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ArribaAbajoCorreo del sentimiento

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La carta postal de sentimiento ahorra los manuales. A la vista queda todo aquello que es necesario para esbozar las mismas frases, la uniformidad de las ternuras, la regularidad de las miradas, la oblicua y pasajera alusión carnal que esbozan las manos como si trazaran las palabras que los ojos dicen y las manos apoyan. No hay necesidad de aclaraciones, el mundo es apenas el espacio cuadrado de la foto dentro de la que se alinean unos cuerpos, unos gestos, unas flores, el terciopelo y los encajes.

A veces una luna, unos jardines, una cuna.

Son de los veintes. Vienen de Turín. La marca de fábrica: Fotocelere de Angelo Campassi.

Llegan a montones, se distribuyen por todas partes, se despliegan a lo largo y lo ancho de las vitrinas. Se compran como se compra el afecto, cariñosamente, con miras a añadirlas como una muestra más de devoción, o como hipérbole de las flores que sobreabundan. Se inscribe en ellas alguna estrofa, por lo menos algún nombre y quizá un tímido «la amo», quizá una petición formal de matrimonio, o valen como apoyo para un regalo de cumpleaños.

Las niñas abren con su sonrisa el camino del corazón. Las novias lo recorren estremecidas. Las parejas caminan juntas para proteger a sus criaturas y los abuelos bendicen la tierna unión. Y todo lo demás es simple, simple variante de lo mismo, el mismo cariño contenido aunque desbordado por los ojos y por los pincelazos de color compacto y primario. El corazón palpita y remeda la languidez sensitiva de los amores correspondidos y las descendencias felices. Y uno que siempre ha creído que el amor no dura...

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Nostalgia porfiriana. Resguardo contra la guerra. Contra las huestes de Eufemio Zapata, los peligros cristeros y el olor a estiércol, el novio de traje perfumado y cabello con gomina. El exterior violento, con sus campañas destructoras y sus anchos panoramas se enfrenta al interior aterciopelado, pequeño, hogareño. Con las manos entrelazadas, los enamorados planean su largo futuro. Un futuro que no permanece anclado a las tarjetas postales que se empiezan a degradar, a emigrar, a recorrer los barrios bajos, a descender como descendiera Santa cuando dejó la casa de la española Elvira. Al final del peregrinaje las encontramos en las tlapalerías y en las mercerías, en las dulcerías y quizá hasta en los estanquillos, esos estanquillos de la colonia Santa María que trueca sus galas porfirianas por las modestias posrevolucionarias. Y luego también las tarjetas se van de la ciudad, emigran, por bandadas, como golondrinas (con la diferencia de que regresan apenas, muy disminuidas), y se ubican, haciendo nido en los mercados de Ciudad del Oro, de Guerrero, de Guadalajara, de Michoacán o de Oaxaca y Chiapas, mas ¿cuántas eran? Millares, pues se desplazan y permanecen, siempre en colección, por toda la República, con su marca de fábrica lejana, distinguida, recordando que sus orígenes fueron señeros y que ahora descienden por las clases y por las provincias, y que ya son de industria nacional. Se reencuentran también en las paredes, junto a los retratos color de sepia de los abuelos, o las fotografías más oscuras y más mal tomadas de las generaciones nuevas, junto a los santos o a las santas, y hasta cerca de los calendarios con «viejas encueradas», como seguramente las veía (de nuevo) Santa, en la recámara de sus dos hermanos, antes de que ella también descendiera por las calles y se hiciera mujer de la vida.

Y entonces la gente las compra escogiendo con delectación una o algunas, y escondiéndolas luego bajo los vidrios de la mesa o del trinchador donde serán violadas por la mancha de leche o por la pata de mosca y algún día rescatadas por el capitalino emocionado ante las muestras perfectas de su propia sensibilidad.




ArribaAbajoNostalgias

Quizá por nostalgia de Romeo y Julieta, la pareja más importante del romanticismo amoroso, todas las cartas postales que intercambiaban, tiernamente perfumadas, los enamorados mexicanos de la década del veinte al treinta, procedían de Italia. Es la década -quizá iniciada en 1918- de la esperanza, luego de la depresión en los Estados Unidos y del fascismo en Italia, y en Alemania. En México se consolida la Revolución.

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Y las caras, siempre pacíficas, siempre castas, eluden con un alado gesto cualquier ánimo de guerra, cualquier idea de violencia: el hogar tiene sus dioses protectores, sus lares, y el ámbito sagrado se asienta en el espacio destinado a contener la fotografía.

La vida exterior asoma apenas en la punta abrillantada del zapato o en la rosa del ojal, en las flores (siempre frescas) que aparecen volando como palomas

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Paloma blanca, blanca paloma,
tus alas quien tuviera,
quien tuviera tus alas

o decorando sin empacho las pequeñas mesas, en torno de las cuales se alinean con parcialidad meliflua las figuras tocadas levemente por las florituras de un mantel que nunca sirve para colocar sobre él los alimentos, sólo para componer los bouquets de flores inmersas en un vaso tan elegante y tan fugaz como ellas mismas. Es curioso: la solidez definitiva del hogar se sustenta en la volátil condición del encaje y en la perecedera solicitud que emana de las flores.



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