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El elemento castizo en la obra de Valera


Antonio Moreno Hurtado





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«Mi novela es, por la forma y por el fondo, de lo más castizo y propio nuestro que puede concebirse. Su valer, dado que le tenga, estriba en el lenguaje y en el estilo, y no en las aventuras, que son de las que ocurren a cada paso; ni en el enredo, harto sencillo o casi nulo»1. Esto declara el propio Valera de Pepita Jiménez, en el Prólogo a la edición de Appleton en inglés (1886). Una afirmación que puede hacerse extensiva a casi todas sus novelas.

Don Juan Valera se esforzó siempre por usar un lenguaje sencillo y puro. De ahí que rechazara todo amaneramiento y cualquier préstamo lingüístico que le pareciera innecesario. En 1876 afirmaba: «el estilo sencillo y natural es difícil, aunque no lo parezca. En cualquier época hay un estilo de convención, un enjambre de frases hechas, una manera en suma, a la cual se adapta la turbamulta de los poetas. Para escribir con estilo propio, es menester desechar esta manera; ser uno, en suma, como Dios le hizo. El que logre serlo escribiendo, ese será original, diga lo que diga. Sus versos no podrán menos de tener cierto encanto, porque en ellos estará y vivirá lo mejor y más hermoso de su alma»2.

En 1856, al defender a Estébanez Calderón y su casticismo, Valera se queja de que algunos traductores desechan expresiones castizas y usan frases y palabras francesas, con lo que «adulteran la lengua y acaban lastimosamente con ella». Al renunciar a expresiones que ellos consideran anticuadas, «la lengua viene a quedar reducida en voces y giros, ganando acaso algo en precisión y claridad, si bien perdiendo mucho en riqueza, número y poesía»3.

Muchos son los estudiosos de Valera que se han planteado clasificar su obra, sin conseguir llegar a una conclusión convincente. Realismo, naturalismo, novela   -94-   de tesis, novela psicológica, costumbrismo... La única conclusión válida sería, tal vez, que Valera hizo un género de novela en libertad, sin ataduras a cánones, precisamente por el poco interés que el escritor prestó a su definición o a su importancia. Mojó la sopa en todo un poco, aunque con desigual éxito.

J. F. Montesinos nos habla de Valera como una anomalía literaria, por su resistencia a aceptar dogmatismos, por su impermeabilidad a las corrientes literarias de su época, por su espíritu de contradicción4. La opinión más acertada, o tal vez la menos comprometida, fue la de «Clarín» al afirmar que «hablar de Valera es exponerse a no acertar»5.

Valera define Pepita Jiménez como una novela «de lo más castizo y propio nuestro», como acabamos de leer. Ahora bien, ¿fue Valera un escritor realmente castizo? El término castizo se aplica al lenguaje puro y sin mezcla de voces ni giros extraños. Castizo se deriva de la voz latina «castus», casto, y define todo aquello que conserva la pureza y hermosura con que fue criado y a que fue destinado. Según esto, un escritor castizo será aquel que utilice un vocabulario genuinamente nacional, doméstico, sin neologismos y cuyos temas no se salgan de lo que pudiera considerarse normal en la tradición literaria de su país.

Cuando se funda la Real Academia de la Lengua Española, en 1713, su principal objetivo es eminentemente casticista; se trata de «fijar» aquellos vocablos legítimamente castellanos, de uso diario y de recuperar otros del Siglo de Oro que pudieran haber caído en desuso.

Pero el siglo XVIII va a ser testigo de una serie de movimientos que iban a poner en peligro la pureza del idioma. El más importante de ellos fue la creciente influencia del francés, que llega a España respaldado por la política, la cultura y la ciencia. Feijoo apoya el aprendizaje de las lenguas modernas frente a las clásicas, y especialmente el francés en el que, según él, por entonces se «hablan y escriben todas las ciencias y artes útiles»6. Esta afirmación, en plena euforia de los afrancesados, se ve respondida desde dos frentes diferenciados pero complementarios: casticistas y puristas. Unos y otros hacen causa común frente a un pretendido abuso de neologismos, ya que España era entonces terreno abonado para los préstamos lingüísticos, dada la falta de fecundidad literaria y cultural de la época.

Los casticistas eran poco belicosos en el fondo. Se limitaban a defender el uso de un léxico puro, tradicional, basado en los clásicos del siglo anterior. Los puristas, por el contrario, se oponían a la introducción de nuevos vocablos, especialmente si sus raíces no eran castellanas. Según ellos, había que agotar las listas de sinónimos antes de admitir una voz nueva.

