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El escándalo

Pedro Antonio de Alarcón



[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Medina y Navarro Eds., 1875 y cotejada con la edición crítica de Juan Bautista Montes (Madrid, Cátedra, 1986).]




ArribaAbajoA la memoria

Del insigne poeta, filósofo, orador y estadista D. NICOMEDES PASTOR DÍAZ, ministro que fue de Fomento, de Estado y de Gracia y Justicia, individuo de número de la Real Academia Española, rector de la Universidad de Madrid, etc., etc.

Dedica este libro en testimonio de inextinguible cariño filial,
admiración y agradecimiento,
Su inconsolable amigo,
P. A. DE ALARCÓN.

ESCORIAL, JUNIO DE 1875.

Escándalo. m. La acción o palabra que es causa de que alguno obre mal, o piense mal de otro. Comúnmente se divide en activo y pasivo entre los sumistas. El activo es el dicho o hecho reprensible que es ocasión del daño y ruina espiritual en el prójimo. El pasivo es la misma ruina espiritual o pecado en que cae el prójimo por ocasión del dicho o hecho de otro...


(Diccionario de la Lengua Castellana, por la Academia Española.)                







ArribaAbajoLibro I

Fabián Conde



ArribaAbajoI

La opinión pública


El lunes de Carnestolendas de 1861 -precisamente a la hora en que Madrid era un infierno de más o menos jocosas y decentes mascaradas, de alegres estudiantinas, de pedigüeñas murgas, de comparsas de danzarines, de alegorías empingorotadas en vistosos carretones, de soberbios carruajes particulares con los cocheros vestidos de dominó, de mujerzuelas disfrazadas de hombre y de mancebos de la alta sociedad disfrazados de mujer; es decir, a cosa de las tres y media de la tarde-, un elegante y gallardo joven, que guiaba por sí propio un cochecillo de los llamados cestos, atravesaba la Puerta del Sol, procedente de la calle de Espoz y Mina y con rumbo a la de Preciados, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar a nadie en su marcha contra la corriente de aquella apretada muchedumbre, que se encaminaba por su parte hacia la calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo en demanda del Paseo del Prado, foco de la animación y la alegría en tal momento...

El distinguido automedonte podría tener veintiséis o veintiocho años. Era alto, fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazón con la profunda tristeza pintada en su semblante. Tenía bellos ojos negros, la tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antínoo, poca barba, pero sedosa y fina como los árabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonomía. Digamos, en suma, que era, sobre poco más o menos, el prototipo de la hermosura viril, tal como se aprecia en los tiempos actuales, esto es, tal como lo prefiere y lo corona de rosas y espinas el gran jurado del bello sexo, único tribunal competente en la materia. En la Atenas de Pericles aquel joven no hubiera pasado por un Apolo; pero en la Atenas de lord Byron podía muy bien servir de Don Juan. Asemejábase, en efecto, a todos los héroes románticos del gran poeta del siglo, lo cual quiere decir que también se asemejaba mucho al mismo poeta.

Sentado, o más bien clavado a su izquierda, iba un lacayuelo (groom en inglés) que no tendría doce años, tiesecillo, inmóvil y peripuesto como un milord, y ridículo y gracioso como una caricatura de porcelana de Sèvres, especie de palillero animado, cuyo único destino sobre la tierra parecía ser llevar, como llevaba, entre los cruzados brazos, el aristocrático bastón de su dueño, mientras que su dueño empuñaba la plebeya fusta.

La librea del groom y los arreos del caballo ostentaban, en botones y hebillas, algunas docenas de coronas de Conde. En cambio, el que sin duda estaba investido de tan alta dignidad hacía gala de un traje sencillísimo y severo, impropio del día y de su lozana juventud, si bien elegante como todo lo que atañía a su persona. Iba de negro, aunque no de luto (pues los guantes eran de medio color), con una grave levita abotonada hasta lo alto, y sin abrigo ni couvrepieds que lo preservasen del frío sutil de aquella tarde, serena en apariencia, pero que no dejaba de ser la tarde de un 27 de febrero... en Madrid.

Indudablemente, aquel joven no cruzaba la Puerta del Sol en busca de los placeres del Carnaval. Algún triste deber le había sacado de su casa... Algún puñal llevaba clavado en el corazón... Así es que no respondía a ninguna de las bromas que, de cerca o de lejos, le dirigían con atiplados gritos todas las máscaras de buen tono que lo divisaban; antes las recibía con visible disgusto, con pena y hasta con miedo, sin mirar siquiera a los que lo llamaban por su nombre o hacían referencia a circunstancias de su vida...

Algunas de aquellas bromas lo habían impacientado e irritado de un modo evidente. Relámpagos de ira brillaron más de una vez en sus ojos, y aun se le vio en dos o tres ocasiones levantar el látigo con ademán hostil. Pero tales accesos de cólera terminaban siempre por una sonrisa amarga y por un suspiro de resignación, como si de pronto recordara algo que lo obligase a contener el impetuoso denuedo que revelaba su semblante. Veíase que el dolor y el orgullo reñían cruda batalla en el espíritu de aquel hombre... Por lo demás, bueno es advertir también que los enmascarados más insolentes procuraban apostrofarlo desde muy lejos y al abrigo de la apiñada multitud...

-¡Adiós, Fabián! -le había dicho un joven vestido de gran señora, saludándolo con el pañuelo y el abanico, y dando al mismo tiempo ridículos saltos.

-¡Mirad, mirad! ¡Aquél es Fabián Conde! -había exclamado otro, señalándolo al público con el dedo, cual si lo pregonara ignominiosamente-. ¡Fabián Conde, que ha regresado de Inglaterra!

-¡Adiós, conde Fabián! -había chillado un tercero pasando a su lado y haciendo groseras cortesías.

-¡Es un conde! -murmuraron algunas voces entre la plebe.

-Pero, ¿en qué quedamos, Fabián? -prorrumpió en esto a cierta distancia una voz aguda y penetrante como la de un clarín-: ¿eres Conde de título, o sólo de apellido, o no lo eres de manera alguna?

El auditorio se rió a carcajadas.

¡Auditorio terrible el pueblo..., la masa anónima..., el jurado lego..., la opinión pública!

Fabián se estremeció al oír aquella risa formidable.

-¡Calla! ¡Es un conde postizo! -dijo cierta mujer muy fea, que vendía periódicos.

-¡Pero es un real mozo! -arguyó otra bastante guapa, que vendía naranjas y limones.

El joven miró a ésta con agradecimiento.

-¡Pues bien podía haber echado por otras calles, supuesto que no va al Prado como todo el mundo! -replicó la primera, llena de envidia.

-¡Eh, señor lechuguino, vea usted por dónde anda! -gritó un manolo, mirando con aire de desafío al llamado Fabián.

Éste se mordió los labios, pero no se dio por entendido, y siguió avanzando lentamente, con más cuidado que nunca, refrenando a duras penas el caballo, que también parecía deseoso de pisotear a aquella desvergonzada chusma.

-¡Adiós, ilustre Tenorio, terrible Byron! ¿Has hecho muchas víctimas en Londres? -exclamaba en tanto otra máscara-. ¡Como voy vestido de mujer, no me atrevo a acercarme a ti!... ¡Eres tan afortunado en amores!

-¡Paso! ¡Paso!... -voceó más allá otro de aquellos hermafroditas-. ¡Paso a Fabián Conde, al César, al Gengiskan, al Napoleón de las mujeres!

El público aplaudió, creyendo que aquel su aplauso venía a cuento.

-¡Milagro, hombre! ¡Milagro! -añadió un elegante pierrot, haciendo mil jerigonzas-. ¡Fabián Conde no se ha disfrazado este Carnaval!... ¡Los maridos están de enhorabuena!

-¿Qué sabes tú? -agregó un mandarín chino-. ¡Irá a que lo vista con su traje de terciopelo rojo la dama de la berlina azul!

Nuevo aplauso en la muchedumbre, que maldito si sabía de qué se trataba.

-¡Fabián! ¡Fabián! -vociferó, por último, a lo lejos un lujoso nigromante, no con voz de tiple, sino con el grave y fatídico acento que emplean los cómicos cuando representan el papel de estatua del Comendador-: ¡Fabián! ¿Qué has hecho de Gabriela? ¿Qué has hecho de aquel ángel? ¡Te vas a condenar! ¡Fabián Conde! ¡Por la primera vez te cito, llamo y emplazo!

Estas palabras causaron cierta impresión de horror en los circunstantes, y un sordo murmullo corrió en torno de Fabián como oleada de amargos reproches.

El joven, que, según llevamos dicho, había soportado a duras penas las agresiones precedentes, no pudo tolerar aquella última... Botó, pues, sobre el asiento, tan luego como oyó el nombre de Gabriela, y buscó entre el gentío, con furiosa vista, al insolente que lo había pronunciado...

-¡Aguarda -dijo-, y verás cómo te arranco la lengua!

Pero reparó en que el público hacía corro, disponiéndose a gozar de un gran espectáculo gratis; vio, además, que el hechicero huía hacia la calle de Alcalá, metiéndose entre un complicado laberinto de coches; comprendió que todo cuanto hiciera tan sólo serviría para aumentar el escándalo, y, volviendo a su primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, ya que no ilimitada paciencia, fustigó el caballo a todo evento, abrióse paso entre la gente, no sin producir sustos, corridas y violentos encontrones, y logró al cabo salir a terreno franco y poner el caballo al galope.

-¡Fabián! ¡Fabián Conde! ¡Conde Fabián! -gritaban entretanto a su espalda veinte o treinta voces del pueblo, que a él se le antojaron veinte o treinta mil, o acaso un clamor universal con que lo maldecían todos los humanos...

-¡Gabriela! ¡Gabriela! ¿Qué has hecho de Gabriela? -aullaban al mismo tiempo, corriendo detrás de él, los chiquillos que habían oído el apóstrofe del nigromante.

-¡A ése! ¡A ése! -clamaron otros más allá, creyendo que se trataba de un ladrón o de un asesino, y persiguiéndolo también encarnizadamente.

Por último, algunos perros salieron asimismo en pos del disparado carruaje, uniendo sus estridentes ladridos a la silba soez con que las turbas salpimentan todas sus excomuniones, y este innoble séquito fue acosando a Fabián hasta muy dentro de la calle de Preciados, como negra legión de demonios, ejecutora de altísima sentencia.

Una vez allí, y desesperando ya de darle alcance, detuviéronse los chiquillos y le tiraron algunas piedras, que pasaron muy cerca del fugitivo coche, mientras que los perros hacían alto y le lanzaban sus últimos y más solemnes aullidos de reprobación...

Entonces, viéndose ya sin testigos y libre de aquella batida infernal, el desgraciado joven entregó las riendas al groom, sepultó el rostro entre las manos y lanzó un sollozo semejante al rugido de león moribundo.

-¿Adónde vamos, señor? -le preguntó poco después el lacayuelo, cuyo terror y extrañeza podréis imaginaros.

-¡Trae! -le contestó el conde, empuñando de nuevo las riendas.

Y levantó la frente, sellada otra vez de entera tranquilidad, asombrosa por lo repentina. Para serenarse de aquel modo, había tenido que hacer un esfuerzo verdaderamente sobrehumano. Una tardía lágrima caía, empero, a lo largo de su rostro...

De la calle de Preciados salió el joven a la plazuela de Santo Domingo, que atravesó al paso, sin que las máscaras de baja estofa que allí había le dirigiesen la palabra; tomó luego por la solitaria calle de Leganitos, que, como situada ya casi extramuros, respiraba un sosiego impropio de aquel vertiginoso día, hasta que, por último, llegado a la antiquísima y ruinosa calle del Duque de Osuna, paró el coche delante de un caserón destartalado y viejo, cuya puerta estaba cerrada como si allí no viviera nadie.

Era el convento..., quiero decir, era la Casa de la Congregación denominada Los Paúles.

Fabián echó pie a tierra; acercóse a aquella puerta aceleradamente; asió el aldabón de hierro con el desatinado afán de un náufrago, y llamó.




ArribaAbajoII

La portería del otro mundo


El edificio, que todavía existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de Los Paúles, no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por allí. Pero en 1861 era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defendía de la Ley de supresión de Órdenes religiosas de varones, alegando su modesto título de Casa de la Congregación de San Vicente de Paúl, con que se fundó en 6 de julio de 1828.

Seguían, pues, viviendo allí en comunidad, tolerados por los gobernantes de entonces, varios Padres Paúles, bajo la dependencia inmediata de un Rector, o Superior Provincial, que a su vez dependía del Superior General, residente en París; dedicados al estudio, a la meditación o a piadosos ejercicios; gobernados por la campana que los llamaba a la oración colectiva, al refectorio o al recogimiento de la celda, y alejados del mundo y de sus novedades, modas y extravíos...; a lo cual se agregaba que solía hospedarse también allí de vez en cuando, en lugar de ir a mundana fonda, algún obispo, algún predicador ilustre o cualquier otro eclesiástico de nota, llegado a Madrid a asuntos particulares o de su ministerio.

Tal era la casa a que había llamado Fabián Conde.

Transcurrieron algunos segundos de fúnebre silencio, y ya iba el joven a llamar otra vez cuando oyó unos pasos blandos y flojos que se acercaban lentamente; luego pasaron otros momentos de inmovilidad, durante los cuales conoció que lo estaban observando por cierta mirilla que había debajo del aldabón de hierro, hasta que, por último, rechinó agriamente la cerradura y entreabrióse un poco la puerta...

Al otro lado de aquel resquicio vio entonces Fabián a un viejo que en nada se parecía a los hombres que andan por el mundo; esto es, a un medio carcelero, medio sacristán, vestido con chaqueta, pantalón y zapatos de paño negro, portador, en medio del día, de un puntiagudo gorro de dormir, negro también, que, por lo visto, hacía las veces de peluca; huraño y receloso de faz y de actitud, como las aves que no aman la luz del sol, y para el cual parecían escritas casi todas las Bienaventuranzas del Evangelio y todos los números de los periódicos carlistas. Dijérase, en efecto, que era naturalmente pacífico, manso, limpio de corazón y pobre de espíritu; que lloraba y tenía hambre y sed de justicia, y que había ya sufrido por ella alguna persecución. En cambio, su ademán al ver al joven, al groom y aquel tan profano cochecillo, no tuvo nada de misericordioso.

