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El espadachín

Narración histórica del Motín de Madrid en 1766


Antonio Barreras






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Capítulo I

Donde se dan noticias al lector acerca del agua del famoso aljibe del convento de Valverde


A un cuarto de legua al Noroeste del pueblo de Fuencarral existe todavía el monasterio de Valverde, en el fondo de una campiña severa y desnuda en la actualidad; pero que en la época a que esta narración se refiere, se hallaba cubierta de exuberante vejetación, al calor de la prodigiosa actividad que los monjes imprimían a la comarca de su residencia.

Entre la suma de gracias temporales que la conventual mansión debía al Todopoderoso, se contaba una, que no por modesta, dejaba de ser de inapreciable estimación, tanto para los regulares que allí esperaban sin impaciencia el término de las miserias de la vida, como para los viajeros que, arrebatados por el huracán de las pasiones del siglo, se detenían algunos momentos en el peristilo del santo lugar.

Aludimos al agua del aljibe del convento.

El cristalino fluido, además de conservar hasta en los meses estivales frescura extraordinaria, y de carecer en absoluto de todo olor, color y sabor, poseía una cualidad verdaderamente maravillosa.

Por la misericordia de Dios no había ejemplo de que el agua de aquel aljibe hubiera ejercido influencia nociva en el aparato respiratorio, o en el tubo digestivo del sediento, cualesquiera que fuesen la abundancia de su traspiración en el instante de la absorción, y el exceso de la cantidad absorbida.

El origen de tan rara virtud se perdía en los tiempos de la erección del monasterio. Una veneranda tradición aseguraba que un reverendo prelado, que en calurosa tarde de Agosto llamó febril a la puerta del convento, visitó el aljibe cuando iba acaso a sucumbir a la doble tortura de la fatiga y de la sed.

No podría expresar humana pluma el inefable consuelo que el buen obispo encontró en el diáfano y fresco líquido que acercó a los labios. Una, diez y veinte veces apuró con avidez el contenido del vaso apenas extraído, vertiendo perlas argentinas de la plácida superficie del agua; y sólo cuando la plenitud del refrigerio hubo vuelto la calma al cuerpo y la paz al espíritu, pudo el digno prelado expresar el pensamiento de que no recordaba haber disfrutado jamás otra felicidad semejante.

La gratitud del peregrino pastor hacia aquellas saludables aguas, no se limitó a las indicadas palabras. El prelado antes de retirarse bendijo el aljibe y arrojó en las límpidas ondas el anillo canónico que a la sazón llevaba.

Ocioso sería añadir que en limpiezas posteriores se buscó con empeño tan preciosa reliquia; pero el agua del aljibe debió apresurarse a disolver y asimilarse el valioso tesoro que le había sido confiado, porque todas las investigaciones fueron infructuosas.

Y como el insigne varón falleció más tarde en olor de santidad, y para ser beatificado y canonizado sólo le faltó acaso un poco más de celo patriótico por parte de los reyes de España, y algo menos de prevención casuística por parte de los purpurados de las congregaciones de Sixto V, la bondad infalible del aljibe de Valverde quedó establecida para siempre.

Tanto por la situación aislada del monasterio como por el número nunca excesivo de los monjes, la más tranquila somnolencia imperaba habitualmente en el templo, en el coro, en el refectorio, en los claustros y en las celdas.

En el momento de principiar nuestra historia había algo, sin embargo, que parecía prestar animación a la santa casa conventual.

Quizá fuese el motivo que se acercaba el primer plenilunio de la primavera de 1766 y, como es sabido, ese es el tiempo en que la Iglesia celebra las solemnidades conmemorativas de la pasión del Redentor.

Acaso fuera la causa la reciente instalación del reverendo procurador provincial de la Compañía, él cual convaleciente de una penosa enfermedad, se había acojido a la hospitalidad del monasterio, en demanda de su agua saludable y de los purísisimos aires de la vecina sierra.

Tal vez ocasionara el hecho la suma de ambas circunstancias.

Nos limitaremos a exponer al buen criterio del lector esas ligeras indicaciones acerca de un fenómeno tan poco frecuente en Valverde, en consideración a que por nuestra parte no podríamos aventurar una explicación fundada en ningún documento auténtico que, a la verdad, no hemos encontrado.

Acababa de lanzar tardamente al espacio diez notas plañideras la cascada campana del reloj, cuando se abrió una de las ventanas mis elevadas del convento, por la parte de la cordillera de Somosierra, y aparecieron dos bustos humanos.

La cabeza, perteneciente al primero, era pálida, delgada y barbilampiña: tenía el honor de formar parte del cuerpo del padre procurador, de que antes hemos hablado. La cabeza correspondiente al segundo busto era, por el contrario, rolliza, atezada y barbuda: descansaba en los robustos hombros de un seglar llegado al monasterio en la misma mañana en que nuestra narración principia.

Los ojos de ambos personajes tomaron idéntica dirección apenas la vidriera giró sobre sus goznes.

El punto que fijaba la atención de los observadores era un ramillete de olmos seculares, situado a cien pasos del convento. Bajo las frondosas copas de aquellos jigantes de la vejetación, había tres mesas rodeadas de una docena de sillas.

-El bosquecillo está desierto -pronunció a media voz el procurador provincial-; pero he allí dos viandantes que pudieran muy bien buscar la sombra de los álamos negros.

En efecto, dos ginetes, que acababan de dejar el camino de Fuencarral, se adelantaban al trote largo de los rocines que montaban, en la dirección de los olmos.

-¡No se equivoca Nuestra paternidad -contestó el barbudo compañero del procurador-; en el sombrero gris del mejor montado de los ginetes reconozco a Pedro Gamonal, el valentón de la Puente segoviana.

-Buen continente, señor de Salazar.

-Que no deshonra su propietario.

-¿Distingue su merced las facciones del sugeto que monta el rucio que sigue al tordo del valentón?

-No, por vida mía; pero el conocimiento que tengo de las intimidades de Gamonal, me permite adivinar su compañero.

-Según eso...

-No puede ser otro que Diego Abendaño. Si vuestra paternidad se encuentra alguna vez en relaciones directas con el del rucio, podrá jactarse de conocer al hombre más osado del pueblo donde rodó la cuna de Dulcinea.

-Nuevos viajeros -repuso el procurador provincial, dirigiendo a otro punto la visual-: allí se acerca un calesín erizado de campanillas.

-En cuanto a esos-añadió Salazar-, el vehículo nos exhibe la partida de bautismo: son Juan el malagueño y Simón Bernardo.

-¿Gente del bronce?...

-Pero del temple del acero: puedo asegurárselo a vuestra paternidad, porque entiendo algo de metalurgia.

-¡Ah!, muy bien; otro ginete, señor de Salazar.

-Dos, podría decir mejor vuestra paternidad; porque acaba de aparecer el segundo en la bifurcación del camino de Colmenar Viejo.

-¿Quién es el de la capa de grana?

-Todo un caballero; el mismísimo Eulogio Carrillo.

-¡Expléndido porte! Más modesto parece el del cabalgador que vuestra merced ha descubierto por el lado de Colmenar.

-Así es la verdad: no me atrevería a asegurar que no hubiera en la capa que lleva más de un remiendo; pero ya sabe vuestra paternidad que precisamente debajo de las malas capas es donde suelen ocultarse los buenos bebedores.

-¿El nombre de ese remendado bebedor?...

-Si vuestra paternidad se refiere al apellido patronímico, me pone en un verdadero conflicto; pero si me pregunta el nombre de guerra, puedo decirle que se llama el Pajaritón.

-Señor de Salazar, imagino que si el coche de colleras que acaba de entrar en la cañada no trae desocupado algún asiento, va a estar completo el número de los adeptos de vuestra merced.

-He ahí una cosa de que en breve vamos a convencernos, porque parece que el carruaje no trata de pasar más adelante, y la portezuela se abre sin el auxilio del mayoral. Esos bravos mozos tienen la costumbre de servirse a sí mismos.

-Ágil es el primero que salta en tierra: no ha puesto el pié en el estribo.

-Si vuestra paternidad concurriera al circo taurino, hubiera reconocido a Pancho Lacambra.

-¿Es negro el que le sigue?

-No por cierto; pero es poco limpio. Comercia en carbones con escasa fortuna. Botija le apellidan, no sé si a causa de su excesivo volumen.

-Lleno estaba el carruaje: todavía hay dentro dos individuos que se disputan la salida.

-Del mismo modo se habrán disputado la entrada. Los reconozco en ese detalle. Son Trifón Falset y Santos Pujol. Los únicos días en que no se querellan son aquellos en que el acaso no los pone en contacto.

Los dos sugetos en cuestión lograron al fin salir al mismo tiempo por la portezuela del coche con notable detrimento de las ropas; y apenas pusieron el pie en la pradera se enseñaron mutuamente los trémulos puños a cuatro dedos de la nariz.

El procurador volvió la cabeza hacia su interlocutor, y dijo requiriendo la caja de rapé:

-Veo que no había la menor hipérbole en la puntualidad que vuestra merced concedía a sus comensales.

-Me complazco en que vuestra paternidad les dispense justicia -contestó inclinándose el caballero.

-Ea, pues, señor de Salazar: ya que esos excelentes individuos no han hecho esperar a vuestra merced, no sea vuestra merced quien les haga esperar a ellos. Vaya a solventar sus asuntos en el bosquecillo, y torne con buenas noticias y no peor apetito para compartir conmigo un almuerzo más o menos ligero. Tenemos que conferenciar de sobremesa largo y tendido.

-Es de creer que antes de media hora tenga el honor de ponerme a las órdenes de vuestra paternidad.

Salazar se compuso la capa en los hombros, atrajo al costado la guarnición del espadín de luces, recogió el sombrero que yacía en un sitial, y salió de la habitación.

Los recién llegados entretanto se iban instalando en las sillas colocadas bajo los olmos.

Los trajes de aquellos hombres no hubieran tenido precio para el anticuario que se propusiese formar un museo etnográfico de las clases madrileñas media y baja en los últimos años del segundo tercio del siglo XVIII. Allí habría encontrado sombreros y cachuchas de todas formas; capas de todos cortes; casacas, caleseras, chupas y chupetines de todas clases; gregüescos, calzones, medias y calcetines de todas confecciones; y botas, zapatos y pantuflos de todo género.

Las armas cortas no podían verse representadas en la colección, al menos ostensiblemente, porque había sido prohibido usarlas por recientes pragmáticas; pero los ejemplares de las armas largas tanto cortantes y punzantes como contundentes, eran de primer orden: lo mismo las espadas de más de marca arrastradas por Abendaño y Gamonal, que el estoque y el verduguillo, ceñidos por el Pajaritón y Carrillo: lo mismo los gruesos y ferrados bastones de cañas de Indias empuñados por Lacambra y Botija, que las varas sin desbastar atravesadas en los cintos del malagueño y de Bernardo.

Por lo demás, en vano se hubiera paseado detenidamente la linterna de Diógenes por todos aquellos personajes para encontrar un rostro simpático.

Desde que los primeros viandantes se acogieron a la sombra de los árboles, dos legos del convento, frescos y risueños, se habían apresurado a poner sobre las mesas porrones con el dorado pardillo de las viñas de la comunidad, y jarras y búcaros con el agua incomparable del aljibe.

Fuera la que quisiera, sin embargo, la excelencia del agua, el culto que los historiadores deben rendir a la verdad, nos obliga a decir que entre los nuevos pobladores de la arboleda, el vino encontró más aceptación.

Los legos no cesaban de reconducir al convento los porrones vacíos, pero como si un mal genio se hubiera propuesto renovar en ellos el suplicio de Sísifo, cuantas vetes volvían al bosquecillo con las vasijas llenas encontraban desocupadas las que antes habían aportado.

La repetición de las libaciones no tardó en producir su ordinario efecto fisiológico. A los pocos minutos todos los bebedores hablaban a la vez; y tan elevado diapasón llegó a adquirir la algarabía bajo los olmos, que no quedó un pájaro en sus frondosas copas.

Tal era la situación cuando el interlocutor del religioso salió del monasterio, dirigiéndose con mesurado paso al lugar de la conferencia.

Apenas le divisó uno de los individuos de la reunión, dio el grito de alerta. Todos se pusieron en pie, y el silencio se restableció como por ensalmo.

Salazar levantó el sombrero, y volvió a cubrir se la frente pronunciando:

-Bien venidos sean los correligionarios de la buena causa.

-Salud para nuestro noble Anfitrión -contestó el de la capa de grana, arrogándose la representación de sus compañeros.

-Nada de corcovas, señores -se apresuró a añadir Salazar, atajando las profundas manifestaciones de respeto que se le tributaban-. Sírvanse ustedes tomar asiento; y con el fin de que nuestra conferencia revista menos carácter de intimidad para los ojos indiscretos conviene que nos distribuyamos entre las tres mesas. No es en manera alguna necesario que se crucen nuestras miradas: basta con que nuestros oídos escuchen atentamente lo que tengamos que comunicarnos.

La instrucción del caballero fue seguida al pie de la letra. Los circunstantes se sentaron, volviéndose la espalda muchos de ellos; y en breve no se oyó otro rumor en el bosquecillo que el de las hojas en flor de los olmos acariciadas por la brisa del Guadarrama.

Los porrones y los vasos, después de sus frecuentes ascensiones, se posaban sobre la superficie de las mesas, tan insensible y vaporosamente como si fueran conducidos por la mano de un silfo.

Salazar se instaló en la misma mesa en que estaban Carrillo, Abendaño y Gamonal, esto es, la aristocracia de la reunión, y articuló con tono solemne:

-El capataz del barrio de Avapiés tendrá a bien exhibirme la lista de su recluta.

Un papel, que partió de la tercera mesa, llegó de mano en mano a la de Salazar.

Aquel papel contenía una relación de veinte nombres, que el caballero recorrió con la vista de arriba a abajo.

-La recluta del barrio de la Cebada -dijo a continuación.

Se le facilitó un segundo papel que contenía otros veinte nombres.

Por el mismo orden fue pidiendo listas iguales referentes a los barrios de la Cuesta de la Vega, Hospital, Maravillas, Paloma, Rastro, Recoletos, Santa Bárbara y Vistillas.

Cada capataz había manifestado su nota en el momento en que el nombre del barrio que le correspondía sonaba en los labios del caballero.

Salazar apiló las listas y repuso, tendiendo una mirada en torno:

-Diez por veinte arrojan una multiplicación de doscientos nombres, que supongo, señores, son llevados por hombres tan decididos como discretos.

-Por mi parte, respondo de los inscritos -contestó Gamonal con aplomo.

Abendaño dirigió al valentón una visual de sorpresa por aquel mérito especial que parecía atribuirse, y dijo con el ceño del gato a quien pasan a contrapelo la mano por el lomo:

-Todos nos hemos ajustado a las recomendaciones de nuestro jefe.

-Así espero que haya sido -prosiguió Salazar-. Los doscientos sugetos que figuran en estas hojas quedan, pues, al servicio de la Asociación, desde el domingo próximo pasado, y devengan desde la misma festividad la retribución diaria de cuarenta reales de vellón.

Un murmullo de aprobación acogió la manifestación del orador.

Este prosiguió diciendo:

-A contar desde el día de mañana, todas las noches a las nueve deberán acudir ustedes a la casa de los Canónigos. La seña que en la primera cita les franqueará la entrada será la palabra ¡Pronto! Allí me encontrarán seguramente ustedes, y podré comunicarles la instrucción que el Consejo supremo haya dictado para las veinticuatro horas siguientes. De hoy a nuestra próxima entrevista, sólo tengo que hacer a los señores capataces una importante recomendación: la de que ningún asociado de al cuerpo de inválidos el más leve motivo de desconfianza. La voz del pueblo ha de asemejarse a la del cielo. Cuando estalle el rugido del trueno ya debe haber producido el rayo su efecto destructor.

Las muestras mímicas de asentimiento fueron generales.

Salazar añadió cada vez más poseído de lo elevado de su misión:

-El Consejo no quiere que los fines patrióticos que nos encomienda puedan en caso alguno verse comprometidos por falta de medios estipendiarios. En su consecuencia, me ha encargado que haga en este momento una distribución metálica a los señores capataces...

A pesar del especial encargo del jefe, no hubo cabeza que no se volviera hacia él instantáneamente.

El caballero extrajo de la faltriquera de su calzón, con la dignidad que el caso requería, una enorme bolsa bien repleta, a través de cuyas mallas se vislumbraba el brillo del oro, y dijo a continuación:

-Al mismo tiempo haré presente a ustedes el orden sencillo de contabilidad a que han de ajustarse los capataces, y la responsabilidad que contraen con respecto a la inversión de los fondos que se les facilitan.

De repente Salazar se detuvo, sus cejas se fruncieron, y la bolsa volvió rápidamente a sepultarse en la abertura del calzón.

-¡Un instante de silencio! -pronunció.

El motivo de interrupción tan brusca era la llegada de un individuo extraño al conciliábulo.

Necesario es que nos ocupemos de ese personaje, porque, merece toda nuestra atención.

El recién venido era un joven de veinticinco años, estatura mediana, tez blanca y sonrosada, nariz ligeramente remangada, pelo y bigote rubios, y grandes ojos garzos.

Montaba un caballo negro de poca alzada y de pelo algo más largo y menos lustroso que el que cualquier poseedor hubiera preferido, si en el mercado tratase de venderlo; pero la erguida cabeza, la brillante mirada, la dilatadísima nariz, las estéticas formas y las descarnadas piernas del bruto, en las cuales se marcala un tegido de nervios de acero, revelaban condiciones de buena raza.

La silla española de cordobán, la brida de color de avellana y el maletín sujeto a la grupa, eran bastante, modestos.

El atavío del ginete no aventajaba mucho al del bridón en punto a explendidez. El paño azul turquí de la casaca había perdido su frescura, y el charol de las botas altas con vueltas blancas, comenzaba a cuartearse. Tampoco el chambergo parecía tener empeño en demostrar que acababa de salir de casa del fabricante; pero esa prenda al menos ostentaba dos accesorios que seguramente la honraban. Era el primero una cinta de hilo de oro finísimo, terminada en elegantes borlas; y consistía el segundo, en un precioso camafeo destinado a sujetar la pluma ausente; porque, desde los tiempos del animoso Felipe V, padre del monarca reinante, la clásica garzota española había ido cayendo en desuso.

El joven viajero llevaba todavía otro objeto más ostensible, que hubiera podido resistir con ventaja todo género de crítica. Hablamos de la espada, arma magnífica en cuya empuñadura de plata, el artífice cordobés, Juan Rosillo, había dejado consignada una de sus monumentales maravillas.

Un psicologista observador acaso hubiera tenido suficiente con estos últimos detalles para aventurarse a definir el carácter y aun los instintos de aquel hombre.

Cuando el joven llegó a la arboleda echó pie a tierra con ligereza, ató las riendas del caballo en la horquilla que formaban dos troncos de un olmo y se acercó, al grupo que formaba el auditorio del señor Salazar.

A los diez pasos se quitó cortésmente el sombrero, y prosiguió el avance, acortando el compás de las piernas para que la llegada no pudiera tener nada de brusca.

Aquel era precisamente el momento en que Salazar había interrumpido su peroración y escamoteado la bolsa al apercibirse de la presencia del viajero.

El joven tendió una mirada hacia los jarrones y búcaros posados en las mesas, y dirigiéndose a Gamonal, a quien por acaso halló más próximo, pronunció con la sonrisa en los labios y el acento mejor modulado:

-¿Tiene usted a bien, caballero, indicarme a quién debo dirigirme para obtener un vaso de agua del alguien del convento, agua cuya excelencia me han ponderado?

Gamonal erizó el bigote y volvió la cabeza hacia Carrillo, dejando escapar de lo profundo del pecho por toda respuesta un rugido sordo, como si le acabaran de disparar a quema-ropa la mayor de las impertinencias en la más extemporánea de las ocasiones.

Dos segundos después de formulada la pregunta, había desaparecido la sonrisa del viajero; trascurrido otro espacio igual de tiempo, el rostro del mismo individuo, hacía más que adquirir seriedad; palidecía ligeramente.

La situación comenzaba a hacerse difícil.

De repente, la brusca voz de Abendaño dijo al Pajaritón:

-¿Si tomará a nuestro compañero este pisaverde por el portero del convento?

El viajero se extremeció; se puso el chapeo de un cachete, y volviéndose hacia Abendaño le contestó con voz sonora:

-A este silencioso señor, le diré después por quién le tomo; pero con respecto a usted, no tengo necesidad de esperar un momento; afirmo desde luego que le tomo a usted por un gaznápiro.

Abendaño clavó por primera vez su mirada de oso en el rostro del desconocido, pero éste la sostuvo altivamente.

-¡Ah!... -murmuró Abendaño, apretando los puños-: parece que el barbilindo me busca camorra...

-Torpe es usted, sino lo da por cosa segura. Es secundario, sin embargo, el papel que en este sainete le destino; y antes de llamarle a la escena, tengo que solventar una cuenta pendiente.

Y el joven tornó a encararse con Gamonal añadiendo:

-He hecho a usted, señor mío, el honor de dirigirle una pregunta, y todavía estoy esperando la respuesta.

Gamonal escupió por el colmillo, y contestó midiendo a su interlocutor con los ojos de pies a cabeza:

-A mi juicio lo que usted espera es otra cosa...

-Veamos en qué consiste.

-¡Cuerpo de Dios! en que no le dejen hueso sano.

-Las palabrotas del lenguaje de usted están en armonía con sus inciviles procedimientos. Me hallo dispuesto a ver en el acto si el asador que ciñe es capaz de ponerse en contacto con los huesos que ha amenazado. Invito a estos señores a que presencien la partida.

El valentón profirió un juramento y echó atrás la silla para ponerse en pie.

Salazar descargó entonces un vigoroso puñetazo sobre la mesa, gritando al mismo tiempo con voz tremebunda:

-Pedro, intimo a usted que no se ocupe de ese loco para otra cosa que para ponerle entre los faldones de la casaca la punta de la bota.

El viajero practicó un cuarto de conversión hacia Salazar tan vivamente como si este hubiera ejecutado por sí mismo la acción que acababa de recomendar a otro.

-¡Ah, seor barbudo!... -exclamó-; he ahí una bufonada que va a proporcionar a usted la honra de ser mi tercer adversario.:

Abendaño soltó una estentórea carcajada.

-Por lo visto -añadió-, el mozalbete tiene baladronadas para todos.

-Mis baladronadas son seguidas de cerca por los tajos de una buena hoja de Toledo.

Estas palabras fueron saludadas en la tercera mesa con una solemne silba.

El joven se empinó sobre las puntas de los pies para apostrofar a los silbadores por encima de los que les precedían.

-¡Canalla inmunda! -exclamó-; guardad esas demostraciones de mal género para aquellos de vuestros compañeros que, habiendo escuchado que un caballero les exije satisfacción honrosa, todavía tienen la espada en la vaina.

-¡Concluyamos! -pronunció exasperado Salazar-; que los que tengan un bastón más a mano, pongan en la carretera a ese belitre, sacudiendo de firme el polvo de su ropa.

El Pajaritón se levantó arrancando a Bernardo su vara de fresno.

El movimiento del rufián fue la señal del desbordamiento de la cólera general.

Todos los circunstantes se habían puesto en pie amenazadores, y los calificados de canalla por el viajero, se acercaban por su flanco derecho, blandiendo los bastones, con la visible intención de cortarle la retirada.

No era indeciso, por lo visto, el joven en presencia del peligro. Con la ligereza del tigre dio un salto atrás de diez pasos, que le sustrajo al terreno de acción de los más inmediatos adversarios, y tiró de la espada con violencia.

El semicírculo que al salir de la funda trazó en el aire el acero del desconocido, favoreció su retroceso; porque el Pajaritón se detuvo instintivamente al sentir silbar la aguda hoja a cuatro dedos del rostro.

-¡Diablo! -murmuró soltando la vara y poniendo mano al estoque.

-¡Ah; miserables!... -exclamó el viajero-: os propongo un combate leal, y me contestáis con una carga de bandidos... Enhorabuena, cobardes galeotes... No soy hombre a quien se asesina impunemente.

Por precaución, sin duda, todas las espadas, la de Salazar inclusive, habían salido a disfrutar de la luz del día, y los sucesos comprobaron la conveniencia de la determinación.

El joven recorrió el terreno de la lucha con los ojos que parecían poseer el centelleo que anima las pupilas de los animales de la raza felina, y describiendo un terrible molinete, que le abrió ancho camino, se encontró enfrente de Gamonal.

El valentón trató de recibirle en guardia; pero no tan a tiempo que pudiera evitar una media finta que por un instante le inutilizó el arma.

Bastó aquel fugaz intervalo para que le hiriera en la cabeza la espada del viajero, como el martillo hiere el yunque.

