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Nota final

Estos apuntes últimos sobre lo provisional y lo permanente en el destierro quedan aquí, de momento, en una especie de ligera recapitulación del ejercicio que he intentado estos días para dar el testimonio personal que se me había pedido.

Lo corto por lo sano, porque mi escritura desborda ya con creces los límites más o menos establecidos que tenía mi colaboración en este catálogo. Estos aislados recuerdos de mis primeros días mexicanos hubieran necesitado -necesitan- la anchura de un libro para cubrir siquiera en parte una etapa esencial de esta vida que me tocó en suerte. Hubiera podido añadir a las notas precedentes, en forma de apéndice, un «temario provisional» que había elaborado. Pero sólo los nombres, las fechas y los acontecimientos que tal índice encerraba casi hubieran duplicado -y están llenos de olvidos y lagunas inevitables- la extensión de los recuerdos personales, y aun demasiado personales, que ofrezco ahora. Así pues, quede en inédito ejercicio, en puro plan o proyecto, tal temario provisional. Quizá no importa, pues esos apuntes para... son principalmente míos y yo no soy más que lo que he sido personalmente -¡aquel joven de la FUE!- hasta la fecha de esta escritura. Sin embargo -y me lo pregunto en voz alta-, eso mío, ¿podría   —18→   significar algo para que muchos españoles encontrasen parte de lo suyo, perdidos y ganados todos en un común destino, que es cifra de mucha historia española? Estoy seguro de que esa historia, que está por hacer, necesita un rescate ineludible, como pide aquí mismo, en páginas vecinas, el infatigable Manuel Andújar.

Si tuviera su tiempo ese trabajo gustoso, que decía el poeta, y contara yo con medios materiales para hacerlo, mucho me gustaría dejar constancia escrita de mi larga peripecia mexicana (e hispanoamericana también), que inunda mi memoria con sus luces y sus sombras. Sería como dar «fe de vida» -en lo poético y vital, es decir, en lo más hondo de uno mismo- de todo ello junto, aunque resultase memoria revuelta por encima de los documentos circunstanciales que sería necesario añadir a ese casi final testimonio. Ese libro posible lo dedico desde ahora a nuestro notario mayor, Jorge Guillén, por esa fe de vida que inicia en su Cántico, el tremendo -a veces alucinante, siempre maravilloso de hermosuras halladas-, largo camino que lleva al Aire nuestro definitivo. Muchos recuerdos míos se iluminarían con la presencia de Guillén en México, allá por los años cincuenta, cuando limpia y sencillamente, con la pasión tan honda y a veces soterrada de su poesía -¿te acuerdas, León Felipe, y tú, Pepe Moreno, con Juan Rejano cantando en nuestra casa?-, nos dio a todos el hondo motivo también limpio y sencillo que determinó su voluntario y ejemplar destierro y que es sin duda la clave (siempre Cervantes) de todos los nuestros: «Libre nací y en libertad me fundo».

Campo de Argelés

Interior de barracón del Campo de Argelés. Dibujo de Enrique Climent.

Tango sentimental, con música de «Esta noche me emborracho».


Somos
los tristes refugiados
a este campo llegados
después de mucho andar.
Hemos
cruzado la frontera
a pie por La Junquera
con nuestro «ajuar»:
Mantas,
macutos y otras yerbas,
dos latas de conservas
y algo de buen humor,
es lo que hemos podido salvar
del largo «chaquetear»
contra el fascio invasor.
Y en este Campo de Saint Cyprien
nos fuimos a encerrar
pa no comer.







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ArribaAbajoEn este siglo de los éxodos, el exilio español de 1939

Por Manuel Andújar


En nuestro desventurado siglo XX, indeleblemente pródigo en éxodos, el exilio español de 1939 ha sido -carácter que perdura- uno de los más acusadores y premonitorios hitos. Se trata del inmediato ayer, de un hoy con frecuencia violento y ambiguo, del porvenir incierto y amenazador, en términos de totalidad.