-¡Usted viene equivocado! -dijo destempladamente sin acabar de abrir el portón y tapando con su cuerpo la parte abierta.

-¿No es éste el convento de los Paúles? -preguntó Fabián con dulzura.

-¡No, señor!

-¿Cómo que no? Yo juraría...

-¡Pues haría usted mal en jurarlo! ¡Ya no hay conventos! Ésta es la Congregación de Misioneros de San Vicente Paúl.

-¡Bien! Es lo mismo...

-¡No es lo mismo!... ¡Es muy diferente!

-En fin, ¿vive aquí el padre Manrique?

-¡No, señor!

-¡Demonio! -exclamó Fabián.

-¡Ave María Purísima! -murmuró el portero, tratando de cerrar.

-¡Perdóneme usted!... -continuó el joven, estorbándolo suavemente-. Ya sabrá usted de quién hablo..., del célebre jesuita..., del famoso...

-¡Ya no hay jesuitas! -interrumpió el conserje-. El rey don Carlos III los expulsó de España..., y ese padre Manrique, por quien usted pregunta, no vive acá, ¡ni mucho menos!... Sólo se halla de paso, como huésped..., ¡y esto por algunos días nada más!

-¡Gracias a Dios! -dijo Fabián Conde.

-¡A Dios sean dadas! -repuso el viejo, abriendo un poco más la puerta.

-¿Y está ahora en casa ese caballero? -preguntó el aristócrata con suma afabilidad.

-Sí, señor mío...

-¿Y está visible?

-¡Ya lo creo! Tan visible como usted y como yo...

-Digo que si se le podrá ver...

-¿Por qué no se le ha de poder ver? ¿No le he dicho a usted que está en casa?

-Pues, entonces, hágame el favor de pasarle recado.

-¡No puedo!... Suba usted si gusta... Mi obligación se reduce a cuidar de esta puerta.

Y, hablando así, el bienaventurado la abrió completamente y dejó paso libre a Fabián.

-Celda..., digo, cuarto número cinco... -continuó gruñendo-. ¡Ahí verá usted la escalera!... Piso principal...

-Muchísimas gracias... -respondió el joven, quitándose el sombrero hasta los pies.

-¡No las merezco! -replicó el conserje echando otra mirada de recelo al groom y al cochecillo, y complaciéndose en cerrar la puerta de golpe y dejarlos en la calle.

-¡Hum, hum! -murmuró enseguida-. ¡Estos magnates renegados son los que tienen la culpa de todo!

Con lo cual, se encerró de nuevo en la portería, santiguándose y rumiando algunas oraciones.

Fabián subía entretanto la anchurosa escalera con el sombrero en la mano, parándose repetidas veces, aspirando ansioso, si vale decirlo así, la paz y el silencio de aquel albergue, y fijando la vista, con la delectación de quien encuentra antiguos amigos, en los cuadros místicos que adornaban las paredes, en las negras crucecillas de palo, que iban formando entre ellos una Vía Sacra, y en la pila de agua bendita que adornaba el recodo de la meseta, pila en que no se creyó sin duda autorizado por su conciencia para meter los dedos; pues, aunque mostró intenciones de realizarlo, no se resolvió a ello en definitiva.

Llegó al fin al piso principal, y a poco que anduvo por una larga crujía desmantelada y sola, en la que se veían muchas puertas cerradas, leyó sobre una de ellas: Número 5.

Detúvose; pasóse la mano por la todavía ardorosa frente, y lanzó un suspiro de satisfacción, que parecía decir:

-«He llegado.»

Después avanzó tímidamente, y dio con los nudillos un leve golpe en aquella puerta...

-Adelante... -respondió por la parte de adentro una voz grave, melodiosa y tranquila.

Fabián torció el picaporte y abrió.




ArribaAbajoIII

El padre Manrique


La estancia que apareció a la vista del joven era tan modesta como agradable. Hallábase esterada de esparto de su color natural. Cuatro sillas, un brasero, un sillón y un bufete componían su mueblaje. Cerca del bufete había una ventana, a través de cuyos cristales verdegueaban algunas macetas y entraban los rayos horizontales del sol poniente. Dos cortinas de percal rameado cubrían la puertecilla de la alcoba. Encima del bufete había un crucifijo de ébano y marfil, muchos libros, varios objetos de escritorio, un vaso con flores de invernadero y un rosario.

Sentado en el sillón, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir, estaba un clérigo de muy avanzada edad, vestido con balandrán y sotana de paño negro y alzacuello enteramente blanco. No menos blancas eran su cara y su cabeza; ni el más ligero asomo de color o de sombra daba matices a su cutis ni a los cortos y escasos cabellos que circuían su calva. Dijérase que la sangre no fluía ya bajo aquella piel; que los nervios no titilaban bajo aquella carne; que aquella carne era la de una momia. Tomárase aquella cabeza fría y blanca por una calavera colocada sobre endeble túmulo revestido de paños negros.

Hasta los ojos del sacerdote, que eran grandes y oscuros, carecían de toda expresión, de todo brillo, de toda señal de pasión o sentimiento: su negrura se parecía a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no era antipática ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del cráneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto, y no sé qué vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, hacía que infundiesen veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabián creyó estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.

El clérigo se incorporó un poco, sin dejar su sitio, ni casi su postura, al ver aparecer al joven.

-¿Es el ilustre padre Manrique a quien tengo el honor de hablar? -preguntó reverentemente el conde, deteniéndose a la puerta.

-Yo soy el indigno siervo de Dios que lleva ese nombre -contestó con gravedad el anciano.

Y, designándole una silla que había al otro lado del bufete, añadió con exquisita cortesía:

-Hágame la merced de tomar asiento y de explicarme en qué puedo servirle.

Hablando así, tornó a sentarse por su parte, y cerró el libro, después de registrarlo.

Fabián no se había movido de la puerta. Sus ardientes ojos recorrían punto por punto toda la habitación y se posaban luego en el sacerdote con una mezcla de angustia, agradecimiento, temor retrospectivo y recobrada tranquilidad, que no le permitía andar, ni hablar, ni respirar siquiera... Había algo de infantil y de imbécil en su actitud, hija de muchas emociones, hasta entonces refrenadas, que estaban para estallar en lágrimas y gemidos...

Sin duda lo conoció así el jesuita. Ello fue que dejó su asiento, acercóse a Fabián, y lo estrechó entre los brazos, diciéndole:

-Cálmese usted, hijo mío...

-¡Padre! ¡Padre! -exclamó por su parte Fabián-. ¡Soy muy desgraciado! ¡Yo quiero morir! ¡Tenga usted piedad de mi alma!

Y, apoyando su juvenil cabeza en la encanecida del padre Manrique, prorrumpió en amarguísimo llanto.

-¡Llore usted, hijo! ¡Llore usted! -decía el anciano sacerdote con la dulce tranquilidad del médico que está seguro de curar una dolencia-. ¡Probablemente todo eso no será nada!... ¡Vamos a ver!... Siéntese aquí, con los pies junto al brasero... Viene usted helado, y además tiene usted algo de calentura.

Y, acompañando la acción a las palabras, colocó a Fabián cerca de la lumbre, que removió luego un poco con la paleta.

Enseguida penetró en la alcoba, de donde no tardó en volver trayendo un vaso de agua.

-Tome usted para el cuerpo... -le dijo afablemente-. Después..., cuando usted se calme, trataremos del espíritu, para el cual hay también un agua purísima, que nunca niega Dios a los verdaderos sedientos.

-¡Gracias, padre! -suspiró Fabián después de beber.

-No tiene usted gracias que darme... -replicó el sacerdote-. Dios es la gracia, et gratis datur. A esa agua del alma me refería hace un momento.

-¡Dios!... -suspiró Fabián, inclinando la frente sobre el pecho con indefinible tristeza.

Y no dijo más.

El jesuita se calló también por el pronto. Cogió otra silla, sentóse enfrente del conde y volvió a menear el brasero.

-Continúe usted, hijo mío... -añadió entonces dulcemente-. Iba usted a hablar de Dios.

Fabián levantó la cabeza, pasóse las manos por los ojos para acabar de enjugarlos, y dijo:

-Es usted muy bueno, padre; pero yo no quiero engañar a usted ni quitarle demasiado tiempo, y paso a decirle quién soy, cosa que todavía ignora, y a explicarle el objeto de mi visita.

-Se equivoca usted, joven... -replicó el padre Manrique-. Aunque no le conozco a usted, yo sé ya quién es y a qué viene. Al entrar me lo dijo usted todo, sólo con decirme que era desgraciado... Esto basta y sobra para que yo le considere un amigo, un hermano, un hijo. Por lo demás, hoy tengo mucho tiempo libre. Hoy es la gran fiesta del mundo, como ayer y como mañana... Pasado mañana, Miércoles de Ceniza, empezarán a venir los heridos de la gran batalla que Satanás está librando a las almas en este momento. Puede usted, de consiguiente, hablar de cuanto guste..., y, sobre todo, hablar de Dios Nuestro Señor...

-Sin embargo -repuso el conde, eludiendo aquel compromiso-, mi historia propia ha de ser muy larga, y debo entrar en ella resueltamente. Ahora lo que no sé... es cómo referir ciertas cosas... Mi lenguaje mundano me parece indigno de que usted lo escuche.

-Hábleme usted como cuando confiesa... -insinuó el jesuita con la mayor naturalidad.

-Padre, yo no confieso nunca... -balbuceó Fabián, ruborizándose.

-Pues ya ha principiado la confesión. Continúe usted, hijo mío.

El desconcierto del joven era cada vez más grande.

-Me he explicado mal -se apresuró a añadir-. Yo confesé algunas veces..., antes de haber pecado..., cuando todavía era muy niño. Mi madre, mi santa madre me llevaba entonces a la iglesia. Pero después...

-Después, ¿qué?

-¡Mi madre murió! -gimió Fabián melancólicamente.

-¡Ella nos escucha! -pronunció el padre Manrique, alzando los ojos al cielo y moviendo los labios como cuando se reza.

Fabián no rezó, pero se sintió conmovido hasta lo profundo de las entrañas ante aquella obsequiosa oración.

-Conque decíamos... -prosiguió el clérigo, así que acabó de rezar- que, por resultas de haberse quedado sin madre, ya se creyó usted dispensado de volver a la iglesia...

-No fue ésa la verdadera causa... -replicó Fabián con mayor turbación-. Mucho influyó sin duda alguna aquella pérdida en mi nuevo modo de vivir... Pero además...

-Además... ¿qué?... ¡Vaya! Haga usted otro esfuerzo y dígamelo con franqueza... ¡Yo puedo oírlo todo sin asombrarme!

-Ya sé que usted es el confesor favorito de nuestras aristócratas... -repuso el joven atolondradamente-. Por eso el nombre de usted, unido a la fama de sus virtudes y de su talento, llena los salones de Madrid..., mientras que su reputación como orador...

-¡Cortesano! -interrumpió el padre, reprimiendo una sonrisa de lástima-. ¡Quiere usted sobornarme con lisonjas!

Fabián le cogió una mano y se la besó con franca humildad, diciendo:

-Yo no soy más que un desgraciado, a quien no le queda otro refugio que la bondad de usted, y que se alegra cada vez más de haber venido a esta celda... Aquí se respira... Aquí puede uno llorar.

-¡Sea todo por Dios! -prosiguió el eclesiástico, cuya sonrisa se dulcificó a pesar suyo-. Conque... ¿decía usted que además?... Estábamos hablando de la Iglesia de nuestro divino Jesús...

-¡Oh, se empeña usted en oírlo! -exclamó avergonzado el conde-. Pues bien, padre: ¡no es culpa mía!... ¡Es culpa de estos tiempos! ¡Es la enfermedad de mi siglo!... ¡Si supiera usted con qué afán busco esa creencia! ¡Si supiera cuánto daría por no dudar!...

-Pero, en fin... ¿Lo confiesa usted, o no lo confiesa?

-Sí, padre: ¡lo confieso! -tartamudeó Fabián lúgubremente-. Yo no creo en Dios.

-¡Eso no es verdad! -prorrumpió el jesuita, cuyos ojos lanzaron primero dos centellas y luego dos piadosas lágrimas.

-¿Cómo que no es verdad?

-¡A lo menos no es cierto, aunque usted se lo imagine insensatamente! Y, si no, dígame usted, desgraciado: ¿quién le ha traído a mi presencia? ¿Qué busca usted aquí? ¿De qué puedo yo servirle si no hay Dios?

-Vengo en busca de consejo... -balbuceó el conde-. Me trae un conflicto de conciencia...

El anciano exclamó tristemente:

-¡Consejo! ¿Pues no está su mundo de usted lleno de sabios, de filósofos, de jurisconsultos, de moralistas, de políticos? Usted, por lo que revela su persona, debe vivir muy cerca de todas esas lumbreras del siglo que le han arrebatado la fe que le inspiró su madre... ¿Por qué viene, pues, a consultar con un pobre escolástico a la antigua, con un partidario de lo que llaman ustedes el obscurantismo, con un hombre que no conoce más ciencia que la palabra de Dios?

-Podrá ser verdad... -respondió Fabián ingenuamente-. Ahora me doy cuenta de ello... ¡Yo he venido aquí en apelación contra las sentencias de los hombres!... ¡Yo he venido en busca de un tribunal superior!... Sin embargo..., distingamos...: no he venido porque yo crea en ese tribunal, sino porque dicen que usted cree...

-¡Donosa lógica! -exclamó el jesuita-. ¡Viene usted a pedir luz al error ajeno! ¡Viene usted a hallar camino en las tinieblas de mi superstición! ¿No será más justo decir que viene usted dudando de su propio juicio, desconfiando de sus opiniones ateas, admitiendo la posibilidad de que exista el Dios en quien yo creo?

-¡Oh! No, padre..., ¡no! ¡Usted me supone menos infeliz de lo que soy! Yo no dudo: yo niego. ¡Mi razón se resiste, a pesar mío, a creer aquello que no se explica!