Gamonal aturdido se desplomó sobre la mesa, que rodó a su vez por el suelo, arrastrando cacharros y sillas con infernal estruendo.

-No eres tú, por lo pronto, quien ha molido mis huesos:- articuló al mismo tiempo el joven con labio espumante.

Y haciendo una instantánea conversión, cayó como un águila sobre Abendaño.

Este cruzó el acero con el de su adversario, y pugnó por mantenerle a distancia, comprendiendo la desventaja que la larga espada que esgrimía le daría en un combate en el centro; pero el joven, para quien el tiempo era la vida, se deslizó en la primera contra por debajo del hierro hasta que se encontraron las guarniciones de las armas.

Abendaño se apresuró a dar un largo paso atrás desgraciadamente en la dirección en que por acaso se adelantaba en aquel instante Carrillo para entrar en línea.

El imprevisto choque hizo perder al del Toboso momentáneamente el equilibrio, y antes de que le fuera dado reponerse, la empuñadura de la tizona del desconocido le cayó sobre la nuez de la garganta con el peso de una montaña.

-Ya ves como no hay baladronada alguna en castigar tus insolencias -rugió el joven, acudiendo a parar en tercera un golpe recto que le asestó Carrillo.

El pobre Abendaño no veía ni eso ni nada: cárdeno, y sin aliento, giró sobre sí mismo, y acabó por morder el polvo, arrojando una bocanada de sangre.

El viajero despejó a derecha e izquierda el campo, merced a un garboso corte y a un flamífero revés, y avanzó hacia Salazar con el ímpetu de un torbellino.

El jefe de los capataces le presentó la punta de la espada.

-¡Ahora nosotros! -profirió el joven.

Y después de un bien preparado ataque falso, asentó en el antebrazo del nuevo adversario un violento latigazo.

Salazar exhaló un rugido y recogió la guardia; pero como el golpe fue seguido de cerca por un irresistible derrote, la yerta mano del barbudo dejó escapar el acero.

El desarmado caballero dobló el dorso para levantar la tizona que yacía a sus pies. No podía ser más favorable el momento para el desconocido. Su vigoroso puño hizo descender por dos veces la plana superficie del toledano acero sobre la columna vertebral de Salazar, diciendo jadeante:

-Me parece que te habrás convencido de que hay locos que te aventajan en cordura con la espada en la mano.

Salazar dobló una rodilla al primer lapo; al segundo midió la tierra con el cuerpo entero.

El animoso joven, vencedor en toda la línea, se irguió con arrogancia, enseñando los blancos dientes a los enemigos como hubiera podido hacerlo un león.

Pero en aquél momento complicó la situación un incidente extraño.

Las campanas del monasterio poblaron el viento con un sostenido y virulento tañido de rebato, y por la ancha puerta desembocaron precipitadamente en la campiña todos los monjes útiles, armados con horquinas, pértigas y escobas.

Reforzado el bando contrario con aquella imponente masa, era ya superior a las fuerzas de un hombre: el viajero, además, había hecho por su honor cuanto podía exigir un rígido casuista; y, por otra parte, la conciencia debía impedirle esgrimir el acero contra una comunidad de religiosos.

No se hizo esperar el resultado de esta serie de razonamientos, formulados con la rapidez del relámpago.

El joven saludó a sus adversarios irónicamente con la espada; y como si aquilón le hubiese prestado las alas de sus pies, se precipitó en la dirección en que dejó el caballo, el cual estaba relinchando como si quisiera advertirle que ya era tiempo de ceder el campo.

Sabido es que las muchedumbres mantenidas a raya por un esfuerzo heroico, nunca se muestran más encarnizadas que en el momento de la retirada del enemigo.

Apenas el desconocido hubo vuelto la espalda, la hueste entera civil y regular se lanzó en pos de él presurosa con atronadora gritería, como una jauría desatada.

Pudo llegar incólume el viajero hasta donde estaba su corcel, descolgó la rienda, y, sin poner el pie en el estribo, saltó sobre la silla, diciendo:

-Vamos, Moro, justo es que pongas algo de tu parte para que salgamos de este empeño.

En aquel instante, Lacambra, que no tenia rivales en punto a velocidad en la carrera, asió con ambas manos la cola del caballo, aullando enronquecido:

-¡Mío es el tunante!... ¡ánimo compañeros!... ¡volad en mi auxilio!...

El generoso bruto respondió dignamente a la recomendación de su amo. No bien se sintió asido, se levantó sobre las manos, y después de haber recogido las piernas, disparó a la imprudente rémora el mas solemne par de coces que registran los anales hípicos.

El torero, que recibió en pleno estómago aquel golpe de ariete, fue a caer cuatro pasos más lejos, lanzando lastimeros alaridos.

En cuanto a Moro, una vez puesto en franquía, condujo en pocos saltos a su ginete hasta el próximo arrecife, y partió por él como una centella en la dirección de Fuencarral, envuelto en una nube de polvo, y haciendo estallar los guijarros.

Todos los circunstantes se miraron entonces unos a otros en el colmo de la estupefacción.

La escena había sido tan imprevista en el origen, tan rápida en el curso y tan extraordinaria en el desenlace, que se la hubiera podido tomar por un sueño, a no existir la triste realidad de los cuatro hombres que dejaba en el suelo el paso siniestro de aquel energúmeno.

Los cuatro heridos fueron reunidos en el lugar donde dio principio la reyerta, convertido en hospital de sangre, y allí recibieron de los monjes los primeros auxilios.

Mientras los regulares manejaban las vendas y los bálsamos, los legos emitían las más extravagantes opiniones acerca del personaje desconocido.

-¡Es un esbirro!

-¡Es un gimnasta!

-¡Es un maestro de esgrima!

-¡Es un demonio!

Este último parecer produjo una vil ración glacial en los nervios de más de un capataz, al recordar que el ser en cuestión sólo se decidió a abandonar el campo cuando se presentaron los religiosos.

Lacambra, que todo lo oía, dijo entre dos suspiros quejumbrosos a Salazar, junto al cual se hallaba extendido:

-Hombre o demonio, me parece, señor de Salazar, que con otros dos espadachines semejantes a ese furioso, la Asociación de la buena causa era una cosa concluida.

Salazar, tan humillado corno dolorido, se cubrió majestuosamente el rostro con la mano izquierda, mientras se pasaba la derecha con no menos dignidad por toda la extensión del lomo.




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Capítulo II

En el cual se expone el motivo del viaje hecho a Madrid por el héroe de esta verídica narración


Entretanto el joven viajero continuaba su vertiginosa carrera al gran galope por la carretera de Francia, a pesar de que era evidente que nadie pensaba en perseguirle.

La llegada a las primeras casas de Fuencarral no fue un motivo para que Moro sintiera en su freno la menor presión; y como el potro, por su parte, no parecía desear otra cosa que la libertad que se le concedía para usar de las piernas a placer, atravesó el pueblo en toda su extensión como una bala de falconete.

Afortunadamente la concurrencia en las calles era escasa, y el tránsito del proyectil pudo realizarse sin otros efectos que los gritos de varias mujeres que llamaban a sus infantes con la conveniente antelación y los ladridos de algunos perros.

La vista, sin embargo, de las innumerables torres que recortaban la silueta de la gran capital que se extendía en la dirección del Sur, comenzó a imprimir distinto curso a los pensamientos del viajero, y contribuyó poderosamente a modificar la excitación febril que le afectaba el sistema nervioso desde Valverde.

La mano del joven recogió la rienda, y con un movimiento progresivo fue moderando la velocidad del corcel, hasta ponerle al trote.

Cuando con ánimo sereno pudo recordar todas las peripecias de la pasada riña el gallardo ginete, no sólo perdió su frente el último pliegue, sino que le asomó a los labios la primera sonrisa.

Lícito debía serle este ligero acceso de jovialidad, porque como la memoria no le imponía el remordimiento de haber asestado golpe alguno de punta, las consecuencias del combate no podían por lo pronto ofrecer gravedad.

El espíritu del joven no era, por otra parte, propenso a alimentar por largo tiempo ideas desagradables; y al aproximarse a la villa del oso y del madroño no conservaba más reminiscencia amarga de la colisión de Valverde, que la contrariedad de no haber apagado la sed en el agua del algibe, merced al grupo de zafios que la fatalidad le interpuso en el camino.

El viajero desembocó en la ronda de Madrid por la esplanada de la puerta de los Carros; pero, en vez de aceptar este ingreso, torció la rienda a la izquierda, y siguiendo el paseo de Santa Bárbara y la tapia del convento de las Salesas, penetró en la villa por el prado de Recoletos.

No fue largo el trayecto que recorrió. Al terminar el prado de San Pascual subió por la calle de Alcalá, y se introdujo a caballo en el ancho portal de la posada de Levante.

Al entrar en el patio halló el joven al paso al administrador del establecimiento, y le pidió una habitación.

Era el tal gerente hombre hábil en el discernimiento del cuarto que a cada huésped convenía, sin aventurar indiscretas preguntas; pero por aquella vez debieron parecerle tan equívocos los signos que el recién llegado le ofrecía a la consideración, que vaciló un instante.

Una rápida mirada dirigida al caballo fijó, sin embargo, las ideas del digno fondista.

-Voy a disponer -contestó-, que preparen el aposento número 5 del piso segundo: me complazco en creer que el señor caballero se encontrará allí perfectamente.

El joven echó pie a tierra, y arrojando las riendas a un mozo, se ocupó por sí mismo en soltar las correas del maletín.

Un camarero se acercó lápiz y cuadro de pizarra en mano.

-¿Qué nombre se ha de anotar en el registro? -preguntó.

-Felicísimo Lozano -respondió viajero.

-¡Felicísimo! -repitió el camarero:- ignoraba que existiera semejante nombre.

-Eso no prueba otra cosa sino que eres un solemne ignorante.

-¡Bah!... no es posible saberlo todo.

-Pero es posible saber callar cuando sólo han de decirse vaciedades.

El ruido de un caldero en contacto con la pila del pozo hizo que el viajero volviera vivamente la cabeza hacia el mozo.

-¿Qué es lo que intentas? -repuso.

-Dar agua al potro -contestó el mozo-: el pobre animal parece pedirla con la necesidad de un alma del Purgatorio.

-Pues te advierto, que si se la das antes de media hora te rompo una costilla.

-¡A mí! -exclamó el mozo con mal gesto.

-A menos que no te manifiestes sorprendido por ello; caso en el cual habré de romperte dos.

Los domésticos cambiaron una mirada semi seria, mientras que el viajero se encaminaba a la escalera con la maleta debajo del brazo.

El cuarto que había sido destinado al nuevo huésped, se componía de salón y alcoba, no seguramente espaciosos ni adornados con lujo, pero en los cuales nada faltaba de lo necesario.

Lozano, puesto que así había dicho apellidarse, se limitó, por lo pronto, a pedir agua fresca; y después de prodigarse las más abundantes abluciones, sacudió con esmero el polvo que parecía habérsele incrustado en las botas y cepilló hasta la saciedad todo el traje.

Un cuarto de hora después estaba de nuevo en la calle, recogiendo los pliegues de la capa en el argentino regatón de la espada.

La dirección que tomó fue la del Prado; pero apenas llegó al guardacantón que marcaba el ángulo del convento del Carmen descalzo, torció por la calle Real del Barquillo.

El joven se detuvo ante una de las puertas del monumental edificio que años después había de ser inmortalizado por don Ramón de la Cruz, en una de sus más populares sainetes.

Como la puerta en cuestión no tenía aldabón ni campanilla, Lozano hubo de resignarse a llamar con los nudillos; y para que este prosaico detalle llegara a ser todo lo desagradable posible, se vio en la necesidad de reproducir por dos veces el llamamiento.

Por fin se descorrió un cerrojo, y entre el marco y la hoja del portón apareció la morena cabeza de una tan agraciada como robusta moza.

-¿Habita todavía en este cuarto el señor de Ayala? -preguntó Lozano.

La receptora, en vez de contestar, escudriñó con la mirada al visitante desde la cabeza hasta los pies.

Pero como aquel silencio no era una negativa, y sólo expresaba desconfianza, lo cual no probaba otra cosa sino que el inquilino de la casa podía tener visitas sospechosas; Lozano empujó suavemente la puerta, y se franqueó el paso, añadiendo.

-Vamos, buena moza, tranquilice el ánimo y dígale a Ayala que uno de sus más antiguos amigos quiere darle un abrazo.

Vencida la hembra, parecía disponerse a complacer a Lozano, cuando se levantó la cortina de la puerta del recibimiento, y apareció un gallardo mocetón de a seis pies.

-¿Quién me busca? -interrogó.

-Lozano, si no lo llevas a mal -contestó éste.

-¡Oh! caro Felicísimo...

-¡Ah! buen Tristán...

Los dos jóvenes se extrecharon concienzudamente en los brazos, y asidos por el talle entraron en la sala.

-¿Desde cuándo estás en Madrid?

-Desde hace media hora.

-Esa manifestación impide que se arrugue mi entrecejo. Acaba de romper cualquier silla desplomándote sobre ella.

Lozano tomó asiento, y paseó una mirada por la habitación.

-En efecto -dijo-, me parece que tus muebles han envejecido algún tanto desde que por ahora te visité el año pasado.

-Es natural, querido Felicísimo, han pasado por ellos trescientos sesenta y cinco días, y el uso destemplado de mis miembros en momentos de mal humor, que a decir verdad no han sido poco frecuentes. Si buscas bien todavía, podrás observar la falta de algunos trastos; los menos vetustos fueron a parar a no sé qué prenderías, y los más decrépitos alimentaron la llama del hogar durante el invierno.

Lozano cruzó una pierna, sobre otra, y pronunció mirando seriamente a Ayala:

-Tristán, tú eres lo que puede llamarse un mozo inteligente.

-¿Lo crees así?

-De no mala cuna.

-Tal era la opinión de mi abuelo.

-De generoso corazón.

-Cualidad de que otros han abusado.

-De excelentes puños.

-No me quejo por lo menos de ellos.

-Y hasta de arrogante presencia.

-En ese punto mi modestia se refiere a la opinión de algunas benevolentes damas.

-Sería en absoluto inexplicable para mí la insistencia con que en Madrid parece volverte la espalda la fortuna, si no conociera perfectamente tu talón de Aquiles.

-¿Qué talón es ese?

-¡El sacanete!

-No blasfemes, desventurado. Tomas la triaca por el tósigo. ¡Ah! ¡si supieras que precisamente al sacanete es a lo que se debe en esta casa el pan nuestro de cada día!...

-Lo cual significa en buen romance que vives del juego.

-¿Y de qué diablos quieres que viva?... He llamado en vano a todas las puertas... he tocado infructuosamente todos los registros...

-Tristán; pudiera haber cierta hipérbole en esos todos.

-Te concedo de buena voluntad que el círculo de mis vocaciones es limitado. Un hombre como yo no sirve para cualquier cosa. Los trabajos oficinescos, por ejemplo, no son mi fuerte: las letras que hago se semejan a uvas jaenes; y respecto a cuentas, calculo con más facilidad por los dedos, que en virtud de signos aritméticos. Tampoco me seduce la milicia: la disciplina y mis instintos son antitéticos. En cuanto al servicio de persona alguna que no sea el rey, los pergaminos del abuelo me imponen ciertos deberes...

-Me vas inclinando a creer que tu colocación puede ofrecer dificultades.

-¿No es verdad que sí? ¡Condenación! Sólo me reconozco con especial aptitud para el ejercicio de una noble profesión, y el mismo Lucifer parece haber tomado por su cuenta el empeño de contrariar mis aspiraciones.

-¿A qué aptitud te refieres?

-A la de repartir cintarazos.

-No seré yo por cierto quien la ponga en duda.

-Poco satisfecho podías estar de ti mismo si tal hicieses. Precisamente los golpes que más han cimentado mi reputación los debo a tus lecciones.

-¡Oiga!

-Mi convicción es inquebrantable: la exposición metódica de la escuela completa de tu gran maestro Luigi Bosco, labraría mi fortuna.

-Según eso te proponías establecer...

-Una sala de armas, lo has adivinado. Mis admiradores pregonarían mi mérito por todos los ámbitos de la villa: mis envidiosos mismos le acreditarían, porque con sus críticas me proporcionarían ocasión para exhibirme en un par de encuentros ruidosos; y si tú tenías a bien favorecer mi semana inaugural con algunos asaltos, el éxito sería completo; los discípulos de alta alcurnia acudirían a disputarse mis lecciones, como hace diez arios se disputaban las de maese pacheco, el último de su gloriosa dinastía.

Ayala se detuvo dos segundos, y exhaló un profundo suspiro.

-He aquí la tradición de la lechera -murmuró-, lastimoso es que tan bello sueño no pueda únicamente realizarse por la prosaica falta del capital necesario para la instalación del establecimiento.

-¡Buen Tristán!...

-¿Estás satisfecho de mis jeremiadas?

-¿Por qué me diriges esa pregunta?

-Porque, por mi parte, no puedo estar más harto de ellas; y te prometo que hoy no he de insistir en su expresión, por mucho que vuelvas a empeñarte en provocarlas.

Colocó las dos manos el mocetón en los hombros de su amigo y repuso:

-Hay, por lo pronto, Felicísimo, algo que absorbe mi interés con preferencia.

-¿Qué algo es ese?

-Tus propios asuntos.

-¡Cordial preocupación!

-Enhorabuena. Desde luego tu presencia en Madrid me hace presumir que la liquidación de la testamentaría de tu padre está terminada.

-De todo punto.

-¿Y ha arrojado saldo satisfactorio?

-Completamente satisfactorio... para los acreedores. Ha podido pagárseles hasta el último maravedí.

-Hem... no me admira que esos acreedores existiesen.

-Me lo explico; lo que hubiera debido admirarte sería que no existieran. Mi buen padre era notoriamente expléndido.

-Y sus amigas más expléndidas que él.

-También es cierto: el culto de las damas fue la debilidad de la vida del autor de la mía.

-¡Pobre don Tadeo! no juzguemos con demasiada severidad esa ligera imperfección.

-Tan lejos estoy de ello, que no me opongo a que sustituyas el nombre de imperfección que has usado, por el de cualidad que habrías podido emplear; por más que esta sea una de las muchas cosas que no me ha sido dado heredar.

La joven ama de llaves, que se ocupaba en restablecer el imperio del orden en los muebles, lanzó a Lozano una mirada de desdén y salió de la habitación.

Ayala prosiguió:

-Has obrado como un buen hijo haciendo honor a los compromisos contraídos por el autor de tus días; pero la suerte de sus acreedores sólo me inspira una curiosidad mediana; donde se fija mi atención es en la suma que todavía puede constituir tu fortuna.

-¡Ah! eso es diferente.

-¡Cáspita!... ¡y tanto!

Lozano se arrellanó cómodamente en la silla, y pronunció:

-Si no te hubiera oído hablar de tu poca afición a las matemáticas, te diría que podías escribir la suma en cuestión con todos los ceros que tuvieras por conveniente, con tal de que no los hicieras preceder de alguno de los otros nueve guarismos.

-¡Cómo! ¿hasta ese punto han llegado las cosas?

-Hasta ese punto.

-¡Señor don Tadeo! -exclamó Ayala, apostrofando al difunto enterrado en el cementerio de Torrelaguna.

-Mi noble padre usó de su derecho -repuso indolentemente Lozano:- los bienes no estaban vinculados.

-¡De modo que la preciosa quinta del Lozoya, donde don Tadeo vio terminar sus días!...

-Ha sido adjudicada a un usurero.

-¡La dehesa de la jurisdicción de Guadalix!...

-Hoy pertenece al comendador de Santiago, uno de los mejores amigos de la familia.

-¡El coto redondo del Jarama!...

-Ha sido dividido en cinco partijas que en la actualidad se disputan otros tantos bergantes.

-¡Pero la casa solariega!

-Eso es todo lo que me queda.

-¡Ah! siquiera...

-Voy a referirte una pequeña anécdota para que no des al caserón más valor del que tiene.

-Veamos.

-Debes recordar que el edificio se halla cerrado desde hace doce años. Las golondrinas anidan a su placer en los desvanes, y las ratas trotan tranquilamente en los sótanos. Semejante estado amenaza. prolongarse hasta que los viejos muros cedan a su propia pesadumbre; porque los arquitectos encargados de formar el proyecto de las obras necesarias para poner la casa habitable han tasado la restauración en quince mil pesos.

-La cantidad no es, en efecto, floja.

-Sobre todo, si se tiene en cuenta que los mismos peritos, que con tanto garbo se permitieron calcular el importe de las reparaciones, sólo han justipreciado en diez mil reales el área superficial.

-¡En tan poco se estima el terreno en Torrelaguna!

-En tan poco, desgraciadamente para mí; puesto que, si bien con profunda pena, me decidí a enajenar el patronímico suelo que cimentaba los decrépitos sillares donde rodó mi cuna. Diez mil reales no eran sin duda mucho dinero; pero en mis circunstancias podían representar acaso la cifra indispensable para esperar menos indignamente el primer albor de mi estrella.

-Bien pensado.

-Me dirigí, pues, a don Justo Morente, propietario de la finca colindante y formulé mi proposición. El tal sugeto me miró con el aire del hombre a quien se quiere meter en un berengenal; profirió media docena de irónicas impertinencias que empezaron a agotar mi paciencia acerca de las ruinas que pretendía hacerle adquirir; y concluyó por decirme que, movido por generosos sentimientos, y en atención a la necesidad de fondos en que debía encontrarme, se avendría a comprar el solar de mi caserón para dar ensanche al jardín que poseía, única cosa para la que mi ex-vivienda era utilizable, ofreciéndome, no los diez mil reales de la tasación, sino la mitad de esa suma, con tal que derribase el edificio por mi cuenta y le dejase la superficie libre de escombros.

-¡Ah, diablo!

-Como ves, mi negocio no podía ser más redondo; porque los gastos de la demolición hubieran excedido con mucho al producto de la venta.

-¿Y qué contestaste a semejante gitano?

-No le contesté nada; me limité a darle un papirotazo en la nariz, y le volví la espalda.

-Perfectamente; pero ¿se quedó con el papirotazo?

-Preciso fue: yo no soy hombre que recoge esas cosas.

Tristán se sonrió.

-Después de esta breve exposición del estado de mis asuntos -repuso Lozano-, ¿será necesario decirte el objeto que me trae a la Corte?

-Vienes a pretender.

-Pero con más confianza que tú, y por lo pronto, con menos difíciles exigencias.

-¿Tienes padrinos?

-Espero tenerlos.

Ayala se rascó una oreja.

-Esperar no es precisamente lo mismo que tener-murmuró.

-Mis esperanzas no carecen de fundamento racional.

-Eso es distinto.

-Cuento con una carta para el marqués de la Ensenada, de persona a la cual está muy obligado.

-Puedes jactarte de venir recomendado a un ilustre prócer que hace algunos años era omnipotente en España.

-¿Quieres decir con ello que en la actualidad no debo prometerme mucho de esa protección?

-No te oculto que la voz pública asegura que Ensenada es mirado con prevención notoria en palacio; pero tampoco despojo de toda importancia el apoyo que te pueda prestar. El marqués conserva todavía amigos influyentes, y no es imposible que alguno de ellos se decida a servirle, guardándose bien de dejarlo entrever en las regiones oficiales.

-Valga lo que valiere, se contará con Somodevilla como recurso supletorio.

-Tanto mejor si no es el único.

-También poseo una expresiva epístola para el marqués de Esquilache.

-¡Ah, chápiro! he ahí un nombre que nada me deja que desear. Se trata de un ministro con dos carteras; la de Hacienda, como quien dice, la recaudación de las rentas reales, los pingües empleos, el oro: y la de guerra, esto es, la magnificencia personal, el mando, la gloria. Si el doble altísimo secretario del despacho honra la firma que suscribe tu carta, hecha está tu suerte.

-No he de tardar mucho en saber a qué atenerme en ese punto.

-¿Cuándo te propones intentar que el italiano te conceda una audiencia?

-Mañana mismo.

-¡Siempre con la misma aversión al aplazamiento de las crisis!

-Sobre todo, cuando aplazar no es resolver. Vamos, excelente Tristán, comienza a coadyuvar por tu parte al logro de mis deseos: ¿Dónde habita el ministro?

-A cuatro pasos de aquí.

-¡Oh! tienes un buen vecino.

-Te aseguro que hasta ahora me ha servido de poco. El domicilio de Esquilache es la casa llamada de las siete chimeneas.

-¿Dónde está ese edificio?

-En la plaza a que la misma casa da nombre.

-Como si nada me hubieras dicho.

-¿Por dónde has entrado en esta calle?

-Por la de Alcalá: me he hospedado en la fonda de Levante.

-Entonces has pasado por esa plaza: se halla situada al fin de la calle de las Infantas.

