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ArribaAbajo- XVII -

El estado moral de D. Fernando Garrote fue, desde que se quedó solo, el más espantoso que imaginarse puede. La imagen y la idea de la muerte que poco antes ocuparan por completo su espíritu, huyeron como accidentes fútiles y pasajeros, indignos del pensamiento. Toda su vida pasada, sus culpas, sus glorias se le pusieron delante juntamente con el infeliz joven cuyo nombre acababa de saber. Veía tan claro el designio de Dios, que hasta con los ojos del cuerpo estaba viendo al mismo Dios delante de sí, grave, ceñudo, majestuoso y admirablemente sobrenatural y divino. D. Fernando sintió el terror más vivo que un alma humana puede sentir, miedo semejante tan sólo a los terrores bíblicos que sobrecogían al pueblo elegido, cuando entre rayos y truenos sonaba la voz que había mandado a la luz que se hiciera, y a la tierra separarse de las aguas.

  —168→  

El anciano se prosternó en tierra y apoyando contra las frías baldosas su ardiente cabeza, dijo en voz alta:

-¡Señor, Señor, lo merezco! ¡He sido un malvado! ¡Cúmplase tu voluntad! ¡Justicia terrible, pero justicia al fin! ¡Digna de mi vida es esta última hora que has dispuesto para mí!

Después siguió balbuciendo en voz baja oraciones piadosas y vehementes hasta que su alma se fue tranquilizando poco a poco y las terribles majestuosas facciones del semblante de Dios, que delante creía ver, se amansaron. El pobre anciano respiró y levantándose del suelo fue tentando las paredes hasta el rincón más próximo, donde se acurrucó, cruzando las piernas y los brazos, y entre estos escondiendo la cabeza, de tal modo que parecía un ovillo. En tal postura, solo, sin movimiento, profundamente abstraído y encerrado dentro de sí mismo, como el gusano en su capullo, dijo el soliloquio siguiente, examen sincero de sus muchas culpas:

-«Consagré mi juventud al vicio. Obediente a la ley de Dios tan sólo en lo superficial y externo, falté a todos los deberes cristianos. Iba todos los días a misa y rezaba el rosario, ambos actos sin devoción y por pura rutina, pues en misa no atendía más que a las mujeres que poblaban la iglesia. Llamándome buen católico,   —169→   y defendiendo de palabra y aun de obra la religión siempre que se ofrecía, mi conducta no dejaba de ser execrable. ¿De qué valía a mi alma el ser presidente por derecho hereditario de la sagrada congregación de Esclavos de Cristo, ni hermano mayor de la Virgen de la Asunción, y guardián de su camarín, cuyas llaves se han conservado siempre en las arcas de mi familia, con el derecho de vestir la imagen en las grandes fiestas?... ¡Ay! He sido un perverso que se ha burlado de todas las leyes divinas y humanas. Amonestome un buen religioso francisco; pero me burlé de sus palabras atendiendo más que a él a los que me adulaban fomentando con viles alabanzas mi disolución.

»Diome el cielo fortuna, sin duda por probarme en el empleo que de ella haría, y más valiera que me criara Dios pobre y desnudo, para que así mi natural vicioso se encaminase a la virtud, y con las abstinencias se educara firme y valerosa mi alma. Mas yo empleé mi hacienda en deslumbrar con engañosos oropeles la inocencia, en seducir con mentidas promesas a honradas familias, en corromper dueñas y criadas. Hice del honor mercadería que con el oro se compra y se vende, y de la paz y buena fama de las familias, un juego caprichoso. El demonio, mi aliado y en realidad   —170→   mi Dios, sugeríame a cada instante artificios nuevos para derrocar la honestidad y vencer la resistencia, que la templanza y el recato ofrecían a mis abominables apetitos. Todo lo atropellé; pisoteé los sentimientos más puros como pisotean los cerdos las flores de un jardín, sin comprender su belleza.

»Dios me tocaba a veces el corazón, dándome ratos de profunda tristeza en los cuales mi conciencia aclarándose ante mí con prodigiosa luz, me ponía delante la fealdad horrenda de mi conducta; mas estos momentos que coincidían siempre con mi cansancio, eran breves como los relámpagos en la noche oscura, y mi alma envilecida dejaba el arrepentimiento para la vejez. Mi memoria con ser portentosa, no puede recordar uno por uno todos los desafueros que cometí, los planes execrables que realicé, ni las víctimas todas de mi salvaje descomedimiento. Pero en estos momentos terribles en que mi conciencia a la vista de un hombre se ha abierto de súbito como una sima llena de horrores, y se me ha presentado Dios con el semblante de la justicia, aprestándose a juzgarme sin misericordia porque no la merezco, uno solo de mis crímenes se me ofrece visible y claro entre los demás, porque a todos los compendia, y con su magnitud oscurece a los otros.

  —171→  

»La ejemplar persona sacrificada vive, al parecer para mi castigo. ¡Ay! A muchas seduje, a muchas atropellé; pero con ninguna fue el engaño tan torpe y miserable como con esta. Cuanto puede hacer un hombre para disimular su vil intención, yo lo hice; cuanto puede inventarse para aparecer bueno sin serlo y apasionado sin estarlo, mi entendimiento, fecundo siempre para el mal, lo inventó con pasmoso ingenio. Burleme después de la desgraciada joven a quien sacrifiqué y yo mismo aplaudí su deshonra en reunión de inicuos amigos y calaveras. Llevado de no sé qué perversos instintos, que desde entonces han sido causa en mí de espantosos remordimientos, llegué hasta a suponer en aquella infeliz faltas que no había cometido, y torpezas y tratos con otros hombres que jamás se acercaron a ella. ¡Escupir el cadáver de la víctima que se acaba de inmolar, no es tan vil como lo que yo hice! ¡Ay! ¿Por qué no taladró mi lengua un hierro encendido como esos que he visto esta tarde en la fragua del patio? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no quedé paralítico, ciego y mudo, sin sentido para la maldad, y sólo con pensamiento para meditar en mi merecida ruina y pensar en mi salvación?

»Nació un niño a quien pusieron por nombre Salvador. Me lo dijeron y lo oí como si   —172→   oyera decir: 'La vaca del vecino ha parido un ternero'. Ya no volví a Pipaón desde que proyecté casarme con otra mujer. Olvidado de mí aventura, llegué sin embargo a entender que la hermosa hija de D. Pablo el Riojano había quedado en la miseria. Nada hice por ella; poco a poco fue envolviéndose en nubes de misterio lo sucedido y la madre y el hijo no existieron para mí. Hace tres años dijéronme que un joven llamado Salvador Monsalud había aparecido en la Puebla en compañía de su madre, mujer melancólica, piadosa y enferma. Sentí cierta aflicción inexplicable, pero nada hice. El amor de mi hijo legítimo me ocupaba por entero. Hace poco, y aún hoy mismo, doña Perpetua me ha recordado la antigua y casi olvidada deuda; mas preocupado con mis preparativos de guerra y soñando con gloriosas hazañas, apenas detuve el pensamiento en los dos desgraciados seres que tan cerca estaban de mí...

»Ha tiempo, sin embargo, que el arrepentimiento trabaja en mi alma, labrándose en ella un hueco con lentitud, pero con constancia. He vuelto los ojos a Dios aunque de soslayo, y a fuerza de pensar en mis culpas y en la justicia divina, he llegado a considerar que el mejor desagravio que a Dios podía ofrecer era sacrificarle   —173→   los últimos días de mi vida, combatiendo por la fe verdadera contra los herejes y renegados. En mi necio orgullo no he comprendido hasta ahora que Dios no podía aceptarme como diligente servidor, ni menos premiar mi arrojo. Clara, como la luz del sol al medio del día, veo ahora su mano llevándome al destino y fin deplorable que merecía; veo su lógico designio, obra de la perpetua justicia, en los sucesos de esta tarde, y más que en otra cosa alguna, en la presencia de ese joven, de ese ejemplo vivo de mis crímenes, de esa venganza humana y celeste, de ese malaventurado hijo mío, que con la frialdad de los verdugos y la crueldad de un enemigo vencedor se me ha puesto delante para anunciar la muerte que merezco. ¡Oh! merezco más, mucho más, Señor, merezco vivir después de lo que he visto.

»Las facciones de este muchacho han producido en mí incomprensible turbación; su nombre, pronunciado por él mismo, ha caído sobre mí como un rayo celeste. Ya sé cómo suenan las trompetas del Juicio. Dios mío, estoy humillado, vencido y me arrastro por el suelo como un insecto miserable, buscando tu pie soberano para que me aplaste. Me creo indigno hasta de mirar la luz del día que criaste lo mismo para los buenos que para los malos.   —174→   Señor, la muerte que me aguarda no será bastante cruel para lo que yo merezco. Un hombre que lleva mi sangre y debiera llevar mi nombre, me custodia en esta mazmorra hasta que llegue el instante de la muerte; y él mismo, si se lo mandan...».

D. Fernando no se atrevió a continuar la frase, que no era dicha sino pensada, y aun así la sofocó cortando el vuelo de su pensamiento, suspendiendo la fórmula oscura del lenguaje con que discurrimos a solas y en silencio; pero no pudo cortar, ni atajar, ni detener la idea que surcó por su cerebro como un relámpago. Espantado de ella, se afirmó con ambas manos las abrasadas sienes, sacudiéndose a un lado y otro la cabeza. Si quisiera arrancársela y arrojarla lejos de sí, como un despojo inútil, no lo hiciera de otra manera.

Oyó una voz alegre que cantaba y al mismo tiempo abrieron la puerta. Monsalud entró alumbrándose con una linterna, y traía además una botella de vino.

-Sr. D. Fernando -dijo desde la puerta-, aquí le traigo esto para que entone el cuerpo y le ayude a pasar los malos ratos de esta noche.



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ArribaAbajo- XVIII -

Salvador adelantó con paso inseguro, dirigiendo la luz de la linterna a todos los lados de la estancia.

-¿En dónde se ha metido Vd.? -dijo riendo a carcajadas como quien ha perdido el equilibrio de sus facultades-. ¡Ah! Está Vd. en el rincón... ¡qué postura! De ese modo piden los ciegos en los caminos.

D. Fernando Garrote, ante aquellas burlas, sintió que su sangre se trocaba en hielo.

-Entre esta gente -dijo con mucha aflicción- ¿es costumbre burlarse de los desgraciados que van a morir?

-Perdóneme Vd. -añadió el joven luchando con el extravío de sus sentidos-. No sé lo que digo... esos pícaros hicieron propósito de embriagarme, y si no me levanto pronto...

-Vicio muy feo es el de la embriaguez -afirmó Garrote-. Un joven valiente y noble como tú, ¿será capaz de degradarse, abusando del vino?...

-No, no señor -repuso Salvador, en quien   —176→   la vergüenza pudo por un momento más que la turbación de su mente-. Nunca he sido borracho, pero de poco tiempo a esta parte me dan tales tristezas y se me acongoja el alma de tal modo a consecuencia de mis desgracias, que algunas veces...

-¡Pobre muchacho! -dijo el guerrero, acercándose a Monsalud, que, puesta en el suelo la linterna y la botella, se había sentado junto a ellas-. Me parece que como joven inexperto y sin fundamento, no te vendría mal recibir algunos consejos, y voy a dártelos.

-Pues toca la casualidad de que yo no he venido a recibir consejos, sino a acompañar a Vd. un tantico y traerle algo confortativo, porque siempre me da mucha compasión de ver a un hombre condenado a morir por cosas de guerra, y aunque este hombre sea mi enemigo, sí, mi enemigo por varias causas, siempre procuro que sus últimas horas no sean muy tristes. Conque guárdese Vd. los consejos y beba vino, si gusta.

-No beberé -repuso D. Fernando-; pero pues dices que vienes a hacerme compañía, acepto el obsequio de un poco de conversación.

-¿De qué vamos a hablar?

-De ti.

-¡De mí! -exclamó Salvador, otra vez atacado   —177→   de la nerviosa hilaridad que tanto disgustara a Garrote-. ¡Bonito asunto! Tanto vale hablar del infierno.

-Al verte entre franceses, joven, apuesto, y con esa expresión de nobleza que tiene tu persona...

-¡Oh qué lisonjero está el buen hombre! -dijo Monsalud-. Amiguito, no me adule Vd., pues aunque compasivo no me vendo por alabanzas.

-Al verte así -continuó Garrote- he pensado que sólo seducido y engañado ha podido un joven de tanto mérito entrar al servicio del Rey José y de los enemigos de la patria y de la religión.