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Cadalso encabeza la postura moderada, frente a un Tomás de Iriarte que exige de la Academia una postura más agresiva ante el conflicto. Feijoo, Cienfuegos, Reinoso, Jovellanos... son tajantes en sus afirmaciones. Toda innovación es legítima si se hace con sensatez y si se aporta riqueza al léxico castellano. Entienden que clasicistas y puristas son, en el fondo, unos conformistas ante la pobreza cultural del país, unos soberbios que no quieren reconocer sus propias carencias y limitaciones.

Se busca en el lenguaje de los artesanos para recuperar voces que suplan a los neologismos, especialmente a los de carácter técnico. Antonio de Capmany trata de conciliar las posturas de unos y de otros en sus tratados de traducción del francés. Trata de agotar las posibilidades de las palabras patrimoniales y admitirá solamente aquellos galicismos que sean imprescindibles7.

Mientras tanto, ni siquiera el Diccionario de Autoridades, de 1739, había podido poner orden en el caos existente. Un buen estudio sobre este tema es el realizado por Fernando Lázaro Carreter en su obra Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII, especialmente en el capítulo III de la parte tercera: Neologismo y purismo8.

En esta situación de crisis entramos en el siglo XIX. Crisis política, económica y religiosa, pero especialmente cultural.

Ya hemos visto como Valera nace y se educa en un período familiar de continua provisionalidad. También hemos analizado la opinión de Valera sobre Estébanez Calderón y lo que él entendía como casticismo, así como las constantes recomendaciones de aquel para que Valera escribiera relatos costumbristas, dentro del más puro lenguaje castizo.

Cuando, a finales de 1856, Cueto empieza a publicar las cartas que Valera le envía desde Rusia, hay un sector de la crítica que no acaba de reconocerle como escritor de mérito. Alcalá-Galiano saldría rápidamente en su defensa. Sofía Valera escribía a su hermano, el día 19 de febrero de 1857, lo siguiente: «Tus cartas han hecho una revolución; hay estúpidos que dicen que son chabacanas; el tío Galiano te ha defendido y contestado que se conoce que no saben ellos ni siquiera nuestra lengua y por consiguiente el significado de las palabras, etc. etc.; ha hecho mil elogios de ti y dice que eres el hombre que más sabe en España, y que tendrás siempre enemigos, porque eres superior y no te pueden perdonar que tengas más instrucción que ellos. Lo cierto es que tus cartas las copian todos los periódicos, hasta el diario de avisos, así es que procura que no hieran ni a los más susceptibles. Cueto me las envía para que yo las lea originales, y creo inútil decirte que me encantan; al tío Agustín se le cae la baba»9.

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Con Estébanez y Alcalá-Galiano como modelos, Valera mantendría durante su dilatada carrera literaria un estilo sencillo, usando voces de la vida diaria, en una curiosa mezcla de costumbrismo y casticismo que solamente iba a abandonar en contadas ocasiones y con desigual éxito. Sin embargo, no podría afirmarse que Valera fuera un escritor de un casticismo ortodoxo. En sus escritos, especialmente en sus cartas, abundan las expresiones en otras lenguas modernas, especialmente en francés, inglés e italiano. Por otra parte, las frecuentes citas latinas aureolan su obra de una erudición poco común en su época.

Ya hemos visto la influencia de Alcalá-Galiano en Valera en el uso de un «leísmo» premeditado en aras de una mejor comprensión del mensaje y en algunas de sus peculiaridades ortográficas.

El casticismo de Estébanez era arcaizante y superficial mientras que el de Valera era natural y renovador. Valera distinguía entre lo rústico y lo vulgar. Sus personajes están sacados de la sociedad media rural del sur de Córdoba, pero en sus expresiones difícilmente usarán vocablos no aceptados por el Diccionario. Únicamente en Pepita Jiménez (1874) permitirá a Antoñona emitir unas frases en jerga semigitana, cuando D. Luis de Vargas rehuye volver a casa de Pepita: «¡Anda, fullero de amor, indinote, maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el drupo, que has puesto enferma a la niña y con tus retrecherías la estás matando!»10. En la misma obra, al Vicario le califica de «zanguango», en el sentido de indolente y convierte los suspiros quejosos de Pepita en «supiripandos». En la discusión que tienen el Vicario y Pepita sobre la vocación religiosa y el amor, el clérigo exclama: «¡Las mujeres son peores que pateta!... Echáis la zancadilla al mismísimo mengue»11. «Pateta» y «mengue» se usan como sinónimos de diablo. En la noche de San Juan, los criados tienen su «jaleo probe» en la casa de campo, mientras que los dueños van a la verbena popular y al casino12. El autor resalta la pronunciación vulgar de «pobre», bastante común en la zona entre las gentes de poca cultura.