-Basta; estoy orientado.

-No podía menos: acabas de decirme que te alojas en la posada de Levante. Tu reciente llegada me mueve a, hacerte una observación indiscreta sin duda, pero que tiende a evitarte una inconveniencia.

-Precisamente te estoy pidiendo instrucciones.

-Supongo que antes de visitar al marqués, cambiarás de traje.

Lozano se retorció las puntas del bigote, y contestó con cierta indolencia:

-Pienso, efectivamente sustituir esta casaca por otra menos usada, y las botas por zapatos de hebilla; pero en cuanto a la chupa y al calzón no me atrevo a darte palabra de cambiarlos.

-Cambiarás al menos el sombrero.

-Los sombreros son incómodos en los viajes: no traigo otro en el equipaje.

-¡Cómo! ¿ignoras acaso que por iniciativa del marqués acaba de prohibirse en la capital de la monarquía el uso del sombrero redondo?

-Algo había oído decir en Torrelaguna que se proyectaba sobre el particular; pero no imaginé que eso pasase nunca de proyecto.

-No conoces el brío de los italianos que nos gobiernan. Desgraciado: apunta tu chambergo antes de ponerte en presencia del ministro, o se ha llevado el demonio tus pretensiones.

Felicísimo dio algunas vueltas a su sombrero replicando.

-En rigor, no me parece cosa difícil añadir dos presillas a la que tiene.

-Así es la verdad.

-Agradezco la indicación, bravo Tristán.

-¿Sí?.. pues ¡pardiez! vas a tener que agradecerme otra. Mucho me temo que tu capa tenga una tercia más de la longitud que el bando permite.

-¡Ah, diantre!

-Por dicha no ofrece la capa más inconvenientes que el sombrero para hacerte perder todo aspecto contrabandista.

-Tienes razón: ofrece mucho menos; se apresuró a decir Lozano, que estaba temiendo oír hablar de tijeras; la capa, no sólo no es necesaria para visitar a un ministro, sino que es poco deferente. Se quedará en mi habitación.

-Obrarás cuerdamente. Ambos detalles entrañaban capital importancia.

-Voy echando de ver que las exigencias que siempre ha tenido la vida de la Corte, empiezan a adquirir cierto carácter enojoso.

-Participaría de tu opinión, si hace mucho tiempo no hubiera contraído el hábito de reírme de todo lo que no sea la olla, el mosto y el amor.

-¡Oh! sibarita...

-Desgraciadamente mi sibaritismo es platónico con frecuencia.

-En fin, absurdo sería revelarse contra el orden establecido. Al venir a Madrid, no ignoraba que iba a poner mí planta en el gran escenario donde incesantemente se entrechocan las impertinentes imposiciones de la moda, los ruinosos delirios de la ostentación, las pérfidas intrigas del odio, las repugnantes miserias de la farsa. Abandonémonos al curso del impetuoso torrente.

-Es lo mejor que puede hacerse.

-Para probarte que no pienso sustraerme al vértigo de la Corte, he de comunicarte mi primera determinación. Acaso te sea dado también facilitarla.

-Dime, pues.

-Los pliegues de mi bolsa tienden a unirse con una rapidez alarmante; no tengo amigos en Madrid a quienes decorosamente pueda poner a contribución para subvenir a mis gastos: si antes de un mes no me ha sonreído la fortuna, que el diablo me lleve si sé lo que habré de hacer de mi persona... Pues bien, Tristán, voy a tomar lacayo.

-Con menos recursos que tú me permito yo mayores excesos.

-¡Ah! ¿no te parece extravagante mi lógica?

-Al contrario.

-¿Comprendes que la necesidad más imperiosa para un noble mendigo es ocultar sus arapos si aspira a que se le tienda la mano?

-¡Pues no!

-¿La teoría de los gastos reproductivos no es una paradoja para ti?

-No creo que pueda serlo para ningún hombre inteligente. ¿Quién recoje sin haber sembrado?

-Tristán, hemos nacido para entendernos.

-Eso no obstante, nuestras riñas han sido innumerables.

-Nimiedades.

-Es igual: mi corazón siempre ha sido tuyo.

-¿Conoces algún mozo cuya estampa no me deshonre que quiera entrar a mi servicio?

-Pse... reflexionaré... ¡Ah! ¡Bah! está reflexionado.

-¿Has tropezado con alguno?

-Si el huésped de mi vecino del patio no ha encontrado todavía el acomodo que buscaba hace cuatro días, está hecho tu negocio.

-¿Será eso fácil de averiguar?

-Facilísimo, como tengas paciencia para esperarme tres minutos.

Y Ayala desapareció en el acto por la puerta opuesta a la que dio entrada a Lozano.

No mucho tiempo después del prefijado, Tristán estaba de vuelta seguido de otro individuo.

Lozano clavó en éste sus ojos escrutadores.

Era el sugeto un mozo de veinte anos, espesa cabellera, mirada humilde y no breves extremidades. Vestía una librea del color de Castilla, sin orla ni bordados, y oprimía debajo del brazo izquierdo un tricornio más que de marca.

A decir verdad, la ojeada de Lozano no reveló la más ligera repulsión.

-Aquí tienes, querido Felicísimo, el camarero que antes te anuncié -pronunció Ayala.

Lozano se acomodó mejor en el asiento, cambió el cruzado de las piernas, y dijo con la dignidad que el caso requería:

-¿Cómo se llama el anunciado?

-Perfecto Cazurro -contestó el mozo interpelado.

-¿Dónde se ha permitido nacer el buen Cazurro Perfecto?

-En Betanzos.

-¿Ha servido en Madrid a muchos hidalgos?

-Sólo he pertenecido por espacio de un año a la casa de don Diego Calderón, caballero cordobés.

-¿Era del caballero cordobés la librea que viste el joven Cazurro?

-Si señor.

-¿Por qué le ha quitado los galones?

-Porque como contenían el blasón de los Calderones, he creído que no me era lícito conservarlos al dejar de ser comensal de la familia. Por otra parte, así queda mi traje en disposición de recibir la orla que vuestra señoría determine, en el caso de que se avenga a aceptar mis servicios; y si los colores de vuestra señoría son otros que los de esta librea, llevaré con tanto orgullo como respeto la que tenga bien facilitarme.

Dejó esta respuesta tan plenamente satisfecho a Lozano, que repuso con cierta ligera sonrisa:

-Por ahora, conservará ese traje el buen Cazurro; más adelante hablaremos.

-¿Según eso puedo considerarme al servicio de vuestra señoría?

-Desde luego: a menos que el seor gallego quede poco prendado de la abundante pitanza y del buen par de reales diarios que le ofrezco.

-Si vuestra señoría no me asigna otro salario, preciso será que me contente con ese. Por algo he de contar entre mis beneficios el insigne honor de servir a tan gentil caballero.

Lozano se puso en pie, volviéndose hacia Ayala, el cual parecía decirle con el movimiento de su cabeza semi-probador, semi-interrogativo:

-¿Exajeré al asegurarte que quedarías complacido?

-Trato cerrado -añadió Lozano-: Para darle sanción cuidará la atildada frase de Cazurro de rebajar mi señoría hasta la merced: por mi parte cambiaré la tercera persona en el familiar tuteo.

Después, abrazando a Ayala para despedirse, murmuró a su oído:

-¡Con tal de que tu perillán tenga más de Perfecto que de Cazurro!..

-¡Bah! el chico parece una perla -contestó Tristán en el mismo tono:- menos obligado que tú me temo que él me quede.

-¡Ah! gracias, francote rústico.

-¡Hum!.. mucho será que no me devuelvas al pobre mozo con algún desperfecto: te conozco, Felicísimo, lo mismo que si te hubiera dado a luz...

Pocos minutos más tarde, Lozano ganaba la salida de la calle del Barquillo, seguido por Cazurro a la distancia de seis pasos.




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Capítulo III

De cómo Lozano vio arder la mejor de sus credenciales en una de las siete chimeneas de la casa del marqués de Esquilache


Al sonar las once de la mañana siguiente en el reloj del Buen Suceso, situado entonces en la próxima Puerta del Sol, Lozano dejó su domicilio para encaminarse a la plaza de las Siete chimeneas, con la fe que inspira en el corazón el convencimiento del propia mérito, y la esperanza que infunde en el alma la edad de veinticinco años.

El traje del caballero había experimentado una verdadera trasformación. El sombrero que cubría al joven, estaba perfectamente apuntado en forma de tricornio; vestía una casaca negra en buen uso, de tejido catalán, bordada de seda con herretes de abalorio; y calzaba medias de triple punto de torzal y zapatos con hebilla de acero.

Como la distancia que tenía que recorrer no era mucha, Lozano se encontró bien pronto delante de la casa del ministro, y atravesó el dintel de la puerta con el aire, con que César debió pasar el Rubicón.

Los dos lacayos que halló detrás de la cancela de cristales, le encaminaron al portero de estrados, situado en el recibimiento, y este dependiente a su vez le dirigió al ugier particular de su excelencia, que regía la antecámara.

Cuando Lozano penetró en la espaciosa estancia, consideró de excelente augurio la circunstancia de que no hubiera en ella otra persona que el ugier. Esto solo probaba falta de práctica: todos los que frecuentan las regiones donde se forja el rayo y se elabora el maná, saben perfectamente lo que significa una antecámara vacía.

El ugier, vestido con la más exquisita elegancia dejó la mesa junto a la cual se hallaba sentado, y se adelantó hacia el recién llegado con no menos exquisita cortesía.

-¿Me será permitido ver al señor marqués? -dijo Lozano.

-Su excelencia conferencia en este momento con el señor secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia -respondió el ugier.

-Se me antoja que esas palabras no contestan categóricamente mi pregunta.

-Intelligenti pauca.

Lozano dio un paso atrás como si su interlocutor le hubiera enseñado las herraduras de repente.

-¡Ah! -repuso-, ¿estoy hablando con un ugier o con un preceptista latino?

-Sírvase usted dispensarme -pronunció el ugier con fina sonrisa:- mi aforismo quiere decir que la entrevista de su excelencia con el señor ministro de Gracia y Justicia, será larga; y que cuando la conferencia termine, el señor marques no estará visible para nadie.

-O lo que es lo mismo, su excelencia se habrá puesto el anillo de Giges, y váyase la figura por el aforismo.

El ugier miró con sorna al que no podía ser otra cosa que un pretendiente más o menos petulante.

-Por fin -prosiguió Lozano-, ¿cree el digno ugier que a su excelencia le sea dado dejar de estar invisible alguna vez?

-¿Me concede el caballero su permiso para que le obsequie con un buen consejo? -replicó el interrogado por toda respuesta.

-Después de haberse permitido a sí mismo el señor ugier herir mi tímpano con un sublime graznido... del idioma del cisne de Mántua, bien puede atreverse a dispensarme el obsequio en cuestión.

El dependiente comenzaba a perder una parte de su aplomo.

-Conviene -dijo con seriedad disciplente-, que el caballero formule por escrito su deseo. El señor ministro se enterará más tarde de la correspondencia privada, y es de creer que le señale día y hora de audiencia.

-¡Ah!... perfectamente.

-De esa manera no tendrá necesidad el joven señor de perder aquí lastimosamente el tiempo con inútiles gestiones.

-Repito al clásico ugier que estoy enamorado de su idea.

Y Lozano se acercó a la mesa sin la menor ceremonia; tomó una pluma y el mejor papel que encontró a mano, y escribió rápidamente en pie las frases siguientes:

«Felicísimo Lozano saluda al excelentísimo señor marqués de Esquilache y le ruega tenga a bien concederle una audiencia para que le pueda exponer el objeto de la misión que le ha confiado uno de los amigos de su excelencia».

A continuación plegó el papel en tres dobleces, sujetó la punta con una oblea, y puso el sobrescrito.

-He ahí mi pequeña instancia -añadió:- ¿a qué hora y de qué kalendas, nonas o idus, calcula el señor ugier que habrá podido tener ocasión su excelencia para resolver alguna cosa?

-Si el caballero se toma la molestia de volver a las cinco de la tarde, no es imposible que reciba contestación, -dijo el doméstico con la voz más breve y el ceño más fruncido.

-Está muy bien: a esa hora enviaré a mi ayuda de cámara para que se entere acerca de si la falta de imposibilidad ha llegado a adquirir la forma de hecho consumado.

Las últimas palabras del joven parecieron rehabilitarle algún tanto, en el concepto del dependiente, porque el entrecejo de éste comenzó a despojarse de su severidad.

Lozano, sin embargo, no pensó en aprovecharse de su ventaja. Con un equívoco movimiento de cabeza, se dio por despedido, y abandonó la antecámara, vengando con burlonas sonrisas y miradas en las personas y las cosas que encontraba al paso, la primera contrariedad que en el primer propósito había experimentado.

El joven caballero fue a pasar una hora en sabrosa plática con el amigo Ayala; después recorrió los puntos más concurridos de la villa con paso reposado, la nariz al viento y las manos cruzadas en el dorso; tomó una taza de moka, más o menos legítimo, en el café y botillería de San Felipe; y usó y abusó de la hospitalidad tan cómoda como llena de distracciones que el establecimiento ofrecía a sus numerosos concurrentes, con la delectación morosa del hombre que sólo se propone matar el tiempo. Previa venganza, cuya perfecta justicia nadie podrá poner en dada, puesto que a falta de otros enemigos el tiempo habrá de ser quien mate al hombre.

Llegaba el sol al término de las cuatro quintas partes de su carrera, cuando Lozano retornó a su posada.

El primer cuidado del joven, fue llamar a Cazurro y encargarle que a las cinco en punto se avistase con el cancerbero del marqués de Esquilache. Al efecto, comunicó al lacayo las más precisas instrucciones.

Cazurro se apresuró a cumplir el encargo de su amo con la mejor voluntad; pero el incidente de la antecámara había puesto en guardia a Lozano contra las ilusorias facilidades del deseo, y aguardó la vuelta del fámulo con poca impaciencia y acaso con menos confianza.

Veinte minutos después, el caballero que se había asomado a su balcón, vio regresará Cazurro, desembocando por la calle Ancha de Peligros.

-¿Has conferenciado con el ugier del ministro? -dijo Lozano a su doméstico, apenas éste puso la planta en el aposento.

-He tenido esa satisfacción -contestó Cazurro.

-¿En castellano o en latín?

-¡Ah, bah!.. Hubiéramos podido, sin embargo, entendernos en dialecto galáico, porque hemos resultado paisanos.

-¿Y qué te ha dicho?

-Me ha asegurado que al entregar la esquela al señor marqués, le encareció el carácter de perentoriedad que mi amo parecía dar a su instancia.

-El tunante ha mentido; pero no le haré un cargo por ello. Adelante.

-Después ha puesto en mis manos este billete.

Lozano se apoderó del papel apenas salió de la librea de Cazurro, desplegó los dobleces, y leyó estas palabras:

«El marqués de Esquilache tendrá el honor de recibir en su domicilio a Don Felicísimo Lozano, a las once de esta noche».

-Esto ya es algo -murmuró Lozano-; pero ¡cáspita! la hora estaba fuera de todos mis cálculos: ¿qué clase de costumbres empiezan a adquirir los altos personajes de la Corte?

Fueran esas costumbres las que quisiesen, lo importante era que se hallaba citado por el Ministro.

El joven comió con excelente apetito; se paseó rápidamente por el Prado; concurrió en las primeras horas de la noche al salón común de la posada, donde presenció distraído una partida de rebesino, juego para el cual se escribió en el caballo de copas el tradicional ¡ahí va! y a las once, menos cuarto se lanzó a la calle.

La noche estaba oscura; pero si las nubes interceptaban la luz de los cuerpos celestes, abrigaban en cambio agradablemente la superficie de la tierra.

El tránsito que por esta vez eligió Lozano, fue el de la calle de las Torres.

A doblar iba Felicísimo el ángulo de la calle de la Reina, cuando oyó distintamente las frases que siguen:

-Y juego limpio, camarada: a los dos se nos ha hecho el encargo; juntos por lo tanto debemos presentarnos a dar cuenta de su cumplimiento. Si cualquier accidente nos separa, convengamos en que el favorecido por la suerte se reunirá con el desdeñado, de una a dos de la madrugada en la hostería del valenciano.

-¡Convenido! -contestó otra voz.

En aquel momento Lozano, que llegaba a la esquina, vio dos hombres embozados en largas capas, recostados en la pared donde comenzaba la calle de la Reina.

La única cosa que en la oscuridad pudo entrever el joven, fue el sombrero redondo de color gris de uno de aquellos hombres.

Los embozados guardaron instantáneamente silencio.

-Que el diablo me lleve si la fortuna que estos bigardos esperan es la de ganar el cielo -murmuró Lozano.

Y prosiguió su camino hasta la calle de las Infantas.

El gran reverbero, colocado en el portal de la casa del marqués, sirvió de faro al joven en su nueva ruta.

Por los mismos pasos que doce horas antes, y sin otro inconveniente que el de tomarse el trabajo de aludir a la citación de que era portador cuando se veía interrogado por algún dependiente, llegó Lozano a la antecámara del ministro.

A la sazón había en la sala media docena de individuos entre los cuales dos vestían uniforme militar.

El ugier recogió el billete de Lozano, y formulariamente le rogó que tomase asiento, pero el caballero prefirió pasearse como algunos de los concurrentes.

Trascurrido medio cuarto de hora, resonó en la estancia inmediata una argentina campanilla; el ugier desapareció, y un momento después pronunció un nombre desde la puerta.

El apelado ingresó en el despacho del ministro donde permaneció cinco minutos.

A la salida del introducido, un nuevo nombre franqueó el paso a otro espectante. La entrevista de éste con su excelencia fue más breve todavía.

Todos aquellos sucesos de precipitado curso, los detalles que los daban color, y hasta la hora de silencio y de sombras en que se realizaban, podrían ser la cosa más natural del mundo; pero imprimían en el ánimo de Lozano una sensación penosa. ¿Quién se atravería a asegurar que el ministro no se apresuraba a abreviar las eternas importunidades que su cargo le imponía la obligación de sufrir, y que conservaría algún recuerdo de las sonatas que le entonaban al indiferente oído?

El cuarto nombre que el ugier articuló fue el de Lozano.

El Joven penetró en el gabinete del marqués, con el sombrero debajo del brazo.

Era el despacho más espacioso que la misma antecámara; pero ninguna parte de él estaba en penumbra, merced a la elegante araña de seis mecheros cubiertos por campanas de cristal, que pendía del techo, y a la gran lámpara de bomba esmerilada que ardía sobre la mesa.

Al resplandor de aquel opulento alumbrado, Lozano distinguió al marqués en pie, apoyando indolentemente un codo sobre la tabla de mármol de la chimenea.

Los rasgos del rostro de Esquilache no eran de los que definen la edad de un hombre, ni los ojos, de los que revelan los pensamientos que abriga un cerebro, ni los labios de los que denuncian los grados de franqueza, de una sonrisa.

Si se hubiera perdido el modelo de la esfinge cortesana, el semblante de Esquilache habría podido servir para rehacerle.

Vestía el marqués con un esmero irreprochable, y en el costado izquierdo de la casaca de terciopelo negro, fulguraba una placa de diamantes.

-¿Es al señor Lozano a quién tengo el placer de saludar? -pronunció el italiano con melífluo acento.

-Respestuoso servidor de vuecencia -contestó el joven inclinándose.

-Parece que el asunto que mueve a usted a visitarme no carece de urgencia.

-Confieso que por carácter suelo perseguir con cierta actividad los negocios en que me empeño.

-Por mi parte, como usted ve, no he querido despojar de la menor importancia al que en este momento le ocupa. No obstante los altísimos intereses que absorben mi atención, hoy he recibido el aviso de usted, y hoy mismo le admito a mi presencia.

-No puedo encarecer bastante a vuecencia lo que con ello me obliga.

-¿De qué se trata, pues?

-De entregar a vuecencia esta carta del caballero César Ponzone, secretario del marqués de Tanucci.

Y Lozano entregó al ministro la misiva de que hablaba.

-¿Viene usted de Nápoles? -añadió el marqués mientras desdoblaba el pliego.

-Regresé hace diez y ocho meses; pero la amistad que allí contraje con el señor Ponzone, no se ha entibiado en ese tiempo.

Esquilache recorrió con la vista rápidamente la carta, y la dejó entre otros papeles sobre la chimenea.

-El buen César -repuso-, me hace de usted el más cumplido elogio.

-Indulgencia de la amistad.

-Pero como la carta no es otra cosa que una encomiástica presentación, espero la explicación del presentado.

-Dios mío, la explicación no puede ser más sencilla. El señor marqués tiene delante a un joven en la plenitud de su energía, sin familia ni lazo alguno de los que pueden cohibir el acometimiento de las más grandes empresas, que nada anhela tanto como consagrar toda la actividad de que se siente capaz a ser útil al rey y a vuecencia.

El relámpago de entusiasmo que animó la voz y las facciones de Lozano acaso hubiera agradado a un hombre de cabeza y de corazón en la acepción figurada de la frase; pero el marqués tenía ambas partes del organismo atrofiadas, tanto por el pesa no escaso de los años, como por la batalla sin tregua de la vida palaciega, y en las palabras del joven sólo vio con extrañeza una cosa, la falta absoluta de la súplica tradicional que todo pretendiente debe poner al pie de sus memoriales.

-Esto es, aspira usted a un empleo -replicó, rebajando el lirismo hasta el más pedestre de los lenguajes.

-Si vuecencia creyese que ese era el mejor medio de servirlos...

-Prescindiendo por completo de mi persona -añadió el marqués con fina sonrisa-, conviene no perder de vista que son tan excesivamente numerosos los buenos servidores del rey; que su majestad es quien favorece en alto grado a aquellos cuyos servicios se digna aceptar.

El joven ligeramente herido, contestó bajando la voz.

-No es imposible que mi provinciana falta de tacto, me haya hecho incurrir en alguna inconveniencia que no me propongo adivinar; pero desde luego, me parece que las frases que he pronunciado no se oponen poco ni mucho a la exacta teoría que vuecencia acaba de exponer.

-¿Ha pertenecido usted a algún ramo de la administración del Estado?

-Jamás.

-¿Posee usted título profesional de los que habilitan para el ejercicio de alguna carrera científica o literaria?

-Ninguno.

-¿Los antepasados de usted han prestado al rey especiales servicios?

-Lo ignoro; pero me atrevería a asegurar que si esos servicios existen, no han llegado nunca a la conquista de un reino, porque no lo registra la historia.

Esquilache tomó un tabaco habano de la cigarrera que había sobre la mesa, murmurando entre dientes:

-Pobre y soberbio.

El marqués guardó un calculado y elocuente silencio a continuación de sus preguntas, acaso con el objeto de que Lozano pudiera por sí mismo deducir la consecuencia.

-A decir verdad -repuso el joven-, no fundaba mis esperanzas en ninguna de esas circunstancias.

-El áncora de las aspiraciones de usted era por lo visto el apoyo de Ponzone.

-¡Bah! posteriormente comprendí que el excelente caballero alucinado por la mejor de las intenciones daba a sus presentes más valor del que sin duda tienen.

Algo de equívoco debió ver Esquilache en las palabras de Lozano, porque dijo con un candor verdaderamente italiano:

-Fijemos bien los términos de la cuestión para que podamos entendernos. ¿A quién ha creído César Ponzone obligar con su carta?

Lozano se sublevó ante la idea de la última humillación que se le quería imponer; y dando a la fisonomía una expresión irónica, contestó rotundamente:

-A mi juicio, es evidente que Ponzone no ha creído obligar a otra persona que a vuecencia.

-Así lo sospechaba -pronunció fríamente el marqués-; pero no me ha parecido inútil oírlo.

Y eligiendo con aire distraído un papel entre los que había sobre la chimenea, hizo con él una especie de antorcha; prendió fuego a su punta en el hogar, y utilizó la llama para encender tranquilamente el cigarro.

Después arrojó a los tizones el resto de la mecha.

La casualidad había hecho que el papel tomado por Esquilache, fuese la carta del secretario del Presidente del Consejo de regencia de Nápoles.

Lozano afectó no echarlo de ver, entornando los párpados con indolencia; pero el iris de los ojos fulminaba a través de las pestañas más chispas que la misma chimenea.

El marqués prosiguió:

-Los dones de un hombre como Ponzone, a pesar de la modestia con que usted los justiprecia, no son seguramente de desdeñar. No echaré en olvido el nombre de don Felicísimo Lozano, si ocasión se presenta en que sea conveniente utilizar sus especiales cualidades. ¿Tiene usted a bien manifestarme su residencia?

-Calle de Alcalá, fonda de Levante.

Esquilache trazó un par de garabatos en el libró de memorias. A continuación miró la puerta.

