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«El desalojo», o el crimen de una sociedad cómplice

Nora de Marval de McNair





Al estreno de Mano Santa le siguieron ese mismo año de 1905 dos dramas de aliento, En familia y Los muertos. Esta última, considerada por algunos críticos como su obra cumbre, resultó además un gran éxito de taquilla lo que, se ha dicho, puso a flote económicamente a su autor. A mediados del año siguiente, la compañía española de Eliseo Sanjuán y Carlos Salvany llevó al tablado el sainete musical sanchezco El conventillo, pieza intrascendente cuyo texto se ha perdido. Aunque carecía de argumento propiamente dicho, mostraba, como lo sugiere su título, la vida llena de color, carácter y animación de una casa de inquilinato. Menos de un mes después, Sánchez daba a conocer en el Apolo otro sainete más, ambientado éste también en un conventillo. Le dio por título El desalojo y se lo entregó a la compañía de José J. Podestá. Esta pieza debió estrenarse el 17 de julio, pero el duelo público causado por el inesperado fallecimiento en la madrugada de ese día de Carlos Pellegrini, ex presidente de la república, obligó a postergar en dos fechas la representación hasta el día 19 del mismo mes. Se mantuvo en cartelera hasta principios de agosto. El 5 de ese mes era suplantada por otro sainete, Los tristes de Carlos Mauricio Pacheco.

El público de la época no se interesó mayormente en El desalojo, a diferencia de lo que había ocurrido con El conventillo, el que había resultado todo un éxito. La crítica periodística se mostró indiferente. Sólo La Nación se ocupó de ella y esto fue antes del estreno, cuando su cronista la anunció como «una obra de carácter social en que se plantea cierto problema subordinado a la caridad pública». A esta parca información agregaba: «Las noticias que nos llegan son favorables»1. Y así, casi antes de haber nacido, moría sin pena ni gloria el interés de la prensa porteña.

Los comentarios posteriores llegan a conclusiones opuestas y conflictivas. Algunos la estiman o endeble, aunque con momentos eficazmente animados -«La obra es flaca, sin que por ello quiera significarse que su savia no echa por allí uno que otro grillo de sano verdor y promisoria florescencia»2- o pieza de circunstancias que desmerece en el repertorio de un autor de resonancias universales como fue Florencio Sánchez3. Otros, como Dora Corti, descubren valores ocultos para muchos: «[...] el cuadro es naturalísimo, tiene fuerza dramática en sus proporciones reducidas y produce la impresión de cosa acabada y completa, lo que no suele ocurrir en los otros géneros que abordó Sánchez». Y agrega, sintetizando, que El desalojo es «uno de los más dramáticos sainetes de Sánchez»4. Gallo habla de «su espíritu hostigante»5 y Cruz resume: «cuadro admirable de dolor»6. El análisis que haré de la obra corroborará estas últimas apreciaciones.

Como lo presagia su título, El desalojo hace referencia, entre otras cosas, a esa tragedia urbana que fue una cruel y vergonzante realidad de principios de siglo y un problema, además, que atrajo la atención de sociólogos, escritores y políticos por igual7. Aunque la pieza de Sánchez precede cronológicamente en un año a la huelga de inquilinos mencionada en la nota y a los desalojos en masa que fueron una de sus consecuencias, el tema era de candente actualidad y el autor no debía forzarlo demasiado para hacer de él una tranche de vie.