-Ni seducido, ni engañado, sino por mi propio gusto y libre voluntad -respondió el mancebo con firmeza.

-¡Y por tus venas corre sangre española! ¿No aborreces a esos herejes, asesinos y ladrones, de cuyos crímenes horrendos eres cómplice, sin duda, por inocencia?

-No les aborrezco, sino que les estimo.

D. Femando cruzó las manos y elevó los ojos al cielo.

-Les estimo -prosiguió Monsalud- porque ellos me ampararon cuando de todos era abandonado; diéronme de comer cuando me moría   —178→   de hambre, y me pusieron este uniforme que han llevado los primeros soldados del mundo y los vencedores de toda Europa.

Garrote se estremeció de espanto, y un abatimiento angustioso sucedió a su anterior excitación.

-¿Pero tan pobre estabas y tan desamparado de todo el mundo, que necesitases venderte a los franceses para vivir?

-Pobre y desamparado, sí, porque mi madre había perdido la poca hacienda heredada, y no teníamos sobre qué caernos muertos. Yo fui a Madrid, y un tío que allí tengo, me metió en un regimiento de la guardia jurada.

-Pero tu deber es pelear por la patria. ¿No ves a toda la nación en masa sublevada contra esos viles? ¿No ves el desprecio y el odio que inspiran? Observa bien que entre los pocos españoles que sirven en las filas francesas, no hay uno solo que sea persona honrada.

-¡Calumnia! Los hay muy buenos y yo no me tengo por ladrón, Sr. Garrote -dijo Monsalud enojándose un poco-. Y punto en boca sobre esa materia.

-Poco a poco, joven, no he querido ofenderte -repuso Navarro con tanta humildad y timidez como un chico de escuela-. Te diré cuál ha sido mi intento. Al verte, sentí profundas   —179→   simpatías hacia ti, y tanto me entristeció ver a un joven de mérito en la vil condición de afrancesado y en la torpe esclavitud de esa canalla, que me atreví a esperar que los consejos y la autoridad de este infeliz anciano, próximo a morir, tendrían alguna fuerza para desviarte de ese infame camino, ¿Me equivocaré, Salvador? -añadió con expresión muy afectuosa-. ¿Será posible que tu buen corazón y clara inteligencia no respondan a esta cariñosa súplica mía, a este deseo de que te conviertas y dejes a tus viles amos y vuelvas a la santa fe de la patria en que todos los buenos españoles vivimos y morimos?

Monsalud miró a D. Fernando por breve espacio, de hito en hito, y después rompió a reír con estrépito y descaro. El insigne Garrote no pudo contemplar por mucho tiempo aquella faz burlona, porque tuvo que esconder la suya entre las palmas de la mano, para ocultar el llanto.

-No ha sido malo el sermón, padrito -dijo el mozo-. ¿Y Vd. qué pedazo de pan se lleva a la boca con que yo sea afrancesado o deje de serlo? A fe que me divierto oyéndole. ¡Buen modo de disponerse a una buena muerte! A ver, padrito -añadió llenando un vaso de los dos que había traído-, echemos un trago a la salud del   —180→   gran Napoleón I, Emperador de los franceses y señor de todo el mundo.

-No -dijo D. Fernando rechazando el vaso-, no puedo creer que digas tales disparates formalmente. Eres joven, has bebido más de lo regular, y no sabes lo que sale de tu boca... Comprendo bien la causa principal de tu falta. Te sentías con ardor guerrero, heredado, sin duda, del que te dio el ser y la vida, y como los franceses tienen buena labia para deslumbrar a los jóvenes hablándoles de las grandezas del Imperio y de sus fabulosas batallas de Italia y Alemania, caíste en la trampa. ¡Qué necedad! La más arrebatada fantasía no puede soñar triunfos tan grandes como los que hemos alcanzado nosotros en esta guerra contra los decantados ejércitos de Napoleón. Nuestras batallas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, de Talavera, y las defensas gloriosísimas de Zaragoza, Gerona y Tarragona, no tienen igual ni aun en los fastos de la antigüedad heroica. Y si estos hechos no fuesen aún de suficiente magnitud para lo que ambiciona tu grande espíritu, ahí tienes diseminadas por toda la redondez de España, esas inimitables partidas de guerrilleros, los más bravos, los más atrevidos, los más generosos y leales hombres de la tierra, los verdaderos libertadores de la patria, los que al fin rescatarán   —181→   a nuestro adorado Fernando, los que devolverán a la sagrada religión su esplendor y a Dios su reino predilecto.

Antes que concluyera, Monsalud había empezado a reír. Tomó las elocuentes amonestaciones del anciano como materia de placenteras burlas, y resuelto a contrariarle en todo por convicción, le dijo:

-No me hable Vd. de los guerrilleros, que si hay en la tierra plebe inmunda digna del presidio, ellos son. Compónense las partidas de los asesinos, ladrones y contrabandistas de cada lugar, con más los holgazanes, que son casi todos. Hacen la guerra, por robar, no por echar de aquí a los franceses, y si algún día se acabaran estas misas, el Rey Fernando tendría que colgarlos a todos para poder reinar en paz.

D. Fernando exhaló hondísimo suspiro; mas no desesperanzado todavía de tocar alguna fibra sensible en el corazón del mancebo, le habló así:

-Aunque los guerrilleros fueran como dices, que no son sino lo contrario, no podrías justificar tu conducta. A todos has hecho traición, Salvador, a lo divino y a lo humano; has hecho traición a la patria, a los españoles que son tus hermanos; has hecho traición a tu madre, que sin duda es española también y enemiga de nuestros   —182→   enemigos; has hecho traición al Rey, bajo cuyo amparo nacimos y en cuya veneranda persona se representa nuestro hogar y el sol que nos alumbra, y principalmente has hecho traición a Dios, cuya fe, más pura y fuerte en la nación española que en ninguna otra, han venido a destruir los franceses, introduciendo aquí, con la herejía, mil costumbres y prácticas nuevas que no conducen sino al pecado.

-Dios... ¡Buen caso hago yo de Dios! -exclamó el mancebo con un cinismo que llevó a su último extremo los temores de D. Fernando-. ¡Qué atrasada está la gente por aquí!... No hay ninguno que haya leído a Voltaire, como lo he leído yo en todas las paradas del viaje desde que salí de Madrid.

-¡Desgraciado! -exclamó el anciano poniendo sus manos sobre los hombros del joven-. ¿Qué estás diciendo?

-¡Dios! Una palabrota y nada más. Si lo hay, que lo dudo mucho, estará allá arriba acariciándose la barba blanca y sin meterse en nuestros asuntos. Dígolo, porque muchas veces lo llamé y... ¿me oyó Vd.? Pues él tampoco.

-¡Desgraciado! -repitió el anciano-. ¡Mil veces más desgraciado que si cayeras para siempre traspasado por las bayonetas de tus viles amigos! ¿No crees en Dios omnipotente, justo   —183→   y misericordioso? ¿No crees en la Santísima Trinidad? ¿No crees en la Encarnación del hijo de Dios, ni en su pasión y muerte por redimirnos del pecado?

-¡Oh cuánta monserga y cuánto embrollo! -repuso Monsalud riendo-. ¡La Trinidad! Tres que son uno y uno que viene a ser tres. Bonito lío han armado... Jesucristo no era más que un buen predicador y tan hombre como yo. Y de la llamada Virgen María ¿qué puedo decir sino que...?

-Calla, calla, blasfemo infame -gritó con encendida cólera D. Fernando, poniendo su mano en la boca del descomedido muchacho-. Tú no eres, no puedes ser lo que yo creí.

-¿Qué hombre ilustrado cree hoy semejantes paparruchas? Todo eso lo han inventado los frailes para engañar y dominar al pueblo, embobándolo con pantomimas ridículas y prácticas necias. ¡Los frailes! -añadió con cierta petulancia-. ¿Hay casta de cerdos más inmunda en todo el orbe? Yo digo que hasta que no ahorquen al último Papa con las tripas del último fraile, no habrá paz en el mundo. Ellos son los que promueven las guerras, los que hacen estúpidos a los Reyes; ellos son los que han levantado a la nación española, no por religiosidad, sino porque saben que el deseo de   —184→   Napoleón es quitarles sus inmensas y mal empleadas riquezas para dárselas a los pobres.

-No, no -repetía D. Fernando con vehemencia, contemplando a Salvador con atónita atención-; no eres tú lo que yo creí, no eres tú quien yo creí, no, mil veces no, voto a... Afrancesado, traidor a la patria, desleal con el Rey, irreligioso, blasfemo, no te falta sino ser mal hijo para que eternamente estés separado de mí.

-¡Mal hijo! Si lo soy no es culpa mía -dijo el mancebo bebiendo el vino que había escanciado para el Sr. Garrote-. Mi madre es una excelente mujer; pero muy sencilla e inocente, y se ha dejado dominar por D.ª Perpetua y por los frailes de la Puebla. Empeñose en que abandonara mis banderas; negueme a ello, echome de su casa, yo salí, se desmayó... Las mujeres no atienden más que a su capricho; son vanas, frívolas, superficiales, mojigatas, y le aburren a uno con sus rezos... No hagamos caso de tales simplezas y bebamos, Sr. D. Fernando. Otro traguito.

-Tu madre -dijo D. Fernando- es, según tengo entendido, una santa y honrada mujer, de sanos principios.

-Pues sus principios no son los míos, ni lo serán nunca. Ella adora las atrocidades de los salvajes guerrilleros, y yo las aborrezco; ella   —185→   se mira en Fernando VII, y yo lo tengo por un principillo corrompido y voluntarioso; ella detesta a los afrancesados, y yo les tengo por muy buenos patriotas, porque quieren regenerar a España con las ideas de Napoleón; ella no puede ver a los que han hecho la Constitución de Cádiz ni a los que se llaman liberales, y yo les admiro por creerlos inclinados a echarse en nuestros brazos...

-¡Perdido, perdido para siempre! -exclamó D. Fernando con inmensa angustia-. ¡Sin honor, sin principios, sin patriotismo, sin religión, sin lazo alguno con la sociedad, ni con España, ni con la familia, ni con Dios...! ¡Oh qué aflicción, qué castigo, Dios mío!

-Puesto que Vd. no quiere probarlo -dijo el sargento, echando otro medio cuartillo-, me lo beberé yo. Luego dormiré seis horas y así se olvidan ciertas cosas, cosas terribles Sr. D. Fernando, que atormentan noche y día.

-Dios te tocará en el corazón, infeliz joven -dijo Navarro- y hará penetrar un rayo de su divina luz en tu oscuro entendimiento, y te reconciliarás con España, con Dios, con tu madre y... conmigo.

-¿Reconciliarme yo? -dijo el joven severamente dejando a un lado el vaso vacío-. Yo no me reconciliaré jamás; eché los dados. Me voy   —186→   a Francia; consagraré mi vida a trabajar contra esta fementida patria que aborrezco.

-Justamente despreciado por los hombres y maldecido por Dios, tu vida será un infierno y tu muerte horrorosa y desesperada como la mía. Mírame, en mí tienes un ejemplo de cómo castiga Dios en la última hora a los que han olvidado su doctrina. Sin ser blasfemo ni traidor, como tú, yo he sido muy pecador. He vivido largo tiempo con vida placentera y feliz; pero en esta postrera noche de mi vida, me considero el más desgraciado de los hombres, no seguramente por la muerte que me amenaza y que merezco y deseo, pues los españoles debemos morir como caballeros y como cristianos. Uno de los más amargos motivos de pena para mí, es verte insensible a mis ruegos, degradado, envilecido, verte en el camino de tu total mengua y perdición, sin poder remediarlo; verte en ese estado de locura y embriaguez, aferrado a la maldad. Si respondieras, aunque sólo fuese con eco muy débil, a mis sentimientos y a mis ideas, si no me parecieses, como me pareces, un verdadero monstruo, esta pasajera amistad que nos une podría ser un sentimiento más grande, Salvador, mucho más grande y hermoso para ti y para mí.

Monsalud le miró con sorpresa.

  —187→  

-He sentido vivísima inclinación hacia ti -continuó el anciano-. En esta soledad en que me encuentro, ausente de los míos, con un pie dentro del sepulcro y la eternidad llamando a mi alma, tú podrías ser consuelo inefable de este anciano moribundo, recibiendo en cambio de mí lo que jamás has tenido, ni esperas tener.

Monsalud se levantó y con súbita cólera apostrofó al anciano en estos términos.