Recién publicada Pepita Jiménez, a mediados de 1874, Valera recibe un primer ataque de la crítica. El sacerdote gaditano José María Sbarbi esgrime en su contra una serie de incorrecciones lingüísticas «garrafales» de Valera, en un artículo titulado precisamente Un plato de garrafales: Pepita Jiménez13. Sbarbi fue un importante lingüista y musicólogo, autor de un Diccionario de andalucismos, que fue individuo de número de la Real Academia de San Fernando y aspiró a ingresar en la de la Lengua Española, que siempre creyó le era vetada por la oposición de don Juan Valera, molesto por esta crítica de Pepita Jiménez.

En Genio y Figura, su novela más discutida, de ambiente cosmopolita y con no pocos rasgos naturalistas, Valera abandona el lenguaje familiar de las otras   -97-   novelas e introduce un número importante de vocablos extranjeros. Pero ahora las expresiones en otros idiomas van en letra bastardilla, ya que Valera intenta subrayar irónicamente su uso habitual entre la «high life» madrileña. El profesor Cyrus C. de Coster ha contabilizado siete expresiones inglesas, quince francesas, tres portuguesas, una italiana, una alemana y dos sudamericanismos en dicha obra14. En esta novela Valera acuña el vocablo «donificar», que es lo que hace Rafaela la Generosa con su marido, al que educa y para el que consigue el «don». En Pasarse de listo (1877), Valera da una breve pincelada del ambiente burgués madrileño, en el que se «flirtea» profusamente.

Juanita la Larga es representativa por el uso que hace Valera de un vocabulario castizo andaluz, con matices ortográficos típicos del campo cordobés. Valera eufemiza el término prostituta por el de «daifa», a las que tan aficionado era don Álvaro; el banquete informal se convertirá en un «pipiripao», las rosas de enredadera se llamarán de «pitiminí», las chufas se convertirán en «cotufas», que los niños comprarán por «cuarterones»; las castañas pilongas se convertirán en «caramelos de cadete», por lo baratas y duras de roer. Calvete enseñará al hijo de Doña Inés «cierto vocablo de tres sílabas, en que hay una aspiración muy fuerte», aunque Valera no se atreverá a escribirlo. En la pastelería, cuando quieren invitar a su amada, los enamorados piden que se «eche fierro» en la báscula, es decir más pesas, para que la cantidad de pasteles sea mayor. O les comprarán «pañuelos seáticos», imitación de los de seda. Juanita será una «pirujilla» simpática y don Paco ofrecerá un «check» a los bandidos para pagar el rescate del Murciano. En tiempos de elecciones podía ser habitual que se «volcara el puchero» en favor de alguien. Los músicos que vienen de Baena a la fiesta serán unos «traga-lentejas», aunque en otro lugar les llamará «caga-lentejas». La madre de Juanita, entre otras cualidades, tiene la de ser buena cocinera, de ahí que los chavales disfruten en la fiesta con el «hartabellacos», especie de soldaditos de Pavía, de huevo y pan rallado, mojados en el exquisito «ajilimójili». Un «piscolabis» de su gusto. Si alguien molesta, le pedirán que se «mergue» y a los viudos que se casan se les hará la clásica «cencerrada». Juanita no irá a la «miga» o escuela infantil privada. Curiosamente este vocablo admite también la versión «amiga», por la fórmula de dirigirse el niño a la persona que le cuidaba, que solía carecer de titulación académica. De ahí que «ir a casa de la amiga», derivó a «ir a la amiga» y posteriormente «ir a la miga», por aféresis de amiga.

En Morsamor se alternan los vocablos «coquetean» y «flirtean», que Valera discute. El novelista recurre de nuevo a un elemento de su gusto, una «jira» campestre, en la que se comerá arroz con «curry». Alabar a las «crenchas» del pelo de una   -98-   joven, que los lugareños transforman en «greñas», aunque con cierto matiz peyorativo, para indicar el pelo suelto y desaliñado en la mujer. En oriente conocerá el «táli» o largo cordón de seda que se ajusta a la cintura y que en la Semana Santa de algunas localidades se identifica con el cíngulo de los nazarenos. La protagonista de Lolita será una joven de gusto «superferolítico», es decir, delicado15.

R. Rodríguez Marín aporta dos vocablos andaluces sacados de la obra de Valera, «pelafustana», por holgazana y «desaborido» por triste o soso16. El primero de ellos ha sufrido hoy una evolución vulgar a «pelajustrana», con cierto matiz peyorativo, mientras que «desaborido» lo ha hecho a «esaborio», en el sentido de poco cordial (trato) o ligeramente enfermo.

