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ArribaAbajoCapítulo 7

La palabra suntuaria y política: el Túmulo a Felipe IV


Al igual que veinte años atrás, la ciudad de México, magnífica en sus espacios y en el «teatro» natural que la circunda, se dispone a testimoniar el profundo dolor de la muerte del, en esta ocasión, centro del orbe en el que gravita el peso de la monarquía española. Si en 1647 la conmoción de la capital novohispana se debe a la funesta noticia de la muerte del luminoso Baltasar Carlos, en 1666 es el Astro Rey, el monarca mismo, el de débil voluntad, Felipe IV, quien nubla al hemisferio americano, según el hermoso título de Sariñana: Llanto del Occidente al Ocaso del mas claro Sol de las Españas. Dentro de la simbología que designa la grandeza de un monarca, ninguna más apropiada para significar al soberano que la referencia astral: «especialmente al Sol cuyo ocaso simbolizó la muerte del monarca» (Osorio 1989: 180). Como veremos a lo largo del texto, el Sol es una de las metáforas más frecuentadas para significar la personalidad del cuarto de los Felipes.

En las ya mencionadas exequias fúnebres que se dedican al hijo de Felipe IV, muerto a los escasos diecisiete años de edad, se lee:

que como en todo tiempo [la ciudad de México] ha sido tan amante de sus Reyes, á pulsado siempre igual, y constante en las demonstraciones exteriores, ajustando los alientos de su honrosidad, y los latidos de su nobleca á los sucessos de España; congratulándose con los prosperos, y doliendose de los adversos: como las dos Liras, que dizen, que recorridas, y refinadas sus cuerdas, y puestas en un punto, herida la una, suena la otra con la misma consonancia, que si ella ubiera recebido el golpe.


(Real Mausoleo: f. 1r-1v)                


El párrafo anterior reviste singular importancia por el mensaje de adhesión política que el virreinato profesa a la monarquía española. Lo ocurrido   —168→   a la casa reinante afecta el sentimiento solidario de sus colonias americanas, como lo parece simbolizar el Águila bicéfala austriaca, que mira en dirección opuesta a los dos confines de su vasto y ya para entonces decadente imperio. Acertadas son las palabras de Fernando Checa cuando asevera:

Ningún género mejor para estudiar las cualidades retóricas y persuasivas de las imágenes simbólicas que el de la arquitectura efímera que se levantaba con motivo de especiales y solemnes acontecimientos y, sobre todo, en ocasión de entradas triunfales y celebraciones funerarias.


(Checa 1995: 255-256)                


Francisco de la Maza, con su tradicional ironía, contextualiza y describe a la perfección los complejos preparativos que la corte virreinal organizaba citando llegaba la noticia de la muerte de un prominente miembro de la realeza, en especial la del propio monarca:

Cuando llegaba la noticia de la muerte de una persona real a la Nueva España, lo primero que se hacía era «publicar los lutos», por medio de pregonero y música, con solemnes visitas de la Audiencia al virrey, del virrey al arzobispo, de éste a la Audiencia, etc. Se procedía luego a la preparación de las honras fúnebres de las cuales se encargaban, casi siempre, algunos oidores, que llamaban al arquitecto o pintor más importante para que diseñase la pira, así como a los poetas y doctores universitarios para los versos, inscripciones y epitafios, pidiendo a las altas autoridades eclesiásticas eligiesen al predicador de los sermones y elogios de la real carroña.