Pieza de acto único, este sainete está ordenado en ocho escenas de las cuales las tres primeras están dedicadas a la motivación, la cuarta al planteo y la final a la peripecia y al desenlace. Aunque se inicia sin que la precedan usuales acotaciones, éstas no son necesarias ya que el diálogo mismo se ocupa de hacer conocer el lugar de la acción, el patio de un conventillo. El telón se levanta sobre una protesta. La Encargada, quien acaba de abandonar la pieza de una vecina, le exige rudamente desde la puerta el pago del alquiler atrasado y rezonga airadamente cuando oye que ésta no puede complacerla. Mientras se aleja mascullando improperios, tropieza con un mueble de propiedad de Indalecia quien, teóricamente desalojada, ha amontonado a la puerta de su habitación sus pocos enseres a la espera de nueva vivienda. La indignación y lamentos de la italiana son apoyados y repetidos por otra vecina. Ambas mujeres descargan su crueldad en la indefensa Indalecia acusándola de no querer salir a buscar trabajo. «Si no he hecho otra cosa que buscar ocupación», les explica. «Ustedes bien lo saben. Costuras no le dan en el registro a una mujer vieja como yo. Ir a la fábrica no puedo, ni conchabarme, pues tengo que cuidar a mis hijos...» (1). Sí, su problema son sus hijos. No sólo para encontrar trabajo sino también para hallar nuevo alojamiento ya que, aunque no se mencione esto en la obra, la escasez de vivienda era tal que, como comenta un autor de la época, «si a un matrimonio le es difícil hallar habitación, al que tiene hijos le es poco menos que imposible, y más imposible cuantos más hijos tiene»8. La prole de los pobres era su riqueza, mas también su infortunio.