Lozano pronunció con la más afable de las sonrisas de su repertorio:

-Ruego a vuecencia que no sea demasiado tarde. Los hidalguillos de provincia, aun en Madrid nos recojemos temprano por costumbre; y no sería imposible que si el mensajero de vuecencia acudiese a mi domicilio a una hora algo avanzada, me encontrase profundamente dormido.

El marqués irguió la frente con viveza; pero sólo vio la coronilla del joven que se inclinaba con flexibilidad.

Cuando un momento después Lozano atravesó la antecámara, oyó al ugier proferir otro nombre, lo cual le probaba que la audiencia continuaba su mecánico curso, como la tierra proseguía trazando su órbita gigantesca alrededor del astro rey en el piélago inmenso del vacío.




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Capítulo IV

Donde Lozano oye por primera vez en su vida el canto de una sirena


La disposición de ánimo con que Lozano llegó al peristilo, no podía ser menos tranquilizadora para cualquiera que hubiese tenido la poca fortuna de tropezarle; y sin embargo, fue tropezado sin que los labios del joven, plegados por la ira, formulasen reclamación alguna.

Es verdad que el choque que sufrió habría podido tomarse por el del ala de un pájaro en su rápido vuelo: que no de otro modo cruzó por delante del joven una mujer que se deslizaba desde la escalera al portal, rebozada en la amplia sarga del manto.

-¡Diantre! -pensó Lozano-; si la presencia de esa dama estaba relacionada con la nerviosa precipitación con que el marqués procura esta noche desembarazarse de sus importunos, su excelencia pierde su trabajo: la tapada tiene menos paciencia que él.

Para los hombres del temple de Lozano no hay términos medios cuando experimentan una importante decepción. O enseñan los puños al cielo, hieren la tierra con los pies, y reniegan de todo lo creado, o ahogan una carcajada, hacen una pirueta y cantan una seguidilla.

Al salir a la calle, el joven, que sin duda en esta ocasión había optado por el segunda extremo de la disyuntiva, echó a andar automáticamente canturreando el aire de las últimas manchegas que fueron importadas en Torrelaguna.

Sabido es, sin embargo, si hemos de dar crédito a un autorizado proverbio, que no hay que fiarse gran cosa de los cánticos del español. Si del Capitolio a la roca Tarpeya no había más que un paso, de la pirueta al pataleo debe haber mucho menos.

El camino que seguía Lozano era el mismo que había traído. Nunca, deja la costumbre de imponer su yugo cuando se carece de libertad de espíritu para elegir dirección.

Las calles de aquella parte del extremo de la villa, estaban completamente desiertas, y como el silencio sigue a la soledad, a la manera que la sombra al cuerpo, Lozano no escuchaba otro ruido que el de sus propios pasos.

Por esta circunstancia, impresionó más vivamente el oído del joven un grito penetrante que resonó a su espalda en el momento en que acababa de cruzar por delante de la calle de la Reina.

Lozano se detuvo, y condensó en su órgano auditivo todos los sentidos del cuerpo y todas las potencias del alma. No tardó en percibir otro segundo grito más débil que el primero. Entonces dio algunos pasos atrás, dobló la esquina, y procuró arrancar con los ojos a la oscuridad el secreto de lo que ocurría en el fondo de la calle.

Inútil fue el intento. Si la vista, no obstante, de nada le servía, en cambio oyó distintamente la sofocada voz de una mujer que clamaba:

-¡Socorro!.. ¡socorro!..

El joven se precipitó hacia el punto de donde partía el acento.

Cien pasos más arriba, un pálido reflejo le permitió vislumbrar algunas sombras que se agitaban en violenta lucha.

Sin interrumpir Felicísimo su carrera, desenvainó la espada, y a los pocos momentos se encontró en el terreno de la agresión.

Dos hombres pugnaban por sujetar a una mujer. Él sombrero gris de uno de ellos hizo pensar a Lozano en los dos embozados que veinte minutos antes había visto en la esquina.

En cuanto a la dama, a juzgar por el luengo manto que a la sazón flotaba al viento, era verosímil que fuese la misma que salió de la casa del marqués de Esquilache.

-¡Hola! ¡tunantes! -gritó Lozano:- ¿creéis que se puede saltear en las calles de Madrid con la misma facilidad que en Sierra-Morena?

Y acompañó las palabra con un vigoroso latigazo, asentado de plano en el hombro del más próximo de los apostrofados.

El insinuante modo con que Lozano se presentó en escena no era para mirado con indiferencia.

Los embozados abandonaron a la dama y pusieron mano a las tizonas, prorumpiendo cada uno de ellos en la más pintoresca de sus interjecciones.

-¿Qué es lo que tiene que hacer aquí el panarria de la casaca?-dijo el del sombrero gris.

-Sí ¡pardiez! -añadió su compañero-, ¿qué es lo que quiere este Quijote?

Lo único que faltaba a Lozano para que se le subiera la sangre a la cabeza, eran los denuestos de aquella gente.

-¡Quiero vuestra sangre villana... cobardes bandidos de mujeres!.. -rugió con acento estentóreo.

Cuando la dama se vio libre, recogió su falda y dio instintivamente un paso para huir, pero un noble impulso la detuvo. Lo único que hizo fue colocarse a espaldas de Lozano, cuidando de no entorpecer sus movimientos.

-Parece que el mirliflor levanta el grito -repuso uno de los individuos, arrollando rápidamente su capa al brazo izquierdo.

-Es un medio indirecto -contestó el otro-, de que acuda a auxiliarle algún vecino de buena fibra.

-¡Gaznápiros! -articuló Lozano-, voy a haceros saber si necesito apoyo alguno para triunfar de dos rufianes.

-¡Adelante!

-¡Hip!

Los embozados cayeron sobre Felicísimo, procurando ligar su hoja toledana; pero se hallaron con un puño de acero que para probarles su energía, ni siquiera quiso intentar un cambio.

El del sombrero gris volvió a levantar la mano a la altura del hombro, y un instante después partió a fondo, no sin cierta destreza.

Lozano paró el golpe con una contra de tercera en que apenas fue perceptible el movimiento de la muñeca.

El otro adversario, para quien no pasó desapercibida esta circunstancia, señaló un puntazo, pero sin tender otra cosa que el brazo.

El joven separó en cuarta el hierro enemigo lo extrictamente necesario, sin que perdiera el suyo la línea.

Los embozados juraron en distintos tonos.

-¡Maldición!

-¡Mil infiernos!

-¡Ea! camarada -continuó el del sombrero gris-, una embestida simultánea... Nadie para dos golpes a la vez...

Y poniéndose de acuerdo con un gesto, partieron al propio tiempo al doble grito de:

-¡Hem!..

Pero el nadie a quien aludía el del chambergo, no tenía por lo visto relación alguna con Lozano; porque éste recogió ambas hojas en el mismo círculo, sin otro inconveniente que el de darle acaso algo más radio del que permitía la buena escuela del maestro Bosco.

Felicísimo conocía perfectamente sus contrarios: no era cosa de prolongar la defensiva.

Con la agilidad que le distinguía, saltó a la derecha de la línea, y aprovechando el momento en que la nueva posición sólo le presentaba enfrente un enemigo, fingió un pase y se tendió a fondo.

El del sombrero gris profirió un juramento, y cayó encima del que le acompañaba, pero como este no se ocupó en sostenerle, acabó por desplomarse sobre el empedrado.

-¡Ah! renegado -balbuceó el embozado que quedaba en pie-, puedes jactarte de un buen golpe.

-Espera... contestó Lozano:- voy a enseñarte otro mejor.

Pero el último adversario no manifestó el menor interés en recibir la lección anunciada. A cada paso que Lozano avanzaba para cruzar el hierro, contestaba con otro paso atrás equidistante: y cuando metódicamente hubo repetido veinticinco veces el mismo movimiento, volvió la espalda y emprendió una velocísima carrera.

Lozano se lanzó en pos del fugitivo; pero la voz de la dama, que le había seguido en el avance, detuvo el primer ímpetu de la persecución en que iba a empeñarse.

-¡Oh!.. caballero... -pronunció la del manto con acento vibrante-, no se ocupe usted más de ese miserable. Bastante ha castigado la agresión de que he sido objeto.

El joven volvió sobre sus pasos envainando la espada.

La dama le esperaba en el espacio sometido a la acción de la tenue luz de dos lamparillas que alumbraban una imagen. Quería conocer el rostro del caballero.

La curiosidad de Lozano no era menor. Ambos se contemplaron algunos segundos, sin la reserva convencional del mundo, en gracia de lo excepcional de las circunstancias en que estaban, y a decir verdad, para ninguno fue poco agradable la impresión.

La del manto contaría de veintiséis a veintiocho años, y era de un género de hermosura que podría llamarse imponente.

Jamás una aventajada estatura y un correcto perfil griego han sido mejor secundados por cabellos y cejas de ébano más espesos, por ojos negros más rasgados y brillantes, por labios más finos y severos, por tez más trasparente de color blanco mate, y por talle más esbelto y elegante.

En aquella joven había algo de las bellezas circasiana, árabe y helénica, triple tipo de las mujeres de Oriente, las más hermosas de la tierra.

-¿Han lastimado a usted esos malvados?.. -dijo Lozano recorriendo con extasiados ojos las huellas del desorden que la pasada lucha había impreso en el cabello y en el traje de la joven.

-No, caballero: -contestó la dama pugnando por dominar su agitación-; ¡llegó usted tan a tiempo en mi auxilio!.. ¡me desembarazó usted con tanto brío de las manos que me asían!..

-¡Ah, señora! -repuso Lozano con un acento lleno de interés-; preferiría que mi buena fortuna me hubiera hecho seguir el mismo camino que usted llevaba para haber prevenido el suceso que ha ocasionado la angustiosa emoción de que con dolor la mira poseída.

-Gracias, caballero; esto pasará luego -respondió la joven, procurando dar a su boca la expresión de una sonrisa.

-¿Los malsines se proponían sin duda despojar a usted de sus joyas?..

-No ha podido ser otra cosa.

-La dama se llevó las manos a las orejas, adornadas por dos gruesas perlas, y murmuró:

-Y sin embargo, aquí están mis arillos...

Después se miró los dedos anulares, que ostentaban ricos solitarios de magníficas luces.

-Mis sortijas permanecen intactas... -añadió.

Por fin dirigió los ojos a una flor de bullidora pedrería, prendida en la parte alta del seno.

-Ninguno ha tocado a mi broche... -repuso.

-Es tan singular como satisfactorio -dijo Lozano.

De repente la dama exhaló un grito de angustia, y palideció hasta adquirir el color de los vuelos de encaje del jubón que vestía.

Lozano sorprendido, se acercó para sostenerla, si como temía la veía vacilar.

-¡La escarcela!.. ¡me han sustraído la escarcela!.. -balbuceó la joven en el colmo de la desolación.

-¿Contenía objetos de valor?..

-Un papel precioso... una carta que debía ser... que era seguramente de la más alta importancia... ¡Ay! desgraciada... mil veces desgraciada de mí...

-Si por ventura...

-¿Qué?

El hombre que derribé hubiera sido...

-¡Oh! sí, sí, caballero: véalo usted por favor... -se apresuró a decir la dama, asiéndose a la idea del joven como el náufrago al extremo de un cable.

Felicísimo volvió a bajar la calle, buscando en las tinieblas la masa más o menos inerte, trofeo de la excelente espada que ceñía.

El asombro del joven no conoció límites. El hombre que consideraba muerto o herido había desaparecido, sin dejar otro rastro que algunas gotas de sangre en el sitio donde cayó.

Lozano se asomó a la próxima calle de San Jorge hasta la cual pudo arrastrarse el del sombrero gris. La corta vía estaba solitaria en toda su extensión.

-¡Pardiez! -murmuró dando media vuelta.

Felicísimo encontró a su lado a la dama lívida como un cadáver, y retorciéndose las manos con desesperación.

-¡Nada!... ¡nada!... -sollozaba-. ¡Ah! ¿por qué no me han arrancado antes la vida?

Había en el dolor de aquella mujer influjo tan simpático, tan irresistible, que Lozano poca accesible hasta entonces al sentimentalismo en general y a las lágrimas femeniles en particular, se admiró de reconocerse verdaderamente conmovido.

El joven condensó sus recuerdos, coordinó coincidencias, calculó probabilidades; y cuando creyó haber entrevisto la suficiente luz para seguir algún camino, dijo a la bella desolada:

-En nombre del cielo, señora, no se abandone usted a la desesperación. Acaso no esté todo perdido...

-¡Ay! -articuló la joven con desaliento-. ¡Quién podría ya devolverme esa carta!..

-Tal vez yo, señora.

-¡Usted! -exclamó la dama estupefacta.

-La casualidad, o más bien la Providencia, me había hecho oír el punto de una cita que esos hombres se daban...

-¡Dios mío!

Si las facultades de una criatura humana alcanzan a sustraer a usted a su amargura, confío en que no me falten alientos para merecer tanta dicha.

-¡Ah, caballero! -pronunció la dama, juntando las manos en ademán de súplica-; si fuese dado a usted prestarme ese inapreciable servicio antes de las diez de la mañana, apenas quedaría espacio en mi corazón para la gratitud que le debo por la heroica acción que acaba de ejecutar.

-¡Hum! palabras son esas que me harían intentar lo imposible.

-Mis preces al Altísimo acompañarán a usted en sus procedimientos.

-¿Qué señas tiene la escarcela?

-Es de terciopelo negro con guarnición de plata.

-¿A quién va dirigida la carta que contiene?

-No lleva dirección alguna.

-Tengo los datos suficientes.

-¡Oh!.. ¡si el cielo se apiadase de mí!... ¡si el éxito coronara el generoso esfuerzo de usted!..

-Empeño a usted mi palabra de que en todo caso, no habrá sido celo lo que me haya faltado... Abandonemos este sitio... Urge que yo no pierda un instante, tan luego como deje a usted segura en su habitación.

-Por fortuna la distancia no es larga; mi casa está en esta misma calle. Precisamente el corto trayecto que tenía que recorrer ha sido la causa de mi desdicha, porque me hizo prescindir de todo acompañamiento.

-¿Tiene usted a bien aceptar mi brazo?

La dama le tomó en el acto, y ambos jóvenes subieron a buen paso la calle hasta las inmediaciones de la de Hortaleza.

Al llegar a un ancho portal bien alumbrado, único abierto en la calle entera, la dama se detuvo.

-He aquí el término de nuestra peregrinación -dijo-; ¿me será lícito conocer el nombre del caballero que con tanta bravura, nobleza y abnegación se ha consagrado a mi servicio?

-Señora: me llamo Felicísimo Lozano.

-¡Felicísimo! ¡oh! el nombre no puede ser de mejor augurio para mí.

-Plegue a Dios que lo sea más que para quien le lleva.

-¡Ah! ¿es posible que no sea dichoso quien posee tan privilegiadas cualidades?

-Me atrevería a jurar que nada tenía, que agradecerá la fortuna un momento antes de conocer a usted...

Lozano, asustado él mismo de sus palabras, se apresuró a añadir:

-Y en cuanto a mí, ¿por quién, señora, deberé preguntar mañana cuando vuelva a dar cuenta a usted del resultado de mi empeño?

-Puede usted preguntar por la condesa de Bari.

Y la dama tendió la mano a su libertador.

El joven posó en ella respetuosamente los labios, añadiendo:

-Adiós, señora condesa.

-Adiós, señor de Lozano.

Cuando algunos segundos después Felicísimo se encontró sólo en la calle y, por consiguiente, dejó de estar sometido a la magnética influencia de aquella seductora mujer, no pudo menos de preguntarse si el compromiso que acababa de contraer tenía sentido común.

¿A qué aberración del entendimiento, a qué fascinación de los ojos, a qué ilusión de los oídos había debido que por primera vez en la vida le arrastrase, el canto de una sirena, hasta el borde del precipicio en que sin conciencia, sin interés ni esperanza, iba a arrojarse de cabeza?

¿Por ventura, consistiría la explicación en que hasta aquel momento no hubiera escuchado la maléfica voz de la creación mitológica, inventada por el genio de la ironía para la perdición del hombre?




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Capítulo V

La hostería del valenciano en una de sus frecuentes noches de linternazo seco


-De todos modos -acabó por pensar Lozano-, el mal está hecho, puesto que media una palabra empeñada. No es cosa, por lo tanto, de perder estúpidamente el tiempo en discutir la conducta que habría debido seguir algunos minutos antes.

Felicísimo se dirigió a su posada, y encargó al plantón del portal que llamase a Cazurro, el cual, aunque vestido, roncaba en su cama con el éxtasis profundo del primer sueño.

El mozo se presentó a su amo restregándose los ojos.

-Abra el seor Cazurro las orejas, ya que tanto trabajo le cuesta abrir los párpados -dijo Lozano.

-La liebre que escucha el ladrido de un galgo, no está más despierta que yo -contestó Cazurro.

-En buen hora; vas a poner a contribución inmediatamente la indiscreción de los dependientes de la fonda hasta que averigües en qué punto de la villa se halla establecida la Hostería del Valenciano.

-No es necesario que proceda a ese interrogatorio.

-¡Ah! si tú lo sabes, no habrás sido un servidor inútil; pero serás todo un bribón.

-¿Por qué abriga mi amo suposición tan injuriosa?

-Porque la gente que frecuenta el tal figón no puede ser menos honrada.

-Me parece que no son incompatibles el conocimiento del infierno y el horror a sus calderas. Por mi parte, me atrevo a asegurar a mi señor que jamás he pisado esa Hostería.

¡Hum!... en fin ¿dónde está, pues?

-En Puerta Cerrada.

-Perfectamente; prepárate a ir a enseñármela con el dedo. Toma tu capa.

-Así lo haré.

-Y provéete de un estoque.

-¡Ah! -murmuró Cazurro, perdiendo mucho entusiasmo.

-¿Qué es eso?... ¿tendrías por ventura aversión a las armas?

-No afirmaré tal cosa; las armas son instrumentos nobles... Su uso es lo que ya no me seduce tanto.

-Porque careces de lógica; los utensilios que no se usan no tienen razón de ser. En marcha.

-Obedezco -respondió Cazurro saliendo del gabinete de su amo.

Durante este breve diálogo, Lozano cambió prudentemente de casaca y se echó la capa sobre los hombros.

Acto continuo descendió al piso bajo para promover la actividad de Cazurro.

Al pie de la escalera, sin embargo, vio con satisfacción que ya le esperaba el bravo mozo envuelto en su capa y apoyando la siniestra mano en la guarnición de un negro espadín, arma préstamo del despensero, de la cual se servía éste para pinchar las ratas que se extralimitaban de la bodega.

Los dos expedicionarios se encaminaron a la Puerta del Sol, siguieron las calles de Carretas y de la Concepción Jerónima, y cruzando las de Toledo y Latoneros, desembocaron en Puerta Cerrada, triste y sombría como boca de lobo.

Cazurro condujo a su amo delante de un portal mal alumbrado por un farol de vidrios rojos, y dirigiendo los ojos a una muestra ilegible, colocada sobre el frontón, dijo a media voz:

-Esta es la Hostería que mí señor buscaba.

-Prepárate entonces a pisarla por la primera vez en tu vida; pero por lo que pudiere ocurrir, bueno será que tomes la precaución de entrar con el pie derecho en tan honrado establecimiento.

Lozano, embozado en su capa y con el sombrero en las cejas, penetró en una estancia cuadrilonga, en el fondo de la cual, tronaba detrás del mostrador el dueño de la Hostería como un magistral en su cátedra.

A la sazón sufrían sus filípicas en el dialecto del reino a que da nombre la ciudad del Cid dos dependientes de distinto sexo, que subían y bajaban botellas por la escotilla del cueva. Felicísimo se enteró de todos los detalles de la localidad con el único ojo que llevaba fuera del embozo.

La habitación tenía dos puertas, además de la que daba ingreso desde la calle. La primera, indicada por una cortina de percal de los colores nacionales, se hallaba situada a la derecha; la segunda se abría en el fondo al lado del mostrador.

Con el paso misterioso del embozado de Córdoba, Lozano se acercó a la puerta de la cortina, y entreabrió uno de los pliegues de ésta.

Al otro lado se extendía un espacioso comedor ocupado por doce o catorce personas, entre las cuales había algunas mujeres, a pesar de lo avanzado de la noche.

La excrutadora mirada del joven examinó todos los rostros uno por uno. Los hombres de la calle de la Reina no se encontraban en aquel sitio.

Del examen de las personas, Felicísimo pasó al de las cosas. El comedor no tenía otra puerta que la de la cortina. En la pared de la fachada, brillaban las vidrieras de dos rejas con celosías, y en la parte alta del tabique opuesto, se abría una ventana a la manera de montante de puerta, con objeto sin duda de dar luz al aposento contiguo.

Terminado el estudio de la topografía, Lozano se encaminó hacia el mostrador, donde el hostelero, punto menos que estupefacto, por los extraños procedimientos del embozado, parecía indeciso acerca de la elección de la primera palabra que la situación requería.

El joven bajó el embozo y dijo al hostelero con la más cortés de las sonrisas:

-¿Tiene el excelente establecimiento de usted algunos gabinetes reservados?

El interpelado cambió la severidad de su entrecejo por otra sonrisa vaciada en el mismo molde que la de Felicísimo.

-Uno de todo punto independiente puedo ofrecer a usted -contestó.

-¿Sólo ese existe? -insistió el joven.

-Sólo ese -repitió el hostelero algo humillado al tener que reconocer que no era mayor la amplitud de un establecimiento calificado de excelente por el caballero.

-Está bien; necesito celebrar una conferencia interesante con cierta persona, y ruego a usted que me franquee el aposento en cuestión.

-En el acto... ¡Vicenteta! ¡Un quinqué al reservado!

-Y que sirvan en él a este mancebo una botella de moscatel -añadió Lozano.

Mientras el hostelero tomaba en su anaquelería el objeto pedido, Felicísimo dijo rápidamente al oído de Cazurro:

-Toma posesión del gabinete y no consientas la instalación en él de ningún intruso.

Cazurro, precedido de Vicenteta, que llevaba el quinqué encendido en una mano, y una bandeja con botella y vasos en la otra, desapareció por la puerta inmediata al mostrador.

En cuanto a Lozano, prosiguió diciendo al hostelero con aire obligador:

-Voy a tomarme la libertad de solicitar de la cortesía de usted una pequeña información.

-Disponga el caballero de la buena voluntad que para servirle tiene Jaime Sanchís.

-¿Conoce el señor Sanchís a dos sugetos cuyo aspecto es el siguiente? El primero, tiene elevada estatura, color encendido, cara ancha, boca más ancha todavía; y gasta sombrero redondo gris. El segundo, apenas pasará del hombro del anterior, posee poblada barba negra y usa chupete con relucientes botones de acero...

-Los individuos que usted me describe se parecen como dos gotas de agua a Tragaldabas y al Barbut.

-¿Acuden con frecuencia a la Hostería?

-Con más de la que sería de apetecer... Y perdóneme usted si son amigos suyos.

-Perdonado; ¿no carecen del defectillo de ser algún tanto propensos a promover escándalos... eh?

-¡Oh! tienen un vicio mil veces más execrable que ese; son malos pagadores.

-La imperfección, en efecto, no puede ser más vituperable. ¿Qué último servicio es el que usted les ha fiado?

-El almuerzo de esta mañana.

-¿Teme usted que también le adeuden esta noche la cena?

-Si llegan a venir es poco menos que seguro.

-Gracias mil por sus confidencias, señor Sanchís. Sírvase usted disponer que me lleven una botella de cerveza al comedor.

-¡Al comedor! -preguntó el hostelero con cierta sorpresa.

-Eso he dicho.

-¡Ah! ¿El señor caballero se propone esperar en un punto concurrido para que las distracciones que ofrece aguijen menos la impaciencia que siente?

-¿Por acaso estaría prohibido?

-En manera alguna; sólo que...

Sanchís dio una vuelta al pañuelo qué le ceñía la cabeza, y pareció experimentar esa perplegidad que precede a las observaciones espinosas.

-Vamos; ¿qué es ello? -repuso Felicísimo.

-La verdad... quisiera evitar al señor caballero cualquier motivo de disgusto.

-¡A mí! ¡vive Dios!¿Y qué motivo puede ser ese?...

-Pues... el sombrero de tres picos que lleva. La gente de este barrio está a matar con Esquilache, y con sus bandos.

-¡Ah! ¡Bah! si no se trata más que de eso, tranquilícese el buen hostelero. El mismo caso hago yo de Esquilache que de los asnos que presuman que si me visto de esta o de la otra manera, es por atenerme a las ordenanzas del marqués.

-Sin embargo...