-Viejo astuto, ¿quieres engañarme con lisonjas y gatuperios para que te deje escapar? Yo no soy como los guerrilleros, que se venden por dinero. Su señoría de la llave dorada no conoce con qué clase de personas está tratando. ¡Pues no es poco sabihondo el viejecito!...

-¡Miserable! -exclamó D. Fernando, sin poder contener su cólera y levantándose también-. Veo que en ti no puede caber ningún sentimiento generoso. ¡Mereces la abyección en que vives! Márchate, quiero estar solo.

-¡Si será preciso ponerle algunas arrobas de hierro en los pies al D. Quijote de la Puebla! -dijo Monsalud dando algunos pasos, con escasa seguridad...- Parece que se tambalea el piso... Adiós, hasta después. Tengo que hacer.

D. Fernando fue de aquí para allí con inmensa agitación. Hizo por último el espanto   —188→   lugar en él una violenta y súbita cólera, que se manifestara en sus gestos y voces de un modo que asombró más a Salvador.

-¡No eres tú, tú no eres, no! -exclamó con atronadora voz-. ¡Me he equivocado! Dios se está burlando de mí... es un castigo; ¡pero qué castigo, Dios mío!

Sin comprender aquellas palabras, Salvador se detuvo ante el agitado anciano. La generosidad de su noble corazón eclipsada por falsas ideas, y la turbación física en que se hallaba, inspirole algunas palabras consoladoras para el anciano; mas un hecho trivial le desvió de aquel buen camino, separando a uno y otro personaje más de lo que estaban. En la versatilidad de sus juicios, Salvador achacó las incoherentes palabras de Garrote a extenuación y debilidad mental ocasionada por la falta de sustento y el pavor de la próxima muerte. Pensándolo así, echó en el vaso cuanto en la botella restaba, y con intención compasiva, le dijo:

-¡Vaya, pelillos a la mar! Sr. Garrote... beba Vd. y le caerá bien... Luego llevaré otro gaudeamos al señor cura.

-Quita allá -contestó D. Fernando, apartándose con horror del joven-. Tú no eres quien yo creí... Tú eres de casta de borrachos y traidores.

  —189→  

Recibió Salvador con paciencia el insulto, y empinando el codo, dijo:

-Puesto que Vd. no lo quiere, no se desperdiciará tan buen vino. Se lo quitamos a unos arrieros que venían de la Nava.

La cabeza de Monsalud, que era de muy poca resistencia para la bebida, a causa de su antigua sobriedad, luego que su cuerpo recibió aquel trasiego, se desorganizó completamente; se oscurecieron sus facultades, desmayose su cuerpo, entrole de improviso la innoble estupidez y el repugnante cinismo de que había dado ya algunas pruebas en la conferencia con su padre, y perdió su carácter, su generosidad, su buen juicio, su discreción, perdiolo todo, para no ser más que un vulgar soldado.

-Sr. Garrote... -dijo tambaleándose-, adiós... Parece que se mueve el piso... ¿por qué baila Vd.?...

-Vete, vete, déjame solo -replicó D. Fernando sin mirarle.

-¡Bonito fin han tenido las campañas del padre Respaldiza y del Sr. Navarro! -exclamó lanzando una carcajada de imbecilidad que retumbó en la estancia como un eco infernal-. ¡Bonito fin!... ¡Échese su merced a guerrillero!... ¡Quién lo había de decir... aquí está el primer caballero del condado, el de la llave   —190→   dorada, el gran D. Fernando Garrote, que quiso derrotar él solo los ejércitos de Napoleón!... ¿Por qué no trajo consigo a Carlitos para que le sacara del paso?... Me hubiera gustado ver a todo el hato de salteadores de caminos, distribuidos en estas cámaras reales, esperando la orden del coronel... ¡Adiós, señor D. Fernando Quijote, adiós... buen viaje!...

D. Fernando se acercó a Salvador, y asiéndole el brazo y apretándole con tanta fuerza como si su mano fuese una tenaza de hierro, le dijo sombríamente:

-Salvador, cuando me saquen de este calabozo haz fuego sobre mí: mi destino es ese, mi castigo no será el castigo que merezco, si no sucede así. ¡Dios lo quiere!

-¿Fuego yo? -repuso el joven con sonrisa de demente-. Yo me voy... Salgo de guardia ahora... Entrará otro... No quiero matar... me da mucho temblor y me pongo malo.

Lucharon por breve rato en la acongojada alma del guerrero sentimientos diversos. Luego sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos; una aflicción horrible le abrumaba. Apartose del joven, corrió luego hacia él, mas su aspecto, su habla, su embriaguez le llenaron de espanto.

-Mi muerte -exclamó- por las circunstancias espantosas que la rodean, no se parece a ninguna   —191→   otra muerte. Creo que toda la naturaleza se desquicia en derredor mío y que en medio del cataclismo general, vivo muriendo. Me parece que la muerte del malvado, como la del justo entre los justos, no puede verificarse sino entre tinieblas horrorosas y confusión del cielo con la tierra. ¿Es de noche? ¿Es de día? ¿Eres un ángel o un demonio?... Huye de aquí, monstruo mío... No sé lo que siente mi alma al verte y al oírte... ¿Esto es vida o qué es esto? ¡Dios poderoso, acoge mi alma,... y basta, basta ya de suplicio!

El Sr. Garrote se arrojó al suelo. Monsalud a causa del vino, no vio en todo aquello más que demencia y miedo. Hasta que no se halló fuera y recibió en el rostro el fresco de la noche no se aclararon sus juicios, ni pudo conocer que había estado inconveniente, cruel y... grosero.




ArribaAbajo- XIX -

Cuando se quedó solo, elevó D. Fernando de nuevo su pensamiento a Dios. Adquirió con esto cierta tranquilidad, cierto reposo emanado   —192→   de la profunda convicción de su inmensa desgracia, y aceptando aquella amargura se engrandecía a sus propios ojos. La fogosidad de su imaginación llevábale a compararse con los colosos de infortunio, pero superándolos a todos: tan pronto recordaba a Job de la antigüedad hebraica, como a Edipo, de los tiempos heroicos, y hasta en sus coloquios, en sus alegatos ora tiernos, ora coléricos con la divinidad se les parecía.

Después de un instante de estupor contemplativo sintió anhelo vivísimo de comunicar a alguien la congoja de su alma, y se acordó de su amigo Respaldiza, cuya voz había oído poco antes al través del tabique sin hacerle caso. La endeble pared consistía en un armazón de maderas y adobes, cubierta a trechos de viejísimo yeso, que formaba en sus irregulares claros y fajas al modo de un fantástico mapa. Por diversas partes, y principalmente junto al suelo, había muchos agujeros por donde podían pasar el ruido y la claridad, pero no objeto alguno de más grueso que un dedo. Golpeó don Fernando el tabique, diciendo:

-Sr. D. Aparicio, Sr. Respaldiza, ¿está usted ahí?

El cura contestó desde la otra parte:

-Sí, Sr. D. Fernando, aquí estoy más   —193→   muerto que vivo. ¿Con quién hablaba Vd.?... ¿Hay esperanzas de salvación? Me parece que trataba Vd. con Salvadorcillo Monsalud... Es mal sujeto, no hay que fiarse mucho de él.

-Amigo Respaldiza -dijo Garrote sentándose en el suelo y apoyando su rostro en la pared, junto a un sitio donde menudeaban las grietas-. Acérquese Vd. a este sitio donde me encuentro, y óigame. Tengo que hablarle.

-Ya estoy... ¿Hay esperanzas de escapatoria?

-No hay que pensar en escaparse, señor cura. Nuestra muerte es inevitable.

-¡Oh! ¡Dios mío Jesucristo! -exclamó Respaldiza con voz desfigurada por la aflicción y el llanto-. ¿Qué hemos hecho para tan triste fin?... ¿Pero no será posible intentar?... Echemos abajo este tabique; juntémonos, y entre los dos ejecutaremos algo ingenioso para salir de aquí.

-Es difícil. Por mi parte no intentaré nada para salvar esta miserable vida, que es para mí el más horroroso peso. ¡Somos muy pecadores!

-Yo no tanto... ¿pero es posible que no logremos...? ¡Oh! Desde aquí siento los aullidos de esos lobos carniceros, de esos demonios del infierno que nos guardan. Están borrachos, y parece como que bailan y juegan.

  —194→  

-No nos ocupemos de nuestros enemigos, y pensemos en la salvación de nuestras almas -dijo con unción D. Fernando-. Sr. Respaldiza, Vd. es sacerdote.

-Sí, sacerdote soy -repuso con desesperación el clérigo-, y como sacerdote, digo que esto es una gran picardía, una gran infamia, un asesinato horrendo. ¡Ya se las verán con Dios!

-Vd. es sacerdote -añadió D. Fernando- y un buen sacerdote, piadoso, instruido, aunque ahora caigo en que no cuadraba muy bien a su estado tener tan buena puntería; pero sea lo que quiera, Vd. es un hombre de bien, y un sacerdote cristiano, a cuyas manos baja Dios en el santo oficio de la Misa.

-Sí, sí.

-Pues bien, siendo Vd. sacerdote y yo pecador, quiero confesarme en esta hora suprema; quiero confesarme, sí, después de treinta y tantos años de impenitencia.

Prolongado silencio anunció el estupor del sacerdote.

-¿No me contesta Vd.? -preguntó impaciente Navarro.

-¡Confesarse!... Linda ocasión ha escogido usted... Sobre que todavía puede ser que nos indulten.

  —195→  

-No hay que esperar tal cosa. Seamos dignos de nosotros mismos, y muramos como caballeros cristianos.

-¡Morir, morir! -repitió angustiosamente el cura.

Retembló el tabique con sordo estampido. La cabeza de Respaldiza había chocado violentamente contra él.

-Sr. D. Aparicio -dijo D. Fernando después de una pausa-, he visto a Dios.

-¿A Dios?... ¿Dónde, amigo mío, dónde?

-Aquí, aquí mismo en este oscuro calabozo. He visto pasar ante mí también mi vida entera, y me han ocurrido cosas que espantarán a Vd. en cuanto se las refiera.

-¡Es singular! ¡Ver a Dios y no pedirle que nos sacara de aquí!... ¡Ah! Vd. tiene razón, seamos piadosos y buenos cristianos en esta hora suprema, único medio de que Dios nos favorezca. Chillar y jurar con desesperación en estos trances no es propio del espíritu cristiano. Recemos, Sr. D. Fernando, oremos humildemente con toda la compostura y devoción posibles. No se me olvidó el rosario; aquí está. Pidamos a Dios de todo corazón que...

-Antes conferenciemos un poco -dijo Garrote- pues no sólo tengo que revelar a Vd. secretos muy graves, sino pedirle consejo y parecer   —196→   sobre algún punto delicado de mi conciencia.

-Ya soy todo oídos.

-Bien sabe Vd., venerable amigo, que he sido gran pecador, un hombre disoluto, despreocupado, vicioso, un libertino. Verdad es que jamás me separé de la Iglesia; pero esto no atenúa mis grandes faltas, ¿no es verdad?

-Verdad. Respecto a sus escándalos, amigo Garrote, muchos y grandes han sido en la Puebla. He oído contar horrores; mas nunca me atreví a reprenderle, por ser Vd. un excelente sujeto y haber tenido conmigo delicadas deferencias. Tratándose de los más humildes feligreses de mi parroquia, sí me atrevía yo a reprenderles sus vicios; pero a un señorón como usted...

-La ley de Dios es igual para todos... Pero vamos adelante. Muchos desafueros cometí, muchas honras atropellé, muchas desdichas causé, y no hubo casa donde yo pusiese mi planta maldita, que al instante no se inficionase con la corrupción y deshonra que llevaba conmigo.

En este tono y con verdadera humildad cristiana prosiguió D. Fernando refiriendo sus culpas, sin detenerse en los casos particulares, hasta que llegando al punto capital de su confesión, dijo lo que sigue:

  —197→  

-Pero la más grave de mis faltas, por el cúmulo de circunstancias denigrantes que en ella hubo, fue la deshonra de una doncella de Pipaón, a quien engañé valiéndome de pérfidas astucias impropias de un caballero, sí, pérfidas astucias y torpísimas artes que voy a enumerar una por una, aunque al referirlas, la lengua parece que se me abrasa y el rubor que enciende mi cara es como si una llama la envolviera toda.

