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El desengaño en un sueño

Drama fantástico en cuatro actos

Duque de Rivas



A mi hijo Enrique.



Personas
 

 
LISARDO,    joven.
MARCOLÁN,   viejo mágico.
Voces de seres invisibles
 

 
DEL GENIO DE LOS AMORES.
DEL GENIO DEL PODER.
DEL GENIO DE LA OPULENCIA.
DEL GENIO DEL MAL.
Personajes fantásticos
 

 
ZORA,   dama joven.
TRES VILLANOS.
LISEO,    viejo.
DOS SOLDADOS.
CLORINARDO,    caballero.
DOS CABALLEROS.
FINEO,    caballero.
UN CAPITÁN.
NATALIO,   viejo.
UN ENTERRADOR.
ARBOLÁN,    guerrero.
EL DEMONIO.
UN REY.
UN ÁNGEL.
UNA REINA
SALVAJES,    bailarines.
UN PAJE
SÍLFIDES,    bailarinas.
UNA BRUJA.
DONCELLAS,   bailarinas.
DOS CAZADORES.
CANTORES.
 

Las músicas, comparsas y diferentes acompañamientos de cazadores, esclavos, guardias, etc, se anotan y llaman en las escenas en que deben figurar, para evitar confusión. La acción, que se supone, por los trajes, acaecida a mediados del siglo XIV, pasa en un islote desierto del Mediterráneo. Empieza al ponerse el sol, y concluye al amanecer del día siguiente,

 




ArribaAbajoActo primero


Escena primera

 

La escena representa una montaña de peñascos, descubriéndose por un lado el mar embravecido. En primer término, a la derecha del espectador, habrá una pequeña gruta practicable. El cielo representará el anochecer, cubierto de nubes borrascosas. Se verán relámpagos, y se oirán truenos, el bramido de las olas y el silbar del viento. MARCOLÁN, mago, aparece dentro de la gruta, estudiando en sus libros a la luz de una lámpara y rodeado de instrumentos mágicos. LISARDO, vestido de pieles y con aspecto salvaje, asomará por lo alto de la montaña y bajará de peñasco en peñasco, declamando los primeros versos.

 
LISARDO:

 (Mirando despechado al cielo.) 

Rompe tu seno pardo,
oscura nube, y lanza furibunda
el rayo abrasador, que ansioso aguardo;
el rayo que confunda
y en el inmenso mar sepulte y hunda
esta desierta roca,
que con la altiva frente al cielo toca,
y es, ¡oh destino impío!,
cárcel estrecha de mi ardiente brío.

 (Pausa, y prosigue, mirando al mar.) 

Y tú, tremendo mar, ¿por qué rugiente
no rompes este freno de tus iras?
¿O eres tan impotente
que en vano a libertarte de él aspiras?
¡Ah, si yo fuera tú...! ¡Si yo tuviera
tu colosal poder..., ni un solo instante
de mi curso delante
obstáculo ninguno consintiera,
y al encontrarlo, mi rencor profundo
con sus huellas borrara el ancho mundo!
Mas, ¡ah!, no me escucháis... ¿O no son nada,
oscura nube, tu rugiente trueno,
ni tu empuje y furor, ¡oh mar hinchada!
si otro poder mayor os pone freno?

 (Pausa.) 

Como vosotros, yo, que arde en mi mente
fuego mayor que el que en los rayos arde
y un alma más tremenda,
más indomable que la mar rugiente
dentro mi pecho siente
de sus fuerzas hacer perdido alarde.
Y aquí atado y cautivo,
aquí como cobarde,
apenas sé si vivo,
puesto que el mundo ignora
que en él Lisardo mora.
Lisardo, el que pudiera
llevar su nombre a la encendida esfera.

 (Pausa, y prosigue, mirando a la gruta): 

¡Oh padre!... Padre no, tirano fiero,
que eres de un infelice carcelero:
maldito sea tu saber insano y ese tu afán prolijo,
que te hace ser de un desdichado hijo
inexorable y pertinaz tirano.
MARCOLÁN:

 (Dentro de la gruta, hablando consigo mismo.) 

¡Mísera Humanidad! Siempre maldice
la mano protectora que la ampara
y que del precipicio la separa.
¡Mísera Humanidad, siempre infelice!
Es mi anhelo salvar a mi hijo amado
de las borrascas que en la humana vida
le tienen las estrellas prevenida,
y él su opresor me llama despechado.
 

(Se va poco a poco despejando el cielo, y, alzándose la luna en el horizonte, ilumina la escena con su luz azulada.)

 
LISARDO:

 (Avanzando al proscenio.) 

¿Es vida, ¡triste de mí!
es vida, ¡cielos!, acaso
aquesta vida que paso
con sólo mi padre aquí?
Si condenado nací,
y sin esperanza alguna,
a que este islote mi cuna,
mi estado, mi único bien
y mi tumba sea también,
maldigo yo a la fortuna.
Si tal mi destino fué,
que es imposible lo fuera,
¿para qué un alma tan fiera
dentro de mi pecho hallé?
¿Con qué objeto, para qué
arde esta insaciable llama,
que toda mi mente inflama,
de buscar dándome anhelo,
aun a despecho del Cielo,
oro, amor, poder y fama?
Enhorabuena el reptil
rampe en el vivar estrecho,
si allí goza satisfecho
toda su existencia vil;
pero el águila gentil,
de alas y valor provista,
en el sol clave la vista,
cruce las nubes voraz,
y en ellas pregone, audaz,
del espacio la conquista.
No reptil, águila soy,
águila, y he de volar
sobre la tierra y el mar.

 (Corre decidido hacia la montaña.) 

MARCOLÁN:

 (En su gruta y hablando consigo mismo.) 

No volarás, que aquí estoy,
Lisardo, y a darte voy
pronto una grave lección
que calme en tu corazón
ese ciego desatino
que te arrastra de contino
del mundo a la perdición.
LISARDO:

 (Despechado y como detenido en medio de la escena por un impulso superior.) 

¡Infelice!... Me olvidé
que a este escollo estoy atado,
donde del mundo ignorado
he nacido y moriré.
Si tal mi destino fué,
cúmplase pronto. Liberte
de esta cárcel con mi muerte
mi alma gigante yo mismo
lanzándome en ese abismo
para burlar a la suerte.
 

(Va a arrojarse al mar, y sale sobresaltado de su gruta MARCOLÁN con una vara de oro en la mano.)

 
MARCOLÁN:
Tente Lisardo, hijo mío.
Insensato, ¿dónde vas?
Tente, que aunque bastan sólo
para tu intento atajar,
la fuerza de mis conjuros,
pues no tiene otras mi edad,
quiero sólo con las voces
de mi cariño lograr
que desistas, hijo mío,
de tu designio fatal.
Torna, Lisardo, a mis brazos,
que para ti sólo hay paz
entre los brazos de un padre
que idolatrándote está.
LISARDO:

 (Que se detiene a la orilla del mar en cuanto oye a su padre, vuelve y se arroja a sus brazos muy abatido.) 

