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Cuando viajan las estrellas (1942)

En este primer trabajo de Masip para Agustín J. Fink, -el regreso de Tito Gout a la dirección después de tres años de silencio-, el escritor se encargó de la adaptación y los   —246→   diálogos a partir de un argumento del propio Gout que explicaba la historia de una estrella de Hollywood, Olivia Onil (Raquel Rojas), que acude a México para tomar clases de flamenco con el prestigioso profesor Niceto Pérez, el Niño de Jerez (interpretado por un sensacional Ángel Garasa, actor, por cierto, también español y refugiado). En el aeropuerto, para despistar a los periodistas, Olivia intenta hacerse pasar por la esposa del ranchero Fernando Lazo (Jorge Negrete), que está allí para recoger una vacuna que ha llegado para su ganado. Fernando se niega a encubrir a Olivia y ésta, por error, se lleva la vacuna del ranchero. En los intentos por recuperarla, Fernando se siente atraído por la actriz y acabará por invitarla a su hacienda. En medio del romance llega Tom, el prometido de Olivia, y Fernando los echa de su casa. Olivia regresa a Hollywood para rodar su película, pero es incapaz de bailar con pasión si no es pensando en Fernando, por lo que abandonará su carrera y regresará a México para quedarse con el ranchero.

Más allá de ese argumento trivial y sensiblero, pensado para el lucimiento de Negrete y Rojas, la aportación más original de Masip como dialoguista consistía en hacer hablar al gitano Niceto con el acento y los giros andaluces apropiados, tarea que repetirá en varias de sus películas. Como ha comentado en alguna ocasión su hija Carmen, el escritor era muy aficionado a todo lo andaluz:

«Mi padre tenía debilidad por los andaluces, aunque quería a todas las regiones de España y se sentía catalán y riojano. Andalucía tenía un lugar muy especial en su afecto. En Madrid había tenido amigos andaluces, porque su presencia siempre fue muy fuerte en el entorno cultural, pero en México esta presencia se hizo más palpable y además para todos los españoles lo andaluz llegó a representar lo español en el exilio y esto se debió en gran parte a Lorca y a Machado. Mi padre, que seguramente en España oía flamenco, en México se hizo un aficionado serio y conocedor. En Madrid iba mucho a las corridas de toros, pero en México, ir a los toros o escucharlos por radio, se convirtió en un ritual.»328



De ese modo pudo bordar el papel de ese personaje a quien carga de todos los tics característicos del flamenco: sobrio, supersticioso, leal y, sobre todo, muy gracioso. Frente a él, y como contrincante, el charro Ángel (Domingo Soler), capataz del rancho de Fernando, constituye también un personaje tópico. Ambos se disputan los favores de doña Laura, la tía de Olivia Onil (interpretada por la también exiliada Consuelo Guerrero de Luna), contrapunto cómico del argumento sentimental que desarrollan Fernando y Olivia, y que, además, reproduce un enfrentamiento cultural entre el gitano y el charro, es decir, entre las facetas más folklóricas de España y México, que sostiene algunos de los momentos más divertidos de la película. Sin embargo, en el rancho la superioridad de Ángel va a ser indiscutible y finalmente, como correspondía al chauvinismo imperante en el cine mexicano de la época, el flamenco se dará por vencido, reconocerá que «pa mí solo era mucha mujer» y Ángel se hará con los favores de la gringa.

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Por lo demás, habría que señalar que, en cierta medida, los diálogos de la película evidencian una cierta bisoñez por parte de su autor, pues en alguna ocasión pecan de excesivamente literarios y retóricos. No parece demasiado normal que una señora de Cincinnati como doña Laura exprese -en español con acento inglés- su admiración por el «macho» mexicano en los siguientes términos:

«-Dicen que los mexicanos son unos hombres terribles que no bromean jamás. ¿Te quieren?, te raptan, te lleva a un rancho y te aman ferozmente, deliciosamente; no te quieren?, pues por ahí te pudras solita. (...) Pero me gustaría ser amada ferozmente, deliciosamente, (...) toda mujer tiene la edad de amar mientras alienta.»



En otro momento, la imaginación de Masip opta por dar una vuelta de tuerca más a los tópicos del género, contemplándolos a partir de un juego metaficticio. En uno de los románticos diálogos de la película, el ranchero y la estrella de Hollywood intercambian una reflexión acerca de la fama. «Pasará usted por mi vida -susurra Fernando a Olivia- como pasan las estrellas fugaces, que dejan un resplandor de luz en la noche»; la actriz dice envidiar a Fernando por poder estar en la serenidad del campo entretenida en contar las estrellas que pasan por el cielo, a lo que Fernando responde: «Es mejor ser estrella: pasar, deslumbrar a los mortales; saber que se dejan ojos heridos para siempre, que nos recordarán siempre, como la recordaré a usted Olivia». Esta última frase, en boca de Jorge Negrete, encerraba sin duda un guiño que todos los admiradores y admiradoras del actor debieron de recoger, pues la identidad de personaje y actor se confunden cuando el primero, siguiendo la metáfora que ha planteado al principio de la secuencia, reconoce, que el segundo se encuentra muy a gusto con su popularidad.

Pero lo más curioso es que la frase parece estar en el origen de otro de los argumentos que escribiera Masip para el cine mexicano, me refiero a No basta ser charros (Juan Bustillo Oro, 1945). Dicha película nos cuenta la historia del charro Ramón Blanquet (interpretado, cómo no, por Jorge Negrete), cuya mayor peculiaridad es que tiene un asombroso parecido con Jorge Negrete. Ello provoca que Marta, la propietaria del rancho (Lilia Michel) lo confunda con el actor y le pida que la lleve a México pues tiene aspiraciones como actriz. El pobre Ramón, que se ha enamorado de Marta, no se atreve a desengañarla y accede a presentarla en las estaciones de radio. En una de ellas coincidirán con el propio Jorge Negrete, lo que provoca el típico enredo de la comedia de situación que, al desenredarse, concluye en la esperada boda de Marta y el charro329.