El lenguaje que utiliza Valera en sus obras viene, a menudo, salpicado de refranes y dichos populares que sazonan el lenguaje y le dan un aire castizo y lugareño. Sirva de ejemplo el siguiente párrafo, extraído de Juanita la Larga: «La consideración del origen ilegítimo de la muchacha vino a corroborar la creencia de que era pecadora. Cada cual recordó, allá en sus adentros, algunas de las varias sentencias vulgares que sostienen como verdad la transmisión de culpa por medio de la sangre: de tal palo, tal astilla; la cabra tira al monte; quien lo hereda no lo hurta; de casta le viene al galgo el ser rabilargo, y así la madre, así la hija y así la manta que las cobija»17.

M. Bermejo Marcos destaca en las cartas de Valera sus expresiones y modismos, libres de todo freno o cortapisa. En las cartas se encuentran «párrafos de lo más castizo, con coloquialismos de la lengua de la calle, como luego se verán en Valle-Inclán o en Cela»18. De las cartas de Valera, Bermejo Marcos ha entresacado sinónimos populares para palabras como borrachera («chispa», «turca», «estar calamochano»), comida de agasajo («papandina») o estirado («bitibamba») y expresiones como «arrearle los pavos» o «se pirra por sus pedazos» (entre enamorados), «estar hecho un vinagre» o «estar amostazado» (de mal humor), «dársela» o «pedírselo» (concesión de tipo sexual) o decir de alguien que «no vale un pitoche».

El día 10 de abril de 1853, en carta a Heriberto García de Quevedo desde Río de Janeiro, se queja del uso que este hace en su Proscripto de ciertos neologismos, como la expresión «en detalle», que Valera califica de «comercial y galicana»19.

Pese a su intención de usar un lenguaje eminentemente castizo, Valera no duda en utilizar determinados vocablos extranjeros con una intención claramente irónica. Sus cartas recogen un manojo de voces francesas e inglesas que Valera usa   -99-   reiteradamente, asimilándolos al castellano. La expresión «fashionable» la usará preferentemente para referirse a jovencitas y señoras de la aristocracia madrileña, como la condesa de Montijo y sus visitantes. Al cabo de los años había encontrado a su ex-amada Paulina «fashionablemente» desenvuelta. Los advenedizos, nuevos ricos y cazadotes serán unos «parvenus» y el cargo de Valera en Nápoles será el de «attaché ad honorem» a la Legación20. A Valera le ilusiona, en el fondo, el ambiente de esa «high life» que él tanto cita irónicamente, de ahí que en 1884 recomiende a su hija Carmen que estudie mucho para convertirse en una «accomplished young lady»21.

Valera fue un enemigo más teórico que práctico de los neologismos. Su afición a acuñar nuevos vocablos le hace asimilar terminaciones francesas, como cuando nos hace referencia a cierto acontecimiento «espantable» o crea verbos a partir de nombres poco comunes, como en «cuando entoisonemos al Gran Duque...» o cuando afirma que los rusos tienen la obsesión de «rusificarlo» todo22. Frente a la rusa, define a la literatura española del momento como «demasiado palabrera». Se dedica a leer los manuscritos españoles de la Biblioteca Imperial rusa y repite su sorpresa por la gran habilidad de los rusos para aprender lenguas extranjeras, afirmando que en Rusia «hay filólogos doctísimos»23.

El día 5 de enero de 1867, en carta desde Madrid, Valera da a Gumersindo Laverde su opinión sobre la nueva edición, la decimoprimera, del Diccionario de la Lengua. Afirma haber podido introducir bastantes palabras nuevas, «a pesar de la oposición de muchos archipuristas»24.

Hacia 1869, Valera sigue poco receptivo con ciertos neologismos. Así, el día 25 de agosto de 1869, desde Madrid, escribe de nuevo a Laverde y se queja del uso frecuente del vocablo «sensibilizar», mientras que denomina «paráfrasi» [sic] a la traducción libre de un texto o poema25. Esta postura contrasta con el uso posterior de Valera de palabras de origen extranjero en su correspondencia doméstica e incluso su acuñamiento irónico de vocablos castellanos.

En 1879 escribe a Menéndez Pelayo desde Biarritz y se lamenta de que Galdós abuse de galicismos en sus obras, poniendo de ejemplo la palabra «afrontar» por «arrostrar». Da su opinión de La familia de León Roch, que acaba de leer y se avergüenza de no haber leído antes nada de Galdós, al que reconoce un mérito mayor del que se había figurado. De todos modos cree ver en León Roch y María Egipcíaca ciertas reminiscencias de D.ª Blanca y el Comendador Mendoza26.