Porque no se plantea sólo consignar y recusar antihumanas peripecias -persecuciones y desarraigos, instituidas calumnias-, sino la justa reparación, difícil mas ineludible, del daño infligido, ello tanto en lo personal como en lo colectivo, del obligado rescate de un valioso patrimonio intelectual, cultural, moral. Y de su reinserción viva en un ámbito de creadores enlaces, que ha de coadyuvar a la conciencia -renacida, por verificarse- del pueblo español.

Larga y penosa nómina de fallecimientos -edad, adversidades, nostalgias-, pendiente la fiel relación de tantas esforzadas readaptaciones individuales -injertos de saber, padecer y experimentar- en el agitado cauce de circunstancias entrañadas y/o enajenadoras, cuyo cabal conocimiento constituye una doble tarea imperativa, ineludible.

Resumiríamos, parcialmente, claro, el grave problema con una reciente declaración del pintor Eduardo Arroyo, no por condensada menos certera y alusiva, que trasciende la connotación privada:

«Porque lo peor del exilio no es irse (y sufrir el atentado de la expulsión, intercalo), lo difícil, siempre, es regresar» (en los particulares avatares, en las obras cumplidas, en las huellas legadas, añado).


Trance y proceso que afectan por igual a los que obligados se vieron a desgajarse de su patria original y a los que, a resultas de diversas realidades, hubieron de permanecer acosados, marcados y preteridos en la España territorial.

El exilio español de 1939 no admite parangón con ningún otro de los varios y notorios que el accidentado destino de nuestra compleja historia ha tenido que lamentar en el transcurso de los últimos siglos. Es el mayor desprendimiento que una sociedad debió resentir, en lo cuantitativo, y dadas su composición y representatividad. Y también reviste superior singularidad, en razón de las proporciones de su diáspora y si lo comparamos con las inclementes vicisitudes y airados azares que otras emigraciones forzosas -etnia, ideología, credo- arrostraron.

Por «motivos» cada vez más obvios, y todo un comportamiento desnaturalizador, es en la misma España (aún a estas fechas, pese a una bibliografía considerable, ya de fácil acceso, y a la serie de testimonios, abundantes y calificados, de que se dispone) donde todavía no hay general noticia ni se aprecia enteramente la magnitud excepcional del exilio de 1939, ni de su primordial cualidad de inmediatez y contiguo antecedente histórico, lo que determina un vacío mutilador, una falta de fundamental apoyatura para el pensamiento de un país que empieza a ser propiedad común de sus creaturas.

Pero a estos enunciados cabe sumar la gravitación, en ocasiones abrumadora, siempre esquinada, de las extensiones, duración y efectos de nuestra guerra civil, uno de los principales preludios de la segunda contienda mundial, los fenómenos a ella previos del nazifascismo y de la infección staliniana. Y, a la postre, el reparto de las naciones en zonas de influencia de las tutoras potencias occidentales y de la oriental. Lo que se tradujo en el cínico respaldo de la dictadura franquista, incontroladamente ejercido y consentido por los caudillos políticos que administrarían la victoria aliada.

Lo inexcusable y meramente apuntado excluye cualquier encuadramiento del éxodo republicano de 1939 en un pretérito sólo de vaguedad referencial -síntesis desmedulada-, por el que se pasa como sobre ascuas y que, si acaso, logra un nuevo y astuto destierro: la clausura museográfica. Nada más dañino para las generaciones actuales que tamañas manipulaciones y arteros olvidos, so pretexto de una equívoca reconciliación nominal -la herida cerrada en falso- y a merced de asépticos artilugios.

Desde 1939 el triunfo militar, material, de Franco y de sus soportes en la torcida tradición, con las harto sabidas ayudas extranjeras -entre las que la llamada «no intervención» jugó un papel decisorio- acarrearon un cercenamiento gravísimo.

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Lázaro Cárdenas

Lázaro Cárdenas, por Julián Martínez.