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Merece también la pena destacar la crítica más o menos solapada que puede encontrarse en Cuando viajan las estrellas del más grande competidor de la industria cinematográfica mexicana: Hollywood. No sólo porque, finalmente, Olivia Onil -la grafía del apellido ya es claramente caricaturesca- abandone una brillante carrera como estrella de la meca del cine y a su novio, norteamericano y ejecutivo de una productora, por un ranchero mexicano, sino también por la aversión que muestra El Niño de Jerez -y, quizás, Masip por su boca- hacia Hollywood: al principio de la cinta, cuando llega el telegrama en el que se solicitan sus servicios como profesor de baile de Olivia, el gitano se niega en redondo a trasladarse a California: «que no voy -dice-, que yo ya he estao en esa tierra, que lo que me pasó a mí la primera vez que estuve allí no es pa olvidarse»; y, más adelante, cuando accede a regañadientes a acompañar a Olivia hasta Hollywood para continuar con sus clases de baile, Niceto recuerda que había jurado no ir nunca. El hecho de que no se desvele en ningún momento la causa de tal aversión subraya la ironía de Masip al apuntar hacia la experiencia no siempre agradable de los españoles en Hollywood y, al mismo tiempo, a la dura pugna de dos industrias en franca competencia como eran el cine norteamericano y el mexicano.

Todavía recurriría el cine mexicano en otra ocasión a la capacidad de Masip para recrear la viveza del español de Andalucía. En 1943 trabaja junto con Elvira de la Mora y A. Sotelo Inclán- en los diálogos de ¡Viva mi desgracia! (Roberto Rodríguez), seguramente encargado de escribir las palabras que darían vida a Malasombra (interpretado por el exiliado sevillano Florencio Castelló), el pícaro criado andaluz del charro y rico heredero Ramón Pineda (Pedro Infante); protagonista de la cinta. Extraído directamente de la figura del gracioso del teatro del Siglo de Oro, Malasombra es el escudero fiel del protagonista masculino, encargado de sobrellevar el peso de la faceta cómica por detrás de un argumento sentimental en el cual ejerce -en colaboración con Cleta, la criada de la dama pretendida, con la que, además, construye un segundo argumento sentimental-; una importante labor de mediador.

Sin embargo, el argumento añadía un elemento original, a la vez muy mexicano y muy andaluz, a esa tradición literaria. El pícaro escudero era, además, el inventor de «la animosa», «un secreto de nosotros los andaluces», una potente bebida alcohólica que tras ser ingerida convertía -al tiempo que sonaba la sintonía de Popeye el marino- a un apocado y pesimista Pedro Infante en un charro pendenciero y bravucón, capaz incluso de asaltar a la dama en su alcoba. Al fin y al cabo, como afirma el propio Malasombra, «para aliviar las penas y los dolores, los tragos de mi animosa son los mejores».




Hasta que perdió Jalisco (1945)

Si el género ranchero había, a mediados de la década de los cuarenta, agotado casi todas sus posibilidades, la imaginación de Masip intentó aportar algo de originalidad al mismo. La tarea no era ciertamente fácil, y el escritor, que firma el argumento, la adaptación y los   —249→   diálogos -el guión técnico corrió a cargo del director-, optó por introducir en este nuevo proyecto del prolífico Fernando de Fuentes un elemento transgresor de las reglas del género, la presencia de un niño, para conseguir una amable sátira del machismo imperante en la comedia ranchera.

Efectivamente, la película cuenta la historia de Jorge Torres (Jorge Negrete), célebre calavera jalisciense, que se ve en la obligación de hacerse cargo del hijo natural que ha tenido su hermana Cristina, quien esconde su vergüenza en un convento, y hacerlo pasar por su hijo. Torres jura vengarse del causante de su deshonra -del cual tiene una foto que había pertenecido a su hermana-, cierra la casa familiar y criará al niño con ayuda de sus cuates, una cuadrilla de vagos, jugadores y borrachos, encabezada por Melanio (Armando Soto La Marina). Transcurren cinco años y la pandilla de Melanio es contratada por un desconocido para secuestrar a unas damas. El niño, Beto, que ha escuchado la conversación, se lo dice a Jorge, quien corre a impedir que sus amigos se metan en un lío. Allí descubre que las damas son Doña Trinidad (Eugenia Galindo) y su sobrina Alicia (Gloria Marín), dueñas del rancho Los Nopales, y que el secuestro era, en realidad, un montaje del forastero, un tal Tomás Saucedo (Tony Díaz) que amenaza a las mujeres desde la muerte del padre de Alicia. Jorge decide quedarse con Beto unos días en Los Nopales para proteger a las señoras, y poco después éstas le ofrecen el empleo de capataz en el rancho. Pronto surgirá el amor no declarado entre el charro y la propietaria, aunque ésta se hace la ofendida cada vez que Jorge pasa algún día fuera del rancho e intuye que tiene algún secreto que ocultar. Finalmente, cierto día -y cuando Jorge ha decidido abandonar Los Nopales al darse cuenta de que sus amoríos con Alicia, a pesar de las canciones que le dedica, no progresan- llega al rancho Roberto (Eduardo Noriega), el hermano de Alicia. Mientras se viste para la fiesta de bienvenida, Roberto encuentra en un traje antiguo una foto de Cristina y se lo cuenta todo a Alicia. Ésta le exige que le pida perdón a Jorge, pero cuando Roberto va a hacerlo, el charro lo reconoce. Alicia se interpone entre ambos y los hombres se reconcilian. A la mañana siguiente todos corren al convento para impedir que Cristina profese como monja, y la película termina con el final feliz de una doble boda.

Detrás de ese enredo folletinesco no es difícil descubrir una parodia de alguno de los rasgos característicos del género. Por ejemplo, no hay prácticamente secuencia de la película donde no se mencione la hombría y el machismo, y ese exceso hace pensar de inmediato en la caricatura, en una cierta intencionalidad satírica por parte del guionista. Pero, por si hubiera alguna duda, Masip introduce un elemento extraño a tanto alarde de masculinidad que contribuye a relativizarlo.