Respiró con ansia, y luego refirió lamentables escenas y acontecimientos que omitiremos por no ser de indudable interés para esta historia. Con los ojos cerrados, apoyada la calenturienta sien contra el tabique, entreabierta la boca, la mano izquierda en el suelo para apoyarse y la derecha sobre el corazón, iba contando D. Fernando sus execrables ardides, y soltaba las palabras una a una, cual si su arrepentida conciencia se recrease en las torpezas que echaba afuera, para quedarse pura y limpia. Cuando concluyó aquel capítulo bochornoso, oyose la débil voz de Respaldiza que decía:

-Horroroso, infame, execrable es todo eso; pero el arrepentimiento es sincero, y si grandes son las culpas de los hombres, mucho mayor es la misericordia de Dios.

  —198→  

-Nació un niño -dijo D. Fernando, cuya alma se iba sublimando a medida que adelantaba la confesión- y aquí vienen nuevas infamias mías, pues sabiendo que la madre y el hijo estaban en la miseria, no me cuidé de socorrerlos. Un día pasé por Pipaón y enseñáronme al muchacho que estaba jugando en las eras. Tenía los zapatos rotos y todo su vestido hecho pedazos. Causome su vista cierta aflicción pasajera; pero nada más: salí de Pipaón aquella misma tarde, y no me volví a acordar de ellos. Por último, después de más de veinte años de olvido, he aquí lo que sucede... Salgo en busca de fabulosas hazañas, y a los pocos pasos mis ilusiones se disipan como el humo... ¡la mano de Dios!... Me traen aquí prisionero, y sin más lances me destinan a morir y me encierran en este calabozo... ¡la mano de Dios!... Luego se presenta un joven, le hago algunas preguntas, me dice su nombre que es el de Salvador Monsalud, y en él reconozco a mi hijo... ¡por tercera vez la mano de Dios!...

-¡Salvador Monsalud! -exclamó el cura alzando las manos-. ¡Ese perdido, ese afrancesado, ese traidorcillo borracho!...

-El mismo, el mismo -dijo Garrote-: es un monstruo, es como el crimen que le engendró, y Dios me lo ha puesto delante para hacerme   —199→   conocer la horrible magnitud de mis culpas, como un ejemplar vivo del pecado que engendró el pecado.

-Conozco a la pobre doña Fermina, y ahora me explico algunas frases oscuras que sorprendí algunas veces... ya... Es una excelente mujer; pero Salvador es un muchacho arrebatado y sin discreción, ni prudencia, ni honor, ni respeto a los mayores, sin amor a la patria, ni religiosidad, ni sentimiento alguno que le recomiende. ¡Bendito sea Dios, y que cosas hace! ¡Descender, salir de un caballero tan cumplido como Vd., de un noble señor, algo libertino, sí, pero ilustre y generoso, esa bestiezuela desleal, ese muchacho sin pudor ni honor!... ¡Bien dice Vd. que ha sido para castigo!... ¿Está Vd. seguro de...?

-Hijo mío es: mi vida abominable no podía dar otro fruto. Es hermoso de cuerpo; pero su alma es horrible. Si por favor especial del Cielo yo viviera, la idea de haber dado el ser a criatura tan execrable, sería para mí causa de constante horror.

-¡Oh, sí... le conozco!... Diré a Vd. amigo mío. Antes de marchar a Madrid, Salvadorcillo no era mal muchacho, aunque muy casquivano y distraído; pero después que se juntó con su tío y renegó, hase vuelto el más despreciable muñeco que puede verse.

  —200→  

-La vergüenza que me causa el ser padre de un renegado envilecido -dijo D. Fernando- de un joven, cuyas absurdas ideas son tales que parece que habla Satanás por su boca, es uno de los mayores tormentos de esta última noche de mi vida... Varias veces tuve las palabras en la lengua para revelarle los lazos que a mí le unían; pero enmudecí, porque todo lo que de noble y honrado existe en mi alma se sublevaba contra el fatal parentesco, y aquí, Sr. D. Aparicio de mi alma, entra el grave punto de conciencia que quería consultar con Vd. después de mi confesión.

-Sepámoslo... pero se me figura que aumenta la algazara de esos borrachos. Parece que se acercan a las puertas de este edificio, y aúllan junto a ellas como una manada de lobos carniceros.

-La cuestión es ésta -dijo Garrote sin hacer caso del terror de su amigo-. Dadas las deplorables circunstancias del carácter de Salvador, sus infames ideas, su irreligiosidad, su traición, su envilecimiento, ¿debo revelarle que es mi hijo?

Calló Respaldiza largo rato, y al fin, repetida la pregunta por D. Fernando, contestó:

-Según y conforme... Perverso es el niño, e indigno por todos conceptos de tener por   —201→   padre a un caballero ilustre y tan patriota como el Sr. D. Fernando, en quien algunas faltas, hijas de la flaca condición humana, no disminuyen sus altas prendas: despreciable es el muchacho, digo; pero por malo que le supongamos, y aunque su herejía y envilecimiento hayan secado en él el manantial de todos los sentimientos generosos, es imposible que al ver a su padre en esta mazmorra, acompañado de un infeliz amigo, no imagine alguna bellaquería o travesura para ponerlos a ambos en libertad.

Garrote dio un suspiro, cambiando de postura, por serle insoportable la que desde el principio del diálogo tenía.

-Yo pregunto con mi conciencia y Vd. contesta con su egoísmo... Monsalud no puede salvarnos... además, yo no quiero salvarme, ¡no, mil veces! yo deseo la muerte.

-¿No puede salvarnos? -preguntó el cura con desconsuelo.

-No, porque sus compañeros no se lo consentirían, y además ha dejado hace un rato de ser nuestro carcelero, y en este momento, quizás esté con su regimiento camino de Vitoria.

-¡Oh qué desgraciada suerte!... ¡Me parece que esos condenados nos quieren asesinar!... ¿Oye Vd. sus infames carcajadas?

  —202→  

-Las oigo, sí, pero no las escucho... El parecer de Vd. es lo que me preocupa y lo aguardo con impaciencia.

-Por todos los santos, si no ha de ver más a Salvador, ¿para qué ha de quebrarse los cascos por saber lo que más conviene decirle?

-Únicamente pido a Vd. consejo -dijo Navarro con impaciencia- sobre mi conducta pasada. Es decir, ¿hice bien o hice mal en callar el secreto dejando a ese desgraciado en la orfandad lastimosa que a mi juicio merece?

-Bien, bien, admirablemente hecho -repuso el clérigo con cansancio-. El infame mozuelo que se ha vendido a nuestros enemigos, que abandonó a su madre, que se burló descaradamente de mí, amenazándome con ahorcarme, no tiene derecho a ser hijo de alguien, no, ni menos a enfatuarse con descender del nobilísimo tronco de los Navarros.

-Pero revelarle todo habría sido grande humillación, habría sido ponerme al nivel de su bajeza, de su herejía, de su villanía, y por tanto habría sido también expiación de mis culpas, y nuevo purgatorio añadido al que merezco y necesito.

-No tanto, no tanto -afirmó el cura-. Bastante ha padecido Vd. en descargo de sus pecados. Revelar a Salvador la nobleza de la   —203→   sangre que por sus venas corre, sería en cierto modo santificar sus errores, y conviene que siga abandonado a su triste destino. Allá se las entenderá con Dios. El deber de Vd. consiste en perdonarle y pedir a Dios que ilumine al perverso mancebo.

-Pecador fuí, pecador soy -dijo D. Fernando elevando al cielo los ojos y cruzando las manos-, pero he conservado los sentimientos fundamentales, el amor de Dios y el honor... Aborrezco todo lo que Dios aborrece, y amo todo lo que Él ama... ¡Oh señor mío Jesucristo, tú que me ves en esta última hora renegado por el arrepentimiento y la penitencia, no quieres, no puedes querer que ese miserable lleve mi nombre; tú no puedes querer que en su detestable vida asocie su infamia a mi apellido, y ya que no me deshonró en vida con su traición, me deshonre muerto! ¡La traición! Sólo al pronunciar esta palabra, tiemblan mis carnes, y mi alma entrevé un infierno de vergüenza, más espantoso que el de las llamas que abrasan el cuerpo. ¡La traición! ¡Pasarse al enemigo, ser bandido como él, ateo como él, ladrón como él, borracho como él! ¡Ah! Todos los crímenes, incluso los que yo he cometido, me parecen faltas veniales comparadas con esta. Quédese, pues, ese malaventurado hijo mío en   —204→   la oscuridad de su nacimiento, que será perpetua y profunda, como las tinieblas que envuelven su alma. Él ha querido ser espúreo, espúreo será. Si la naturaleza nos hizo proceder el uno del otro, entre un renegado por convicción y un caballero español, entre un insensato ateo y un cristiano piadoso, entre un jacobino de esta nueva raza execrable, condenada por Dios, y un hombre recto, vasallo humilde de su Rey, no debe, no puede haber parentesco.

Dijo esto D. Fernando Garrote en alta voz, al modo de oración, y tan creído estaba de que Dios, a quien tal discurso dirigía, aprobaba sus sentimientos y su rigurosa intolerancia, que se quedó muy tranquilo, meditando sobre las profundidades del ancho abismo abierto entre él y su abandonado hijo.

-¿No les oye Vd.? -gritó de pronto Respaldiza, golpeando el tabique-. Han vuelto a acercarse a la puerta de este cuarto y gritan y juran. ¡Parece que se alejan! ¿Oye Vd., señor D. Fernando?

-Y si por favor especial de Dios -repuso Garrote, indiferente al pánico de su compañero de desgracia, y mortificado por punzantes dudas-, ese infeliz muchacho al verse honrado por ni nombre, se enmendara de sus extravíos...

  —205→  

-¡Enmendarse! -exclamó el cura-. Haríalo hipócritamente por engañarle a Vd. si vivía...

-Es verdad, es verdad, no puede ser -añadió D. Fernando-. Los que nos han puesto el infame mote de serviles, los que insultan a los valientes guerrilleros, llamándoles ladrones de caminos y asesinos, los que en sus inmundas gacetas hacen befa de las cosas santas y de los ministros de Dios, y parodian a los franceses, imitando su lenguaje, sus costumbres, sus ideas, esos no pueden ser nuestros hijos, ni nuestros hermanos, ni nuestros primos, ni nada que con nosotros se roce y enlace, no pueden de ningún modo nacer de nosotros... Esa gente no es gente, esos españoles no son españoles. Entre ellos y nosotros, lucha eterna.

-Para poner motes se pintan solos -dijo el cura, dejando caer una gota de humor festivo en la amarga copa del aflictivo diálogo que uno y otro bebían-. A nosotros nos llaman lechuzos, y a la Santa Inquisición la llaman Chicharronismo. No puede darse desvergüenza igual. Por eso es cosa corriente en el país, que a los guerrilleros de estas montañas les queda mucho que hacer, después de acabar con los vándalos de fuera.

No lo oyó D. Fernando, porque se había   —206→   arrastrado a gatas hasta el centro de la pieza y allí puesto de hinojos, con los brazos alzados y la mirada fija en el techo, entabló nuevo coloquio con la Divinidad, en estos términos:

-Señor que me has criado, que me has conducido a este fatal término, mi castigo ha sido grande, pero merecido... ¡Oh! si volviera a nacer, no saldría jamás del camino de la justicia y del deber... Me has puesto delante el monstruo engendrado por mis pecados, me lo has puesto delante para que vea qué horribles frutos deja en el mundo la depravación. Para tormento y horrorosa penitencia mía, el dulce regocijo que la naturaleza debía infundirme en presencia de este joven, se ha trocado en vergüenza, en aborrecimiento, en horror. ¿No es bastante pena, Dios mío?... Cumplo con mis deberes de cristiano resignándome a morir, y sufriendo el bochorno que mi parentesco con tal monstruo me produce; cumplo con mis deberes de caballero y de español, repudiando a ese hijo precito y apartándole de mí y de mi memoria para siempre. ¿Es de tu agrado esta conducta, Dios mío? Mi conciencia está tranquila, y muero en ti, fiando en que mis pecados serán perdonados, y mi conducta como cristiano, como caballero y como español aprobada en tu supremo tribunal.

  —207→  

¿Qué respondió Dios a esto? Pronto lo sabremos.

D. Fernando se humilló en el suelo y dijo para sí:

-¡Virgen santa! ¿por qué me empeño en estar tranquilo y no lo estoy?

Respaldiza le llamó, diciéndole con voz angustiosa:

-Sr. D. Fernando de mi alma, ¿no les oye usted? Parece que quieren echar abajo la puerta de este cuarto. Chillan, chillan y vociferan... Sin duda quieren asesinarme; Sr. D. Fernando, por amor de Dios, ampáreme Vd.

