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ArribaAbajo- XX -

Contra la hazañería


Sátira


¡Oh, gran maestro aquel que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lección era de ignorar, que no importa menos que el saber. Encargaba, pues, Antístenes a sus tirones desaprender siniestros para mejor después aprender aciertos.

Grande asunto es el conseguir singulares prendas, pero mayor es el huir vulgares defectos, porque uno solo basta a eclipsarlas todas, y todas juntas no bastan a desmentirlo solo. Por una pequeña travesura de una facción fue condenado todo un rostro a no parecer, y toda la belleza de las demás no es bastante a absolverle de feo.

Los defectos, que por descarados son más conocidos, fácilmente los declina cualquier medianamente discreto, pero hay algunos tan disimulados por revestidos de capa de perfección, que pretenden pasar plaza de realces, especialmente cuando se ven autorizados.

Uno de éstos es la hazañería, que aspira, no a excelencia, como quiera, sino de las muy plausibles, y halla favor para ello en grandes personajes, injiriéndose ya en las armas, ya en las letras, hasta en la misma virtud, y aun se roza con casi héroes, pero verdaderamente no lo son, pues con poco se llenan la boca y el estómago, no acostumbrado a grandes bocados de la fortuna.

Hacen muy del hacendado los que menos tienen, porque andan a caza de ocasiones y las exageran; ya que las cosas valen menos que nada, ellos las encarecen. Todo lo hacen misterio con ponderación, y de cualquier poquedad hacen asombro. Todas sus cosas son las primeras del mundo y todas sus acciones hazañas, su vida toda es portentos, y sus sucesos, milagros de la fortuna y asuntos de la fama. No hay cosa en ellos ordinaria; todas son singularidades del valor, del saber y de la dicha, camaleones del aplauso, dando a todos hartazgos de risa.

Fue necio siempre todo desvanecimiento, mas la jactancia es intolerable. Los varones cuerdos aspiran antes a ser grandes que a parecerlo. Éstos se contentan con sola la apariencia, y así en ellos no es argumento de sublimidad el querer parecer, antes bien de una verdadera poquedad, que cualquiera cosa les pareció mucho.

Nace la hazañería de una desvanecida poquedad y de una abatida inclinación, que no todos los ridículos andantes salieron de la Mancha, antes entraron en la de su descrédito. Parecen increíbles tales hombres, pero los hay de verdad, y tantos, que tropezamos con ellos y les oímos cada día sus ridículas proezas, aunque más la quisiéramos huir, porque si fue enfadosa siempre la soberbia, aquí reída, y por donde buscan los más la estimación topan con el desprecio; cuando se presumen admirados, se hallan reídos de todos.

No nace de alteza de ánimo, sino de vileza de corazón, pues no aspiran a la verdadera honra, sino a la aparente; no a las verdaderas hazañas, sino a la hazañería. De esta suerte hay algunos que no son soldados, pero lo desean ser, y lo afectan y lo procuran parecer: buscan las ocasiones, y cualquiera niñería que se les ofrezca la celebran, y meten más máquina en una antojada aventura que el belicoso y afortunado Marqués de Torrecusa en un romper las trincheras de Fuenterrabía, en un socorrer a Perpiñán y desbaratar campalmente tantas veces los bravos y numerosos ejércitos de Francia.

Muéstranse otros muy ministros, afectando celo y ocupación, grandes hombres de hacer siempre negocio del no negocio. No hay chico pleito para ellos; de las motas levantan polvaredas, y de pocas cosas mucho ruido; véndense muy ocupados, hambreando reposo y tiempo; hablan de misterio; en cada ademán o gesto encierran una profundidad entre exclamaciones y reticencias, de suerte que llevan más máquina que el artificio de Juanelo, de igual ruido y poco provecho.

Andan otros mendigando hazañas, hormiguillas del honor; que con un solo grano, que a veces, más será paja, van más afanados y satisfechos que las valientes pías que tiran el plaustro de Ceres, el carro del lucimiento; y es muy de gallinas cacarear todo un día y al cabo poner un huevo. Andan de parto, soberbios e hinchados montes, y abortan después un ridículo ratón.

Gran diferencia hay de los hazañosos a los hazañeros, y aun oposición, porque aquéllos, cuanto mayor es su eminencia, la afectan menos; conténtanse con el hacer y dejan para otros el decir, que, cuando no, las mismas cosas hablan harto. Que si un César se comentó a sí mismo, excedió su modestia a su valor, no fue afectar la alabanza, sino la verdad. Aquéllos dan las hazañas, éstos las venden y aun las encarecen, inventando trazas para ostentarlas; un acierto mecánico, después de mil yerros civiles y aun criminales, lo blasonan, lo pregonan, y, no hallando hartas plumas en las de la fama, alquilan plumas de oro, para que escriban lodo con asco de la cordura.