La película se inicia con la canción de Jorge Torres, en la que se habla del protagonista casi como de una figura legendaria. A ella sigue una secuencia en la cantina, donde están jugando Jorge y sus cuates; la partida termina en boluca cuando Jorge pretende marcharse sin ofrecer el desquite a los perdedores. Poco más adelante el cantinero dirá del protagonista que es «el charro más ventao de todo Jalisco, por bravo, jugador, enamorao y to lo demás». Cuando Torres descubre la vergüenza que se ha cernido sobre su familia, abronca a la criada por no haber vigilado mejor a su hermana -«las mujeres sin hombre que las   —250→   cuide siempre están solas», dice- y, se muestra determinado a marcharse del pueblo y a prender fuego a la casa «para limpiarla».

El principio de la cinta no puede ser, pues, más definitorio del personaje ni más característico de la comedia ranchera. Pero inmediatamente Masip subvierte el género al explotar la imagen chocante de un charro, tan bravucón y parrandero como el protagonista, aplicado en la delicada y tradicionalmente femenina tarea de cuidar a un recién nacido330. La tan cacareada hombría del protagonista se derrumba ante el desconocimiento y la incapacidad de solucionar un problema doméstico como el de la alimentación del bebé.

Cinco años después, el niño se ha convertido en una réplica en miniatura del propio Jorge Torres. Beto ha aprendido ya todos los tics machistas de su padre adoptivo -incluso canta y baila como él- y de los cuates que ejercen de «mamacitas de la criatura». Así, por ejemplo, cuando Jorge se enfrenta por primera vez a Tomás Saucedo y éste le reprocha que el niño se interponga entre ambos, Beto le responde: «yo soy más macho que usted», para, acto seguido, sacar su pistola de juguete y disparar al forastero. Y, más adelante, ya en Los Nopales el niño, que juega con Alicia, se lamentará de no tener juguetes porque Jorge dice que no es de hombres y él es un hombre; en esa misma secuencia, cuando Alicia le pregunta si no le gustaría tener una mamá, el niño contesta que no, pues «las mujeres son remalas».

Sin embargo, esa misma secuencia señala el inicio de la derrota del macho ante la perspicacia e inteligencia de Alicia. El primero que sucumbirá será Beto, que hace buenas migas con la muchacha; el niño duerme en su habitación «para defenderla» («pues pa qué soy hombre», dice la criatura), y cumple perfectamente su función, pues de quien en realidad la defiende es del exceso de hombría de Jorge, que está a punto un par de veces de no controlar su deseo y entrar en la alcoba de la dama. Ésta, además, se hará cargo de la educación del sobrino de Torres para que el día de mañana «en vez de ser un charro loco», sea «un hombre trabajador y formal».

Pero esa primera concesión no hace sino anticipar la caída del propio Jorge Torres. Cuando éste se hace cargo del rancho Los Nopales, su determinación parece capaz de poner a trabajar a todo el mundo, incluso de doblegar con una mirada la voluntad de Alicia; pero, ésta no va a caer tan fácilmente. Cuando Torres comprende que se ha enamorado de la propietaria, empieza a sentir nostalgia de sus antiguas correrías y de su libertad perdida; «antes mandaba y ahora ya no», dice el charro, a lo que Melanio responde: «tú mandas en todos, machos y hembras»; «pero no en mí», sentencia Jorge. El día que llega Roberto, Jorge parece decidido a marcharse con sus cuates definitivamente de Los Nopales; «nosotros no tenemos patrón -dice-, somos gente libre y nos vamos de aquí ahora mismo».

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Sin embargo, esa misma noche, será Alicia quien controle los acontecimientos para evitar que acaben en una balacera: es ella quien deduce y comprende que, en realidad, Beto es hijo de la hermana de Jorge; es ella quien exige a Roberto que pida perdón a Jorge, no sin antes quitarle el revólver como medida preventiva; será también ella quien, finalmente, reconcilie a los dos hombres y pida a Torres la mano de su hermana para Roberto. Cuando, al día siguiente, corren al convento para evitar que Cristina profese como monja y se percatan de que Jorge se ha equivocado de día, Alicia afirmará significativamente: «Después de casados, del calendario me encargo yo».

En definitiva, será la protagonista femenina la gran triunfadora de la película, pues romperá con el tradicional papel pasivo que el género y la sociedad del momento le tiene reservado y conseguirá domeñar al potro salvaje que es Jorge Torres331.

En cuanto al desarrollo de la película, merece la pena destacar que, como suele ser habitual en su tarea como guionista, Masip construye la cinta de modo circular y la estructura en dos partes perfectamente simétricas que giran en torno a la secuencia en la que Jorge Torres empieza a ejercer como capataz, que está ubicada exactamente en la mitad del metraje de la cinta y que marca el principio de la transformación de Jorge. Todos los acontecimientos se organizarán, pues, en torno a ese centro y desarrollarán una cierta simetría. Si en el principio de la película encontramos a Jorge Torres con los cuates que le ayudarán en la educación de Beto, en la secuencia final, cuando se celebra la doble boda de Jorge, Alicia, Roberto y Cristina, un Beto desconcertado pregunta a Jorge de quién es hijo en realidad; mientras los cuatro recién casados se lo disputan, el niño ve a los cuates que marchan contritos y los llama para integrarlos en esa peculiar familia. De modo análogo, si al principio de la cinta la criada entrega a Jorge la foto del seductor de su hermana y jura que hará lo posible por encontrarlo, al final de la misma otra foto, la de Cristina, provocará ese encuentro tan anhelado. También el enfrentamiento con Tomás Saucedo se desarrolla en dos momentos paralelos: en la primera parte de la película, cuando Jorge salva a las damas, el forastero lanza el desafío; en la segunda será Jorge quien acuda a buscarlo para deshacer el rumor de que se está escondiendo de él.