(Maza 1946: 22)                


En esta solemne ocasión, el Tribunal de la Inquisición encarga la preparación de las magnas exequias reales a dos de sus censores más destacados. Es pertinente señalar aquí lo que hasta ahora se sabe de Núñez como calificador del Santo Oficio. Como explica María Águeda Méndez, «aunque [1660] es el año que muchos hemos usado [de su inicio como calificador] por ser el único dato concreto con el que contamos, no se puede aseverar con total certeza que nuestro jesuita haya empezado entonces sus labores como calificador» (Méndez en prensa, n. 13). En un expediente del Ramo Inquisición del Archivo General de la Nación (AGN), se declara la doble autoría del túmulo con el siguiente registro:

La historia del túmulo, geroglificos dél, poesías y pinturas se encomendaron a los muy reverendos padres calificadores Francisco de Uriue y Antonio Nuñez,   —169→   de la Compañia de Jesus y cathedráticos de prima en su collegio de San Pedro y San Pablo desta ciudad, que con mucho gusto ofrecieron a hacerlo y acudirán a todo.


(AGN, Inquisición, vol. 1508, exp. 5, fol. 84r)                


Es pertinente aclarar que aunque la portada del impreso presenta el año de 1666, José Toribio Medina, en su Historia de la Imprenta en México (1989: t. 2, entrada 985, 405), la incluye en 1667. La razón es simple puesto que la aprobación de impresión del Dr. don Nicolás del Puerto ostenta la fecha: 24 de marzo de 1667. La parte del documento inquisitorial a la que nos referimos arriba está fechada el 26 de junio de 1666, cuando el Tribunal del Santo Oficio se prepara a poner en escena en el templo de Santo Domingo, centro y dominio de su jurisdicción, el «teatro» funerario en honor del inconsistente soberano cuyo reinado fue en gran medida conducido por el conde-duque de Olivares, quien, por su propio beneficio, mas sin olvidar el protagonismo simbólico y teatral del monarca, se empeñó en hacer de Felipe un soberano de significación astral:

La preparación de Felipe IV por Olivares para su papel estelar -o, con mayor precisión, su papel planetario como verdadero Rey Sol-, el rey planeta constituyó un acto consciente de gobierno, pensado para restaurar la autoridad de la monarquía.


(Elliot 1990: 195)                


Este personaje tan poco dotado para ejercer el poder cuando España más lo precisaba, es magnificado a las dimensiones del mito y de la historia clásica tanto por Sariñana como por Núñez y Uribe. Es sabido que este proceso alquímico que transforma el cobre humano en oro emblemático es parte de un código político que se cimienta en lo ideológico y en lo ceremonial, dictado por la significación de la monarquía:

Las exequias, ciertamente, trataban de narrar la vida, muerte, y bienaventuranza del monarca, supremo paradigma del destino de todo ser humano. Pero también venían a ser un medio de propaganda política. La pompa fúnebre era una ocasión única para exaltar la grandeza de la majestad en su mayor desdicha, encareciendo su proximidad con el ámbito de lo sagrado.


(Varela 1990: 125)                


Al igual que en los arcos triunfales, en las piras funerarias el o los autores -muchos de ellos anónimos- proceden por medio de una analogía protagónica   —170→   entre el personaje real homenajeado en muerte y un héroe o un dios mitológico. En esta ocasión el personaje asimilado a la metáfora es el rey Numa, protector y fundador de los ritos religiosos en los tiempos iniciales de la realeza latina. Es así como se hacen coincidir dos personajes de tiempos históricos tan distantes, en un signo de un mismo valor simbólico y con una idéntica magnificencia cultural. La estrategia literaria y artística preferida por los escritor es de estos textos panegíricos del poder y de su corpórea representación es la referencia erudita de los clásicos grecolatinos quienes -aunque no tanto como la Sagrada Escritura- son la máxima autoridad y legítima fuente de conocimiento que el autor no sólo puede sino debe seguir. En el caso del mausoleo a Felipe IV, los autores latinos clásicos más consultados son Dionisio de Halicarnaso y, sobre todo, Plutarco, el primer autor de historia comparada, fusión de modelos protagónicos griegos y romanos. Es así que, a partir de las fascinantes Vidas paralelas del escritor romano del siglo tercero, se establece una mimesis literaria, ideológica y artística para convertir a Felipe IV, nada menos que en el Numa del siglo XVII.

