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El español de los Estados Unidos: diacronía y sincronía

Manuel Alvar





Los conceptos saussureanos de diacronía y sincronía están claros y se han convertido en lugar común cuando se trata de caracterizar el pasado y el presente de cualquier lengua. Pero es necesario matizar mucho cuando intentamos estudiar la situación histórica del español en los Estados Unidos o la vida actual que en el gran país tiene nuestra lengua1. Evidentemente la concepción de procesos evolutivos o de estatismo no ofrecen dudas, sin embargo, situados ante una realidad empírica, se nos manifiesta la necesidad de precisar. Porque podemos encontrarnos en un momento B, como resultado de una serie de procesos que marcan la evolución de un determinado sistema; es decir, la diacronía de una serie de sincronías, pero podemos encontrar en ese mismo momento un estado de lengua C, generado por otras causas muy distintas y que, emplazado en un punto geográficamente muy preciso, pueda ser ajeno en su sincronía al estado actual. Digamos un ejemplo muy claro y tomémoslo, sólo, como ejemplo. Un día se establecen en Tejas unos hablantes de español; han traído su lengua formada y con una estructura rigurosamente establecida. Digamos que estamos ante la realidad B. En aquel lugar, San Antonio, han pasado más de doscientos años y los herederos de aquella tradición lingüística la mantienen viva. Ha evolucionado de acuerdo con lo que el dinamismo de la lengua ha exigido, con los factores que inciden en aquella reacomodación y con las influencias externas que nunca hubieran actuado en su patria de origen. Digámoslo, el español de aquellas gentes es el español patrimonial de esa comarca, con cuantas modificaciones queramos, pero español con un cuño primario. En otro momento, otras gentes llegan a establecerse en esa misma zona. Pero traen variedades distintas, digamos que son las que se hablan en las comarcas mejicanas de donde proceden los nuevos emigrantes. Ya no es una lengua que sea un español de esta banda del Atlántico trasplantado hace doscientos años, sino una variedad mucho más antigua, y más desvinculada de lo que fue la realidad de la vieja metrópoli. Digamos que el origen de esta variedad A es el mismo que el de B, pero con trescientos años más de historia y cuanto esto significa de reacomodación, de dinamismo independiente y de influencias externas. Es decir, teóricamente, A y B son iguales, pero, en esa paridad, factores de tiempo y ambiente han producido consecuencias distintas. Al punto C asaetean procesos que en un momento, la situación actual, son distintos:

Figura

Ahora bien, estudiar la rama B nos lleva a una situación arraigada; la A, de desarraigo. El español de los hablantes del grupo B es el de unas gentes que, trasplantadas, se han afincado en la tierra de adopción y no tienen posibilidades de regreso al origen español. Los hablantes de A han emigrado hace poco, sus asentamientos no se han hecho estables, sus peculiaridades lingüísticas, originariamente españolas, ahora son mejicanas (más aún, heterogéneamente mejicanas, pues reflejarán las peculiaridades de cada una de las regiones de donde procedan) y, además, en muchos casos serán inestables, ya que la voluntad de estas gentes muchas veces está marcada por el regreso. Se nos plantea entonces una diversidad de trabajos a los que hemos de atender: estudiar la variante B es tanto como hacer geografía lingüística; estudiar la variante A es tanto como hacer sociolingüística. Aclararé: los emigrantes del siglo XVIII han mantenido una coherencia lingüística firmemente arraigada; aislados de su origen, tienen un español cuya modalidad participa de los avatares que, en ese territorio, le impusieron unas condiciones del carácter que sean, pero sigue siendo un español motivado en el siglo XVIII, fiel a una geografía en la que se asentó. Pero la variante A es un español trasplantado a Méjico en el siglo XVI, evolucionado según las condiciones lingüísticas del período virreinal y de las nacidas en la emancipación y en los casi dos siglos de independencia. Es, pues, modalidad mejicana con las peculiaridades de Méjico y las que el español de la República adoptó en Chihuahua y Coahuila, pongo por caso: investigar el español de los inmigrantes mejicanos en Tejas no es en líneas generales estudiar español de Tejas, sino de las regiones de Méjico de donde proceden las olas de emigración. Pero en las tierras que hoy son de Estados Unidos se encuentran gentes que proceden de varios, o muy varios, estados de Méjico. La inmigración es tardía y depende de las circunstancias de cada región mejicana: unas veces son grandes aluviones de gentes los que vienen; otras, restringidos; algunas, discontinuos. Estos emigrantes pueden afincarse o no, pueden dar continuidad o no a su presencia sobre aquellas tierras y, en todo momento, se ponen en relación con las variedades del español tradicionalmente existentes sobre el suelo y con las variantes múltiples del español mejicano que allí se encuentran. Difícilmente nos servirán los informes que entre ellos obtengamos para hacer geografía lingüística, puesto que su geografía lingüística no será de California, de Tejas o de Nuevo Méjico, sino de las regiones mejicanas que han enviado esas camadas de emigrantes muy bien diferencia das en cada momento; por el contrario, permitirán el estudio de las variedades que produce el contacto de dialectos de una misma lengua con variedades muy diferenciadas (por ejemplo, español patrimonial de Tejas y español regional de Méjico) o con variedades poco diferenciadas (regionalismo de Chihuahua y regionalismo de Sinaloa), amén de las interferencias que se puedan producir con el inglés. Es decir, la variedad C, resultado de la integración de B y A y otros factores ajenos al español.

Estos planteamientos nos permitirán dos tipos de estudios: unos en los que la geolingüística se presenta con el carácter que los mapas lingüísticos han acreditado siempre; otros con diversos procesos de contacto, asimilación, variabilidad, etc., propios de la sociolingüística. O dicho con otras palabras, la geografía lingüística es una lingüística espacial; la sociolingüística, de actitudes. Entonces tenemos que la primera tiene fijación sobre el suelo y la segunda es más inestable. Naturalmente, esto no quiere decir estatismo frente a dinamismo, sino unos principios que grosso modo pueden caracterizar, pero no servir para una definición. No se olvide algo muy claro: la segunda etapa de la geografía lingüística se caracteriza por haber introducido en la creación de Gilliéron unos factores biológicos y sociales que antes no se habían tenido en cuenta2, y, gracias a ellos, nació una sociología lingüística románica anterior a las modalidades actuales de la norteamericana3. Pues bien, los informantes del grupo B son bastante coherentes en su modalidad lingüística, lo que no quiere decir que no cuenten problemas de estratigrafía social, mientras que los del A son más fluctuantes y su inestabilidad más clara y, sobre todo, deslizante en cuanto al establecimiento de unos caracteres que pueden ser rigurosamente sistemáticos. En resumen, pienso que la diacronía vendría a estar marcada en estas regiones por un principio de coherencia que sustenta a la geografía lingüística; la sincronía, por las mil motivaciones a que dan lugar las llamadas variantes lingüísticas subculturales4.