¡Oh padre!
MARCOLÁN:
Calma, hijo mío,
la espantosa tempestad
de tu corazón, más recia
que la que un momento ha
esas esferas turbaba
y alborotaba ese mar.
LISARDO:
¡Oh padre!
MARCOLÁN:
Mira, Lisardo,
cuál la nube huyendo va
tornando el zafir del cielo
con suave luz a brillar
al reflejo de la luna,
astro benigno de paz.
Mira cuál bajan las olas,
que montañas de cristal
azotaban estas peñas
a empuje del huracán.
Huyan así de tu mente,
para no volver jamás,
esas oscuras ideas
que hacen tu infelicidad.
Y cálmese así tu pecho,
que no deben agitar
las fantásticas pasiones
tras de que perdido vas.
¿Qué te inspira, dí, Lisardo,
esa confusa ansiedad,
cosas que tú desconoces
anhelando sin cesar?
LISARDO:
Los impulsos de mi alma,
que a voces diciendo están
que he nacido para el mundo,
para en su centro lograr
amores, riqueza, fama,
poder, mando.
MARCOLÁN:
Basta ya.
Te comprendo. Mas ¿qué sabes
tú de ese mundo ideal,
que existe en tu mente sólo?
LISARDO:

 (Recobrándose y creciendo en vehemencia.) 

¡Oh padre mío, cesad!
Que aunque estas ásperas peñas,
que ciñe en torno la mar,
mi cuna fueron, y son
mi cárcel siempre, y serán
tal vez también mi sepulcro,
no tan rudo soy, ni tan
salvaje, que no conozca
que en el mundo hay mucho más.
Esos tus libros lo dicen,
a quien tanto culto das,
y que te han dado esa ciencia,
que profesas por mi mal.
Tus labios también lo han dicho,
complaciéndose en contar
de tu vida los portentos,
los recuerdos de tu edad.
Y aunque nunca de tus libros
devorara a tu pesar
las páginas, y aunque siempre
hubieras, cauto y sagaz,
puesto en tus labios un sello
que guardara la verdad,
que hay mundo, y cómo es el mundo,
por instinto natural
adivinara. Sí, padre;
baste de destierro ya.
Llévame donde hombre sea,
y donde pueda lograr,
como hombre, amores, riquezas,
poder y dominio.
MARCOLÁN:
¡Ah!
LISARDO:
Quiero mando, poderío,
gloria, fama...
MARCOLÁN:
Bien; tendrás
cuanto apeteces, Lisardo.
Y a tu padre dejarás
en este desierto solo,
decrépito... ¿Quieres más?
LISARDO:

 (Con ternura.) 

Padre idolatrado, quiero
vivir como racional;
mas bajo tu amparo siempre.
MARCOLÁN:
¡Mi amparo...! Insensato estás.
¡Mi amparo!... ¿De qué te sirve,
si entras con la tempestad
de las humanas pasiones
del mundo en el hondo mar?
¡Ay, que entonces mi cariño,
mi ciencia, todo mi afán
de nada han de aprovecharte!
LISARDO:

 (Con entereza.) 

¿De nada...? Pues bien está.
El aliento que me agita,
el encendido volcán
de valor y de denuedo,
que arde en mi pecho tenaz,
me bastan, señor, y sobran;
y suficientes quizá
para serviros de apoyo
a vos, ¡oh padre!, serán.

 (Con resolución.) 

Salgamos de estos peñascos.
Aquestos libros quemad.
Venid al mundo conmigo,
y vuestros ojos verán
que engendrasteis un portento
de altas empresas capaz.
MARCOLÁN:

 (Aparte.) 

Vuelve a exaltarse su mente.
Ya la lección convendrá,
y que empiece a realizarse
mi bien combinado plan.

 (Alto.) 

Hijo, Lisardo, sosiega
tu ardiente pecho. Serás
complacido por tu padre.
Lograráse tu ansiedad.
Pero de la noche el manto
cubre el firmamento ya.
Calma en sosegado sueño,
calma, hijo mío, tu afán.
LISARDO:

 (como soñoliento.) 

De lo que hoy he padecido
estoy, señor, en verdad
tan fatigado..., que empiezo
dulce descanso a anhelar...
Reposaré...
MARCOLÁN:

 (Llevándole lentamente al fondo de la escena, a la izquierda del espectador, donde habrá en tierra un lecho de ramas secas.) 

Sí, hijo mío.

 (Aparte.) 

Ya empieza el conjuro a obrar.
Le tocaré con la vara,
y al sueño se rendirá.

 (Le toca, y prosigue en alto): 

Sí, hijo mío; sí, descansa,
pues convidándote está
de secas algas el lecho,
que aquí orillas de la mar
halagan las blandas brisas
que en torno volando están.
LISARDO:

 (Acostándose en el lecho.) 

Sí, padre mío...; sí, padre...
El sueño ganando va
mis sentidos..., halagado
por la esperanza que has
dado a mi pecho... Esta noche
soñaré felicidad.

 (Queda dormido.) 

MARCOLÁN:

 (Contemplándole con cariño.) 

¡Hijo del alma!... ¡Hijo mío!...
En sueño profundo está.
Ahora desengaños sueñe
que ponga fin a su afán.

 (En medio de la escena, en actitud imponente y solemne.) 

Espíritus celestes e infernales,
genios del bien y el mal, que los destinos
por ocultos caminos
dirigís de los míseros mortales,
al gran poder de mi saber profundo
obedientes venid, que ya os aguardo,
y al dormido Lisardo
mostrad en sueños cuanto encierra el mundo.
En vagas vaporosas ilusiones,
y en fantásticas formas vea su mente
cuanto anhela imprudente,
y ancho campo ofreced a sus pasiones.

 (Gira la vara en derredor.) 

Ya os miro en torno revolar; ya os veo,
o desde el centro de la tierra oscuro,
o desde el aire puro
obedientes venir a mi deseo.
 

(Se oye una música suave y armoniosa y una voz dulce dice desde las bambalinas):

 
VOZ DEL GENIO DE LOS AMORES:
Yo, numen de los amores,
le coronaré de flores,
y atándole en tiernos lazos
colocaré entre sus brazos
la más insigne beldad.
Y encantado con su acento,
y embriagado con su aliento,
apurará en las delicias
de sus amantes caricias
la humana felicidad.
 

(Suena a la izquierda de la escena una música llena y alegre, y en seguida dice una voz sonora):

 
VOZ DEL GENIO DE LA OPULENCIA:
Yo dispongo del oro y riqueza,
y a tu mágico impulso obediente
a sus ojos dormidos patente
cuanto alcanza mi imperio pondré.
Y la Pompa oriental y grandeza
gozará venturoso en el sueño,
y de inmensos tesoros el dueño,
mientras dure el encanto, le haré.
Aroma y bálsamos
respirará.
Sedas y púrpuras
se vestirá.
Ricos alcázares
habitará.
Y en la demencia
de la opulencia
se perderá.
 