Pero que estos desvanecidos hagan hazañería de su nada, excusa tienen en su pasión, que al fin ella y su necedad todo se cae en casa; pero que un gran necio de éstos haga tantos y mayores, dándoles a beber hasta hartar con sus disparates, y que estos idólatras de ignorancia veneren sus desatinos es una inexcusable vulgarísima poquedad. No digo ya de los que políticos, violentados de la dependencia, no les entra de los dientes adentro la ignorancia, así como les sale de solos los dientes afuera la afectada alabanza, porque éstos son lisonjeros de malicia, y como no procede de engaño, quedan absueltos de ignorancia, condenados a adulación. Pero que haya necios en causa y provecho de otro, es caerse la necedad en casa propia y la vanidad en la ajena.

No fueron triunfos los de Domiciano, sino hazañerías; de lo que no hicieran reparo un César, un Augusto, hacían aplauso Calígula y Nerón; triunfaban tal vez por haber muerto un jabalí, que no era triunfo, sino porquería.

Las plumas de la fama no son de oro, porque no se alquilan; pero resuenan más que la sonora plata. No tienen precio, pero le dan a los méritos de aplausos.




ArribaAbajo- XXI -

Diligente e inteligente


Emblema


Dos hombres formó naturaleza, la desdicha los redujo a ninguno; la industria después hizo uno de los dos. Cegó aquél, encojó éste, y quedaron inútiles entrambos. Llegó el arte, invocada de la necesidad, y dioles el remedio en el alternado socorro, en la recíproca dependencia.

«¡Tú, ciego, le dijo, préstale los pies al cojo, y tú, cojo, préstale los ojos al ciego». Ajustáronse, y quedaron remediados. Cogió en hombros el que tenía pies al que le daba ojos, y guiaba el que tenía ojos al que le daba pies. Éste llamaba al otro su Atlante, y aquél a éste su cielo.

Vio este prodigio de la industria un varón juicioso y, reparando en él, codiciándole para un ingenioso emblema, preguntó bien, que cuál llevaba a cuál. Y fuele respondido de esta suerte:

-Tanto necesita la diligencia de la inteligencia como al contrario. La una sin la otra valen poco, y juntas pueden mucho. Ésta ejecuta pronta lo que aquélla, detenida, medita, y corona una diligente ejecución los aciertos de una bienintencionada atención.

Vimos ya hombres muy diligentes, obradores de grandes cosas, ejecutivos, eficaces, pero nada inteligentes; y de uno de ellos dijo un crítico frescamente, alabando otros su diligencia, que, si el tal fuera tan inteligente como era diligente, fuera sin duda un gran ministro del Monarca Grande.

Pero a éstos nada se les puede fiar a solas, pues el mayor riesgo corre en su correr; yerran aprisa si los dejan, y emplean toda su eficacia en desaciertos. No es aquello acabar los negocios, sino acabar con ellos, que parece que corren a la posta, digo, a caballo todo, sin caer jamás de su necedad.

Es lo bueno que comúnmente estos tales aborrecen el consejo y lo truecan en ejecución.

Pasión es de necios el ser muy diligente, porque, como no descubren los topes, obran sin reparos; corren porque no discurren, y como no advierten, tampoco advierten que no advierten; que quien no tiene ojos para ver menos los tendrá para verse.

Hay sujetos que son buenos para mandados, porque ejecutan con felicísima diligencia; mas no valen para mandar, porque piensan mal y eligen peor, tropezando siempre en el desacierto. Hay hombres de todos genios, unos para primeros y otros para segundos.

Pero no es menor infelicidad la de una grande inteligencia sin ejecución; marchítanse en flor sus concebidos aciertos, porque los comprendió el hielo de una irresolución y, perdida de aquélla su fragante esperanza, se malogran con el dejamiento.

Resuelven algunos con extremada sindéresis, decretan con plausible elección, y piérdense después en las ejecuciones, malogrando lo excelente de sus dictámenes con la ineficacia de su remisión; arrancan bien y paran mal, porque pararon; discurren mucho, que es lo más; hacen juicio y aun aprecio de lo que conviene y, por una ligera fatiga del ejecutarlo, lo dejan todo perder. Otros hay poco aplicados a lo que más importa, y se apasionan por lo que menos conviene hasta llegar a tener antipatía con su obligación; que no siempre se ajustan el genio y el empleo, y topando más dificultad en lo que abrazan, el gusto todo lo vence, de suerte que nace la fuga más de horror que de temor, más de enfado que de trabajo. Es don, y grande, la buena aplicación, que no siempre se casa ni con el oficio ni con el cargo, aunque sea soberano. ¡Qué de veces degenera de lo heroico y se destina a una vulgarísima nada!

Bien que todos los sabios son detenidos, que del mucho advertir nace el reparar; así como descubren todos los inconvenientes, querrían también prevenir todos los remedios; con esto raras veces recae la diligencia sobre la inteligencia. En los que gobiernan se desea aquélla, y ésta en los que pelean, y si concurren hacen un prodigio.