La segunda escena incorpora a la trama a un nuevo personaje, el italiano don Genaro, personificación de la bondad y el desprendimiento. Cuando oye las últimas palabras de la Encargada, quien sigue complaciéndose en torturar a Indalecia, su impaciencia con la impiedad humana se hace justificada cólera: «¡Mándensen mudar de aquí!... ¡No tienen vergüenza!... ¡Estar embromando a la pobre mujer!... ¡Bruta gente!...» (2). Y este «¡bruta gente!», constantemente repetido a lo largo de toda la pieza, será su estribillo definidor de la inhumanidad de sus congéneres. Esa noche Indalecia y sus cuatro hijos no tendrían qué comer si no es por la generosidad de don Genaro quien aparece en la escena siguiente con un inmenso pan que reparte en trozos a los niños. Su largueza no admite agradecimientos: «No hacen falta cumplimientos. ¡Hay hambre, se mangia y se acabó!...» (3). Su visita lleva asimismo el segundo propósito de darle a Indalecia noticias de su marido. «Le han hecho la operación...» (ibid.), le dice Indalecia, angustiada -su marido ha sufrido un accidente que puede dejarlo paralítico- se deja vencer momentáneamente por tanta adversidad, por la crueldad de sus vecinas y amargamente se lamenta de su suerte. Minutos después se oye un tumulto en el patio: se trata de un grupo de chiquillos que acosan a un viejo soldado, inválido para más datos. Salvado por don Genaro -su segundo rescate del día- no olvida agradecérselo, aunque su comentario posterior -«¿No ve, hombre, a qué extremos hemos llegado? Los gringos tienen que defender a los servidores de la patria» (4)- descubre, amén de un resentimiento, su desorientación respecto a la manera como ha evolucionado el país donde de pronto se han tergiversado papeles. Y este servidor de la patria está orgulloso de lo que fue: «Vea, amigo; aquí ande usté me ve, ¿sabe?, yo soy el cabo Morante, y pregúntele a cualquiera de los que estuvieron en la guerra, si llevo al cuete este cintita y esta otra...» (ibid.). La escueta y resignada contestación de don Genaro, no impresionado con tanta condecoración, «¡Eh, bueno! ¡Qué le vamos a hacer!» (ibid.), vale lo que todo un parlamento. Un tanto chamuscado, el Inválido dirige ahora su atención hacia su hija Indalecia. Han pasado muchos años desde la última vez que se vieron. El distanciamiento se debió, parece, a que el padre no aprobó el casamiento de su hija. Su súbita reaparición en la vida de ésta se debe a que se enteró por los diarios de su inminente desalojo y de que se estaba levantando una, suscripción pública para ayudarla. Olfateando plata, se apuró en venir. Su débil ofrecimiento de ayuda -«Si en algo puedo servirte, ¿sabes?» (ibid.)- que nadie cree, hace aún más patético a este personaje quien, al instante, delata en una aparentemente inocente pregunta el verdadero motivo de su visita: «¿Te trajeron la plata e la suscrición ya?» (ibid.). Como ella le responde en forma negativa, él se apresura a aclararle, revocando así su anterior oferta, que no puede ayudarla con nada porque anda «muy misio» y vive «en el cuartel del 5.°» (ibid.). Pero, añade, «si querés, te puedo buscar la pieza pa mudarte...» (ibid.). Cuando Indalecia rehúsa, a él se le ocurre una idea que cree felicísima: «Espérate un poco. Hay un asilo de güérfanos militares, ¿sabes?... Allí... ¡pucha madre!... Si yo no estuviera tan desacreditao con el coronel... le podía pedir una recomendación» (ibid.). He aquí la antesala del planteo, el cual se evidenciará cuando Indalecia le pregunte para qué necesita del asilo y él le responda: «Pa que metas toda esa colmena de muchachos... ¿Qué vas a hacer con ellos?...» (ibid.). Él, junto con el resto de la sociedad -como se verá más adelante- cree que la mejor manera de solucionar un problema es echarlo en la falda de otros. La Encargada, que acaba de entrar, apoya la sugerencia del Inválido con razones de orden práctico y trata de convencer a Indalecia, quien se resiste, de las bondades encerradas en la idea de separarse de sus hijos. Un repentino desacuerdo entre el soldado y la italiana -ésta acaba de agredir de palabra a Indalecia- provoca la tercera intervención de don Genaro quien echa con violencia a la Encargada. Minutos después aparecen el Comisario y un periodista de La Nación. Este le hace entrega a Indalecia de los resultados de la colecta iniciada por su periódico -la mísera suma de sesenta pesos- y de la lista con los nombres de los donantes. Emocionada y humillada al mismo tiempo y sin atenerse a aceptar el dinero, estrecha en un abrazo a sus hijos mientras derrama lágrimas de alivio y vergüenza. Su padre, cuya sensibilidad y escrúpulos brillan por su ausencia, le reprocha: «¿Sabe que está lindo esto? Cuando te train la salvación te pones a llorar. Lo hubieras hecho antes» (7). Acto seguido toma el dinero, se lo da a Indalecia y le ordena: «¡Agarra y da las gracias, pues!...» (ibid.). Pero este inesperado acto de caridad no termina allí, en los sesenta pesos. La «salvación» de Indalecia no está completa si no le quitan sus hijos. El Comisario le informa que en su interés él ha hecho algunas diligencias y ha conseguido colocar al mayor de ellos en la Correccional de Menores donde «aprenderá un oficio y se hará un hombre útil» (ibid.) y a los demás en un asilo a cargo de la Sociedad de Beneficencia. El asombro inicial de Indalecia se transforma inmediata y bruscamente en firme y desesperada resistencia: «¡Mis hijos!... ¡No!... ¡No!... ¡No me separo de ellos!... ¡De ninguna manera...! ¡Ni lo sueñen!...» (ibid.). Y comienza ahora la expoliación: el periodista («Tiene que resignarse, señora. Es natural que le duela separarse de ellos, pero preferible es que se los mantenga la Sociedad a que mañana tengan que andar rodando por ahí...»), el Comisario («¿Prefiere usted verlos morirse de hambre o convertidos en unos perdularios?») y el incomparable veterano de Estero Bellaco [(«¿Pero ha visto qué rica cosa?... Es la primera vez que la patria se ocupa de proteger a este viejo servidor, atendiéndole los nietos, y vos te opones. No seas mal agradecida, mujer...» (ibid.)], han acumulado sus supuestamente válidas pero egoístas razones para ejercer la caridad y, al mismo tiempo, aniquilar a un ser humano. En lugar de su filantropía ella pide que le den trabajo, porque contando con una entrada fija no le será difícil mantener y educar a sus hijos. Pero nadie la escucha. Lo único que ella ha pedido es lo único que la sociedad no puede darle dado que no entra dentro de las posibilidades consideradas por la beneficencia pública. Sólo la comprende don Genaro, quien ve la torpeza de la caridad oficial que da con una mano y quita con la otra. Su estribillo «¡Oh, bruta quente!» (ibid.), define nuevamente su visión de aquélla así como su propia compasión. La escena siguiente trae a un fotógrafo de Caras y Caretas (la revista donde habían salido el certificado y la fotografía de doña Anunziata de Mano Santa) dispuesto a registrar para la posteridad la tragedia de Indalecia y la filantropía colectiva de Buenos Aires. Su eficiencia y su insensibilidad ante el sufrimiento de la pobre mujer excitan la ira de don Genaro quien, arriesgando ser arrestado, intenta arrojar a todos a la calle, incluso al Comisario, con un encolerizado «Ma esto es una barbaridá... Mándese mudar... ¡Per Dío!... ¡Qué bruta quente!... Deque tranquila esa pobre muquer... ¡Caramba!... ¡Caramba!...» (8). Pero la voluntad de Indalecia va siendo minada lenta y eficazmente por la persistencia de sus atacantes. Sus razones la anonadan: ella puede enfermarse, puede morirse, sus hijos aprenderán allí un oficio, estarán libres de tentaciones... Finalmente, totalmente destruida, Indalecia cede: «Bueno... Sí... Hagan de mí lo que quieran...» (ibid.). Estas palabras son claudicación y entrega, no de sus hijos sino de su persona misma. Sánchez ha llegado así a la peripecia sin violencias aparentes o visibles pero con un desgarre interior mucho más elocuente que cualquier agresión física. Sin embargo, y aunque cueste creerlo, el despojo todavía no ha terminado. Aún queda algo por entregar y ese algo le será quitado por su propio padre: «¡Che, mi hija!... Hoy no he morfao nada, ¿sabés?... Refílame un nalcito de ésos que te dieron...» (ibid.). Ella, ya sin fuerzas para luchar contra la insensibilidad humana le entrega todo el dinero porque: «Ya para qué los quiero ahora...» (ibid.). Sollozando, se abraza a sus hijos, mientras lentamente va bajando el telón. La sociedad ha cumplido así su cometido: ha destruido un alma creyendo que podía comprarla por sesenta pesos. Sin futuro, Indalecia queda allí anonadada y sola, estupefacta y torturada por una realidad que no alcanza a comprender pero cuyos alcances ha sentido en carne propia. Su fuerza moral impresiona, su lucha persuade y su derrota sobrecoge: he ahí el maravilloso tema de esta obra.