(Suena a la derecha una banda de música militar, tocando una marcha guerrera, y dice una voz robusta):

 
VOZ DEL GENIO DEL PODER:
Yo, que de la ambición y de la gloria
el genio soy audaz,
su pecho tornaré con mi alta llama
en hoguera voraz.
El lauro ceñirá de la victoria
su envanecida sien,
y su nombre en los cantos de la fama
escuchará también.
Y un pueblo rendido
a sus pies verá,
y desvanecido
lo dominará.
 

(Se oyen truenos subterráneos mezclados con música sorda y lúgubre bajo el tablado, y luego dice desde allí una voz áspera y satánica):

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Yo marchitaré
las lozanas flores.
Yo envenenaré
los dulces amores.
Y en horrores
sus delicias tornaré.
La riqueza
y grandeza
serán de su pecho,
por la avaricia y el terror deshecho.
Y la indomable ambición
su corazón
al crimen arrastrará,
y en hondo precipicio lo hundirá.
MARCOLÁN:

 (Extendiendo la vara a un lado y otro.) 

Comenzad, genios que me estáis hablando
el orden proseguid de mis conjuros,
dentro la mente del dormido dando
formas visibles a los aires puros.
 

(Entra en su gruta, se sienta, coloca a sus pies un reloj de arena y prosigue leyendo en la mayor abstracción, permaneciendo así hasta el fin del drama.)

 


Escena II

 

Cruzan la escena en todas direcciones ligeras gasas transparentes con figuras vagas y fantásticas, alusivas al amor, al poder, a la ambición y al crimen, y se van reuniendo al fondo de la escena y delante del lecho de LISARDO, formando como una niebla blanquecina que lo cubra todo. Por un escotillón sale ZORA, cubierta con una gasa blanca que le dé la apariencia de una sombra. La música toca una armonía lánguida y suave, que va concluyendo poco a poco en notas aisladas y que van siendo imperceptibles. Se disipa luego repentinamente la niebla, y aparece un risueño y rústico jardín, iluminado por la luz de la aurora. El lecho de LISARDO, alzado un poco del suelo y formado con flores y cubierto por un pabellón de colores enlazado en las ramas de los árboles. Y en él estará dormido LISARDO, cuyo vestido de pieles se habrá mudado en uno rico de cazador. Aparecerá también un asiento rústico en medio de la escena, y caerá el velo que cubre a ZORA, quedando ésta vestida con una túnica blanca y coronada de rosas. La gruta de Marcolán, y éste dentro estudiando, habrá estado siempre descubierta, y permanecerá así inmutable durante todo el drama, por más cambios de decoraciones que se verifiquen.

 
LISARDO:

 (Incorporándose como admirado y mirando a todos lados.) 

¡Cielos!... En el mundo estoy.
Mi padre no me engañó.
Del islote me sacó.
Hombre cual los hombres soy.
No hay duda... ¡Felice yo!

 (Se levanta y corre de una parte a otra, pero sin reparar en ZORA, que estará a un lado cogiendo flores.) 

¡Oh, qué risueño jardín!
Y no lo circunda el mar.
Desde aquí podré volar
por uno y otro confín...
¿Quién me lo puede estorbar?...
¡Cuán gozoso y satisfecho
miro el matutino albor!
Una y otra linda flor,
¡qué aromas dan a mi pecho!
¡Oh qué vida...! ¡Qué calor!
Aquí no escucho el bramido
de las olas, que decía
pavoroso noche y día:
«Pobre Lisardo, nacido
bajo estrella tan impía.»
No, que el risueño murmullo
de auras, hojas, aves, fuentes,
dan acentos diferentes,
que son dulcísimo arrullo
de mis venturas presentes.
Mas ¿qué me detengo aquí?
Por linda que esta mansión
halague mi corazón,
aun estrecha es para mí.
Volemos a otra región.

 (Repara en ZORA, y queda sorprendido.) 

¿Qué es, ¡oh Dios!, lo que allí veo?
Solo en el jardín no estoy...
¡Ah, que realizando voy
cuanto anheló mi deseo,
y todo ventura es hoy!
¡Una mujer!... Sí, y aquella
que en sombra leve y fugaz
turbando mi eterna paz
vió siempre gallarda y bella
mi delirio pertinaz.
Sí, la misma que mis ojos
en ilusión vieron vana,
ya en los perfiles de grana,
que ornan los celajes rojos
de la encendida mañana,
ya entre las orlas de espuma
del adormecido mar,
sobre las playas triscar,
leve como leve pluma,
y mi pecho arrebatar.
Y pues la suerte dichosa,
que hoy dirige mi destino,
portento tan peregrino,
de mis afanes tal diosa
me presenta en mi camino,
corro a exhalar a sus pies,
completando mi ventura,
el alma, que en llama pura
volcán encendido es
desde que vi su hermosura.

 (Se acerca con timidez a ZORA.) 

Ángel celestial...
ZORA:

 (Con sencillez y naturalidad.) 

Lisardo...
LISARDO:

 (Aparte, sorprendido.) 

¿Sabe, ¡cielos!, quién soy yo?
Sin duda, pues me nombró...
ZORA:
... hace tiempo que os aguardo.
LISARDO:

 (Dudoso.) 

¿Vos... me conocéis...?
ZORA:
¿Pues no?
LISARDO:

 (Con vehemencia.) 

Y yo os conozco también,
y ando tras de vos perdido;
y que tan sólo he nacido
para estar, pienso, ¡oh mi bien!,
a vuestro encanto rendido.
ZORA:
Pero ¿mi nombre ignoráis?
LISARDO:
¡Ah!... Sólo sé que os adoro;
todo lo demás lo ignoro.
ZORA:
Y de mí, ¿qué deseáis?
LISARDO:

 (Arrebatado.) 

Amor..., vuestro amor imploro.
ZORA:
¿Amor...? ¿Qué decís, Lisardo?
¿Olvidáis que Zora soy?...
¡Ah!... Jamás os vi cual hoy.
De veros tal me acobardo
y temblando toda estoy.
LISARDO:
Mi encanto, mi único bien,
mi tesoro, mi alegría...
¡Oh lumbre del alma mía!,
no miedo, lástima ten
de mi amorosa agonía...
Para ti sólo respiro,
y sin ti quiero la muerte.
¿Qué es vivir sin poseerte?
ZORA:

 (Turbada y vergonzosa.) 

Lisardo..., yo me retiro.
LISARDO:
¿Puede mi amor ofenderte...?
¿Te ofende...? No seas cruel;
oye mi llanto, mi ruego.
ZORA:
Crece mi desasosiego...
retírome del vergel.
LISARDO:

 (Deteniéndola.) 

¿Sin responder a mi fuego?...
¡Ah!... Esperad, ¡oh bella ZORA!,
más bella que la mañana.
¡Ay!... Esa encendida grana
que vuestro rostro avalora,
¡cuánto, cuánto os engalana!