Fue la mayor presteza en Alejandro madre de la mayor ventura; conquistolo todo, decía él mismo, dejando nada para mañana; ¿qué hiciera para otro año? Pues César, aquel otro ejemplar de héroes, decía que sus increíbles empresas antes las había concluido que consultado, o porque su misma grandeza no le espantase, o porque aun el pensarlas no le detuviese; gran palabra suya el «vamos», y nunca el «vayan los otros». Basta la presteza a hacer rey de las fieras al león, que, aunque muchas de ollas le ganan, unas en armas, otras en cuerpo y otras en fuerzas, él las vence a todas en fe de su presteza.

Éste es aquel excedido exceso que entre sí mantienen los valerosos españoles y los belicosos franceses, igualando el Cielo la competencia, contrapesando la prudencia española a la presteza francesa. Opuso la detención de aquéllos a la cólera de éstos; lo que le falta al español de prontitud lo suple con el consejo y, al contrario, la temeridad en el francés es lastre de su increíble diligencia. Con esto andan equivocadas las victorias y paralelos los sucesos, según las contingencias y los tiempos. Tomoles el pulso César a entrambas naciones, y venció a la una previniendo, y a la otra esperando. A entrambas pudiera encargar el grande Augusto su festina lente en empresas, e hiciera un medio muy acertado.

Tiene lo bueno muchos contrarios, porque es raro, y los males muchos: para lo malo todo ayuda. El camino de la verdad y del acierto es único y dificultoso; para la perdición hay muchos medios y pocos remedios. Contra lo conveniente todas las cosas se conjuran, las circunstancias se despintan: la ocasión pasando, el tiempo huyendo, el lugar faltando, la sazón mintiendo y todo desayudando, pero la inteligencia y la diligencia todo lo vencen.




ArribaAbajo- XXII -

Del modo y agrado


Carta al doctor don Bartolomé de Morlanes, capellán del Rey nuestro señor en la santa iglesia de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza


Por este gran precepto, señor mío, mereció Cleóbulo ser el primero de los sabios; luego él será el primero de los preceptos. Mas si el enseñarlo basta a dar renombre de sabio, y el primero, ¿qué le quedará para el que lo observa? Que el saber las cosas y no obrarlas, no es ser filósofo, sino gramático.

Tanto se requiere en las cosas la circunstancia como la sustancia; antes bien, lo primero con que topamos no son las esencias de las cosas sino las apariencias; por lo exterior se viene en conocimiento de lo interior, y por la corteza del trato sacamos el fruto del caudal, que aun a la persona que no conocemos por el porte la juzgamos.

Es el modo una de las prendas del mérito, y que cae debajo de la atención; puédese adquirir, y por eso la falta de ella es inexcusable, bien que en algunos tiene principio del buen natural, pero su complemento da la industria; en otros toda es del arte, que puede el cuidado de ésta suplir los olvidos de aquélla, y aun mejorarlos, pero cuando se juntan hacen un sujeto agradable con igual facilidad y felicidad.

Es también de las bellezas trascendentales a todas las acciones y empleos. Fuerte es la verdad, valiente la razón, poderosa la justicia; pero sin un buen modo todo se desluce, así como con él todo se adelanta. Cualquiera falta suple, aun las de la razón; los mismos yerros dora, las fealdades afeita, desmiente los desaires y todo lo disimula.

¡Qué de materias graves e importantes se gastaron por un mal modo, y qué de ellas ya de desahuciadas se mejoraron y concluyeron por el bueno!

No basta el grande celo en un ministro, el valor en un caudillo, el saber en un docto, la potencia en un príncipe, si no lo acompaña todo esta importantísima formalidad.

Es político adorno de los cetros, esmalte de las coronas; antes bien, en ningún otro empleo es más urgente que en el mandar. Obliga mucho, que los superiores más recaban humanos que despóticos. Ver en un príncipe que, cediendo a la superioridad, se vale de la humanidad, obliga doblado. Primero se ha de reinar en las voluntades y después en la posibilidad. Concilia la gracia de las gentes y aun el aplauso, si no por naturaleza, por arte; que el que lo admira no mira si es propio o si es postizo; gózalo con aclamación.

Es tan útil como acepto. Cosas hay que valen poco por su ser y se estiman por su modo. Pudo dar novedad a lo pasado y ayudarle a volver y aun tener vez. Si las circunstancias son a lo práctico, desmienten lo cansado de lo viejo. Siempre va el gusto adelante, nunca vuelve atrás, no se ceba en lo que ya pasó, siempre pica en la novedad, pero puédesele engañar con lo flamante del modillo. Remózanse las cosas con las circunstancias y desmiéntese el asco de lo rancio y el enfado de lo repetido, que suele ser intolerable y más en imitaciones, que nunca pueden llegar ni a la sublimidad ni a la novedad del primero.