Nueve personajes hay en esta pieza. La primera en aparecer en escena, la Encargada, es figura imprescindible en todo sainete, el «italiano encargado» de la receta de Vaccarezza. Definida por su ocupación -carece de nombre y apellido- se caracteriza además por su increíble insensibilidad. Cumple sus funciones, las que parecen consistir únicamente en exigir alquileres atrasados, con una perseverancia digna de mejor destino. Su personalidad está hecha a medida para tales ejercicios: rezongona, insolente, desalmada, se goza en atenacear con sus «buenos consejos» a la desdichada Indalecia quien ni los quiere ni los ha pedido. Otro individuo cuyo cargo lo explica es el Comisario, servidor público que cumple su cometido con la misma dosis de inhumanidad con que la Encargada lleva a cabo el suyo. Ésta no ve almas en sus inquilinos sino veneros de pesos moneda nacional; aquél columbra en los hijos de Indalecia, no criaturas humanas necesitadas del amor materno sino amenazas en potencia al bienestar social cuya consumación debe ser prevenida a cualquier precio. Su falta de percepción llega a extremos increíbles. Cuando Indalecia argumenta, como último recurso, «Y después, no son míos solamente... ¿Qué cuenta le voy a dar al pobre padre, que tanto los quiere, que se ha desvivido por ellos... cuando salga del hospital?...» (7), aquél tranquilamente le asegura «¡Oh!... A ese respecto debe estar tranquila. Su marido está muy mal y difícilmente saldrá del hospital. En todo caso, quedará paralítico...» (ibid.). El golpe es tan inesperado y brutal que Indalecia queda totalmente anonadada mientras don Genaro masculla su elocuente y machacante «¡Oh, bruta quente!» (ibid.). El fotógrafo, tercer personaje en cumplimiento de una función, es asimismo figura convencional. Lleva a cabo su misión con eficacia y prontitud. Siempre al acecho de notas gráficas truculentas, se deleita ante el espectáculo que ofrecen Indalecia y sus hijos: «Una linda nota, por lo que veo... ¿Ésta es la víctima?... Le tomaremos una así llorando. Es un momento espléndido...» (8). El cuarto, el periodista, demuestra discernir los sentimientos de Indalecia así como sus razones, pero como su misión es la misma de aquéllos, su sensibilidad de nada le sirve a la protagonista. Puede argüirse que Sánchez carga las tintas en estos individuos, exponentes de la inconsciente, o quizás consciente, crueldad social. Puede ser. Pero, por otra parte, debe notarse que lo escueto de la línea argumental y la necesaria brevedad de la obra exigían un tratamiento impactante de cada personaje para que así no quedaran dudas acerca del mensaje que el dramaturgo quería hacer llegar a su público. En este sentido, aquéllos son heraldos elocuentes y eficaces. Su significación se hace más clara, si eso es posible, por contraste con don Genaro, personaje excepcional definido por sus sentimientos. Gringo en vestimenta y dicción, se opone no sólo a los personajes ya analizados sino a su compatriota, la Encargada, el reverso de la consabida medalla. El único que se rebela contra los procedimientos de la aparatosa filantropía oficial, dice además lo que siente y siente lo que dice. Cuando el comisario le llama la atención por sus constantes intromisiones diciéndole «Retírese usted. ¡Nada tiene que ver aquí» (7), don Genaro replica, «No tengo que ver, pero digo la verdad, ¿sabe?» (ibid.). Hermano espiritual de don Braulio, el canastero de Canillita, su generosidad es tan sincera como la de aquél, y tanto más cuanto su relación con Indalecia no está coloreada por otros sentimientos que los del altruismo. Por eso la derrota de Indalecia es, en última instancia, su propia derrota también. Creación conmovedora y original, don Genaro se impone por sobre el tipo clásico del gringo de sainete en razón de sus inusitadas reservas de bondad, su sentido de justicia y su rebeldía.