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En la correspondencia que envía desde Washington entre 1884 y 1886, nos encontramos muchas referencias a los «ligues» de las jovencitas norteamericanas, al «besuqueo» y al «sobajeo» que, según Valera, eran allí feroces; los comestibles y «bebestibles», en alguna carta que él califica de «desaborida».

Valera se vale de sus amigos, especialmente de Cabra y Doña Mencía, para recoger voces de la calle, de los talleres y de las bodegas para proponer su inclusión en sucesivas ediciones del Diccionario. Así, cuando se está redactando la decimotercera, el día 22 de noviembre de 1899 ruega a Juan Moreno Güeto, de Doña Mencía, que le envíe nuevos vocablos y el significado de palabras como «escarrajolar», «piruja» y «gamberra»27. Al año siguiente, el 23 de noviembre, agradece al mismo amigo el envío de vocablos como «pipeta», «bureta» y «pitorreo»28.

C. C. de Coster ha estudiado la actitud del escritor ante los neologismos en su artículo «Valera's Use of Neologisms»29.

En las cartas que escribe Valera no faltan expresiones castizas españolas como fumarse un «pito», por cigarrillo, o cuando, al alabar las bellezas de París y su río, de vuelta hacia España, afirma que sus atractivos «concurren á puto el postre á que aquellos sitios sean visitados por mí y por otras personas de gusto»30.

Muchos años después, Valera seguirá acuñando palabras para explicar situaciones personales. Así, el día 5 de septiembre de 1901, escribe a su hija Carmen y le hace partícipe del pesimismo «negril» de su esposa, en clara e irónica referencia a la oscuridad en que le tiene sumido su propia ceguera. En 1904 hace uso del oficio «carteril» de un amigo para poder cumplir un encargo de su hija31.

En sus novelas no se prodigan las descripciones. Ocasionalmente, en sus cartas, describe con cuatro pinceladas paisajes que le han impresionado, como los que conoció en Nápoles en 184832, la ciudad de Varsovia en 185633, la impresión que le produjo el Kremlin un año más tarde y que le hace compararlo al exterior de la Alhambra34, cuando describe los alrededores de Río de Janeiro en 185235, la descripción que hace de las cataratas del Niágara a Menéndez Pelayo en 188436 o de la ciudad de Washington, a su amigo Francisco Moreno Ruiz, en el mismo año37. Sin embargo, la descripción que hace Valera de la casa de Pepita Jiménez, momentos antes de la llegada crucial de D. Luis, es bastante minuciosa y parece salida de la pluma de Henry James38.

Durante su estancia en Rusia se acentúa en Valera el uso de «en» en lugar de «a», por influencia del francés, en frases como: «Hemos ido algunas noches en casa de la Bossio...»39. Para él la sociedad rusa resulta algo «superferolítica» y   -101-   exquisita. Ha visitado el Museo del Hermitage y describe algunas de las piezas que en él se conservan. Los ojos de un amorcillo «con el empeño de pasar por traviesos y lascivos, son tan diminutos y coloradetes que tienen trazas, como dicen en Andalucía, de dos puñalaíllas enconás»40.

En algunas de sus ocasionales descripciones, Valera repite insistentemente la coordinación copulativa breve, con unos recursos que nos hacen pensar inconscientemente en el lenguaje sobrio y directo de Hemingway. Sirva de ejemplo este párrafo, extraído de una carta fechada en San Petersburgo el día 13 de abril de 1857. Valera ha conocido a Magdalena Brohan, una actriz francesa que trabaja en el Teatro Imperial. Valera pretende que sus relaciones se concreten, ya que no quiere revivir la experiencia de Lucía Palladi, pero la actriz no está dispuesta a entregarse. Así lo relata Valera: «Obedecí humildemente, y dejé de mirarla; me eché sobre el sillón, me puse á suspirar como enamorado y á callar como en misa. Magdalena se incorporó entonces y me miró á su vez, con ojos tan cariñosos y provocativos, que me levantó en peso del sillón, y diciéndola "te amo", me eché sobre ella, y la besé y la estrujé y la mordí, como si tuviese el diablo en mi cuerpo. Y ella no se resistió, sino que me estrechó en sus brazos, y unió y apretó su boca á la mía, y me mordió la lengua y el pescuezo, y me besó mil veces los ojos, y me acarició y enredó el pelo con sus lindas manos, diciendo que tenía reflejos azules y que estaba enamorada de mi pelo; y me quería poner los besos en el alma, según lo íntima y estrechamente que me los ponía dentro de la boca, y nos respiramos el aliento, sorbiendo para dentro muy unidos, como si quisiéramos confundirnos y unimismarnos»41.