Tenemos asentados unos principios teóricos que nos permitirán el estudio del español de los Estados Unidos desde una diacronía representada por una modalidad lingüística llamada tradicional y desde una diacronía motivada por una importación tardía del español. Es innecesario decir que ambos procesos pueden interferirse y el estudio de tales variantes nos lleva al estadio C en el que se mezclan B y A e incluso A puede absorber, por su dinamismo y vitalidad, a B, con lo que a mi modo de ver puede surgir una nueva geografía lingüística, si se estabilizan las variantes o puede ocurrir también que la lengua se perpetúe en un estado de continua inestabilidad.


El español de California

California es uno de esos mundos hispánicos que viven dentro de la gran Unión, pero, para lo que aquí interesa, California nos es ajena. Basta con fijarnos en la desnudez de las cifras: en 1850, la población del estado era de 93.000 habitantes; en 1985, 25.857.5005. El comentario es fácil: el trasfondo hispánico se ha eliminado. Moreno de Alba y Perisinotto dan informes que, obtenidos de diversas fuentes, tienen un elocuente valor: todavía en 1824 los españoles o descendientes de españoles eran unos 4.080, por 360 estadounidenses y 90 colonos mejicanos. Evidentemente el cuño de aquel español era de la banda europea y no de la americana. Pero la fiebre del oro hizo que, desde 1842, llegaran oleadas tras oleadas de norteamericanos; por 1880 la cultura anglosajona se había impuesto y el hispanismo establecido en el siglo XVIII desapareció y sólo a comienzos del siglo XX llegaron de nuevo los mejicanos y su penetración no se ha interrumpido. Ante estos datos no podemos pensar en un español patrimonial de California, sino un español importado reciente, o muy recientemente, sometido al flujo de unas gentes venidas del otro lado de la frontera y que determinan la creación, si es que se crea, de un dialecto que prolonga el hablado en las diversas tierras mejicanas que dan los contingentes de emigración6.

Soy bastante escéptico sobre la duración de ese español y los caracteres que se le pueden asignar. Por otra parte, menos de cien años poco significan en la historia lingüística y cuanto se aduce no es otra cosa que el habla de tal o cual persona (siempre se aducen muy pocas), pero eso no es un dialecto local, sino personal7. Por otra parte, las mezclas que aquí o allá se dan de español e inglés nada tienen que ver con una norma lingüística, sino con el grado de ignorancia que tienen de la propia lengua o de la que están adquiriendo. El análisis de esas interferencias (¿cuántas son estables?) valdrá para estudios de sociolingüística aplicada o de cualquier otro tipo de trabajos, pero de geografía lingüística hoy no tienen nada. También dudo que lo tengan en el futuro, pues el español es eliminado por el inglés. Mi juicio no es nada subjetivo: he sido dos años profesor en la Universidad de Santa Bárbara, un verano en UCLA, he vuelto un semestre a mi viejo campus. Tengo, pues, un cierto conocimiento de la realidad porque quise estudiar aquel español que tanto me interesaba. No encontré más español tradicional que un florista que había frente a la Biblioteca Pública de la ciudad ... pero hablaba judeo-español de Salónica. Conocí algún jardinero bilingüe, pero quise, y no poco, a un entrañable colega mío de Zacatecas, padre de 10 hijos; de ellos ninguno hablaba español.

En California no hay continuidad hispánica según acreditan todos los autores y según supe yo hace más de treinta años. Pensé que otros investigadores habrían sido más afortunados y conocerían mejor que yo la realidad californiana, pero nada me ha hecho cambiar de ideas. La ciudad más española de California es Santa Bárbara, sin embargo su hispanismo es puramente folclórico: celebran una Fiesta a la que he asistido rodeado -sólo- de angloparlantes, tiene unas calles que me eran entrañables, pero ni el menor asomo de autenticidad, con unas tiendas absolutamente ajenas a nuestro mundo, con un ayuntamiento que es, dicen, el edificio más español de California, pero construido muy poco antes de 1930... Santa Bárbara es pura escenografía, como aquella calle del canon (por cañón) perdido o la otra de isla vista o el camino pescadero de más allá. El amor no se alimenta de históricas verdades, y mi casa de España se llama La Goleta, por el emplazamiento del campus en el que serví con entusiasmo.




El español de Nuevo Méjico

En 1909, Aurelio Macedonio Espinosa publicó en inglés unos Estudios sobre el español de Nuevo Méjico, que fueron traducidos al español en 1930 y 19468. Estos y otros de menos porte permitieron conocer una realidad lingüística como acaso no teníamos -ni tenemos- de ninguna región hispánica, pero Espinosa hizo más: recogió los romances de Nuevo Méjico, que publicó como anejo de la Revista de Filología Española (Madrid, 1953) y transcribió tres grandes volúmenes de Cuentos populares españoles (Madrid, 1946-47). Un hijo suyo fue estudiante del Centro de Estudios Históricos y publicó en colaboración con dialectólogos españoles trabajos sobre la aspiración en el sur y el oeste de España, la frontera del andaluz, y redactó una espléndida tesis doctoral: Arcaísmos dialectales: la conservación de «s» y «z» sonoras en Cáceres y Salamanca (Madrid, 1935). Pero hubo más: un nieto del primer Espinosa recaló en la isla de Guam, y allí transcribió romances nuestros que se editaron en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares (1953). El Español de Nuevo Méjico mereció los más acendrados elogios de Amado Alonso y, por si no bastara, él y Ángel Rosenblat enriquecieron el libro hasta límites insospechados9. Tenemos, pues, una realidad lingüística estudiada con una precisión rigurosísima y avalada con el saber de los mejores lingüistas. Pero la obra es una obra histórica. Nuestros métodos son otros y nuestros saberes, acaso, se han acrecentado. Había que volver a Nuevo Méjico para saber qué ha pasado en los ochenta años transcurridos desde que Espinosa llevó a cabo sus encuestas, pues la emigración mejicana, los reajustes a que han obligado los contactos de diversas modalidades y la presencia del inglés, exigen ver las cosas de muy otra manera. O, al menos, estudiarlas con nuevas perspectivas. Porque Espinosa dice que el nuevo mejicano tiene sus antecedentes en el siglo XVI, lo que es cierto, pero hace falta saber más: cómo se han fosilizado los arcaísmos, hasta qué punto están vivos esos dialectalismos que llevaron los primeros colonizadores, de qué manera se ha producido una nivelación desde Méjico y cómo se siente la influencia del inglés.