-¡Se equivoca usted de medio a medio! -replicó el anciano desdeñosamente-. ¡Usted cree en muchas cosas inexplicables! ¡Usted principia por creer en la infalibilidad de su razón, no obstante ser ella tan limitada que no se conoce a sí misma! Y si no, dígame: ¿Sabe cómo la materia puede llegar a discurrir? Y, si por fortuna no es usted materialista, ¿sabe lo que es espíritu? ¿Sabe cómo lo inmaterial puede comerciar con lo físico? ¿Sabe algo, en fin, del origen y del objeto de esa propia razón en que tanto cree, y a la cual permite a veces negar que los efectos tengan causa, negar que el mundo tenga Criador, negar que pueda existir en el infinito universo un ser superior al hombre? ¿Sabe usted otra cosa que darse cuenta de que ignoramos mucho en esta vida? «Sólo sé que no sé...», dijo el mayor filósofo de los siglos.

-Padre, ¡me deslumbra usted, pero no me convence! -respondió Fabián cruzando las manos con desaliento.

-¡Ya se irá usted convenciendo poco a poco! -repuso el padre Manrique, sosegándose-. Pero vamos al caso. Decía usted que lo trae a mi lado un conflicto de conciencia... Expóngamelo, y veamos si su propia historia nos pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese pobre Dios, cuyo santo nombre no se cae nunca de los labios de los llamados ateos, como si no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido... ¡Por algo más que porque tengo sotana y manteo me habrá usted buscado, en lugar de ir a casa de un médico o de un jurisconsulto!... Y digo esto del médico, porque supongo que la conciencia figurará ya hoy también en los tratados de Anatomía. Conque hable usted de su conflicto.

-¡Ah! Sí... -murmuró el joven, como si estuviera solo-. ¡Por algo he buscado a este sacerdote! La sabiduría del mundo no tiene remedios para mi mal, ni solución para el problema horrible que me abruma... La sociedad me ha encerrado en un círculo de hierro, que ni siquiera me deja franco el camino de la muerte... ¡Oh! ¡Si me lo dejara!... Si suicidándome pudiera salir del abismo en que me veo, ¡cuán cierto es que hace ya tres días todo habría terminado!...

-¡No todo! -interrumpió el padre Manrique-. ¡Siempre quedaría pendiente la cuenta del alma..., que es de fijo la que le impide a usted suicidarse!

-¡La cuenta del alma! -repitió el joven-. ¡También es eso cierto! Yo le llamaba la cuenta de los demás, la cuenta de los inocentes... Pero veo que en el fondo...

-En el fondo es lo mismo... -proclamó el sacerdote-, y todo ello significa la cuenta con Dios! ¿Se convence usted ya de que no es ateo? Si lo fuera..., no tiene que esforzarse en demostrármelo, se habría pegado un tiro muy tranquilamente, seguro de poner así término a sus males y de olvidarlos... Todo esto dice el trágico semblante de usted... Pero, amigo, usted no abriga esa seguridad: usted teme, sin duda, no matar su alma al propio tiempo que su cuerpo; teme recordar desde otra parte los infortunios de la tierra; teme acaso que allá arriba le pidan cuenta de sus acciones de aquí abajo.

-¡Ojalá creyese que allí puede uno darlas! -prorrumpió Fabián con imponente grandeza-. ¡Ya habría volado a los reinos de la muerte a sincerarme de la vil calumnia que me anonada hoy en la vida!

-¡No es menester ir tan lejos ni por tan mal camino para ponerse en comunicación con Dios! ¡Desde este mundo le es fácil a usted sincerarse a los ojos del que todo lo ve!... -respondió el discípulo de San Ignacio.

-¡Pero es que yo no puedo ya vivir en este mundo! ¡Lo que a mí me sucede es horrible, espantoso, muy superior a las fuerzas humanas!

-¡Joven! ¡Pobre idea tiene usted de las fuerzas humanas! -replicó el jesuita-. ¡Nada hay superior a ellas en nuestro globo terrestre cuando el limpio acero del espíritu se templa en las mansas aguas de la resignación! Yo niego que los males de usted sean incurables... ¡Los he visto tan tremendos convertirse de pronto en santo regocijo! Pero, en fin, sepamos qué le sucede a usted... De lo demás ya trataremos..., pues confío en que nuestra amistad ha de ser larga... ¡Con un joven tan gallado, de fisonomía tan noble, y que tan fácilmente llora y hace llorar a quien le escucha, es fácil entenderse! Aguarde un poco... Voy a echar la llave a la puerta, para que nadie nos interrumpa. Además, le pondré a usted aquí otro vaso de agua, ya que el primero le ha sentado tan bien. ¡Oh, la vida..., la vida!... La vida se reduce a dos o tres crisis como ésta.

Así habló el padre Manrique; y, después de hacer todo lo que iba indicando, sentóse otra vez enfrente del joven; cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y agregó solemnemente:

-Diga usted.

Fabián, que había seguido con cierto arrobamiento de niño mimado o de bien tratado enfermo el discurso y las operaciones del jesuita, asombrándose de hallarse ya, no sólo tranquilo, sino hasta casi contento, tuvo que recapacitar unos instantes para volver a sentir todo el peso de sus desventuras y coordinar el relato de ellas...

No tardó en cubrirse nuevamente de nubes el cielo de su alma, y entonces principió a hablar en estos términos:






ArribaAbajoLibro II

Historia del padre de Fabián



ArribaAbajoI

Primera versión


-Padre: yo soy Antonio Luis Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, conde de la Umbría...

El jesuita abrió los ojos, miró atentamente a Fabián y volvió a cerrarlos.

-Paréceme notar -exclamó el joven, mudando de tono- que este título no le es a usted desconocido...

-Lo conozco... como todo el mundo -respondió suavemente el padre Manrique.

-¿Alude usted a la historia de mi padre?

-Sí, señor.

-Pues entonces debo comenzar por decirle a usted que, si sólo conoce su historia como todo el mundo, la ignora completísimamente...; y perdóneme la viveza de estas expresiones.

-Conozco también la rehabilitación de su señor padre (Q.E.P.D.), declarada por el Senado hace poco tiempo -añadió el sacerdote sin abrir los ojos.

-¡Aquélla fue su segunda historia, no menos falsa que la primera! -replicó Fabián con doloroso acento.

-¡Ah!... En ese caso, no he dicho nada...-murmuró el anciano respetuosamente-. Continúe usted, hijo mío.

-Yo le contaré a usted muy luego la historia cierta y positiva... -prosiguió Fabián-. Pero antes cumple a mi propósito decir por qué grados y en qué forma me fui enterando de la tragedia que le costó la vida a mi padre; tragedia que está enlazada íntimamente con mis actuales infortunios.

Contaba yo apenas catorce años, y vivía en una casa de campo del reino de Valencia, sin recordar haber residido nunca en ninguna otra parte, cuando la santa mujer que me había llevado en sus entrañas, y que era todo para mí en el mundo, como yo lo era todo para ella, viéndose próxima a la temprana muerte que le acarrearon sus pesares, llamóme a su lecho de agonía después de haber confesado y comulgado, y allí, en presencia del propio confesor, cura párroco de un pueblecillo próximo, me dijo estas espantosas palabras:

-«Fabián: ¡me voy!... Tengo que dejarte solo sobre la tierra... ¡Lo manda Dios! Ha llegado, pues, el caso de que te hable como se le habla a todo un hombre; que eso serás desde mañana, no obstante tu corta edad: ¡un hombre... libre..., dueño de sus acciones..., sin nadie que lo aconseje y guíe por los mares de la vida!... Fabián: hasta aquí has estado en la creencia de que tu padre, mi difunto esposo, fue un oscuro marino que murió en América, dejándonos un modesto caudal... ¡Pero nada de esto es cierto! Lo cierto es una cosa horrible, que yo debo revelarte para que nunca te la enseñe el mundo por medio de crueles desvíos, o sea, para que jamás hagas imprudentes alardes de tu noble cuna, que al cabo podrías conocer andando el tiempo, aunque yo nada te contase. Fabián: mi marido fue el general don Álvaro Fernández de Lara, conde de la Umbría. Durante la guerra civil estaba bloqueado en una plaza fuerte de la provincia de que era comandante general, y se la vendió a los carlistas por dinero. Para ello se valió de un inspector de policía, llamado Gutiérrez, que mantenía relaciones en el campo del Pretendiente. Pero la traición de ambos fue inútil: en tanto que tu padre salía de la plaza a media noche y entregaba las llaves al enemigo, el jefe político de aquella provincia, advertido de lo que pasaba, atrancó las puertas, las defendió heroicamente a la cabeza de la huérfana guarnición, y consiguió rechazar a los carlistas, bien que teniendo la desgracia de ver morir a su esposa, herida por una bala de los contrarios que penetró en la casa del Gobierno... Los carlistas entonces, viendo que, en lugar de apoderarse de la ciudad, habían tenido muchas bajas en tan estéril lucha, asesinaron a tu padre y a Gutiérrez, y recobraron la suma que les habían entregado. El Gobierno nombró al jefe político marqués de la Fidelidad, y declaró al conde de la Umbría traidor a la patria; embargó a éste sus cuantiosos bienes -que por la desvinculación eran libres-, y suprimió su título de conde para extinguir hasta el recuerdo de aquella felonía. Puedes graduar lo que yo he padecido desde entonces... ¡Bástete ver que tengo treinta y dos años y que me muero! Yo estaba en Madrid contigo cuando ocurrió la desgracia de tu padre, desgracia incomprensible, atendidas las grandes pruebas que hasta entonces había dado de hidalguía, de entereza de carácter, de adhesión a la causa liberal y de indomable valor... No bien tuve noticias de aquella catástrofe, sólo pensé en ti y tu porvenir. Me apresuré, pues, a ocultarte a los ojos del mundo, para que nunca se te reconociese como hijo del desventurado cuyo nombre inspiraba universal horror, y me vine contigo a esta casa de campo, que compré al intento, y donde nadie ha sospechado quiénes somos... Sólo lo sabe, bajo secreto de confesión, el virtuoso eclesiástico que nos escucha, y al cual le debemos, tú el haber recibido educación literaria en esta soledad, y yo consuelos y auxilios de verdadero padre. En su poder se halla todo mi caudal..., quiero decir, todo tu caudal..., mucho mayor de lo que te imaginas, pues asciende a dos millones de reales en oro, billetes del Banco y alhajas... ¡Puedes disfrutarlo sin escrúpulo ni remordimiento alguno! Lo heredé de mis padres. Es el producto de la venta de todas mis fincas, que enajené al enviudar para que no quedase rastro de mi persona. Sigue siempre diciendo que eres hijo del marino Juan Conde..., que nunca existió. Nadie podrá contradecirte, pues hace diez años que el mundo entero nos da por muertos al hijo y a la viuda del conde de la Umbría. El nombre de Fabián Conde, que estás ya acostumbrado a llevar, te lo he formado yo con tu último nombre de pila y con el apellido de mi madre, y detrás de él nadie adivinará al que durante los cuatro primeros años de su vida se llamó Antonio Fernández de Lara. Mi deseo y mi consejo es que, así que yo muera, te vayas a Madrid con el señor cura, el cual hará que ingreses en un colegio o academia donde puedas terminar tu educación literaria, y colocará tu herencia en casa de un banquero. No la malgastes, Fabián... Piensa en el porvenir. Estudia primero mucho; viaja después; trabaja, aunque no lo necesites; créate un nombre por ti mismo; olvida el de tu padre... y sé tan dichoso en esta vida como yo he sido desventurada.»

El joven hizo una pausa al llegar aquí, y luego añadió con voz tan sorda que semejaba el eco de antiguos sollozos:

-Mi madre falleció aquella misma noche.

El padre Manrique elevó los ojos al cielo, y a los pocos instantes los volvió a entornar melancólicamente.

Reinó otro breve silencio.




ArribaAbajoII

Un hombre sin nombre


-Once años después de la muerte de mi madre -continuó Fabián-, era yo en Madrid lo que se suele llamar un hombre de moda. Había estado cuatro años en un colegio, donde aprendí idiomas, música, algunas matemáticas, historia y literatura profanas, equitación, dibujo, esgrima, gimnasia y otras cosas por el estilo; en cambio de las cuales olvidé casi por completo el latín y la filosofía escolástica, de que era deudor al viejo sacerdote. Había hecho un viaje de tres años por Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, deteniéndome sobre todo en esta última nación a estudiar el arte de la escultura, que siempre ha sido mi distracción predilecta y en el que dicen alcancé algunos triunfos. Había, en fin, regresado a España y dádome a conocer en esta villa y corte como hombre bien vestido, como temible duelista, como jinete consumado, como jugador sereno, como decidor agudo y cruel (cuyos sarcasmos contra las flaquezas del prójimo corrían de boca en boca), y como uno de los galanes más afortunados de que hacía mención la crónica de los salones... Perdone usted mis feroces palabras... Le estoy hablando a usted el lenguaje del mundo, no el de mi conciencia de hoy...

Tenía yo a la sazón veinticinco años, y había ya gastado la mitad de mi hacienda, además de sus pingües réditos. De vez en cuando preguntábanse las gentes quién era yo... La calumnia, la fantasía o la parcialidad, es decir, mis muchos enemigos, émulos y rivales, la pequeña corte de aduladores de mis vicios, o las mujeres que se ufanaban de mis preferencias, inventaban entonces tal o cual historia gratuita, negra o brillante, horrible o gloriosa, que al poco tiempo era desmentida, y yo continuaba siendo recibido en todas partes, gracias a la excesiva facilidad que halla en Madrid cualquier hombre bien portado para penetrar hasta las regiones más encumbradas. Recuerdo que fui sucesivamente hermano bastardo de un reyezuelo alemán; hijo sacrílego de un cardenal romano; jefe de una sociedad europea de estafadores; agente secreto del emperador de Francia; un segundo Monte-Cristo, poseedor de minas de brillantes, etc.; y, como resumen de todo, seguían llamándome Fabián Conde, que era lo que mis tarjetas decían.




ArribaAbajoIII

Otro hombre sin nombre


-En tal situación (esto es, hace por ahora un año), presentóse cierto día en mi casa una especie de caballero majo, como de cincuenta y cinco años de edad, vestido con más lujo que elegancia, y llevando más diamantes que aseo en la bordada pechera de su camisa; tosco y ordinario por naturaleza y por falta de educación, pero desembarazado y resuelto como todas las personas que han cambiado muchas veces de vida y de costumbres; hombre, en fin, robusto y sudoroso, que parecía tostado por el sol de todos los climas, curtido por el aire de todos los mares y familiarizado con todas las policías del mundo... Díjome que hacía poco tiempo había llegado de América y que tenía que hacerme revelaciones importantísimas...