El General Cárdenas era el Presidente de México cuando termina la guerra civil española y los republicanos se ven avocados al destierro. Él abrió sin dudar las puertas de su país a los españoles. «Y al llegar ustedes a esta tierra nuestra, entregaron su talento y sus energías a intensificar el cultivo de los campos, a aumentar la producción de las fábricas, a avivar la claridad de las aulas, a edificar y honrar sus hogares y hacer, junto con nosotros, más grande la nación mexicana». General Cárdenas.

Esta serie de eslabones, agresiones y complicidades, de tácitos acuerdos, empujan a más de cuatrocientos mil españoles a cruzar la raya pirenaica, Cataluña a través. Salvo expediciones de menor cuantía, que consiguen refugio coyuntural en costas norafricanas, con la caída de la zona Centro-Sur, decenas de millares de combatientes, defensores y partidarios de la República (¡oh, campo alicantino de Albatera!) quedarían inermes ante las ensoberbecidas tropas y vengativos enemigos. Ellos y los posteriormente encarcelados, hostigados y marginados, constituyeron los núcleos, harto nutridos, de un exilio interior, del que aún no se ha proporcionado, y nacionalmente deplorable es, adecuada documentación e informaciones fidedignas.

Los que pudieron sustraerse a las desalmadas represalias del espúreo régimen eran altos exponentes de una evolucionada cultura humanística -moderna y tradicional, en su mejor acepción, de consuno-, con predominio de las profesiones liberales, de un funcionariado leal a las instituciones constitucionales, democráticas, de capitanes y soldados ejemplares, de obreros especializados, de la rica gama, en quehaceres y rectitudes, del noble pueblo llano.

Unos y otros, acompañados en lo factible -en el éxodo o a cierto plazo recuperados- de familiares allegados, mediante tiempo, curiosas gestiones y expedientes indirectos, se instalaron, de modo y manera anímicamente provisionales, en las naciones de asilo, porque no se consideraban derrotados sino por la pesantez ilícita y proclive a la ferocidad. Poseían y practicaban la certidumbre de su trayectoria ética y cívica, la mentalidad que infunde el ser víctimas de una injusticia y despojo mayúsculos, que sólo el pleno restablecimiento de las libertades políticas y de los derechos y dignidad de la persona habrían de reparar.

Esta concepción, convicción, manifiesta -y de raigambre íntima, en última instancia-, no interrumpió ni frustró las actividades positivas, convivenciales, militantes en escritura y verbo, que los exiliados republicanos asumieron, sea cual fuere el lugar que la suerte les asignara.

Se consideraban -nos considerábamos- los auténticos portavoces libres de una cultura indeclinable, de sus predicados actualizadamente humanistas, de unos ideales misioneros -utopías incluidas-, los exponentes de una conducta ejemplificadora, a despecho de numerosas situaciones evidentemente hostiles cuando no precarias. La firme noción de que constituían la genuina presencia española -«palabra de verdad en el tiempo», diría nuestro inolvidable José Bergamín- les dotaba de notables energías.

Fue a partir de 1939, en que comenzara la segunda guerra mundial, una proeza de la que la España permanecida, obligatoriamente o de su grado, no ha tenido íntegra visión y que se intentó arrumbar en la amnesia -desgana y epilepsia- a que parece somos tan propensos.

Si bien México, por los profundos impulsos del sexenio cardenista, acogió a los núcleos más nutridos y compenetrados, lo que nos glosa -inspirado por su poética memoria y distintiva asunción emocional- Francisco Giner de los Ríos, y Chile abría sus   —21→   puertas a los expedicionarios del «Winnipeg», o por selección y comprobados valores ilustres, incorporados en las universidades, en la investigación, en las editoriales de Argentina y Uruguay y en los demás países de lo que, a fines del novecientos, denominábamos «Ultramar», la tendencia de conjunto vino a suscitar un redescubrimiento de Iberoamérica y un fundado logro de prestigio y estima que a España reivindicó -entidad e identidad- en aquellas tierras, y que a positivo nexo debiera remitir.

El Nacional

La prensa más liberal acoge cordialmente a los españoles.

El Nacional, México, 12 de julio de 1939.

Comprensiblemente, el criterio de limitada y cribada admisión obedeció, en la Unión Soviética, a estrictas normas de filiación partidista.