En aquel instante, merced a un casual movimiento de cabeza, advirtió Lozano que a su espalda, uno de los mozos de la Hostería, le estaba señalando con los índices de ambas manos los cuernos del sombrero, sin duda por hacer gracia a Vicenteta, que pugnaba por contener la risa.

El rayo no es más rápido en sus efectos.

-¡Gaznápiro! -exclamó Felicísimo.

Y administró tan vigoroso puntapié al bufón, que éste fue rodando hasta la abierta trampa de la cueva, y desapareció de la escena dando tumbos por la escalera abajo con un estrépito que podía hacer temer que no le quedase hueso sano.

Maese Sanchís, en el colmo del estupor, pudo tranquilizarse efectivamente con respecto a la expedición del caballero para arreglar sus asuntos personales; pero sin duda, esa misma facilidad de procedimientos, no debió parecerle una sólida garantía para la conservación del orden en la Hostería.

-¡La cerveza! -pronunció lacónicamente Lozano.

Y levantando la cortina de la puerta, pasó al comedor.

El refectorio del establecimiento, a pesar de que como hemos dicho no era de reducidas dimensiones, sólo tenía cinco mesas; pero la primera, de forma elíptica, colocada en el centro, podía bastar para el servicio de cuarenta personas. En los cuatro ángulos de la habitación había otros tantos veladores colocados a guisa de rinconeras.

De la parte central del techo del aposento pendía una lámpara de dos mecheros con reflector de hoja de lata.

Todos los concurrentes, eminentemente sociables por lo visto, se hallaban, instalados en la mesa redonda, si bien con desiguales intersecciones.

Felicísimo, dejándose guiar por su instinto, atravesó la estancia y fue a situarse en el velador más sombrío.

El bullicioso diálogo que animaba el comedor, sufrió una interrupción. Todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado.

Entre los circunstantes, sólo uno llamó la atención de Lozano. Era un hombre de capa de grana y continente pretencioso, que hablaba íntimamente al parecer, con otro de grandes bigotes.

Ambos individuos, por su parte, fijaron los ojos con insistencia en Felicísimo.

-Decididamente -pensó éste-, he producido en el prójimo rojo la misma impresión que él me ocasiona. Yo no sé qué recuerdo vago me está diciendo que yo he visto esa facha en alguna parte, y hasta que la he visto con la espada en la mano...

Pronto volvió a reanudarse el curso de las conversaciones particulares, y a subir al diapasón general; pero ciertas frases equívocas, que llegaron a los oídos de Lozano, le probaron que no era extraña su persona al objeto de algunos diálogos.

El de la capa de grana preocupaba a Felicísimo especialmente; porque, sin quitarle ojo, alternaba las significativas confidencias del hombre de los bigotes, con las burlonas intimidades de una princesa de la Morería; hablamos, por supuesto, de la plaza de este nombre, dama junto a la cual se hallaba sentado.

Lozano, con todo el fervor de que era capaz, que no nos atreveríamos a afirmar fuese mucho, rogaba al cielo que no viniese cualquier reyerta a comprometer el buen éxito del plan que había concebido.

En vez, sin embargo, de formar propósitos de prudencia, que era lo que en semejante caso habría ocurrido a otro carácter menos impresionable, lo único que se prometió a sí mismo, fue imponer el más severo de los castigos al miserable que tuviera la avilantez de introducir en los proyectos que acariciaba, una perturbación cualquiera.

Acababa de colocar un mozo el servicio de la cerveza delante del joven y de destapar la botella con sonoro taponazo, cuando uno de los concurrentes dijo con voz bastante acentuada para dominar el rumor general:

-Me parece señor don Eulogio, que pocos momentos antes iba usted a hacerme yo no sé qué manifestación; pero que por el mero hecho de ser suya, no puede menos de interesarme.

-En efecto -contestó el de la capa de grana con aire zumbón-; iba a decir a usted, que me alegro mucho de que no me guste el sombrero de tres candiles, porque si me gustase, me le pondría, y es una cosa que me revienta.

El éxito que estas palabras obtuvieron, no pudo ser más completo. En todos los extremos de la mesa estalló un coro de carcajadas, no siendo las damas las que menos parte tomaron en él, con sus atipladas florituras.

Lozano dio por supuesto que la cerveza que acababa de acercar a los labios iba a volvérsele veneno; pero no obstante, apuró pausadamente el vaso con la mayor abnegación y le dejó sobre el velador cuando el acceso de hilaridad general se hubo calmado.

Entonces, clavando la acerada visual en el de la capa roja, pronunció con acento vibrante:

-Señor mía, la peregrina manera que tiene usted de discurrir me ha inspirado otra análoga. Me felicito con alma y vida en este momento, de tener poca paciencia, porque si tuviera mucha, habría sufrido las impertinencias de usted, y ese sufrimiento sería capaz de producirme un cólico bilioso.

-¿Qué gallo cacarea en el rincón? -replicó el llamado Eulogio, poniéndose la mano sobre los ojos a manera de visera-; ¡es tan detestable el alumbrado que la economía de Sanchís nos dispensa!...

-Si usted no tiene suficiente luz para distinguir los objetos -añadió Felicísimo-, será porque padezca miopía; por mi parte, me basta y aún me sobra con la lámpara para ver que es usted un necio.

Eulogio debió convencerse de que con aquel adversario no podía haber combate de guerrillas, porque se puso en pie gritando:

-¡Ah! ¿sabe el del tricornio lo que hago yo con los insolentes?

-No -contestó Lozano imitando el movimiento de Eulogio-; pero en cambio sé lo que hago yo con los gaznápiros.

Y acercándose a la mesa redonda, cogió una gruesa botella de agua, y sin otro preámbulo la lanzó con mano vigorosa a la cabeza del hombre de la capa de grana.

Eulogio, que adivinó más bien que vio la acción de Lozano, bajó con rapidez la frente, y el terrible proyectil pasó por encima llevándose el sombrero por todo trofeo.

Pero si el oportuno movimiento de la cabeza de Eulogio evitó una situación trágica, fue la ocasión de una escena cómica.

Un mozo, que en aquel momento pasaba por detrás del agredido conduciendo majestuosamente una enorme fuente de pepitoria, recibió la botella en pleno servicio; y al romperse en mil pedazos ambos recipientes, se derramó poco menos que la totalidad del contenido sobre el cráneo del de la capa roja.

Difícil sería describir la estupefacción que experimentó el caballero al verse sometido a la acción de aquella catarata de alones, patas y pechugas, de líquidos grasientos y de cascos de loza y de vidrio.

Y como para colmo de desdicha, la especie que predominaba en el guiso hasta tocar los límites del abusó, era el azafrán; el rostro del pobre Eulogio se ofreció a todas las miradas como afectado de un violento acceso de ictericia.

En cuanto al mozo conductor de la pepitoria, había depositado suavemente las posaderas en el suelo, gimoteando entre mueca y mueca, sin duda con el objeto de hacer comprender a cuantos quisieran observarlo, que lejos de alcanzarle responsabilidad alguna en la catástrofe ocurrida, era tan víctima como el primero.

Eulogio, cegado por los arroyos que se desprendían de sus cabellos, había empuñado a tientas un cuchillo y un tenedor como si se propusiera trinchar al enemigo; pero el de los bigote por la derecha, y la dama por la izquierda, pugnaban por calmarle hablándole en voz baja y llevando la caridad hasta el punto de limpiarle de arriba a abajo con los pañuelos de bolsillo.

Jaime Sanchís, atraído por el estrépito, se ocupaba en levantar al dependiente y en exigirle la explicación del acontecimiento.

Cuando Eulogio pudo por fin utilizar sus ojos, halló a dos pasos delante de sí al del tricornio con la siniestra mano en la empuñadura de la espada, la diestra en la cadera y la mirada centellante.

-Supongo, caballero, que no me negará usted una reparación -rugió rechinando los dientes.

-¡Pardiez!-contestó Felicísimo.

-¿Conoce usted el Tejar de la Jara detrás de la tapia del Retiro?

-Dé usted por supuesto que le conozco.

-Pues bien; a las nueve de la mañana esperaré a usted allí con un amigo.

-Pactado.

-Procure usted no olvidar el punto de la cita...

-¡Bah! -murmuró Lozano con la más insolente de las sonrisas.

-¡Y cuidado con la puntualidad, señor mío!...

Por esta vez, un monosílabo hubiera parecido demasiado a Felicísimo. Se encogió de hombros, volvió la espalda a Eulogio y se encaminó de nuevo hacia el velador.

Luego que Eulogio no pudo cruzar su mirada con la de Felicísimo, la fijó en sí mismo. El estado en que el desventurado caballero se encontró, le colmó de vergüenza.

El traje entero que vestía, se asemejaba a una carta geográfica; y el olor que despedía podría ser muy apetitoso para un individuo que estuviese en ayunas, pero era nauseabundo para otro cualquiera. Permanecer un instante más en aquel sitio, equivalía a dar el último golpe a la propia dignidad.

El de la capa antes de grana se encasquetó el chambergo. Y salió furioso del comedor, acompañado del bigotudo compañero; el cual proseguía frotándole por el camino con el pañuelo, lienzo que en el grado de saturación a que había llegado, más era la grasa que ponía que la que quitaba Felicísimo se instaló otra vez en su mesa, dirigiendo a los circunstantes la mirada que dirije el oso a los que se acercan a la gruta donde tiene los cachorros.

Afortunadamente no se vio en el caso de afrontar por entonces otra provocación, porque los pobladores del comedor le observaban de reojo sin duda con la buena voluntad que los ratones de la fábula dispensaban al gato; pero ninguno se encargó por un acto expontáneo de la espinosa misión de colgarle el cascabel.

Pocos minutos después del episodio referido, la cortina de la puerta abrió paso a un nuevo personaje.

Lozano se envolvió mejor en su capa y se bajó el sombrero. Acababa de reconocer al fugitivo de la calle de la Reina, o sea al Barbut de Jaime Sanchís.

El recién venido abarcó con su visual toda la estancia, y fue a situarse en el velador opuesto al de Felicísimo, declinando al paso el honor a que algunos conocidos le invitaban de colocarse a su lado en la mesa redonda.

El Barbut llamó con dos puñetazos, y se hizo servir un frasquete de bala rasa. La ostensible preocupación que le dominaba, el aislado sitio que eligió, y la insistencia con que clavaba en la puerta la extraviada vista, probaban a Lozano que aquel hombre no aparecía de motivo fundado para esperar a alguno.

Como el Barbut había visto caer a su compañero, la idea inspiró a Felicísimo una vaga inquietud; pero le afirmó en el ánimo el propósito de imitar al tunante en su expectación.

El motivo que el joven sospechaba existía realmente. El Barbut, después de su fuga por la calle de Hortaleza, siguió la de las Infantas, torció por la de San Jorje, y volvió a aparecer en la de la Reina. Como Tragaldabas no estaba en el punto donde dio la caída, era evidente que no había tardado en levantarse, poniéndose a buen recaudo.

A no hacer patente otros signos el exceso de absorción moral del último concurrente, lo habría revelado su falta de absorción física. El frasquete, en efecto, permaneció, no sólo intacto, sino olvidado por espacio de un cuarto de hora.

La expectación del Barbut fue coronada al cabo por el éxito. En el marco de la puerta se dejaron ver las acentuadas formas del hombre del sombrero gris.

Tragaldabas se encaminó a la mesa donde distinguió a su compañero. Era siempre el mismo tagarote rudo, enérgico, repulsivo que Lozano conocía: solamente tenia menos color en el rostro, y en el paso menos firmeza.

Los dos camaradas se engolfaron en un diálogo íntimo, frío y reposado en los primeros momentos; pero que progresivamente fue creciendo en animación.

La considerable distancia que separaba los veladores, y el bajo tono en que se sostenía la conversación, impedían que llegase frase alguna a los oídos de Felicísimo; pero los ojos de éste, asestados por entre la capa y el sombrero como dos falconetes en batería, no perdían el menor detalle en punto a gesticulación y movimientos de los interlocutores.

Llegó un momento en que Tragaldabas sacó del bolsillo del pecho una escarcela negra de argentinos reflejos, sepultó en el fondo de ella la garra y extrajo un papel.

Lozano, que durante algún tiempo no respiró a sus anchas, exhaló entonces un profundo suspiro que le desahogó los pulmones.

El papel comenzó a sufrir un extraño manejo por parte de los poseedores. Felicísimo supuso que aquel par de bergantes buscaba el medio de abrir el billete de la manera menos perceptible.

En lo más interesante de la manipulación, dos de los concurrentes a la mesa redonda, que se habían levantado, eclipsaron a Lozano el grupo que expiaba.

Bien puede asegurarse que aquella situación fue para el joven una de las más críticas de su vida. Escasamente le faltaron dos dedos para levantarse como un león, coger las cabezas de los importunos, romperlas la una contra la otra, y meterlos a ambos a puntapiés debajo de la mesa.

Sin embargo, la luz de la reflexión, que siempre vela en el fondo del ánimo por impetuoso que sea, inspiró a Felicísimo el pensamiento de que el remedio no podía menos de superar en gravedad a la misma dolencia, y llevó la longanimidad hacia aquellos desventurados, hasta el punto de resistir a la violencia de la tentación. Es verdad que fue a costa de fulminar sobre ellos una maldición mental tan tremenda, que si les hubiera caído podían tenerlos sin cuidado todas las correcciones humanas incluso la del descuartizamiento.

Al fin el obstáculo desapareció en parte. Uno de los interpuestos tuvo la feliz ocurrencia de sentir sed, y se acercó a la mesa para satisfacerla. A la sazón se ocupaba Tragaldabas en volver a guardar la carta en la escarcela. Cuando estuvo cerrado el broche, sepultó continente y contenido en el mismo bolsillo de donde salieron.

Felicísimo poseía todos los datos necesarios; había llegado el momento de resolver el problema.

Con la naturalidad más perfecta dejó el joven su asiento, y cuidando de no ofrecer otra cosa que el cerviguillo a las miradas que pudieran partir del velador opuesto, atravesó el comedor, y salió a la estancia del despacho.

El hostelero saludó la aparición de Felicísimo con un involuntario movimiento de satisfacción. Hubiérase dicho que mientras el del tricornio estuviera en el comedor, no le llegaba la camisa al cuerpo.

Lozano se acercó al mostrador, y dijo con aire jovial:

-Voy a ver si por esta noche evito al señor Sanchís la contrariedad de fiar la cena a Tragaldabas.

-El señor caballero puede estar seguro de que me prestaría un servicio en cambio del que me ha roto -contestó el hostelero.

-He de merecer de su bondad -prosiguió Felicísimo-, que se acerque usted a la mesa de Tragaldabas y el Barbut, y diga al primero, que una persona que no ha podido resistir a la impaciencia de recibir esta noche noticias suyas, desea conferenciar con él a solas en el gabinete reservado.

-Será complacido el caballero.

-Ni una palabra más...

-Muy bien.

-Ni una palabra menos.

-Me atendré al tenor literal.

-Si Tragaldabas le pide noticias acerca de la persona en cuestión, el señor Sanchís se encastillará en la absoluta reserva que su posición social le impone, y se negará a entrar en todo género de explicaciones sobre el particular.

-Perfectamente.

-Es necesario que la discreción de maese Sanchís llegue hasta el punto de que ni siquiera deje traslucir si se trata de un caballero... o de una dama...

-¡Ah!

-¿Ha comprendido usted?

-Sin duda.

-Pues manos a la obra. ¿Cuál es la dirección del cuarto reservado?

-Pasadizo lateral, segunda puerta de la derecha.

Lozano dio tres pasos, y se detuvo volviendo la cabeza.

-Una ligera observación -repuso-, no quiero ocultar al señor Sanchís que si en el desempeño de la misión que le confío comete la más pequeña inconveniencia, dejamos de ser amigos ¡vive Dios!

Tan siniestra fue la llama destellada por los ojos del joven, que el hostelero se apresuró a protestar:

-Puede estar tranquilo el caballero; no discreparé en un ápice de sus instrucciones.

Felicísimo prosiguió entonces su camino con arreglo al itinerario de Sanchís, y abrió la puerta del gabinete donde Cazurro saboreaba la sesta copa de su botella de moscatel.

El primer cuidado de Lozano consistió en hacerse cargo de los detalles de la localidad.

El gabinete sólo tenía una puerta: los muebles estaban reducidos a una mesa central de no pequeñas dimensiones, y a media docena de sillas: en cuanto a luz diurna, únicamente la recibía cansada a través de los cristales de una elevada ventana interior tan idéntica a la del comedor, que no podía menos de ser la misma.

El caballero dijo a su lacayo:

-Voy a recibir en este momento la visita de un bribón; y como tu presencia pudiera alarmarle, cuando no retraerle, conviene que te ocultes.

Cazurro paseó la mirada por la estancia, tan desnuda de todo objeto utilizable como una llanura de la Mancha.

-Observo -añadió Felicísimo-, que no te fijas en lo único en que debieras fijarte, lo cual no habla muy alto en favor de tu imaginación. Acomódate debajo de la mesa.

-¿Será larga la entrevista? -aventuró tímidamente el mozo.

-Imagino que no: soy poco amigo de perder el tiempo. Además, te permito que te des a luz en un instante crítico...

-¿En qué signo podré conocer que ha llegado ese instante?

-En la pronunciación de uno de mis apóstrofes favoritos.

-Por ejemplo...

-La palabra ¡gaznápiro!

-La conozco.

-Te encargo, sin embargo, dos cosas.

-La primera...

-Que no te vayas a exhibir por delante de mi interlocutor.

-Y la segunda...

-Que tu súbita aparición en la escena no se asemeje a la solemne y rígida de la estatua del Comendador. Por el contrario, será de utilidad innegable que no te apresures en manera alguna a abandonar la posición del cuadrúpedo.

-Comprendido.

Un ruido de pasos, que resonó en el pasadizo hizo cesar el diálogo. Felicísimo señaló la mesa con el índice, y Cazurro desapareció como por ensalmo.

Los pasos que Lozano escuchaba con atención, no eran de una sola persona. ¿Acompañaría Sanchís a Tragaldabas? ¿Sería que el Barbut no quisiera separarse de su camarada por prudencia o por desconfianza?

El joven frunció el entrecejo, y ocultando el rostro en el embozo, se dirigió a la puerta con aire resuelto.

Un golpe seco resonó en la tabla de encina.

-¡Adelante! -pronunció Lozano.

La hoja de la puerta giró sobre sus goznes y Tragaldabas entró en el gabinete.

Felicísimo aprovechó un momento de indecisión, que pareció experimentar la persona que seguía al hombre del sombrero gris, y volvió a cerrar la puerta que era sólida, corriendo su cerrojo interior.

El misterioso aspecto de Lozano y su significativa precaución llevaron el recelo al ánimo de Tragaldabas.

-¡Qué quiere decir esta mascarada! -exclamó:- el carnaval ha pasado hace un mes ¡voto al firmamento!..

-El antifaz caerá en breve -contestó Felicísimo, volviéndose hacia Tragaldabas, y desembarazándose del embozo:- como usted ve, se encuentra en presencia de un conocido.

-¡Ah!.. -pronunció Tragaldabas estupefacto:- ¡se trataba de usted!

-Precisamente: se trataba del hombre con quien hora y media antes ha tenido usted que entenderse en la calle de la Reina.

La oleada de sangre, que subió a la cabeza de Tragaldabas, reveló que el inesperado acontecimiento había sacado del arzón de la serenidad a aquel experto ginete.

-Según eso -articuló, apretando los puños-, viene usted a proseguir aquí su querella...

-No: si el señor Tragaldabas no se dejó caer del modo menos incómodo posible con el objeto de escurrir el bulto, debe tener en esta o en la otra parte de la piel alguna ligera solución de continuidad que privaría de igualdad a la partida.

-Tragaldabas, puesto que usted conoce ese nombre de guerra, no es hombre que se haya valido nunca de semejante género de supercherías.

-He ahí un escrúpulo que seguramente no tendría yo, tratándose de gentes de la estofa de usted.

-En fin, para alguna cosa expía usted mis pasos...

-Sin duda, tengo la pretensión de que me entregue usted la escarcela y la carta que ha sustraído a su dueña.

Los labios de Tragaldabas dibujaron una sarcástica sonrisa.

-¡Bah! -contestó- ¡eso es imposible!

-¡Cómo qué es imposible! por el contrario, nada existe de más fácil ejecución. El señor Tragaldabas no tiene que hacer otra cosa que sepultar la mano derecha en el bolsillo izquierdo del pecho, y alargarme el objeto pedido.

Y el dedo índice de Lozano, amenazador como su hoja toledana, señalaba con matemática exactitud a la distancia de una cuarta, el punto donde estaba el bolsillo en cuestión.

Tragaldabas exasperado, llevó la mano al cinto.

-¡Cuidado con las armas! -añadió Felicísimo:- no puede usted haber olvidado todavía que en el manejo de la espada no está a mi altura.

-¡Por eso no será la espada la que esgrima! -respondió con siniestra expresión el del sombrero gris.

En efecto, instantáneamente brilló en su puño un agudo cuchillo.

Pero Lozano, que era todo ojos, sujetó en el acto con la mano izquierda la armada diestra de Tragaldabas, exclamando:

-¡Ah! ¡miserable gaznápiro!

A continuación, con la mano que le quedaba libre empujó a Tragaldabas por el pecho con irresistible violencia.

El hombre del sombrero gris quiso dar dos pasos atrás para no perder el equilibrio; pero entonces le ocurrió el mas extraño de los sucesos: un cuerpo redondo, que a la manera de banquillo se le había colocado a la altura de las corvas, impidió que las piernas pudieran ejecutar el movimiento calculado; y después de permanecer un instante, formando con el horizonte un ángulo de cuarenta y cinco grados, se vio en la imprescindible necesidad de caer sobre el pavimento boca arriba, con tanto detrimento de la cabeza como de las costillas.

Merced a tan imprevisto accidente, Lozano había arrancado a Tragaldabas el puñal sin gran esfuerzo.

-¡Dame la escarcela! -dijo apoyando la rodilla en el pecho, y la punta del cuchillo en la garganta del vencido adversario.

-¡Mátame! -balbuceó con ronca voz Tragaldabas en el colmo de la desesperación.

-¡Ah bandido! abusas de tu posición, porque estas leyendo en la lealtad de mi mirada que no soy capaz de asesinar a un hombre indefenso. Está bien: sufre la última humillación ya que lo has querido... ¡Cazurro! sujeta los brazos de tu víctima; pero firme, porque es forzudo.

El lacayo ejecutó el precepto de su amo al pie de la letra.

Felicísimo, entonces entreabrió el traje de Tragaldabas, extrajo la escarcela de la condesa, y la trasladó a la cartera de la casaca.

Cuando el del sombrero gris se vio despojado, reunió todas sus fuerzas para gritar:

-¡Barbut!

-¡Héme aquí! -contestó desde el pasillo el apelado, agitando la puerta con energía.

Tragaldabas continuó:

-He caído en un lazo del hombre de la calle de la Reina... Atranca la puerta por fuera para evitar que huya... Corre al comedor... Dí a Ordóñez, Martín y Jareño que acaba de ser robado... Volved todos juntos... Echad entonces la puerta abajo, y salvadme...

-¡Oh! canalla... -dijo Cazurro enarbolando el puño sobre el cráneo de Tragaldabas.

Lozano le detuvo.

-Acude a la puerta -pronunció-, quita el cerrojo, y empuja con fuerza.

Cazurro cumplió el triple precepto; pero en vano apoyó el hombro en la tabla y arremetió como un toro. El Barbut había desempeñado su encargo con toda conciencia y el portón resistió.

-¡Es inútil! -repuso el pobre mozo-; debe haber barra exterior.

-Bien -añadió Felicísimo-, echa de nuevo el cerrojo, y ven aquí.

El lacayo no tardó en estar al lado de su señor.

-Apodérate del asador de Tragaldabas -prosiguió Lozano, siempre con la rodilla sobre los sofocados pulmones del caído.

Cazurro soltó el broche del cinturón, y cargó con él y con la espada.

-A hora coloca la mesa bajo la ventana.

El mozo comenzó por ajustar a su talle el cinto de Tragaldabas para quedarse con las manos libres, y llevó después la mesa hasta el tabique.

-Pon una silla sobre la mesa.

El lacayo obedeció, eligiendo la silla más sólida.

-Encarámate sobre tu maquinaria; abre la vidriera de la ventana, y salta al otro aposento.

Hasta entonces había obrado Cazurro como un autómata; pero la última orden pareció hacerte reflexionar.

-¡Pronto! -gritó la voz de Lozano, vibrante como un latigazo.

Perfecto Cazurro exhaló un suspiro, trepó hasta la silla, y abrió la ventana.

Apenas asomó la cabeza, la retiró asustado.

-¡Qué vacilación es esa! -exclamó Felicísimo.

