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«El día más blanco» o el país de la memoria de Raúl Zurita1

Marie Louise Fischer2





Una de las maneras en que se intenta elaborar críticamente el pasado reciente en Chile consiste en imaginarlo a través de la palabra literaria. Como se sabe, la comprensión del período de la dictadura durante la transición democrática ha sido y continúa siendo sitio de polémicas y contiendas, con versiones encontradas, denegaciones, insolubles atascos. Un quiebre histórico de la magnitud del vivido con el golpe y durante el gobierno militar no puede más que suscitar dificultades a la hora de reconocer e interpretar la violencia de esa historia y hacerse cargo de su significación última. Como enseña la larga y fructífera discusión histórica y teórica sobre la superación e indagación del pasado que se lleva a cabo en el caso de la Alemania de posguerra, acaso sea más productivo apuntar a una progresiva acumulación, evitando la pretensión de buscar superar última y definitivamente el pasado. Cuando de forma apresurada así se pretende, el resultado es discursos conciliatorios, repartos 'balanceados' de culpas y responsabilidades y llamados más o menos vacíos a una olvidadiza reconciliación nacional3.

Por su parte, el peligro mayor que enfrentan los textos dedicados a la tarea de indagar y reconstruir este momento de la historia nacional es reiterar certezas ya establecidas a través del instrumental de las ciencias sociales o el análisis histórico o político. Eso equivale a afirmar que para cumplir su objetivo, como toda buena literatura, los textos de la memoria de la dictadura y la postdictadura deben crear un saber que sea inédito y específico a la palabra y, desde ahí, agregar algo nuevo a la discusión. En El día más blanco de Raúl Zurita la especificidad de la elaboración literaria ofrece, a mi entender, una idea de país y una posibilidad de discernimiento histórico hasta ahora frustrado. Estas son algunas de las preocupaciones generales que resuenan en mi lectura de un libro que plantea en el contexto chileno una manera singular de elaborar la encrucijada entre subjetividad, memoria personal y memoria histórica.

El volumen parece representar un caso simétrico al de José Donoso, que titula su libro de 1981, como disculpándose, Poemas de un novelista. El día más blanco4 es 'la novela de un poeta' y como novela se la identifica de manera inequívoca en la nota anónima de presentación de la edición de Alfaguara. Según se asegura en la solapa, El día más blanco es la «primera novela» de Raúl Zurita, si bien el más despreocupado de los lectores puede constatar de inmediato la identidad entre autor y narrador, la cual funda lo que Philipphe Lejeune denomina «el pacto autobiográfico» (1989: 119-137). Tal como en la autobiografía, el nombre propio de quien dice «yo» en el texto es «Raúl Zurita Canessa», el mismo de quien sustenta los derechos de autor del volumen que el lector tiene en sus manos. Es más, muchos de los datos biográficos del ciudadano Zurita y las vicisitudes de la personalidad del poeta son fácilmente reconocibles a través del relato, incluyendo fechas, lugares de estudio, lecturas, poemas, nombramientos, etc. Pero ya Beckett, Borges, Christa Wolf o Felisberto Hernández nos han enseñado que las más o menos enmascaradas autobiografías o memorias, esas «formas de la autoescritura» como prefiere llamarlas James Olney, son ante todo formas de la narrativa y, como tales, en ocasiones no es posible distinguirlas del cajón de sastre que es la novela5.

En este caso particular, me parece que preguntarse por el género literario al cual se adscribe El día más blanco no constituye una pregunta retórica para la cual la literatura moderna ha encontrado respuesta hace ya muchas páginas, ni tampoco una obsesión académica pasada de moda. Por el contrario, representa una clave importante para la comprensión de un texto en el que, desde su misma solapa, se enarbola la máscara de la novela, para ponerla en duda desde los epígrafes que lo enmarcan y en cuyo relato, en su mayor parte, se oscila entre dejar la máscara de lado o embozarse de inmediato, mientras se ejecutan los intrincados actos de la memoria que constituyen su preocupación central. El ejercicio de la memoria, la actividad generadora de la escritura del libro, está enmarcado por el carácter imaginario del género de la novela. De esta manera, se subraya la opacidad de los actos de invención que la memoria promueve mientras, al mismo tiempo, se despliegan escenas prolijamente visuales, imágenes transparentes que por su definición y tersura parecerían instalarse frente a los ojos del lector y desmentir la opacidad de esos mismos actos de rememoración. Me interesa entender por un lado el porqué del embozamiento o rodeo por el género de la novela en un texto que podría describirse sin mayor riesgo como 'el libro de memorias de Zurita' y por otro su vinculación, si existe, con las dificultades de confrontar la memoria histórica en el Chile de la transición democrática.