Por eso llevé a cabo mis encuestas en el norte del estado, donde el aislamiento permitiría un conservadurismo que en otros sitios falta y, sobre todo, podría obviar la presencia de gentes mejicanas que obligarían a un reajuste del sistema con lo que es la realidad importada. Sin pretender otra cosa que dar unas muestras de lo que yo he transcrito frente a lo que señaló Espinosa, nunca he encontrado la consonantización del wau en el diptongo au10; así jabla no fue sino haula, y bable por baúl era totalmente desconocida: uno solo de mis informantes, mujer de setenta y seis años, supo qué podía ser el baúl y aún me explicó que era como un cajón de madera, mientras que la petaquía «petaquilla» tenía también tiras de lata. Y petaquía fue el término universal. Esta palabra nos lleva al tratamiento de la -ll- intervocálica que precedida de vocal palatal desaparece siempre (cabeo «cabello», colmío «colmillo», resueo «resuello», anío «anillo») tal y como apuntó Espinosa11 y se da en el español de Tejas12. En los otros casos, el yeísmo tiene una y extraordinariamente abierta, como he encontrado en tantos sitios de América, como por otra parte señaló Canfield13.

Mis observaciones sobre la articulación de f o la pérdida de -d- intervocálica coinciden con lo ya sabido; sin embargo, anoté una v labiodental, una r retroflexa y ph- aspirada en hablantes que, sin duda, estuvieron influidos por el inglés, mientras que tratamiento tan generalizado como el paso de -sd a -z-, documentado por Espinosa, nunca lo transcribí14, ni -sb- > f o h. Y, en otros casos, mis informes -bajo el amparo del polimorfismo- fueron de una complejidad nunca señalada. Tal es el tratamiento de -sl- en el interior de palabra (p. e., isla) o en fonética sintáctica (los labios): transcribí -sl - en un hombre viejo de Taos, en una profesora universitaria procedente de Valle de Bueyeros, en una maestra de Santa Fe (setenta y seis años); -zl- en un hombre de Albuquerque (treinta y seis años), alternancia de soluciones (incluyendo -hl- en hablantes de Peñascal, Gallup y Albuquerque) y la evolución hasta -ll-, tan sabida en el mundo hispánico15, en una mujer (ochenta y dos años) de Taos. Es decir, mis encuestas apuntan hacia una complejidad mayor de la que conocíamos, pero conforme con lo que pasa en los dialectos de esta banda del Atlántico (Murcia, Andalucía, Canarias, etc.). Como parece que la edad no condiciona los hechos y la presencia de -sl- se da en gentes de menos edad y bilingües, podremos pensar que los diversos grados de sonorización, aspiración o asimilación son hispánicos, mientras que el mantenimiento de una s sorda será influencia del inglés.

Comparando los informes obtenidos en Taos de una mujer de ochenta y dos años con los de otra de Albuquerque, de treinta y seis, podemos señalar algunas particularidades (considerar únicamente el capítulo I del cuestionario16): coinciden ambas en la conservación de dialectalismos como párparo, lagaña, molacho «desdentado», caliyero / calihero «dedo índice»; otras, la mujer más joven, e instruida, tenía un léxico más libresco (castaño por acafetao, piel por cuero, sienes por sentido, mejilla por cachete, gacho por turnio «bizco», paladare por palagare, erutar por regoldar, corcova por joroba, orine por miaus, tobillo por hueso sabroso), menos preciso (chopito por popote, mocho por manco) o, simplemente diferente (chapo voz azteca, por bajito). Esta cala sirve para hacernos ver el arraigo dialectal del español nuevo-mejicano, la erosión que producen unos conocimientos librescos y el resultado de unas interferencias. Acaso lo que debamos estudiar con una proyección mayor, pero que de momento sirve para ir apuntando procesos que tienen un carácter general y que en Nuevo Méjico se manifiestan con no pocas precisiones. En el fondo, insisto, queda un poso dialectal denunciado por unos rasgos que se conservan en variados niveles, por más que se tienda a un tipo de normalización. No digamos con qué rapidez se producirá, pues la lengua aunque herida, manifiesta su propia vitalidad. En 1909, Espinosa decía que la -e paragógica no se confirmaba en Nuevo Méjico «excepto en algunos casos muy raros, que no merecen especial consideración» (§ 199); sin embargo, anoté su presencia en Valle de Bueyeros con cierta frecuencia tras -r y menos tras -l y -n, en modo alguno como motivo portugués.

No es el momento de analizar toda suerte de coincidencias o discrepancias que se pueden obtener de materiales transcritos con ochenta años de diferencia, pero en las muestras que he presentado podemos atisbar rasgos de vitalidad, de erosión o de sustitución que pueden orientarnos sobre la vida del dialecto. Sin embargo, hay ámbitos donde perduran unos arcaísmos sorprendentes (el banco de la doctrina sigue designando al «pupitre») o en el enfermo, apesadumbrado por sus dolencias, siente que sus órganos afectados o las enfermedades que amagan tienen su nombre sólo en inglés, la lengua del médico que le asiste. Como ingleses son los términos de una enseñanza que no se practica en español.

La lengua es aquí arcaizante, como lo son los cristos de palo con sus brazos articulados o los santos vestidos de remotos soldados españoles, o la emoción medieval de los romances religiosos o las misiones -ya- en ruinas o tantas cosas como evocan el occidente leonés o las tierras luminosas de Andalucía. Todo supervivencias de un pasado que se hermana en la lengua o en la fe. Pero no hay que olvidarlo: el español está herido, desde que muchas cosas cambiaron en muy pocos años: España se fue en 1821; vinieron -o siguieron- los mejicanos y sólo duraron un cuarto de siglo, pero aquel español era de cuño mejicano, tanto en los hispanismos propios (cachetazo «bofetada», chueco «patiestevado», mancuernilla «gemelo», mollejón «piedra de afilar», halar «arrastrar», etc.) como en los indigenismos (coyote «cruce de español y americana», guaraches «sandalias», metate, milpa «maizal», etc.).