La ironía es palpable a lo largo de toda su obra. Sirva de ejemplo la opinión que le merecen los nuevos ricos andaluces, a los que califica de «parvenus», «D. Juanes Frescos» y «piojos resucitados»42. Desde Washington, en 1884, escribe a su hermana Sofía: «los politicians de aquí son como Morenito el menciano, por lo judas y tunantes»43.

En El Comendador Mendoza describe con detalle la Fuente del Río, de Cabra, a la que llama «el nacimiento»44. D. Valentín es, según Doña Lucía, un «gurrumino», es decir, un avaro, una persona poco propicia a gastar. En esta misma obra y en Juanita la Larga se describen magistralmente las procesiones, sermones y «pasos» de la Pasión de la Semana Santa de Cabra y Doña Mencía. El Camino Real que unía estas dos poblaciones se convierte, en El Comendador Mendoza y en alguna carta de Valera en un «camino real de perdices», dado que las lluvias lo hacían prácticamente intransitable en invierno45.

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Por otra parte, Valera propugna una narración fruto de la observación de la vida diaria, pero sin los excesos del Naturalismo. No le interesan las pasiones ni el lado desagradable de la existencia. Como acertadamente ha señalado Luis López Jiménez, Valera se recrea en lo creíble, lo natural y lo bello, mientras que Zola se preocupa de resaltar la realidad cruda y exagerada, la miseria humana ante una incierta esperanza de redención46.

A esta misma conclusión llega C.C. Glascock, que insiste en la intención de Valera de escribir una obra bella y verosímil47. A Valera le preocupa la verosimilitud del relato. Sigue fielmente el precepto clásico de que una novela ha de ser, ante todo, verosímil. Sin embargo, aclara: «Dejamos sentado que lo fantástico no se puede excluir de la novela, no que toda novela ha de participar por fuerza de lo fantástico, según lo que generalmente se entiende por esta palabra». La novela es un género tan comprensible y libre, que todo cabe en ella, con tal que sea historia fingida, pero creíble.

J. de Entrambasaguas, al describir la mezcla de idealismo y realismo en Valera, afirma: «La admisión en la novela de todo lo imaginario que se quiera, no impide que luego ese mundo fantástico se desarrolle en la más perfecta lógica del vivir cotidiano»48. Valera consigue, pues, introducir el elemento imaginario sin que se deteriore la verosimilitud de la narración. Por otra parte, la introducción frecuente del elemento fantástico es lo que impide a Valera ser un escritor costumbrista en su sentido más puro.

El propio novelista define su Mariquita y Antonio (1861) como «una fotografía de costumbres más o menos honrada... un libro de entretenimiento... sin intención filosófica»49. Cultiva la estética del buen gusto, presentando escenas agradables y suavizando las desagradables. Ese deseo de idealizar la realidad ha hecho que algunos críticos califiquen su novela de realista-idealista, como Alarcos Llorach, o simplemente de idealista, como R. Rodríguez Marín, para quien Valera es el más importante de los escritores españoles de la primera generación realista del siglo XIX50.

Al elogiar a Pérez de Ayala, Valera dice que sus «personajes están vivos, sienten, hablan y obran por sí. No son figuras indeterminadas, ni alegóricas de vicios y virtudes, ni personificadas abstracciones»51. De ahí que llegue a afirmar: «Cervantes no sabía que D. Quijote era lo ideal y que Sancho era lo real, y si lo hubiera sabido, no hubiera compuesto el más admirable de todos los libros de entretenimiento; hubiera compuesto una alegoría pálida y pedantesca...»52.

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Su posición no variaría con el paso de los años. En 1887, al escribir sus Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, en su ataque a la novela naturalista, afirmará: «Mis preceptos, que puedo imponer sin insolente soberbia, pues son los de siempre, y por cima de todos el de no sujetarse a ninguno; seguir la inspiración; ser más libre que el aire, y no proponerse nada fuera del arte mismo»53. Más adelante insistirá: «Yo quiero que todas las criaturas de mi fantasía sean verosímiles, que todos mis personajes sientan, piensen y hablen como los personajes vivos, y que el medio ambiente en que los pongo, y la tierra sobre la que los sostengo, sean aire y tierra de verdad, o parezcan tales, pues es claro que yo no puedo, ni puede nadie, crear tierra y aire nuevos»54.

Para J. F. Montesinos, la base del estilo de Valera reside en la riqueza, gracia y abundancia del lenguaje popular andaluz que utiliza. Un lenguaje que nunca será vulgar y que irá adornado con ricos tonos clásicos, fruto de sus muchas lecturas. Valera no abusó, a diferencia de los costumbristas, de giros de autores del Siglo de Oro, sino que supo integrar lo nativo y lo local en una lengua común y asequible al lector55.