Otro motivo de representación del monarca -más audaz para ensalzar al rey que compararlo con los soberanos, los héroes y los dioses de la mitología grecolatina y más enfático en cuanto al mensaje político- es elevarlo como magno y cimero trasunto del poder sobre la tierra, es decir, representarlo como sucedáneo de la única y verdadera divinidad. La iconografía novohispana en altares, lienzos y retablos nos muestra la penetración ideológica de la autoridad monárquica, plenamente licitada por Dios mismo. No es nada casual que los altares centrales y principales de dos de nuestros más importantes templos metropolitanos se identifiquen como el «Altar de los Reyes». Tal es el caso de las catedrales de Puebla y de la ciudad de México. «En Puebla hay dos tallados en tecali [...] Uno de ellos es el Retablo de los Reyes de la catedral, muy importante porque es el más antiguo con columnas salomónicas, construido entre 1646-1649» (Vargaslugo 1993: 112). En los extremos de la composición toda, edificada por esa gran personalidad de la cultura novohispana que fue Juan de Palafox y Mendoza, se pueden admirar las esculturas de tres reyes y tres reinas canonizados: San Luis de Francia, San Eduardo de Inglaterra y San Fernando de España. Al otro extremo surgen Santa Elena, madre del emperador Constantino, con la cruz, signo inequívoco de la protección de la divinidad al poder temporal de los monarcas,   —172→   Santa Margarita de Escocia y Santa Isabel de Hungría. Más importante para el fiel espectador, que recibe una elocuente lección de la grandeza real, es el ultrabarroco Altar de los Reyes, en la Catedral de México. En el extraordinario y abigarrado retablo de Jerónimo de Balbás -elegido por Justino Fernández como la obra más significativa del arte virreinal- aparecen las imágenes de doce reyes y reinas santos quienes en vida fueron modelo de virtudes hagiográficas preponderantes. Al centro de la composición están dos espléndidos cuadros de Juan Rodríguez Juárez. En la pintura superior está la Virgen María, patrona tutelar del templo diocesano, en su asunción a los cielos. Más importante dentro de la significación argumental del retablo todo es el cuadro inferior que representa la Adoración de los Reyes al monarca de todos los soberanos, a Cristo recién nacido. El doble mensaje, el real y el trascendente, imprimen en el alma del fiel la convicción de que las más altas potestades terrenas están sometidas a la autoridad divina, al Rey de Reyes quien elige y legitima al poder temporal.

El Sol es generoso dador de vida para sus súbditos, o más aún, ungido por la divinidad para gobernar a sus subordinados; el mito astral es retomado en la muerte de un soberano: «El del sol, astro rey, de curso siempre regular, próvido y benefactor que, cuando se pone en un mundo -España-, nace en otro las -Indias-, es decir, que cuando se oculta a esta vida visible renace en la eterna» (Vareta 1990: 111).

En relación con todos los signos conceptuales, ceremoniales o visuales que vinculaban al monarca con Dios en la España de Felipe IV, Elliott señala:

Esta constante alusión a los lazos sagrados que ligaban a Dios y al rey parece haber tenido un doble propósito. Ante el mundo en general contribuía a definir la posición del rey de España como el más católico de los reyes; pero de puertas adentro, en la propia España, proporcionaba, asimismo, un importante factor de cohesión política y social. Iglesia y rey eran los dos únicos elementos comunes en la dispar y fragmentada monarquía española, y la uniformidad religiosa, que el rey, la Iglesia y la Inquisición se encargaban de hacer observar, era garantía para un continuado orden y estabilidad políticos.


