El diablo visita a Thomas Mann
Carlos Franz
En el cincuentenario de su muerte
De la vasta obra de Thomas Mann -quizá el último escritor universal en el sentido que le dio Goethe a esa idea- escojo este personaje escondido y expuesto, esotérico y a la vez patente en el abigarrado arco de su edificio literario, al modo en que este mismo viejo personaje se «esconde» disimulado en la multitud que puebla los pórticos de ciertas catedrales: el diablo.
En La muerte
en Venecia (1912) el escritor Gustav
Aschenbach, maduro y orgulloso, pero inconforme con
la disciplina apolínea -y frígida- de su arte, pasea
por las afueras de Munich. En la puerta de la capilla del
cementerio (con su cúpula bizantina que ya evoca, por
cierto, las de San Marco en Venecia) ocurre esta escena
insignificante: un vagabundo pelirrojo le dirige una mirada
colérica. Aschenbach
repara en los labios retraídos que dejan a la vista los
dientes largos, de perro gruñendo. Por alguna razón
(como si ese vagabundo le trajera un mensaje) el escritor siente
«una apetencia de lejanías, juvenil
e intensa»
. Y decide partir a Venecia. A la mítica
ciudad decadente, de fundaciones imprecisas, que se confunde con
sus reflejos. Poco después de llegar al Hotel des Bains, en
el Lido, Aschenbach se prenda
-homosexualmente, por primera vez en su vida- del joven Tadzio, un
adolescente de belleza angélica (el lector atento
notará el contraste de este Luzbel con el otro, el
«ángel» rabioso en el cementerio). Luego, el
cólera llega a Venecia. ¿Como si hubiera seguido a
Aschenbach? Todo el mundo
abandona la ciudad en estampida, menos el escritor. Entendemos que
mientras su ángel no parta, él tampoco se irá.
Una noche (otra aparición inconexa, al pasar), un hediondo
músico ambulante -pelirrojo, de fuertes dientes- canta
estrofas obscenas frente al hotel. El escritor se siente mal, suda
(en la película de Visconti, la tintura en las sienes de
Dirk Bogarde se corre). La
mañana en que Tadzio va a partir, este le hace una
seña en la playa como invitándolo al mar, «a una inmensidad cargada de
promesas»
... Y Aschenbach
(literalmente, en alemán: riachuelo de cenizas) muere. El
ángel bello lo deja atrapado en la ciudad de los espejismos
y las pasiones, en manos del ángel podrido de la peste, la
vejez y también la liberación, la voluptuosidad de la
muerte. «Y su alma conoció la
lujuria y el vértigo de la aniquilación»
,
había oído Aschenbach, cuando
soñó con los festejantes de Dionisio («el dios
extranjero») que devoraban animales crudos.
El artista apolíneo, prisionero de sus formas, de su férrea disciplina, siguió la invitación del diablo dionisiaco a una sensualidad que pudiera fecundar su arte (fertilizar ese arroyo de cenizas). Pero esta sensualidad no sólo lo inspira. También lo destruye, anulando su distancia con la «peste» de la vida y entregándolo a la pasión en su forma más radical: el padecer gozoso de la muerte.
Sólo podemos sospechar hasta qué punto el Thomas Mann joven y riguroso se anticipaba -y deseaba- a sí mismo bajo el disfraz del maduro Aschenbach, agotado de su rigor, cediendo al fin a la pasión diabólica de la vida. Pero que ese diablo lo obsesionaba podemos colegirlo sin duda de que en los años siguientes Mann iba a elaborar mucho más esta mezcla fecunda y fatal.
En La
montaña mágica (1924) ese demonio doble se
despliega en múltiples facetas contradictorias. Hans Castorp
-recordémoslo-, un joven ingeniero naval, pragmático
y satisfecho de la vida burguesa que tiene prometida, sube al
sanatorio de Davos para ver a un primo aquejado de tuberculosis.
Poco a poco, Hans va
quedando atrapado por el hechizo de la montaña: la
enfermedad (otra manera de la peste de la vida). Un día, el
médico descubre una «mancha
húmeda»
en la radiografía del pecho de
Hans. La metáfora es
transparente: casi como si él lo hubiera deseado su
corazón se ha «humedecido» (sensualizado,
espiritualizado, diríamos).
Agentes del
embrujo que ha atrapado a Hans en la
montaña son los «pedagogos» Naphta y
Settembrini. Ambos viven en la misma casa, no lejos del sanatorio.