Esos datos evidencian el buen oficio de Masip como dramaturgo, que se manifiesta, además, en la elaboración de esa anagnórisis final y en la construcción in media res de algunas de la secuencias de la película. Pero quizás lo que más sorprende de la misma es   —252→   el dominio de los registros populares del español de México que demuestra su guionista y que evidencia, una vez más, el buen oído que, como escritor, tenía Masip.






El regreso imposible

«No olvido ni perdono -escribe Masip en 1939-. Atiéndeme, amigo mío. Si esa gente decretara, mañana, una amnistía, por amplia y digna de crédito que fuera y aunque con ella se restituyera el bienestar de que disfrutaba antes de la guerra, yo no volvería a España.

Mientras ellos estén yo no volveré jamás, sencillamente -¿para qué más razones?-, porque no quiero verlos.»332

Como ya promete en los primeros momentos de su exilio, nunca regresaría Paulino Masip a España. Tampoco su obra literaria, como es lógico, sería publicada en su país de origen hasta bien entrada la democracia, y aún hoy sólo es accesible parcialmente. Sin embargo, y paradójicamente, una parte del espíritu de Masip sí regresó. Aquellas palabras que el escritor concibió para ser llevadas a la pantalla pudieron ser oídas por su público natural en fecha muy temprana y lo serían con frecuencia en años sucesivos»333.

En el verano de 1948 tuvo lugar en Madrid el Certamen Cinematográfico Hispanoamericano, al que asistieron delegaciones de México, Cuba y Argentina. Dicho encuentro tenía como finalidad normalizar, utilizando la excusa de la Hispanidad, las relaciones entre las cuatro cinematografías y romper en parte el aislamiento del régimen franquista, a pesar de que la República de México no había reconocido todavía oficialmente a la dictadura de Franco. Ese pequeño detalle quedó en un segundo plano ante los intereses comerciales que derivaban de la supresión de los aranceles de importación y la recuperación del dinero producido por la explotación de sus películas y que la industria mexicana tenía retenido en España.

El Congreso, durante la celebración del cual se proyectaron varias películas -entre ellas, significativamente, La barraca, película emblemática del exilio español en   —253→   México334-, concluyó con la creación de la Unión Cinematográfica de Hispano América (UCHA) y con la firma de unos acuerdos en virtud de los cuales, además de igualarse las tarifas aduaneras y de estimularse la realización de coproducciones para reinvertir ese capital retenido, se establecía la reciprocidad en el trato de los técnicos y artistas y la industria mexicana se comprometía a establecer un «código de moral» para que sus películas no tuvieran ningún tropiezo con la censura franquista.

En realidad, como explica García Riera, dicho acuerdo de reciprocidad habilitaba legalmente a Masip, como trabajador afiliado en el Sindicato de la Producción Cinematográfica, para ejercer su oficio en España, aunque, de haberlo intentado, lo más probable es que su circunstancia política lo hubiera impedido, por lo menos hasta bien entrados los cincuenta. Pero, ironías de la historia, la primera coproducción que se iba a rodar después de la firma de los acuerdos, Jalisco canta en Sevilla (Fernando de Fuentes, 1948), llevaba la rúbrica de un exiliado republicano.

En cuanto a ese «Código Hays» a la mexicana, estaría desarrollado en algunos artículos de la Ley de la Industria Cinematográfica promulgada en 1949, donde se condicionaba la autorización para una película al respeto a la vida privada, a la moral, a la paz y el orden335. Claro que, a tenor de la escasa incidencia que el tema de la Guerra Civil española y del exilio -como en general los temas políticos- tienen en la cinematografía azteca del momento, esos reparos estaban más bien encaminados a -en palabras de García Riera- «cortar a las películas mexicanas que viajaran a España las escenas en que Merche Barba o María Antonieta Pons enseñaran un poco más de muslo de lo permitido por las puritanas autoridades franquistas»336. Pero, en cualquier caso, no dejaba de resultar tristemente sarcástico que se pudiera ver sin demasiados problemas en España la obra cinematográfica de un escritor que se había negado a publicar en su país de origen El diario de Hamlet García por no someterla a la censura del dictador.

Esa paradoja, la de que fuera imposible la publicación en España de la obra literaria de Masip mientras se estrenaban sin problemas las películas que escribía, da, a mi juicio, una medida bastante exacta de las servidumbres que presenta la tarea de guionista a que hacía referencia al principio de estas páginas.

Merece la pena detenerse por un momento en Jalisco canta en Sevilla porque de nuevo la imaginación de Masip aportó algo de frescura a esa apoteosis folclórica que protagonizaron Jorge Negrete y Carmen Sevilla. Más allá de plantear las semejanzas entre el rancho y el cortijo -un cortijo que, por cierto, lleva el significativo nombre de El Charro-, llama la atención de qué modo se transparenta en la cinta la circunstancia que motivó su realización en España. Y es que el tema del dinero está presente en la película desde la primera a la última secuencia. De hecho a su protagonista, Nacho Mendoza Martínez (Jorge Negrete), aparte de enamorar a Carmen Sevilla, no parece preocuparle otra cosa.

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Nacho y su cuate Nopalito (Armando Soto La Marina, «El Chicote») viajan a Sevilla para hacerse cargo de la herencia que le ha dejado al primero un tío lejano. Pero al llegar a la capital andaluza se encuentran con que, debido a un pequeño problema legal -«la ley es la ley, y hay que respetarla», afama pomposo el abogado que tramita el asunto-, no pueden cobrarla de inmediato, y se ven obligados a buscar trabajo en el cortijo El Charro para sobrevivir. Cuando, finalmente, cobra Nacho la herencia, la reinvertirá comprando el cortijo y casándose con la hija de su antiguo patrón. Creo que no es difícil percibir la sutil ironía de los guionistas al convertir a Jesús Grovas -dueño de Producciones Diana- y a Fernando de Fuentes en un par de charros graciosos que intentaban rescatar de una España autárquica el dinero que ha producido su trabajo.