En 1912, Nuevo Méjico pasó a ser el 47 estado de la Unión y las cosas cobraron un sesgo distinto y acelerado. La enseñanza se impartió sólo en inglés y el español quedó como lengua familiar, se anquilosó y aceptó no pocos anglicismos (overol «buzo, mono de vestir», payama «pijama», cinc «fregadero», dostiare «quitar el polvo» < inglés dust, beibe «recién nacido», grampa «abuelo», guaino «borracho» < inglés wein, choque «tiza» < inglés shalk, escuela alta «escuela secundaria», etc.). Ante este inglés los viejos se aferraron a su lengua, pero sus hijos fueron a una escuela en la que ya no se hablaba español. Esa segunda generación posterior a 1912 ya era bilingüe; los hijos de ella sólo se sentían cómodos hablando en inglés. Ahora aún pueden coincidir tres generaciones: bilingües con preferencia del español, arrinconado como lengua familiar; bilingües para quienes el español patrimonial va siendo substituido por un español normativo aprendido en los centros académicos; monolingües de inglés. He aquí cómo y por qué el español tiene debilitadas sus posiciones. Sin embargo, no todo es negativo: persisten rasgos muy arcaizantes, como la -e paragógica, que tiene vitalidad todavía, aunque hace ochenta años se diera por perdida. Pero el español de Nuevo Méjico sufre la presión del inglés, por el establecimiento de hablantes que ignoran el español, por una organización federal que, paradójicamente, es muy unitaria, por la aceptación del inglés por todos. Porque aquí no ha habido resistencias tenaces como la de Puerto Rico; se aceptó sin mayores protestas la nueva imposición, y bastó con ello. Acaso hubo errores, como creer en una desvinculación de Méjico y una evocación más o menos idealizada de España. Pero Méjico estuvo siempre aquí, en la colonia, en la independencia y en los contactos cotidianos. Nos planteamos ahora problemas de geografía lingüística y de relación entre lengua y sociedad mucho más complejos que en 1909, pero ni siquiera en 1909 eran como los conocemos tan sólo por la obra de Espinosa. Las encuestas del Atlas de América así han venido a decírnoslo17.




El español de Tejas

Por todas las razones que he expuesto anteriormente, la investigación en éste, como en otros estados de la Unión, está condicionada por olas de emigración mejicana. Es imposible encontrar gentes afincadas desde hace varias generaciones; lo normal es que de las regiones próximas vengan emigrantes cuyo establecimiento no es siempre duradero, que continúen manteniendo constante relación con su patria de origen y que reflejen el español mejicano de su procedencia. Es decir, más que el español de Tejas, lo que puede obtenerse es un español en Tejas. Vuelvo a lo ya dicho: la sociolingüística podrá ejercer aquí muy variados ejercicios, pero la geografía lingüística, no. Me decidí a buscar los herederos de aquellos canarios que, en el siglo XVIII, oyeron la voz del rey de España y se vinieron a poblar. Página ésta emocionante y bellísima de una colonización18.

Hubo un primer asentamiento en 1691, en 1722 se mejoró el presidio; en 1781, llegan 15 familias canarias. Sabemos sus nombres y sabemos infinidad de cosas: la media filiación de los pobladores y sus penalidades. Sabemos que el 19 de julio de 1793 el capitán don Juan Antonio de Almazán convocó a los canarios en el patio de armas del presidio: el rey les concedía ejecutoria de hidalgos porque habían sido colonizadores19. Tengo testimonios de un silencioso y emocionante heroísmo. Me baste ahora con transcribir un nombre: María Rodríguez Robiana20. Cuando en 1846 se libró la batalla del Álamo, los canarios empezaron a contar muy poco y hoy su lengua se empapó de los usos de Coahuila o de Tamaulipas. Pensé que el español tradicional sería el de esos descendientes de las Islas, los que escucharon la palabra del rey de España («porque ésta es la primera población política que de esta colonia se ha de formar en la provincia de Tejas, declaro que ésta debe ser y sea ciudad»21 y que hoy se dicen «descendientes de los canarios, hidalgos de Tejas, granaderos de Gálvez e hijos de la república de Tejas». En San Antonio investigué el español del estado por razones que me parecen suficientes, pero transcribí de muy diversos informantes: cuatro canarios», una hispanohablante de San Antonio, pero de origen mejicano, y un hombre de San Benito que hablaba «español fronterizo». Los resultados pueden dar pie a numerosos trabajos, pero voy a apuntar sólo unos cuantos motivos que hoy pueden ilustrar mi objeto.

No encontré arcaísmos comparables a los de Nuevo Méjico (tráiba o cáiba por «traía», «caía»), ni polimorfismo en el tratamiento del grupo -sl-, pero sí otras cosas: hablantes con [x] poco tensa, en vez de [h], polimorfismo verbal (vinistes, forma vulgar; vinistes, forma habitual; viniste, forma libresca) y, en fonética, algún caso de v labiodental al responder en las preguntas, no en conversación, o ř claramente asibilada. Los nahuatlismos léxicos son muy abundantes (popote, molcajete, coyote, elote «mazorca tierna», sopilote, huojolote «pavo», sacate «hierba», etc.), lo mismo que los mejicanismos nacidos en el español (huero «rubio», blanquillo «huevo»). Y, por último, como siempre, no faltan los anglicismos (sut «traje», payama, panti «bragas», pin «aguja del pelo», escuela alta, choc «tiza», octopus «pulpo»). No es éste el momento de estudiar cómo el inglés ha ido penetrando y señalar su cronología, las disponibilidades léxicas que ofrece o los campos léxicos a los que afecta. Queden apuntadas todas estas posibilidades.

Ahora bien, este español tejano ha sido sorprendido en un corte sincrónico que para mí fue el año 1987, pero que nos permite una diacronía hacia el futuro y proyectar nuestra mirada hacia el pasado. Basta pensar en esa serie de calas que he ido haciendo y otras que podríamos tentar ahora. Porque hice encuestas con una mujer de San Antonio, pero no descendiente de los isleños, y con un hablante de español fronterizo. Veamos la información que puedo obtener.

Paso a cotejar el español de uno de los más orgullosos isleños de San Antonio con el de una mujer de familia de Coahuila. Ambos informantes son cultos y de edad relativamente próxima (cincuenta y siete y cuarenta y nueve años, respectivamente). En fonética señalo el cierre de e y o en los diptongos (pior, cuete frente a peor, cohete), la pérdida de -y- en contacto con vocal palatal (gaína en el hombre, gayina en la mujer), relajamiento de r inicial (rosa frente símboloosa) o su asibilación en posición final (mar frente a mař), reducción de los grupos cultos (oservar frente a observar, manesia frente a magnesia), etc. Estas brevísimas muestras señalan cómo el español aprendido en Tejas dentro de una tradición familiar de carácter oral mantiene unos ruralismos o vulgarismos que faltan en quien ofrece una modalidad mejorada por el uso escolar y en la que los rasgos mejicanos se hacen más evidentes.

Si comparáramos esa misma modalidad del informante tejano-isleño con la del hombre que se manifestaba como hablante del fronterizo, tendríamos que éste se caracterizaría frente a aquél por tener y (gayina por gaína), por perder la -d- intervocálica (soldao por soldado), por conservar los grupos cultos (obsequio por osequio, administrar por aministrar, magnesia por manesia, himno por hino). No mucho, y menos si pensamos que también se documenta el polimorfismo. Acaso mayores sean las discrepancias en el uso de los sufijos y en los participios irregulares, que el hombre que hablaba fronterizo las hacía de acuerdo con la norma común (roto frente a rompido, deshecho frente a deshacido). Digamos que tampoco hay unas diferencias insalvables, sí lo ya observado: un español que se siente como herencia inalienable, pertinaz en un mundo ajeno, se anquilosa o se deturpa. Aquel hombre culto, archivero de los documentos del condado de Béjar, había adquirido una cultura inglesa y su español, perfecto como modalidad tejana, tenía no pocas dificultades en la escritura, mientras que las gentes vinculadas a Méjico ofrecían una normalización digamos escolar.