(Elliott 1990: 208-209)                


Son precisamente estos tres elementos inseparables de la autoridad temporal y eterna los que están presentes en el túmulo que la Inquisición ofrece   —172→   en la solemne e infausta ocasión del deceso de Felipe IV. Es ejemplo significativo que el virrey -el que está en lugar y representación del soberano- sea quien reciba las condolencias oficiales de todos los tribunales y de los representantes de los estamentos y corporaciones principales que componen el fino tejido social de la punta de la pirámide estamental novohispana:

Llegó el día quatro de Junio, dispuesto y señalado á los señores de la Real Audiencia y demás Tribunales, para la solemne función del Pesame, que el Exmo. Señor Virrey Marqués de Manzera, como Cabeça de todos estos Reynos, en donde represente su Real persona, recibía, en nombre de su Magestad, nuevamente aclamado Rey, CARLOS SEGUNDO, q. prospere Dios sobre las felices hazañas de su Ascendiente ejemplar, el señor Emperador Carlos V.


(Uribe y Núñez 1667 : f. 4v)                


El ritual de las condolencias trasciende el ámbito americano y connota no sólo la potestad del virrey en la Nueva España, sino que -más importante aún- prolonga en el ánimo de espectadores y lectores la continuidad de la monarquía en la persona del patético Carlos II, «El Hechizado», a quien ilusoriamente se pretende comparar con su homónimo, el gran emperador Carlos V, el primero de ese nombre en el linaje de los Austrias. La celebración y los faustos magníficos en honor del cuarto Felipe y de su sucesor son en signo elocuente del valor universal e inamovible de la monarquía:

La incansable sucesión de ceremonias y festividades mantenían arraigado en el ánimo de los españoles -de aquí y de allá- la ilusión de un vigor político capaz de contener los reveses del tiempo y de sustentar con firmeza una visión casi mítica -atemporal e inmutable- de una monarquía depositaria y ejecutoria de los designios del único Dios verdadero.


(Pascual Buxó 1975: 30)                


La magnificencia de las exequias, ritual del culto al poder y a la autoridad monárquica, cobra un especial esplendor en el túmulo de Núñez de Miranda y de Francisco de Uribe. La grandeza de la ceremonia luctuosa va a magnificarse más aún en la conjunción de lenguajes -visual y verbal- que conforman el espectáculo, la relación de las fiestas, la descripción de la «fábrica» funeraria y efímera en sus signos plásticos, pero perdurable en su manifestación discursiva. El impreso reviste una especial importancia no sólo para la   —173→   literatura y la investigación documental, sino también para la historia del arte. Al respecto, Tovar y de Teresa manifiesta:

[las exequias] de Felipe IV se encuentran descritas en un rarísimo libro que por fortuna figura en la Biblioteca Nacional de México, impreso en 1666, titulado Honorario Túmulo, obra de dos jesuitas, Francisco Uribe y Antonio Núñez de Miranda. Resulta sumamente interesante que el P. Núñez sea uno de los autores, pues además de ser el famoso confesor de Sor Juana, este jesuita fue uno de los personajes más extraordinarios de México en el siglo XVII. Uribe y Núñez dispusieron la fábrica del túmulo con Pedro Ramírez, indicándole el tema de las pinturas, y las esculturas, tarjas y emblemas que lo adornarían.


(Tovar y de Teresa 1988: 196)                


El texto que se conserva reviste, en efecto, un interés múltiple para los estudiosos de la cultura virreinal. Inserto dentro de la vasta producción de literatura de circunstancia, reitera el vínculo entre arte y poder, incidiendo en las estrategias del «discurso oficial», y, por otra parte, es una contribución más para profundizar en el estudio de la literatura emblemática, propia de arcos triunfales y túmulos funerarios. Como todo escrito de esta índole, el que nos ocupa presenta la descripción en prosa de los festejos y la inclusión de las poesías que integran los emblemas. En cuanto a la narración de los sucesos, el de Núñez de Miranda-Uribe se inserta dentro del corpus de las «Relaciones» de fiestas:

Cuando nos interesamos en relaciones festivas, hemos de tener en cuenta algunos factores que a veces son más determinantes que en otro tipo de manifestaciones de este género editorial: quién organiza la fiesta que se relata; quién es el promotor de la relación; si el relator participó de algún modo en el diseño o elaboración del programa festivo, y en qué parte (especialmente interesante es si participó en idear los aparatos de arte efímero y la iconografía que los adorna [...]) Otros datos de especial importancia son la fecha y el lugar en que se celebra la fiesta relatada. Como es bien sabido, las celebraciones festivas están íntimamente unidas a la situación política, económica y social de una ciudad. El dejar testimonio escrito de las fiestas en forma de relaciones de esos acontecimientos, también.