Yo temblé al oír este mero anuncio, adivinando en el acto que aquel personaje de tan sospechosa facha era poseedor de mi secreto e iba a poner el dedo en la envejecida llaga de mi corazón. ¿Qué revelaciones podía tener que hacerme nadie, sin saber antes mi verdadero nombre?

-Espéreme usted un momento... -le dije, pues, dejándolo en la sala.

Y pasé a mi cuarto, cogí un revólver, me lo guardé en el bolsillo, torné en busca del falso caballero, lo conduje al aposento más apartado de la casa, cerré la puerta con llave y pasador, y díjele ásperamente:

-Siéntese usted y hable, explicándome ante todo quién es y por quién me toma.

-Me parecen muy bien todas estas precauciones... -respondió el desconocido, arrellanándose en una butaca con la mayor tranquilidad.

Yo permanecí de pie enfrente de él, pensando (pues debo confesárselo a usted todo) en qué haría de su cadáver, dado caso de que se confirmaran mis recelos; o en si me convendría más tirarme yo mismo un tiro, contentándome con los veinticinco años que había vivido sin que el mundo se enterase de mi desdicha.

-Si resulta que este hombre es el único que sabe la verdad -concluí en mis adentros-, debo matarlo... Pero si resulta que lo saben otras personas, yo soy quien debe morir.

-Mi nombre no viene a cuento ahora... -decía entretanto el forastero-. Pero si el señor se empeña en oír alguno, le diré cualquiera de los que he usado en Asia, África, América y Europa. En cuanto a lo de por quién lo tomo a usted, yo lo tomo por su propia persona; esto es, por Antonio Luis Fabián...

-¡Basta! -exclamé sacando el revólver-. Dispóngase usted a morir.

-¡Bravo mozo! -repuso el hombre de los diamantes sin moverse ni pestañear-. ¡Reconozco tu buena sangre! ¡No hubiera procedido de otra manera el difunto conde de la Umbría!

-¿Cómo sabe usted mi nombre? ¿Quién lo sabe además de usted? -grité fuera de mí-. ¡Responda usted la verdad! ¡Considere que en ello le va la vida!

-¡Tranquilícese, y guarde las armas para mejor ocasión! -replicó el atrevido cosmopolita-. Voy a contestarle al señor a sus preguntas, no por miedo, sino por lástima al estado en que se encuentra, y porque me conviene que recobre la calma antes de pasar a hablarle de negocios. Nadie, sino yo, conoce su verdadero nombre..., y si yo lo conozco, es porque siempre descubro aquello que me propongo descubrir.

«Cuatro meses hace que llegué a España, sin otro objeto que saber el paradero de la esposa del conde de la Umbría, y debo declararle al señor que cualquier otro que no fuera mi persona habría desesperado de conseguirlo a poco de dar los primeros pasos... ¡Tan hábilmente habían borrado ustedes las huellas de los suyos! «Debieron de morir pocos meses después que el conde» -me decían unos-. «Debieron irse a Rusia, a Filipinas o al corazón de África» -me contestaron otros-. «Nada ha vuelto a saberse de ellos» -añadían los de más allá-. «La viuda vendió su hacienda propia, y desapareció con su hijo; los mismos parientes del conde y de ella han desesperado de averiguar si son vivos o muertos; sin duda naufragaron en alguna navegación que hicieron con nombres que no eran los suyos...». Así me respondían los más enterados.

»Pero yo no desesperé por mi parte, y me constituí en medio de la Puerta del Sol, es decir, en el centro de toda España, con la nariz a los cuatro vientos, esperando que mi finísimo olfato acabaría por ponerme en la pista de ustedes... Me hice amigo de todos los polizontes de Madrid, y pasábame días y noches preguntándoles, siempre que veía una mujer de cuarenta años o un joven de veinticinco: «¿Quién es ésa? ¿Quién es ése?»; tan luego como notaba que había algo dudoso u obscuro en la historia de aquel personaje, dedicábame a aclararlo por mí mismo.

»Así las cosas, oí hablar del misterioso Fabián Conde y de todas las extravagantes genealogías que le inventaban. Procuré ver a usted: lo vi en el Prado, y lo hallé bastante parecido al difunto conde de la Umbría. «¡Él es!...» -me dije sin vacilar-. Entonces apelé a mi excelente memoria, y ésta me recordó que el hijo del general Fernández de Lara, si bien se llamaba Antonio Luis, cumplía años el 20 de enero, día de San Fabián y San Sebastián, y que el segundo apellido de la señora condesa era Conde. Pero no bastaba esto, y púseme a investigar cómo y cuándo apareció usted en Madrid. Pronto supe que fue a la edad de catorce años y en cierto colegio de la calle de Fuencarral. Fui al colegio, y allí averigüé que Fabián Conde ingresó en él como sobrino y pupilo de un cura de cierta aldea. Encaminéme a la aldea. El cura había muerto; pero todo el mundo me dio razón detallada de la niñez de Fabián, pasada en una casa de campo, a solas con su madre, virtuosísima señora que murió allí, y de quien yo había oído hablar al conde... Pedí entonces un certificado de su partida de sepelio, y en ella encontré el nombre y pila y el apellido paterno de la condesa, seguidos de un gran borrón, al parecer casual, que ni al nuevo cura ni a mí nos permitió leer de quién era viuda aquella señora... Pero, ¿a qué más? Yo no trataba de ganar un pleito, sino de convencerme de una cosa, y de esa cosa ya estaba convencido... Fabián Conde..., quiero decir, usted era hijo del conde de la Umbría...

»Repito a usted, señor, que guarde ese revólver... ¡Mire que si no, va a quedarse sin saber lo que más le interesa!»

-¡Dígamelo usted pronto! -le respondí, volviendo a apuntarle con el arma.

-¡Qué necedad! -continuó el desconocido, sin alterarse ni poco ni mucho-. ¡Pues bien: lo que tengo que añadir, para que ese pícaro revólver se caiga al suelo, es que el nombre del conde de la Umbría puede pronunciarse con la frente muy alta a la faz del universo, y que usted será el primero en proclamar mañana que es el suyo! ¡No a otra cosa he venido de América en busca de usted!

Excuso decir la alegría y el asombro con que oí estas últimas palabras. Aquel hombre, de aspecto tan odioso, me pareció de pronto un ángel del cielo.

-¿Quién es usted? ¿Qué está diciendo? ¡Explíquese, por favor! ¡Tenga piedad de un desgraciado!

Así, gemí, no pudiendo sofocar mi emoción, y caí medio desmayado en los brazos del forastero, quien ya se levantaba para auxiliarme.

Colocóme éste en otra butaca, y luego que me hube serenado, prosiguió:

-«Suspenda usted mi juicio acerca de mi persona, y no me dé gracias ni me cobre cariño. ¡Yo sólo soy acreedor al odio de usted, o a su desprecio! Además, el bien que estoy haciéndole no es desinteresado... ¡Ay! ¡Ojalá lo fuera! ¡Acabo de comprender que debe de ser muy dulce contribuir a la felicidad de alguien!... Pero yo no nací para practicar esta virtud ni ninguna otra... ¡Cada hombre tiene su sino!... En fin, entremos en materia, y óigame el señor sin rechistar, que la historia nos interesa mucho a los dos.»




ArribaAbajoIV

Segunda versión de la historia del conde de la Umbría


«El Conde de la Umbría, descendiente de una de las más antiguas casas de Valladolid, poseedor de grandes riquezas, general a los treinta años, casado con una dignísima señora y hombre de gallarda figura, que me parece estar mirando, y de un valor y unos puños sólo comparables a la firmeza de su carácter y a su entusiasmo por la causa liberal, no tenía más que un flaco, que pocos grandes hombres han dejado de tener..., y éste flaco eran las mujeres.

»Durante su mando en la provincia de que era comandante general se enamoró perdidamente de la esposa del gobernador civil (o jefe político, como se decía entonces), hermosísima señora, que no tardó en corresponderle con vida y alma, sin que el jefe político, que era muy celoso, pareciese abrigar la menor sospecha. Llamábase éste don Felipe Núñez, y su mujer, doña Beatriz de Haro.

»Invadió por entonces aquella provincia un verdadero ejército de facciosos, y su padre de usted, que disponía de muy escasas tropas, tuvo que batirse a la defensiva, con gran heroísmo por cierto, hasta que se vio obligado a encerrarse en la capital, que por fortuna era plaza fuerte, bien que no de primer orden ni mucho menos. Una gran tapia aspillerada rodeaba la población, defendida principalmente por un castillo o ciudadela en bastante buen estado, de donde no era fácil apoderarse sin ponerle sitio en toda regla.

»Contentáronse, pues, los carlistas, por de pronto, con bloquear estrechamente la plaza, esperando refuerzos para combatirla, y su padre de usted ordenó desde luego que se trasladasen al castillo todos los fondos públicos y todas las oficinas, disponiendo que las autoridades pasasen allí la noche, «a fin, dijo, de poder celebrar consejo con ellas en el caso de que la ciudad fuese atacada repentinamente».

»Pero el verdadero objeto del enamorado general, al dictar esta última orden, fue hacer dormir fuera de casa al jefe político, y facilitarse él los medios de pasar libremente las noches al lado de la hermosa y rendida doña Beatriz. Para ello, así que todo el mundo se acostaba en el castillo, salía de él nuestro conde por una poterna que daba al campo; caminaba pegado a las tapias que rodeaban la ciudad, llegaba a una puertecilla de hierro perteneciente a la huerta del Gobierno Civil, fortísimo edificio que había sido convento de frailes, y allí se encontraba con la persona que servía de intermediaria y confidente en aquellos amores.

»Esta persona era un tal Gutiérrez, inspector de policía y hombre de entera confianza para el jefe político, pero más aficionado a su padre de usted y a su noble querida (de quienes recibía grandes regalos) que al ruin y engañado esposo...; pues a éste no lo quería nadie por lo cruel y soberbio que era; soberbia y crueldad que iban unidas a una cobardía absoluta y a un espíritu artero, falaz e intrigante, basado en la envidia y en la impotencia. Su mujer lo despreciaba; Gutiérrez lo aborrecía. El general se reía de él a todas horas.

»Muchas noches iban ya del indicado manejo. Gutiérrez, encargado por el jefe político de la custodia de su mujer y de su casa, abría la puertecilla de hierro al general y lo conducía a las habitaciones de doña Beatriz a escondidas de toda la servidumbre, y, antes del amanecer, lo acompañaba de nuevo hasta dejarlo fuera de la huerta...

»Así las cosas, llamó un día el jefe político a Gutiérrez; encerróse con él y le dijo:

»'-Lo sé todo. ¡Yo mismo he seguido al general una noche de luna y lo he visto penetrar por la puerta que usted le abría!... Creo que usted y yo nos conocemos lo bastante para no necesitar hablar mucho. Usted calculará lo que yo soy capaz de hacer, y lo que le espera a usted sin remedio humano, si se aparta un punto de mis instrucciones, y yo sé por mi parte todos los prodigios que usted llevará a cabo para librarse de la ruina, del presidio y hasta de la muerte, y ganarse además en pocas horas la cantidad de veinticinco mil duros... Así, pues, me dejo de rodeos, y voy derechamente al negocio. El ejército carlista se halla acampado a menos de una hora de aquí... Esta noche, enseguida que oscurezca, y después de decir al general que mi mujer lo aguarda indefectiblemente a la hora de costumbre, montará usted a caballo e irá a avistarse con el cabecilla***. Le dirá usted, de parte del general Fernández de Lara, conde de la Umbría, que la proposición que rechazó éste la semana pasada de entregar el castillo por medio millón de reales, le parece ya admisible, no precisamente por codicia de la suma, sino porque el conde está disgustado del Gobierno de Madrid, y siente además que las ideas de sus antepasados, favorables al régimen absoluto, principian a bullir en su alma. Hecho el trato, manifestará usted al cabecilla que el general saldrá de la fortaleza esta misma noche a las doce, llevando consigo la llave de la poterna. Los demás artículos del convenio los dejo a la sagacidad de usted, que sabrá componérselas de modo que no se le escapen los veinticinco mil duros..., con los cuales se irá usted a donde yo nunca más le vea, ni puedan alcanzarle las garras de la justicia... ¿Estamos conformes?'

»Gutiérrez, que durante aquel discurso había pesado el pro y el contra de todo; Gutiérrez, que comprendió que, si se negaba a aquella infamia, el jefe político sería tan feroz e implacable con él como disimulado y cobarde seguiría siendo con el intrépido general, a quien nunca se atrevería a pedir cuentas de su honra; el pobre Gutiérrez, que por un lado se veía perdido miserablemente y por otro podía ganarse medio millón a costa de mayores o menores riesgos; Gutiérrez, digo, aceptó lo que se le proponía...

»¿A qué afligir a usted especificándole los repugnantes preparativos de lo que ocurrió aquella noche? Baste decir que cuando el conde de la Umbría se encaminaba, a eso de la una, enteramente solo, a la puertecilla de hierro de la Jefatura, llevando en el bolsillo la llave de la poterna por donde había salido del fuerte, no reparó en que dos hombres lo observaban a la luz de la luna, escondidos entre las hierbas del foso; ni menos descubrió que, a doscientos pasos de allí, había otros tres hombres montados a caballo y ocultos entre los árboles; ni notó, por último, que algo más lejos, en la depresión que formaba el lecho del río, estaban tendidos en el suelo ochocientos facciosos, cuyas blancas boinas y relucientes fusiles parecían vagas refulgencias del astro de la noche.

»Los dos emboscados de a pie eran dos oficiales carlistas que conocían mucho al general.

»Los tres del arbolado eran: Gutiérrez (que tenía ya los veinticinco mil duros en un maletín sujeto a la montura de su caballo), y dos coroneles facciosos que, pistola en mano, custodiaban al polizonte, esperando, para dejarlo huir en libertad con el dinero, a que cierta señal convenida les dijese que los dos oficiales habían reconocido al general Fernández de Lara...

»Sonó al fin en el foso un canto de codorniz, perfectamente imitado con un reclamo de caza, y luego otro, y después un tercero, cada uno de ellos de cierto número de golpes...