Todo esto suscita otras cuestiones: el arcaísmo regional. Quiero ejemplificar con un campo léxico en el que su obligada modernidad nos permite sorprender curiosísimos arcaísmos. Me refiero al campo léxico del automóvil22. En el cotejo sacaré a colación el español de Puerto Rico, tan asediado por el inglés y, para Méjico, unas encuestas que hice en Tamaulipas, al norte del país. Al comparar vamos a ver cómo el español de Tejas mantiene el carácter rural de su lengua. He aquí unos cuantos testimonios:

Encuesta

Se ha trasplantado el léxico campesino a la nueva realidad, sólo en aquello que podía tener una correspondencia (rueda, arrear, frenar), pero, cuando el léxico afectaba a cosas que no existían en las carretas de bueyes, la penetración del inglés es ostensible y el español de Tejas se presenta totalmente anglicado:

Encuesta

Los ejemplos muestran cómo en un país donde la instrucción se hace en español, es un español generalizado el que se emplea, incluso en unos tecnicismos muy modernos, mientras que en otra región, donde no hay instrucción en lengua vernácula, se traslada de campo léxico el significado de las palabras mediante un proceso muy sencillo de comparación, o se adapta directamente del inglés aquello que no tenía correlación en el viejo mundo rural23.




El español de Luisiana

Una vez más, los canarios escucharon la llamada del rey y vinieron a poblar. Han pasado más de doscientos años y ahí siguen. ¿Por cuánto tiempo? La Luisiana fue descubierta por Álvarez de Pineda en 1519, pero sólo en 1762 se puede hablar de un asentamiento español: duró poco, hasta 1803, año en que la provincia no sólo volvió a Francia, sino que Napoleón la vendió a Estados Unidos24. España no hispanizó la Luisiana, pero los emigrantes canarios que trajo el gobernador don Bernardo de Gálvez han continuado con sus fidelidades. En 1778 llegó el navío Santísimo Sacramento y a él siguieron La Victoria, el San Ignacio de Loyola, el San Juan Nepomuceno, el Santa Faz y el Sagrado Corazón de Jesús, 2.010 canarios que se asentaron por tierras de Nueva Orleáns. El reclutamiento de estas gentes se hizo en Tenerife (un 45 %), Gran Canaria (40 %), Lanzarote y La Palma (el 10 % restante), lo que deberá tenerse en cuenta cuando se estudie con rigor el origen del léxico canario en la Luisiana. Gilbert C. Din ha escrito el mejor tratado que conozco sobre esta cuestión y a él me remito para conocer los asentamientos y primeras vicisitudes25. Los herederos de esa emigración se encuentran hoy en la parroquia de San Bernardo, distribuidos en las pequeñas ciudades que la constituyen.

Como en tantos sitios, busqué las gentes que han mantenido su español del siglo XVIII. Hay otros hablantes de español, de tiempos distintos o de intermitentes asentamientos. La continuidad la dan sólo aquellas gentes que día a día fueron dejándose la vida entre los pantanos y la soledad. Escuchar los relatos de sus vidas es la más angustiosa de las amarguras: los huracanes que, ya en nuestro siglo, obligaron a la dispersión. Entonces estos hombres, que nos han abierto las puertas de sus casas nos cuentan: la mujer que huyó del fango que iba ascendiendo y que, envolviendo en una manta a la tierna criaturita, escapó del barro que ascendía. Cuando se creyó a salvo, sólo abrazaba un trozo de paño, pues el niño se le había perdido. O aquel hombre horrorizado que con su perro trepó a la copa de un árbol (barro y más barro) y allá, en la quima, se encontró con las cabezas enfangadas de cuatro culebras que lo miraban con ojos estáticos y le amagaban con sus lenguas bífidas, aterradas las serpientes por el odio implacable de la naturaleza. O el hombre que vio desaparecer su casa y nada quedó en la certeza del solar en que se asentó hasta aquel día aciago, pero en la primavera acertó con su pobre parcela, al abrirse las flores que tenía sembradas. Son mil historias que transcribí y anoté nombres y apellidos. En las muchas horas que grabé y en los cientos de páginas que rellené están las circunstancias personales de gentes que vinieron de mis Islas y que en estas tierras inmisericordes vieron acabarse unos linajes que aquí buscaron su buenandanza.

Lo que he contado no es una colección de recuerdos patéticos, aunque lo sea, sino la proyección de unos hechos reales sobre la lingüística, porque aquellas gentes que vivieron apiñadas conservaron su lengua como instrumento que daba coherencia al grupo. Los huracanes destruyeron los poblados y aquellos canarios buscaron asentamientos más seguros; se dispersaron y, al dispersarse, les faltó unidad, se casaron con mujeres ajenas al grupo, sus hijos aprendieron inglés, y ya no hablaron español. Cada isleño fue una isla que se comunicaba con otras y con otras, pero ya no era el grupo trabado, sino la imagen de una continuada erosión. Hoy los pequeños ordenamientos siguen utilizando un espléndido español, pero en muchas casas el superviviente ya no es sino el robinsón que sobrenada del naufragio. No sé cómo se puede decir que esto sea criollización, es, simplemente, pertinacia de una presencia y su fatal hundimiento. He trabajado con muchas gentes y en casas donde su hospitalidad más generosa me hacía sentir las Islas Canarias, tan mías. El hombre o la mujer hablaban español con la misma soltura con que yo lo hago; los otros miembros de la familia, no lo sabían. Ni chapurreo ni empobrecimiento, lisa y llanamente un tajo brutal y la desaparición de la lengua. Los hablantes de español cuando están dispersos se reúnen para evocar los tiempos pasados, pero los tiempos pasados no les permiten volver a una vida que desapareció: agricultores o pescadores mudaron de oficio, los tramperos que juntos iban a cazar ratas de agua, ya no ejercen su oficio, pues las ratas han sido exterminadas. Hay que saber dónde se agrupan los hablantes de la lengua, si pertenecen a poblaciones próximas, los que se han ido alejando han perdido el viejo instrumento de comunicación que sobrevive en la mudez de aquellos hablantes, hasta que un día el dialectólogo venido de tierras lejanas vuelve a pulsar las cuerdas adormecidas y aquellas gentes hablan.