 (Hincando una rodilla.) 

¡Piedad de mí! No, no quiero
la vida sin vuestro amor.
Si dura tanto rigor,
si tenéis pecho de acero,
me moriré de dolor.
ZORA:

 (Conmovida.) 

¡Lisardo...! ¡Lisardo...! ¡Ay Dios!
No penséis que el pecho mío...
LISARDO:
¡Cuánto a mi pasión da brío
la inquietud que advierto en vos!
ZORA:
Y yo..., basta..., ¡oh desvarío!...
LISARDO:

 (Tomándola una mano y besándosela con ansiedad.) 

No basta..., no, que un volcán
es mi pecho. El corazón
arde. Y crece una pasión
en mí tan gigante, tan
de indómita condición,
que..., ¡Zora...!, ¡Zora...!, piedad...

 (Abatido.) 

No sé lo que pasa en mí.
Nunca en mi alma conocí
tan quemadora ansiedad...

 (Con vehemencia.) 

Ámame, o me muero aquí.
ZORA:

 (Con acento enternecido.) 

¡Mi Lisardo!
LISARDO:

 (Enajenado.) 

¡Oh deliciosa
voz, cual no escuché jamás,
y que embriagándome estás
el alma...!
ZORA:

 (Tímida.) 

Seré tu esposa...
¿Puedes, dí, pretender más...?
LISARDO:

 (Con ansiedad.) 

Sí, mi esposa... Y ¿me amas? Díme.
ZORA:

 (Con ternura.) 

Te amo..., sí.
LISARDO:

 (Levantándose, fuera de sí.) 

No puede ser
que a un hombre mate el placer,
si aun vivo. ¡Oh dicha sublime!
¡Cielos, me ama una mujer!

 (Abraza a ZORA.) 

ZORA:
Pero no basta, Lisardo,
que cual me dices me adores,
ni que corresponda amante
mi pecho a tus intenciones,
pues para ser yo tu esposa,
y darte de esposo el nombre,
es preciso que mi padre,
que habita un albergue pobre,
en lo más repuesto y solo
de estos intrincados bosques,
me conceda su permiso,
bendiga nuestros amores,
y que en sus manos me jures
ante Dios y ante los hombres
la fe del estrecho lazo
que sólo la muerte rompe.
LISARDO:

 (Impaciente.) 

Obstáculos a mi anhelo...
¿Quién indiscreto los pone?
ZORA:

 (Asustada.) 

¡Lisardo...!
LISARDO:

 (Confuso.) 

No..., Zora mía.
A tu voluntad conforme,
corro a buscar a tu padre
para que grato corone
esta dicha, que en la esfera
del sol radiante me pone.
Vamos,. pues... Mas si, insensato,
se opusiese...
ZORA:

 (Consternada.) 

¡Oh Dios!... ¿Entonces...?
LISARDO:

 (Resuelto.) 

Amándome tú, en el mundo
no habrá quien mi dicha estorbe.
 

(Van a marchar y sale LISEO, viene con túnica negra, barba blanca y apoyado en un báculo, y los detiene.)

 
LISEO:
Ten en el paso, que a tu encuentro
salgo para que la logres.
Padre amoroso de Zora,
seguíla a este sitio, donde
he escuchado tus palabras
escondido entre esas flores.
Y la llama conociendo
que arde en vuestros corazones,
y que en ti feliz encuentra
mi adorada prenda el hombre
más capaz por su cariño,
y más digno por sus dotes
de asegurar su ventura,
de merecer sus favores,
por esposa te la otorgo
ante Dios y ante los hombres.
Y bendeciré este enlace,
que hasta la muerte te impone
el compromiso sagrado
de ser su amparo, su norte,
su firme amante y su dicha,
si a jurarme te dispones
el cumplir eternamente
tan santas obligaciones.
LISARDO:

 (Con decisión.) 

Yo lo juro por los cielos,
anciano, y airados sobre
mi frente su ira tremenda
y su maldición desplomen
si quebranto el juramento
que ahora de mis labios oyes.
LISEO:

 (Abrazándolo.) 

Pues ahora ven a mis brazos,
para que ellos te coloquen
en los de tu amante esposa,
que tu tierno amor coronen.
 

(Entrega ZORA a LISARDO y se abrazan estrechamente.)

 
LISARDO:

 (Con agitada vehemencia.) 

Celeste luz de mi dichosa vida,
astro de amor y de delicias lleno,
ven, y descansa en mi agitado seno,
que ardiente apenas puede respirar.
Ven, que al tenerte en mis convulsos brazos,
al alentar tu embalsamado aliento,
una existencia tan divina siento
por mis estrechas venas circular,
que juzgo que en el Cielo es imposible
más venturoso ser. Ven, ¡oh alma mía!
Miro en tu rostro un sempiterno día,
en tus ojos un sol eterno arder.
Todo el confuso afán de mis delirios,
todas las ilusiones de mi mente
hoy se realizan al besar tu frente;
desfallezco de gozo y de placer.
 

(Cae sentado con ZORA en el asiento rústico que estará en medio de la escena, y LISEO se coloca detrás, extendiendo los brazos sobre ambos. El asiento se eleva del suelo y se convierte en un trono formado de flores, de mariposas, de palomas y de tórtolas, y rodeado de cisnes, delfines y conchas, y entra por un lado y otro una tropa de salvajes y de sílfides que bailan en rededor, formando lazos con guirnaldas y bandas de colores, y ofreciendo a LISARDO y a ZORA ramilletes y canastillos de flores. Concluida la danza, se retiran, y con ellos LISEO. Y desaparece todo, quedando el asiento rústico como estaba en el principio, y en él LISARDO y ZORA como embelesados. Y tras de breve pausa se oirá debajo del tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Lisardo, en el mundo hay más.
El tiempo perdiendo estás.
¿Qué es belleza
sin riqueza...?
Busca riqueza, riqueza tendrás.
Lisardo, en el mundo hay más.
 

(LISARDO se pone de repente inquieto y pensativo.)

 
ZORA:
¿Qué, Lisardo, te suspende...?
Yo no sé qué advierto en ti.
¿No eres venturoso...? Dí...
Algo tu anhelo pretende.
LISARDO:
¡Ay Zora! Sí. Aunque tu amor
es el aura que respiro,
y aunque dichoso me miro
de tu encanto poseedor,
a las dichas de mi pecho
y a tu divina hermosura
esta soledad oscura
me parece campo estrecho.
ZORA:

 (Con ansiedad y ternura.) 

¿Aquí contento no estás...?
LISARDO:

 (Con vehemencia.) 

A tu lado, hermosa mía,
toda mi alma es alegría.
 

(Suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Pero hay en el mundo más.
ZORA:
¿No te encantan estas flores
por las auras regaladas,
que, risueñas y esmaltadas,
dan balsámicos olores?
¿No está pomposa techumbre
de verdes hojas y ramos,
bajo de la, cual gozamos
del sol templada la lumbre?
¿No de este prado las galas?
¿No el murmullo de estas fuentes?
¿No esas nubes transparentes,
que el viento lleva en sus alas?
¿No la quietud en que estás?
¿Esta calma...? ¿Esta alegría...?
LISARDO:

 (Que habrá estado muy pensativo mientras ha hablado ZORA, se vuelve a ella y la abraza con entusiasmo.) 

Sí, me encantan, Zora mía...
Pero hay en el mundo más.

 (Levantándose y creciendo su agitación.) 

Hay más, sí. Lo anhelo todo
para ti sólo, mi amor;
pues fuera duro rigor
vivir siempre de este modo.
Cubran cimbrias esmaltadas,
bronce y mármol tu beldad;
no en oscura soledad
las silvestres enramadas.
Dente sus suaves olores,
embalsamando el ambiente,
quemadas gomas de Oriente,
mejor que rústicas flores.
Los sonoros instrumentos
den a tu descanso arrullo;
no de un arroyo el murmullo,
ni de un ave los acentos.
Ornen tu frente gentil
oro, perlas y diamantes;
que esas flores rozagantes
parécenme adorno vil.
El orbe admirado vea
nuestro fuego sin segundo;
templo magnífico el mundo
de tu alma hermosura sea.
Pompa, riquezas deseo.
¿Qué es sin ellas la beldad?...
¡Abrasado en la ansiedad
de la opulencia me veo!

 (Cayendo en repentino abatimiento y paseándose sin hacer caso de ZORA.) 

Mas ¿cómo lograrla yo...
¿Hay más grande desventura?
ZORA:

 (Que lo ha escuchado al principio asombrada, y que lo sigue después inquieta.) 

¿Mi cariño, mi ternura
no te bastan...?
LISARDO:

 (Con despego.) 

Zora, no.

 (Volviendo en sí y abrazándola.) 

Con toda el alma te adoro;
pero hay en el mundo más.
ZORA:

 (Afligida.) 

¿Te importuno ya quizás...?
LISARDO:

 (Fuera de sí.) 

Ansío la pompa y el oro.
El brillo de las riquezas
es quien da brillo a los nombres...

 (Creciendo su inquietud.) 

¿Cómo consiguen los hombres
los tesoros y grandezas?
Si no los logran mis brazos,
ni los alcanza mi aliento,
el frenesí que en mí siento
me hará el corazón pedazos.
ZORA:

 (Poniéndosele delante, muy afligida.) 

¡Lisardo...!
LISARDO:

 (Recibiéndola en sus brazos.) 

Ven, Zora mía;
ven, que te idolatro, sí.
Pero vivir siempre aquí,
vivir en cárcel sería.
Si no logro mis anhelos,
y si es en la soledad
oscura felicidad
la que me otorgan los cielos,
como te tenga a mi lado,
no me importará volver
al peñasco donde ayer
era tan desventurado.
O al fin, burlando el rigor
de tan oscuro existir,
entre tus brazos morir...,
¡esto fuera lo mejor!
 

(Se inclina abatido en el hombro de ZORA. Se abren y apartan los árboles del fondo y dejan ver a lo lejos un magnífico palacio; se oyen un cuerno de caza, caracoles y ladridos. Se reanima LISARDO, mirando sorprendido a todas partes, y salen CLORINARDO y FINEO, ricamente vestidos de cazadores, y con ellos cuatro Caballeros lo mismo y una tropa de Monteros y Villanos, unos con perros de caza, otros con azores.)

 
CLORINARDO:
Ya en el cenit sentado
la viva lumbre de su eterna llama
por los campos derrama
con tanta furia el sol, que bosque y prado
mustias miran sus ramas y sus flores.
Y ahogados de calor los cazadores,
y de sed abatidos los lebreles,
no encuentran ya más fieras
que herir gallardos, o acosar crueles,
por estos campos, montes y riberas.
No mira el gerifalte
ave pintada que veloz esmalte
las leves nubes que ornan el espacio.
Si os parece, Lisardo generoso
vamos a tu magnífico palacio
a disfrutar de plácido reposo,
que no ha sido perdida la mañana,
pues caza habemos hecho
que debe de dejarte satisfecho;
y de ella nuestra gente estar ufana.
FINEO:
Es, amigo Lisardo,
tan rica y abundante,
que excede a lo que pinta Clorinardo.

 (Señalando al lado por donde salieron.) 

Ahí la tienes delante.
A examinarla ven, pues imagino
que quedará saciado tu deseo,
rindiendo por trofeo
al encanto divino
de tu adorada esposa,
que es de tu pecho y de estos valles diosa
tanta fiera postrada,
ya por nuestros venablos humillada,
ya por los fieles perros
que atruenan con ladridos estos cerros.
Tanta garza real, y aves tan raras,
a que cortara el vuelo
o la acerada punta de las jaras,
o el neblí volador allí en el cielo.
Ni un solo tiro ha errado Clorinardo.
Ven a verlo por ti, noble Lisardo.
CLORINARDO:
Dí mejor que la caza de este día
se debe a tu destreza y valentía,
generoso Fineo.
LISARDO:

 (Acercándose con ZORA al bastidor y manifestando gozosa admiración.) 

¡Ah!... Sí, amigos, ya veo
con admirados ojos
rendidos a mis pies tantos despojos.
¡Qué feroces y rudos jabalíes!
¡Qué cervales rodados!
¡Cuántos ligeros corzos y venados!
Muy bien han trabajado los neblíes,
según la inmensa suma
de aves gallardas de brillante pluma
que llenan de placer la vista mía.
¡Ay mi Zora adorada!
¿No estás de este espectáculo encantada?
ZORA:

 (Con sencillez.) 

A mí sólo me encanta tu alegría,
LISARDO:

 (Con sencillez.) 

Y a mí tu amor.

 (Impaciente.) 

Pero al palacio vamos;
y ni un momento más nos detengamos.
 

(Vanse CLORINARDO, FINEO, los Cazadores y Villanos, y al salir LISARDO y ZORA cambia la decoración.)

 


Escena III

 

Magnífico salón adornado fantásticamente de mármoles, bronces y ricos cortinajes. LISARDO y ZORA, que iban a salir, retroceden admirados al centro de la escena.

 
LISARDO:

 (Sorprendido.) 

¡Cielos, cielos!... ¿Deliro?
A mi afán sobrepuja cuanto miro.
 

(Salen por un lado cuatro Pajes ricamente vestidos, y en afazates de plata traen magníficas ropas para LISARDO. Al mismo tiempo. por el lado opuesto, salen cuatro Damas y con iguales afazates con vestidos y joyas para ZORA. A cada lado se alzan del suelo dos caprichosos tocadores con espejos de metal, y delante de uno visten los Pajes a LISARDO y las Damas a ZORA delante del otro; retirándose unos y otros respetuosamente por el mismo sitio por donde salieron, y desaparecen los tocadores. ZORA queda, como indiferente a todo en el puesto que la vistieron, y LISARDO, después de examinarse a sí mismo, con gran complacencia, vuelve los ojos a ZORA y corre a abrazarla, transportado de alegría.)