Vese esto más en los empleos del ingenio, que, aunque sean las cosas muy sabidas, si el modo del decirlas en el retórico y del escribirlas en el historiador fuere nuevo, las hace apetecibles.

Cuando las cosas son selectas, no cansa el repetirlas hasta siete veces; pero, aunque no enfadan, no admiran, y es menester guisarlas de otra manera para que soliciten la atención; es lisonjera la novedad, hechiza el gusto, y con sólo variar de sainete se renuevan los objetos, que es gran arte de agradar.

¡Cuántas cosas muy vulgares y ordinarias las pudo realzar a nuevas y excelentes, y las vendió a precio de gusto y de admiración! Y, al contrario, por escogidas que sean, sin este sainete no pican el gusto ni consiguen el agrado.

Préciase de discreto y lo es. Las mismas cosas dirá uno que otro, y con las mismas lisonjeará éste y ofenderá aquél. Tanta diferencia e importancia puede caber en el cómo, y tanto recaba un buen término y desazona el malo; y si la falta de él es tan notable, ¿qué será un modo positivamente malo y afectadamente desapacible, y más en personas de empleo universal? Y vimos en muchos, y aun censuramos, que la afectación, la soberbia, la sequedad, la grosería, la insufribilidad y otras monstruosidades paralelas los hicieron inaccesibles. «Pequeño desmán es, ponderaba un sabio, el sobrecejo en ti, y basta a desazonar toda la vida». Al contrario, el agrado del semblante promete el del ánimo, y la hermosura afianza la suavidad de la condición.

Sobre todo se precia de dorar el No, de suerte que se estime más que un Sí desazonado; azucara con tanta destreza las verdades, que pasan plaza de lisonjas, y tal vez, cuando parece que lisonjea, desengaña, diciéndole a uno, no lo que es, sino lo que ha de ser.

Él es único refugio de cuantos les falta el natural, que entonces se socorren del modo, y alcanzan más con el cuidado que otros con la natural perfección; suple faltas esenciales, y con ventajas en todos los superiores e ínfimos empleos; lo bueno es que no se puede definir, porque no se sabe en qué consiste; o si no, digamos que son todas las tres Gracias juntas en un compuesto de toda perfección.

Y porque no apelemos siempre de prodigios a la antigüedad, ni mendiguemos lo heroico de lo pasado, veneró moderna la admiración y celebró el universal aplauso en su punto, digo en su extremo, esta galante prenda en la católica, en la heroica y también grande la Reina nuestra señora, doña Isabel de Borbón, aquélla que, no ya prosiguió, sino que adelantó la gloria del renombre y la felicidad de los aciertos de las Isabelas Católicas de España. Entre singulares muchos coronados realces, sobreostentaba un tan bizarro modo, un tan soberano agrado, que, de robar los corazones de sus vasallos, llegó a hechizar los afectos; más recababa una humanidad suya que toda una real divinidad. Obró mucho en poco tiempo, vivió plausible, murió llorada. Envidiáronla, o la muerte el alzarse con el mundo, o el Cielo lo ángel y lo santo. Arrebatáronla entrambos a nuestra mejorada dicha, consiguiendo acá el renombre de deseada, que es el primero en las reinas, y allá la gloria, que es la última felicidad.




ArribaAbajo- XXIII -

Arte para ser dichoso


Fábula


Tiene la mentida Fortuna muchos quejosos y ningún agradecido. Llega este descontento hasta las bestias, pero ¿a quién mejor? El más quejoso de todos es el más simple. Íbase éste quejando de corrillo en corrillo, y hallaba, no sólo compasión, pero aplauso, especialmente en el vulgo.

Un día, pues, aconsejado de muchos y acompañado de ninguno, dicen que se presentó en la audiencia general del soberano Júpiter; aquí, profundamente humilde, que le es de agradecer a un necio, y otorgada la inestimable licencia de ser escuchado, pronunció mal esta peor trazada arenga:

«Integérrimo Júpiter, que justiciero y no vengador te deseo: aquí tienes ante tu majestuosa presencia el más infeliz, sobre ignorante, de los brutos, solicitando, no tanto la venganza de mis agravios cuanto el remedio de mis desdichas. ¿Cómo pasa, ¡oh, Numen eterno!, tu entereza por la impiedad de la Fortuna, sólo para mí ciega, tirana y aun madrastra, ya que la naturaleza me hizo el más simple de los animales, que es decir cuanto se puede? ¿Por qué esta cruel, a tanta carga, ha de añadir la sobrecarga de desdichado, violando el uso y atropellando la costumbre? Me hace ser necio y vivir descontento; persigue la inocencia y favorece la malicia; el soberbio León triunfa; el Tigre cruel vive; la Vulpeja, que a todos engaña, de todos se ríe; el voraz Lobo pasa. Yo solo, que a ninguno hago mal, de todos lo recibo. Como poco, trabajo mucho; nada del pan, todo del palo. Tráeme desaliñado y yo, que me soy feo, no puedo parecer entre gentes, y sirvo de acarrear villanos, que es lo que más siento».

