Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El día que marché por la paz en Londres

Carlos Franz





Marcho por la paz. O al menos, eso creo. Las columnas convergen desde el norte y el sur de Londres en Hyde Park, ante un escenario monumental. Entramos al parque gris, pisoteamos el pasto húmedo, la tierra británica que jamás se seca. Hace mucho frío. Casi alcanza para sentirse heroico -un heroísmo primer mundista, con botas bien forradas y pantallas gigantes-. Se anuncia al próximo orador: ¡Allah ak bar!, proclama el líder árabe de uno de los movimientos patrocinantes, y nos informa que el canal de televisión Sky, ha aumentado nuestro número: ya somos un millón y medio. ¿Gracias a Allah o a Sky? Ahora sube el reverendo Jesse Jackson. También menciona a Dios -Jiiiizzus, pronuncia, y suena a jazz-. Todavía faltan como unos 20 oradores durante el resto de la tarde. Siento un escalofrío. No sé si atribuirlo a una gripe incipiente o a la sospecha de que pueda venir más de esta oratoria sagrada.

En mi distracción, recuerdo que estamos a pasos de esa esquina de Hyde Park donde, desde hace unos 200 años, cualquiera con una verdad puede subirse a un cajón de manzanas y proclamarla. Marx y Engels lo hicieron y de algo les sirvió. Todos los domingos se encuentran socialistas revolucionarios, fanáticos del mercado, fundamentalistas musulmanes, algún campeón de la Gran Israel, mesiánicos tremebundos. En fin, excéntricos surtidos para los aburridos del centro contemporáneo. Mi favorito es Norman, el librepensador. Norman debe tener unos 75 años. Es corpulento y cegatón. Se sube a su escalerita de mano trabajosamente. Y desde allí, con un vozarrón de trueno, refuta a los demás oradores: están todos equivocados, proclama, porque pretenden que cada una de sus ideas sea la única verdadera. «Toda idea que aspira a verdad universal es religiosa y por tanto peligrosa», dice Norman. Y luego, en el delirio del nihilismo libertario: «La verdad es un error. Mi verdad también es un error. Pero yo lo sé, y por eso soy menos peligroso que estos otros».

Un tremendo ¡Allah ak bar! me llama al orden. Más oradores pasan por el escenario gigante clamando por la paz, a voz en cuello. De hecho, pidiendo varios cuellos: el de Bush, el de Sharon, el de Blair. Para el foral está anunciada una cantante, una tal Miss Dynamite. Muy apropiado para este pacifismo explosivo, pienso. Y lo admito: a otros, las muchedumbres los disuelven, a mí me ponen en guardia. Recuerdo a Elías Canetti, su intuición de que las masas tienden, atávicamente, a la exageración y no a la moderación. En ausencia de líderes que la moderen, la multitud seguirá líderes que la exageren, que la devuelvan a la condición primordial de la tribu: la idolatría. Quien lo dude que revise su Biblia: Moisés Blair subió unos días a la montaña -a hablar con el arbusto, el Bush, encendido- y al bajar encontró a su gente adorando ídolos (en Hyde Park).

¡Que patético espectáculo el de los liderazgos contemporáneos! Llamar a esta reyerta de ambiciones, un «choque de civilizaciones», sería ennoblecer los propósitos del carnicero que en Bagdad usurpa el trono de Harún Er Rashid (Aarón el justo, el de las 1001 noches); y los objetivos oleaginosos del vaquero que en Washington D. C. mancilla el sueño de Whitman («...these broad, majestic days of peace...»). Occidente regido por un vaquero, Oriente secuestrado por un carnicero. El «conservadurismo compasivo» guiado por un iletrado agresivo; la izquierda liberal y civilizada, la de Blair, descarrilada de la tercera vía por un maquinista con los humos en la cabeza. Y las excepciones que confirman la regla: el cinismo galo de Chirac que venderá caro su veto (después de haberles vendido caros los reactores nucleares al carnicero), el trémulo canciller teutón negándose a guerrear a menos que la ONU le absuelva de su germánica conciencia culposa (aunque la culpa es más respetable que el interés, al fin y al cabo). Y en Latinoamérica, Chile y México sentaditos en el Consejo de Seguridad. A pesar de sus cómicos arrestos de independencia, ¿a alguien le cabe alguna duda acerca de cómo votarán Lagos y Fox, si llega la hora de votar? ¿Qué pesará más: los TLC, o tratar de pensar libremente; la merienda o la conciencia?

Lo que más me resfría en este húmedo parque es el fallo en el liderazgo de la izquierda ilustrada, el colapso de los progresistas moderados, creando el vacío de poder que ocuparán los milenaristas exaltados. Hace poco Salman Rushdie -probablemente buscándose otra fatwa- volvía a provocar a los musulmanes. Esta vez a los moderados que, por su pasividad en este conflicto, permiten que la causa árabe sea secuestrada por los fundamentalistas. De un modo similar, la ambigüedad de los moderados occidentales en este asunto, permite que nuestros propios fundamentalistas secuestren la causa de la paz. La ambigüedad ética de los líderes progresistas que caen en esta contradicción burocrática: la guerra que quieren los EE. UU. es mala, pero si la hace la ONU es buena. La deserción del principal líder del progresismo contemporáneo, Blair, no sólo despeja el campo para el cinismo y el oportunismo de sus rivales. También deja como dueños de la paz -que nunca es de los extremistas- al surtido de fundamentalistas que se apoderan de sus principios. Desde los sacerdotes de sotana y solideo, a los curas de la anti-globalización, los imanes del antiamericanismo, y los rabinos ecológicos. Mientras la centroizquierda en el poder se auto-secuestra para ir a la guerra, la paz corre el riesgo de ser secuestrada por los excéntricos que ululan en el parque.

Y de pronto, recuerdo a Norman, el librepensador, subido en su escalerita de mano, voceando su duda radical, contra las razones radicales. Me digo que yo también tengo mi escalerita. Insegura, inestable, desde la que no se divisa ninguna verdad muy clara. Excepto ésta: cuando los moderados van a la guerra, los extremos se apoderan de la paz.





Indice