La dispersión llevó a unos contactos que no se dieron en la continuidad de los siglos. Porque esta gente, con su lengua, trajo algo que está vivo en las Islas Canarias más que en ninguna otra región del mundo hispánico. Transcribía palabras en Poyrás y me «romanceaban» como si estuviera en el Hierro o en la Gomera y, entre mis papeles de dialectólogo, copiaba los viejos textos de Bernal Francés, Delgadina, La vuelta del esposo, La blanca niña, La fe del ciego. Y estos motivos folclóricos sirvieron de llamada de atención para conocer los hechos lingüísticos26. Samuel Armistead ha señalado la existencia de tres dialectos hispánicos en la Luisiana27: el isleño de San Bernardo, el brulí de Donalsonville (al sur de Baton Rouge) y el adaeseño de Natchitoches y Zwolle. La vitalidad no es la misma en cada caso, ni tampoco los elementos constitutivos, pues los nahuatlismos en adaeseño son más abundantes que en las otras dos variantes y, si nos atenemos a los textos que Armistead transcribe, esta última variedad está plagada de anglicismos. Responden las tres peculiaridades a una formación cronológica distinta y que para mi interés debe orientarse hacia el isleño.

Raymond McCurdy publicó en 1950 un trabajo que es el punto de partida para los estudios del español en Luisiana28, John M. Lipski imprimió en 1990 un libro que no podemos llamar afortunado29. En 1991 hice dos campañas (en la primavera y en el otoño) que me permitieron recoger una infinidad de materiales, según paso a describir. Busqué isleños en San Bernardo, en Poyrás, en Violet, en Delacroix, en Meareux y en Belle Rose, pero mis datos más importantes proceden de los tres primeros puntos donde tuve informantes de sesenta y ocho a ochenta y seis años. Por tanto representan una modalidad arcaizante, pero es la única que nos lleva a las generaciones que tenían como propio el español, por más que fuera una lengua familiar, pues la enseñanza todos la recibieron en inglés. Así, pues, no pocos de mis colaboradores sabían escribir en la lengua nacional, pero no en español. Y, al rellenar mis cuadernos, empezaron a surgir las sorpresas: aquellas gentes tenían un español en el que cerraban la o final, tenían n velar en la terminación, su ch era más retrasada que la castellana o adherente semiensordecida; ante aspirada, la nasal desaparecía (naraha, sahita «zanjita»), el género de ciertos sustantivos (el sartén, el costumbre, la chincha, la ingla), la sufijación directa sin infijos (piesito, dulsito, lechita), la terminación -nos por -mos en la conjugación (estábano) y la traslación acentual (véngano), todo, todo canarismos. Y no digamos el vocabulario: con los lusismos de las Islas (andoriña «golondrina», enchumbarse «empaparse», fecha «cerrojo», frangoyo «muchas cosas juntas», gago «tartamudo», taramela «aldaba», etc.), con los indigenismos (beletén «calostro», guirre «aura, zopilote», gofio), con los dialectalismos (botarate «manirroto», crup «difteria», despechar «destetar», machango «rechoncho», mancar «herir», mes de San Juan «junio», nombrete «apodo», quejá «mandíbula», santiguar «rezar para que desaparezca una dolencia», virar «girar», vuelta carnero «voltereta»). ¿Para qué seguir? Me decidí a volver a la Luisiana, pero ahora para interrogar el cuestionario que utilicé en el Atlas Lingüístico de las Islas. La cosecha se acrecentó con mil coincidencias fonéticas gramaticales y con otras tantas de vocabulario (calzones «pantalones», cambao «curvado», camisilla «camisa de mujer», cascarón «corteza del pan», concha «cascarón», enamorar «cortejar», encucriyao «acuclillado», entumío «entumecido», herver «hervir», hurgunero «barredor del horno», nío «ponedero», parel «remos emparejados», picar «guiñar el ojo», quebrá «hernia», quemar «escocer», troha «desván», tupir «obturar», (el más) viejo «el hijo mayor»). Quien tenga oídos para oír no podrá decir que éste sea un español residual, ni acriollado, ni cualquier otra ocurrencia tan poco afortunada como éstas. El español que transcribí en la Luisiana es un espléndido español, vivo, riquísimo y expresivo. Español que prodigiosamente manifiesta lo que era cuando se trasplantó y que sigue siéndolo ahora. He dado unas muestras muy pobres, pero creo que espectaculares: se conservan prehispanismos o lusismos de las Islas, incrustados en un español de noble ejecutoria en el que se han cumplido aquellos procesos de adopción, adaptación y creación que he estudiado en la lengua de Canarias30. Y no quiero repetir hasta el hastío, pero no sólo rellené el cuestionario del atlas de América31 con tres informantes, y el de Canarias32 con otros cuatro, sino que además pregunté íntegramente el que me permitió publicar los cuatro grandes volúmenes del léxico marinero33 y todos los motivos que aparecen en la North American Wildlife de Reader's Digest (1982) y todos los motivos léxicos que aparecen en los trabajos de McCurdy y de Lipski. Si me fijara en lo que este autor llama «vestigial spanish» las correcciones que habría que hacerle serían tantas como a sus ideas teóricas, pero quiero atenerme a lo que sé: dos informantes me fueron rectificando sus definiciones o rectificando sus transcripciones o negando la existencia de otros términos que él da siempre sin comprobar. Mis datos tienen nombre y fecha y lugar y transcripción fonética, lo menos parecido a la recogida apresurada u ocasional.

Pero este español es un cuerpo vivo, y que ha vivido. El inglés poco ha influido sobre él y ese poco creo que es bastante reciente. Por ejemplo, payama, siper, snäp «broche», spring «colchón», marqueta, escuela alta «centro de segunda enseñanza»; pienso que dada la escasez de anglicismos y su evidente modernidad, también serán recientes chitín «apuntación fraudulenta para un examen» (inglés cheating) o las designaciones del tirachinas: matanegros o nicašura, que no son sino traducción o adaptación del nigger shooter. Creo que esta penuria de anglicismos se debe al aislamiento en que se encerraron los isleños; sólo cuando las adversidades les obligaron a abrirse es cuando el contacto con el inglés se convirtió en realidad; antes, fue el francés la lengua con la que estos canarios se relacionaban y lógicamente el trato con los braceros de color en los trabajos más penosos o el contacto con una sociedad más desarrollada hizo que los galicismos sean abundantes en el español trasplantado a la Luisiana34. Creo que se pueden ordenar sin mucha dificultad los préstamos que pertenecen al francés común o los que se han transmitido a través de esa lengua evolucionada que es el cajún35. Para facilitar la ordenación, recordaré -siguiendo a Mons. Jules O. Daigle36- que creòle (en español criollo) sería la lengua hablada por los descendientes de los colonos franceses y que hoy apenas se conoce; nègre (español negro) es la corrupción del criollo en boca de los esclavos traídos de África, que aún se habla en la parroquia de San Martín y en Opelousas; por último, cajún es el francés propio de la Luisiana, única lengua original de la región, que evolucionó en tierras que pertenecieron a Francia y cuyos pobladores fueron sometidos a mil vejaciones y persecuciones por los norteamericanos dominante37. De acuerdo con todo esto podríamos pensar en términos que pudieran ser del francés común, si es que acaso no se han adquirido de una generalización que tales voces han tenido en muy amplias zonas del español; las dificultades inherentes me hacen pensar en que son galicismos brasié «sostén del pecho» (fr. brassière, que ya en el siglo XVIII era «jubón de mujer, almilla»), colié «collar» (fr. collier), mientras que en cajún emplean el hispanismo collar, gardefur «balaustrada» (fr. garde-fou con el mismo significado), garmansé «aparador para poner la loza» (fr. garde-manger), pañé «cesto» (fr. panière), papel sablé «lija» (fr. sablé «cubierto de arena»), pití lorié «laurel» (fr. petit laurier, pues grand laurier es «magnolia» en cajún), pusá «halar el bote con la percha» (fr. pousser, pues en cajún utilizan push), robiné «grifo» (fr. robinet), sosa «salsa» (fr. sauce), sosón «calcetín» (fr. chausson), surito «el ratón más pequeño» (fr. souris), tablié «delantal» (fr. tablier), etc.

