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ArribaAbajo La utopía

Henos aquí entonces en el reino de lo pastoril. Los pastores habitan el no-lugar. El tiempo es clemente y eterno. La lucha por la subsistencia innecesaria. Los personajes ocupan una escena definitiva y total pero en el vacío, el que crea la ausencia total de narración. Unos cuantos signos reiterados. Una sucesión limitada de cuerpos en los que varía ligeramente la posición de la cabeza o de las extremidades. Se advierte de inmediato el dedo que señala el lugar que debe ocupar cada uno de los miembros del grupo, el carácter y la tonalidad de la inclinación de un brazo, el gesto benevolente con que se agacha la cabeza, la desenvoltura con que se apunta con el pie. Y sin embargo todos son gestos vacíos que esperan su continuación o que rellenan el estereotipo. Se diría que el objeto juega a la vez con la previsión y la imprevisión del espacio en que está colocado. Y es que también a la vez por su misma perfección estas escenas tan repetidas escamotean el sentido que encierran, dejándonos ante los puntos suspensivos, puntos trazados con la esperanza de descubrir una acción.

¿Y cuál podría ser esa acción o narración?

El ciclo eterno del nacimiento, el casamiento y la muerte. Pero ¡cuidado!, en ninguna de estas fotografías se aloja la muerte. No existe, es una ausencia indefinida como la ausencia de los objetos utilitarios, como la ausencia de los alimentos, y actúa como el contrasentido del excesivo y con todo muy simplificado ornato.




ArribaAbajo ¿Será Valentino?

Las fotografías nos conectan con el cine. Las imágenes calcan un aire evanescente y atractivo que fascina a las multitudes. Las novias contemplan al amado con la misma mirada perpleja y atareada que desplegaban las divas sucesivas que acompañaron a Valentino. El novio es una réplica hogareña del galán italiano. Alisa cuidadosamente su pelo y su traje (antes de posar); también el gesto con que quedará inmortalizada su mano. Su expresión se matiza por el maquillaje encubridor, válido en la medida que resguarda la frágil esencia de flor fresca, ligeramente protectora pero también deformante porque el galán de cine mudo conserva su aspecto pero ha sido trasladado a un ámbito totalmente distinto del que le es habitual, si tomamos en cuenta su carácter de ídolo y por tanto su transformación en mito. Conserva la distinguida perfección de un traje de ceremonias y la consistencia oleaginosa de su peinado, la coloración untuosa de sus labios que lo hacen semejante a un vampiro, imantando en su sonrisa la perversa identidad, amalgamándola a un tipo de erotismo exiliado de la foto.

La figura del ídolo se preserva pero también el carácter recogido y final de la familia. Está la imagen pero no el contexto. Valentino se desmesura, se desorbita, se apasiona. Valentino enamora, muda de traje, monta a caballo, rapta doncellas, es árabe, es látigo, ama con halagos y con violencias. Nada de esto en las cartas postales. Valentino se ha dejado domesticar aunque siga envuelto en su halo característico, el que le otorga la fotografía de estudio, la que lo ha obligado a posar, a adoptar una indumentaria, a esbozar la retórica amorosa.

Y toda retórica consta de figuras. La carta postal diseña algunas inmutables y sus reglas son severas aunque amables, definitivas aunque aéreas. Valentino debe prescindir de su fama, no de su cara. Es la envoltura mas no la conducta. Es el armazón del ídolo, ha sido despojado de su carácter donjuanesco, es ahora la imagen de la fidelidad, de la fidelidad al hogar, el pilar de la casa, su eje, la columna central. Lo vemos inclinado con solicitud hacia su amada, asequible, obsequioso, distinguido, padre modelo. Ejerce con sobrio ademán la jurisdicción de su ámbito familiar, sin violencias, es un mundo saturado de idealidad. El amor cortés sin castillo, el amor cortés dentro del interior pequeñoburgués. La novela pastoril sin novela y sin Trianón.

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ArribaAbajoLos ciclos de la vida

Pienso en las imágenes fijas: van configurando los rushes de una película; sin embargo, las figuras que avanzan y que debieran ejecutar los movimientos sucesivos que exige el ritmo del cine no van a ninguna parte porque la narración se pasma, queda entorpecida en la persistencia de un esbozo de acción que dibuja el proceso continuo de la vida, detenido en la alegoría: las máximas expresiones de la vitalidad o los momentos cruciales se retratan como sin sentido o finalidad. Son gestos, o mejor, poses, o tal vez imágenes definitivas de un acontecer vital, sin futuro ni pasado.

¿Es primero la boda? ¿O es la cuna lo primero?

Eso depende de quien compre la tarjeta. Pero en las series de fotos los recién casados dejan paso a grupos de familia sin planificación: la pareja engendra hijos en múltiplos de dos: son dos, cuatro o seis hijos que se alinean alrededor de sus progenitores. A veces también aparecen niños solos, algunas tríadas o parejas de niños: dos hermanitas y sobre todo un hermanito y una hermanita, llenas de caireles blondos y de encajes las niñas, con traje marinero los niños; de repente, quebrando la sucesión, un niño rubio con aire precursor de rebelde sin causa, apunta hacia adelante cargando una vaga reminiscencia a lo Humphrey Bogart, o hasta a James Dean.