En efecto, oíase violento rumor de golpes y porrazos. D. Fernando, que hasta entonces no había tenido miedo a la muerte, sintió escalofríos en todo su cuerpo, y el corazón le palpitó con vivísima inquietud.

-No, no estoy tranquilo -dijo para sí-. ¡Si permitirá Dios que tenga miedo en esta hora tremenda!... Conciencia mía, ¿estás tranquila?

-Esos salvajes quieren penetrar aquí para ensañarse en mi cuerpo miserable -gritó entre sollozos el cura-. ¡Señor mío Jesucristo, piedad! ¡Piedad, santa Virgen de la Asunción, señora y patrona mía!

-Esto es horroroso -exclamó D. Fernando corriendo de un lado para otro en la oscura   —208→   pieza-. Que nos fusilen... pero que no nos arrastren, ni nos destrocen, ni nos escupan, ni nos insulten... ¡Piedad, misericordia!

Los gritos de la salvaje turba que graznaba en la puerta del calabozo, donde viviendo aún moría de terror el desgraciado D. Aparicio Respaldiza, aumentaban de rato en rato, y al fin era tanto el ruido que D. Fernando no pudo oír los lamentos de su infeliz amigo. Oyó sí que la puerta se rompía; conoció que multitud de soldados franceses y algunos españoles entraban en tropel, rugiendo como bestias coléricas; comprendió que se abalanzaban sobre el pobre sacerdote y oyó estas palabras en claro y soez castellano:

-Cortarle las orejas.

Después llegaron a sus oídos agudísimos ayes y clamores de la infeliz víctima; sintió que la llevaban fuera atropelladamente y la fúnebre y horrenda procesión se, presentó a su fantasía con formas tan espantosas, que tuvo miedo, un miedo indescriptible, inmenso, y cayó de rodillas, clamando:

-Señor mío Jesucristo, ¿todavía más?

Parecía que una voz contestaba desde lo alto:

-Sí, más todavía.



  —209→  

ArribaAbajo- XX -

Luego que Monsalud saliera de la prisión, se serenó un tanto; mas por algún tiempo estuvieron aún sus entendederas en lastimoso eclipse. No era de aquellos a quienes la bebida impulsa a desaforados disparates de palabra y obra, sino que por el contrario en aquella su embriaguez primera, después de algunos minutos de estúpida animación, sintiose amodorrado y con tristeza tan congojosa, que el cielo parecía habérsele puesto sobre los hombros. Sus amigos españoles renegados y franceses bebían y jugaban a los naipes, reunidos en alegres grupos dentro de la sala que servía de cuerpo de guardia y también en el patio. Los del convoy, paisanos y militares, habían ido allí atraídos por el olor de los riojanos pellejos; pero como se acercara la hora de partir y el descanso de bestias y hombres había sido grande, se disponían a seguir adelante.

Salvador advirtió que algunos jurados y cazadores franceses, soliviantados por el vino, hacían tan infernal ruido como si todo el ejército   —210→   de José estuviese bailando dentro de una sola pieza. Mareado y aturdido, anhelando silencio y reposo, Monsalud huyó de su compañía y fue al patio, donde algunos paisanos graves y sargentos con ínfulas de coroneles, dirigiendo en pomposas espirales hacia el limpio cielo, cual si quisieran empañarlo, el humo de sus pipas, hacían cálculos sobre la campaña emprendida y los acontecimientos que se aguardaban para el día siguiente.

-Salvador -dijo un francés, asiendo a nuestro amigo por un botón de su uniforme-, ¿has oído algo?

-¿De qué? -preguntó Monsalud dejándose caer sobre un banco y cerrando los ojos.

-De la campaña. Toda la división está en movimiento. ¿No oyes las cajas al otro lado del Zadorra?

-Sí, ya las oigo.

-Buena hora has escogido para dormir -añadió el francés intentando poner en pie al aturdido joven-. Arriba, muchacho, que nos vamos.

-¿A dónde?

-A Vitoria con el convoy grande.

-¡Con el convoy grande! -repitió Salvador alargando los brazos cual si quisiera alcanzar el cielo con ellos-. ¿Pues no ha salido ya?

  —211→  

-¡Bestia! El vino te ha puesto el entendimiento del revés. Salieron los carros que llevó consigo el general Maucune.

-¿Y nosotros salimos ya o estamos aún aquí? -preguntó Salvador-. Juro a Vd. Sr. Jean-Jean, que no lo sé.

-Te lo explicaré a puñetazos -repuso el formidable dragón.

Zumbido lejano atrajo entonces la atención de todos.

-¡Un tiro de cañón! -exclamaron unos.

-¿Hacia qué parte?

-Juro que es hacia Subijana.

-Hacia la Puebla.

Monsalud participando de la general curiosidad, trató de sacudir el pesado sopor que embargaba sus sentidos.

¡Una batalla!... ¿pues qué hora es?

-Quizás las avanzadas estén reconociendo alguna posición... Señores, mañana 22 será un día de sangre, lo dice Plobertin, que ha visto el sol de muchos días de batalla.

-Es desgracia que nosotros no podamos asistir a la gran acción que se prepara, Sr. Jean-Jean -dijo Salvador- y que a hombres de tal temple les destinen a custodiar cofres y estuches.

-¡Oh, joven Epaminondas! -repuso con   —212→   socarronería el astuto dragón-. No envidies a los que se han de cubrir de gloria en el día de mañana. Soldado viejo soy, y te juro que mientras más cruces gano para mí y más tierras conquisto para nuestro Emperador, más anhelo la paz. Marchemos tras los cofres y por el camino. Seamos galantes con las señoras que van en el convoy, recomendándonos a ellas como soldados de Friedland y de Essling, y glorifiquemos a la Francia y bendigamos a Napoleón... por no habernos llevado a la campaña de Rusia.

Reinaba cierta inquietud entre la tropa que no había perdido el sentido con la embriaguez. Por otra parte, varios paisanos y bagajeros y unos cuantos soldados franceses de la peor especie, se habían cogido del brazo y recorrían parte del camino en burlesca procesión, gritando y cantando: algunos de ellos, que apenas podían tenerse en pie, eran llevados en vilo por sus compañeros. Luego que berrearon a sus anchas, insultando a las infelices señoras que aguardaban junto a sus coches la partida del convoy, tomaron al patio, y acercándose a la puerta que daba entrada a las habitaciones de los presos, la golpearon de tal modo con patadas y puñetazos, que a ser débil se quebrantara al instante hecha menudas piezas. La turba   —213→   embriagada quería que le entregaran a los dos infelices prisioneros para anticipar el castigo impuesto por la superioridad militar.

-¿Pero aquí no manda nadie? -dijo el francés que respondía al nombre de Plobertin-. Esta canalla hará una atrocidad si la dejan.

-¡Que nos entreguen al cura, al cura! -gritaba la turba furiosa-. Al cura y al sacristán.

Y golpeaba la puerta, que a fuerza de porrazos comenzaba a resentirse.

-Aquí viene el capitán -dijo Jean-Jean-. Mandará dar veinte palos a los borrachos, y hará cumplir la sentencia.

Un capitán francés reprendió a los revoltosos su estúpida crueldad, amenazándoles con fuerte castigo; pero aquel, como los demás oficiales alojados allí, estaba en gran zozobra por causa más grave que las travesuras de algunos soldados ebrios, y regresó al lado de sus compañeros, dejando tras sí el tumulto el tumulto que de nuevo estallara con más fuerza.

-Vámonos por no ver esto -dijo Plobertin-. Parece que algunos carros se han puesto ya en marcha...

-Nosotros formamos a retaguardia -dijo Monsalud- hay tiempo todavía.

-La gentuza vuelve a las andadas -indicó   —214→   Jean-Jean-. La puerta no resistirá mucho tiempo más: no es esa la Zaragoza de las puertas.

-¡Que las paguen todas juntas! -afirmó otro individuo del respetable cuerpo de dragones-. Ese cura y ese sacristán son guerrilleros, que es como decir salteadores de caminos. Pues qué ¿les hemos de tratar con mimo, después que ellos han asesinado a centenares de hombres pertenecientes, como quien no dice nada, a la nación francesa?

-¡A la nación francesa! -repitió el zapador Plobertin encendiendo su pipa-. La nación francesa pide venganza... La verdad es que el cura y el sacristán no merecen mis simpatías.

-Pues yo -dijo Monsalud con resolución- si encontrase quien se decidiera, arremetería contra esa chusma y les haría entrar en razón.

-Joven Temístocles -exclamó Jean-Jean- menos fuego. ¿Pueden tus paisanos colgar de los árboles racimos de franceses, descuartizarlos, meterlos en los pozos y asarlos en los hornos, y nosotros no podemos ni siquiera desorejar a uno de tus desalmados curas y monagos?

-El honor de la Francia -dijo Plobertin- pide que se les fusile al momento.

-Pero sin martirizarlos vergonzosamente -añadió con viveza Monsalud-. Si el Rey lo sabe,   —215→   castigará a los que le están deshonrando con esta algarada salvaje.

-En esto de mortificar a los guerrilleros y curas con pistolas -afirmó Jean-Jean- yo digo como nuestro glorioso rey Luis XV de la antigua dinastía: Laissez faire, laissez passer. Con que a caballo, Sr. Monsalud, que marcha el convoy.

La confusión y el alboroto iban en aumento, y no había autoridad que mandase, ni voz alguna que contuviese a los desalmados. Fueron y vinieron algunos oficiales, pero sin desplegar la energía que el caso requería, porque acostumbrados a considerar a los guerrilleros como bestias malignas, toleraban los desmanes de la embriagada soldadesca, o al menos no se cuidaban de atajar una brutalidad que creían justificada por la salvaje fiereza de los partidarios.

La puerta cedió al fin, y los gritadores se precipitaron por ella dentro del edificio. Encontrábase primero frente a la puerta principal otra más pequeña que era la que daba ingreso a la celda del cura, y que por ser endeble, fue brevemente echada al suelo de una patada. Pocos momentos después, el infeliz D. Aparicio Respaldiza salía empujado y arrastrado por la soldadesca, mutilado el rostro, cubierto de sangre, abofeteado, injuriado, escupido. Medio muerto   —216→   de espanto, encomendaba el desgraciado su alma al Señor, y en aquel momento angustioso, aquel hombre no exento de faltas, aunque tampoco perverso, mal sacerdote, sin duda, pero antes por error y falsas ideas que por maldad, si tuvo la flaqueza de pedir misericordia a sus viles verdugos, luego que se vio arrastrado irremisiblemente al suplicio sin vislumbrar remedio, les perdonó a todos y supo morir como cristiano.

Llevole la turba a un campo cercano donde algunos robustos árboles convidaban a aquellos cafres a colgar del alto ramaje el cuerpo del infeliz enemigo vencido e indefenso, y mientras se consumaba el sacrificio, se regocijaban con la idea de repetir la función en la persona de aquel a quien llamaban el sacristán, a pesar de que su aspecto no indicaba tan humilde oficio.

Monsalud, que desde el patio presenciaba la feroz escena, baldón del humano linaje, mas no por eso rara en aquella guerra que tanto tenía de heroica como de salvaje, sentía en su alma violentísimo coraje y vergüenza. Al ver que llevaban al suplicio, ya mutilado y moribundo, al infeliz Respaldiza, acordose del otro preso; un vago sentimiento agitó su pecho, sintió algo semejante a dulce recuerdo o a esos misteriosos rumores del corazón, que a veces gimen en   —217→   los oídos de nuestra alma, sin que entendamos claramente lo que quieren decirnos. Inquieto y dominado por profunda aflicción, que no acertaba a explicarse, dirigiose a la rota puerta del edificio. Allí estaba el sargento poco antes encargado de la custodia de los prisioneros, y en compañía de dos o tres bárbaros como él contemplaba estúpidamente, con las manos juntas atrás y su pipa en la boca, el fúnebre via crucis del cura hacia el monte cercano.

-¡Bestia! -le dijo enérgicamente Monsalud-. ¿De ese modo guardas a los prisioneros?

El sargento soltó la carcajada de la insensibilidad aumentada por el vino, y alzando los hombros, repuso:

-¿Y qué?... ¿No les habían de matar de madrugada?... ¿Dónde están los oficiales? Si ellos no cumplen con su deber, ¿qué puedo hacer yo?