 
¡Qué hermosa estás así!
¡Qué bien adornan tu lozana frente
el oro y el rubí
con la cándida perla del Oriente!
¡Oh cuán gallarda estás
de seda con la ropa rozagante!
¡Y cuánto luce más
la nieve de tu seno palpitante!

 (La abraza.) 

Abrázame, mi amor.
Nada iguala las dichas que hoy poseo.
Mi ventura es mayor
que cuanto ambicionaba mi deseo.
ZORA:

 (Con tierna sencillez.) 

Yo, como en el vergel,
soy en este palacio venturosa,
pues aquí, como en él,
logro llamarme tu querida esposa.
LISARDO:

 (Después de abrazarla cariñosamente y reconociendo dudoso el salón.) 

¿Dónde, Zora, estarán,
los tesoros inmensos y riqueza
que fundamento dan
a tanta pompa y sin igual grandeza?
 

(Salen NATALIO, viejo, ricamente vestido con una pértiga de plata en la mano; detrás de él, de dos en dos y en buen orden, armenios, persas, indostanos, árabes, chinos, etíopes, moscovitas, dálmatas y otras figuras fantásticas; que en cofres de oro, en sacos de púrpura, en caprichosas angarillas y palanquines, en grandes bateas, en primorosos pebeteros y en las manos y en los hombros, traen diferentes riquezas que se enumeran en la relación siguiente. Al mismo tiempo salen y se alzan del tablado, en el fondo, elegantes aparadores, donde se vayan colocando con vistoso orden y aparato todos aquellos objetos.)

 
NATALIO:

 (Saludando con gravedad y respeto a LISARDO y a ZORA.) 

Esclarecido Lisardo,
señor a quien reverencian
por su dueño estos contornos,
por su amparo estas aldeas.
Yo, intendente de tu casa
y colector de tus rentas,
te presento el rendimiento
que ofrecen lejanas tierras
a tus plantas en tributo,
pábulo de tu opulencia.

 (Van pasando los Comparsas presentando lo que traen y haciendo profunda reverencia.) 

El monte Ofir, granos de oro;
el mar de Oriente, sus perlas;
sus pedrerías, Golconda;
sus ricos tejidos, Persia;
sus perfumes, el Arabia;
China, matizada seda;
Libia, sus rizadas plumas;
vistosas pieles, Siberia;
marfil, Orisa; Sidonia,
púrpura; cristal, Venecia,
y cuanto el arte produce,
modifica y hermosea.
Todo esto, señor, es tuyo;
feliz disfrútalo, y sean
eternidades los años
que goces tantas riquezas
en los brazos de tu esposa
y en la quietud de esta tierra.
 

(Después que los Comparsas dejan acomodado todo en los aparadores, se forman en ala en el fondo de la escena, y NATALIO, haciendo una profunda reverencia a LISARDO, les hace señal con la pértiga de plata, y vanse de dos en dos; detrás de él, LISARDO recorre atónito los aparadores, como embriagado de tanta riqueza, y se dirige después a ZORA, que habrá conservado su sencilla indiferencia.)

 
LISARDO:
Bella Zora, mi bien, ¡qué alta ventura
es para mí ofrecer hoy a tus plantas
la inmensa suma de riquezas tantas
como debido obsequio a tu hermosura!
Con tal tesoro y con tan linda esposa,
¿qué más puede anhelar el ansia mía?
Más allá no es posible en la alegría
que en mi saciado corazón rebosa.
¿No estás contenta?... Dí.
ZORA:
Siempre a tu lado,
si me quieres, Lisardo, estoy contenta.
Es mi dicha tu amor, ora opulenta,
ora indigente; como plazca al hado.
LISARDO:

 (Abrazando a ZORA.) 

Me enajena el placer, Zora querida.
Más dicha apetecer fuera demencia,
que en tus brazos gozar y en la opulencia
el breve curso de la humana vida.
¡Ah!, venga a contemplar tanta ventura
el mundo todo, y su deidad te aclame.
Venga, y el hombre más feliz me llame
por dueño de tu amor y tu hermosura.
 

(Salen FINEO y CLORINARDO con cuatro Caballeros de los que salieron de cazadores, y todos vestidos de gala.)

 
FINEO:

 (Muy rendido.) 

Ya que estaréis descansados,
¡oh Lisardo, oh linda Zora!,
a obsequiaros y a serviros
nuestra amistad fina torna.
CLORINARDO:
Y a contemplar, si permites,
estas riquezas que adornan
tu magnífico palacio
y tu ventura coronan.

 (Se acercan a los aparadores con los cuatro Caballeros.) 

LISARDO:

 (Obsequioso.) 

Seáis entrambos bien venidos
a ver cuánto es venturosa
mi suerte, y cómo los cielos
hoy de sus dones me colman.
FINEO:

 (Acercándose muy rendido a ZORA.) 

¡Oh, qué bella resplandece
vuestra noble faz, señora,
sol que ilumina las almas
de cuantos miraros gozan!
ZORA:

 (Con sencilla indiferencia.) 

Siempre galante, Fineo,
sois en palabras y en obras.
LISARDO:
Pero hoy la verdad te dice
que eres un prodigio, Zora.
CLORINARDO:

 (Repasando con ávidos ojos las riquezas.) 

Ved, amigos, qué portento
de tesoros se amontona
en estos aparadores.
¡Dichoso quien tanto logra!
 

 (CLORINARDO y los Caballeros hablando entre sí, lo mismo que FINEO y ZORA; aquél, con vehemencia, y ésta, sosegada. Y LISARDO, que se había mostrado muy complacido, queda trastornado oyendo sonar bajo el tablado, como siempre, la VOZ DEL GENIO DEL MAL.) 

VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Es acechada
la belleza.
Es codiciada
la riqueza.
FINEO:
De cuantos ricos tesoros,
de cuantas soberbias joyas
en su espacioso recinto
este alcázar atesora,
es el más resplandeciente,
es la más encantadora
el de la belleza suma
de vuestras divinas formas,
el de la expresiva gracia
de vuestras acciones todas.
Y venturoso Lisardo...
ZORA:
Cesen ya vuestras lisonjas.
Con tener ese tesoro,
con poseer tan rica joya
a los ojos de Lisardo
me tengo por venturosa.

 (Siguen hablando entre sí.) 

CLORINARDO:

 (Siempre recorriendo los aparadores.) 

¡Oh, qué envidiable opulencia!
El alma me tiene absorta.

 (Sigue hablando con los suyos.) 

LISARDO:

 (Desde que oyó la voz corre desatentado, ya a escuchar lo que hablan FINEO y ZORA, ya a espiar a CLORINARDO y a los cuatro Caballeros, y convulso y despechado se para a un lado, y dice aparte.) 