Patricia Espinoza plantea que enmascarar el género literario tiene que ver con ocultar un gesto de engrandecimiento del autor que actúa en el espacio cultural chileno, algo así como una pirueta de falsa modestia. Según este punto de vista, Zurita estaría abocado a «la tarea de irse construyendo una historia personal que esté a la altura de la fama del último gran poeta (o primero de los nuevos tiempos)» (Espinoza 1999)6, aludiendo no sólo a su consagración como poeta, sino también a su adhesión y participación en los gobiernos democráticos después de la dictadura militar7. Espinoza se hace eco de lo expresado por Carlos Pérez Villalobos en la reseña que éste le dedica a La vida nueva (1994), el vasto tomo con que culmina el tríptico del autor, compuesto también por Purgatorio (1979) y Anteparaíso (1982). Según Pérez Villalobos, Zurita, que aparecía como «un poeta que innova en el lenguaje y en los conceptos tradicionales de libro y escritura» en los dos primeros volúmenes del tríptico, se ha transfigurado en uno «que posa de visionario» en el tercero (1995: 59). El reseñador opina, con un dejo irónico, que la transformación sería «un efecto especial» congruente con la «industria cultural de la familia chilena» (sic) promovida por los gobiernos de la transición, la que, en último término, es servicial a las «autocomplacencias y olvidos» que caracterizarían al periodo (59)8. Espinoza lee El día más blanco a partir de la crítica reiterada de visibilidad pública que se le ha hecho a Zurita-personaje, cargándolo de las falencias de la transición democrática chilena y, en particular, de las de una política que al promover consensos, desincentiva la exploración del pasado y la memoria porque se asocian con conflictividad. Veremos que nada se aleja más de lo que promueve el texto que me ocupa. Interpretar desde esta posición crítica el problema de su adscripción genérica menoscaba e impide entender su significación9. Mi acercamiento no pretende aislar de un contexto de disputas político-culturales a Zurita sino, por el contrario, hacerle justicia a un libro cuya textualidad, si es leída con atención a las reglas internas que propone, participa de una manera no obvia ni fácil en el debate acerca de las dificultades de la memoria durante la transición democrática. Propongo que al describir el efecto de oscilación entre novela y autobiografía se puede entender cómo en El día más blanco se conjugan de manera inédita, subjetividad, memoria e historia nacional.

«Ceci n'est pas une pipe» es uno de dos epígrafes que enmarcan el texto. La frase es, por supuesto, una cita del conocido lema de René Magritte en la pintura del mismo título, en la que aparece pintada una sencilla pipa que parece recortada de un libro de cromos infantil. En la parte inferior de la tela encontramos una leyenda de caligrafía escolar que contradice lo que a primera vista resulta evidente, es decir, que lo que vemos dibujado sea efectivamente lo representado, de ahí la frase «esto no es una pipa». En la tela de Magritte se pone en tensión la relación entre lenguaje y representación visual y, por extensión, entre las palabras y las cosas. Su función como epígrafe en El día más blanco sería señalar con un guiño esa tensión, que podría parafrasearse diciendo que este libro no es la representación inocente de una vida aunque, tal como el simple cuadro de la pipa, lo parezca. Pero, como señala Michael Foucault, lo que Magritte propone es bastante más complejo. Si no omitimos el hecho de que leyenda y dibujo no son componentes diferenciados e independientes sino que, por el contrario, conviven en el soporte común de la tela, la pintura de 1926 puede leerse, por lo menos, de las siguientes maneras: este, el diseño del dibujo, no se encuentra ligado sustancialmente a la palabra que lo designa negándolo; esta, la frase escrita, no es equiparable al objeto cuyo diseño vemos arriba; o este, el conjunto compuesto por una frase y un objeto gráfico, es incompatible con el elemento mixto que brota tanto del discurso como de la imagen, que es otra manera de decir que es incompatible consigo mismo (Foucault 1973: 30-32). En El día más blanco se contrapone, como en la pintura de Magritte, el diseño verbal de una vida con su designación como novela, con la que no se corresponde en sustancia; la frase «ésta no es una novela» señalaría el objeto que el lector reconoce problemáticamente como otra y la misma cosa; el objeto mixto parecería no ser compatible consigo mismo. Así, la adscripción genérica conflictiva propone una advertencia básica al lector, exigiéndole una lectura que se mantenga alerta tanto a los efectos del lenguaje visual como a los problemas de la representación y la referencia. Pero el punto del argumento de Foucault que me interesa más, porque pienso que describe bien el desacomodo básico del libro de Zurita, es el siguiente: «La petite bande mince, incolore et neutre qui, dans le dessin de Magritte sépare le texte et la figure, il faut y voir un creux, une région incertaine et brumeuse qui sépare maintenant la pipe flottant dans son ciel d'image, et le piétinement terrestre des mots défilant sur leur ligne successive» (Foucault 1973: 34)10.