(López Poza 1996: 239)                


Al igual que en el documento inquisitorial que citamos páginas atrás, en la dedicatoria del texto firmada por ambos jesuitas podemos leer:

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Vuelve a los pies de V. Señoría, la obra, que no sin razón, se puede gloriar de sus manos [...] La Relacion del Honorario Túmulo, y Exequiales Honras, que con aparato de verdad Imperial celebró el Tribunal de la Fé, á la Magestad del Señor Rey PHILIPPO IIII, EL GRANDE, que mejor Reyno goza.


(Uribe y Núñez 1667: sin foliar)                


En cuanto a la participación de los autores, en una encubierta tercera persona, refieren_

Ordenóse a los PP. Calificadores Francisco de Urive, y Antonio Núñez, dispusiessen la traza del Túmulo, y la montasen toda con el Maestro, para que conforme á lo que entre sí conviniesen, en la obra de su pintura, y architectura, cayese más ajustado el concierto del precio, y distribución de las luces [...] Obrase á puerta cerrada, sin los enfadosos concursos, estorvos, y pareceres de un abierto vulgo: y con los silenciosos recatos del Santo Officio, aun en esto. Acabado con tiempo, y sazón, se empezó a plantar en el centro, ó Crucero de la Capilla mayor de la Yglesia de Santo Domingo, que con ser de las mayores de esta Corte, pareció à muchos mucho menor, de lo que pedía tan grande Mausoleo, y magnifica Architectura.


(ibid.: ff. 5v-r)                


La magnificencia y lujo de la «fábrica» se imantan al discurso que la describe, pleno de solemnidad y de estilo suntuario, presente a lo largo de todo el escrito. Es importante resaltar en las palabras transcritas la participación del Santo Oficio como organizador de la gran ceremonia y del texto que la hará perdurar para la posteridad. No sólo se patentiza su «rol» como promotor del luctuoso festejo, sino el sentir que inspira en el «vulgo», como signo inequívoco de la arraigada influencia de poder que la Inquisición inspiraba a la población:

y el pueblo Christiano, que mira y admira las acciones todas del Santo Officio, á la respectosa luz de su acato, aun á la primera vista de su sobre triste Magestad, y magestosa pausa adoró reverente la soberanía Orthodoxa, que representaba en lo de fuera: y pezó asombrado el íntimo dolor, que en su fiel coraçón reconcentraba.


(ibid.: ff. 4v-5r)                


A lo largo del texto, con «estilo elevado» en la prosa y en el verso, se va a dar puntual relación de todos los sucesos que integran el ceremonial luctuoso: la proclamación de las ceremonias; la descripción detallada y temporal   —175→   de todas las festividades; los momentos climáticos de los sucesos cortesanos, como el referido pésame que todos los tribunales e instituciones civiles rinden al virrey Mancera; la enorme cantidad de público que asiste a las diversas ceremonias (y que es importante resaltar hiperbólicamente para que se consigne que en la historia de la ciudad de México no hubo antes una concurrencia igual); la descripción de los lugares ocupados por los distintos miembros de los estamentos que componen la desigual conformación social y la descripción e inclusión de los cuadros y lienzos que integran la historia edificante del «Numa Español». Todo ello es medular para ritualizar el acto de poder político que es en realidad la erección de un catafalco real.

Para concluir nuestras consideraciones acerca de la relación en prosa, quisiéramos tratar un tema que es frecuente entre los criollos intelectuales de la época: la conceptualización que la mayoría de éstos -al fin como estamento social privilegiado- elaboran sobre lo que Núñez llama «el vulgo», y Sigüenza y Góngora denomina constantemente como «la plebe».