-¡Miserable! -gritó el joven con furia-. Si esos verdugos se hubieran empeñado en romper esa puerta antes de las doce, hora en que salí de guardia, me habrían cortado a mí las orejas antes de tocar el pelo de la ropa a los prisioneros... Déjame entrar; queda ahí dentro un infeliz, que no morirá como mueren los cerdos.

El sargento y los suyos hicieron como que querían defender la puerta.

  —218→  

-¡Atrás! -gritó Monsalud-. Dame la llave de la prisión del sacristán.

Briosamente arrebató la llave de manos del carcelero.

-Monsalud -dijo el sargento fingiendo la entereza de un hombre de bien- ¿quieres salvar a ese hombre? Está más loco que D. Quijote, y a todos los que entran a verle les llama hijos para que le pongan en libertad.

-¡Estúpido farsante! -repuso el joven-. ¿Te atreves a darme lecciones de disciplina, de honor y de obediencia, tú que has faltado a todas las leyes de la Ordenanza y de la humanidad?

-Lo digo -añadió el carcelero echándosela de bravo-, porque para sacar de aquí al sacristán, pasarás sobre mi cadáver.

-¡Y sobre el mío! -repitieron los otros, algunos de los cuales no se podían tener de borrachos.

-¡Atrás, a un lado! -vociferó Monsalud abriéndose paso y tomando la linterna que estaba en el suelo-. No puedo salvar a ese hombre, porque el general le ha condenado a morir; pero mientras yo aliente, canallas cobardes, un caballero honrado y decente no morirá, ya lo he dicho, como mueren los cerdos. Los infames vuelven; no hay tiempo que perder. Adentro.

  —219→  

Abrió con mano firme la puerta del aposento en que gemía D. Fernando Garrote. El infeliz anciano, al sentir que sacaban arrastrado a su compañero, después de mutilarle, había sentido como antes dijimos, un terror violentísimo que dio al traste con toda su entereza y varonil grandeza de ánimo. Extraviose su razón, dio voces, y cuando entró el sargento le habló como si fuera Salvador. Levantose del suelo en que yacía y como un loco corrió de un muro a otro buscando salida, y se aporreó las manos contra ellos, cual si a puñetazos pudiese horadarlos. La unción religiosa huyó de su mente; huyeron la resignación, la paciencia, la cristiana humildad, dejando tan sólo el impetuoso instinto. Gritaba con desesperación:

-Jesús divino; ¡sólo tú sabes padecer, sólo tú sabes morir! Soy hombre y acepto la muerte; pero no el tormento, no la vergüenza, no el martirio, no las manos ni la saliva de la soez plebe en mi rostro, ni la ignominiosa cuerda en mi cuello, ni el vil filo de sus navajas en mi piel... ¡Piedad, misericordia, Dios mío! ¡No tengo valor! Soy una mujer, un pobre niño...

Con febril ansiedad, y aunque sabía que ninguna arma llevaba sobre sí, registró todos sus bolsillos y ropas, buscando un corta-plumas, una aguja, un alfiler con que darse la muerte.

  —220→  

-¡Nada, nada! -exclamó con desesperación-. Dios poderoso, ¿tan malo, tan perverso he sido?...

En aquel instante una claridad rojiza deslumbró sus ojos, y en medio de ella, como el ángel de una aparición divina, vio D. Fernando Garrote a Salvador Monsalud. Sorprendido por aquella imagen que en el momento de la más abrumadora angustia se le presentaba, don Fernando cayó de rodillas.

-¡Eres tú, Salvador, hijo mío querido, eres tú! -exclamó desahogando con efusión su alma-. Vienes a salvarme... sí, sí. Tengo miedo, Dios me abandona y no me permite morir con la dulce y tranquila muerte del buen cristiano.

-He tenido lástima -dijo Salvador con voz balbuciente- y he venido...

-¡A salvarme!... ¡Oh, justicia! ¡oh, lección divina! -gritó vertiendo amargas lágrimas don Fernando Garrote-. ¡Has sido tú más generoso que yo! Sí, más generoso, querido hijo mío... Bien me decía el corazón, que mi conducta era egoísta y mezquina. Salvador, por orgullo, por preocupaciones más fuertes para mí que la razón, por egoísmo, te oculté un secreto, cuya confesión debía ser para mí una deuda sagrada.

Salvador no comprendía nada, y pensando tan sólo en el objeto de su visita, dijo:

  —221→  

-Pronto llegarán: aún puede Vd...

-He sido un miserable, he sido un egoísta, las ideas adquiridas en las disputas de los hombres, las he sobrepuesto a los sentimientos más dulces de mi corazón, a mi conciencia y a mis deberes. Salvador, este miserable que ves aquí a tus pies, humillado y envilecido, es el que te ha dado la vida, es tu propio padre, que por su mala suerte y su indisculpable apatía, no ha tenido hasta ahora la dicha de conocerte.

El semblante de Salvador, atónito primero, expresó después la más desconsoladora incredulidad. Una sonrisa, impropia ciertamente del lugar y de la ocasión, vagó por sus labios; pero recobrando al punto su seriedad, y movido a gran compasión por el triste estado mental que en el anciano suponía, le dijo con frialdad:

-Sr. Garrote, yo no tengo padre.

Estas palabras atravesaron como una espada de hielo el corazón del desgraciado Navarro.

-En nombre de tu santa y buena madre, en nombre de Dios -dijo- en nombre de Dios, no me desmientas... He sido un infame egoísta, he sido un necio lleno de orgullo hasta en esta ocasión tristísima, pues hace un momento me horrorizaba la idea de llamar hijo a un traidor   —222→   renegado. Dios me ha castigado por esto; pero siempre misericordioso conmigo, te me ha puesto delante en mi última hora, para que mi confesión sea completa. ¡Bendito sea Dios!

-Desgraciado loco -dijo Monsalud, contemplando al reo con impasible calma y profunda lástima, tan extraño a los sentimientos que este expresaba, como si fueran de otro mundo-. Comprendo que en situación tan aflictiva, trate de seducir a sus carceleros, llamándoles sus hijos. Todo es inútil conmigo, porque no he venido aquí a librarle a Vd. de la muerte.

-¡No me cree! -rugió D. Fernando arrojándose en el suelo-. Dios mío, Dios justiciero que así prolongas mi castigo, ¿más todavía?

Una voz del cielo pareció responder:

-Sí, todavía más.

-Viendo que era inevitable para Vd. un fin tan horrible como el del pobre Respaldiza -dijo Salvador llevando la mano al cinto donde tenía las pistolas- y suponiéndole hombre de valor, he creído que era caritativo proporcionarle un medio de evitar la ignominia de martirio tan bárbaro.

D. Fernando se levantó de súbito. Parecía un esqueleto con vida y con toda la vida en los ojos. En aquel instante oyéronse los desaforados   —223→   gritos de la turba que volvía. Estremeciose el anciano; dominado nuevamente por un terror congojoso, aparentó luego serenidad heroica, y contemplando al mancebo con altanería, exclamó:

-Un hombre de honor, un caballero como yo, no morirá a manos de viles sicarios; un hombre como yo, no será sacrificado salvajemente por tus bárbaros amigos. He cumplido contigo y con mi conciencia. No contaba con mi desgraciado destino ni con tu incredulidad... Que Dios me perdone lo que voy a hacer. Salvador, dame un arma cualquiera, y adiós.

Con la seguridad de quien ve realizado su pensamiento, Monsalud entregó una pistola a D. Fernando Garrote, diciéndole:

-Eso mismo pensaba yo... Un hombre de honor, un caballero decente... Que Dios le ampare a Vd.

D. Fernando irguió con altivez la majestuosa frente, miró a su hijo con calma desdeñosa, le miró mucho durante un rato relativamente largo, y luego con voz trémula y solemne en la cual había cierto sensible acento de pesadumbre mezclado de sarcasmo, habló de esta manera:

-Salvador, gracias, gracias... Que Dios te ampare y te perdone. Adiós.

  —224→  

-Adiós -dijo Monsalud desde la puerta saliendo rápidamente.

Cuando la brutal soldadesca entró atropelladamente en donde estaba el bravo guerrero, halló su cadáver caliente y tembloroso sobre el suelo, la sien partida y destrozado el cráneo. Su mano palpitante asía con rabioso vigor el arma.




ArribaAbajo- XXI -

¡Cuántos habrá que al leer estas escenas que acabo de referir, las hallarán excesivamente trágicas y tal vez exagerada la terrible pugna que en ella aparece entre los lazos de la naturaleza y las especiales condiciones en que los sucesos históricos y las ideas políticas ponen a los hombres! Yo aseguro a los que tal piensen, que cuanto he contado es ciertísimo y que en el lamentable fin de D. Fernando Garrote no he quitado ni puesto cosa alguna que se aparte de la rigurosa verdad de los acontecimientos. Vivió el citado Garrote en los mismos años que le presento, y fueron su carácter y sus costumbres y sus ideas tales como he tenido el honor   —225→   de pintarlas, salvo la diferencia que entre el artificio de la narración y la verdad misma existe y existirá siempre mientras haya letras en el mundo. Cierta fue también su malograda expedición con el cura Respaldiza, y evidente su desastroso cautiverio y fin horrendo, aunque no le cupo peor suerte que a otros muchos, quier españoles, quier franceses, víctimas entonces del furor de las desenfrenadas pasiones.

En cuanto a las circunstancias verdaderamente terribles que acompañaron al último aliento de aquel desgraciado varón, no son tales que deban causar espanto a la gente de estos días, la cual viviendo como vive en el fragor de guerra civil, ha presenciado en los tiempos presentes todos los furores del odio humano entre seres de una misma sangre y de una misma familia; ha visto rotos todos los vínculos en que principalmente apoya su conjunto admirable la sociedad cristiana. ¡Oh! si en el santo polvo a que se reducen la carne y los huesos de tantos hombres arrastrados a la muerte por el fanatismo y las pasiones políticas, quedase un resto de vida, ¡cuántas íntimas reconciliaciones, cuántos tiernos reconocimientos, cuántos perdones no calentarían el seno helado de la honda fosa, donde el insensato cuerpo nacional ha arrojado parte de sus miembros, como si le estorbasen para   —226→   vivir! Y si la eterna vida disipa las nieblas que oscurecen aquí el pensar de los hombres, ¡cuántos seres habrá que en la desolación de la impenitencia y en su solitario vagar por la desconocida esfera, maldecirán la mano corporal con que hirieron el uno al hijo, el otro al hermano! La actual guerra civil, por sus cruentos horrores, por los terribles casos de lucha entre parientes que ha ofrecido, y aun por el fanatismo de las mujeres, que en algunos lugares han afilado sonriendo el puñal de los hombres, presenta cuadros, cuyas encendidas y cercanas tintas palidecerán, tal vez, los que reproduce los narradores de cosas de antaño. El primer lance de este gran drama español, que todavía se está representando a tiros, es lo que me ha tocado referir en este, que más que libro, es el prefacio de un libro. Sí; al mismo tiempo que expiraba la gran lucha internacional, daba sus primeros vagidos la guerra civil; del majestuoso seno ensangrentado y destrozado de la una, salió la otra, cual si de él naciera. Como Hércules, empezó a hacer atrocidades desde la cuna.

Púsose en marcha el largo convoy bastante después de media noche. Todo el camino real, desde las últimas casas de Aríñez hasta Gomecha,   —227→   estaba ocupado. ¡Con cuánta ansiedad veían que España se iba quedando atrás, las infortunadas familias que buscaban un refugio en Francia!

-Si podemos llegar a Vitoria -decía Jean-Jean que iba a caballo junto a Monsalud en la retaguardia- estamos en salvo. Allá se las entiendan el Rey y el mariscal Jourdan con Wellington y Hill. ¡Gran batalla tendremos hoy!... Pero créeme: daría una de mis manos por no verla.

-Han dado orden de marchar más a prisa, señor Jean-Jean -dijo Salvador-. La cosa apremia. Vd. da una mano por no ver esta batalla y yo daría las dos por verla.