»'-Nuestros amigos nos dan cuenta de que el conde de la Umbría ha cumplido su palabra y se halla fuera del castillo... -dijeron entonces a Gutiérrez sus guardianes, desmontando las pistolas-. Puede usted marcharse cuando guste.'

»Gutiérrez no aguardó a que le repitieran la indicación: metió espuela a su caballo y desapareció a todo escape, dirigiéndose a una intrincada sierra que distaba de allí muy poco.

»Entretanto, los dos coroneles por un lado y los dos oficiales por otro, avanzaban hacia la puertecilla de hierro de la Jefatura Política, sitio en que Gutiérrez les había dicho que los aguardaría el general...

»Éste, a juzgar por su actitud, no había sospechado nada al oír el canto de la codorniz, ni divisado todavía bulto alguno; pero, al llegar a la puertecilla que daba paso al edén de sus amores y no encontrarla abierta, ni a Gutiérrez esperándolo, según costumbre, comprendió sin duda que sucedía algo grave...; recelo que debió de subir de punto al oír no muy lejos pisadas de caballos...

»Ello es que los oficiales carlistas dicen (me lo han dicho a mí) que entonces lo vieron desembozarse pausadamente, terciarse la capa, coger con la mano izquierda la espada desnuda que hasta aquel momento había llevado debajo del brazo, y empuñar con la derecha una pistola...; pues es de advertir que su padre de usted, aunque se vestía de paisano para aquellas escapatorias, iba siempre muy prevenido de armas, a fin de defender, no tanto su persona, cuando la llave de la poterna, caso de algún tropiezo en tan solitarios parajes.

»Dispuesto así a la lucha, trató de desandar lo andado y volverse al castillo; pero no había dado veinte pasos en aquella dirección, y pasaba precisamente por debajo de unos altos balcones de la Jefatura Política que miraban al campo, cuando los dos coroneles y los dos oficiales carlistas, aquéllos a caballo y éstos a pie, avanzaron descubiertamente a su encuentro, haciéndole señas con pañuelos blancos, y diciéndole con voz baja y cautelosa:

»'-¡Eh, general..., general! ¡Que estamos aquí!'

»La contestación del general fueron dos pistoletazos, que derribaron por tierra a ambos coroneles.

»'-¡Traición!' -gritaron a una voz los cuatro facciosos.

»'-¡Traición, traición! ¡Atrancad la poterna!' -gritó por su parte el conde de la Umbría, arremetiendo espada en mano contra los dos oficiales.

»De los dos coroneles, el uno estaba ya muerto y el otro luchaba con la agonía.

»'-¡Traición, traición!' -apellidaban entretanto mil y mil voces dentro del castillo y de la ciudad.

»'-¡Traición!' -repetía al mismo tiempo en el campo un inmenso vocerío.

»'-¡Atrancad la poterna!' -seguía clamando el conde de la Umbría con estentóreo acento.

»'-¡Viva Isabel II! ¡Viva María Cristina!' -se gritaba en las murallas.

»'-¡Adelante! ¡Fuego! ¡Viva Carlos V!' -respondían los facciosos, avanzando hacia el castillo.

»'-¡General! ¡Entregue usted la llave, y nosotros le pondremos en salvo! -decían en aquel instante los dos oficiales carlistas a su padre de usted, apuntándole con las pistolas, al par que retrocedían ante su terrible espada-. ¡Nosotros no queremos matar a un valiente!... Hemos servido a sus órdenes... ¡Entregue usted la llave, y en paz! ¡Somos los encargados de recogerla!...'

»'-¡Tirad, cobardes! -les respondía el conde, persiguiendo, ora al uno, ora al otro, y sin poder alcanzar a ninguno-. ¡Esta llave no se apartará de mi pecho sino con la vida!'

»'-¡Luego es usted dos veces traidor, señor conde -replicó un oficial-; traidor a los suyos y a los nuestros! ¿Conque es decir que nos ha hecho usted fuego, no por equivocación, sino por perfidia?...'

»'-¡Yo no soy traidor a nadie! -respondió su padre de usted-. ¡Los traidores sois vosotros! ¡Desnudad las espadas, y venid entrambos contra mí!'

»'-¡Pues muera usted!' -repuso uno de los oficiales, disparándole dos tiros a un mismo tiempo.

»El general cayó de rodillas, pero sin soltar la espada.

»'-¡Ríndase usted! -le dijo el otro oficial- ¡Usted explicará su conducta, y nuestro Rey lo indultará!'

»'-¡Acaba de matarme, perro, o acércate a mí con la espada en la mano!' -respondió el conde, poniéndose en pie mediante un esfuerzo prodigioso.

»'-¡Ah! ¡No lo matéis!...' -cuentan los oficiales que gritó en esto una voz de mujer, allá en los altos balcones de la Jefatura.

»Pero también dicen que, aunque alzaron la vista, no descubrieron a nadie en aquellos balcones. Quienquiera que hubiese gritado, había huido...

»'-¡Batíos, cobardes!' -proseguía el general, conociendo que se le acababa el aliento.

»'-¡Toma..., ya que te empeñas en morir!' -dijo el segundo oficial.

»Y disparó a tres pasos sobre el conde de la Umbría, hiriéndole en mitad del corazón.

»'-¡Así!' -dijo su padre de usted.

»Y cayó muerto.

»Los dos oficiales registraron enseguida el cadáver, apoderándose de la llave de la poterna, y corrieron a incorporarse a su gente, exclamando:

»'-¡Adelante, hijos! ¡Aquí está la llave! ¡El castillo es nuestro!'

»Pero el infame jefe político no se dormía entretanto, sino que ya ponía por obra la digna farsa que le valió el título de marqués de la Fidelidad.

»Sólo con atrancar sólidamente la poterna, como mandó atrancarla desde luego, el castillo era inexpugnable..., a lo menos para ochocientos hombres de infantería... Por consiguiente, toda la defensa que dirigió aquella noche, y que tanto elogiaron algunas personas pagadas por él, se redujo a estarse metido en una torre, mientras las tropas disparaban algunos tiros a los carlistas que se acercaban a la poterna.

»No tardaron éstos en conocer que aquel portillo estaba atrancado y más defendido que ningún otro, por lo mismo que ellos poseían su llave, y, después de perder algunos hombres en infructuosas tentativas, se retiraron a su campamento, llevando como único trofeo el cadáver del general, que tan caro les había costado...

»En cambio, el jefe político había tenido suerte en todo. Doña Beatriz, enterada, por una frase que Gutiérrez pudo decirle antes de marchar, de que su marido estaba en el secreto de cuanto había pasado entre el general y ella, y sabedora además de que su idolatrado amante había perdido vida y honra por su causa, se suicidó aquella misma noche, durante el tiroteo entre liberales y carlistas, disparándose un pistoletazo sobre el corazón...

»Así lo referían a la mañana siguiente dos criados, que acudieron al tiro y vieron el arma, humeante todavía, en manos de la desgraciada... Pero después el jefe político lo arregló todo de forma que resultase que una bala carlista lo había dejado viudo, con lo cual echó un nuevo velo sobre las para él deshonrosas causas de aquel suicidio, y se captó más y más la generosa compasión y productiva gratitud de sus conciudadanos, representados por el Gobierno y por las Cortes...

»No quedaron menos desfigurados los demás trágicos sucesos de aquella noche. Con las versiones contradictorias que corrieron en el campo carlista y con las especies que cundió mañosamente el jefe político formóse una falsa historia oficial, reducida a que el conde de la Umbría vendió efectivamente la plaza y tomó el dinero, y a que los carlistas, creyéndose engañados al ver que se defendía la guarnición, dieron muerte al general y a Gutiérrez, y recobraron los veinticinco mil duros.

»Negaban los facciosos este último extremo; pero como los dos coroneles murieron, el uno en el acto y el otro a las pocas horas, sin poder articular palabra, no pudo averiguarse nada sobre Gutiérrez.

»En cuanto a los dos oficiales, avergonzados del pavor que les causó hasta el último instante el intrépido conde de la Umbría, guardáronse muy bien de contar las nobles y animosas palabras que le oyeron, y que tal vez hubieran evitado la nota de infamia que manchó su sepulcro...

»Finalmente: Gutiérrez desapareció de España, sin que se haya vuelto a saber de él, y, por tanto, no ha habido manera hasta ahora de contradecir lo que los periódicos, el Gobierno, las Cortes y todo el mundo dijeron en desdoro de su padre de usted y en honra y gloria del jefe político -el cual es hoy marqués, grande de España, senador del Reino, candidato al Ministerio de Hacienda y uno de los hombres más ricos de Madrid...-; esto último por haberse casado en segundas nupcias con una vieja que le llevó muchos millones y que le dejó por heredero...

»Conque ya sabe usted la historia de la muerte del conde de la Umbría. ¡Figúrese usted ahora el partido que podemos sacar de ella!»




ArribaAbajoV

Tercera versión. Proyecto de contrato. El padre Manrique enciende la luz


-Terminado que hubo de hablar el desconocido -continuó Fabián-, salí yo de la especie de inanición y somnolencia en que me habían abismado tan espantosas revelaciones... Más de una vez, durante aquel relato, me había arrancado dulcísimas lágrimas la trágica figura de mi padre, que por primera vez aparecía ante mis ojos despojado de su hopa de ignominia... y digno de mi piedad filial y de mi respeto... Otras veces había llorado de ira y ardido en sed de venganza al considerar la infame conducta del llamado marqués de la Fidelidad. Otras había temblado al ver morir a doña Beatriz de Haro y a los dos coroneles por culpa de aquellos terribles amores, que me recordaban juntamente la desgraciada estrella de mi adorada madre... Y, como resumen de tan profundas emociones, experimentaba una feroz alegría, que encerraba mucho de egoísmo... ¡Ya podía ser soberbio! ¡Ya podía levantar la frente al par de todos los nacidos! ¡Ya tenía nombre; ya tenía honra; ya tenía padre!... ¿Qué me importaba todo lo demás?

Sin embargo, pronto se despertaron nuevas inquietudes en mi espíritu. ¿Quién era aquel hombre, revelador de tan importante secreto? ¿Quién me respondía de que su relato fuera verdad? Y, aunque lo fuera, ¿cómo probarlo a los ojos del mundo? ¿Cómo separar la historia militar y política de mi padre, tan pura y tan luciente, de aquel oscuro drama que había costado la vida a doña Beatriz? ¿Cómo justificar al conde de la Umbría en lo tocante a la patria, sin denunciarlo en lo tocante a la familia, sin revelar aquel doble adulterio que no dejaría de hacerlo odioso al público y a los jueces, y sin deshonrar las cenizas de la triste mujer que se suicidó por su culpa?...

El desconocido, adivinando mis reflexiones, las interrumpió con este desenfadado epílogo:

«-No cavile más el señor... Todo lo tengo arreglado convenientemente, en la previsión de los nobles escrúpulos con que lucha en este momento. ¡Yo soy un hombre práctico! Su padre de usted será rehabilitado, sin que salga a relucir la verdadera causa de su muerte...»

-Pues, entonces, ¿cómo?...

«-¡Verá usted! Los dos oficiales carlistas que lo mataron para quitarle la llave, entraron luego en el Convenio de Vergara, son hoy brigadieres y viven en Madrid...»

-¡Yo los mataré a ellos hoy mismo! -exclamé-. ¡Dígame usted sus nombres!...

«-Se los diré a usted; pero será para que les dé las gracias. Aquellos bravos militares, que no hicieron más que cumplir con su deber, se hallan dispuestos a declarar la verdad...; esto es, a decir bajo juramento que, mientras ellos se batían con el general Fernández de Lara, le oyeron gritar muchas veces: «¡Traición! ¡A las armas! ¡Atrancad la poterna! ¡Viva Isabel II!» Cuento además con algunos sujetos que eran entonces soldados de la Reina, y con otros que eran facciosos, todos los cuales tomaron parte en aquel tiroteo, y declararán... al tenor de lo que yo les diga... ¡Con el dinero se arregla todo! Por último, el mismo Gutiérrez atestiguará...»

-¡Gutiérrez! -prorrumpí, herido de una repentina sospecha-. ¡Conque Gutiérrez vive! ¡Entonces ya sé quién es usted!... ¡Usted es Gutiérrez!

Y contemplé a aquel hombre con el horror que podrá usted imaginarse.

El desconocido me miró tristemente; sacó unos papeles del bolsillo y prosiguió de esta manera:

«-Aquí tiene usted una partida de sepelio, de la cual resulta que Gutiérrez falleció hace un año en Buenos Aires. Y aquí traigo además una carta suya, escrita la víspera de su muerte, y dirigida al hijo del conde de la Umbría, en la que se acusa de haber sido el único causante del triste fin e inmerecido deshonor póstumo de tan digno soldado. Esta carta, dictada por los remordimientos, será la piedra fundamental de la información que abrirá el Senado. Gutiérrez oculta en ella todo lo concerniente al jefe político y a su esposa, a fin de que la defensa del general no vaya acompañada de escandalosas revelaciones que le enajenen al hombre las simpatías del público y de la Cámara. Así es que se limita a decir que, sabedor, como jefe de policía, de que el general salía del castillo algunas noches por la poterna, disfrazado y solo, pues no se fiaba de nadie, a observar si el enemigo intentaba alguna sorpresa, excogitó aquella diabólica trama para estafar, como estafó, a los carlistas en la cantidad de veinticinco mil duros; añade que vio a su honrado padre de usted morir como un héroe; indica los testigos que pueden declararlo todo, y concluye pidiéndole a usted perdón... ¡a fin de que Dios pueda perdonarlo a él! Por cierto que Gutiérrez lloraba al escribir estas últimas frases...»

-Yo lo perdono... -respondí solemnemente-. Yo lo perdono..., y le agradezco el bien que me hace ahora. Además, él no procedió contra mi padre por odio ni con libertad de acción... Lo que hizo..., lo hizo por salvarse a sí propio y por codicia de una gran suma de dinero... ¡Perdonado está aquel miserable!

El desconocido se puso, no digo pálido, sino de color de tierra, en tanto que yo pronunciaba estas palabras..., hasta que, por último, cayó de rodillas ante mí y murmuró con sordo acento:

«-¡Gracias, señor conde!... ¡Gracias! Yo soy Gutiérrez.»

