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ArribaAbajoEl itinerario de las cartas

Las cartas postales solían venderse, hacia los años veinte, en calles a la moda. Representaban el colmo de lo chic, lo limítrofe del sentimiento, la delicadeza del amor, los encantos apacibles de la familia recientemente reconstituida, después de los grandes embates revolucionarios. También representaban un asilo, una protección contra algunas violencias exteriores, por ejemplo, la guerra de los cristeros, las iglesias cerradas, los ahorcados colgando de los árboles. Esas fotos sí podían ser documentales: reflejaban el horror absolutamente exiliado de la casa.

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Más tarde, las tarjetas se desplazan: empiezan a venderse en las tlapalerías de la colonia Obrera. Los mostradores las exhiben, perfectamente desplegadas, y cada cliente elige la que más conviene a su deseo. Ahora, se han ido de viaje y de repente, ya lo dije, las encontramos haciendo el ruedo por los mercados de Querétaro y de Oaxaca. Quizá se encuentren en Juchitán, entre los huipiles tehuanos y los aretes de oro (bajo) de filigrana.

Los turistas, en cambio, retratan a las tehuanas. Las exhiben en el momento impreciso de la instantaneidad. En el mercado se compran los productos de la pose, de la languidez estudiada y del traje con retoques.

¿Qué revelan los enfoques? ¿Cómo registrar los cursos del deseo? ¿Qué hay de común entre un indio de Oaxaca y una familia italiana de la clase media?




Arriba Entre la blancura y el bronce

La pequeña burguesía (y hasta la no tan pequeña) que compraba las postales adquiría un símbolo de su valor, rentabilizado específicamente en términos de igualdad o por lo menos de semejanza. Ser semejante en tipo físico, en distinción, a los europeos, y poseer el máximo de los bienes: la felicidad del hogar. Ser semejante a los europeos retratados en las cartas postales permite reiterar la propia imagen en el espejo de la propia casa, permite resguardar la intimidad y la inviolabilidad del hogar. Las clases populares asumen de otra forma las imágenes: en lugar de rechazar la otredad como la rechaza la pequeña burguesía (esa pequeña burguesía ya existente en tiempo de Tomás de Cuéllar y que para sentirse semejante tenía que cubrirse la cara con polvos de yeso), se finca en la desemejanza. Del esfuerzo por identificarse al esfuerzo por ubicarse.

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Las clases populares de la ciudad de México, esas clases que vivían pleonásticamente en la colonia Obrera, compran las postales por desidentificación, por necesidad de contemplar y consumir un ideal de belleza y estabilidad que funciona en sentido inverso al de la identificación: asimilar como propia a la Virgen Morena no erradica la imagen de la Inmaculada Concepción o de la Virgen del Rosario. Es más, estas últimas representan el tipo de belleza que se ha internalizado por «su superioridad racial». La blancura de la tez se adapta a un juego de mecanismos manejados como paradoja: el pueblo acepta con mayor naturalidad él kitsch, al cual pretenden oponerse las fotos documentales, supuestamente reflejos de lo real. El turista o el fotógrafo que retrata escenas cotidianas y que pretende haber captado «la realidad» se enfrenta al consumidor de mercado que ha comprado la postal en donde se refleja un mundo puramente óptico, suspendido en el vacío.

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