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El encantador solitario [selección]

Homero Aridjis





Al atardecer, jugando a los encantados, Ricardo el Negro era el que más corría. Juan, perseguido por él, antes de llegar al poste de su base, era encantado.

Saltando sobre las bancas y corriendo por los prados, entre los rosales y las amapolas, sólo faltaba mi hermano para ser encantado.

Mas, Ricardo el Negro y cuatro compañeros suyos ahora lo sitiaban; y en cuanto se despegara del poste, al contacto del cual se protegía, lo iban a encantar.

Desde la ventana de mi cuarto, al verlos correr por el jardín, me preguntaba si no habría un modo de encantar el instante que se iba, con sus seres, sus nubes y sus sombras; y si los rayos de luz, que brillaban sobre los vidrios de la ventana, no podrían ser encantados por una frase mágica; y si el poeta, como un encantador solitario, al nombrar lo que veía en el tiempo, no salvaba lo nombrado del olvido.

Pero encantado mi hermano por Ricardo el Negro, el juego acababa con la noche, y los muchachos se dispersaban hacia sus casas, desapareciendo pronto por las calles, como comidos por la oscuridad uniforme; y los rayos de luz, en la ventana, no eran más; y Ricardo el Negro, el ganador, se esfumaba de mis ojos, igual que el azul del día.





Al regresar a Contepec, en la tarde, me senté a escribir una aventura de los mosqueteros. En la que Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan, después de matar a cinco guardias (vestidos de un rojo tan parecido a la sangre, que heridos, no se veía manar de ellos el líquido precioso), trataban de entrar al castillo de las maravillas.

Porthos, con la pierna atravesada por un puñal, arrastrándose por el suelo, intentaba subir por una escalera rota.

D'Artagnan iba ya por la escalera.

Aramis, herido en la espalda, yacía entre las capas y la sangre de los guardias muertos.

Y Athos, fuera del castillo, deseaba con toda su alma ser el primero en llegar al cuarto señalado. Pues presentía, que por alguna razón urgente para su vida, él debía tener en sus manos la escritura del castillo; la cual, era un grabado representando el castillo.

Sin embargo, desde abajo, donde se encontraba, creía que D'Artagnan le llevaba tal ventaja, que sería imposible obtener la escritura antes de él. Sintiendo una desolación como la que se tiene en los sueños, cuando algo que nos es esencial nos es arrebatado por existencias más fuertes que la nuestra.

Pero de pronto, Athos oyó el crujido violento de madera que se quiebra, seguido del golpear pesado de un cuerpo que choca contra el suelo. Perdurando en sus oídos el soplo de la caída de D'Artagnan; quien, supo después, se había precipitado por una trampa.

Athos, entonces, de un salto traspuso el umbral de la entrada, como si la ingravidez de su espíritu lo levantara en el aire. Y subió casi volando por la escalera rota, sin accidentarse en los peldaños faltantes.

En el segundo piso, entró a un cuarto, donde vio el hueco en el piso, por el que D'Artagnan había caído. Y siguió a otro cuarto, dio vuelta por un pasillo, y atravesó una cocina, un comedor, una sala y otro cuarto. Saliendo por una ventana a un pasadizo de cristal, suspendido en el aire, que daba al vacío; y que lo condujo a un cuarto pequeño, que parecía flotar en el aire, alumbrado por la luz natural.

Sobre un muro, vio el grabado del castillo. Y antes de tomarlo, lo observó fascinado. Pues tenía figurados los cuatro mosqueteros, momentos antes de atacar el castillo, mientras galopaban por el valle, con sus capas azules echadas hacia atrás por el viento. Y se veían también los guardias, que defendían el castillo, viéndolos venir.

Inmediatamente, Athos descolgó el grabado y lo enrolló como si por cada quebradura que le hiciera derrumbara una torre o deshiciera un muro. Y lo puso bajo el brazo. Y salió, olvidado de sus amigos; sin ocurrírsele siquiera que allí estaban, arrastrándose por el suelo.

Con los ojos brillantes y el rostro iluminado, montado sobre su caballo, se alejó a galope por el valle, con gesto de llevar la cabeza llena de sueños. Y sin saber adónde ir, pero dejándose llevar por el corcel a una dirección única, desapareció en la noche.





Pero durante los días que precedieron a mi viaje a México, me sentí apesadumbrado por la expresión de las caras de mis padres; quienes, cada vez que me miraban, parecían decirme con los ojos: «No te vayas, nos vamos a quedar solos»; y cuando nos sentábamos a platicar: «Quédate con nosotros, en Contepec puedes escribir»; «Te abrimos una tienda, ¿para qué vas a sufrir a México?».

Repartido entre mis planes de irme y mi amor por ellos, les respondía, desalentadamente: «Debo partir. Debo seguir estudiando». Sintiendo en mí la insuficiencia de Contepec y lo indeseable de la ciudad de México.

Mi hermano tampoco estaba contento. Deprimido, se sentaba mucho tiempo solo en el sofá de la sala; tan silenciosamente que al entrar al cuarto, si no se le veía, no se sabía que estaba allí.

Al verme, me escrutaba con ojos melancólicos, a punto de llorar, buscando en mí una respuesta a lo que debíamos hacer.

Yo le sonreía, como diciéndole sin palabras: «Tenemos que irnos».

Sin embargo, tratando de no pensar en que me iba, a cada instante me afligía, al recordar, precisamente, que me iba; atacándome la atmósfera del viaje en el campo deportivo y en la tienda, en el billar y en la casa, como si me sintiera incómodo en mi cuerpo y los pensamientos que pensaba tuvieran como límite la fecha de nuestra partida, no habiendo porvenir al otro día. Igual que esos hombres que sufren de un dolor físico, y sólo estando quietos están bien, pero la condición misma del dolor que sienten, los hace sin cesar moverse, impidiéndoles precisamente reposar.

Así, aún el día de nuestro viaje, al tomar el último desayuno con mis padres, me sentí aprisionado, como el jilguero en su jaula, por mis huesos y mi piel, y por las distancias y los límites- que veía a mi alrededor. Por lo que, deseé volar fuera de mí, hacia el espacio libre de la poesía, a una vida sin miedo y sin sufrimiento. Pero mirado dolorosamente por mis padres, me di cuenta de que el hombre no puede irse del tiempo, viviendo entre los seres mortales de los que ha venido, y junto a los cuales, para siempre, va a ser y a yacer.

Así, diciéndoles adiós, me sentía como una figura en una estela griega; en la cual, el hijo se despide de los padres difuntos. Teniendo la despedida, que sucedió en el tiempo, algo de espacial y de desolación petrificada; al gritar la piedra silenciosa, la soledad de los fantasmas en relieve.

Luego, guardados mis escritos y mis libros en cajas de cartón, en el cuarto de triques; y hecha la maleta con mi ropa. Junto a mi hermano, vestido de azul marino, con el traje que se ponía el 15 de septiembre para el baile de la Independencia, les dijimos adiós a mis padres, mirados desde lejos por Ricardo el Negro. Con el sentimiento de perder el pueblo en el momento de partir, y de no hallar nada adelante. Dirigiéndonos los dos a una ciudad, a la que no teníamos deseos de dirigirnos; debiendo abandonar el pueblo, sin embargo, porque se había vuelto pequeño para nuestras edades, como un pantalón que ya no nos viene. Repitiéndome, como para consolarme, que la poesía no estaba en un libro ni en un lugar, sino en el Ser, que es todos los seres y se halla dondequiera.

Nueva York, 3 de abril de 1972.





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