Por el contrario, si nos atenemos a la guía, para mí mucho menos que infalible, de Jules Daigle, pertenecerían al cajún (ar)ranchá «preparar» (< arranger), bayul-bayules «brazo(s) del río» (< bayou), creón «tiza» (< crayon), politisián «político» (la misma forma en cajún, desviada del fr. politicien), prería «prado» (cajún prairie, como en la lengua literaria).

Mucho podría ampliar las referencias en cada grupo, pero -como tantas veces- nos valga un breve manojuelo de ejemplos. Se trata de unos galicismos oídos y adaptados a la fonética del español. El cajún en el inventario que tengo a mi alcance no es nada preciso: acepta términos del francés normal y olvida otros que se oyen en la Luisiana, se carga de anglicismos y no considera los términos franceses pertinentes. Aun a riesgo de algún error, he considerado esos dos grupos en los que los sonidos franceses se han asimilado a los españoles más próximos y en los que la ordenación se ha hecho porque no figuren en el diccionario de Daigle (los primeros) o se hayan recogido en él (los segundos). He querido mostrar, simplemente, la riqueza de este español, su arraigo en una tradición insular y los préstamos que le llegan por contactos con otras lenguas; ahora es el francés el adstrato que más activamente actúa con dos modalidades diferentes. Y nos quedaría por anotar lo que es español y no procede de ninguna parte, sino que se ha motivado en esta región de Nueva Orleáns. Me refiero al tratamiento de la r con sus infinitos testimonios de metátesis simple progresiva (drento, parde «padre», pierda «piedra», lardiyo «ladrillo», asúcra «azúcar»), regresiva (acuedro «acuerdo», pedriendo «perdiendo», cuedra «cuerda», etc.) o epéntesis (alantre «adelante») y alternancia en el tratamiento del grupo -dr-, sea eliminando la d (virio «vidrio»), sea desarrollándola donde no había (pedresa «pereza»). Bien sé que es un fenómeno que se da en el mundo románico, según Ilmari Lathi38, y que en español cuenta con mil ejemplificaciones, harto abundantes entre los sefardíes39, pero me parece que tanta riqueza y constancia merece la pena que sean consignadas.








Conclusiones

Hablar de diacronía y sincronía en el español de Estados Unidos es enfrentarnos con una enmarañada serie de problemas. Me he decidido a seleccionar los que tienen que ver con la geografía lingüística porque permiten comparaciones coherentes y muy precisas. Estar sobre la tierra durante siglos nos permite hablar del español de, mientras que establecimientos transitorios, válidos para los estudios de sociolingüística, valdrán para estudios sobre el español en, que son otra cosa. Lo que he querido señalar no es una presencia ocasional o tan reciente que no nos permite enfrentarnos con una situación estable sino más bien movediza y muchísimas veces insegura. En otra ocasión me he ocupado de bilingüismo y diglosia en el mundo hispánico40 y no quiero repetir lo que entonces dije. Ahora puedo apuntar hacia otras cosas. El español en Estados Unidos obedece a dos motivaciones distintas: hubo zonas en las que era la lengua patrimonial de casi toda la población y ahora ha sido desplazada por otra, el inglés, que no entraba en los planteamientos iniciales. Los datos que facilita Yolanda Russinovich Solé41 son harto expresivos: en 1980, los hispánicos eran el 37 % de la población de Nuevo Méjico, el 21 % de Tejas, el 19 % en California, el 6 % en Arizona y el 12 % en Colorado. Esto quiere decir que la población que teóricamente habla un español patrimonial ha decrecido mucho. No cuento la situación en Nueva York, Florida e Illinois, porque pertenece a inmigraciones tardías. Tenemos, pues, un español invadido por el inglés en territorios que pertenecieron a la Corona y, tras la independencia, a Méjico, y tenemos un inglés invadido por el español por causas de ciudadanía, trabajo o exilio político. Son, pues, dos situaciones totalmente distintas y que requieren tratamientos diferentes.

De ahí la restricción que he impuesto a mi trabajo, única manera de darle coherencia y de establecer un rigor científico. Ahora bien, los asentamientos de españoles en estas regiones son de épocas distintas, pues si en Nuevo Méjico hemos de remontarnos al siglo XVI, en Luisiana o Tejas tenemos que limitarnos al siglo XVIII. Disponemos de unos puntos de referencia a partir de los cuales podremos hablar de la diacronía de la lengua hasta alcanzar los días del siglo XX en los que estamos viviendo. Esa situación no ha permanecido incontaminada, sino que se condicionó por multitud de problemas a los que he atendido, pero nos interesa señalar que la situación antigua desapareció, como ha ocurrido en California, fue condicionada por las hablas de Méjico (Tejas, Nuevo Méjico) o mantuvo una sorprendente independencia (Luisiana), por más que no podamos ignorar todo lo que han significado los problemas de las lenguas en contacto o de los diversos adstratos con los que el español ha convivido. Entonces no queda más remedio que investigar qué ha ido pasando durante un período de tiempo de más de dos siglos y aquí llegamos a una sincronía marcada por unos recursos de la investigación de hoy. Tenemos un límite ad quem y un corte a partir de la segunda mitad de la década de los 80. La geografía lingüística nos facilita una investigación coherente, con unos datos cronológicamente homogéneos, con una investigación in situ, hecha por un profesional de la dialectología. Creo que nos encontramos con unas posibilidades muy precisas para referir una situación sincrónica a una determinada sincronía y, en ocasiones, disponemos de otros cortes hechos en ese proceso evolutivo que nos permiten ir asegurando los pasos que podamos dar.