-¡Oh, joven Bayardo, caballero sin miedo y sin mancilla! ¿Sabes lo que es una batalla? Un engaño, chico, una farsa. Los generales embaucan a los pobres soldados, les hablan de la gloria, les arrastran a la barbarie, les hacen morir y luego la gloria es para ellos. Pónense a mirar la batalla desde una altura lejana a donde no lleguen las balas, y echando el anteojo a un lado y otro, hacen creer a los tontos que están observando distancias y calculando movimientos. Así como los nigromantes hablan de estrellas, ciclos, conjuros para engañar a los necios, los generales hablan de paralelas,   —228→   ángulos, cuñas, etc... y hacen garabatos en un papel... ¡Oh, yo he medido la Europa con el compás de mis piernas; yo he escupido mi saliva en el Austria y en la Rusia, y sé lo que es una batalla! Después que los unos han destrozado a los otros a fuerza de brazo, porque aquí todo se hace a fuerza de brazo, el general recorre a caballo el campo de batalla, y con sonrisa hipócrita da gracias a los soldados; manda que se asista a los heridos, y los cirujanos empiezan a trabajar en la carne como los ebanistas en madera. Enterramos a los muertos, damos una muleta a los cojos y una venda a los ciegos: Nuestros nombres no se escriben en ningún monumento ni nadie los sabe, ni los pronuncia más boca que la de nuestros compañeros. No así el general que se pone un calvario en el pecho, y se echa a cuestas un título como una casa, de tal modo que si hoy derrotásemos a los ingleses y españoles en cualquiera de estos sitios que atrás dejamos, no faltaría un general que se llamase mañana duque de Subijana de Álava, o Príncipe del Zadorra. Luego viene la historia, con sus palabrotas retumbantes y entre tanta farsa caen unos reyes para subir otros sin que el pueblo sepa por qué, y los políticos hacen su agosto chupándose la sangre de la nación, que   —229→   es lo que a la postre resulta de todo esto.

Iba a contestarle Salvador, cuando una sonora y fresca voz de mujer gritó:

-Sr. Monsalud, Sr. Monsalud, ¡gracias a Dios que se le ve a Vd.! ¡Qué prisa tiene el caballerito para dar cuenta de los encargos que recibe!... ¡Oh, qué prisa, sí!

Monsalud, a pesar de la oscuridad, distinguió perfectamente un rostro femenino que por la portezuela de un coche asomaba, acompañado de una mano con quiroteca, cuyos dedos pajizos se movían saludando de una manera apremiante y afectuosa.

-Perdone Vd. señora doña Pepita -dijo el militar acercando su caballo al vehículo-. Hace dos días que no la veo a Vd. por ninguna parte. ¿Y el señor oidor cómo sigue?

Un rostro acartonado y marchito, en cuya superficie brillaban con chispa mortecina dos tristes y ya muy viejos ojuelos, apareció un momento en la portezuela, y una voz fatigada resonó diciendo estas palabras, que parecían una especie de limosna oral:

-Buenos días tenga el señor sargento Monsalud.

Y desapareció luego dentro del coche.

-¿Apostamos -dijo la dama sonriendo- a que no me compró Vd. en la Puebla los polvos   —230→   a la marichala que le encargué, ni las pastillas de malvavisco?

-Señora, ya sospechaba yo -repuso el joven- que en la Puebla no habría cosas tan finas.

-¡Ah, tunante! -exclamó ella, amenazando festivamente al joven con su descomunal abanico cerrado, que esgrimía como si fuese una espada-. Disculpas... Y hablando de otra cosa, ¿cuándo llegaremos a Francia?

-Pronto, señora. Si hay batalla al romper el día, como dicen, nosotros habremos ganado de aquí a esa hora mucho terreno, y nadie nos estorbará el paso.

El oidor dejose ver de nuevo. Era un varón de años, flaco e indolente, enfermo tal vez, y parecía muy aburrido del largo viaje.

-¡Batalla al romper el día! -dijo frunciendo el ceño-. Me parece que principia a despuntar la aurora. ¿Y hacia dónde es esa batalla?

-Hacia ninguna parte, hombre -repuso con desdén y superioridad doña Pepita-. Tu gran miedo te hace ver batallas en las puntas de los dedos. ¡Qué aburrimiento! No se puede ir contigo a ninguna parte... Recuéstate en el coche y calla, o me enojaré.

-¡Todo sea por Dios! -murmuró el oidor sepultándose en el coche.

  —231→  

-No se descuide Vd. en avisarme todo lo que ocurra -dijo la dama alzando la voz, cuando por uno de los movimientos tan propios de una marcha, el coche se alejó bastante de los jinetes.

Monsalud la saludó con una sonrisa, mientras Jean-Jean le decía:

-Si esa señora doña Pepita tan garbosa, con su grueso lunar velludo en la barba, sus buenas carnes, sus ojos negros, su cara un tanto arrebolada y sus quirotecas amarillas, me hubiese mirado a mí desde la portezuela, apuntándome con su abanico y haciéndome preguntas diversas desde que salimos de Valladolid, a estas horas, joven guerrero, ya nos trataríamos de tú, y todos mis compañeros envidiarían al sargento Jean-Jean. Verdad que yo soy hombre muy circunspecto y no he querido decirle una sola palabra, además de que no es de caballeros quitarle su conquista a un camarada; que si llego a hablar con ella y echo mis visuales y disparo los tiros de mi galantería, y trazo mis paralelas, y lanzo los escuadrones, y enfilo las piezas, y pongo el sitio en regla, Monsalud, en dos horas es mía la plaza; en dos horas hago yo lo que a ti te costará dos meses... ¿pero en qué piensas? ¿estás mirando las estrellas que desaparecen?...   —232→   Salvador, Salvador, despierta, que estoy hablando, está hablándote todo un Jean-Jean.

Profundamente abstraído y meditabundo, Monsalud había olvidado a doña Pepita, al oidor y a Jean-Jean. Poco después de este ligero incidente, la claridad del día empezó a derramarse por tierra y cielo, bañándolo todo con las dulces y frescas tintas de la mañana. El sereno firmamento parecía suspendido sobre la frente del mortal para presidir y proteger su alegre vida, sublimada por el trabajo, por la virtud, por inocentes y castos amores. El campo estaba impregnado de la grata y placentera atmósfera que por el aliento penetra hasta nuestro corazón inundándolo de felicidad, o si se puede decir, aromatizándolo, pues parece que balsámicas esencias penetran hasta lo más hondo de nuestro ser, sacudiendo los sentidos y despertando el alma con el estímulo de vagas emociones. Las altas montañas y los verdes prados se aclaraban, disipada la niebla que los cubría, mostrando su lozano verdor, compuesto de mil y mil hojuelas húmedas, que tiritaban al roce del pasajero viento. Poco después los rayos del sol se introducían por todas partes, en el seno de las nubes, entre el follaje de los árboles, en los infinitos huequecillos de los arbustos y las piedras, en la profunda masa   —233→   cristalina de las aguas del río. Todo tomó color, y con el color la grandiosa existencia del día. ¡Ah! si queréis conservar la dulce paz en vuestra alma cerrad los oídos... Estrepitosos cañonazos resonaron a lo lejos y el convoy entero, como si obedeciera una orden, se detuvo.

Por algún tiempo no se oyó en todo el espacio ocupado por tantos carros y hombres, el más ligero rumor; pero no tardó en producirse de un extremo a otro discordante algarabía.

-Dicen que no se puede pasar de Gomarra... Los ingleses están atacando a la Puebla... También hay batalla por Subijana... y en Avechuco... y en Crispiniana.

Estas frases, se repetían, pasando de boca en boca y dando ocasión a multitud de preguntas que no eran nunca bien contestadas. Las respuestas aumentaban la confusión.

-¡Patarata! -exclamaba un jurado de los más vehementes el cual había aprendido pronto la fanfarronería francesa-; el general Clausel, que está en la Puebla, les enseñará lo que pueden tres ingleses contra un solo francés. ¿Y qué nos puede importar la Puebla si queda atrás? Adelante.

Pero los carros y coches no obedecieron la enfática orden del bravo dragón, permaneciendo tan quietos cual si los clavaran en el suelo.   —234→   El día había aclarado completamente, permitiendo ver la palidez y la extrema ansiedad de todos los semblantes... De pronto una voz pavorosa recorrió de un extremo a otro la línea del convoy, repitiendo:

-No se puede pasar. Crispiniana ha sido atacada, y los ingleses y los guerrilleros han aparecido por Gomarra...

La configuración del camino por donde intentaba marchar el convoy era la más a propósito para infundir miedo a los viajeros. Altos cerros a un lado y otro formaban un estrecho callejón tortuoso, por cuyo fondo el camino y el Zadorra culebreaban estorbándose a cada paso. Frecuentemente pasaba el uno por encima del otro, cediéndole ora la derecha ora la izquierda. Aunque en la noche antes se habían tomado todas las precauciones para el paso del convoy ocupando las alturas, aquel repetido cañoneo que se oía más arriba, ponía en gran inquietud a todos, y recelaban que las fuerzas destacadas se hubieran visto en la necesidad de acudir en socorro de los de Crispiniana o Gomecha... Por fin, después de una hora de ansiedad, moviose la larga procesión entre gritos de alegría. Los mulos, los caballos, los bueyes y los hombres dieron algunos pasos; después se volvieron a parar. Parecía una comitiva   —235→   de entierro cuando el carro fúnebre se atasca.

Pero transcurrido otro rato de ansiedades, de angustiosas preguntas y de mal humoradas respuestas, el dragón de mil patas marchó de nuevo con bastante prisa.

-¿Qué hay?... Sr. Monsalud, una palabra por amor de Dios -dijo la oidora echando fuera del coche su ostentoso lunar, su franca sonrisa, su rostro todo, no pequeño ni falto de gracias por cierto, su abanico y sus quirotecas-. Cuénteme Vd. lo que ocurre.

-Cuéntenoslo Vd. - añadió el oidor asomándose también tras de su consorte.

-No hay nada que temer -dijo deteniéndose el jinete, que regresaba de la vanguardia del convoy-. Camino franco hasta Vitoria.

-Nos hemos detenido, señora -indicó Jean-Jean, metiéndose donde no le llamaban- porque la vanguardia ha estado reconociendo el camino.

-La batalla está empeñada por aquí, a mano izquierda -dijo Monsalud extendiendo el brazo en la dirección indicada- y se ha roto el fuego por tres puntos distintos.

-Por tres puntos distintos, señora -añadió el intruso Jean-Jean-. Quizás pasemos por sitios peligrosos. Si gusta la señora oidora, la   —236→   acompañaré a la portezuela para preservarla de cualquier accidente.

-No, gracias, retírese Vd. -repuso la dama con desdén-. Sr. Monsalud, ¿se marcha Vd. tan pronto? ¿Perderán esa batalla? ¿La perderemos? ¡Ay, no me diga Vd. que sí!... Engáñeme Vd. por favor.

-¡Qué se ha de perder! -vociferó el francés.

-Señor sargento -dijo el oidor- no se separe Vd. de nosotros. Mi mujer tiene un miedo espantoso.

-¡Oh, sí! -murmuró la dama.

-Si por desgracia nuestra nos viésemos en peligro...

-No, no se separe Vd. de nosotros, señor Monsalud -dijo doña Pepita-. Mi marido cobra alientos viéndole a Vd. tan cerca... podría ocurrir algún accidente funesto; que nos viésemos envueltos, comprometidos... ¡Cómo retumban los cañonazos en estas montañas!... Por Dios, Sr. Monsalud, distráigame Vd., cuénteme cosas agradables para que con la conversación entretengamos y engañemos el miedo; hablemos de asuntos risueños, placenteros, tiernos y dulces, de esos que regocijan el espíritu y matan el hastío. Hágame Vd. olvidar que a dos pasos de nosotros se está dando una batalla... quiero estar alegre y reír... quiero olvidar   —237→   y engañarme. Engáñeme Vd... ¡Oh, sí! dígame Vd. que no tema, tranquilíceme... Pero no oigo lo que usted me dice Vd. ¡Oh! no tema usted alzar la voz. Mi marido no oirá nada: es un poco sordo.




ArribaAbajo- XXII -

La batalla en que doña Pepita no quería pensar y en la cual nosotros no fijaremos tampoco mucho la atención, fue del modo siguiente.