No puedo dejar, para terminar, de recordar aquí uno de los argumentos que Masip escribió para el cine mexicano. Se trata de la -en palabras de García Riera- «desorbitada comedia»337, dirigida por Juan Bustillo Oro, Lo que va de ayer a hoy (1945). En ella se cuenta la historia del libertino Herrera, el cual se somete en 1895 a un extraño experimento que consiste en coagular su sangre; pero ante la imposibilidad de licuarla de nuevo, Herrera permanecerá cincuenta años en una urna de cristal sin envejecer lo más mínimo. Cuando, finalmente, despierta en 1945, su prometida es ya una anciana, y Herrera se enamorará de la nieta de otro amor de juventud338. En realidad, en esa cinta Masip no hizo sino actualizar la tradicional leyenda de los durmientes de Éfeso, que cuenta la historia de dos pastores que se refugian en una cueva para pasar la noche y, a la mañana siguiente, se percatan de que mientras para ellos ha transcurrido una sola noche, en el resto del mundo han pasado trescientos años y ya no reconocen ni a las gentes ni las costumbres de ese nuevo mundo.

Enrique de Rivas ha señalado la relación de esa leyenda con el caso de los refugiados republicanos españoles y la ha convertido en metáfora del exilio339, por lo que no parece casual el recurso a esa historia en la pluma de un escritor transterrado. Es cierto que, en 1945, todavía no habían transcurrido cincuenta años de ese exilio y que esa circunstancia hace que el argumento de Masip adquiera un cierto carácter de amarga premonición. Pero como ha escrito el propio Enrique de Rivas:

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«El movimiento de la diáspora dura desde 1939 hasta 1942 o principios de 1943. Entonces, constatado que el reloj sigue en marcha, el tiempo vuelve a construir una hora alentadora, con retrasos o adelantos según las victorias o las derrotas en los frentes de guerra, pero se intuye y se espera que su mecanismo aguantará todas las inclemencias. Con esta conciencia plena (...), florece en la planta maltrecha del exilio republicano español la flor fatal de la esperanza. Y como Mío Cid novecientos años antes, resuena la exclamación: «con gran honra volveremos». (...) Fue una hora larga, intensa y sonora, que alcanzó su cenit el 8 de mayo de 1945 al terminar la guerra en Europa.»340



Por otra parte, la solución que Masip parece aportar en su película es, significativamente, más optimista que la de la leyenda: a diferencia del desconcierto de los durmientes de Éfeso al enfrentarse a ese mundo que no reconocen como el propio, Herrera se aproxima más a la solución que el escritor concibió para su propia condición de exiliado: la adaptación al nuevo medio, el rejuvenecimiento de su pasión en el nuevo mundo heredado. Sólo que Masip no pudo jamás despertar y se quedó imaginando sueños en la caverna del exilio.




Apéndice


Dos cartas de Paulino Masip a Max Aub

México 8 de mayo de 1943

Sr. Dn. Max Aub

Querido Max: Me pides respuesta a la versión calumniosa -que, como no podía ser menos, ha llegado hasta ti- acerca de mi entrada en «Films Mundiales» en agosto de 1941 y voy a dártela por escrito para que quede todo bien puntualizado y valga para hoy y para dentro de veinte años. Me ahorro, porque me ofenderían, las apelaciones a mi pulcritud moral, y me limito a una simple y clara exposición de hechos que dicen así:

Allá por el mes de noviembre de 1940, Elena Palacios vino un día a mi casa y me preguntó si me divertiría escribirle un argumento cinematográfico a Esperanza Iris con quien había hablado de mí al saber, por ella, que andaba buscando a un escritor español que se lo fabricara. Como yo contesté que sí, concertamos una entrevista con la Iris, me explicó ésta lo que quería y, en efecto, le escribí una sinopsis que le gustó mucho, al parecer. Planteó, entonces, Esperanza la necesidad de un productor y Elena me sugirió que podría muy bien ser Agustín J. Fink a quien ella conocía porque había intervenido en los negocios de su difunto marido el maestro Penella. Yo también conocía a Fink, me pareció bien, le hablamos y Fink aceptó encantado y agradecido. Con este motivo Fink y yo tuvimos que vernos con frecuencia, hablamos mucho de cine, él me auguró grandes éxitos y nuestra amistad se estrechó hasta el punto de que en un viaje que hizo en el mes de enero siguiente a   —256→   Hollywood quiso llevarse dos asuntos míos. Lo de la Iris no cuajó, por razones que no vienen al caso, pero ya antes de marcharse a Norteamérica, Fink me dijo que le estaban proponiendo ser gerente de una Compañía productora de películas y, que si esto llegaba, todos los proyectos que habíamos elaborado juntos serían realidad.

Marchó Fink, tardó en volver más tiempo del que pensaba y regresó justamente para hacerse cargo de la gerencia de «Films Mundiales». Nos vimos y me contó sus planes con estas palabras que reproduzco textualmente: «Mire usted, al entrar en la casa me he encontrado con dos películas ya compradas que tengo que hacer. Una ¡Ay qué tiempos señor don Simón! de Julio Bracho y otra La casa del rencor de Martínez Solares y Eduardo Ugarte, pero en cuanto las termine en esta casa no trabaja nadie más que usted». Claro que esto no pasaba de ser una hipérbole afectuosa y si transcribo la frase es solo porque así fue dicha aunque yo no le concedí más que el valor relativo que tenía. Me preguntó, además, qué opinión tenía yo de Ugarte, a quien él no conocía o conocía vagamente y, naturalmente, hice los elogios que debía aludiendo a la experiencia cinematográfica de Ugarte en Hollywood y en España, etc., etc....

Esto sucedía en el mes de abril de 1941. Yo no volví a ver a Fink hasta los primeros días de mayo en que, habiéndosele ocurrido a Fernando Soler comprarme la comedia que luego se filmó con el título de El barbero prodigioso, antes de cenar el trato fui a visitarlo para decirle lo que pasaba. Como Fink conocía este asunto -era uno de los que pensó llevarse a Hollywood- a mí me pareció correcto ofrecérselo a él antes de venderlo a otra persona. Fink me dijo que podía venderlo y así lo hice.