Tenemos, pues, un español asentado que sufre la intrusión del inglés y, recíprocamente, un inglés establecido después y en el que se incrustan oleadas de emigrantes. Al estudiar la primera de tales situaciones nos encontramos con que el siglo XVIII es un momento crucial para fijar los asentamientos españoles en Tejas y la Luisiana, pero, por razones de geografía, entre los estados de la Unión y de proximidad con Méjico surgió una nueva ordenación: Nuevo Méjico-Tejas, de un lado; Luisiana, de otro. Las características que hoy denunciamos en cada uno de estos dos complejos son totalmente diferentes, pues mientras el primero se ha mejicanizado, el segundo ha mantenido su peculiaridad española con algún nuevo elemento conformador: las hablas acádicas derivadas del francés.

Se nos plantea un nuevo problema: en Tejas y Nuevo Méjico el contacto de las gentes de origen español con los chicanos lleva progresivamente a la absorción de los viejos colonizadores por los nuevos emigrantes: el número, la actividad social, el amparo en una nación próxima, han determinado una acción sobre las gentes asentadas. No puede silenciarse algo evidente, aquellos hispanohablantes tradicionales sin apoyo en más fuerzas que las propias, cada vez más mermadas, con una lengua que se iba empobreciendo conforme quedaba reducida a un instrumento de comunicación doméstica y poco más, se encontró con aquellas gentes que sólo poseían el español, pero que en él tenían su amparo y su defensa. La sociedad tradicional se dejó ganar lentamente por cuanto representaban los nuevos allegados y aceptaron los nuevos modos que traían. En un trabajo muy reciente, Dino Pacio Lindin42 dice que «el número de mexicanos en los Estados Unidos en 1991 es probablemente de unos veinte millones. La mayoría se concentran en el suroeste». Estos chicanos se consideran mestizos de indígenas y españoles, y «nuestro corazón es latino». Todo son motivos para atraer a unas gentes que están como naves desarboladas en un mundo en el que el inglés se impone hegemónicamente. Acaso se explique así la captación del español de Tejas (relativamente moderno) y de Nuevo Méjico (relativamente antiguo) por una modalidad lingüística diferente de la propia, pero más vigorosa. El español de Tejas se acerca a las modalidades mejicanas. Ahora bien, vemos que el polimorfismo se generaliza a muchos fenómenos y ello no es otra cosa que inestabilidad lingüística. Pero esto no es bastante para eliminar las peculiaridades locales, al menos no parece haberlo sido y resulta que fenómenos negados por Espinosa tienen hoy manifiesta vitalidad. La lengua ha sufrido el ataque del inglés y se ha defendido unas veces; otras se ha sometido. Pero da la imagen de presentar no pocas heridas y esto nos denuncia una sincronía actual.

En Tejas las cosas son semejantes. El español tejano es de cuño dieciochesco, y difiere en algunos rasgos del novomejicano y aun tenemos informes que acreditan la simultaneidad con rasgos diversos procedentes del propio dominio, pero lo que caracteriza a esta modalidad lingüística es el ruralismo de algunas parcelas de su vocabulario, lo que es tanto como decir el arcaísmo de la modalidad considerada. Y es que el español, sin enseñanza escolar, vuelve a ser una nave al garete, condenada al naufragio porque no tiene asideros que le permita hacer fuerzas contra la invasión.

Totalmente distinto es el caso de los establecimientos en la Luisiana. No hubo forma de enfrentar la propia modalidad lingüística con otra hispánica y los isleños se quedaron totalmente aislados y pudieron conservar incólume su propia peculiaridad, manteniendo los dialectalismos y sintiendo el orgullo de su origen, pero su historia lingüística es la historia de su propia vida. Y el dialecto canario de estas gentes está llamado a desaparecer porque la dispersión a que se han visto obligadas quita coherencia al grupo y no tiene la ayuda de otros hispano hablantes. La desaparición de este español dudo que tenga carácter gradual; se perderá de golpe cuando sus últimos hablantes ya no puedan comunicarse con él. Los matrimonios fuera del grupo, el inglés de la escuela, la prosperidad económica de las gentes, llevará del dialecto canario a la desaparición del español. Lo he visto ya: algunos de mis informantes, acaso los mejores, son los últimos hablantes de aquella lengua viva durante bastante más de doscientos años. Sus hijos ya no hablaban nada de español. También he asistido a la agonía de la lengua. Estuve en Delacroix, el viejo Chelito, noventa y seis años a cuestas, me decía: «Yo soy americano, pero mi sangre es española. Nunca hubiera disparado en una guerra contra España. Hubiera clavado en el suelo la boca del fusil». Su hija habla español, y su yerno, y las gentes que vienen a la taberna. La lengua da cohesión al grupo, pero algo después fui a un pueblo que tiene el desdichado nombre de Belle Rose. Encontré a Manuel Cavalier, solo en su vacío lingüístico. Me dio hospitalidad, la hija, sin una palabra de español, me invitó. Pero el inglés había reemplazado a la que fue la lengua de aquel hombre. Cuando me quedé a solas con él, rompió a hablar: la paré del soyao. Después desgranó palabras sueltas y me dijo en inglés que sus abuelos vinieron de las Canadian Island y a él aún le quedó el gesto de algún recuerdo. Pobre recuerdo, pero aún mentó guiro que en las Islas es guirre y que en América tiene los nombres de aura, zopilote, galembo, zamuro, chulo, carranco o gallinazo. Anoté unas cuantas naderías arqueológicas, ni vestigios, ni residuos. El olvido no puede sobrevivir a la soledad. Pasé un largo rato con él y transcribí diez palabras, algunas mal dichas y todas con acento inglés. Pienso en Antonio Udina o en el indio Ishi43. Ellos hablaban dalmático o yahee, Cavalier (¿no sería Caballé?) era menos que una sombra. ¿Qué puede dejar en la tierra donde vive?

Un día (digamos siglo XVIII) se estableció un jalón lingüístico, era un corte sincrónico y, desde él, iba a caminar la sincronía. Desde 1987 he ido a los estados donde aún se habla español, he dado otro corte sincrónico y, al comparar, he podido ilustrar la diacronía. Mis pretensiones han sido estudiar la geografía lingüística como método que daba seguridad a mi trabajo y, sobre todo, podía mostrar una lengua asentada con cuantos avatares la hayan acosado. Quedan otros estudios, los de sociolingüística, pero plantean cuestiones diferentes y exigen métodos distintos. Con la sociolingüística, la diacronía posiblemente no se hubiera iluminado. Quedan estas páginas en las que he anotado mis encuestas personales y he establecido, desde el hoy en que trabajo, los diversos ayeres que la lengua tuvo en Estados Unidos.



 
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