Valera coincide con Henry James en su obsesión de buscar en la ficción el «arte de la realidad». Según Claudio Guillén, el costumbrista se limita sistemáticamente a ver el «mundo desde fuera», a fin de trazar tipos de humanidad y de conducta: profesiones, edades, sexos, vicios, costumbres, tradiciones...56. Pero Valera sólo será costumbrista por su obsesión de presentar unos personajes y unas situaciones verosímiles, sacados de la vida diaria. El conde de las Navas, en un discurso leído en sesión pública de la Real Academia Española de la Lengua, el día 21 de diciembre de 1924, con motivo del Centenario del nacimiento de Valera, resumía su estilo en estas palabras: buen humor, elegancia y casticismo. Para el disertante: «si la risa fue... rebozo de toda la obra de don Juan Valera, y la elegancia el aliño, el casticismo constituye el esqueleto, la trabazón, los cimientos y el vigamen» de su producción literaria57.

Más adelante, insistía el conde de las Navas que el mayor mérito del casticismo de Valera está precisamente en que de los místicos tomó la esencia, los moldes del estilo propio que él se formó, sin copiarlos servilmente, sino distinguiendo con arte, tiempos y circunstancias58. Manuel Azaña ve, entre los componentes de las novelas de Valera, «una base de costumbrismo, producto, más que de observación deliberada, de afluencia de recuerdos personales; lo pintoresco andaluz, que colorea la estofa de la narración...»59. En su juventud, según Azaña, Valera vivió los conflictos lamentables entre el orgullo y la pobreza, entre la holganza dispendiosa   -104-   del noble y el rigor positivista de su siglo. Miró eso y lo pintó con pincel benigno. Los jugos populares disueltos tenuemente en las narraciones andaluzas de Valera, sazonan cada página, en ninguna se condensan. Según Azaña, Valera «esquiva la imitación, no remeda el lenguaje rústico, no destaca un tipo demasiadamente construido...»60.

Valera observa con detenimiento la vida del pueblo, sus habladurías, envidias, adulaciones. Le interesan las costumbres, como la celebración de la Semana Santa, las cencerradas a los viudos cuando se vuelven a casar, el orgullo del cacique del pueblo, etc. No obstante, no cayó en los excesos de otros escritores de su época, que incidieron demasiado en lo puramente folclórico o incluso vulgar. A ellos se dirige Valera cuando afirma: «Confieso que a veces degeneró esta afición a lo nacional, espontáneo y castizo hasta un extremo vicioso, como si debieran preferirse los aúllos de los caribes a las odas de Horacio, y el vito de los gitanos y el tango de los negros a la danza magistral... que compuso Dédalo»61. Esta afirmación aparece en su discurso La libertad en el arte, pronunciado el día 3 de noviembre de 1867 en la Real Academia de la Lengua, en contestación al de ingreso en dicha institución de D. Antonio Cánovas del Castillo.

Nóel M. Valis destaca en Juanita la Larga el júbilo juvenil, el regocijo malicioso, el marco bucólico y su alegre costumbrismo andaluz. La fuente del Ejido, a la salida de Villalegre, se convierte en un marco idílico, lugar de encuentro de los vecinos, de tertulia y de galanteo. N. M. Valis resalta la posible intención de Valera de marcar un cierto paralelismo entre Juanita y la fuente. Ambas pueden simbolizar la trasparencia, la pureza y la fertilidad62.

Valera se nos hace costumbrista cuando describe el ambiente, la vida y las costumbres de una determinada clase social, la del labrador acomodado andaluz de mediados del siglo XIX. Para E. Correa Calderón, Valera fue «un costumbrista malogrado por la sabiduría humanística y por la cultura multiforme de su vida trashumante»63.

Sus novelas tienen siempre una estructura narrativa elemental, en la que la presentación de personajes va paralela a un ritmo creciente de la acción para desembocar en un desenlace generalmente feliz. James Whiston afirma de Pepita Jiménez: «The narrative estructure of Pepita Jiménez is intimately bound up with its theme: narrow perspectives that open onto wider horizons in the course of the novel's development»64. Tras analizar las cuatro partes en que divide esta novela, J. Whiston resalta el tratamiento del tiempo en Pepita Jiménez, como una confirmación   -105-   de la propia estructura de la novela e incide en la habilidad de Valera para marcar una irónica distancia entre el lector y el relato65.

Las novelas de Valera tienen lo que Montesinos llama «sabor renacentista», es decir, una cierta abundancia de citas de los clásicos en las que rezuman lo sensual y lo irónico66. En sus novelas, en sus artículos y en sus cartas hay constantes referencias a la «aurea mediocritas», a la vida retirada o contrastes de algunos de sus caracteres con personajes literarios o históricos. El espíritu del humanista aparece también en el canto a la naturaleza, en ese deseo constante de imitar a Cincinato y volverse a labrar sus viñas mencianas, cuando la vida de la Corte le aburre o le desengaña. De ahí que se complazca en la descripción detallada de la vida rural andaluza, de sus fiestas, procesiones, comidas y tertulias.