El hueco o la grieta de Magritte (o de Foucault) es, propongo, lo que se ocupa en El día más blanco, por esa región incierta se desplaza el libro. La pertinencia y productividad analítica del concepto en relación al texto que estudio puede entenderse de diversos modos. Decía que estamos frente a un texto estricta y cuidadosamente enmarcado. A continuación del lema que he elegido desplegar como herramienta interpretativa, encontramos otro epígrafe más extenso y enigmático en el que el narrador imagina la escena definitiva de la muerte, diciendo: «Muero feliz porque muero en la belleza. Uno habrá que nos recuerde el nacimiento: un río, el mar, la oscuridad de otras calles donde algo, tal vez algo semejante a nosotros, se levanta del sueño y camina» (9). Oscilando entre el yo y el nosotros, quien habla imagina el fin y una especie de permanencia que se describe ya sea como un viaje a la semilla, un resucitar, o la continuación del sueño que es la vida. Se propone una imagen compleja de permanencia, que es la que se construye en el libro al ahondar en la memoria personal marcada por la historia. Tal como lo exigen las convenciones del discurso memorialístico que debe componerse al final de una vida, en el epígrafe se ofrece la inminencia del fin, pero este se presenta de un modo figurado en una escena fuertemente ficcionalizada. En el epígrafe se anuncian, además, el tipo de desdoblamientos del yo que son característicos del libro. El yo se refleja en «uno» que es «alguien» y al mismo tiempo «algo». Del mismo modo, en los breves capítulos introductorio y final, que se distinguen del total por estar narrados en tercera persona y ser los únicos titulados, se imagina escenas paralelas de muerte y renacimiento en el desierto, ese espacio privilegiado por la imaginación de Zurita11.

En el capítulo introductorio, titulado «Como un río de piedras», se presenta la visión de un hombre extendido boca arriba en la sequedad de un salar en un atemporal «resplandor sin memoria» (11), a quien se le vienen encima, como en un sueño, el paisaje imponente que lo rodea y las caras de los que quiso algún día. La conjunción entre la soledad del desierto y la del hombre se visualiza como dos bloques que «se estrellaban [...] dejando apenas un mínimo resquicio entre ellos, una línea casi inexistente de aire para la existencia de los otros» (13). A continuación se anota la declaración que marca el desdoblamiento del yo: «El que escribe conoció a esos otros». Sabemos que el discurso autobiográfico requiere de alguna instancia de conversión (Olney 1998: 272); en El día más blanco esta corresponde a las escenas del desierto en las cuales un yo desdoblado habla, e imagina hacerlo desde la escena ficticia del fin de una vida. Es desde allí donde elige rememorar quien escribe: en esa línea o grieta que reúne algo, el paisaje, con alguien, esos otros. Desde este horizonte de enmarcación narrativa, desde la iluminación o la visión que ha conquistado un individuo que es también el 'yo textual' multiplicado, surgen recuerdos concretos y fechados, con los nombres y apellidos de esos otros.

En los trece capítulos numerados que conforman el cuerpo del libro -y hasta aquí he analizado únicamente las claves que proveen sus formas de enmarcación- el narrador escribe en su casa en la región cordillerana del Cajón del Maipo con la presencia tutelar del cerro Purgatorio frente a la ventana, y recuerda aquello que se nombra como pasado. Mientras la enmarcación que discutía más arriba ha situado el accionar de la memoria en un espacio atemporal y definitivo de conversión, los capítulos que componen el cuerpo del relato están marcados a intervalos regulares por el gesto del narrador que en el presente de la escritura levanta los ojos y ve el Purgatorio. Aparte de las asociaciones con la obra del autor que provoca este nombre propio, en el gesto se despliega otro avatar de la grieta que entiendo como un principio ordenador del texto: a la vez que se establece la contigüidad entre presente y pasado a través de un ademán corporal, cuando el narrador levanta los ojos para ver el cerro y ver los recuerdos y purgarlos, paradójicamente está tratando también de sustraerse a la actividad de la escritura que no logra acceder a la masa densa de la memoria. De este modo se muestra, a mi entender, al narrador confrontando esa región incierta que se ubica entre las palabras que avanzan en su caminata y las imágenes visuales que brotan en su propio paraíso, el de la memoria.