Conmovió grandemente esta lastimosa proclamación a todos los circunstantes. Sólo Júpiter, severo, que no se inmuta así vulgarmente, alargó la mano sobre que había estado, no tanto recodado, cuanto reservando para la otra parte aquel oído, hizo ademán que llamasen para dar su descargo a la Fortuna.

Partieron en busca de ella muchos soldados, estudiantes y pretendientes; anduvieron por muchas partes y en ninguna la hallaban. Preguntaban a unos y a otros, y ninguno sabía dar razón. Entraron en la casa del poderoso Mando, y era tanta la confusión y la prisa con que todos, sin discurrir, se movían, que no hallaron quien les respondiese, ni aun les escuchase, aunque toparon con muchos. Discurrieron ellos que sin duda no debía de estar entre tanto desasosiego, y no se engañaron. Pasaron a la casa de la Riqueza, y aquí les dijo el Cuidado que había estado, pero muy de paso, no más de para encomendar algunos haces de espinas y unos talegones de leznas. Entraron en la quinta de la Hermosura, que está muy cerca del sexto, para pagarlo por las setenas; toparon con la Necedad, y, sin preguntar más, pasaron a la de la Sabiduría; respondioles la Pobreza que tampoco estaba allí, pero que de día en día la aguardaban.

Sola les quedaba ya otra casa, que estaba sola a la derecha acera. Llamaron, por estar muy cerrada, y salió a responderles una tan hermosa doncella, que creyeron ser alguna de las tres Gracias, y así, la preguntaron cuál era. Respondió con notable agrado que era la Virtud. En esto salía ya de allá dentro, y de lo más interior, la Fortuna, muy risueña. Intimáronla el mandato y obedeció ella como suele, volando a ciegas.

Llegó muy reverente al sacro trono, y todos los del cortejo la hicieron muchas cortesías, y aun zalemas, por recambiarlas. «¿Qué es esto, ¡oh Fortuna!, dijo Júpiter, que cada día han de subir a mí las quejas de tu proceder? Bien veo cuán dificultoso es el asunto de contentar, cuanto más a muchos, y a todos imposible. También me consta que a los más les va mal porque les va bien, y en lugar de agradecer lo mucho que les sobra, se quejan de cualquier poco que les falte. Es abuso entre los hombres nunca poner los ojos en el saco de las desdichas de los otros, sino en el de las felicidades, y al contrario en sí mismos; miran el lucimiento del oro de una corona, pero no el peso o el pesar. Por el tanto, yo nunca hago caso de sus quejas, hasta ahora, que las de éste de todas maneras infeliz traen alguna apariencia».

Mirósela la Fortuna de reojo, iba a sonreír, pero advirtiendo dónde estaba, mesurose y, muy caricompuesta, dijo: «Supremo Júpiter, una palabra sola quiero que sea mi descargo, y sea ésta: si él es un asno, ¿de quién se queja?» Fue muy reída de todos la respuesta, y del mismo Jove aplaudida, y en confirmación de ella y enseñanza del necio acusador, más que consuelo, le dijo:

«Infeliz bruto, nunca vos fuerais tan desgraciado, si fuerais más avisado. Andad, y procurad ser de hoy en adelante despierto como el León, prudente como el Elefante, astuto como la Vulpeja y cauto como el Lobo. Disponed bien de los medios, y conseguiréis vuestros intentos; y desengáñense todos los mortales, dijo alzando la voz, que no hay más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».




ArribaAbajo- XXIV -

Corona de la discreción


Panegiris


Zaherían a la lengua los huesos del cuerpo humano su tan murmurada flaqueza; ponderaban aquella su liviandad, con que no repara en anticiparse al mismo entendimiento, y no acababan de exagerar los vulgares empeños de su ligereza.

Pero la lengua, no faltándose a sí misma, defendíase con el corazón, que, siendo principio de la vida y rey de los demás miembros, es también de carne todo él. Excusábase con el cerebro, que, siendo asiento de la sindéresis, es muy más muelle que ella; pero no le valía, porque respondieron entrambos por sí, el corazón representando su valor y el cerebro apoyando su mucha estabilidad.

Viendo la lengua lo que la apuraban, sacando fuerzas de su propia flaqueza, dijo: «¿Qué, tan débil os parezco? Pues advertid que, si yo quiero, soy más fuerte que el más sólido de todos vosotros, y, aquí donde me veis toda de carne, basto yo a quebrantar diamantes, que no digo ya huesos». Riéronlo mucho todos, especialmente los dientes, que hicieron amago de detenerla, como suelen. «Sí, yo lo digo -repitió ella-, y lo probaré con tal evidencia, que todos la confeséis con aclamación. Sabed, y nótelo todo el mundo, que, cuando yo digo la verdad, soy lo fuerte de lo fuerte; nadie entonces me puede contrastar, y en fe de ella, todo lo sujeto.