-¡Ah! señor... -balbuceó el mozo:- la altura es mucha, y la gente innumerable...

-¡Tunante!.. -rugió Lozano levantando la mano armada con el puñal de Tragaldabas.

El desventurado Cazurro temió ver convertido en arma arrojadiza el terrible cuchillo, y llevó el heroísmo hasta el punto de poner los pies sobre el marco, y dar el salto mortal.

Al decidirse el mancebo a descender del olimpo de la Hostería, había calculado que la caída sería menos peligrosa, dividiéndola en dos etapas: en su consecuencia, se impulsó hacia el centro de la mesa redonda del comedor en la primera trayectoria.

Pero con lo que Cazurro no contaba, era con la lámpara suspendida del techo, la cual fue arrebatada por la contera de una de las dos espadas en su raudo vuelo.

El artefacto del alumbrado acompañó estrepitosamente al mozo en su desplome, y la habitación quedó en la oscuridad más completa.

En el momento en que Lozano vio desaparecer a Cazurro soltó a Tragaldabas, brincó sobre la mesa con la agilidad de un cuadrúmano, ganó la ventana, y se descolgó al otro lado.

El primer objeto que tropezó con los pies fue la parte anterior de un tórax abundantemente provisto de carnosidad y el primer eco que le hirió los oídos consistió en el penetrante grito de una mujer.

Por una hipótesis peor o mejor fundada, podía creer Felicísimo que se hallaba en el comedor; pero el tal aposento sólo le ofrecía a la inteligencia y los sentidos la imagen del caos en toda su espantosa confusión.

A las carreras inconscientes sucedían los choques imprevistos; a las quejas contestaban los juramentos; al estruendo grave de los muebles rotos se mezclaba el agudo ruido de la vajilla pulverizada. Si el infierno tiene en el mundo sucursales, la Hostería del Valenciano debía ser en aquel momento uno de esos satánicos establecimientos.

Lozano procuró reconstruir en su imaginación la topografía de la localidad valiéndose del único dato que tenía al alcance de la mano en la acepción propia de la frase; esto es, calculando por la dirección de la pared. En el sitio que el recuerdo le designaba divisó en efecto una tenue claridad difundida a través de la cortina que cubría la puerta de comunicación con la tienda; pero sobre aquel fondo, relativamente luminoso, se destacaban las movibles sombras interpuestas de algunos hombres que agitaban frenéticos armas los unos, sillas los otros.

Los cuerpos nunca habían sido para Felicísimo un obstáculo serio; mucho menos debían serlo las sombras.

El joven puso mano a la espada, y precedido de su despejador molinete, se lanzó en la dirección de la puerta con la impetuosidad del huracán.

Los alaridos se elevaron al quinto cielo; las caídas se reprodujeron; los golpes menudearon.

Lozano sintió caer con violencia sobre su pie izquierdo un banquillo venido de no se sabe qué punto del espacio; pero nada bastó a detenerle. El vertiginoso impulso inicial le hizo atravesar comedor y tienda en menos tiempo del que hemos empleado para decirlo, y se encontró en la calle sin tener él mismo plena conciencia de cómo ni por dónde.

Diez pasos más arriba, un hombre que tenía en cada mano una espada desnuda, le gritó con acento apremiante.

-¡Por aquí, mi señor!

Era Cazurro.

-¡Ah! ¡el muy bergante! -murmuró Felicísimo:- ¡y yo que abrigaba el escrúpulo de que alguno de mis reveses le hubiera desgarrado la librea!

El lacayo se apresuró a servir de batidor a su amo hasta doblar la esquina de la calle de Toledo. Allí se detuvo sorprendido por la lentitud con que Lozano le seguía; y la sorpresa se cambió en inquietud cuando observó que cojeaba.

-¡Cómo! señor... -dijo acercándose- ¿por acaso estaría usted herido?

-No, Cazurro; pero estoy contuso. En aquella caverna no era posible ver venir ningún golpe... Envaina ese arsenal, ¡poder de Dios! a ningún transeúnte de los que podamos encontrar le hace falta saber que acabamos de andar a linternazos.

Mientras Cazurro enfundaba sus trinchantes, Felicísimo maldecía. El dolor que experimentaba en el tobillo se acentuaba por grados de un modo alarmante.

-¡Mil centellas!.. -exclamó furibundo:- préstame tu brazo o tengo que quedarme aquí como una grulla... ¡Maldito si comprendo para lo que pueden servir las piernas humanas si no son capaces de resistir un silletazo!

Cazurro ofreció el brazo derecho a su amo. Merced a este apoyo y a la indomable energía de una voluntad de hierro, pudo subir el caballero los escalones del arco de la Plaza Mayor.

-He aquí un incidente -pensaba Lozano-, que resuelve el problema relativo a la mayor o menor conveniencia de ver en esta misma noche a la condesa. No hubieran ofrecido el más pequeño obstáculo un puntazo en el pecho y una libra de sangre menos en el torrente circulatorio: por el contrario, la falta de ese líquido presta al rostro una palidez interesante. Pero; ¡quién se presenta renqueando en el estrado de una dama hermosa! Antes me aspan que cometer semejante atentado de leso amor propio. La mirada con que pagasen mi servicio los incomparables ojos de mi sirena, palidecería mil veces ante la sonrisa que podrían determinar en los coralinos labios mis ridículas contorsiones.

Felicísimo se detuvo delante de la botica del Buen Suceso, echó mano a la bolsa, y dio un duro a Cazurro, ordenándole que pidiera un frasco de tintura de árnica montana.

El mozo aporreó tan gentilmente la puerta con la sólida empuñadura del espadón de Tragaldabas, que triunfó del sueño del practicante, y obtuvo el producto demandado.

Al volver presentando la botella a Lozano, éste repuso:

-Está bien: procura que no falte nunca en tu ajuar ese precioso alcoholato. Ten entendido que cuando se sirve a un hombre de mis prendas es un artículo de primera necesidad.

Lozano prosiguió su camino por la calle de Alcalá, para él vía de amargura en aquella ocasión; y disfrutó por fin el beneficio de poder descansar en el más cómodo de los sillones del aposento de la Fonda de Levante.

Allí descalzó el pie izquierdo y a la luz de la palmatoria que acercó Cazurro, examinó la contusión.

La inflamación muscular había adquirido el suficiente grado de desarrollo para impedir la percepción del tobillo; pero ni la equimosis era extensa ni cuantiosa la sangre extravasada.

Felicísimo diluyó en agua la conveniente cantidad de tintura, y se instaló en el lecho, encargando a Cazurro la renovación de las primeras compresas cada cuarto de hora.

Después dirigió una invocación a Morfeo y entornó los párpados.

La preocupación, sin embargo, de que aquel miserable magullamiento pudiera impedirle al día siguiente acudir al doble compromiso que había contraído con el procaz paladín de la Hostería del Valenciano, y con la dama de la calle de la Reina, le hizo descargar un tremendo puñetazo sobre la mesa de noche, exclamando:

-¡Truenos y rayos!.. Daría cualquier cosa por conocer al gaznápiro que ha ocasionado todo el daño, apagando la lámpara del comedor!..

Instantáneamente Cazurro, que estaba en su segunda compresa, se juro a sí mismo sepultar el secreto en el pliegue más recóndito del corazón hasta la consumación de los siglos.




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Capítulo VI

Donde Ayala acepta la responsabilidad de un escrúpulo de conciencia de Lozano


Calculaba Felicísimo que escasamente habría dormitado algunos minutos, cuando entreabriendo un ojo encontró inundado el aposento por la explendente luz de un hermoso día.

Esta circunstancia, el trabajo que le costó levantar el otro párpado y el sopor general que embotaba lo mismo el movimiento de los miembros del cuerpo, que la actividad de las facultades intelectuales, le hicieron temer que el sueño hubiera sido más profundo de lo que creía.

La primera idea que clara y concreta se ofreció a la imaginación del joven, fue el estado de su pie. En el acto dobló la pierna, y llevó la mano al extremo inferior de la tibia.

La hinchazón no había disminuido sensiblemente; pero Felicísimo observó con una satisfacción indescriptible que todos los tejidos resistían la presión de los dedos sin hacerle experimentar el más leve dolor.

Inmediatamente se sentó en la cama y puso el pie en el suelo. La sensación dolorosa permaneció ausente.

Faltaba intentar la última prueba. El joven abandonó el lecho, y dio una vuelta por la habitación: el resentimiento apenas fue notable.

A punto estuvo Lozano de estrechar contra su corazón el frasco de árnica que yacía sobre la mesa.

La lógica le condujo entonces por una gradación natural a otro orden de pensamientos; y abriendo vivamente la puerta llamó a Cazurro con acento potente.

El lacayo acudió.

-¡Qué hora es! -le preguntó Felicísimo.

-No tardarán en dar las ocho contestó Cazurro.

Lozano se tranquilizó.

-Un desayuno antes de cinco minutos -repuso.

-Mi señor se encuentra mejorado.

-Tu señor se siente capaz de aplicar la punta del pie izquierdo a todas las cacerolas del cocinero, a sus propias posaderas y a las de cuantos pinches le rodeen, si no te sirven en el plazo fijado.

Cazurro se lanzó fuera del aposento.

El caballero se avió deprisa cerciorándose al endosarse la casaca de que continuaba en ella la escarcela que contenía la carta de la condesa, y tomó en pie el café con leche y la tostada que el lacayo no tardó en llevarle.

En seguida salió de la posada.

No poseía seguramente la regularidad normal el paso de Felicísimo; pero como este no se sentía aquejado por dolor alguno, podía atribuir al temor de despertarle la ligera incertidumbre que reconocía en la locomoción.

Entre acudir a un duelo y a la cita de una dama, jamás dejó Lozano de dar la preferencia al empeño de honor. No había en aquel día de incurrir en la primera inconsecuencia, sobre todo, no siendo en manera alguna necesario, puesto que para ambas cosas debía sobrar el tiempo. Por otra parte, la hora más próxima era la señalada por el hombre de la capa de grana.

En su consecuencia, se dirigió al domicilio de Tristán de Ayala.

El gallardo mancebo dormía todavía; pero su ama de gobierno no opuso inconveniente a que Lozano le despertase.

El visitado sacó sus nervudos brazos de la cama para estirarlos a placer, y pronunció entre dos bostezos:

-¡Diantre! madrugador estás, Felicísimo.

-Por hoy ha habido necesidad -contestó Lozano-; y lo más triste es que vengo a rogarte que te des por incluido en mi ocupación matinal.

-¿Eh?... a ver, explícame eso.

-Tengo que ventilar un asunto en el Tejar de la Jara...

Ayala saltó del lecho y comenzó a vestirse.

-¡Cómo! -exclamó:- ¡tan pronto, voto a los once cielos! ¡Ah, Felicísimo, para ti no hay enmienda!

-Te juro...

-¿Qué vas a jurarme?

-Que desde que estoy en Madrid únicamente dos veces he puesto mano a la espada.

-¡Ah, desventurado! para dos días que llevas de residencia, ¡vive Dios! me parece que es muy suficiente.

-Tristán: déjate de representar el papel de diablo predicador, y acompáñame de buena voluntad.

-Ya ves que no voy a hacer otra cosa; pero conste que es protestando...

-Constará.

-Protestando contra el atrabiliario carácter que Dios te ha dado, y que pese a tus puños de hierro forjado, a tu corazón de león, y a tu agilidad de tigre, tarde o temprano ha de acarrearte, yo soy quien te lo digo, una seria perturbación en alguna de las más importantes partes de tu organismo.

-¡Bah! demasiado sabes que esa perturbación no sería ni la primera ni la décima.

-¡Hum!... ¿Quién es tu adversario?

-Pse: un majadero.

-¡Oh! ¡delicioso! ¿ignoras con quién vas a batirte?

-No hay tal ignorancia, puesto que te aseguro que es un majadero.

-Pero su condición, Felicísimo... ¡Quizá vas a cruzar la espada con un hombre indigno de ti!

-En cuanto a eso puedo afirmarte que su aspecto es el de un caballero.

-El hábito no hace al monje.

Lozano salió impaciente de la alcoba a la sala; y como en aquel irreflexivo movimiento prescindió de todo género de precauciones, se torció ligeramente el pie averiado, y vaciló un momento.

Ayala, que le seguía, dejó escapar una exclamación.

-¡Felicísimo! -dijo- ¿qué tienes en esa pierna?

-Una insignificante contusión.

¡Ah! ¿y piensas batirte hoy?

-¡Pues no!

-A ver: ponte en guardia.

-¡Qué puerilidad!

-¡Voto a las estrellas! ¡Te digo que te pongas en guardia!...

Felicísimo exasperado acabó por complacer a Tristán, procurando dar a la flexión de los muslos el habitual aplomo; pero el efecto de la reciente torcedura no había desaparecido por completo, y el joven no pudo menos de hacer una mueca.

-¡Ah, cuerpo de tal! -exclamó Ayala:- no te bates esta mañana.

-¡Cómo que no me bato!

-Como lo oyes.

-¡Antes se juntaría el cielo con ta tierra!

-Escucha, Felicísimo: ahora que estamos solos puedo decírtelo.

-¿Qué es ello?

-Siempre me has parecido un poco fanfarrón.

-¿Sí?... pues atiende, Tristán: ahora que nade nos escucha, me atrevo a hacerte esta confidencia.

-Veamos.

-En todo tiempo te he considerado algo deslenguado.

-¡Patarata!

-Peor para ti si así lo entiendes.

-Todo tu despecho no me obligará a secundarte en una imprudencia.

¡Tristán!

-Lo dicho: sólo me avengo a seguirte con una condición.

-¿Qué condición es esa?

-Que me dejes arreglar el asunto sobre el terreno.

-¡Sobre el terreno! -gritó Lozano, dirigiendo a Ayala una mirada terrible.

-¡Cáspita! de la manera que yo arreglo esas cosas,-repuso Tristán, -desembarazándote de tu contrario.

El furibundo rapto de Lozano terminó en una carcajada.

-Hubiera debido adivinarlo -pronunció:- lástima es que no cuentes con la aquiescencia de mi enemigo.

-¿Y por qué no he de contar?

-Porque creería perder en el cambio. Tu personalidad es más imponente que la mía.

-Sea la que quiera la imponencia de mi personalidad, te juro que a los dos minutos de diálogo, tu adversario opta por medirse conmigo.

-Tristán: hablando con formalidad, yo no sé por quién me tomas.

-Te tomo por lo que siempre has sido: el más testarudo de los aragoneses de tu familia, pasados, presentes y futuros, y el más intratable de los pendencieros.

Lozano se encogió de hombros.

-Todo eso está muy bien -dijo-, con tal de que cojas, la capa y me acompañes sin condiciones. El tiempo apremia.

-Te acompañaré, ¡voto a brios! porque no puedo abandonarte en las presentes circunstancias; pero no de la manera que me exiges. Te advierto, por el contrario, que llevo el zurrón lleno de condiciones mentales, y que me reservo la más omnímoda libertad de acción en vista dél curso de los sucesos.

Lozano se encaminó a la puerta sin contestar.

Ayala se ciñó la espada, tomó la capa y el chambergo, y salió detrás de Felicísimo.

Los dos jóvenes siguieron la dirección de la verja del Buen Retiro primero, y de la tapia después.

Durante el tránsito manifestó Felicísimo a Tristán que el punto de la cita era el tejar de la Jara.

No ocurrió a Ayala la menor observación desfavorable respecto a la localidad elegida; y como conocía perfectamente su situación, se encargó del itinerario.

El sitio designado por el hombre de la capa de grana no podía, en efecto, ofrecer objeciones. Prescindiendo de la habitual soledad que en el tejar reinaba, los ángulos entrantes y salientes de sus numerosas paredes, prestaban un abrigo seguro contra indiscretas curiosidades, a los que como nuestros jóvenes iban a ventilar uno de los negocios de la vida que exigen más tranquilidad, reserva y recogimiento.

Desde que pisó el terreno que había de ser teatro de la contienda, Lozano buscó con los ojos a su adversario. El flamante caballero únicamente se hacía notar hasta entonces por su ausencia.

-¡Con tal de que no nos haga esperar mucho! -murmuró con un gesto de impaciencia.

Ayala, que había ido tranquilizándose poco a poco al ver el gentil donaire con que su amigo movía los pies, repuso:

-Tanta prisa te corre ensayar con ese pobre diablo tu favorita semi-finta de tercera?

-Si con eso te propones tachar mi juego de amanerado, voy a darte un solemne mentís. Desde ahora me comprometo a no emplear semejante golpe.

-Harás muy mal, oh susceptible Pílades, a quien hoy parecen haber picado todas las malas moscas de la Fauna madrileña.

-No es que alimente el vengativo deseo que supones, sino que antes de las diez debo presentarme a una dama.

-¡Ah, pardiez! El símil es tan perfecto como tu lacayo. La tradición pretende que el Cid Ruy Díaz se comprometió a concurrir a la jura en Santa Gadea a las diez de la mañana, sin olvidar por eso que a las nueve tenía concertado un duelo.

-Tristán: si a mi me han picado malas moscas, a ti te han mordido emponzoñadas víboras: es la segunda vez que me llamas hoy baladrón.

-Pues no será por falta de correctivo en la primera.

-Eso prueba que eres incorregible.

-La reconvención no puede ser más donosa en tus labios.

-No conozco una discreción superior a la tuya.

-Yo si, ¡cáspita!, conozco la tuya. Hasta este momento ignoraba que entre tus cartas-credenciales hubiese alguna para la dama a que te refieres.

-Porque sólo poseo esa carta desde hace pocas horas.

-¡Guarda tu secreto, esfinge!

-¡Anda al diablo, procaz!

Felicísimo, cada vez más impaciente, comenzó a pasearse de arriba a abajo, interrogando con la vista todas las avenidas.

Tristán se sentó tranquilamente en un poyo, y para distraer el ocio, se dispuso a fumar un cigarro, previo el entretenido cuanto ingenioso experimento físico que pone el fuego en las manos del hombre, merced a la trinidad de la yesca, el eslabón y el pedernal.

El tiempo volaba que no corría, y el parroquiano de Jaime Sanchís no se dejaba ver.

-¿Qué hora será, Tristán? -pronunció Lozano en una de las ocasiones en que pasaba por delante del fumador.

-Te lo diría con geodésica exactitud, sí aún estuviera en mi bolsillo el reloj que hace seis meses garantiza un préstamo en casa del malsín usurero de la calle de las Salesas, contestó Ayala exhalando un hondo suspiro.

-¡Para lamentaciones de ese género estoy yo! Pero, en fin de algo ha de servirte el cálculo.

-Pues bien, presumo que más cerca han de estar las nueve y media, que las nueve.

-¡Condenación! -juró Felicísimo al ver corroborado su propio pensamiento.

El joven se sentó en un ribazo y se mordió una por una todas las uñas. Ayala recurrió por tercera vez a su eslabón; y el tiempo prosiguió su curso.

Cuando Lozano creyó que no podía menos de haber trascurrido media hora, se levanto furioso.

-¡Tristán! -gritó:- ¿has visto alguna vez un hombre dado a todos los demonios?

-Sin duda -respondió Ayala-; me he visto a mí mismo en cierta ocasión en que se burló de mí un matasiete, haciéndose tocar un interminable solo de contrabajo.

-¡Oh! pues en cuanto a mi perdonavidas, te juro que no recuerda nunca su gracia con otra risa que la del conejo; porque sé dónde adquirir noticias suyas en el acto, y apenas le eche la vista encima, le deslomo a palos.

-No seré yo quien trate de torcer la vara de tu justicia catalana.

-¡Mal haya la torpe mano que anoche no acertó a romperle la botella entre las dos cejas!..

-¡Amén!

-¡Mal haya el ganso que aceptó como buena la palabra de un rufián, y no contestó a su reto con siete docenas de puntapiés!...

-¡Mal haya sea! ¿Te has desahogado?

-No ¡mil rayos!

-Pues continúa; y cuando nada te quede que maldecir, sírvete manifestarme hasta qué hora hemos de permanecer en este sitio; porque no supongo que sea tu intención aguardar a tu contrario de sol a sol, como los paladines de la Edad Media.

-No esperaré un instante más.

-Enhorabuena.

-Ya que el bergante no me busca, buscaré yo al bergante.

-Que me place. Se puede imitar el ejemplo de Mahoma, sin ser de todo punto mahometano; dirígite, pues, a tu montaña si ya no es tiempo de pensar en tu hurí.

Lozano crispó los puños.

-Pero... suspende tu juicio, Felicísimo -añadió Ayala-; pudieras ser más afortunado que el Profeta; vuelve la cabeza a la izquierda, y observa si aquellos dos hombres que se acercan tienen algo que ver con el bergante de que hablabas.

Antes de que Tristán terminase, Lozano que se apresuró a tender la visual en la dirección indicada, había reconocido a Eulogio en uno de los dos individuos que se adelantaban hacia el tejar, no obstante la falta de la característica capa roja.

-¡Al fin! -murmuró.

-Más vale tarde que nunca -repuso Tristán al oír la conclusión de su amigo.

Los recién llegados avanzaron sin premura alguna hasta reunirse con los ocupantes del tejar, y les hicieron un cortés saludo.

Ayala contestó quitándose el sombrero. El rencoroso Lozano apenas llevó la mano al ala del suyo. En cambio, fue el más diligente para tomar la palabra.

-Me parece, caballero -dijo-, que anoche me aseguró usted que a las nueve en punto me esperaría en este sitio; y con efecto, usted ha sido el esperado, y por más tiempo del que tenía derecho a exigir.

-Siento por ustedes, señores -contestó Eulogio con ligera ironía-, que hayan sido los primeros en llegar al lugar de la cita, porque un texto santo proclama que los últimos serán los primeros.

-¿Los primeros en qué? -replicó Felicísimo llevando la expresión de la extrañeza hasta la caricatura.

-¡Pardiez! En obtener la bienaventuranza.

-¡Ah! ¡Pese a sus pecados! ¡Según eso se da usted por muerto!...

Tristán soltó la risa, a pesar de que él mismo reconocía que era una inconveniencia.

Eulogio volvió el rostro hacia su compañero, que no era otro que el bigotudo de la Hostería, como invitándole a llamar al orden al risueño; pero el de los mostachos se contentó con atusárselos.

-Señor mío -dijo Eulogio a su enemigo-; anoche podían tener alguna disculpa esas bravatas; pero un momento antes de tirar de la espada son soberanamente ridículas.

-No existen semejantes bravatas -respondió Lozano-; lo único que hay, es que mi persona parece destinada a encender la sangre de usted. Ayer le escaldé con una salsa y hoy le quemo con una frase.

-Adelante, Arias -repuso Eulogio, dirigiéndose a su testigo.

Arias y Ayala avanzaron algunos pasos, y en poco más de un minuto se pusieron de acuerdo.

Todas las condiciones quedaban reducidas a que mientras los contendientes pudieran manejar el acero, no cesaría el combate a menos que cualquiera de ellos se diese por satisfecho.

A continuación los testigos partieron el sol, según la expresión sacramental, y colocaron a los adversarios a ocho pasos uno de otro.

Los dos contrarios desenvainaron la espada, y saludaron a los padrinos colocados a derecha e izquierda, los cuales contestaron con una doble inclinación.

La voz de Ayala pronunció en toda la plenitud de su sonoridad:

-¡En guardia!

Felicísimo y Eulogio se perfilaron, adelantaron el pie derecho, doblaron la sangría y se presentaron la punta del acero.

Nada dejó que desear a Ayala la actitud de Lozano; la pierna izquierda de éste parecía no ser la misma que en la calle del Barquillo.

Los duelistas fueron metódicamente acortando la distancia que los separaba hasta que los hierros se cruzaron a cuatro dedos de la punta.

Los primeros movimientos no pasaron de tanteos.

De repente, una piedra no sabemos si caliza o granítica, pero del tamaño de una naranja, cruzó zumbando a media vara de Ayala y vino a chocar con violencia en la empuñadura de la espada de Lozano.

No era tirador Felicísimo que dentro de distancia se distrajese por nada en el mundo. El primer cuidado, por lo tanto, que le inspiró la pedrada, consistió en dar tres pasos atrás.

Entonces volvió la cabeza hacia el sitio de donde partió el proyectil. La acción no pudo ser más oportuna, porque escasamente tuvo tiempo para evitar el golpe de otros dos guijarros suspendidos en la atmósfera.

Ayala, por su parte, no se daba mano ni pie a esquivar el encuentro de iguales mariposas no menos temibles que la ura. Aquello era un verdadero huracán de peladillas.

Los dos jóvenes obtuvieron en el acto la explicación del fenómeno. La tempestad procedía de una nube de ocho o diez bigardos armados de sendas hondas, que se habían desplegado en forma de media luna a lo largo de la tapia del Retiro.