Naphta -el judío convertido en jesuita, conservador y
reaccionario- en una «celda
lujosa»
, cubierta de sedas, adornada por la
réplica de una pietá sangrante. Settembrini -el
humanista librepensador y revolucionario- vive y escribe arriba, en
un austero desván con olor a granero y maderas
calientes.
Pronto Hans echa de ver que ambos
«se disputan como pedagogos mi pobre
alma, como Dios y el Diablo hacían con el hombre en la Edad
Media»
. Pero ¿cuál es el diablo y
cuál dios? Hans no lo
sabe y nosotros tampoco quedamos seguros. Naphta es descrito como
un diablo (por Settembrini): «todos sus
pensamientos son de naturaleza voluptuosa; porque están
colocados bajo la protección de la muerte...»
(nótese otra vez: esa voluptuosidad de la muerte). Y
Hans lo llama,
entrañablemente, «pequeño
jesuita y terrorista»
. Por su parte, Settembrini parece
un eudaimon,
un diablo o genio bueno. Aunque no tanto, porque con su fe
apasionada en la revolución «era
dudoso que se mostrase dispuesto a ahorrar la
sangre»
.
Naturalmente en un sanatorio, la enfermedad es un tema central en las discusiones de estos daimones o eudaimones. Naphta abomina de la salud porque esta es vida y la vida no es un fin en sí misma. Hay, debe haber, algo más allá. El dispensador de la enfermedad que acerca a la muerte, es dios -que también es el demonio, esto es crucial en la teología de Naphta. Ambos son uno en su irracionalidad mística. Lo que corrobora las peores sospechas del racionalista Settembrini. El humanista, en cambio, cree en la vida. Pero así, claro, condena la enfermedad y la muerte -la tragedia- que son progenitores del espíritu, de esa espiritualización o elevación hacia lo trascendente que ha experimentado Hans al subir al sanatorio y enfermarse.
Otro aspecto de la
complejidad -y de la vigencia- de estos demonios, es el
político. Para Naphta la vida «se
ha convertido en demoníaca»
porque es capitalista.
Sueña con una dictadura que imponga, si es necesario por el
terror, el comunismo religioso. Oscuramente premonitorio, para
Naphta el peor enemigo de la trascendencia espiritual (del
Homo Dei) es
el «economismo inglés»
,
representado por el «capitalista
republicano»
que es Settembrini (y no podemos evitar
oír allí el eco anticipado de cierto inquisidor
romano, recientemente nombrado sucesor de Pedro).
Hans se sume en una confusión (fusión de contrarios). Intuye que si ama al racionalista Settembrini, por su pasión, es el místico Naphta quien tiene la razón más a menudo. Esta paradoja marea y embriaga a Hans. Y contribuye a atraparlo en el hechizo de la montaña.
La relación
entre estos demonios es llevada por Mann
a una síntesis no dialéctica, sino poética, en
la famosa escena de la tormenta de nieve. Hans sale a esquiar y
está a punto de morir perdido en la ventisca. Se adormece
medio congelado -«muy inclinado a
abandonarse a aquella confusión que quería tomar
posesión de él»
- y tiene un sueño.
Ve una escena arcádica: el mar del sur, islas,
jóvenes que danzan, un templo de hermosas columnas blancas.
Al entrar en él, sin embargo, Hans
descubre dos viejas brujas -dos bacantes, acaso- devorando a un
niño. ¿Cómo no ver acá, travestidos, a
los dos demonios que devoran el alma del joven Hans? (¿Y cómo no
recordar el violento sueño dionisiaco de Aschenbach?).
En la batalla de Naphta y Settembrini por el alma de Hans luchan dos cosmovisiones. Una concepción dualista: el mundo separado del espíritu (Settembrini); opuesta a una idea monista: el mundo es el espíritu, indisolublemente (Naphta). A su vez, Hans sintetiza y mezcla a esos opuestos en su «confusión». En él, las ideas absolutas de Settembrini y Naphta se cruzan sin reconciliarse creando ángulos opuestos por un vértice. Felicidad mayor la que nos depara Mann: ver representado en un personaje que no es un intelectual, ni un escritor -como habría hecho un autor posmoderno- la esencia de un «pensamiento literario»: relativo, incierto, flexible a la contradicción, hecho de imágenes e impresiones. De algún modo, Hans representa ese pensamiento literario -y quizá el de Mann- que no termina de creer en todas estas ideas sino que las presenta en su flujo arremolinado y variable.