»Fuerte es un rey que todo lo acaba; más fuerte es una mujer, que todo lo recaba; fuerte es el vino, que ahoga la razón, pero más fuerte es la verdad, y yo que la mantengo». «Verdad, verdad», exclamaron todos y diéronse por vencidos. Quedó triunfante la lengua, haciéndose mil en repetir y en celebrar este victorioso suceso.

Tiene esta gran reina su retiro en el corazón y su tribunal en la lengua; aquí vienen a parar todas las causas, si no de primera instancia, por apelación de desengaño.

Así sucedió en aquella célebre contienda que tuvieron entre sí las más sublimes prendas de un varón consumadamente perfecto, sobre el ya globo de oro, para ápice de su inmortal corona. Contendían la Alteza de ánimo, la Majestad de espíritu, la Autoridad, la Estimación, la Reputación, la Universalidad, la Ostentación, la Galantería, el Despejo, la Plausibilidad, el Buen Gusto, la Cultura, la Gracia de las gentes, la Retentiva, lo Noticioso, lo Juicioso, lo Inapasionable, lo Desafectado, la Seriedad, el Señorío, la Espera, lo Agudo, el Buen Modo, lo Práctico, lo Ejecutivo, lo Atento, la Simpatía sublime, la Incomprensibilidad, la Indefinibilidad, con otras muchas de este porte y grandeza.

Comenzó al principio por una generosa emulación, y vino a parar después en un bando tan declarado cuan esclarecido; no sólo ya entre las mismas prendas, sino entre los valederos de ellas. Eran éstos, aunque pocos, singulares, los mayores hombres de los siglos, gigantes todos de la fama, prodigios de las eminencias, al fin todos ellos inmortales héroes.

Competían como apasionados y diligenciaban como poderosos, adelantando cada uno su realce; los sabios por razón, los valerosos por fuerza y los poderosos por autoridad. Fue tal el tesón de inmortalidad, con tal inflamación de aplauso, que se vio arder todo el reino de la heroicidad en esta lucidísima guerra.

Discurría varia la Fama, y muy equívoca la Fortuna, según los tiempos, los usos, y los genios de las gentes, con que cada uno abundaba en su sentir, y nunca se declaraba la victoria. Considerando los varones sabios que el Litigio fue hijo del Caos y parto de la Confusión, propusieron a los demás el llevar esto por tela de juicio y no de la contienda; convinieron todos y remitiéronse al acierto de una sabia, prudente y justísima sentencia. Mas de una dificultad, como se suele, dieron en otra mayor, y fue a qué tribunal acudirían.

Porque Astrea muchos días ha que, desahuciando el mundo, se retiró al cielo. Ir a Momo era condenarse todos; porque la murmuración a nadie da justicia, ni aun arbitrio; todo lo condena. Sola quedaba la Verdad, mas ella ha muchos siglos que dio en cuerda, retirándose a su interior, fingiéndose acatarrada, y aun muda. Con todo eso, a ruego de sus amartelados sabios, y pidiendo primero salvoconducto a los reyes, que por esta sola vez se lo concedieron, dejose ver más hermosa cuanto más de cerca, más galante cuanto más desnuda, que tomó de la primavera con el nombre la belleza. Traía poco séquito, pero lucido, y, aunque aborrecida de muchos, fue acatada de todos.

Sentose en su tribunal a la luz del mediodía. Comenzaron a informar las partes, haciéndose encomios al modo que quedan referidos. Alabolas a todas, y con tal singularidad a cada una, que parecía decantarse a ella, mas al cabo se declaró, diciendo: «Eminentísimos realces del varón culto, plausibles prendas del varón discreto; confieso ingenuamente que a todos os admiro y a todas os celebro, pero no puedo dejar de decir la verdad, por no faltarme a mí misma. Digo, pues, que brilla un sol de los realces, lucimiento de las prendas, esplendor de la heroicidad y de la discreción complemento. Tiene en vez de esfera, religiosa ara en aquel cristiano Haro, don Luis Méndez, idea mayor de esta primera prenda. Llamola Séneca el único bien del hombre; Aristóteles, su perfección; Salustio, blasón inmortal; Cicerón, causa de la dicha; Apuleyo, semejanza de la divinidad; Sófocles, perpetua y constante riqueza; Eurípides, moneda escondida; Sócrates, basa de la fortuna; Virgilio, hermosura del alma; Catón, fundamento de la autoridad. Llevándola a ella sola, llevaba todo el bien Biante; Isócrates la tuvo por su posesión; Menandro, por su escudo; y por su mejor aljaba, Horacio; Valerio Máximo no la halló precio; Plauto la hizo premio de sí misma, y el plausible César la llamó fin de las demás, y yo, en una palabra, la entereza».