Comencé a trabajar con Soler en la adaptación de mi Barbero y luego en otras cosas que me propuso y no supe más de Fink hasta el día -lo recuerdo muy bien- del estreno de Cuando los hijos se van en que nos encontramos a la salida, en la puerta del Alameda. Era esto, si no me engaño, el veintinueve o treinta de julio. Durante este tiempo yo me había acordado algunas veces de los ofrecimientos del gerente de «Films Mundiales» y, visto su olvido, llegué a pensar que se me había cerrado esa puerta, pero no le concedí ninguna importancia porque en aquel momento me sonreía la fortuna. Publicaba semanalmente un artículo en una revista que me pagaba bien, tenía los tres mil pesos del Barbero y proposiciones suficientes para ver mi porvenir de color de rosa. Nunca desde que llegué a México había estado tan económicamente seguro y boyante.

En estas circunstancias encontré, como decía, a Fink, aquella noche de últimos de julio, y regañándome me dijo por qué no había vuelto más por su despacho. Alegué en disculpa mis quehaceres y él, entonces, me citó para el día siguiente porque teníamos asuntos importantes que tratar. Acudía a la cita y en dos o tres entrevistas se ajustó mi entrada en la casa como adaptador y autor de asuntos cinematográficos.

Naturalmente también, antes de aceptar, lo consulté con Fernando Soler porque como yo trabajaba con él y era director y productor de una Compañía, mi lealtad me exigía que la consideración que antes tuve con Fink la tuviera ahora con Soler. Él era primero.   —257→   Fernando me dio libertad absoluta y aún me recomendó que aceptara y entré en «Films Mundiales». Gracias a esto mi amistad con Soler ha seguido siendo entrañable.

Como a mí suelen preocuparme mis amigos y en aquel momento Ugarte lo era mío -o yo lo era suyo- pregunté a Fink en qué condiciones estaba Ugarte en la casa. Fink me contestó con estas palabras que también puedo reproducir textualmente o tan aproximadas que equivalen a ello: «Ugarte seguirá trabajando igual. Él y Martínez Solares forman un equipo que no tiene nada que ver con usted». Y añadió que, precisamente, tenía sobre la mesa un argumento de los dos que le gustaba mucho más que La casa del rencor entonces sin estrenar.

Aquí acaba en realidad mi historia, pero quiero añadir dos datos. Uno que las primeras palabras que Fink me dijo en nuestra primera entrevista para tratar de mi incorporación a is casa fueron éstas: «Estoy molesto con usted porque no me ha demostrado tener conmigo la confianza que yo me merezco». Pregunté yo, extrañado, a qué se refería y añadió: «Supe que tuvo usted que rebajar el precio del Barbero prodigioso porque andaba usted, entonces, mal de dinero. Y en eso hizo usted mal. Usted debió decírmelo y yo le habría adelantado dinero a cuenta de cualquier próxima película». Es decir que en los primeros días de mayo yo pude haber quedado ligado económicamente a Films Mundiales porque en el ánimo del gerente lo estaba ya moralmente.

Y el otro dato es que algún tiempo después, allá por el mes de octubre, Fink me contó un día que, sabedor de que Ugarte andaba hablando mal de mí como causante de su supuesta desgracia y sobre todo de la pérdida de un cargo que no existía y, de hecho tampoco existió para mí, lo había llamado y le había dicho: «Oiga Ugarte, ¿no le encargué y[o] a usted en el mes de julio una película musical?». Que Ugarte había reconocido que así era y entonces Fink le preguntó: «¿Me la ha traído usted?». Y al contestar Ugarte que no, Fink terminó: «Entonces ¿de qué se queja?».

No tengo más que decir. Para que no se me quede nada dentro añadiré que ojalá todas las conductas puedan mostrarse tan limpias y claras como la mía y todas las conciencias tan tranquilas como la mía también.

Haz, querido Max, el uso que creas conveniente de esta carta y, con esto, y un abrazo fraternal me despido.

Paulino Masip

México 10 de mayo de 1943

Sr. Dn. Max Aub

Querido Max: Perdóname que vuelva a tomarte de mingo en esta singular correspondencia. Te prometo que será la última vez, pero no quiero que quede sin respuesta adecuada el único punto de la carta de Ugarte que la merece.

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De una manera perfectamente gratuita, Ugarte afirma que yo sabía que él estaba en tratos con «Films Mundiales» para entrar en la casa con función permanente y esto es absolutamente falso. Yo no sabía nada, ni tenía por qué saberlo. ¿Quién me lo había dicho? Él, Ugarte, no; Fink tampoco porque no lo había visto desde el mes de mayo, y aunque lo hubiera visto probablemente tampoco me lo hubiese dicho, y yo no conocía en la casa a nadie pues a la propia Diana Fontanals me la presentaron después. ¿Debí sospecharlo o suponérmelo? Mal podía imaginarme la existencia de un hecho que el gesto de Fink viniendo a ofrecerme en firme el cargo al que, por lo que él dice, Ugarte aspiraba, contradecía abiertamente.

Lo único que yo supe, y sé, es lo siguiente: Que el gerente de Films Mundiales me hacía efectivas en agosto unas promesas que databan del mes de abril; que hasta que no vino a buscarme yo no aparecí ni por la casa, ni por los Estudios, ni hablé con nadie de este asunto; que yo no le quité el puesto a nadie porque nadie lo había tenido antes que yo; que mi presencia en Films Mundiales no alteró para nada las relaciones que Ugarte tenía con la casa que siguieron siendo las que eran hasta el punto de que dos meses después, en un folleto de propaganda publicado por Films Mundiales aparece el retrato de Ugarte como uno de los escritores de la casa en las mismas condiciones que apareció el mío; y, por último, que aplicando su lógica yo podría preguntarle a Ugarte cómo es que sabiendo que el gerente de Films Mundiales me había prometido en el mes de abril entrar permanentemente en la casa, él, Ugarte, se había puesto en tratos con Films Mundiales sin antes venir a decírmelo a mí.