-¿Qué significa esto? -gritó Lozano bajando la cabeza por un lado, a la vez que levantaba un pie por el otro.

-¡Condenación! -juró Ayala-; pregúntaselo a tu adversario. Parece que ve venir las chinas con más tranquilidad que nosotros.

-En efecto -exclamó Felicísimo fulminando una rápida mirada a Eulogio-; ¿se puede saber señor hidalgo por qué razón esa horda de pillos no dirije a usted la puntería?

Eulogio, que contemplaba fríamente el espectáculo, apoyando en la bola la punta del acero, contestó con acento burlón:

-¡Quién es capaz de adivinarlo!... Quizá tienta menos a los apedreadores mi chambergo que el tricornio de usted... Acaso alguno de ellos que habrá oído hablar de la sin igual destreza de usted en la esgrima, se propone averiguar si esa habilidad llega hasta el extremo de competir con la del célebre Manolito Gázquez, que como es notorio, no necesitaba paraguas en los días de lluvia, porque con la punta de la espada se quitaba todas las gotas de agua que amenazaban caerle encima.

Un trozo de teja que Felicísimo no sorteó en suficiente grado, le arrebató en aquel instante el sombrero de la cabeza.

-¿No lo decía yo? -añadió Eulogio prorumpiendo en una carcajada:- contra el chapeo de los tres candiles era la inquina. ¡Bah! decididamente no representa hoy el señor espadachín un papel tan airoso como hace tres días.

-¡Ah! miserable... -pronunció Lozano:- has hecho la luz en mis ideas; eres uno de los malsines del convento de Valverde...

Y dirigiéndose a Ayala repuso:

-¡Tristán: espada en mano, y demos una buena carga a este par de gaznápiros!... Prescindiendo de que su felonía lo merece, de ese modo, nos servirán de escudo contra las hondas de los tunos que han aceptado por cómplices.

-Y en todo caso -aulló Tristán desenvainando-, no correrán menos peligro que nosotros.

En media docena de saltos Lozano y Ayala ganaron el flanco de Eulogio y de Arias, e interpusieron a éstos en el camino que trazaban las piedras de los honderos.

Realizado tan importante movimiento táctico, los dos jóvenes cayeron sobre Carrillo y su camarada, envolviéndolos en un tifón de flamígeros cortes.

De repente, una voz poderosa hizo resonar en el espacio este grito fatídico para todos los contraventores de la ley:

-¡Los inválidos!

La dispersión de los apedreadores fue instantánea, y los mismos Eulogio y Arias no se apresuraron menos a abandonar el terreno de la contienda, corriendo como dos liebres hacia el ángulo más próximo del tejar.

Por la parte opuesta al trayecto de la fuga general aparecieron un sargento y seis individuos del cuerpo de inválidos armados con carabinas. Los erizados bigotes entrecanos de aquellos representantes de la fuerza pública, y sus entrecejos de pocos amigos, justificaban, en cierto modo, el efecto que habían acertado a producir.

Lozano y Ayala esperaron, sin embargo, con calma a los bizarros veteranos, cuyo nombre vulgar nos impide escribir nuestro respeto a la cultura del lenguaje, a pesar de que andaba en todos los labios, inclusive los de las más almibaradas damas.

Los inválidos, siguiendo el instinto inmanente en los agentes subalternos de la autoridad, prescindieron por lo pronto de los estacionarios y se lanzaron en pos de los fugitivos.

El sargento se detuvo un instante delante de los dos jóvenes y les dijo con ruda severidad:

-¡Quietos aquí, señores míos!

-Pierda usted cuidado, veterano -contestó Áyala-; de ninguna falta tenemos nosotros que arrepentirnos.

-Eso es lo que veremos después -repuso el inválido.

Y siguió a sus subordinados que a buen paso procuraban cortar a los dispersos, prodigándoles el militar grito de -¡Alto!

-¡Desgraciado Tristán! -exclamó Lozano recogiendo el sombrero y envainando la espada-; ¿qué compromiso acabas de contraer?

-¡Compromiso! -dijo Ayala admirado.

-¡Poder de Dios!... nos has dado por prisioneros.

-¡Ah! eso si que es bueno, Felicísimo: ¿por ventura imaginabas esgrimir tu hoja toledana contra el cuerpo de inválidos? Infeliz; la cuestión era de galeras. Si realmente has llegado a pensar en visitarlas, puedes tener por cierto que yo no te hubiera acompañado en el viaje.

-Y sin embargo -pronunció Lozano exasperado-; este infernal incidente da el golpe de gracia a mis proyectos.

-¡Bah! si el mal existe, estaba ya hecho.

-Me hablas en hebreo rabínico; ¿acaso estaba hecho el mal del detestable negocio en que nos hemos metido, y de la ignorancia en que nos encontramos acerca del momento en que le podremos zanjar?

-Ese momento va a quedar a tu elección.

-Tristán: ten entendido que me considero tan ligado por tu palabra como lo estás tú mismo.

-¿Sí?... entonces no te comprometes a mucho.

-¡Cómo! ¿te propones infamarnos?...

-Por lo pronto, tú no has despegado los labios; y en cuanto a mí, acepto la responsabilidad de todo; hasta de tus escrúpulos de conciencia.

-Jamás te he visto tan acomodaticio.

-Eso depende de las circunstancias. No tengo el menor deseo de acompañar a los inválidos a su puesto de las Ventas. Conozco el albergue y le encuentro insoportable.

-De manera...

-Que apenas los veteranos hayan doblado la esquina del corral del parador, y queden por lo tanto enmascarados nuestros movimientos, doy por supuesto que ha sonado la hora de la retirada en el reloj de los que tú hiperbólicamente considerabas prisioneros bajo palabra.

-Tristán... Tristán... te juro que si los inválidos nos detienen... me da una apoplegia de vergüenza.

-Como nunca he tenido afición a los estudios médicos, ignoro si la patología reconoce la existencia de semejante enfermedad.

-Pues yo te afirmo que la reconoce, o no es una ciencia perfecta.

-Está bien; en ese caso procuraremos sustraerte al acceso. ¡Cáspita! una apoplegia de vergüenza debe ser lo peor del género.

Llegó el momento que esperaba Ayala. La cortina de las bardas del mesón ocultó a los inválidos.

-¡En marcha! -dijo.

Y sin que pudiera asegurarse que emprendiese una carrera, abrió y cerró el compás de las bien desarrolladas piernas con celeridad tan sostenida, que Lozano se vio precisado a quedarse atrás largo trecho, a menos de no decidirse a levantar el galope, cosa que no hubiera hecho por nada en el mundo.

Los dos jóvenes salieron de los límites del tejar, cruzaron el sembrado inmediato, se acogieron al pliegue del terreno que precede a la tapia del Retiro, y ganaron la carretera de Aragón.

No tardaron muchos minutos en llegar al portillo, situado donde doce años después levantó Sabatini el magnífico arco de triunfo llamado Puerta de Alcalá.

Desde entonces, la confusión consiguiente a la concurrencia de carruajes, tragineros y transeúntes de la gran metrópoli, garantizó a los dos amigos la continuación del eclipse de los inválidos.




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Capítulo VII

En el cual se sirve al lector un bocado apetitoso, según el duque de Medinaceli


A las diez y cinco minutos de la mañana se detuvo un carruaje delante de la puerta de la casa del marqués de Esquilache.

El lacayo saltó en tierra, abrió la portezuela timbrada con una corona condal de plata, y se inclinó respetuosamente ante una dama hermosa y de elevada estatura, que se deslizó por el estribo y desapareció en el portal con la locomoción aérea de una sílfide.

El lector conoce a esta dama; era la condesa de Bari.

La joven se dirigió sin vacilar a las habitaciones interiores, precedida de los domésticos que encontró al paso, los cuales se apresuraban a franquearla todas las puertas y penetró en el salón de la marquesa.

Una doncella acudió al ruido que produjo la mampara.

-¿Dónde está tu señora, buena Irene? -dijo la condesa.

-En el tocador -contestó la doncella.

-Te ruego que la hagas saber mi llegada.

-En el acto. Puede pasar la señora condesa al gabinete.

La doncella levantó el tapiz que cubría la entrada del aposento a que se refería. La dama cruzó el dintel.

La condesa se asustó de la palidez de su semblante al verte por acaso reproducido en un espejo. El insomnio, el dolor y las lágrimas ni siquiera respetan la belleza.

Durante cuatro minutos dejó la joven el diván por, los sitiales, éstos por la banqueta del clavicordio, la banqueta por los cojines del estrado. Para ella no había mueble aceptable ni posición posible.

Al cabo, una puertecilla practicada en uno de los ángulos de la habitación giró sobre los goznes y apareció la esposa del ministro de hacienda y de la Guerra.

La marquesa era de mediana estatura, redondeadas formas, seno abundante, y gentil donaire. Entraba en el último tercio de la segunda juventud; sin embargo, las menudas facciones que debía a un hada propicia, corregían el trascurso del tiempo, y podían autorizarla en rigor, para negar dos lustros de experiencia..

Las líneas de la fisonomía no eran seguramente de una corrección intachable; pero la marquesa tenía una cosa que vale más que la belleza de los detalles; poseía en grado eminente la gracia del conjunto. No es esto suscitar una duda acerca del mérito de ciertas notorias perfecciones; los rasgados ojos, por ejemplo, arrebataban; las aterciopeladas mejillas donde se dibujaban dos movibles hoyuelos, seducían; la boca, de dientes sin defecto y de labios frescos, gruesos, carmíneos, incitaba.

El duque de Medinaceli había dicho esta frase, que desde entonces fue repetida con frecuencia:

-La marquesa de Esquilache es un bocado apetitoso.

El bocado en cuestión corrió hacia la condesa y la estrechó en los brazos diciendo:

-En verdad, querida Elina, que no contaba con verte hoy a esta hora.

La abrazada respondió ahogando un sollozo.

-¡Ah, marquesa! porque ignorabas mi desdicha.

La marquesa se fijó entonces en el desolado semblante de su amiga.

-¡Dios mío! -exclamó-; ¿qué es lo que tienes?

Elina clavó sus húmedos ojos en los de la marquesa, y repuso:

-¿Te compromete seriamente la carta que me confiastes anoche?

Sorprendida la marquesa trató a su vez de penetrar el pensamiento de la joven.

-¿Por qué me haces esa pregunta? -replicó..,

-Porque me ha sido robada la escarcela, que contenía el billete.

-¡Tranquilízate, Elina!

-¡Oh, buen Dios! ¿no me dices esas palabras en un generoso impulso de abnegación?...

-No, por vida mía.

-¿De veras?

-Te lo juro. Juzga por ti misma.

La marquesa se dirigió a un precioso escritorio de palo de rosa, tomó una hoja de papel perfumado sin timbre alguno; trazó en ella tres palabras con una pequeña pluma de cisne y enseñó el ese rito a la condesa.

-He aquí la reproducción de la carta -añadió.

Elina leyó mentalmente:

-Mañana y siempre.

-¡Ah, querida Pastora!... -pronunció oprimiendo contra el pecho la linda cabeza de la marquesa-¡de qué terrible peso acabas de aliviar mi corazón!

¡Pobre condesa!

-Tú no sabes las horas de fiebre, de delirio, de desesperación que han precedido a mi llegada.

-¡Mi buena Elina!

-¡Ay!... no me vuelva a castigar el cielo con torturas iguales.

-Pero... ¿porqué no me referiste el accidente?

-Tenía una vaga esperanza de recobrar el objeto perdido...

-¡Ah!

-Y si era posible, quería ahorrarte la pena de mi dolorosa revelación. Únicamente cuando esa última esperanza se ha desvanecido he podido resignarme al sacrificio.

La de Esquilache plegó el papel; le encerró en un sobre, y repuso.

-Por fortuna nada has perdido en este punto, puesto que como ves, todo está reemplazado.

-Merced a la bondad divina.

-¡Pluguiera al cielo que me hubiera sido dado evitarte con la misma facilidad el disgusto sufrido!

-¡Oh, el gozo que mi alma te debe me hace olvidarlo todo!

-¿Cuándo tuvo lugar el suceso?

-A la salida de aquí.

-¿En qué punto?

-En mi misma calle.

-Siempre he combatido en vano tu inclinación a andar sola por la noche.

-¡Cara he pagado la falta de haber desoído tus consejos.

-¿Cómo se llevó a efecto el despojo?

-Asaltándome dos miserable

-¿Te hicieron mal?

-Ninguno.

-¿Te amenazaron al menos?

-No se tomaron ese trabajo. ¡Qué resistencia podía yo oponerlos!

-¿Le sustrajeron preseas de valor?

-Sin duda no tuvieron tiempo.

-¡Ah!... hubo alguna complicación...

-Favorable hasta lo sumo.

-Quizá un transeúnte...

-Un gentil caballero.

-Oh, eso adquiere colorido Calderoniano.

-Un joven, cuya bravura no podré ponderarte bastante. A los pocos momentos de su providencial llegada, uno de mis agresores yacía en tierra, y el otro confiaba su salvación a la fuga.

-¿No te decí?...

-Jamás olvidaré ese servicio.

-¿Pero absolutamente no te quitaron otra cosa que la escarcela?

-Absolutamente.

La marquesa reflexionó.

-Es bien singular,-murmuró con un tinte de ligera inquietud.

-El mismo fue mi pensamiento, -añadió Elina observando a su amiga-; mi aderezo y anillos eran harto visibles.

-Hum... mucho optimismo sería necesario para hallar en ello naturalidad.

-¿Tienes especial motivo que induzca a creer?...

La de Esquilache se pasó el pañuelo por la frente y pronunció bajando la voz:

-Escucha, Elina; desde hace algún tiempo me siento objeto de un espionaje incesante.

-¡Ah!...

-Difícil me sería ofrecerte una prueba evidente; pero hay algo en la atmósfera que me lo dice y algo en mi corazón que lo presiente.

-Sin embargo, no te hubiera asaltado esa idea sin causa racional.

-Para un ánimo menos preocupado se trataría de verdaderas nadas.

-Por ejemplo...

-Sombras que parecen seguirme a todas partes... ecos sordos de pasos de personas que escuchan a las puertas... llaves perdidas que aparecen por sí solas a los pocos días... desorden inexplicable en mis objetos mejor guardados...

La condesa meditó un instante y articuló al oído de Pastora:

-¿Atribuyes esos procedimientos al marqués?...

-Si por mi instinto de mujer hubiera de contestarte, lo haría negativamente; ¿pero quién podría tener matemática certidumbre?

-Exacto.

-¿No es verdad, Elina, que no me faltaría fundamento para ver en tu aventura la corroboración de mis sospechas?

-¿A qué conduciría tratar de tranquilízarte?

-El plan abarca nuevas combinaciones; la red se extiende; los lazos se multiplican.

-Pues bien, Pastora, combatiremos.

-¿Esa es tu opinión?

-A la astucia contestaremos con la reserva; a la provocación con la templanza; a la fuerza con la prudencia.

-Cuento contigo, querida mía.

-Hasta el martirio.

-¡Oh, mi excelente condesa!...

-Si el suceso de la calle de la Reina está relacionado con tus temores, sírvanos de lección.

-No será advertencia perdida.

-Merced a tu discreción, han fracasado hasta ahora todas las insidiosas tentativas, tal vez inclusa la de anoche, a pesar de nuestra confianza; con más motivo fracasarán en adelante ante el ojo avizor de nuestros recelos.

-Me comunicas tu fe.

-El escrito de que era portadora, y cuya admirable insignificancia no podía calcular, me permite contar con el apoyo de la Providencia.

-Te olvidas de otra circunstancia.

-¿Cuál?

-La oportunidad con que te depara paladines -repuso la marquesa con ligera sonrisa.

-Oh, mi protector no merece ese pequeño mordisco de tus dientes, por más que sean preciosos.

-¡Es tan poco lo que los he apretado!...

-Si la intervención de Lozano, ese es su nombre, no salvó tu carta, la culpa no fue suya. Cuando él esgrima la espada con tan buen aire, ignoraba yo misma que me hubiera sido robada la escarcela; y al echarla de menos, hizo más de lo que podía exigírsele. Se comprometió a perseguir la pista de los salteadores hasta recobrar, si dable fuere, un objeto tan caro para mí.

-Te protesto que no menosprecio la buena voluntad de tu caballero Lozano.

¡Ay!... acaso el pobre joven ha sucumbido en la demanda.

¿No has vuelto a tener noticia suya?

-Ninguna.

El timbre del reloj de sobremesa de la marquesa dejó oír una aguda campanada.

-Tu péndola nos recuerda que no nos sobra el tiempo -añadió la condesa.

-Y se puso en pie, guardando cuidadosamente en el seno el nuevo billete.

-¿Volveré a verte hoy?-dijo la marquesa.

-Sin duda: cuento con tomar café contigo esta noche.

-Adiós, pues, mi encantadora Elina.

-Hasta luego más bien, mi querida Pastora.

Las dos damas se besaron en la mejilla, y se separaron.

Elina bajó ebria de gozo la misma escalera que había subido trémula de dolor.

Y sin embargo, entre ambos tránsitos sólo mediaban veinte minutos.

Si la facilidad con que en el rápido curso de la vida cambian las criaturas humanas la risa por el llanto o vice-versa, no fuese terrible, sería grotesca.

La dama se sepultó en su coche, diciendo maquinalmente al lacayo.

-¡A escape!

El lacayo algo sorprendido, preguntó después de vacilar un instante:

-¿Adónde, señora condesa?

-¡A palacio!

El carruaje se puso en movimiento, no a escape, porque lo prohibían las ordenanzas municipales, pero a buen paso.

El magnífico alcázar, llamado entonces palacio nuevo, que como la catedral de Colonia, sufre el fatal estigma impuesto por un genio maléfico de no ser acabado jamás, servía de albergue a la familia real desde el día primero de Diciembre de 1764.

La condesa se apeó en la puerta del Príncipe, y tomó la dirección de las habitaciones de la reina madre, cerca de la cual desempeñaba el puesto de azafata.

Al llegar, sin embargo, al ángulo de la galería de guardias, torció a la izquierda, atravesó las vastas estancias que precedían a la cámara de la Princesa de Asturias, y se internó en la serie de corredores que rodeaban los aposentos del monarca.

Hubo un instante en que la condesa se detuvo, sacó un llavín, volvió atrás la cabeza, y desapareció de repente.

En el supuesto de la persecución de un curioso, difícil le hubiera sido a este averiguar el punto por donde Elina se eclipsó, a menos que no fuera por una angosta puertecilla siempre cerrada que comunicaba con la biblioteca del rey.




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Capítulo VIII

Donde Lozano hace la observación de que la veleidad tiene nombre de mujer


En honor de la verdad, Lozano no quiso cargar su conciencia con el remordimiento de haber perdido un solo instante en la ejecución de la caritativa obra en que se empeñara de llevar la tranquilidad al contristado espíritu de la bella condesa.

Apenas se despidió de Ayala en la calle del Barquillo, con un apretón de ambas manos, lleno de cordial efusión, se dirigió a casa de la de Bari por el mismo camino que siguió en la noche precedente.

Como había procurado fijar en la memoria varios detalles de la portada del edificio, no le fue difícil reconocer el zaguán.

-¿Está visible la señora condesa? -preguntó al portero.

-La señora salió hace más de una hora- contestó el interpelado.

-¡Ah, diantre! -murmuró Lozano.

El portero miró con intensidad al joven, y repuso:

-Si el caballero se sirviese manifestarme su nombre, acaso me fuera posible ampliar la contestación que he tenido el honor de darle.

-Me llamo Felicísimo Lozano.

-Ah, precisamente: la señora condesa esperaba al caballero.

-Así creía.

-Si las ocupaciones de vuestra señoría no le impiden aguardar la vuelta de la señora, puede pasar a su saló. Tales han sido las instrucciones que he recibido.

-Enhorabuena -respondió Felicísimo, adelantándose.

El portero le acompañó para que ningún otro doméstico le pusiera dificultades, y le dejó instalado en el estrado de la condesa.

La habitación era espaciosa y espléndida. La tapicería, los muebles, los cuadros y los caprichosos objetos de adorno, rivalizaban en riqueza y en buen gusto.

Felicísimo, jamás se había pagado de otro lujo que del personal, y por lo tanto, no le inspiraba la menor envidia el que estaba contemplando; pero no por eso dejaba de conceder que si alguna vez le ocurriese bajar de la elevada región del filosófico desdén que sentía por lo superfluo hasta el vulgar terreno del sibaritismo, la morada en que a la sazón se encontraba debía ofrecer más atractivo a los sentidos que el antiguo caserón solariego de Torrelaguna, y que el chiribitil de la posada de Levante.

Los ojos del joven se fijaron por acaso en la esfera de una magnífica péndola de sonatas, y las pupilas instantáneamente fulminaron un destello de rencor.

Merced a la inolvidable lealtad de Eulogio Carrillo, se había presentado Lozano en casa de la condesa a las doce menos cuarto.

Afortunadamente la espectación del caballero en el salón de la señora de Bari, no fue tan intolerable como la del tejar de la Jara por varias razones: la más importante consistió en que duró menos tiempo.

En efecto, antes de media hora oyó Lozano detenerse en la puerta un carruaje, abrirse todas las mamparas, y crugir en la antesala una ondulante falda de seda.

Un momento después se presentó ante Felicísimo la condesa en toda la plenitud de la proverbial elegancia, del arrogante continente, y de la incomparable hermosura que poseía.

Elina parecía trasformada. No quedaba en su rostro la menor huella de las emociones de la noche anterior.

Cambiada la mutua reverencia de ordenanza, la dama pronunció rápidamente:

-El señor de Lozano viene, sin duda, a manifestarme que toda su buena voluntad ha sido estéril.

Felicísimo, algo sorprendido, se apresuró a contestar:

-Tengo la satisfacción de que la señora condesa esté perfectamente equivocada.

-Oh, ¿ha sido usted tan afortunado que?...

-Que puedo devolverla el doble objeto que le fue sustraído.

El joven unió la acción a las palabras, sacando la escarcela, y entregándola a la dama.

La condesa extrajo la carta.

-Me parece que el sobre no es el mismo... -murmuró.

-Creo inútil hacer presente a usted -añadió Lozano-, que en todo caso el cambio ha tenido lugar antes de llegar a mis manos el billete.

-De todo punto inútil, caballero.

La de Bari rasgó el sobre, desdobló el pliego, y leyó las tres palabras que había visto reproducidas por la mano de la marquesa.

Después volvió a plegar tranquilamente la hoja, y la dejó sobre el velador.

Tas facciones de la dama revelaban, sin dada, una franca admiración; pero no se reflejaba en ellas el menor destello del júbilo con que Felicísimo contaba.

El joven ya no estaba un poco sorprendido, sino completamente estupefacto.

Podría decirse que llegó a dos dedos de amostazarse.

-Por lo visto -articuló no sin cierta inflexión irónica-, mi servicio tenía alguna menos importancia de la que uno y otro creíamos...

-El servicio de usted nada ha perdido de su mérito.

-Sin embargo...

Felicísimo se detuvo.

-Imagino que si usted completase su pensamiento -añadió Elina-, me diría que abrigaba cierta esperanza de ver acogida con más calor la entrega de ese papel.

-La señora condesa tiene mucho talento.

-Confieso ingenuamente que el servicio de la mañana no ha llegado con la misma crítica oportunidad que el de la noche...

-¡Ah!

-Pero si dable le hubiera sido a usted acudir a esta su casa un momento antes de las diez, puedo asegurarle que la esperanza que abrigaba, obtuviera la más cumplida satisfacción.

Lozano se atarazó los labios.

-No estoy en circunstancias de apreciar -dijo-, el valor relativo y absoluto del escrito con referencia a la hora de su presentación; pero como mi deseo habría sido traerle en la ocasión en que más estima tuviese para usted, me prometo imponer una severa corrección al bigardo que ha ocasionado mi demora.

-¿A qué ese propósito? La historia no se rehace.

-Pero da lecciones para el porvenir.

-Convenido.

-Usted no sabe hasta el extremo que el individuo a que aludo, se ha inmiscuido en este asunto -continuó Felicísimo, animándose con la idea rencorosa que le preocupaba.

-¿Sí?

-No le había bastado obligarme a cometer una imprudencia que pudo dar al traste con la recuperación de la escarcela.

-¿Así anduvimos?

-Necesitaba hacerme incurrir en otra falta...

-¡Todavía!

-Falta que ha traído aparejada la pérdida de un tiempo precioso. Mis encuentros con ese hombre son fatales.

-Y sin embargo, quiere usted buscarle para cometer la tercera imprudencia...

-¡En cincuenta soy capaz de incurrir a trueque de habérmelas con él!

-¡Ya escampa! -repuso la condesa riendo:- ¿es así cómo el señor Lozano entiende las lecciones de la historia?

Felicísimo volvió en sí algo desconcertado.