Al italiano don Genaro se le opone un criollo, el Inválido, caricatura de héroe con un pasado cuyas huellas exhibe en la ausencia presente de un brazo perdido en la batalla de Estero Bellaco. Su orgullo, sus «cintitas»; su vicio, el vino -«¿Qué quiere, pues? Es lo único que me ha dao la patria... Un vicio...» (8), le dice al Comisario-; su odio, el gringo; su presente, la miseria. Ésta rige sus egoísmos así como sus claudicaciones. Último peldaño en la escala descendente del gaucho, el Inválido es «escombro de un prototipo que vivió»9 y que en su momento fue nimbado del aura de lo épico. En el lastimoso exhibicionismo de esta figura trágico-grotesca, se consuma por siempre jamás la desaparición y muerte del gaucho argentino.

Indalecia, la extraordinaria protagonista de este sainete, es personaje ejemplar, amén de original. Luchando sola contra el destino y contando únicamente con el apoyo generoso pero al cabo ineficaz de don Genaro, se ve de pronto al término de la desesperación, sin alternativas y sin horizontes. Indalecia se había casado joven. Se había casado además contra la voluntad de su padre quien le había vaticinado «que sería desgraciada con él» (4). Independiente y fuerte, siguió adelante y la vida le sonreía en el amor de un marido bueno y trabajador y en las risas de cuatro hijos cuando, de pronto, la suerte se ensañó con ella. Su marido se accidentó -se cayó de un andamio- y, con su caída, también se vino abajo su mundo. Desesperada y sin dinero para alimentar a sus niños y menos aún para pagar el alquiler de la mísera pieza de conventillo que ocupa, está por ser desalojada. La colecta periodística, «con más visos de publicidad que de caridad»10, es el anzuelo que le tienden. Al otro extremo de la línea la espera el más trágico de los despojos. Ya ha perdido a su marido y su vivienda; ellos vienen en busca de su más preciado tesoro, sus hijos. Entregados éstos, ¿qué le queda? Los pocos pesos de la suscripción popular. Su propio padre se encarga de quitárselos. Su lucha ha sido inútil, su derrota es total. Con ella se derrumban también las fuerzas del bien. La ciudad sin embargo sigue su marcha. No puede detenerse a socorrer a una empecinada mujer «que persiste en ser madre cuando no tiene qué comer»11.

El desalojo es pieza riquísima en la variedad de sus hablas y frecuencia de su empleo. Cinco lenguajes distintos en asombrosa armonía: al popular ciudadano de los habitantes porteños del conventillo se añaden el cocolichesco de don Genaro y la Encargada, el gauchesco mechado de lunfardismos del Inválido y el castellano burocrático o especializado del Comisario, el Periodista y el Fotógrafo. El contacto entre uno y otro se hace fácil compenetración porque, aunque cada personaje se expresa en su propia habla, el conocimiento que cada uno tiene de las demás permite con asombrosa naturalidad la comunicación eficiente y sobreentendida.