Arriba- XXV -

Culta repartición de la vida de un discreto


Mide su vida el sabio como el que ha de vivir poco y mucho. La vida sin estancias es camino largo sin mesones, pues ¡qué si se ha de pasar en compañía de Heráclito! La misma naturaleza, atenta, proporcionó el vivir del hombre con el caminar del sol, las estaciones del año con las de la vida, y los cuatro tiempos de aquél con las cuatro edades de ésta.

Comienza la Primavera en la niñez alegre, tiernas flores en esperanzas frágiles. Síguese el Estío caluroso y destemplado de la mocedad, de todas maneras peligroso, por lo ardiente de la sangre y tempestuoso de las pasiones. Entra después el deseado Otoño de la varonil edad, coronado de sazonados frutos, en dictámenes, en sentencias y en aciertos.

Acaba con todo el Invierno helado de la vejez: cáense las hojas de los bríos, blanquea la nieve de las canas, hiélanse los arroyos de las venas, todo se desnuda de dientes y de cabellos, y tiembla la vida de su cercana muerte. De esta suerte alternó la naturaleza las edades y los tiempos.

Emula el arte, intenta repartir la moral vida ingeniosamente varia. En una palabra la dijo Pitágoras y aun menos, pues en una sola letra y en sus dos ramos cifró los dos caminos tan opuestos del mal y del bien. A este arriesgado bivio dicen que llegó Alcides al amanecer, que la razón es aurora, y aquí fue su común perplejidad. Miraba el de la diestra con horror, y con afición el de la siniestra. Estrecho aquél y dificultoso, al fin cuesta arriba, y por el consiguiente desandado; espacioso éste y fácil, tan cuesta abajo cuan trillado. Paró aquí, reparando cuán superior mano le guió impulsiva por el camino de la virtud al paradero de heroicidad.

Donosamente discurrió uno, y dulcemente lo cantó otro, el Falcón que se convirtió en cisne: diéronle al Hombre treinta años suyos para gozarse y gozar, veinte después prestados del jumento para trabajar, otros tantos del perro para ladrar y veinte últimos de la mona para caducar; excelentísima ficción de la verdad.

Mas, ahorrando de erudita prolijidad, célebre gusto fue el de aquel varón galante que repartió la comedia en tres jornadas y el viaje de su vida en tres estaciones. La primera empleó en hablar con los muertos. La segunda, con los vivos. La tercera, consigo mismo. Descifremos el enigma. Digo que el primer tercio de su vida destinó a los libros, leyó, que fue más fruición que ocupación; que si tanto es uno más hombre cuanto más sabe, el más noble empleo será el aprender; devoró libros, pasto del alma, delicias del espíritu. ¡Gran felicidad, topar con los selectos en cada materia! Aprendió todas las artes dignas de un noble ingenio, a distinción de aquellas que son para esclavas del trabajo.

Prevínose para ellas con una tan precisa cuanto enfadosa cognición de lenguas: las dos universales, latina y española, que hoy son las llaves del mundo, y las singulares griegas, italiana, francesa, inglesa y alemana, para poder lograr lo mucho y bueno que se eterniza en ellas.

Entregose luego a aquella gran madre de la vida, esposa del entendimiento e hija de la experiencia, la plausible Historia, la que más deleita y la que más enseña. Comenzó por las antiguas, acabó por las modernas, aunque otros practiquen lo contrario. No perdonó a las propias ni a las extranjeras, sagradas y profanas, con elección y estimación de los autores, con distinción de los tiempos, eras, centurias y siglos; comprensión grande de las monarquías, repúblicas, imperios, con sus aumentos, declinaciones y mudanzas; el número, orden y calidades de sus príncipes; sus hechos en paz y en guerra. Y esto con tan feliz memoria, que parecía un capacísimo teatro de la antigüedad presente.

Paseó los deliciosísimos jardines de la Poesía, no tanto para usarla cuanto para gozarla, que es ventaja y aun decencia; con todo eso, ni fue tan ignorante que no supiese hacer un verso, ni tan inconsiderado que hiciese dos. Leyó todos los verdaderos poetas, adelantando mucho el Ingenio con sus dichos y el juicio con sus sentencias, y entre todos dedicó el seno al profundo Horacio y la mano al agudo Marcial, que fue darle la palma, entregándolos todos a la memoria y más al entendimiento. Con la Poesía juntó la gustosa humanidad, y por renombre las buenas letras, atesorando una relevante erudición.

Pasó a la Filosofía y, comenzando por lo natural, alcanzó las causas de las cosas, la composición del universo, el artificioso ser del hombre, las propiedades de los animales, las virtudes de las hierbas y las calidades de las piedras preciosas. Gustó más de la moral, pasto de muy hombres, para dar vida a la prudencia, y estudiola en los sabios y filósofos, que nos la vincularon en sentencias, apotegmas, emblemas, sátiras y apólogos. Gran discípulo de Séneca, que pudiera ser Lucilio; apasionado de Platón, como divino, de los Siete de la fama, de Epicteto y de Plutarco, no despreciando al útil y donoso Esopo.