Renuncio a describir a usted la escena que se siguió. Más de una hora pasé sin poder avenirme a hablar ni a mirar a aquel hombre que se arrastraba a mis pies justificándose a su manera, recordándome que ya lo había perdonado, y ofreciéndome rehabilitar a mi padre en el término de ocho días...

Esta última idea acabó por sobreponerse en mí a todas las demás, y entonces... ¡sólo entonces! le dije a Gutiérrez sin mirarlo:

-Por veinticinco mil duros causó usted la muerte y la deshonra de mi padre... ¿Cuánto dinero me pide usted ahora por su rehabilitación?

«-A usted ninguno, señor conde, si no quiere dármelo -respondió Gutiérrez, levantándose y yendo a ponerse detrás de mi butaca para librarme de su presencia-. Soy pobre...; ¡he perdido al juego aquella cantidad!...; tengo familia en América..., pero a usted no le intereso nada (sino aquello que sea su voluntad), por devolverle, como le voy a devolver, o le devolverá el Senado, el título de Conde y la secuestrada hacienda de su señor padre..., caudal que, dicho sea entre nosotros, asciende a más de ocho millones.»

-Pues ¿quién podrá pagarle a usted estos nuevos oficios, caso que yo me resista a ello?...

«-En primer lugar, usted no se resistirá de manera alguna, cuando sea poseedor, gracias a mí, de un caudal tan enorme... ¡Yo le conozco a usted... y para ello no hay más que mirarlo a la cara! En segundo lugar, yo me daría siempre por muy recompensado con su perdón de usted y con verme libre de unos remordimientos que..., la verdad..., me molestan mucho desde que me casé y tuve hijos... ¿Usted se asombra? ¡Ah, señor conde!, yo no soy bueno..., pero tampoco soy una fiera..., y ¡bien sabe Dios que siempre tuve afición a su padre de usted y a doña Beatriz! Por último: a falta de otra recompensa... (vea usted si soy franco), cuento ya con hacerle pagar cara mi vuelta a Europa al verdadero infame..., al verdadero Judas...»

-¿A quién?

«-¡Al autor de todo!... ¡Al marqués de la Fidelidad! ¡Quince mil duros le va a costar mi reaparición!»

-¡Eso no lo espere usted! ¡Al marqués de la Fidelidad lo habré yo matado mañana a estas horas!

«-Confío en que el señor conde no hará tampoco semejante locura -replicó Gutiérrez-, pues equivaldría a imposibilitar la rehabilitación del general Fernández de Lara. ¡Sólo el ilustre senador, marqués de la Fidelidad, puede conseguirla; sólo él, candidato para el Ministerio de Hacienda, tiene autoridad e influencia bastantes a conseguir que las Cortes deroguen las leyes y decretos que se fulminaron contra el supuesto reo de alta traición!...»

-¡Pero es que el marqués de la Fidelidad -añadí yo- no se prestará a defender a mi padre, al amante de su esposa!...

«-¡Precisamente porque su padre de usted fue amante de su esposa se aprestará a defenderlo, o, más bien dicho, está ya decidido a realizarlo!...»

-No veo la razón...

«-Nada más sencillo. Antes de venir acá he tenido con él varias entrevistas, y habládole... como yo sé hablar con los malhechores. Resultado: el marqués se compromete a declarar en favor del conde de la Umbría; a decir en pleno Senado que, en efecto, aquella noche creyó reconocer su voz que gritaba: «¡Traición!...» «¡Atrancad la poterna!»; a interponer su valimiento con el presidente del Consejo de Ministros para ganar la votación, y a darme a mí además quince mil duros: todo ello con tal de que yo no publique, como lo haría en otro caso, aun a costa de mi sangre, su propia ignominia; esto es, los amores de su difunta mujer con el general Fernández de Lara, la insigne cobardía con que rehuyó pedirle a éste cuenta de su honra, la aleve misión que me confió de ir en busca de los carlistas, la ridícula farsa de la defensa del castillo, la heroica muerte de su padre de usted, consecuencia de aquellas infamias, el suicidio de doña Beatriz de Haro, y, en fin, tantas y tantas indignidades como dieron origen al irrisorio marquesado de la Fidelidad. Tengo testigos de todo y para todo, principiando por aquellos criados que presenciaron la muerte de doña Beatriz... Ya ve usted que no he perdido el tiempo durante los cuatro meses que llevo en España. Además, hele dicho al marqués que el hijo del conde de la Umbría existe (bien que ocultándole que usted lo sea), y le he amenazado con que, si se niega a complacernos, tendrá que habérselas con una espada no menos temible que la de aquel ilustre prócer, ¡con la espada del heredero de su valor y de sus agravios!.. ¡No dude usted, pues, de que el antiguo jefe político dirá desde la tribuna todo lo que yo quiera!... ¡Tanto más, cuanto que él me conoce y sabe que no adelantaría nada con descubrir mi nombre y entregarme a la justicia! ¡Yo camino siempre sobre seguro!»

-¡Está bien! ¡Concluyamos! -exclamé, por último, con febril impaciencia, fatigado de la lógica, del estilo y de la compañía de aquel hombre siniestro, a quien me ligaba la desventura-. ¿Qué tengo yo que hacer?

«-¿Usted? ¡Casi nada! -respondió Gutiérrez; alargándole un pliego por encima del respaldo de la butaca-. Firmar esta petición y remitirla al Senado. El marqués de la Fidelidad la apoyará cuando se dé cuenta de ella; se abrirá una información parlamentaria; usted presentará entonces los documentos del difunto Gutiérrez y los testigos que yo le iré indicando, y punto concluido... Nuestro marqués hará el resto.»

-Pues deje usted ahí ese papel, y vuelva mañana... -repuse con mayor fatiga.

«-Es decir, que... ¿acepta usted?»

-¡Le repito a usted que vuelva mañana!... Necesito reflexionar... Estoy malo... Tengo fiebre... ¡Suplico a usted que se marche!

Así dije, y arrojé al suelo la llave del cuarto.

Gutiérrez la recogió sin hablar palabra; abrió la puerta y desapareció andando de puntillas.

Yo permanecí sumergido en la butaca, hasta que las sombras de la noche me advirtieron que hacía seis horas que me hallaba allí solo, entregado, más bien que a reflexiones, al delirio de la calentura. Estaba realmente enfermo...

Y, sin embargo, ¿qué era aquel conflicto comparado con la tribulación que hoy me envuelve? Entonces, bien que mal, orillé prontamente y sin grandes dificultades aquel primer abismo que se abrió ante mi conciencia... Pero hoy, ¿cómo salir de la profunda sima en que he caído? ¿Cómo salvarme si usted no me salva?

-No involucremos las cosas... -prorrumpió el padre Manrique al llegar a este punto-. Lo urgente ahora es saber cómo orilló su conciencia de usted (lo de orillar me ha caído en gracia) el mencionado primer abismo.

No debió comprender Fabián la intención de aquellas palabras, pues que replicó sencillamente:

-¡No me negará usted que la proposición de Gutiérrez merecía pensarse, ni menos extrañará el que me repugnara tratar con aquel hombre!... ¡Ah! Mi situación era espantosa, dificilísima...

El jesuita respondió:

-Espantosa... sigue siéndolo. Difícil... no lo era en modo alguno.

-¿Qué quiere usted decir, padre mío?

-Más adelante me comprenderá usted... Pero observo que se nos ha hecho de noche y que estamos a oscuras... Con licencia de usted, voy a encender una vela. ¡Ah! Los días son ahora muy cortos... Se parecen a la vida. Mas he aquí que ya tenemos luz... ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Fabián se llevó la mano a la frente al oír esta salutación; pero luego la retiró ruborizado, como no atreviéndose a santiguarse...

El padre Manrique, que lo miraba de soslayo, sonrióse con la más exquisita gracia, y le dijo aparentando indiferencia:

-Puede usted continuar su historia, señor conde.

Fabián se santiguó entonces aceleradamente, y enseguida saludó al anciano con una leve inclinación de cabeza.

Reinó un majestuoso silencio.

-Muchas gracias... -exclamó al cabo de él el padre Manrique-. Es usted muy fino..., muy atento...

-¿Por qué lo dice usted? -tartamudeó el joven.

-Por la cortesía y el respeto de que me ha dado muestras, santiguándose contra su voluntad... Ciertamente, yo habría preferido verle a usted saludar con alma y vida, en esta solemne hora, a Aquel que dio luz al mundo y derramó su sangre por nosotros... Pero, en fin, ¡algo es algo! ¡Cuando usted ha repetido mi acción no le parecerá del todo mala..., y hasta podrá ser que, con el tiempo, rinda homenaje espontáneamente a nuestro divino Jesús! ¡Le debe tanto bien el género humano!

-¡Padre! -exclamó el conde, poniéndose encarnado hasta los ojos e irguiéndose con arrogancia-. Al entrar aquí le dije ingenuamente...

-¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! -interrumpió el jesuita-. Usted no es religioso... No hablemos más de eso... No tiene usted que incomodarse... ¡Mi ánimo no ha sido, ni será nunca, violentar la conciencia de usted!...

-Yo amo y reverencio la moral de Jesucristo... -continuó Fabián-. Pero sería hipócrita, sería un impostor, si dijese...

-¡Nada! ¡Nada, joven!... ¡Como usted guste!... -insistió el anciano, atajándole otra vez la palabra con expresivos ademanes-. Todavía no es tiempo de volver a hablar de esas cosas... Continúe usted... Estábamos en el primer abismo. Veamos cómo logró usted orillarlo.

Fabián bajó la cabeza humildemente, y al cabo de un rato prosiguió hablando así:






ArribaAbajoLibro III

Diego y Lázaro



ArribaAbajoI

Cadáveres humanos


Aun a riesgo de que tache usted de incoherente mi narración, necesito ahora retroceder un poco en ella, a fin de dar a usted completa idea de las dos singularísimas personas con quienes consulté aquella noche el grave asunto que me había propuesto Gutiérrez...

Y tomo desde algo lejos mi referencia a esas dos personas, porque precisamente son las que más figuran en mi vida, que no por afán pueril de sorprender y maravillar a usted con el relato de historias de seres misteriosos... Semejante entretenimiento fuera indigno de usted y de mí, y más propio de un folletín que de esta especie de confesionario... En suma: por dramáticos que le parezcan a usted los hechos que paso a referirle, no crea que reside en ellos el verdadero interés de la tragedia que aquí me trae... Esta tragedia es de un orden íntimo, personal, subjetivo (que se dice ahora), y los sucesos y los personajes que voy a presentar ante los ojos de usted son como un andamio de que me valgo para levantar mi edificio; andamio que retiraré luego, dejando sólo en pie el problema moral con que batalla mi conciencia... Óigame usted, pues, sin impacientarse...

-Descuide usted -dijo el padre Manrique-. Ya hace rato que me figuro, sobre poco más o menos, adónde vamos a parar. Cuénteme usted la historia de esas dos personas. Nos sobra tiempo para todo.

El joven vaciló un momento; púsose aún más sombrío de lo que ya estaba, y dijo melancólicamente:

-Diego y Lázaro...: los dos únicos amigos que he tenido en este mundo, y de los cuales ninguno me queda ya...; Diego y Lázaro..., nombres que no puedo pronunciar aquí, donde se da crédito a mis palabras, sin que mi corazón los acuse de ingratos y de injustos..., son las personas a que me refiero... ¡Ah, padre mío! Mire usted estas lágrimas que asoman a mis ojos, y dígame si yo habré podido ser nunca desleal a esos dos hombres!

-¡Profundo abismo es la conciencia humana! -murmuró el padre Manrique, asombrado ante aquel nuevo piélago de amargura que descubría en el alma de Fabián-. ¡Cuánta grandeza y cuánta miseria viven unidas en su corazón de usted! ¡Cuántas lágrimas le he visto ya derramar por fútiles motivos! ¡Y cuán insensible se muestra en las ocasiones que más debiera llorar! Prosiga usted..., prosiga usted..., y veamos quiénes eran esas dos hechuras de Dios, que tanto imperio ejercen en el espíritu descreído de que hizo usted alarde al entrar aquí.

Estas severas palabras calmaron nuevamente a Fabián.

-Tiene usted razón, padre... -dijo con una sonrisa desdeñosa-. ¡Doy demasiada importancia a mis verdugos!... Por lo demás, no se trata aún del actual estado de mis relaciones con Diego y Lázaro; trátase ahora de cuándo y dónde los conocí, de cómo eran entonces, de por qué les tomé cariño, y de la memorable consulta que celebré con ellos la noche que siguió a mi conferencia con Gutiérrez.

-¡Exacto! -respondió el padre Manrique, acomodándose en su silla-. Por cierto que tengo mucha gana de que lleguemos a esa consulta...

*

-Pues bien... -continuó Fabián-: Diego, Lázaro y yo nos habíamos conocido dos años antes, precisamente en un lugar muy lúgubre y melancólico..., en la Sala de Disección de la Facultad de Medicina de esta corte, o sea entre los despedazados cadáveres que sirven de lección práctica a los alumnos del antiguo Colegio de San Carlos.

Diego iba allí por razón de oficio; esto es, como médico; Lázaro por admiración a la muerte, como muy dado que era al análisis de la vida, de las pasiones, del comercio del alma con el cuerpo y de todos los misterios de nuestra naturaleza, y yo a perfeccionarme en la anatomía de las formas, por virtud de mi afición a la escultura.

Creo más; creo que los tres íbamos allí, principalmente, impulsados por una triste ley de nuestro carácter, o sea por una desdicha que nos era común, y que sirvió de base a la amistad que contrajimos muy en breve. ¡Los tres carecíamos de familia y de amigos, los tres estábamos en guerra con la sociedad, los tres éramos misántropos; y yo, que parecía acaso el menos aburrido, pues solía frecuentar lo que se llama el mundo, y andaba siempre envuelto en intrigas amorosas, pasábame, sin embargo, semanas enteras de soledad y melancolía, encerrado en mi casa, renegando de mi ser y acariciando ideas de suicidio! Lisonjeábanos, por tanto, y servía como de pasto a la especie de ferocidad de nuestras almas, la compañía y contacto con los cadáveres; aquel filosófico desprecio que nos causaba la vida, mirada al través del velo de la muerte; aquella contemplación de la juventud, de la fuerza y de la hermosura, trocadas en frialdad, inercia y podredumbre; aquel áspero crujir de la carne de antiguos desgraciados, bajo el escalpelo con que Diego y Lázaro buscaban en unas entrañas yertas la raíz de nuestros propios dolores, y aquella rigidez de hielo que encontraba yo bajo mi mano al palpar las formas, ya insensibles y mudas, que poco antes fueron tal vez codicia y galardón de embelesados adoradores...