Después del popular ciudadano, el cocolichesco es la jerga dialectal dominante. La Encargada recurre a epítetos como «furbo», «mascalzone», «canaglia» (2), todos expresamente dirigidos a don Genaro. Este responde a sus constantes insultos con un «¡Váyase, porque te rompo la facha!» o con un «¡Fuori (6) iracundo, rubricado por su bordón «bruta quente», a veces castellanizado a «bruta gente» o «gente bruta». Su conversación con Indalecia en la escena del pan es elocuente definición del personaje así como muestra colorida de su lenguaje: «Mangia vos. ¿Dove sono i rapazzi?... ¡Tú!... Vieni. ¡Anque, tú!... Toma... ¡Mangia!... tú, mangia!... ¡Mangia!...» (3). Y ese «mangia» repetido una y otra vez es un subrayado persuasivo a su nobleza y desprendimiento. El habla del Inválido es primariamente gauchesca tanto en la pronunciación de las palabras -«pasao» (7), «ande» (4), «entuavía» (6) por «todavía», «cuete» (4) por «cohete»- como en sus imágenes -«hinchao como un zorrino» (4) o «te retobaste» (ibid.) por «te rebelaste». Aunque hay varios lunfardismos intercalados en su conversación, éstos no son demasiado frecuentes. Le oímos decir «misiadura» (4) por miseria o su variante «misho» (ibid.), voz proveniente del genovés mishio que significa carente de dinero. También emplea el término «morfar» por comer en «Hoy no he morfao nada, ¿sabés?» (8), voz que apocopa a lo gauchesco con la supresión de la «d» intermedia. Por último su «refílame un nalcito...» (ibid.), ya explicado en el capítulo anterior, no sólo concluye su intervención en la obra sino que lo muestra en toda su imponente pequeñez. Dos argentinismos son dominantes en su vocabulario: el distintivo del porteño, la voz «che», y el término «gringo». Ambos son vehículo de distintas actitudes o estados de ánimo. El «che» le sirve de fórmula introductoria a una conversación [«Che, mi hija...» (8)], como preludio y parte de un insulto [«Che, Musolino» (4)] o, usados consecutivamente, como expresión de asombro e indignación [«¡Che, che, che!... Y vos la pusiste de patitas en la calle, ¿no?» (5)]. La palabra «gringo» asimismo aparece con connotaciones positivas y como parte de su vocabulario normal [«Los gringos tienen que defender a los servidores de la patria» (4)], con intención vejatoria [«¡Tu madre, gringa el diablo!...» (5)] o neutra [«Pucha cómo está el país, amigo gringo...» (4)]. También es importante destacar que en esta pieza, donde el voseo es casi absoluto, el súbito cambio de usted [«Vea, amigo...» o «¿No ve hombre [...]?» (4)] a vos [«¿Y a vos quién te da vela?» (ibid.)] por parte del Inválido y respecto a don Genaro es manifestación sutil pero clara de una mudanza en su relación con el italiano. Por último, el vocabulario pulido del Comisario -«perdularios», «despejen» (7)- encuentra su eco en el lenguaje del Periodista -«atender las primeras necesidades» o «el comisario por su parte ha hecho algunas diligencias en su favor» (7)- y del Fotógrafo -«Es un momento espléndido... Ustedes tendrán la bondad de retirarse...» (8).

La multiplicidad y hábil fusión de sus hablas, la riqueza de su vocabulario, su acabada estructura, la profundidad de su tema, la seria y completa caracterización de sus personajes -Indalecia, de intransferida originalidad, el Inválido, minuciosa y patética claudicación de un mito y don Genaro, reelaboración poética de un arquetipo- hacen de El desalojo el más perfecto, trascendental y dramático de los sainetes escritos por Florencio Sánchez hasta esa fecha. Sólo su trilogía final, La Tigra, Moneda Falsa y Marta Gruni, igualará esta valiosa joyita tan poco apreciada y peor comprendida por el público de su época y cierta crítica pasada y actual.





 
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