A esto, Ugarte alegará que no lo sabía y lo creo porque Fink no tenía por qué decirle los compromisos morales y voluntarios que había contraído conmigo, pero tampoco tenía yo por qué saber, como no supe, lo que afectaba a Ugarte y nadie me había dicho.

Basta. Perdón otra vez, querido Max, y un abrazo.

Paulino Masip.







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ArribaAbajoPaulino Masip, dramaturgo exiliado

Manuel Aznar Soler



Universitat Autónoma de Barcelona

Para Maite González de Garay

Paulino Masip, periodista, narrador y dramaturgo, era un escritor de prestigio ya antes de la guerra civil española. Nacido el 11 de marzo de 1899 en el pueblo leridano de La Granadella, se trasladó en 1905 junto a su familia a Logroño, ciudad en la que en 1919 cursó la carrera de magisterio como alumno de la Escuela Normal tras haber estudiado en un colegio particular laico y en un Instituto Nacional. En ese mismo año de 1919 publicó en Logroño su primer y único libro poético, titulado Líricos remansos, una edición corta de tan sólo cincuenta ejemplares que publicó y prologó Luis Ruiz Ulecia341. Tras una estancia en París de nueve meses durante los años 1920-1921, que le permitió posteriormente traducir del francés para la editorial Espasa-Calpe tres obras de Charles Nodier342, regresó a Logroño, en donde fundó y dirigió los periódicos Heraldo de la Rioja y Heraldo Riojano343; fue vocal de Letras en la Junta Directiva del Ateneo Riojano desde el 16 de enero de 1923   —260→   y participó activamente en la vida cultural de la institución hasta diciembre de 1927344. Pero al año siguiente, en 1928, decidió trasladarse a Madrid, ciudad en la que su vocación literaria iba a hallar mayores posibilidades de desarrollo, aunque en el presente trabajo vamos a limitamos a su trayectoria dramática.

Precisamente el 3 de enero de ese mismo año 1928 se publicó en Madrid el primer número de la revista Estampa, semanario gráfico y literario que dirigía Antonio González de Linares y en el que Masip colaboró desde julio de 1928 hasta 1935345. El autor, aficionado desde su infancia al mundo de la escena por influjo de su madre346, escribió a los once años una obra dramática titulada Remordimiento347 y, al menos desde 1929348, se convirtió en un crítico teatral de creciente prestigio en la escena madrileña. Por otra parte, desde el mismo año de su llegada a la capital, se vinculó además a algunos protagonistas de la vanguardia teatral madrileña como Cipriano de Rivas Cherif. Y precisamente fue Rivas Cherif quien, al frente del grupo El Caracol, le estrenó en la Sala Rex el 29 de diciembre de ese año 1928 su primera obra dramática, titulada Dúo349, «comedia en una escena»350 que mereció un comentario benevolente nada menos que de un crítico tan prestigioso como Enrique Díez-Canedo351.

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Durante los años de la II República Masip consiguió estrenar en el teatro comercial dos obras suyas: el 30 de diciembre de 1932 la Compañía Dramática de Arte Moderno estrenó en el Teatro Cervantes de Madrid su «comedia en tres actos y en prosa» La frontera352, que esta vez fue elogiada sin reservas por el propio Díez-Canedo353. Por último, su tercera obra dramática, El báculo y el paraguas, «comedia en un prólogo y tres actos», se estrenó el 7 de enero de 1936 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid por la Compañía de Irene López Heredia y Mariano Asquerino y fue publicada también inmediatamente en la colección de La Farsa354. Al margen de la escena, Masip ejerció su profesión periodística sucesivamente como redactor-jefe desde 1930 del diario Ahora y como director de La Voz (1933) y de El Sol (1935-1936), en donde mantuvo amistad con el escritor mexicano Martín Luis Guzmán355.

El 18 de julio de 1936 Masip estaba en Madrid «mientras su familia se encontraba veraneando en casa de Alejandro Casona, en La Madalena (León)»356. Y sólo tras ser trasladado   —262→   con el gobierno republicano a Valencia, pudo volver a reunirse a finales de ese mismo año en Barcelona con ella. Colaborador del periódico La Vanguardia durante el año 1937357, en 1938 se trasladó a París, en donde desempeñó el cargo de jefe de prensa de la Embajada de España.

Exiliado a Francia tras la derrota, en abril de 1939 y gracias a las gestiones de Narciso Bassols, embajador mexicano en París, pudo embarcar, junto a un grupo selecto de intelectuales republicanos entre los que figuraban Bergamín, Halffter, Herrera Petere, Renau y Antonio Sacristán358 en el «Veendam», un buque holandés que llegó a Nueva York el 26 de mayo359 y a bordo del cual escribió las Cartas a un español emigrado360. Instalado definitivamente en México, trabaja en el SERE, «escribe regularmente en   —263→   la revista Mañana y dirige el Boletín del Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles361, al tiempo que realiza traducciones para el Fondo de Cultura Económica362 y colabora en revistas tan significativas de nuestro exilio republicano como España Peregrina363, Romance364 o Litoral365. Sin embargo, ya desde 1941 se vincula al mundo cinematográfico mexicano, en donde trabaja no sólo como guionista de películas sino también como comentarista de la revista Cinema Reporter. Entre sus guiones cinematográficos -originales unos y adaptaciones los más, casi siempre para «películas alimenticias» según la inobjetable definición de Luis Buñuel, quien sabía de qué hablaba, precisamente por la misma época y en el mismo medio»366-, mencionemos los de El barbero prodigioso (1941), adaptación de su obra dramática El hombre que hizo un milagro367, película que interpretó y dirigió Fernando Soler Pavía; La barraca (sobre la novela homónima de Blasco Ibáñez), La loca de la casa (sobre la obra de Galdós) o Canción de Cuna, sobre la obra dramática atribuida a Gregorio Martínez Sierra pero que fue escrita, en rigor, por María de la O Lejárraga368.