Nos referimos a las capas más desprotegidas de la desigual y muy jerarquizada pirámide social novohispana. La numerosa concurrencia y el poder de dominio masivo que inspira el mero nombre de la Suprema se perciben en estas palabras:

Quien ubiere visto los immensos concursos de México, á estos actos, y la violencia con que todo se atropella, sin que aya authoridad, providencia, ó fuerza que los sepa, ò pueda contener: estimará, con el debido aprecio este reporte, y hará altissimo concepto de la summa reverencia, que se tiene aun á la sombra de S. Inquisición.


(1667: f. 44v)                


Ese carácter vertical del orden social novohispano se patentiza en los diversos actos públicos: inauguración del túmulo, misas, procesiones y demás festividades que componen las exequias en honor del «Numa Cathólico». En ellas observamos un modelo inamovible de sociedad, en que cada uno ocupa el lugar que se le destina. Cuando aluden a la entidad que los autores llaman «pueblo», se congratulan de que los días anteriores a la gran celebración asista: «Todo el Pueblo, y especialmente la plebe vulgar, y la gente menuda, [y] dexassen más desahogados, sin sus desatentos concursos los dos días de las funciones» (ibid.: f. 44r). En las palabras anteriores observamos la carga de menosprecio e inferioridad expuesta en los adjetivos «vulgar», «menuda»   —176→   y «desatentos». Asimismo, los cronistas refieren cómo se construye (ni palenque: «como se suele hacer en semejantes concursos para evitar las indecencias, tropeles y peligros del desatado Pueblo» (1667: f. 45r; yo subrayo).

En esta triada -como ya hemos apuntado, muy frecuente en el discurso de la época- se constata la distancia que existía, como integración del modelo jerárquico del mundo, entre el criollo cultivado, la alta élite nobiliaria y «el pueblo». Asimismo, cuando se relata la esperada fecha de la develación del túmulo, los autores declaran lo siguiente: «llegó el día asignado [...] por el nobelero [sic] Pueblo, para su vulgar divertimiento: quanto esperado de la Religiosa República, para admirar, y respetar las acordadas disposiciones, y ajustadas demostraciones del Santo Tribunal» (ibid.: f. 45r). En las palabras transcritas podemos observar la contradicción entre «lo alto», significado por la «Religiosa República», y «lo bajo», representado por «el nobelero y vulgar Pueblo». Ambos sujetos son, finalmente, entidades abstractas, y tal vez por ello los juicios de los calificadores del Santo Oficio sean lapidarios y reflejen la contradicción que Núñez y Uribe, como intelectuales criollos, guardan entre la realidad y los signos que la representan.

La espléndida relación de las festividades luctuosas se complementa con el túmulo propiamente dicho, el cual se compone de ocho cuadros, construidos a base de emblemas, entidad triádica de significación que se compone de un mote, generalmente en latín, una representación pictórica y un poema:

Desde el momento en que cada imagen poética contiene un emblema potencial, puede comprenderse por qué los emblemas fueron la característica de este siglo, el XVII, en el que la tendencia a las imágenes alcanzó su clímax. Necesitado como estaba de certidumbre de los sentidos, el hombre del XVIII no se detuvo en la mera apreciación fantástica de la imagen: quiso exteriorizarla, transponerla a un jeroglífico, a un emblema.