*

-¿Y no pensaba usted más? -exclamó el padre Manrique-. ¿Era eso todo lo que se le ocurría a un hombre como usted en presencia de los inanimados restos de la hermosura terrena?

-Pues ¿qué más?

-¿Y usted me lo pregunta? ¿No conoce usted la historia de la conversión del duque de Gandía? ¿No ha oído usted hablar de San Francisco de Borja?

-Sí, señor. He leído que se le considera como el segundo fundador de...

-De la Compañía de Jesús... -agregó el jesuita-. Esto es, ¡de mi santa casa! Pues bien: aquel hombre vio la inmortalidad y el cielo en los fétidos despojos de una mujer que fue comparada en vida con las Tres Gracias del paganismo... «Haec habet et superat...», decían de ella los poetas.

-Cuentan que San Francisco de Borja estaba enamorado de la emperatriz... -observó Fabián.

-Aunque así fuera..., que no lo sé..., su misma idolatría pecaminosa vendría en apoyo de mi interrupción. Lo que yo he querido hacerle a usted notar es que aquel hombre, después de haber sido «un gran pecador» -según él mismo confiesa-, llegó a ser un gran santo..., y todo por haber parado mientes una vez en la vanidad de los ídolos de la tierra. ¡Usted, en cambio, se alejaba más y más de Dios al reparar en los engaños de esta vida!

Fabián tuvo clavados los ojos un instante en aquel formidable atleta, tan débil y caduco de cuerpo, y luego prosiguió:

-Andando el tiempo, mis ideas llegaron a ser menos sombrías...; y por lo que toca al periodo de que estoy hablando, yo creo que mi desesperada tristeza merecía alguna disculpa. No tengo necesidad de explicarle a usted su verdadera causa... ¡Demasiado comprenderá usted, con su inmenso talento y suma indulgencia, que la historia de mi padre, escondida en mi corazón años y años, era como acerba levadura que agriaba todos mis placeres! ¡Yo no podía mirar dentro de mí sin someter a horribles torturas la soberbia y el orgullo que constituyen el fondo de mi carácter! ¡Yo sabía quién era! ¡Yo me repetía a todas horas mi execrado nombre!

-¡Joven! -exclamó el padre Manrique, sin poder contenerse-. ¡Santos hay en el cielo que fueron hijos de facinerosos! Pero tiempo tendremos de hablar de estas cosas y de otras... -añadió enseguida-. Perdóneme tantas interrupciones, y discurra como si estuviera solo...

-Así lo haré, padre mío... -respondió Fabián-, pues las advertencias de usted empiezan a mostrarme el mundo y mi propia vida de un modo tan nuevo y tan extraño, que temo acabar por no conocerme a mí mismo, ni saber explicar lo que me sucede.

El jesuita se sonrió y guardó silencio.

El joven continuó en esta forma:




ArribaAbajoII

Retrato de Diego


-Diego era más infortunado que yo... Si yo detestaba entonces mi nombre, él ignoraba completamente el suyo. Diego era expósito..., circunstancia que no supe hasta algunos meses después, que me la reveló él mismo. Pero, cuando le conocí, díjome que había nacido en la provincia de Santander, y que su apellido era también Diego. -«¡Capricho de mis padres! -solía exclamar naturalísimamente-. ¡Pusiéronme Diego en la pila para que me llamase Diego Diego». ¡Y el desgraciado se reía!

Pero aquí debo hacerle a usted otra advertencia a fin de ahorrarle cavilaciones inútiles. No imagine ni por un instante que esto de ser expósito Diego haya de tener al cabo relación alguna, material o dramática, con la presente historia, dando lugar a reconocimientos, complicaciones y peripecias teatrales... No; no se distraiga usted pensando en si el infeliz resultará luego pariente mío o de cualquier otro de los personajes que ya he mencionado o que después mencione... ¡Ay! Mi pobre amigo ha sido siempre, y es, y morirá siendo, sin duda alguna, un expósito en prosa; quiero decir, un expósito sin esperanza ni posibilidad de llegar a conocer el nombre de sus padres...; y si yo he traído a cuento su triste condición, sólo ha sido como dato moral necesario para la mejor inteligencia de su carácter y de sus acciones.

En cuanto a Lázaro... (repare usted en esta fatídica coincidencia de nuestras tres historias), fuese cualquiera su propia alcurnia, conociésela o no la conociera, ello es que nunca hablaba de sí, ni de su familia, ni de su pueblo natal, y que, cuando le preguntaban cómo se llamaba, siempre respondía con una sublime serenidad llena de misterio: «Lázaro a secas.» Parecía él, por consiguiente, el verdadero expósito; pero (según verá usted más adelante) nosotros teníamos motivos para sospechar, muy al contrario, que sabía demasiado quién era y que le asistían razones para no decirlo.

Volviendo a Diego, debo añadir que su tristeza y su esquivez hacia el género humano procedían de otras causas a más de la ya referida. Según confesión propia, en su infancia había pasado hambres y desnudez, y para seguir su carrera había tenido que trabajar, primeramente en un oficio mecánico, y luego como enfermero de varios hospitales, ganando matrículas y grados por oposición, a fuerza de incesantes estudios, y viéndose obligado algunas veces a sostener titánicas luchas contra bastardas recomendaciones del valimiento o de la riqueza. Por resultas de todos estos sinsabores había contraído la terrible dolencia físico-moral que se llama pasión de ánimo, y padecía frecuentes ictericias que le ponían a la muerte. Cuando yo le conocí acababa de doctorarse en Medicina y Cirugía, y ya contaba con alguna parroquia en las clases pobres. Sabía mucho, aunque tan sólo en su profesión, y seguía estudiando incesantemente... «No me contento con menos que con ser otro Orfila», solía decirnos como la cosa más natural del mundo.

Por lo demás, en aquel entonces era un hombre de veintisiete años; muy fuerte, aunque delgado; más bien alto que bajo; de músculos de acero, y cuyo color pajizo, tirando a verde, demostraba que por sus venas fluía menos sangre que bilis. Llevaba toda la barba, asaz espesa, bronca y oscura; era calvo, lo cual le favorecía, pues daba algún despejo a su nublado rostro; tenía grandes ojos garzos, llenos de lumbre más que de luz, pobladas y ceñudas cejas, la risa tardía, pero muy agraciada, y una dentadura fuerte y nítida, que alegraba, por decirlo así, aquel macerado semblante. Dijérase que tan lóbrega fisonomía había sido creada ex profeso para reflejar la felicidad, pero que el dolor la había encapotado de aciagas nubes. ¡Ay! Nada más simpático, en sus momentos de fugitivo alborozo y confianza, que mi amigo Diego... ¡Nada más huraño y feroz que su tristeza! ¡Nada más violento y extremado que su ira!

Completaré su retrato físico diciendo a usted que Diego no le debía ninguna elegancia a la naturaleza ni al arte. Tenía poco garbo y grandes los pies, las manos y las orejas; ignoraba casi todas las reglas de la vida social, e iba vestido, si bien pulcramente, con poquísimo gusto a fuerza de querer desmentir su pobreza. Menos dinero que sus variados trajes, harto vistosos, le hubiera costado vestirse como la generalidad de las personas decentes..., y al cabo le enseñé a hacerlo así; pero, al darle aquellas lecciones, procuré que no cayese en la cuenta de que le corregía en materia tan delicada... ¡Nunca me lo hubiera perdonado!... ¡La idea de parecer ridículo le volvía loco! No olvide usted esta circunstancia, padre mío.

Conque vamos a Lázaro.




ArribaAbajoIII

Retrato de Lázaro


Él fue quien primero llamó mi atención en el Colegio de San Carlos, no sólo por su notable hermosura y distinguidísimo porte, sino también por la profunda y general instrucción que revelaban (todavía ignoro si adrede o contra su voluntad) sus modestas y sobrias razones. Nadie nos presentó, ni yo sé cómo llegamos a cruzar las primeras palabras. Ello es que un día (a propósito de una hermosa mano de mujer que vimos suelta y rodando por aquellos suelos) nos enredamos en conversación..., y cuando quisimos acordar, reparamos en que hacía más de tres horas que estábamos hablando como los mejores amigos del mundo.

Lázaro era entonces, y seguirá siendo, si vive, uno de aquellos hombres que no se parecen a ningún otro, y que, vistos una vez, no pueden olvidarse nunca: figuras sin plural, que corresponden a un determinado sujeto, de modo tan peculiar y tan íntimo, como si le comunicaran el ser y la vida, lejos de recibirlos de la entidad que representan. La inmovilidad moral (he creído yo siempre), la fijeza de las ideas, la pertinacia de propósitos, un gran genio, una virtud inexpugnable o una perversidad incorregible, deben de modelar estos tipos tan auténticos, consustanciales del espíritu que los anima.

-¡Habló el escultor! -dijo el padre Manrique, saludando a Fabián con galantería.

-Pues que no le desagradan a usted mis resabios de artista -contesto el joven-, detallaré la figura de Lázaro, con tanto más motivo, cuanto que de este modo comprenderá usted mucho mejor el que yo pasara largo tiempo sin saber si aquel hombre, con rostro de ángel, era un malvado muy hipócrita o un verdadero dechado de virtudes.

Tenía Lázaro, cuando yo empecé a tratarle, unos veintitrés o veinticuatro años; pero su aniñado rostro le daba un aire aún más juvenil, mientras que el sereno abismo de sus ojos parecía ocultar otros diez o doce años de meditaciones. Aquellos ojos eran azules como el cielo, tristes y afables como una paz costosa, y bellos... cuanto pueden serlo ojos de tal edad, en que nunca brillan relámpagos de amor... Lázaro era pequeño, fino, rubio, blanco, pálido; pero con esa palidez misteriosa que no procede de las dolencias del cuerpo, sino de los dolores del alma. Otra de las singularidades de aquel rostro consistía en su decidido carácter varonil, impropio de la suavidad de sus puras y correctas facciones. Así es que el tenue bozo dorado que sombreaba su boca y circundaba con leves rizos el óvalo de su cara, le daba tal vez un aire más enérgico y masculino que a Diego sus broncas y espesas barbas oscuras. Es decir, que si por acaso aquel joven se parecía a un ángel, era a un ángel fuerte como el que acompañó a Tobías, o a un ángel batallador como el que venció a Lucifer, o al mismo Lucifer, tal como lo describe Milton.

Y ahora, humillando el estilo, concluiré diciendo que Lázaro era elegante sobre toda ponderación en medio de la mayor sencillez, como quien debe a la Naturaleza una organización noble y exquisita, de la cual daban evidentes indicios sus diminutos pies e incomparables manos.

Por lo que respecta a la parte moral, la impresión que me dejó Lázaro luego que hubimos tenido nuestro primer coloquio (en que hablamos de todo lo del mundo, menos de nosotros mismos), sólo puedo compararla a aquella especie de cansancio previo que le produce al perezoso la idea del trabajo. Había tal orden en sus pensamientos, tal lógica en sus raciocinios, tal prontitud en su memoria, tanta precisión y claridad en su lenguaje, tanto rigor en sus principios morales, y miraba de frente con una impavidez tan sencilla los deberes más penosos, que desde luego comprendí que mi pobre alma no podría contribuir nunca con la suma de cualidades, ni mi vida con la cantidad de tiempo y de atención necesarias para costear un largo comercio con aquel intransigente predicador. Debo añadir que al mismo tiempo concebí por primera vez la sospecha de si Lázaro sería un solemne hipócrita, o cuanto menos alguno de aquellos moralistas puramente especulativos y teóricos que incurren luego en las mismas debilidades de que acusan a los demás hombres... Suspendí, sin embargo, mi juicio, y rendí homenaje, cuando menos, al indisputable talento y vasta erudición de Lázaro.

*

El padre Manrique no cerraba los ojos, sino que los tenía clavados en Fabián con extraordinaria viveza.

Indudablemente, aquella lucidez psicológica y aquella sagacidad para el análisis habían llamado mucho la atención del jesuita, haciéndole comprender que no tenía delante un calavera vulgar, afligido por desventuras materiales, sino la viva personificación de una gran tragedia íntima, espiritual, ascética en el fondo, aunque revestida de tan mundanas formas...

Fabián continuaba diciendo entretanto:




ArribaAbajoIV

De cómo hay también amigos «encarnizados»


-Al día siguiente de nuestro encuentro, Lázaro me presentó a Diego, a quien llevaba él algunos días de tratar en aquel mismo sitio, y de cuyas grandes prendas de corazón, ya que no de inteligencia, hízome al oído grandes elogios, que resumió al fin en esta frase: «Tiene -me dijo- el genio de la pasión y la intuición del sentimiento. Cuando se irrita lo sabe todo.»

A pesar de estas recomendaciones, Diego no me gustó al principio bajo ningún aspecto, y él mismo solía mirarme con altivez y displicencia, comprendiendo sin duda que me desagradaba. Pero Lázaro, tenaz siempre en sus propósitos, insistía en admirarlo y en celebrármelo, aplicándole para ello el microscopio de su minuciosa crítica, hasta que al fin logró inculcarme su opinión, imponerme su gusto y hacerme dar importancia a aquel semisalvaje, que tan poco tenía de común conmigo.