¿Qué formas adquiere la memoria en el texto? Sería falsear la complejidad temporal del libro afirmar que hay un hilo cronológico desde el primer recuerdo a los cuatro años de edad hasta 1987, un año después de ocurrida la muerte de la abuela Veli o Josefina, ese otro personaje tutelar del narrador. Es más ajustado decir que se procura mantener un orden cronológico, pero que hechos y personas se presentan ligados en cadenas asociativas que violan los límites temporales y que resultan fundamentales tanto para la acción de recordar esos hechos y personas, como para construirles o descubrirles un sentido. El río de las palabras que es el relato avanza a empellones hasta desembocar en el presente, aunque el río de las palabras se figura simultáneamente como «río de piedras», en el que cada una de ellas tiene peso y masa específicos, así como la capacidad de sumergirse, encallar, amontonarse, golpear o rozarse. La metáfora del río de las palabras/piedras es recurrente e indica, otra vez, una grieta12: la del fluir de la memoria, pero también la de sus atascos, densos hoyos de sentido que explican, según leyes que no son las de la causalidad, el futuro desde el pasado y el pasado desde el futuro.

Quisiera explorar sólo una de las cadenas de palabras o sentidos que se elaboran a lo largo del texto, y que persigue una forma de reconciliación y ajuste de cuentas con el pasado de la dictadura. Hay que advertir que resulta muy difícil aislar una de ellas de las redes de relaciones en que se ubica. Si el lector de El día más blanco tiene la sensación de haber recorrido los quiebres que marcaron la subjetividad de quien narra -la presencia del padre muerto en una fotografía, la vida familiar como conflicto, el sentimiento íntimo que provoca la exclusión social, el patio del liceo y el despertar sexual como formas de violencia- estos quiebres se enhebran por efecto de la memoria involuntaria a otras imágenes y/o palabras que al momento de operar crean significaciones que se parecen mucho a un acto explicativo, o a una forma de posesión individual de hechos que se han vivido y que se reviven como traumas. Los hechos, sin embargo, aparecen situados en una ciudad de Santiago construida por la memoria y, además, signada por la historia, estableciéndose así una relación de contraste con los capítulos inicial y final que presentaban escenas atemporales en espacios metaforizados. Se busca una forma de explicación intensamente personal, incluso íntima, pero que no le da vuelta la espalda a los nexos concretos que mantiene con la historia. Por ejemplo, la ciudad se visualiza dividida en barrios con rígidas fronteras sociales; hay asimismo referencias a los períodos presidenciales que se extienden desde el segundo gobierno de Carlos Ibáñez en los años cincuenta, hasta el presente. La expansión de la subjetividad que se pone en práctica en el libro se liga, pues, a contextos localizados y localizables.