¡Ah! ¡Clorinardo, Fineo!,
con su presencia me ahogan;
de uno, las dulces palabras;
de otro, las miradas torvas;
¡toda el alma me envenenan,
todo el pecho me destrozan.
Codician, sí, mis venturas...
Las acechan... Me las roban...
El corazón me atormentan
tal temor y tal zozobra
siento en mí, tales recelos,
tales ideas se agolpan
en mi acalorada frente,
que en una sima espantosa
de tormentos insufribles
y de infernales congojas
me confundo. ¡Cielos, cielos!,
¿qué dice Fineo a Zora...?
Clorinardo, ¿qué proyectos
dentro de su mente forja?

 (Resuelto.) 

¡Ah!, devórelos la llama
que mi airado pecho brota.
No tengo espada, no tengo
espada... ¡No!... Mas ¿qué importa?
Tengo brazos, y con ellos
y con mi esfuerzo me sobra
para hacer cien mil pedazos
al que intente...

 (Conteniéndose.) 

¿Dó me arroja
mi furor?... ¡Ah!, reprimirme
tal vez me conviene ahora,
que cuando hay que perder mucho
la decisión no es tan pronta.

 (Alto y con voz templada.) 

¡Oh Clorinardo, oh Fineo!
Escuchadme, amigos, ¡hola!
CLORINARDO:

 (Acercándose muy solícito.) 

¿En qué podemos servirte?
FINEO:

 (Acercándose.) 

Dispón de nuestras personas.
LISARDO:

 (Turbado.) 

Aún más descanso quisiera,
que está fatigada Zora.
FINEO:
Al punto nos retiramos;
nuestra imprudencia perdona.
CLORINARDO:
Tornaremos cuando gustes,
porque nos anima sola
el ansia de complacerte.
FINEO:

 (Mirando a ZORA.) 

¡Oh, qué mujer tan hermosa!

 (Vase.) 

CLOTARDO:

 (Mirando a los aparadores.) 

¡Oh, qué envidiable riqueza!

 (Vase con los cuatro Caballeros.) 

LISARDO:
La rabia mi pecho ahoga.
 

(Queda sumergido en honda y sombría meditación, y ZORA, después de observarle con afán, corre a él con la mayor ternura.)

 
ZORA:
Mi Lisardo, mi esposo,
mi único bien..., ¿qué tienes?
¿A abrazarme no vienes?...
¿Se ha entibiado tu amor?
Turbado, cuidadoso
desque riquezas tantas
contemplas a tus plantas,
te miro con dolor.
LISARDO:

 (Agitadísimo.) 

Aparta, que tu voz de una manera
vibra en mi corazón
que no puedo explicar, aunque quisiera,
y me llena de furia y confusión.
ZORA:

 (Afligida.) 

Lisardo, consternada,
¡oh mísera infelice!,
lo que tu labio dice
me ha dejado.¡Ay de mí!
En tu mente agitada,
¿qué feroz pensamiento
reina en este momento
que te ha mudado así?
LISARDO:
Reinan, ¡oh Zora!, en mi confuso pecho
tal zozobra y afán,
que tienen, ¡ay!, mi corazón deshecho,
y mi alma rota envenenando están.
Tu hermosura y tu amor en mi garganta
son áspero cordel,
y en tomo veo, entre riqueza tanta,
de engaños y de sustos un tropel.
ZORA:

 (Con gran ternura.) 

Explícame, Lisardo,
la pena que te oprime.
Lo que en ti pasa dime.
¡Ay!, me muero si no.
Habla, que ansiosa aguardo
de tu amargo delirio,
de tu afán y martirio
ser el consuelo yo.
LISARDO:

 (Abatido, aparte.) 

¡Ay!... Un labio tan puro y delicioso,
¿podrá, ¡cielos!, mentir...?
Acaso... No, imposible. ¡Qué horroroso
entre duda y recelo es el vivir!

 (Alto.) 

¿Qué te decía tan galán Fineo?
¿De qué, dime, te habló?
Sólo el averiguarlo es mi deseo;
dímelo al punto, pues lo exijo yo.
ZORA:
Yo, Lisardo, gustosa
referírtelo quiero:
rendido y lisonjero
elogió mi beldad.
Me dijo que era diosa
de almas y corazones...

 (Turbada al mirar el semblante de LISARDO.) 

Mas ¿pálido te pones
y crece tu ansiedad...?
LISARDO:

 (Furioso.) 

¡Cielos! ¿Y tú gozosa lo escuchaste?
¿Y lo osas repetir...?
¿Qué veneno en mi pecho derramaste?
¿En qué sima infernal me vas a hundir?
ZORA:

 (Con ansiedad.) 

¡Lisardo!... ¿Qué te altera?
¿No eres tú el que querías
de nuestras alegrías testigo el mundo hacer?
Y ahora de esta manera,
porque me elogia el mundo,
en rencor furibundo
miro tu pecho arder.
Y feroz y celoso
de mi fe pura y santa,
con injusticia tanta
te atreves a dudar.
Vuelve en ti, dulce esposo;
injustos son tus celos,
lo juro por los cielos...
Ven..., tórname a abrazar.
Ven, injusto Lisardo,
y a la selva tornemos,
donde tantos extremos
a tu amor merecí.
Pues tiemblo y me acobardo
al mirar tu semblante,
inquieto y delirante,
desde que estoy aquí.
LISARDO:

 (Que durante la relación anterior habrá caído en profundo abatimiento, se arroja en brazos de ZORA.) 

¡Ay de mí! ¡Zora!... Tu divino acento
bálsamo es celestial!
que de mi corazón calma el tormento.
Ven a mi seno, esposa angelical.
¡Ah! Perdona ami amor puro y ardiente,
¡oh divina mujer!,
que en furia se convierte de repente
si teme que tu encanto va a perder.
Sí; estoy seguro de que nadie puede
tu tierno corazón
robarme, porque es bronce que no cede
al golpe de la inicua seducción.
Mas otro susto, aunque menor...
ZORA:

 (Dudosa.) 

¡Lisardo!
LISARDO:
Zora, ¿no viste, dí,
la envidia y ansiedad de Clorinardo
al ver estas riquezas que hay aquí?
ZORA:
¿Las codicia tal vez...?
LISARDO:
Robarlas quiere.
Mas no las robará,
aunque con esos cómplices viniere,
con los que acaso un plan ha urdido ya.
Mas no tengo, entre tanto como tengo,
una espada... Y tal vez...

 (Resuelto.) 

Mas no importa, que en tanto que la obtengo
me sobran mi denuedo y mi altivez.
 

(Recorre inquieto la escena, y ZORA le sigue con la vista. Suena debajo del tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Amparo de la belleza,
defensor de la riqueza
es el poder.
El da al hombre
gloria y nombre,
fama eterna, eterno ser.
 

(LISARDO, que oye esta voz, viene al centro de la escena y queda pensativo.)

 
ZORA:

 (Acercándose a LISARDO.) 