Al final, cuando
Naphta se suicida ambos contrincantes pierden. Settembrini, el
ateo, experimenta una desconocida tristeza y grita: «Infelice, che cosa fai
per l'amor di Dio»
. E intuimos que los
demonios opuestos se aman en esa confusión fecunda que
humedece el corazón de Hans.
Veinte años más tarde, al escribir Doctor Faustus (1947), el demonio personal de Mann (la búsqueda de inspiración vital que hace el frígido Aschenbach en Venecia) converge con el de su nación destrozada por la guerra (la amenaza que se cernía sobre La montaña mágica).
El narrador
reflexiona sobre su famoso amigo, el músico Adrian Leverkühn,
compositor del «Canto de dolor del Doctor Faustus»,
preguntándose por la terrible fatalidad que
acompañó a su búsqueda de genio. Dice:
«en esa radiante esfera
[del genio]
el elemento demoníaco e irracional ha
representado siempre un papel inquietante»
. Y más
adelante lleva aún más allá su perplejidad
ante ese elemento diabólico: «¿Qué esfera humana [...] puede en
absoluto despreciar su fecundante contacto?»
(itálicas mías).
Adrian Leverkühn
estudió teología, antes de entregarse a la
música. Desde el comienzo su búsqueda fue la
trascendencia, el absoluto. Sin embargo, queda inconforme con esos
estudios ya que la teología en boga, liberal, «es débil porque su moralismo y su
humanismo no perciben el carácter demoníaco de la
existencia humana»
.
Adrian se dedica entonces a la
música. Prefiero sintetizar el complejo proceso intelectual
y emotivo que lo lleva a ella, con esta frase de Mann, tomada de su ensayo sobre
Wagner: «la fraternidad musical con la noche y con la
muerte»
. La música nos eleva, para mejor asomarnos
al abismo. No en balde Nietzche -la otra influencia capital en
Mann- considera a la música el único arte capaz de
resucitar el espíritu perdido de la tragedia. Adrian sabe, sin embargo, que
para asomarse a ese absoluto artístico -donde el individuo,
el indiviso, se reparte dionisíacamente con el
todo- es preciso ser un genio. Y también sospecha que serlo
exige no sólo «ponerse en
oposición con el mundo, con el término medio de la
vida»
, sino una verdadera transubstanciación
alquímica.
En esa
búsqueda, Adrian se
acuesta con la «hetaira
Esmeralda»
, a pesar de que ella le ha puesto «en guardia contra su cuerpo»
, contra
la sífilis que porta el destino nietzcheano. Y así
precipita el cambio «químico» en su cuerpo que
derivará en la transubstanciación alquímica de
su alma. (Una leyenda biográfica sugiere que algo similar le
pasó precisamente a Nietzche).
En adelante, Adrian compone algunas piezas de rara perfección. Sin embargo, no es todavía un genio. La música absoluta aún se le escapa. Algo falta. Poco después, estando el compositor en Italia -el diablo siempre se le aparece a Mann, el hijo de brasileña, en el sur- un viejo conocido nuestro lo visita. Y tiene lugar una de las escenas más geniales en la literatura del siglo XX (como si el demonio hubiera visitado también a Mann, mientras la escribía).
Al aparecerse el
diablo en su cuarto Adrian
tirita -no sabe si de frío o fiebre- y duda de sus sentidos.
Pero el visitante lo desengaña rápidamente: «No soy una creación del foco
[infeccioso] en tu pia mater, sino que eso es lo que te
capacita para percibir mi presencia»
. Durante la
entrevista el diablo va cambiando de aspecto (adaptándose a
la melodía de la irónica conversación).
Primero es pelirrojo -como el vagabundo de Munich y el
músico ambulante de Venecia-, con «los pantalones indecentemente ceñidos, y
zapatos amarillos»
y una gorra ladeada. «Un strizzi,
un afeminado»
. Luego cambia, habla como un crítico
orgulloso y se parece a Naphta («nariz
aguda, frente pálida y abombada... un
intelectual»
). Ese demonio dice cosas interesantes, no
sólo para Adrian,
sino diabólicamente actuales y pertinentes para
nosotros: «Hoy... el arte se torna
crítica [...] Pero, ¿y el peligro de
esterilidad...?»
.
Adrian sabe la respuesta.