(Praz 1989: 18)                


La mejor forma de representar la historia ejemplar y divinizada del difunto monarca a través de un consciente artificio literario, se da cuando los autores declaran lo siguiente: «Este era el cuerpo Architectico, que avían de informar los Emblemas y vivificar los Poemas que son alma de sus miembros» (Uribe y Núñez 1667: f. 8v). Asimismo, al realizar las descripciones -de los distintos lienzos que componen el magno emblema continuado en honor del desaparecido soberano, se apunta lo siguiente: «Pintóse para mayor   —177→   decoro y claridad, lo histórico, careado con lo alegórico» (1667: f. 12v). La definición que ofrece Pascual Buxó sobre el emblema resulta acertada para nuestro propósito:

De esta manera, pues, el emblema concebido por Alciato no es -como a veces se piensa- un breve texto alusivo a alguna figura mítica o histórica, al que facultativamente puede acompañársele de una ilustración gráfica, sino una verdadera unidad semiótica de tres miembros (emblema triplex) en la cual los textos verbales -mote y epigrama- proporcionan al lector las claves para penetrar el contenido semántico atribuido a las imágenes, es decir, a la res significans o icono cargado de referencias culturales implícitas.


(Pascual Buxó 1994: 242-243)                


Así, realzados en un sentencioso mote, en un cultista y elaborado poema, y en deslumbrantes imágenes, los emblemas de cada uno de los cuadros magnifican y analogan, con la misma elevación y dignidad, al cuarto monarca Habsburgo, y (por coincidencia significativa) al cuarto rey de los latinos. Las formas poéticas empleadas son las más sofisticadas y cultas de la época: sonetos, estrambotes, serventesios, décimas en silva o en endecasílabo, y octavas reales, por mencionar las más frecuentes.

Documentados en Dionisio de Halicarnaso y en Plutarco, pero sobre todo en este último, los escritores recrean una nuevas «Vidas Paralelas» entre el Numa legendario, fundador de los ritos religiosos en Roma, y el rey protector de Velázquez y de Calderón de la Barca. Como ejemplo de estas elaboradas y sublimadas analogías tomaremos el Cuarto Cuadro, que «narra» los efectos de una temible peste en Roma, la que el héroe conjura así:

Y acudiendo Numa â su ordinario refugio de la religiosa Fè, y recurso de los Dioses, especialmente al Patrocinio cierto, y experimentado de la Nimpha Egeria, le cayó en las manos, como venido del cielo, un Escudo de bronze, tan milagrosamente poderoso contra toda la peste, que luego cessó y se restituyó al reyno, cõ la salud, la alegría; y más afinados aprecios, y amorosas veneraciones de su Rey; por cuya Fè y Religión, les avía venido del cielo tan eficaz remedio.


(Uribe y Núñez 1667: ff. 17v-18r)                


La correlación entre «la supersticiosa historia» de la gentilidad se afirma y se actualiza al erigir a Felipe IV como paladín de la Fe, en contra de la   —178→   peste terrible de las herejías, auxiliado siempre del providencial patrocinio de la Virgen María. El escudo firme y eficaz va a ser (como es previsible tópicamente hablando) la Santa Inquisición. Es así que en el «serventesio de 14» se establece un triángulo protagónico, retórico y conceptual entre la Virgen, Felipe y la Fe:


Cunda por Francia de Heregia la peste:
Ambas Germanias su contagio infeste:
De cadáveres vivos, y almas muertas
Osario el Septentrión llore desiertas
Sus Yglesias: que España
No sentirá de su furor la saña.
Pues porque, no le pase á su mal viento,
Pasará España, ni por pensamiento.
De su fiel Patrocinio y Fé MARÍA,
El escudo le embía:
Con que triumphe á dos manos,
Y en que contra Rebeldes, y Tyranos,
Tan á mano, en su aliento,
Como en su Escudo, tenga el vencimiento.


(1667: f. 19v)                


Se nota que los versos de la silva no ostentan una alta calidad poética; más bien se les fuerza a encajar en su propósito de argumentación discursiva. No obstante, y en descargo de los autores, podemos asegurar que la mayoría de los poemas de circunstancia que pueblan los arcos triunfales, las piras funerarias y los certámenes de la época, presentan esta característica: son obra de versificadores hábiles y avezados, más que de auténticos poetas.