Supo con magisterio la Cosmografía, la material y la formal, midiendo las tierras y los mares, distinguiendo los parajes y los climas; las cuatro partes hoy del universo, y en ellas las provincias y naciones, los reinos y repúblicas, ya para saberlo, ya para hablarlo, y no ser de aquellos tan vulgares, o por ignorantes o por dejados, que jamás supieron dónde tenían los pies. De la Astrología supo lo que permite la cordura. Reconoció los celestes orbes, notó sus varios movimientos, numeró sus astros y planetas, observando sus influencias y efectos.

Coronó su práctica estudiosidad con una continua grave lección de la Sagrada Escritura, la más provechosa, varia y agradable al buen gusto y al ejemplo de aquel Fénix de reyes, don Alfonso el Magnánimo, que pasó de cabo a cabo la Biblia catorce veces con comento, en medio de tantos y tan heroicos empleos.

Consiguió con esto una noticiosa universalidad, de suerte que la Filosofía Moral le hizo prudente; la Natural, sabio; la Historia, avisado; la Poesía, ingenioso; la Retórica, elocuente; la Humanidad, discreto; la Cosmografía, noticioso; la sagrada lección, pío, y todo él en todo género de buenas letras consumado, que pudiera competir con el Excelentísimo Señor don Sebastián de Mendoza, Conde de Coruña. Éste fue el grande y primer acto de su vida.

Empleó el segundo en peregrinar, que fue gustoso peregrino, segunda felicidad para un hombre de curiosidad y buena nota. Buscó y gozó de todo lo bueno y lo mejor del mundo, que quien no ve las cosas no goza enteramente de ellas; va mucho de lo visto a lo imaginado; más gusta de los objetos el que los ve una vez que el que muchas, porque aquélla se goza y las demás enfadan; consérvase en aquellas primicias el gusto sin que las roce la continuidad; el primer día es una cosa para el gusto de su dueño, todos los demás para el de los extraños.

Adquiérese aquella ciencia experimental, tan estimada de los sabios, especialmente cuando el que registra atiende y sabe reparar, examinándolo todo o con admiración o con desengaño.

Trasegó, pues, todo el Universo, y paseó todas sus políticas Provincias: la rica España, la numerosa Francia, la hermosa Inglaterra, la artificiosa Alemania, la valerosa Polonia, la amena Moscovia y todo junto en Italia. Admiró sus más célebres emporios, solicitando en cada ciudad todo lo notable, así antiguo como moderno: lo magnífico de sus templos, lo suntuoso de sus edificios, lo acertado de su gobierno, lo entendido de sus ciudadanos, lo lucido de su nobleza, lo docto de sus escuelas y lo culto de su trato.

Frecuentó las cortes de los mayores príncipes, logrando en ellas todo género de prodigios de la naturaleza y del arte en pinturas, estatuas, tapicerías, librerías, joyas, armas, jardines y museos.

Comunicó con los primeros y mayores hombres del mundo, eminentes, ya en letras, ya en valor, ya en las artes, estimando toda eminencia; y todo esto con una juiciosa comprensión, notando, censurando, cotejando y dando a cada cosa su merecido aprecio.

La tercera jornada de tan bello vivir, la mayor y la mejor, empleó en meditar lo mucho que había leído y lo más que había visto. Todo cuanto entra por las puertas de los sentidos en este emporio del alma va a parar a la aduana del entendimiento; allí se registra todo. Él pondera, juzga, discurre, infiere y va sacando quintas esencias de verdades. Traga primero leyendo, devora viendo, rumia después meditando, desmenuza los objetos, desentraña las cosas, averiguando las verdades y aliméntase el espíritu de la verdadera sabiduría.

Es destinada la madura edad para la contemplación, que entonces cobra más fuerzas el alma cuando las pierde el cuerpo, reálzase la balanza de la parte superior lo que descaece la inferior. Hácese muy diferente concepto de las cosas, y con la madurez de la edad se sazonan los discursos y los afectos.

Importa mucho la prudente reflexión sobre las cosas, porque lo que de primera instancia se pasó de vuelo, después se alcanza a la revista.

Hace noticiosos el ver, pero el contemplar hace sabios. Peregrinaron todos aquellos antiguos filósofos discurriendo primero con los pies y con la vista, para discurrir después con la inteligencia, con la cual fueron tan raros. Es corona de la discreción el saber filosofar, sacando de todo, como solícita abeja, o la miel del gustoso provecho o la cera para la luz del desengaño.

La misma Filosofía no es otro que meditación de la muerte, que es menester meditarla muchas veces antes, para acertarla hacer bien una sola después.





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