El Diamante del Norte
Mihai Eminescu
Traducción de Ioana Gruia
Refulge en el lago el castillo. Pisadas de ciervos
que siegan las lánguidas olas de hierba.
En muros antiguos, silencio, y tan solo
cortinas destellan: escarcha en ventanas.
Y brilla en la sombra de un golpe de olas,
en fuga alcanzadas por llama lunar
que ahora se enciende en las altas colinas
y traza en el cielo perfiles de rocas.
Parecen gigantes en cueva de monstruos
velando un enorme, dorado tesoro,
la luna rojiza que entre ellas asoma
un tesoro encendido parece en la noche.
Entre negros juncos van los cisnes blancos
son los dueños del agua; extienden
sus alas, y el agua la sacuden, la cortan, la rompen
en cielos que mueren, en surcos de oro.
Llega el Caballero y el paso apresura,
recorre caminos de sombra y arena;
murmullos de sotos, susurros de fuentes
mezclados esperan que vibren las cuerdas.
El aire de estío y el rumor adormecen.
El buen Caballero mira hacia el balcón
cargado de hojas, de lianas cubiertas
de flores distintas. Cimbreantes lo enredan.
Los surcos del agua esparcen los juncos.
En las altas hierbas un grillo suspira
en la sombra cárdena, rojiza la tarde,
suena una guitarra que aumenta el hechizo:
-Muéstrate, doncella, cubierta de blanco
envuelta en la seda de escarcha y de plata
que yo vea tu sombra de luz inundada,
tu alto, esbelto talle, tus rubios cabellos.
Ten piedad, amor mío, y arroja hacia mí
violetas azules y rosas silvestres,
que cubran la guitarra de las tensas cuerdas
en noche cuajada de nieve de luna.
Tus ojos azules, lágrimas del mar,
fluyan en secreto al par de mi canto.
Desciende, adorada, a mi corazón,
apoya en mi hombro tu pálida frente.
Es digna tu frente de lucir la corona
del mundo rendido a tus pies.
Permite que bese tu último esclavo
llorando las huellas que dejan tus pasos.
Déjame que llegue a tu cuarto en sombras,
que adornan de blanco tersas muselinas,
que el paje Cupidon con su mano oculte
el brillo nupcial de la lámpara en la noche.
Oye el Caballero el seco chasquido
de largos ropajes de seda muy fina;
se muestra entre flores, se inclina entre verjas
la dulce presencia, el rostro adorado.
Calla la guitarra y ella le susurra:
-¡Tu amor es en vano, pobre Caballero!
A un encanto atado mi sentir se encuentra,
y mi amor ligado a su desenlace.
Por mucho que te ame, pues te amo, lo juro,
te vence un hechizo, te ata al umbral...
Aléjate... lejos de mí, Caballero,
olvida mi sueño, mi amor, mi anhelar.
En un mar del Norte se esconde una piedra,
brilla como el día en las negras ondas.
A quien la sacare le daré mi vida.
Mas, ay, que el verla ya es suerte de pocos.
-¡Ay, ángel!-, pronuncia. La voz se le ahoga
y lleva la mano temblando a la espada:
¡En tu amor seguro, sin miedo a la muerte,
sacaré la piedra de luz de la mar!
....................................................
Desde España parte, con pasos errantes,
cruzando países, ciudades, castillos;
llegando a un país, ya lo vuelve a dejar,
la piedra de luz el pensar le atormenta.
Lleva años errante... Se encuentra al final
perdido en desiertos, envuelto en tinieblas,
con ritmo pausado tropieza el caballo,
su voz le abandona lejana en la noche.
Ve enormes montañas y cumbres cubiertas,
de bosques oscuros que ignoran el alba
y juntos construyen un alto edificio,
racimo de rocas que cuelga en la noche.
La montaña es puerta, los bosques aleros,
colinas peldaños... En los muros soberbios,
por arcos severos que esculpen ventanas,
se ve una luz que es azul como el cielo.
Cual mar cuyas olas no tienen reposo,
y amasan furiosas el caos de nubes,
sin rastro de estrella que brille lejana,
llevado por vientos galopa el caballo.
Un trueno sacude la entraña del mundo.
La hueste de dioses avanza a caballo.
Parece agolparse en tropeles de espuma.
Rugiendo orgulloso se acerca el señor de los mares.
Cabezas alzadas, caballos de nieve
volaban en rapto, a través de negrísimas nubes,
el monstruo de barba plateada y hermosa,
que en dos hiende el viento, con él los arrastra.
Al joven descubre; levanta el bastón,
lo mira con rabia el anciano gigante,
terrible amenaza, desciende en el arco
se pierde en su casa lejana, soberbia.
De nuevo oscurece, del trueno así asoma
el inmenso palacio a los ojos pasmados;
el viejo se asoma en el arco severo,
corona de juncos en sus blancos cabellos.
Huye el Caballero y los bosques huyendo
se juntan tras él en manojo, se esparcen;
resbalan los campos, huyendo resbalan,
relámpagos cientos espantan su huida.
La luna se arroja en el homo de nubes,
refulgen arroyos y ladran burbujas,
arriba persigue sus pasos el cielo,
rebaño de estrellas huyendo cual ríos.
Galopa; lo siguen las viejas montañas,
las rocas oscuras, los cíclopes grandes,
sus pasos pesados sacuden la tierra,
sus hombros gigantes los bosques arrastran.
Así, se pregunta: ¿Soy yo el que corre?
¿Tal vez el entero universo en huida
errante enloquece, con mares que empujan
los montes? Me llevan cual hoja caída.