«El carácter ilusorio de la obra
de arte burguesa, con su nihilismo aristocrático»
-vuelto parodia estéril de crítica musical,
literaria, plástica, etc., agregaría yo, presa de un
arrebato diabólico- sólo puede romperlo el entusiasmo
vital del genio. Y este visitante irónico se lo corrobora:
«Una inspiración verdaderamente
inefable, arrebatadora, liberada de la duda [...] esa
inspiración no es posible con Dios, que deja demasiado
terreno a la razón; sólo es posible con el diablo,
verdadero señor del entusiasmo»
.
Ese entusiasmo
-como el que quería Aschenbach, como el que
encuentra Hans
Castorp- es lo que ofrece el diablo en su visita a
Leverkühn (y a Mann): «te elevarás hasta el punto de una
vertiginosa admiración de ti mismo, y crearás cosas
que te harán experimentar un terror sagrado»
. A
cambio sólo le pide -como es tradicional- su alma. Pero, ya
que en el siglo XX esto no aterra a casi nadie -supongo-
añade una cláusula que constituye el auténtico
precio, con estas magníficas líneas: «Criatura de elección. Te has prometido y
unido con nosotros. No te será ya permitido
amar»
.
La frigidez que afligía a Aschenbach se vuelve el precio del genio para Adrian Leverkühn. Será su infierno en la tierra. Toda una vida visitando a sus demonios capacitan a Mann para la visitación reveladora de esta dolorosa paradoja. El arte acerca a la vida distanciando al artista de ella. Palabra de diablo.
Un tema central en Mann es la civilización burguesa y liberal, su precariedad que exige un control que a su vez posibilita sus logros espirituales. Thomas Mann, porque es un artista burgués convencido, sabe que esas mismas virtudes de control, de forma, son las que posibilitan un despliegue expresivo -y no caótico- del genio artístico. Por otra parte, ese control es diabólico. O dicho más sutilmente: ese control engendra al diablo del deseo sin el cual no habría arte, por ejemplo, ni civilización posible (que no fuera estéril).
En efecto, esa
metáfora va más allá del arte
extendiéndose a la sociedad burguesa (de la cual el artista
se aleja y al mismo tiempo, paradójicamente, a la cual se
dirige). Hans Castorp, en su
búsqueda de la enfermedad espiritual que lo
«salva» de la satisfacción material, intuye algo
de ese dilema. La vida burguesa entraña un pacto
fáustico al revés: la renuncia a la pasión en
pos de la medianía, esa aurea mediocritas horaciana. A su modo, es un
pacto con el diablo de la seguridad, a cambio de sacrificar la
aventura, el riesgo, la potencia de ser. «No te será ya permitido amar»
,
no es sólo el precio que el diablo le pone al artista genial
que quiere elevarse sobre lo humano, sino que puede ser el precio
que pagamos todos los días por intentar ser civilizados en
una sociedad «demasiado humana»
(como habría dicho Nietzche).
El otro apunte. Se ha acusado a menudo a Mann de falta de corazón, de frialdad, especialmente por la consideración racional que hace de los dilemas de sus personajes: esos interminables diálogos no acerca de sus sentimientos -como querría la novela burguesa, precisamente- sino acerca de sus ideas. La acusación no sólo es tonta, es algo peor, es insensible. No sólo las ideas son una pasión en Mann -casi siempre comunicada a sus lectores- sino que esa pasión -ese dolor- es un tema central de su obra. En esa distancia entre la idea y la realidad, entre el arte y la vida, nos ataja el diablo y nos tienta.
A pesar de su lerda insensibilidad, aquella acusación contra el principal novelista intelectual del siglo veinte, ha tenido un efecto dañino que llega hasta nuestros días. Entre los varios empobrecimientos de la ficción posmoderna habrá que constatar también este triunfante y deplorable descrédito de la novela de ideas en general. Sustituida, cuando mucho, por la novela narcisista del escritor sin ideas. Al cual correspondería un lector hedonista -cuyo hedonismo miserable no incluiría el placer de pensar.
Mann, como hijo convencido del siglo XIX burgués y liberal, fue dado por muerto varias otras veces en el curso de las décadas pasadas desde su fallecimiento (más recientemente por lo que Harold Bloom llama la Escuela del Resentimiento, que lo sepultó -a él y a la novela de ideas- en el mausoleo de los Dead White Males). Sin embargo hoy, a medio siglo de su muerte, en el contexto de un nuevo liberalismo triunfante y un aburguesamiento masivos, pocas voces literarias suenan más profundas y avisadas acerca de los valores espirituales -y los pactos fáusticos- que una época como esta ofrece al artista. Y, en general, a la sociedad contemporánea.