Cuando Valera hace sus relatos realistas de la vida doméstica y social de la clase media rural andaluza, está más cerca del estudio psicológico de Richardson o Goldsmith que de los realistas franceses del siglo XIX. No hace comedia social a lo Fielding, Sterne o Fanny Burney, sino que retrata un modo de vida más verosímil, en un escenario natural, idealizando relatos auténticos de hechos vividos o conocidos a través de sus paisanos y amigos del sur cordobés.

Según José F Montesinos, Valera no quiso limitarse a describir el modo de ser, los usos, de la gente y sus cosas, sino profundizar en el ser humano, «hasta llegar al Hombre y a la Mujer como idealmente los concebimos. Esto y el planteamiento de casos morales es lo que interesa a Valera»67. Pero, al presentarnos el caso moral, Valera no pretendía hacer novela de tesis a la manera que hoy la hace Miguel Delibes. Valera insiste una y otra vez que no es su intención probar nada, mientras que en Delibes hay un deseo constante de moralizar, de enseñarnos lo que se debe o no se debe hacer. En ambos autores encontramos un estilismo sobrio, elegante, un lenguaje natural, un suave realismo descriptivo y un saludable ambiente provinciano en el que el villano es finalmente descubierto. Un rechazo a unas nuevas corrientes novelísticas, generalmente importadas, que desprecian los valores estéticos de la narración, el arte por el arte. Pero el realismo de Delibes es más puntillista, más detallado. Sus personajes tienen menos ilusiones, han conocido reveses que les han convertido en seres pesimistas, amargados o al menos desconfiados ante la presencia de un extraño. Recrean situaciones ya pasadas y las analizan de nuevo para llegar a la conclusión de no haber sabido vivirlas plenamente. Un realismo que nos hace pensar más en Flaubert y Madame Bovary que en Valera y Genio y Figura.

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Pero el provincianismo de Valera es eminentemente rural, mientras que el de Delibes permite incursiones, de vez en cuando, a espacios urbanos de cierta consideración. El largo monólogo interior que representa Cinco horas con Mario (1966), en segunda persona, permite a Delibes pasar de la ironía al sarcasmo, alternativamente, mientras Carmen analiza la personalidad del marido que acaba de perder, en un diálogo imaginario con el difunto. Carmen es una mujer reprimida que conoce a un nuevo Mario a través de unos párrafos subrayados por este en un ejemplar de la Biblia. Pensamientos que intenta situar y analizar en un ser acobardado y lleno de complejos, con el que vivió durante muchos años. Un largo velatorio, en soledad, que en algún momento nos trae reminiscencias de William Faulkner en Mientras agonizo (As I Lay Dying. 1930), de claras raíces naturalistas. Pero en Faulkner el pesimismo es todavía más profundo. Nos presenta un Universo caótico, sin respuestas, con una leve llama de esperanza de redención en el extremo más lejano del escenario.

Valbuena Prat nos habla de un «naturalismo costumbrista» en Pepita Jiménez, pero, como ha señalado L. López Jiménez, insiste demasiado en la abundancia de elementos ideales y poéticos en la obra de Valera68. Para L. López Jiménez, cuando el Naturalismo irrumpe en España, las letras españolas presentan una mezcla de Positivismo, Costumbrismo y Tradición Realista. Distingue entre el «costumbrismo regionalista» de Blasco Ibáñez y el suave costumbrismo de Valera, que rechaza escenas de odios, amores fatales, venganzas o adulterios69. Resalta en Valera la «elegancia y casticismo, su estilo castizo y moderno, su lengua natural y selecta y su apartamiento del purismo»70. Por eso, cuando Albert Savine traduce al francés, en 1880, El Comendador Mendoza, la novela llevaría el sugerente subtítulo de «Costumbres Andaluzas»71.

Valera esgrimió siempre los mismos argumentos para defender su independencia estética y literaria. Rechazo del afrancesamiento literario, retorno a la tradición literaria española, repulsa ante cualquier tipo de dogmatismo, búsqueda de la verosimilitud, descripción de la vida diaria de una persona corriente... Esa libertad de criterio, esa defensa del idioma, ese estilismo sobrio, esa devoción al arte por el arte han hecho de Valera una figura singular de la novelística española. Un ejemplo poco común de habilidad para combinar casticismo y evolución, clasicismo y modernismo.





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