De nuevo la espuela la clava y corre.
Y pronto la noche sus ojos asombra.
Un nuevo universo así se revela,
con aire de estío, con campos de ensueño.
A orillas de ríos que brillan suaves,
asoman castillos con arcos serenos
del mármol más blanco, entre sotos ocultos.
Las nubes empujan dorados navíos.
La música triste, profunda, sensual,
penetra aquel mundo de flores y olor;
los verdes trigales ondulan al viento,
los lagos recogen cadencia de cantos.
Las finas tinieblas un velo parecen
de escarcha plateada, luciendo violeta;
y todas las flores, debajo dormidas,
desprenden gozosas suaves aromas.
El verde del bosque, las bóvedas juntas,
las hojas trenzadas el cielo sereno
lo tejen; cual mantas tranquilas las aguas.
La imagen del mundo dormita en sus fondos.
Así, en un sendero incrustado en el soto
se asoma una hermosa mujer a caballo.
Se vuelve hacia él, su belleza le muestra.
No puede dejar de mirar sus dulcísimos ojos.
En negros cabellos refulgen dormidas
cual brasas las flores, guirnaldas trenzadas;
las piedras preciosas adornan su pelo
y el rostro parece por ellas salvaje.
Sus ojos de azules, repletas tinieblas,
son cuentos paganos, quimeras de amor,
relucen cual cera en la pálida frente,
sonríen en rapto cual noches de estío.
Es tal su belleza que al bosque conmueve,
y el agua chispea con ondas rizadas;
parece volver de los cuentos el tiempo:
un dulce temblor va abrazando la tierra.
Llovizna del cielo, diamantes en polvo
se asientan en valles y cubren colinas;
delante, la luna; y en son de murmullos
se elevan al cielo arco iris nocturnos.
Se acerca a caballo y extiende la mano,
sus negros cabellos despacio los suelta
y en ondas sedosas los deja caer,
los hombros le cubren, ella es tan hermosa.
Y llanto es su voz: Caballero amado,
no vayas al mar, de dolor moriría;
comparte conmigo la tierra y el cielo.
De pena, añoranza, le tiembla la voz.
-Amado esperado, mis brazos desean
que vengas y alivies del pecho el dolor.
Las parcas dijeron que tú fueras mío,
granadas guardé para ti en mi seno.
-En vano, princesa, sonríes pasando,
mi mente le ha puesto al cuerpo cerrojo,
tu rostro no puede en mis sueños entrar.
Tus ojos azules no rompen mi amor.
Oh, princesa, guarda tus sabios consejos.
¡Aparta de mí, tentación tan hermosa!
Se aleja, y con ella el castillo, los sotos...
Helada la mar retumba furiosa.
Movidos por ella, en su grito terrible
del Norte aparecen las tierras del hielo...
Ni rastro de estrella en el cielo en tinieblas,
la luna a lo lejos es mancha amarilla.
Ciudades dispersas, países flotantes,
hileras de domos brillantes de nieve,
y muertos gigantes que inmóviles llevan
coronas en sus abatidas cabezas.
Van reyes del Norte, sus huestes pasean,
con rostros deformes, con hombros torcidos
el grito que se alza, un bramido, un rugir
es sordo cual cielo, está muerto cual mar.
Palacios desiertos y cúpulas amplias.
Hay voces lejanas: el viento que suena.
La muerte, que eterna su espíritu mueve,
su imperio sin fin en ruinas construye.
Flotante ciudad de los dioses nórdicos,
con calles de templos, con domos y pórticos;
mas ya están quebradas las puertas en arco,
los domos desiertos y muertos los dioses.
La torre que él sube está bajo la luna,
con muros roídos por hielo y tormentas;
mira hacia el cielo y después hacia el mar...
Se arroja de frente, se hunde en el agua.
No siente su cuerpo; se hiela, suspira:
¡Oh, piedra de la luz, te suplico la luz!
Los ojos cerrados la piedra encuentran,
y grita, de prisa la mano extiende,
la coge... y en torno se vuelve sereno,
él ve largos ríos y campos de luz,
el lago, el castillo, el jardín de su tierra
cual sueño y verdad a la vez se le muestran.
¿Por qué te avergüenzas, por qué no te acercas,
no ves que resbalan sobre hojas las gotas,
rocío de lluvia sacuden senderos,
y el sol se levanta, cual disco en llamas?
Y sube peldaños, la piedra en la mano.
Allí la adorada, la hermosa lo espera.
Se abraza a su cuello, sonriendo le dice:
-Tu largo dolor se fue por milagro.
La piedra más cara, la más verdadera,
mi amor, no se apaga; a ti puro lo entrego.
Mantenla con celo, es regalo precioso.
Se frota los ojos por ver si es verdad.
Y ve que en las briznas de lánguidas hierbas,
seguía pastando un rebaño de ciervos.
Pues no está en el cielo... Del ojo la escarcha
ahora, y el sueño, asombrado sacude.
Sacude su ropa, de escarcha impregnada.
Y mira al balcón, y con pena suspira.
En vano fue el canto de aquella guitarra.
Inés ni había soñado venir.
¿Y ahora qué hacer?, se pregunta con pena.
¿Ver al animal cómo juega en el lago?
Mejor que se escurra entre arbustos cuidando
que nadie lo vea o siquiera lo escuche.
Tras él una puerta al balcón se va abriendo.
La boca sonríe entre flores; cabellos
ocultan su rostro; y astuta, la boca
se ríe burlona de tan necio amor.