Para concluir el estudio de este espléndido discurso de poder que es el túmulo inquisitorial erigido para las exequias de Felipe IV, quisiera plantear una inquietud que me ha surgido a lo largo de varias lecturas, no sólo de este texto, sino de casi toda la obra de Núñez de Miranda: la cuestión de la autoría del escrito. Aunque en la obra se declara una doble autoría, propongo como hipótesis que la mayor parte de la redacción del túmulo corrió a cargo de Núñez. Para manifestar la anterior conjetura, me baso en una serie de supuestos válidos.

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1) Uribe es un autor prácticamente desconocido para la posteridad, y son muy escasas las menciones que de él se hacen. 2) Núñez de Miranda, por el contrario, a sus cuarenta y ocho años era un autor cuyo prestigio y madurez literaria iban en ascenso. 3) Núñez, a diferencia de su correligionario, tiene una vastísima obra que abarca sermones hagiográficos, fúnebres y panegíricos, tratados teológicos y un gran número de escritos dirigidos a religiosas. 4) Francisco de Uribe, según un documento inquisitorial, fallece poco tiempo después de erigida la pira funeraria, por lo que es probable que su salud fuera precaria, lo cual le restaba energía para desplegar una actividad tan llena de acción y vitalidad como era ponerse de acuerdo con los artistas plásticos y seguir puntualmente la construcción del túmulo. Asimismo, tal vez no podía dedicar el tiempo y el esfuerzo intelectual que escribir un texto tan complejo y erudito requería. El expediente inquisitorial aludido expresa lo siguiente:

dixo que por quanto por este Tribunal se le despachó libranza en onze de octubre del año passado de seiscientos y sesenta y seis a los padres Antonio Núñez y Francisco de Uribe, de la Compañía de Jesús, de cien pesos por el trabajo que tuvieron en la composición de los sonetos y epigramas que hizieron las exequias por la muerte del Rey Nuestro Señor D. Felipe quarto, y que dichos padres no lo han cobrado hasta ahora y ser difunto el dicho padre Francisco de Uribe.


(AGN, Inquisición, vol. 1508, exp. 5, fol. 136v)                


5) Al inicio del escrito, al referir que aceptaron escribir el túmulo, aparece el nombre de Uribe antes que el de Núñez, lo cual no corresponde al orden alfabético que tradicionalmente se seguía. Esto nos hace suponer, también, una cortesía y deferencia de Núñez, al mencionar a su coautor antes que a sí mismo. 6) Por último, si pensamos que predomina la escritura de Núñez sobre la de Uribe, es porque en el texto se encuentran algunos giros característicos d el estilo del primero. Destacamos, por ejemplo, algunas enfáticas intercalaciones de un «yo» que aparecen frecuentemente en sus otros escritos: «Déxolo todo a la ponderación del curioso...» (Uribe y Núñez 1667: f. 27v). Otro rasgo frecuente en la escritura de Núñez de Miranda que se puede detectar es la enumeración en grupos de cuatro enunciados de significado equivalente, como variación de las triadas tan comunes en el discurso de su época. Seguramente su intención fue dar más énfasis al significado. Sólo   —180→   cito un ejemplo de los muchos que encontramos en sus obras: «O q palabras tan por igual profundas, y morales, utiles y sutiles igualmente» (Núñez 1691a: f. 88r).

Los ejemplos citados y la totalidad del escrito son evidencias -para quien ha leído varios textos del confesor de Sor Juana- de que su capacidad creadora está presente en el túmulo. Sabemos que es difícil distinguir una escritura personal en un estilo de época tan codificado como lo es el Barroco, y más en una obra de circunstancia. No obstante, como señalábamos líneas arriba, el supuesto de la autoría casi única de Núñez no se debe descartar, pues en este texto, el discurso se asemeja mucho al que el jesuita manifiesta en gran número de sus escritos, y que hacen de él no sólo un rescatable poeta al servicio de la cultura oficial, sino que reiteran al excelente prosista que fue.



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