Ya sabemos la dirección y traza del camino real de Miranda a Vitoria, que va a orillas del Zadorra, rozando al pasar los lindes del condado de Treviño. Hállanse en este camino los lugares de la Puebla, Aríñez, Crispiniana y Gomecha, y después de deslizarse entre altos riscos, penetra holgadamente en el llano de Vitoria. Ocupaban los franceses la orilla izquierda del Zadorra. Otro afluente del Ebro, el Bayas, y otro camino, el de Vitoria a Bilbao, servía de base al ejército aliado, que se extendía desde Murguía hasta cerca de Subijana de Álava. Dueños los franceses del camino de Burgos a Vitoria, tenían segura la retirada, así   —238→   como los pasos del río, y una posición excelente en las alturas que rodean a la Puebla. Este camino, estos puentes y estas alturas, eran lo que en la mañana del 21 empezaron a disputarles las tropas inglesas, portuguesas y españolas por diversos puntos y con rapidez y energía extraordinarias. El inglés Hill y el bravo español D. Pedro Morillo, atacaron la Puebla y sus riscos eminentes, coronados por una fortaleza feudal de antiguo llamada El Castillo; el general Graham, con el guerrillero Longa, atacaron la derecha enemiga en el camino de Bilbao por Avechuco, y después por Gomarra menor. Conquistados felizmente estos puntos extremos y altos, fueron atacados todos los pasos intermedios del Zadorra, el llamado Tres Puentes, Crispiniana y Gomecha. Hubo en estos ataques alternativas sangrientas de fortuna y adversidad, porque los franceses los reconquistaban a medias después de perderlos, hasta que definitivamente los poseían los aliados. Mientras estas luchas horribles ensangrentaban el Zadorra, hacia el Norte se daba la verdadera estocada de muerte, con el movimiento de avance del general Graham y del guerrillero Longa que cortaron al enemigo el camino de Francia. Sin otra salida que el de Pamplona, precipitose por él todo el ejército, con José a la cabeza;   —239→   mas si los hombres que aún tenían piernas pudieron escapar, no gozaron igual suerte la artillería ni la impedimenta que se atascaron en el camino, como los ratones con morrión al querer huir después de la batalla con las comadrejas.

Tal fue en breves términos la de los aliados con los franceses en las inmediaciones de Vitoria, acción que tuvo, como todas las obras maestras, una gran sencillez. Si la he descrito a grandes rasgos, no ha sido porque en ella encontrase menos interés ni menos elementos para la narración que en otras funciones de guerra, a cuyo relato di anteriormente, si no gran interés, atención considerable. Me mueve a hacerlo así, el propósito de variar la materia de estos libros, dando en el presente la preferencia a una curiosa fase de aquella campaña y de aquella guerra, cual fue la suerte del más rico botín que un ejército invasor se ha llevado consigo al abandonar el país expoliado.

En todas las batallas hay un interés subalterno que apenas menciona con desdén la historia, y que consiste en las vicisitudes de aquel fondo positivo de toda contienda entre los hombres; en todas ofrece gran interés el drama oscuro que se desarrolla dentro de la alforja grande o pequeña que los ejércitos llevan a la grupa. Mientras los generales se calientan los   —240→   sesos haciendo cálculos tácticos, y mientras truena la artillería y se destrozan las falanges, allá en la cola del ejército, una ciudad portátil, llevada por mercaderes ambulantes, tiembla por su destino. Las tiendas, los bagajes, las cocinas, las cantinas, los equipajes, los coches, los botiquines, las camillas representan la vida y la muerte. Son la suprema necesidad y el supremo peligro de la batalla. Sin esto no se puede vencer, y con esto no se puede huir.

Todo el interés de la batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta. Hacia aquellos cofres tendiéronse anhelantes las manos crispadas de vencedores y vencidos. Podía decirse que aquel convoy era el resumen de la guerra, y que los franceses al perderlo, perdían la tierra trabajosamente conquistada; al verlo tan grande, tan custodiado, creerían también, que no pudiendo dominar a España, se la llevaban en cajas, dejando el mapa vacío.

Y a pesar de la ruda batalla empeñada a la izquierda, el pesado equipaje seguía adelante, avivando el paso todo lo posible. Era una tortuga impaciente y azorada que ansiaba resbalar como culebra, y parecía que la zozobra y anhelo de los que en ella llevaban sus intereses, impulsaban la pesada armazón. Durante cuatro horas largas, no ocurrió detención alguna;   —241→   pero a medida que se acercaban a Vitoria arreciaba el tiroteo, hasta que llegaron a un punto en que divisaron claramente y a corta distancia las columnas en movimiento y las baterías escupiendo fuego. Allí dieron las ruedas su última vuelta, y los caballos su último paso, y los cocheros su último grito, y el afligido corazón de los viajeros el último latido de esperanza. Todo acabó: había sonado la terrible sentencia. No se podía pasar.

-Sr. Monsalud, eso que me contaba Vd. -dijo poco antes de la detención la oidora- es tan inverosímil, que si Vd. no lo afirmara como lo afirma, lo dudaría... ¿Ella misma gritaba que le matasen a Vd.?... ¿Pero qué es esto? Nos paramos otra vez.

-Otra vez, señora...

-Y ahora será para siempre -vociferó Jean-Jean-. ¡La batalla está perdida!

-¡Perdida! -exclamó doña Pepita, a punto que el oidor sacaba la cabeza pidiendo informes.

-¿Dicen que se gana la batalla?

-No; que se pierde -repuso la dama-. No seas impertinente, ni me estrujes el cabriolé... Por Dios, Sr. Monsalud, ¿nos abandona Vd...? ¡Qué insoportable ruido! Parece que suenan mil truenos a la vez... Salvador, deme Vd. la mano, a ver si me infunde valor... ¡Por Dios, la mano!

  —242→  

-Una dama valerosa como Vd. no se asustará porque perdamos una batalla -replicó el joven, alargando su mano-. Ya ganaremos otra.

-La ganaremos, sí, ganaremos una hermosa batalla -dijo Pepita recobrando sus frescos colores-. ¡Cuán cansada estoy de la estrechez del coche!... Quisiera salir un momento, un momentito. ¿Nos detendremos mucho aquí?

-Per secula seculorum -gruñó detrás del coche Jean-Jean...- Esto se acabó.

-¡Qué confusión por todas partes! -exclamó Pepita-. Mi marido llora, Sr. Monsalud; es demasiado pusilánime. Supongo que no nos harán nada... ¿Será preciso huir?... ¡Oh! huir, y ¿cómo?

-En el coche no es posible.

-Pero sí en un caballo, ¡ay! en la grupa de un caballo... ¡Dios mío, cómo gritan! Pues qué, ¿se ha perdido toda esperanza?

El oidor exhibió nuevamente su fisonomía, en la cual una palidez cadavérica anunciaba el miedo causado por la peor noticia que un oidor ha podido oír en el mundo.

-¡Pie a tierra todo el mundo! -gritó una voz estentórea-. Las ruedas no pueden seguir...

-Aún hay zapatos y herraduras -clamó Jean-Jean...

  —243→  

Casi todos los jinetes echaron pie a tierra, y muchos viajeros arrojáronse fuera de los coches, despavoridos y aterrados. El concierto de imprecaciones y lastimosas quejas, excedía a todo encarecimiento.

-Salgamos también -dijo Pepita, llevando el pañuelo a sus ojos para enjugar una lágrima-. Pero me es imposible andar... Sr. Monsalud, me desmayaré sin remedio... No se separe Vd. ni un momento de mí.

El oidor salió del coche y perezosamente estiró el acecinado y árido cuerpo para devolverle su posición y forma prístina, semejante a la que tienen los mortales, cuando no han pasado ocho horas dentro de un coche. No lo consiguió fácilmente el respetable varón, cuya figura, después que a sus anchas se desperezó y dejó caer los brazos y echó sobre las piernas el liviano peso del cuerpo, se asemejaba mucho a un gran paraguas cerrado.

-¡Esto es horrible, espantoso! -clamaba la dama-. ¿Y a dónde vamos? ¿Qué se hace? ¿Qué nos pasa? ¿Hay esperanza de seguir? ¿Nos quedamos aquí?... ¿Retrocedemos?... ¿Tomaremos un bocado?... ¿Nos cogerán los ingleses?... ¿Pues y nuestro dinero?... ¡Oh, Sr. Monsalud de mi alma, Vd. que es tan bueno y tan generoso, sálveme Vd.!

  —244→  

-No es tan desesperada nuestra situación -repuso el joven, notando que el cuerpo de doña Pepita, al buscar en su brazo indolente apoyo, no era un cuerpo de sílfide, de fantástica forma e imaginaria pesadumbre.

-¡Qué espantoso es esto!... -añadió la dama-. ¡Los hombres gritan y blasfeman!... ¡Las mujeres lloran!... ¡Qué desolación!... Sr. Monsalud, andemos un poquito para desentumecernos... Todos lloran la hacienda perdida... ¿pues y nosotros? ¡traemos tanta plata, tantas alhajas!... ¡Yo también lloro, Dios mío!... ¿Será posible que nos cojan esos perros ingleses?... Adelante; vamos por aquí... Busquemos a alguien que nos de buenas noticias... no pueden ir las cosas tan mal como dicen... ¡Oh, los ingleses! ¡Cogerla a una los ingleses!... pero no, mil veces no, esclarecido joven, Vd. me defenderá hasta morir... Me horripilo de pensar que un inglés pondrá la mano sobre mí... Sigamos más allá... ¿No habrá nadie que diga: «la batalla se ha ganado»?... ¿Pero dónde estamos? ¿Dónde está mi marido? ¡Se ha perdido!...¡Lo hemos dejado atrás! ¡Urbanito, Urbanito!

-El señor oidor habrá ido en busca del jefe para saber la verdad de todo.

-¡Oh, qué horroroso aspecto ofrecen estas   —245→   pobres gentes!... Vea Vd. en aquella pobre mujer que abraza llorando a sus niños... Estos otros no hablan más que de huir... ¡Jesús crucificado! ¿a dónde iremos nosotros?... Será preciso abandonarlo todo... ¡Aquí están diciendo que no hay esperanza!... Allí gritan «sálvese el que pueda». Mire Vd. a esos sacando atropelladamente su ropa de las arcas. Será preciso llevarlo todo a cuestas... ¡Oh! ¿aquellos que por allí vienen, no son los heridos de la batalla?... ¡Malditos ingleses!... Por piedad, Monsalud, no me abandone Vd... Es imposible huir en coche... yo no sé montar a caballo... ¿podré ir a la grupa?... ¡Qué desolación!... Vamos por aquí... los gritos, las blasfemias, los juramentos de esos hombres desesperados que parecen demonios, me hacen temblar, y me pongo mala... Por aquí... Qué bullicio, qué algarabía... ¿Y mis alhajas, y mis encajes, y mis ropas?... Corramos allá, corramos... Mas no veo a mi marido por ninguna parte. ¡Urbanito, Urbanito!

-Vamos por aquí... En estos casos es triste llevar consigo el valor de un alfiler. Pobre y desvalido yo, lo mismo tengo vencedor que vencido.

-¡Qué felicidad! -continuó la dama, que por no encontrarse bien en ninguna parte, quería   —246→   estar al mismo tiempo en todas-. Así quisiera ser yo; libre como el aire, y con la galana pobreza de los pájaros que no tienen más que un vestido, y a donde quiera que van, llevan todo su ajuar consigo... Huyamos de este sitio. Los llantos de esas mujeres me hacen llorar también a mí... Aquéllos dicen que los ingleses nos sorprenderán aquí... ¡esto es espantoso! ¡Los ingleses, los guerrilleros!... Me parece que muchas personas han emprendido la fuga por el llano adelante... ¿No ve Vd.? Llevan un lío a las espaldas, y los zapatos en la mano para correr mejor... Observe Vd. a aquel infeliz que se da de cabezadas contra un cañón... estos de aquí hablan de quitarse ellos mismos la vida... Por Dios, si forman Vds. de nuevo, no me abandone Vd... deserte Vd. si es preciso, deserte Vd.. Si me veo sola, me moriré de pavor... ¡Yo que pensaba ir a Francia y regresar a Madrid para el otoño!... En medio de mis desgracias, he tenido la sin igual ventura de conocerle a Vd., de encontrar a un joven tan leal como modesto que está dispuesto a ampararme contra esos vándalos de ingleses... Estos pobres jurados y míseros lacayos del Rey José, hablan de morir matando o abrirse paso por entre los vencedores... Les será imposible, ¿no es verdad? Por Dios, no se abra Vd. paso, no se abra usted   —247→   paso y quédese aquí... más vale rendirse... ríndase Vd.; nos rendiremos los dos... vamos, vamos pronto... no puedo ver tanta desolación... escondámonos en algún sitio... ¿Ve usted a mi esposo?... Busquémosle... es capaz de dejarse dominar por la desesperación, y hará alguna locura... ¿En dónde dejamos nuestro coche?... A prisa, a prisa, Sr. Monsalud, sosténgame Vd. si me caigo; creo que me caeré, sí... me caigo sin remedio... ¡Dios mío! ¿No le parece a Vd. que me voy a caer?