¿Qué nueva inquietud, Lisardo,
noto en tu semblante yo?
¿Qué otro nuevo pensamiento
agita tu corazón?
LISARDO:
Contemplando estaba, Zora,
que cuando el Cielo me dió
de tu beldad el tesoro,
con el inmenso valor
de esas riquezas, dominio
y poder darme debió,
para ser de ti y de aquéllas
el amparo y protección.
Y porque, al cabo, ¿qué sirven
y del mundo en este rincón
un palacio, esas riquezas,
tanta dicha, tanto amor?
Mi ardorosa fantasía
y mi activo corazón
han menester más espacio
y una esfera superior.
Hombres a quienes el Cielo
el temple que tengo yo
les concede, necesitan
dar muestras de su valor:
tener mando y poderío,
y un renombre, que en la voz
de la fama imponga al mundo
respeto y admiración.
ZORA:

 (Asustada.) 

¡Lisardo!...
LISARDO:
Sí, Zora mía.
No puedo ocultarlo, no.
Arde en tan activo fuego
mi gigante corazón,
que es estrecho este recinto
para extender su explosión.
Quiero volar a otro espacio,
y de gloria y nombre en pos
quiero recorrer el mundo;
quiero...
ZORA:

 (Afligida.) 

¡Desdichada yo!
Abandonar, ¡oh Lisardo!,
esta opulenta mansión,
y, el delicioso sosiego
que el Cielo te concedió,
despreciando estas riquezas,
y mis brazos, y mi amor.
¡Insensato!
LISARDO:
Zora mía,
porque crece la pasión
con que te adoro, deseo
gloria y poderío yo.
Ya a mis ojos esas joyas
que adornan tu frente son
vil adorno, aunque tan rico;
quiero dártelo mayor,
del poder y de la gloria
el eterno resplandor,
y el de un nombre esclarecido,
y el de un soberbio blasón.
Quiero que, atónito, el mundo,
al verte, diga a una voz,
amante no, reverente,
con más respeto que amor:
«Esa esposa es de Lisardo,
del que el orbe dominó;
del que igual no reconoce
en cuanto descubre el sol.»
ZORA:
Me estremece tu osadía,
me confunde tu ambición.
La dulce paz de las selvas
tu delirio desdeñó,
y la opulencia tranquila
ya cansa a tu alma feroz.
¡Ay Lisardo!
LISARDO:
Amada esposa,
tu encanto, tu tierno amor
son los que me empujan sólo
a ansiar el verme mayor.

 (Agitado.) 

¡Cielos..., cielos! Concededme
camino por donde yo
consiga poder y gloria...
Presentadme una ocasión
para que conozca el mundo
dónde alcanza mi valor.

 (Fuera de sí.) 

Todas aquellas riquezas,
que ya despreciables son
a mis ojos, trocaría
por mirarme triunfador
en un campo de batalla;
por ver a mi altiva voz
cien legiones obedientes;
por oír en la aclamación
de un pueblo entero mi nombre
llegar al trono del sol.
¿Por qué estas delgadas sedas
templado acero no son?...
¿Por qué estas joyas en armas
no cambia la suerte?... ¡Oh!
ZORA:

 (Muy afligida.) 

Lisardo, Lisardo mío...
¡Ay, qué fuego arde feroz
en tus ojos!... Cuál tu pecho
agitado...

 (Va a abrazarlo.) 

LISARDO:

 (Rechazándola, fuera de sí.) 

Aparta, no...
Peligros, fatigas, todo...
Hasta crímenes...
ZORA:

 (Retrocediendo, asustada.) 

¡Qué horror!
LISARDO:
Logre por cualquier camino
poder y dominio yo.
 

(Quedan en la mayor agitación. Suenan a lo lejos trompas y timbales. Se estremece LISARDO, y queda pasmada ZORA. En seguida se oye rumor de pueblo. Corre LISARDO desatentado de un lado a otro, y suenan voces dentro.)

 
VOCES:

 (Dentro.) 

¡Viva nuestro general!
¡Viva el valiente Lisardo!
OTRAS VOCES:

 (Dentro.) 

Defendiéndonos gallardo
adquiera nombre inmortal.
ZORA:

 (Admirada.) 

¡Lisardo!... ¡Cielos!
LISARDO:

 (Abrazándola, enajenado.) 

Zora..., ¡esposa mía...!
ZORA:
¿Escuchas?
LISARDO:
Ya escuché... ¡Dichoso día!
 

(Entra ARBOLÁN ricamente vestido, con seis Caballeros armados y dos Pajes, que en bateas de plata traen: uno, una coraza y un casco magníficamente empenachado, y otro, un escudo, una espada y un manto, y entran también una tropa de guerreros y otra de pueblo.)

 
GUERREROS:
¡Viva nuestro general!
¡Viva el valiente Lisardo!
PUEBLO:
Defendiéndonos gallardo
adquiera nombre inmortal.
ARBOLÁN:
Lisardo generoso,
de tu valor y esfuerzo noticioso,
nuestro gran rey me envía
para, en su nombre, el mando
darte de sus ejércitos, ansiando
que defiendas su extensa monarquía,
que hoy las falanges bárbaras circundan,
y de sangre y de lágrimas inundan.
Viste la noble malla,
empuña altivo el fulminante acero,
y en reñida batalla
rinde y destroza al enemigo fiero,
que encadenar a nuestra patria intenta,
y que de nuestro rey el nombre afrenta.

 (Empiezan los Pajes a armar a LISARDO.) 

LISARDO:

 (Orgulloso.) 

El mando acepto. Y en mi estrella fío
que pronto la victoria coronará
de gloria el alto aliento de mi noble brío.
ZORA:

 (Afligida, queriendo abrazar a LISARDO.) 

¡Oh Lisardo!... ¡Oh mi bien!
LISARDO:

 (Con desdén.) 

Déjame, ZORA;
de caricias y amor no es tiempo ahora.

 (Al ceñirle la espada, la empuña y dice aparte.) 

¡Cielos!... Tengo una espada,
y la tengo empuñada
con garra de león. ¡Ah! Tiemble el mundo,
pues siento de mi pecho en lo profundo
todo un volcán arder, y de él alzarse
y hasta el cielo lanzarse
alma tan colosal, que una corona
de soles busca en la elevada zona.

 (Ya acabado de armar, dice alto y con energía.) 

Valerosos guerreros,
volemos al combate, a la matanza;
un triunfo en cada lanza
miren temblando los contrarios fieros.
La muerte o la victoria;
o al sepulcro, o al templo de la gloria.

 (Le presentan un escudo, se sube en él y, atravesando por debajo de él dos lanzas, le alzan cuatro Soldados de tierra, y así sale de la escena.) 

ZORA:

 (Arrojándose a su encuentro, desconsolada.) 

¿Dónde, Lisardo, vas?
LISARDO:
Donde me llama
el astro del dominio y de la fama.
 

(Vanse. Cae el telón.)

 



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