-¡Hem! -murmuró.

-El proyecto de usted me recuerda el voto de un antiguo servidor de mi familia.

-¿Puedo ser partícipe de tan oportuno recuerdo?

-Sin duda: se trata de un veterano llamado Zacarías, herido en las jornadas de Almansa y Villaviciosa, que era mayoral de mi padre en su casa de labor de Aranjuez. El viejo soldado se distinguía por una irresistible inclinación al buen vino.

-¡Pse!... el símil no me favorece mucho.

-He expuesto el único lunar de Zacarías: por lo demás, era un modelo de lealtad, bravura y probidad. La imperfección de que adolecía le había hecho correr más de un peligro. Todas las noches visitaba un ventorrillo próximo, de acreditada bodega; y como sólo lo abandonaba cuando ya se sentía narcotizado, en diferentes ocasiones convirtió en lecho los surcos del camino. Una vez le acarició un lobo; otra debió hacerlo algún merodeador, porque amaneció completamente desnudo. Circunstancia hubo en que acertó a divisarle un carretero un momento antes de que le aplastasen las ruedas de su vehículo. Semejantes sucesos, unidos a las reconvenciones de la familia, y a las exhortaciones de mi padre, le habían impulsado a formar reiterados propósitos de enmienda; pero llegaba la caída de la tarde, esto es, la hora de la falta de ocupación, de los bostezos, del aburrimiento, y las piernas del veterano emprendían automáticamente el camino del ventorrillo.

-¡Oh, consecuente Zacarías!

-Cierta noche en que regresaba al hogar doméstico el incorregible mayoral en su habitual estado de embriaguez, equivocó la senda de travesía; y fuese por defecto de los ojos, o por exceso de los pies, es el caso que se sumergió en el profundo estanque de la huerta.

-Desventurado.

-La cantidad de agua absorbida estuvo a punto de asfixiarle.

-No es maravilla.

-En aquel instante supremo, la impresión producida por la inopinada inmersión, hizo la luz en la inteligencia de Zacarías, y devolvió la actividad a sus sentidos; y mientras pugnaba por asir con la convulsa mano las ramas de un sauce, empeñó un solemne juramento.

-Estaba indicado: o entonces o nunca. El pobre veterano se comprometió a no embriagarse jamás.

-El señor de Lozano padece una equivocación. Lo que al reaparecer en la superficie del estanque juró el atribulado Zacarías, fue no volver a beber agua en todos los días de vida que le quedaban.

Felicísimo procuró en un principio conservar la formalidad, pero la tentación de Momo llegó a ser tan irresistible, que acabó por abandonarse aun acceso de hilaridad.

Elina le imitó sin reserva.

El joven repuso después de una pausa:

-La prueba más tangible de que debe tener razón para reírse de mis excentricidades la señora condesa, es que yo mismo hago coro a su risa.

-Sabe el señor de Lozano esmaltar con tales rasgos de hidalguía sus originales procedimientos, que en él son nuevas perfecciones.

-Dificulto que pueda serlo el acto de iniciar a usted en una de mis antipatías personales.

-Desde que mis enemigos han llegado a ser los de usted, lo exigía el tácito pacto de nuestra alianza.

-Lisongera es para mí la palabra, señora condesa.

-Y sin embargo, ya estoy arrepentida de haberla pronunciado.

-¿Por qué... si la pregunta me es permitida?

-Por dos razones.

-¿La primera?...

-Por el temor de que también pueda usted encontrar en ella cierto sello de tibieza.

-¡Bah!... ¿la segunda?

-Porque realmente no es propia.

-¿En qué consiste la impropiedad?

-En que no expresa con exactitud mi pensamiento... Tampoco esta frase me enamora... sentimiento he querido decir.

-Mucho lima la señora condesa su estilo. Pero en fin, la falta de propiedad del sustantivo alianza...

-Estriba en que hubiera debido sustituirle con la voz amistad. Los inapreciables favores que siempre harán de uste a mi acreedor privilegiado, sólo con amistad pueden pagarse.

-También se satisfacen con otro galardón para mi valioso hasta lo sumo...

-¿Cuál, señor de Lozano?.

-Las gentiles expresiones que acabo de tener la dicha de escuchar.

-La exigencia no es mucha por parte de usted; pero Elina de Velamazan se considera más obligada, y lo ofrece el cultivo de una intimidad sincera, cordial, frecuente...

-¡Frecuente!

-Tanto al menos como al señor de Lozano plazca. Mi casa no le estará cerrada ningún día.

Las palabras de la condesa desafiaban la crítica bajo el punto de vista de la urbanidad; hasta podría decirse que no carecían de buen gusto; el acento con que se pronunciaban era el de una afectuosa deferencia.

¿En qué consistía que Felicísimo no se sentía cautivado, conmovido, fascinado?

La razón era sencilla. La voz de Elina conservaba la entonación dominante, severa, ligeramente protectora de la dama de alto rango: no dejaba entrever esa efusión con que espontáneamente se desbordan del alma los sentimientos; no vibraba con aquel timbre de pasión y de febril delirio que Lozano había oído en la noche anterior.

Hubiérase dicho que la condesa se proponía corregir la llama de la letra con el soplo del espíritu; rectificar la amabilidad, falsificación de la bondad, con la conveniencia, espejo de la organización social. Tal vez rendía culto al aforismo de que la palabra ha sido dada al hombre, y con más motivo a la mujer, para disfrazar su pensamiento.

El joven no tuvo que revestirse de mucha afectación para pronunciar con aire admirado:

-¿Según eso nadie tiene derecho a exigir a la señora condesa cuenta de mis visitas?...

-Nadie absolutamente, caballero: el estado de viudez en que estoy me deja toda la responsabilidad de mis acciones.

-Oh, breve ha sido para usted el período del lazo conyugal.

-Breve fue en efecto; pero puedo asegurar a usted que duró el tiempo suficiente para disgustarme del matrimonio.

No sabemos si el lector habrá llegado a sospechar, atendida la corta fecha de su conocimiento con Lozano, que quizá el mayor defecto de éste consistía en una extraordinaria susceptibilidad?

La declaración de Elina, además de antojársele en cierto modo intempestiva. le pareció una altiva indirecta directamente encaminada a desvanecer locas ilusiones, si por acaso hubieran sido alimentadas. Y como la imaginación del joven no era tarda en concebir, ni su voluntad en ejecutar, contestó a renglón seguido, con la sonrisa en los labios:

-En ese punto no me aventaja la señora condesa; porque no he necesitado las lecciones de la experiencia para profesar instintivamente al himeneo, antes, ahora y siempre, la más invencible aversión.

Algo semejante al sentimiento que impulsó la réplica de Felicísimo, y tal vez, por las mismas causas, debió experimentar la de Bari; porque recogió su boca con un gracioso mohín.

-Hace bien el señor de Lozano -repuso-, en decir que me excede en la desafección a que nos referimos: sea el que fuere, en efecto, el grado de la mía, no llega como la suya hasta el extremo de invadir el porvenir.

-No obstante, es perfectamente racional que las convicciones pasadas nos respondan hasta cierto punto de las creencias futuras.

-Hasta cierto punto...

-Concedo que lo absoluto no ha quedado al arbitrio de las criaturas humanas.

Elina acogió la rectificación del caballero con un signo de aquiescencia, pero nada contestó.

Bastó aquel momentáneo silencio para que Lozano se creyera en el caso de hacer la observación de que la condesa estaba todavía con el traje de calle, la mantilla prendida y los guantes puestos. En el acto recogió el sombrero y dejó el asiento.

-La invitación de la señora condesa -dijo-, es tan honrosa y grata para mí, que en todo caso no he de dejar de utilizarla, sean las que quieran las envidias de que pueda hacerme blanco.

-Mucha será la gratitud con que acogeré los recuerdos del señor de Lozano.

-Por favor, señora...

-Me parece que no es motivo lo que falta: hasta ahora, el número de las entrevistas de usted se ha contado por el de sus servicios.

-¡Con tal de que en el primero, si tuviera la dicha de prestarle, no se interponga otro Eulogio en mi camino!

-En la más próxima de nuestras conferencias hemos de hablar de ese personaje.

-Procuraré haber adquirido para entonces nuevos datos que me permitan bosquejarle mejor.

Felicísimo se inclinó profundamente en el estrado, y en el dintel de la puerta, encontrando siempre el saludo y la sonrisa de los frescos labios de Elina, y atravesó la antesala entre indolente y preocupado.

El joven Lozano no quiso escarvar muy profundamente en su corazón, por temor de reconocer que estaba descontento de sí mismo, y prefirió dardar todos los enojos sobre la condesa.

-¡Oh!.. -murmuró con sarcástica expresión:- ¡y pensar que por tomar en serio una escena de trájica sublimidad, he estado a punto de triturar bajo los tacones de mis bolas a una dama más o menos honorable, como el gran arcángel aplastó al dragón infernal; he obligado al pobre Perfecto Cazurro a arrostrar el riesgo de estrellarse como los Carvajales; y he expuesto al bravo Tristán de Ayala a ser lapidado corno el protomártir San Estéban! ¡Ah, veleidad: tienes nombre de mujer!..




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Capítulo IX

Extraño camino por donde el matrimonio de un magyar vino a poner en un conflicto a la esposa del ministro


Invitarnos al lector a que penetre en el gabinete de la marquesa de Esquilache, localidad que conoce desde el día anterior.

Vamos a ofrecerle un cuadro de familia.

El sol caminaba a su ocaso; y como la tarde se había puesto fría bajo la influencia de uno de esos bramadores vientos del nordeste, que con frecuencia acarician a Madrid en el mes de Marzo, el hogar de la chimenea destellaba viva llama.

Los dos sillones, colocados en los extremos de la plancha de latón que preservaba del fuego la alfombra, se hallaban ocupados por la marquesa de Esquilache y la condesa de Bari.

Cuatro pasos más lejos el marqués de Esquilache hojeaba en un velador una colección de aguas-fuertes de las más valiosas joyas del museo del Escorial.

Los treinta minutos que precedían a la hora de la comida eran ordinariamente el único tiempo que durante el día consagraba el marqués a la sociedad conyugal. A la sazón se deslizaban perezosamente esos treinta minutos.

El aire glacial que silbaba en la calle, parecía haberse comunicado a los moradores del gabinete, no obstante la encina que chispeaba en la chimenea.

La marquesa y Elina habían vuelto de una excursión hacía un cuarto de hora.

¿Estarían relacionadas esta salida o su duración con la reserva de Esquilache, que hecha extensiva a las damas, determinaba para los tres una situación anormal?

Para un extraño, el problema habría sido insoluble; para Elina, la cuestión aparecía dudosa; para la marquesa, era cosa evidente.

La mujer, sobre todo en ciertas ocasiones, posee ojos que ven crecer la yerba; oídos que escuchan distintamente el tic-tac de las palpitaciones del corazón ajeno; e instinto que lee en el porvenir como en un libro abierto.

Esquilache podría no haber pronunciado la menor palabra que se asemejase a una reconvención: no importaba; en el fondo del ánimo de Pastora velaba esa lámpara de la intuición femenina que enciende la conciencia y que alimenta el diablo.

Un estremecimiento de Elina, que instintivamente la hizo volverse hacia el hogar, motivó esta observación de Esquilache:

-Parece que la señora condesa ha traído frío.

-Ah, no -contestó la condesa con voz no muy segura-; puede creerlo el señor marqués.

-Y aunque así fuese - replicó Esquilache-, la tarde bastaría a justificarlo.

La marquesa cogió al vuelo la ocasión para pronunciar con el más dulce de los acentos:

-El tiempo está, en efecto, harto desapacible; pero bien sabes, Leopoldo, que no puedo prescindir de ir a ver a mis hijas con frecuencia...

Esquilache irguió vivamente la cabeza. Había en la expresión de su fisonomía tanta extrañeza, acaso hasta reproche, por la exculpación de Pastora, que ésta no aventuró una sílaba más.

La frente del marqués volvió a inclinarse lentamente sobre sus aguas-fuertes, y la masa de hielo que aplanaba la atmósfera hizo sentir su peso más que nunca.

Felizmente el ruido de la puerta del salón, abierta con cierta precipitada solicitud, vino a vibrar en los oídos de Pastora y Elina, como un eco grato de esperanza.

Un portero de estrados, después de haber hecho resonar un discreto golpe en la mampara del gabinete, levantó la cortina y dijo con la solemnidad del tono oficial.

-Su excelencia el señor primer secretario de Estado ruega a vuecencia se sirva concederle una entrevista.

El marqués de Esquilache se puso en pie lleno de asombro. Hacía largo tiempo que las relaciones que mantenía con el marqués de Grimaldi no eran otras que las puramente oficiales; porque los dos ministros se detestaban con la más ingenua cordialidad. Además, pocas horas antes, había visto al cordialmente detestado colega en el Consejo; ¿qué inopinado y perentorio asunto podía traerle a la casa de las Siete chimeneas?

En cuanto a las damas, no aparecían menos admiradas.

-Muy bien -contestó Esquilache al portero-; introduzca usted al señor ministro de Estado en mi despacho.

-El señor ministro espera en este salón -replicó el dependiente.

-¿Cómo así?

-Cuando supo que vuecencia se hallaba con su esposa, ha preferido ser conducido a la habitación de la señora marquesa.

Esquilache abrió inmediatamente la puerta, y encontró a Grimaldi ocupado en examinar al parecer, con la mayor complacencia, los curiosos objetos de china de la marquesa.

-Adelante, señor marqués -pronunció Esquilache con la más perfecta cortesanía-; adelante, si no hay inconveniente en que estas damas participen del honor que el señor ministro de Estado me dispensa con su visita.

Grimaldi penetró en el gabinete, ofreció una y otra vez notoria prueba de flexibilidad en la columna vertebral, y respondió con acento melifluo:

-La presencia de la señora marquesa, es, por el contrario, uno de los motivos que en este momento tengo para felicitarme.

-Gracias mil por tanta galantería -contestó Pastora, con más tibieza acaso de la conveniente.

-¿No es, por lo tanto, ajena mi esposa al objeto que trae a mi morada al señor don Jerónimo? -insinuó Esquilache, ofreciendo un sitial a su compañero.

-Así es la verdad, señor don Leopoldo.

-Esa circunstancia me explica en parte la abstención que para hablarme del asunto se impuso el señor marqués esta mañana.

-Voy a explicársela en un todo a mi digno colega. El negocio, en cuestión, en nada atañe a la cosa pública.

-Ah, muy bien.

-Se trata de una instancia de carácter privado que las conveniencias me prescribían no abordar en el seno del Consejo...

-Perfectamente.

-Y como no me atrevería a impetrar de mi caro compañero la gracia a que aspiro sin contar con el asentimiento de la señora marquesa, he aquí el motivo de que me congratule por encontrarlos juntos.

-¡Una gracia!

-Ese es el nombre.

-Usted, señor marqués, es quien nos la hace al proporciónarnos ocasión de otorgársela.

-Después de agradecer debidamente esa lisongera anticipación, entro en materia.

-Veamos, pues.

-Yo no sé si tiene usted noticia de que se trata de dar estado a mi sobrina.

-¿La señorita doña María de Pignatelly?

-Precisamente.

-Muy joven la consideraba todavía.

-Por eso no pensamos en precipitar su enlace.

-Prudente determinación.

-La distancia que separa a María de su prometido, favorece, por otra parte, la lentitud de los procedimientos.

-Ah, el futuro sobrino no es madrileño...

-Ni siquiera español.

-Acaso ha visto la luz bajo el purísimo cielo de nuestra amada Italia...

-El cielo del país de ese mancebo no es tan azul.

-Renuncio entonces a adivinar su patria.

-El trabajo sería inútil; voy a dársele hecho al señor marqués. El que ha de desposarse con María es un magyar de la antigua raza.

-Raza independiente.

-En efecto; tan enemiga de la eslava como de la germánica. Nuestro húngaro, sin embargo, está unido por lazos de parentesco a la familia imperial.

-La alianza no puede ser más honrosa para la casa de Grimaldi -dijo Esquilache con una inflexión de voz en que tal vez a despecho suyo despuntaba cierta ironía.

-No es, sin duda, de las que rebajan una alcurnia -contestó el ministro de Estado-; pero, a Dios gracias, la vieja roca de los Grimaldi no necesita para robustecer sus blasones pilar alguno, siquiera proceda éste de un trono.

La marquesa sintió acaso más que su esposo la indirecta alusión que en las palabras de Grimaldi podía haber para la moderna nobleza de los Gregorio.

Grimaldi despojó su tono de la sequedad que momentáneamente había poseído, y continuó con la fría sonrisa que exhibía desde el principio del diálogo:

-Entre los actos preliminares se cuenta el cambio de retratos.

-Es de rigor en semejantes casos.

-Mazzuqui, el más aventajado discípulo de Mengs se ha avenido a suspender la imagen del abate Melgarejo, y ha hecho una incomparable miniatura de María.

-Sin haberla visto, asiento al adjetivo; el mérito del autor garantiza la obra.

-Sólo falta acomodar el retrato en un receptáculo a propósito, confiarle a la estafeta y hacerle llegar a Pesth, residencia del magyar.

-La cosa no puede ser más sencilla.

-¿Usted lo considera así?

-¿Dónde podría estar la dificultad?

-¡Ah! señor marqués, en una circunstancia exclusivamente española.

-¿Qué circunstancia?

-La falta de gusto en los artistas.

-¡Es posible!

-Ninguno de los plateros requeridos ha podido presentar un modelo do medallón que se considere aceptable.

-¡Qué contrariedad!

-Terrible para las damas de mi familia. Afortunadamente, en medio de su desolación, ha surcado mi mente una idea luminosa.

-¿Sí?

-He recordado una obra maestra del cincel del florentino Porpora.

La marquesa palideció de repente.

-Me parece -añadió Grimaldi-, que el señor marqués imagina cuál es el trabajo a que aludo.

Esquilache meditó un momento, o afectó meditar, y respondió:

-Habré de resignarme a hacer patente mi falta de perspicacia.

Grimaldi pronunció acentuando lentamente su frase:

-Me refiero al precioso medallón que con el retrato de la señora marquesa hace años se sirvió don Leopoldo enseñarme, en Nápoles...

Pastora esperaba el golpe; pero no por eso le encontró menos rudo. Elina la vio estremecerse de pies a cabeza.

-En efecto -dijo Esquilache-; esa pequeña alhaja siempre ha merecido los elogios de cuantos la han examinado.

-Pues bien; ¿será tan bueno el señor marqués que, si su esposa no se opone, me facilite el medallón el tiempo suficiente para que el platero Baldoví pueda construir otro igual o semejante al menos?

-A fe mía -contestó Esquilache con la más completa naturalidad que el señor marqués de Grimaldi hacía perfectamente al contar con mi esposa para el caso, porque ha mucho tiempo que es la marquesa quien guarda ese objeto entre sus preseas.

El ministro de Estado miro a su compañero con benevolente sorpresa, y murmuró esta filosófica reflexión:

-¡Oh, lazo conyugal!... ¡cuántas faltas de leso idilio erótico te hace cometer el tiempo al tocarte a su paso con la punta de las alas!...

-¡Si la luna de miel hubiera de durar siempre, dejaría de ser luna!

-En rigor -repuso Grimaldi con galante transición-, cuando se llega a lograr la dicha de poder contemplar a todas horas el original, la posesión de la copia será si se quiere una voluptuosidad para el corazón, pero no es una necesidad para los sentidos.

-La gestión diplomática del señor primer secretario de Estado, debe, pues, entablarse cerca de la marquesa; pero me lisonjeo en esperar que será bien acogida.

-Ya ve la señora marquesa que me remiten a su benévola jurisdicción -dijo Grimaldi, volviendo hacia la dama una mirada indefinible, entre tímida, entre pérfida; una mirada verdaderamente italiana.

La de Esquilache se hallaba en una situación insoportable; pero era mujer: sus ojos contestaron al reto de Grimaldi, dardándole una centella de orgullo, de odio, de desdén.

Elina, aterrada, dirigió a su amiga un ademán suplicante.

No fue perdido; Pastora se atarazó los labios de rosa, y contestó con un acento frío como la hoja de un cuchillo:

-En verdad que el instante en que el señor marqués expone su deseo no puede ser menos a propósito.

-¡Ah, diabolo!... -murmuró Grimaldi.

-¿Qué quiere decir eso? -añadió Esquilache.

-Que hace algunos días se partió la llave del joyero donde está el medallón, y no hay posibilidad de abrirle en el acto.

-Pero ¿no has dispuesto que se rehaga la llave?

-Sin duda... El cerrajero, sin embargo, hace esperar su obra...

-¡Bah! -replicó Grimaldi-, el inconveniente es menos serio de lo que temí en el primer momento.

-El señor marqués tiene razón.

-La llave de un cofrecillo pronto se labra, aunque el cerrajero de los señores de Esquilache esté abrumado de encargos.

-Así es la verdad.

-Sobre todo si la señora marquesa tiene la amabilidad de reiterar el suyo...

A pesar de la insinuante expresión de Grimaldi, Pastora no ofreció otra respuesta que nu signo irónico de asentimiento.

-El señor de Grimaldi puede estar seguro de que la marquesa apremiará al artífice -repuso Esquilache.

-Abrigo esa grata convicción.

-Y si por acaso mi esposa echase en olvido el perentorio propósito del señor marqués, yo, que desde este instante me encargo del asunto, me tomaría el trabajo de recordársele.

La entonación de Esquilache fue tan severa, que Elina buscó palpitante en la mirada de Pastora el alcance da la frase.

La marquesa había bajado los párpados guarnecidos de largas pestañas, y estaba impenetrable.

Grimaldi, con su ejercitado instinto cancilleresco, comprendió que la situación había llegado a un punto en que su presencia no era en manera alguna necesaria. En su consecuencia, se puso en pie, reprodujo las reverencias del mejor gusto, prodigó sin tasa el ofrecimiento de todo género de respetos a los señores marqueses y a la señora condesa, y salió del gabinete acompañado de Esquilache, el cual, poniendo en juego diferentes campanillas, presidió la tributación de los honores de la casa hasta la meseta de la escalera.

Luego que el eco de los pasos de los dos secretarios del despacho se hubo perdido en la antesala, la marquesa se apoyó en el hombro de Elina y prorumpió en ahogados sollozos de ira, más bien que de dolor.

-¡Pero, Dios mío!... -balbuceó la condesa: -¿qué siniestro misterio hay en todo esto?

-Ayer te lo decía, -articuló la de Esquilache al oído de la de Bari-: han jurado perderme.

-¿Quién, Pastora, quién?

-Cien veces me lo he preguntado yo a mí misma...

La marquesa enjugó repentinamente sus ojos, de cuyas pupilas partió una chispa, y añadió:

-¡Ah, si yo lo supiera!...

Elina era muy capaz de comprender que la amenaza de la marquesa no perdería seguramente la más mínima parte de su energía, si por acaso llegase a sospechar que el ignoto enemigo pudiera ser una mujer.

-¡Qué miserables! -murmuró.

-Sí, bien miserables; pero hay que convenir en que por esta vez han acertado a dar en el centro del blanco.

-¿No conservas el medallón?

-¡No!

-¿Cómo tienen conocimiento de ese secreto?

-Considera la potencia de un espionaje que ha logrado averiguar una cosa que ignorabas tú misma.

-¡Es abrumador!

-Más todavía: es incontrastable.

-¿Hasta ese punto llega tu desaliento? ¿Por ventura no tiene remedio alguno el daño?

-Es necesario intentarle al menos.

-Nos hemos prometido valor.

-Y mantendremos el empeño: sucumbir sin luchar fuera una cobardía.

-¿Puedo favorecerte en este trance?

-¡Cómo no, si de ti va a depender todo!

-Habla, Pastora mía: dicta imposibles.

-En el grado que se ha cargado la atmósfera a tu vista, no hay medio de que yo salga.

-Así lo estimo.

-Es indispensable que sea mi buena Elina la que acuda a la herrería donde ha de labrarse la llave de mi salvación.

-Iré aunque la fragua sea la del mismo Vulcano, y se interpongan en mi camino todos los cíclopes del paganismo.

-Te proveeré de una credencial.

-¿Escrita?...

-De mi puño.

-¿Para el ser mitológico a quien me he referido?... ¿para el terrible forjador de los rayos de Júpiter?

-Nada temas por él ni por nosotras: sé tratar a los dioses.

La marquesa se dirigió a su escritorio con actividad febril; pero antes de que tomase asiento, se abrieron las puertas lateral y del fondo.

En la primera reapareció la figura de Esquilache, circundada de la aureola del drama: en la segunda se dejó ver el prototipo del doméstico vulgar, rezando con el acento de las provincias del Noroeste la salmodia prosaica de que estaba servida la comida de los señores marqueses.



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