Diego agradeció profundamente mis primeras demostraciones de afecto y confianza. Una alegría inexplicable y de todo punto desusada en él, y aun en mí, comenzó a reinar en nuestra relaciones. A propuesta suya se acordó que los tres nos hablaríamos de tú, merced que nunca habíamos otorgado a ningún hombre. Llevóme a su pobre casa, donde vivía sólo con una vieja, a quien daba el nombre de madre, y que me dijo había sido su nodriza. Me contó algunos días después, sin lágrimas pero temblando, y como si cumpliese un penoso deber, lo de que era expósito...; confidencia que sentí y me causó miedo, pues parecióme que con ella me encadenaba para siempre a su trágica desesperación, tal y como las serpientes forman el grupo de Laocoonte... Finalmente, aquellos mismos días me reveló otro secreto, que por entonces juzgué de menor importancia, y que hoy es la verdadera serpiente que me ahoga...: díjome que conocía en Torrejón de Ardoz a una señorita llamada Gregoria, que solía venir a Madrid algunas temporadas, con la cual presentía que llegaría a casarse; que no tenía noviazgo con ella, pero que ella adivinaba también que sería con el tiempo su esposa; que el no haberle dicho todavía nada consistía en que aún no la amaba lo bastante si bien era persona que le convenía por varias razones, y, en suma, que cuando se decidiese a ello principiaría por enseñármela, para que yo le diera mi opinión, pues él quería que su mujer fuese del agrado de un hombre tan inteligente como yo en la materia...

¿A qué este afán de Diego por hacerme tan graves e innecesarias revelaciones? A Lázaro no le había confiado, ni llegó a confiarle después, aquellos secretos... ¿Por qué los depositaba en mí? Sobre todo el de su triste nacimiento, ¿a qué referírmelo tan espontáneamente? ¿Para obligarme a amar, a compadecer, a no abandonar nunca a quien me dispensaba aquella honra de poner su infortunio bajo la tutela de mi generosidad y de mi cariño? ¿Para librarse del temor de que yo descubriese algún día por mí mismo la verdad y me alejase indignado de un expósito que me había ocultado que lo era? ¿Para limpiarse de aquella fea nota, a los ojos de su conciencia, por medio de la confesión, y poder ser en adelante, como lo fue, altanero, exigente y descontentadizo conmigo, en medio de la tierna amistad que me acreditaba? ¡Misterio profundo, que usted me ayudará después a descifrar!

Otras muchas cosas me dijo Diego en las primeras efusiones de nuestra confianza. Confesóme, entre ellas, que hacía ya algunos meses que oía hablar de mí, de mi arrogancia desdeñosa con los hombres más temidos y respetados, de mi fortuna con las mujeres, de mis triunfos como escultor, de mis ruidosos desafíos, en que siempre había salido triunfante, etc., etc.; que una de las cosas que más había deseado en la vida, no obstante su genio misantrópico, había sido conocerme y tratarme, bien que sin esperar nunca lograrlo, siendo él persona tan esquiva; y, en fin, que se alegró extraordinariamente de verme en el Colegio de San Carlos y de que Lázaro me presentase a él..., por más que lo disimulara al principio. Aplaudió incondicionalmente todo lo que sabía de mí y todo lo que le conté; y yo, ¡ay, triste!, halagado por aquellos aplausos, no dejé de contarle cosa alguna; no hubo honra de mujer débil ni ignominia de marido engañado que no entregase al ludibrio de su misantropía; no omití el nombre de mis víctimas, ni las circunstancias más agravantes de mis abusos de confianza en el hogar ajeno..., y quedé, en consecuencia, ligado a aquel hombre por mis confidencias propias, como ya lo estaba por las suyas.

A todo esto, él había excitado ya en repetidas ocasiones mi admiración, mi entusiasmo y mis más dulces sentimientos, justificando en gran parte la alta idea que Lázaro formó desde luego de su impetuoso corazón y sensibilidad extremada... No una, sino muchas veces, dio muestras delante de mí de un valor indomable, terciando quijotescamente en cuestiones callejeras que no le atañían, y poniéndose siempre de parte del débil contra el fuerte, contra las autoridades y hasta contra el público, sin reparar en el número ni en la calidad de los adversarios... Otras lo vi hacer limosnas muy superiores a su posición, llorar ante las desgracias más comunes de la vida, servir de sostén al anciano, levantar al caído, salvar al que rodeaban las llamas, y dar albergue en su pobre domicilio a niños vagabundos durante las crudas noches de invierno, repartirles su humilde cena..., abrigarlos con su propia ropa... Lo cual no quitaba que al otro día, si estaba de mal humor, buscase querella a cualquier buen hombre sólo porque lo había mirado a la cara, o que fuese cruel y sarcástico hasta la inhumanidad con el necio inofensivo, con la humilde fea, con el pobre, con el jorobado, con el paria...

Esta mezcla de cualidades y defectos, tanta pasión, tanta impresionabilidad, tanta energía y tanta flaqueza juntas, acabaron por dominarme completamente, y pronto conocí que Diego se había apoderado de mi ser, que gobernaba mi conciencia, que superaba mi carácter, que me causaba terror y lástima, y que le respetaba, le temía, no podía vivir sin él de manera alguna, y preferiría en cualquier caso dar mil vidas a perder un ápice de su aprecio.

Él, por su parte, tenía hacia mí una idolatría anómala, de que nunca habrá habido ejemplo; algo de afecto maternal, una especie de culto protector, no sé qué veneración sin vasallaje, que me halagaba y humillaba a un tiempo mismo. Él me reñía, me acariciaba, me amenazaba, estaba orgulloso de mí, tenía celos de mi ausencia, y hacíame referirle mis menores pensamientos, consideraba suyas mis empresas amorosas, gozaba con mis triunfos, aplaudía todas mis acciones, aun aquellas que en otros le parecían vituperables, y creo que hubiera muerto antes de conceder que yo era un simple mortal sujeto a error y susceptible de derrota. En fin, para decirlo de una vez, ni él ni yo teníamos familia, ni amigos, ni verdaderas queridas, sino vulgares amoríos con pecadoras más o menos encopetadas, y habíamos cifrado el uno en el otro, confusa y tumultuosamente, todas las fuerzas sin empleo de nuestros huérfanos corazones. Así es que Lázaro, el frío y descorazonado Lázaro, hablando un día de la formidable amistad que había estallado entre Diego y yo, pronunció estas proféticas palabras: «Sois dos incendios que os alimentáis y devoráis mutuamente.» ¡Y así ha sucedido, padre mío... Diego va a ser hoy causa de mi muerte, y yo de la suya... ¡Pobre Diego! ¡Pobre de mí!




ArribaAbajoV

«Angelus Domini...»


-Hábleme usted más de Lázaro... -interrumpió el padre Manrique-. Necesito definírmelo mejor... Y, sobre todo, no olvide usted que tiene que relatarme la consulta que celebró con él y con ese Diego acerca de la proposición de Gutiérrez.

-A eso voy... -respondió Fabián.

Pero antes de que éste hubiera añadido frase alguna, se oyó a lo lejos el son discorde de varias campanas, que ni repicaban a vuelo ni doblaban con tristeza, sino que parecía que se saludaban de torre a torre, que se daban una noticia o que se despedían del mundo hasta el día siguiente.

-La oración... -murmuró el clérigo-. Yo tengo que rezarla... Usted hará lo que guste. «Angelus Domini nuntiavit Mariae et concepit de Spiritu Sancto. Dios te salve, María..., etc., etcétera.»

Fabián contestó sin vacilar.

-«Santa María, Madre de Dios: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Jesús.»

Después de las otras dos Avemarías, del Gloria y de la bendición, el jesuita añadió cariñosamente:

-Buenas noches, amigo mío.

-Buenas noches, mi querido padre -respondió Fabián.

Mientras tanto, lejanos gritos y el rodar de algún que otro coche comenzaron a turbar el absoluto silencio que había reinado toda la tarde en una calle tan excéntrica.

-La marea principia a bajar... -pronunció el padre Manrique.

-¡Sí! -respondió el joven-. Las máscaras regresan del Prado.

-Es decir, que por hoy -repuso el clérigo- terminó la alegría común, y no le queda ya a cada uno más que su tristeza particular. En cambio, usted me parece esta noche menos desesperado que esta tarde... ¡Verdad es que, al llegar aquí, me exageró un poco su situación!... Díjome no recuerdo qué espantos a propósito del estado de su alma, y acabo de ver que sabe usted rezar perfectamente... Por cierto que no creo que haya perdido usted nada con responder a mis tres Avemarías...

-Absolutamente nada... -contestó Fabián obsequiosamente.

-¡Es que tampoco podrá decirse que ha hecho usted un acto ocioso, indiferente o ajeno a su conciencia! -continuó el jesuita-. Por el contrario, ¡nada más natural sino que, amando y reverenciando a Jesucristo, nuestro Señor, de la manera que antes me dijo usted (¡y que demasiado comprendo!), se haya asociado a la salutación que la Cristiandad agradecida dirige a la Santa Madre del Crucificado!...

-¡Vamos a cuentas, padre mío! -exclamó entonces el conde con afectuosa viveza-. Ahora soy yo el que provoca la cuestión... ¡Entendámonos antes de continuar, y sepa yo de una vez con quién hablo!...

-Habla usted con un sacerdote católico.

-Bien; pero usted no habrá leído solamente libros de Teología...

El jesuita se sonrió con tal expresión de desdeñosa lástima, que Fabián se apresuró a decir:

-Perdone usted si mis palabras...

-Usted es el que ha de perdonar... No me he reído de usted, sino de esas mismas obras que me pregunta usted si he leído. ¡Hijo, la incredulidad es más antigua de lo que usted se figura!... Cuando yo nací, la Enciclopedia había parido ya a la Diosa Razón, y la Diosa Razón había ya bailado, borracha y deshonesta, delante de la guillotina. Además, aunque tan viejo, me he criado en el siglo de usted, y, aunque humilde clérigo, de poquísimas luces, he leído los autores alemanes a que sin duda usted se refiere...

-Y ¿qué me dice usted de ellos?

-Que me parecen mucho más sabios y elocuentes San Agustín y Santo Tomás, al par que más amigos del hombre, más caritativos, más generosos, más penetrados del verdadero espíritu de Dios, tal y como ese espíritu, alma del alma humana, se regocija o se entristece, conforme hace bien o mal al prójimo...

-Pero, ¿usted habrá visto...?

-No se moleste usted, señor conde. ¡Supongo que su intención, al venir a mi celda, no habrá sido convertirme a la impiedad! Ahora, si lo que usted se propone es que yo le convierta a la fe, no espere que lo haga por medio de silogismos... No es mi sistema. Le dije a usted hace un rato que yo no tengo formado muy alto concepto de la razón humana, sobre todo cuando se trata de comprender la razón divina. Para mí, en el alma del hombre hay muchas facultades que valen, y pueden, y saben, y profundizan más que la razón pura. Refiérome a esas misteriosas potencias reveladoras que se llaman conciencia, sentimiento, inspiración, instinto...; a esos ensueños, a esas melancolías, a esas intuiciones, que son para mí como nostalgias del cielo, como presentimientos de otra vida, como querencias del alma enamorada de su Dios. Me dirá usted, dado que lo sepa, que la razón humana es, sin embargo, uno de los lugares teológicos...; y a eso le responderé a usted que la mía, aun después de ilustrada por las obras en cuestión, no me dicta nada que se oponga a los dogmas de la Iglesia, ni que contradiga las voces misteriosas con que mi espíritu me habla de su propia inmortalidad. Pero repito que no tengo por costumbre entrar en discusiones escolásticas con los penitentes, y mucho menos con los impenitentes como usted.¡A Dios no hay que explicarlo y demostrarlo con argumentos, como un teorema matemático! A Dios se le ve en todas partes, y muy particularmente en el fondo de nuestra conciencia, cuando nuestra conciencia se halla limpia. ¡Siga usted desembarazando la suya del cieno de los pecados, y no tardaremos en hallar los puros veneros de la fe! Conque pasemos a otra cosa, señor conde..., pues de todo ha de haber un poco en nuestra primera entrevista. Va usted a otorgarme la merced de acompañarme a tomar una jícara de chocolate... Soy viejo..., comí temprano... y es mi hora... Aprueba usted el plan..., ¿no es cierto?

Y, hablando así, tiraba del cordón de la campanilla.

-Yo apruebo todo lo que usted disponga... Yo haré todo lo que usted quiera... -respondió Fabián con inmensa ternura-. ¡Ah! Suponiendo que salga con vida de la presente crisis, y por muchos años que dure mi existencia, nunca se borrará de mi memoria esta tarde de Carnaval que he pasado con usted.

-Yo pasaré ya pocas en el mundo... -replicó el anciano-; pero tampoco olvidaré jamás estos momentos en que Dios me permite ser el ministro de su misericordia y devolverle la salud a un alma enferma.

-¡Y también a un cuerpo enfermo, padre! -repuso Fabián con alguna alegría-. Ya no tengo fiebre..., y conozco que el chocolate va a saberme a néctar...

-¿Y por qué no a maná?

-¡Pues a maná! Por eso no hemos de reñir... Lo cierto es que todavía no me he desayunado hoy, y hace tres noches que no he dormido...

-¡Cuánta locura! -exclamó el sacerdote desde la puerta, dando sus órdenes a otro sirviente por el estilo del portero que ya conocemos-. ¡Cuánta locura! ¡Y todo por nada..., o por menos que nada!

-¡Ah! ¡No diga usted eso!... -replicó Fabián-. Todavía no hemos llegado a la verdadera tragedia... Todavía no le he hablado a usted de Gabriela, del ángel de mi vida... ¡Todavía no le he hablado a usted de la mujer de Diego, demonio encargado de castigarme!... ¡Todavía no tiene usted idea del tremendo conflicto en que se hallan mi honor y mi conciencia!

-Puede ser que me equivoque... -respondió el jesuita-. Pero, en fin, tomemos el chocolate, y luego veremos cómo orillar lo que quiera que a usted le ocurra. Nihil clausum est Deo. ¿Ve usted? ¡Soy tan malo, que hasta le hablo a usted en latín para seducirlo y perderlo!... Porque, ¿quién lo duda? ¡Gran perdición sería para usted el que yo le convenciera de que tiene un alma inmortal y de que hay Dios! ¡En el acto le despreciarían una porción de alemanes y filoalemanes que se saben ya de memoria todo lo que hay, y también lo que no hay, fuera de la tierra y más allá de esta vida! ¡Vamos, hombre! ¡Póngase usted otro poco de dulce, y no me mire con esos ojos tan espantados...! ¡Usted no tiene la naturaleza vulgar de los que se asustan de los jesuitas...!

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Terminada la colación, que para Fabián fue casi una cena, pues el padre Manrique le obligó a tomar algo más de chocolate y almíbar, nuestro joven obtuvo la venia del eclesiástico, y prosiguió su historia en estos términos:



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