el trabajo y el capital?

Primeramente, hay que advertir, aunque sea muy de paso, que lo que se llama el problema social, planteado así, lo está de una manera tan incompleta que viene a ser errónea. La desventajosa condición económica en que viven hoy los trabajadores, la mayor parte al menos, ¿depende sólo de las relaciones del trabajo y el capital? Así lo creen ellos, con grave error y perjuicio suyo, porque el mal es efecto de muchas causas, y no combaten más que una, que en algunas ocasiones es imaginaria, en otras poco poderosa, en ninguna única. Todo aficionado a economía social habla de la ley de bronce. ¡La ley de bronce! Y ¿no hay más que una? ¡Ojalá! Si así fuese, ya tendríamos más adelantados los trabajos para su abolición; pero son muchas: el pobre se las encuentra por todas partes, cuando cree que no están más que en la fábrica y en el taller.19

Respecto a la armonía del trabajo y el capital, unos la creen imposible, y otros la imaginan perfecta merced a combinaciones de que, a su parecer, debe resultar, y de cuyo examen no podemos ocuparnos en estos breves apuntes, deplorando que al complejo conjunto de cuestiones sociales se dé el nombre de problema, nombre propio para inducir a error a muchos que creen puede resolverse de pronto y en absoluto con este o el otro sistema cuya fórmula se aplique.

No creemos que en la esfera económica hay revolución posible, sino evolución más o menos lenta, según la suma de inteligencias, de virtudes, de abnegaciones que se lleven a ella. Pero sin necesidad de transformaciones rápidas puede haber modificaciones bastantes, en un plazo relativamente breve, para que en las relaciones económicas se establezca la cantidad de justicia indispensable a la paz material. Esto no sólo nos parece posible, sino lógico, hacedero, porque como hemos dicho, el hombre cuando pide aumento de jornal o más derechos políticos, y de su aspiración a la justicia, creciente y generalizada, debe resultar que se realice, al menos en aquella medida necesaria para que se resigne y no recurra a la violencia.

En algunos países la violencia es cada vez más rara, porque la huelga es la fuerza, pero no la violencia, si los huelguistas no cometen desmanes: es un arma mejor o peor empleada pero no prohibida, y si inspira temor, todos van comprendiendo ya que no constituye delito. La guerra social predicha, temida y en alto grado temible, nos parece un fantasma siniestro, pero un fantasma nada más. Que acá y allá haya motines, rebeliones, desmanes, atrocidades tal vez es posible y aun probable; pero una guerra larga y generalizada por causas económicas no la creemos posible. ¿Cómo se han sostenido las guerras largas de diez, de veinte, de treinta, de cien años? Porque los ejércitos tenían quien los mantuviese, porque vivían a costa de los trabajadores sean los soldados, ¿podrá prolongarse mucho el combate en una sociedad con tantas necesidades y tantas complicaciones, que, por ejemplo, la huelga voluntaria de los mineros de carbón de Durham produjo la huelga forzosa de 40.000 obreros en el mismo condado, 10.000 en el de Cumberland, 50.000 en los distritos de Cleveland; total, 100.000 trabajadores de diferentes industrias sin trabajo y sin pan por la paralización de una, y obligados a recurrir a la caridad pública, porque la huelga forzosa no da derecho a socorros de las cajas de resistencia? Además, hoy las personas menos exigentes tienen múltiples necesidades, que, aunque se llamen artificiales, son imperiosas, y los más pobres consumen productos de los antípodas. Y nótese mucho que antes, cuando cien hombres holgaban, la sociedad se veía privada del trabajo de cien trabajadores; pero hoy, por la huelga de cien hombres, se para una fábrica; el trabajo que falta es el de las máquinas que no funcionan, y representa miles de trabajadores. Si a esta inmensa suma de trabajadores, es decir, de productos suprimidos, resultado directo de la huelga, se añade el indirecto que hemos indicado, porque unas industrias dependen de otras, se comprenderá que el vacío que dejaría la falta de producción sería una sima, y que los trabajadores no pueden ser por mucho tiempo combatientes; habrá combates por cuestiones económicas, pero no guerra social: a la necesidad imperiosa de producir para vivir es a lo que hemos llamado especie de freno automático, más poderoso que la fuerza armada y más seguro que la abnegación de los que gozan y la resignación de los que sufren.

Hay quien no concibe armonía, ni por consiguiente paz, en la esfera económica; nosotros no concebimos, por el contrario, que en ningún género de relación sea imposible introducir la cantidad de justicia que necesita para que sea pacífica aunque no llegue a ser cordial.

Y cuando no haya delitos colectivos, como creemos que no los habrá en una época más o menos remota, disminuirán mucho los delitos comunes, que tantas veces nacen o se agravan en las resueltas y las revoluciones, o hallan en ellas impunidad y acaso premio. Los que trabajan en la obra social con fe esperamos que no calificarán de ilusoria esta esperanza razonada, y sabrán huir de dos escollos: los sueños dorados y las visiones terroríficas. La obra es ardua; necesita calma y sentido de la realidad; pero la realidad no se reduce al mal fácil, es también, o puede ser, el bien dificultoso.




 
 
FIN