No importa: cada personaje está ya hecho, sin ninguna imperfección, es el retrato acabado de una etapa vital, imperecedera, homogénea, sin deterioros.

La narración sigue estancada: el nacimiento (siempre representado por una cuna en la que se aloja un niño que ya es formal, es decir alrededor de los 10 meses o un año); la niñez (niños entre dos y diez años); la edad productiva (los novios, la familia); la vejez (la familia con los abuelos). Son momentos dignos pero desprovistos de heroicidad. Nada que ver con esos momentos borgianos en los que un personaje encuentra su destino (y su sentido), justificando todo lo que ha vivido por ese único instante capital.

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No, estos momentos son definitivos, genésicos, pero carecen de densidad. La épica revolucionaria no tiene cabida en esta óptica.




ArribaAbajoEl orden artificial

La foto documental recoge un aspecto de la realidad. Lo aísla y lo detiene en su supuesta objetividad. Está al servicio sin embargo de una intención de denuncia que puede ostentarse o esconderse. Con todo, si se contempla la foto aislada la historia desaparece, se deshace en el contexto pretendidamente inocente de la objetividad. La serialidad presente en las cartas postales exhibidas en las tiendas y en los mercados intenta nombrar una irrealidad, una fantasía, dibujar un orden artificial. Son fundamentalmente teatrales y representan un género de dramatización cercana al melodrama, pero sin llegar nunca a delinearlo porque carecen de argumento. Los personajes están vestidos para actuar y en ese acto mismo, en el de cubrirse de un vestido y adoptar una mirada y una posición en el retrato, se concentra todo el esfuerzo, la obstinación absoluta que produce el cliché de la felicidad (y el de la facilidad). Se han elegido situaciones concretadas en momentos espesos como un bloque pero desprovistos de antecedentes y de perspectivas. Se ha preparado el escenario, se ha definido la utilería, se colocan dentro de la escena los personajes pero su inmovilidad total deshace cualquier intento de narración. En cambio, tenemos esbozada una pura virtualidad.

Tenemos ante nosotros, cristalizada, la imagen misma de la retórica pura. No hay digresiones, ni argumentación directa; hay la figura expuesta ante nosotros. La exposición de los hechos, preámbulo esencial de toda teatralidad occidental, se estanca en la inmovilidad de las figuras; tal parece que asistimos a la representación exacta de lo que para los antiguos era el orden artificial del discurso: «El orden es artificial si se parte, no del comienzo de lo que pasó, sino del medio». «El orden artificial corta la sucesión natural de los hechos» porque trata de obtener «unidades móviles, reversibles». De esta manera se destruye «la naturaleza» mítica del tiempo lineal.

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La fotografía se queda simplemente en la descripción de estados, procede brutalmente a aniquilar la fábula. Los personajes vueltos objetos la bloquean, se la tragan y nos enfrentan a una posición, la que ocupan los objetos en el espacio del que podría derivarse la narración. Los datos de la historia (que no existe) se confunden con los objetos de la habitación dentro de la que se incluyen también las personas convertidas en expositoras de un acto detenido: este acto forma parte de una serialidad genésica concebida sólo como acto, como momento puro aislado de su acontecer, degradando la anécdota y entregándonos situaciones detenidas, elementos necesarios para la codificación. La vida se clasifica y se desarrolla pasando por etapas. Cada etapa forma por sí misma una figura. Figura para contemplar y figura para armar y declinar.




ArribaAbajo El sueño dorado

La vista acaricia. Fotografía a colores, colocados con delicadeza sobre el blanco y el negro. Los tonos son primarios: para el vestido de las niñas, el verde bandera, el turquesa, el rosa (naturalmente), el azul pálido, el encaje blanco. Las mujeres casadas suelen llevar un vestido turquesa, vino oscuro, verde, rojo; los cuellos son de piqué, casi de colegiala; la coquetería extrema es colocar con paciencia las pinceladas sobre los pequeños espacios que han de colorearse a mano, con la misma paciencia infinita con que se coloreaban los soldaditos de plomo o los marineros de los barcos-modelo para armar. La minuciosidad y la ternura desplegadas, máxime cuando se trata de las flores o de los manteles; también de los tapizados florales (el pleonasmo) que cubren las paredes. Porque es necesario que todo se cubra, los cuerpos y las sillas, las paredes y los pisos y las mesas. Es un hogar sólido para la mirada, abrillantado y pulido, «distinguido». El público popular al comprar las tarjetas admira de cerca sus delicias, las absorbe, las paladea como si pusiera la lengua sobre un barquillo con helado de chocolate.

El sedimento de lo pulido nos deja entrever una fuga varias veces mencionada en estas páginas: una fuga hacia lo artificial, un alejamiento de lo real, una intención de enmascarar la vida cotidiana, de sacarla de la órbita de la fotografía; es decir, de tachar con violencia el carácter documental que suele ofrecer este arte. No hay documental pues nada se documenta. La melancolía pegajosa que producen esas postales cuando se miran, el encanto indefinido que proviene de los rostros (y su vaga semejanza con rostros encantados como el de las grandes divas), el sentimentalismo efusivo que derraman es un canto exaltado a la mediocridad. Pero también el ideal de un estatus. ¿Cómo llegar a él? Adquiriéndolo y utilizándolo como fetiche, garantía de felicidad y plenitud.

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