La cadena de sentidos que quiero analizar está compuesta de las siguientes escenas: en una, el narrador y su hermana salen con la abuela de la casa familiar a comprar combustible; el frío del invierno arrecia y el aliento del narrador se confunde con la bruma que lo envuelve. Las calles están oscuras y la abuela autoritaria se empeña en que los niños repitan de memoria, por temor a que se pierdan, «General del Canto 97», la dirección en donde viven. El sentido de amenaza que colma el episodio proviene no sólo del hecho de que se aventuran hacia una ciudad «que los desborda» (29), sino de que las avenidas se están vaciando y la gente camina rápido intentando volver a sus casas. Hay una manifestación estudiantil por el alza del transporte público13; hay toque de queda (noción que el niño todavía no entiende); se ven camiones militares por las calles. La escena está ligada a dos infiernos particulares, el de la pelea familiar entre madre y abuela que los hermanos acaban de presenciar, y el de Dante, acerca del cual la abuela genovesa le ha estado contado al narrador. A esta escena se vuelve hacia el final del libro a través del relato de un sueño, cuya arqueología se reconstruye con cuidado. En el sueño o pesadilla se ve a un hombre boca abajo en una cama. Está siendo golpeado una y otra vez en la mejilla por alguien que le aprisiona la espalda con las rodillas. La mirada del hombre -o del narrador en el presente de la escritura, es difícil decidirlo-, se dirige hacia un exterior iluminado donde se ve o se imagina un árbol y pétalos de flores que cubren una vereda reconocible y familiar. La imagen retrotrae a su vez a una pelea de la infancia, primer ejemplo de violencia que enseña la lección terrible de «la irrupción de una crueldad fija e inmutable, anidada en el fondo de las cosas» (144). El narrador ve a un amigo de la niñez peleando, mordiéndole la mejilla al contrincante, y piensa en la cicatriz que quedará estampada en esa mejilla como una costra o grieta en la piel y en la tierra (145)14. También allí hay pétalos, brotes de flores que contrastan con la escena de crueldad infantil; en el camino de vuelta a casa, el niño vuelve a percibir o recuerda el aliento lloroso de su amigo en la mejilla. En la próxima escena, la mejilla del narrador está con la de muchos otros en el patio de ripio de un regimiento militar en el puerto de Valparaíso en septiembre de 1973; las botas de los soldados recorren sus espaldas y cráneos. Hay una visión en la que se observa desde lo alto el patio donde se congrega a los prisioneros. El lugar se visualiza al extremo de un cono invertido, tal como Dante representaba el infierno ce acuerdo al relato de la abuela Josefina. Como en el sueño, hay pétalos y brotes en los árboles. Como en el Santiago de la infancia, hay bruma y una hilera de camiones militares que se alejan. La niebla marina del 73 en la memoria es la bruma invernal de la niñez y, también, el aliento del amigo de infancia respirando sobre su mejilla después de pelear. Desde el patio militar, el narrador ve de nuevo, como en una fotografía demasiado expuesta, su aliento de niño y recuerda haber pensado entonces que «el vapor que me salía de la boca era mi alma» (148). La experiencia de la represión política sufrida, el golpe militar y la escena misma del Once es para el narrador, así como para muchos chilenos, un momento clave15. En el instante en que desde el patio de regimiento el narrador se mira a sí mismo de nuevo en la antigua noche infantil, la escena del pasado observada desde el presente alcanza un aspecto de completa irrealidad, hasta el punto de afirmar «tengo la certeza de que el pasado fue un invento y que recién ahora he nacido. Sigo creyéndolo hasta que vuelvo a contemplar la blancura de mi aliento [...] y me doy cuenta que es irónica esa indoblegable reciedumbre con que sobrevive lo frágil, lo débil» (149).

En la cadena asociativa que he desplegado hasta aquí con mayor o menor detalle, el pasado pierde realidad por efecto del trauma del presente pero al mismo tiempo, y acaso como una estrategia defensiva, el dolor histórico puede ser reelaborado desde la memoria más íntima y el ángulo más subjetivo, como una instancia de supervivencia. Encontramos en este nudo de escenas y en sus quiebres los atisbos de una historia nacional desde la perspectiva de la memoria, la que podría imaginarse o reconstruirse con el supuesto de que la memoria subjetiva es análoga a la memoria histórica o, que al menos, se hace señales de reconocimiento con ella. La extraña y muy tenue forma de reconciliación con el pasado que se propone tiene lugar porque se ocupa esa región nebulosa e inestable en que conviven la palabra y las imágenes visuales hechas de palabra. «Reconciliación», en el sentido de El día más blanco, se despoja de la carga crística y sacrificial con la que por lo común se la asocia (y que favorece a los perpetradores) y se transforma en una manera de volcar, como lo hace la memoria misma en su accionar, un evento rememorado hacia el pasado y hacia el futuro para que sirva de clave múltiple de exploración y entendimiento del presente. «¿Sobrevive alguna cosa o sólo es real el río inacabable, el río de las palabras que he robado?» (150), se pregunta el narrador. La respuesta está en un concepto de memoria que no nos devuelve la pluralidad de personas que hemos sido, pero que abre ventanas para que veamos no tanto a la intocable realidad como a sus posibles imágenes (Paz 1987: 599-600).

Según nos recuerda Walter Benjamin, «todas las grandes obras literarias encuentran o disuelven un género» (1969: 201). Entre la novela y la autobiografía, entre la imaginación y la memoria más dolorosa, en El día más blanco de Raúl Zurita se construye un país que surge de una particularísima imaginación visual de la historia y a partir de las elaboraciones creativas de la memoria; un país que podría ser diferente si se lo cuenta o se lo visualiza de otro modo, desde la perspectiva creadora que proveen las palabras imaginadas de nuevo, recordadas de nuevo.






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