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1. La obra dramática del exilio

Excepto alguna reseña crítica de un estreno en México como el de Todo un hombre, de Unamuno369, Paulino Masip no cultivó en el exilio su condición de crítico teatral y su relación con el mundo de la escena -al margen de una adaptación de El escándalo, la novela de Pedro Antonio de Alarcón que, al parecer, realizó a instancias del actor Armando Calvo370- se redujo a la escritura de dos obras dramáticas: El hombre que hizo un milagro y El emplazado, que han merecido una atención mínima por parte de investigadores y estudiosos371. Consecuencia de lo que pudiéramos llamar «el drama de la dramaturgia desterrada»372, ni la una ni la otra llegaron a estrenarse en la escena mexicana373, aunque la primera, a partir de la cual Masip escribió el guión de la película El barbero prodigioso -que introduce variantes significativas respecto a la obra teatral- fue seleccionada en 1942 por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) para un ciclo de teatro internacional374. Sí fue estrenada con éxito, en cambio, su adaptación de El escándalo, «aunque no se imprimió y el manuscrito es ilocalizable, si es que aún existe375. Armando de María y Campos, el prestigioso crítico teatral mexicano, pidió a Masip que escribiera una autocrítica de su adaptación, «que anoche se estrenó -puedo asegurar que con gran éxito a juzgar por la forma «redonda» en que salió su último ensayo, comprendido todo, es decir, vestuario, decorado,   —265→   atrezzo», luces y su poquito de público exigente y selecto-, en el Teatro Ideal por la Compañía de Armando Calvo»376. Por el valor testimonial del texto, paso a transcribir los párrafos que, a mi modo de ver, poseen un mayor interés para documentar el concepto escénico de nuestro autor:

«He escrito y estrenado algunas comedias originales; pero ésta es la primera adaptación teatral de una novela que he hecho en mi vida. Muchas personas me han encarecido las enormes dificultades que debí de encontrar para encerrar en el breve marco de un escenario el tumultuoso tráfago de la novela de Alarcón. Si declaro que encontré muy pocas, no sé si se entenderá que peco por vanidad o por modestia, falsa modestia, claro está. Sin embargo, así es, y la mejor prueba que tengo a mano es que la escribí en once días, y si añado que habitualmente soy escritor premioso, se remacha que los escollos que la adaptación de El escándalo me ofreció eran fáciles de salvar.

No había hecho nunca, como digo, ninguna adaptación teatral; pero en cambio he hecho en estos últimos años bastantes adaptaciones cinematográficas, de novelas y comedias. ¿Hasta qué punto me ha servido o me ha perjudicado la experiencia, el oficio adquirido en el cine? Hubo de todo, pero creo que el balance fue favorable. La deformación profesional del cine me perjudicó al principio. Sin querer, tendía a visualizarlo todo. Había olvidado uno de los recursos más prodigiosos del teatro: resolver con diálogo las lagunas inevitables de la acción que producen, por ejemplo, los entreactos. Cuando dentro de mí caí en la cuenta de mi error de perspectiva, todo marchó como una seda.

En cambio, creo que desde el primer momento mi experiencia de adaptador cinematográfico me favoreció muchísimo para la presentación adecuada de los personajes, el planteamiento de las situaciones y la ligazón de unas y otras, para que todos ganaran en intensidad dramática y para que interviniera el sentido de la continuidad, que en el cine se considera primordial y en el teatro se desdeña, y que, al menos por lo que a mí afecta, haciendo esta adaptación he descubierto que si en el teatro no es tan imprescindible, es convenientísimo que vigile y presida la confección de una obra dramática. Como mi descubrimiento es reciente, no he tenido tiempo de comprobar mi sospecha de que uno de los méritos que poseen las grandes obras teatrales es su perfecta continuidad, aunque en la jerga de Talía no se haya hablado nunca de ella.

Pero por encima de todo esto, estimo que las facilidades que encontré para llevar El escándalo a la escena residen en la propia obra de Alarcón, y que una mirada un poco habituada a estos menesteres descubre enseguida. Quiero decir que, en el fondo, las principales situaciones de la novela están resueltas de una manera teatral. De ahí que hayan podido pasar a las tablas casi íntegras, con levísimas trasposiciones de tiempo y lugar, hasta el   —266→   extremo de que mantuve muchos anales de cuadro terminados en punta, con sus latiguillos correspondientes, que no los hubiera aderezado con mayor habilidad uno de esos auto res teatrales a quienes se califica de «excelentes carpinteros de comedias».

Ni qué decir tiene que he respetado, hasta el máximo, personajes, acción y diálogo. Los personajes se conservan tales como los creó el autor; la acción ha sufrido algunas, muy pocas, alteraciones, y todas externas; y el diálogo, salvo en algunas escenas que son de mi cosecha, aunque siempre inspiradas por el mayor respeto hacia la obra, pertenece en esencia a don Pedro Antonio de Alarcón. Lo único que yo he hecho es manipularlo convenientemente para las necesidades de la escena»377.



Conviene resaltar el concepto tan tradicional del teatro y de la propia escritura dramatúrgica que Masip demuestra en este texto, sobre todo cuando condena, por un «error de perspectiva», la visualidad escénica como atributo del lenguaje cinematográfico para subrayar el valor del diálogo como «uno de los recursos más prodigiosos del teatro». Consecuencia de ello es el carácter más «literario» que escénico de su obra dramática, que responde así a los parámetros de esos autores a los que en el propio texto se califica como «excelentes carpinteros de comedias».




2.- El hombre que hizo un milagro

Las dos únicas obras dramáticas que Masip escribió y publicó en su exilio mexicano son, como ya hemos dicho, El hombre que hizo un milagro y El emplazado. Ambas obras tienen en común su carácter de «farsas» y su estructura tradicional, compuesta por actos, escenas o cuadros, a través de los cuales el dramaturgo desarrolla la acción dramática con la habilidad propia de un buen carpintero teatral.

La acción dramática de El hombre que hizo un milagro, «farsa en cuatro actos, el segundo dividido en tres cuadros», se localiza en el espacio escénico de una barbería situada en «una plaza de pueblo castellano con un crucero en el centro»378 y en un tiempo en que, al inicio, «hace sol de un día claro de primavera en Castilla» [EHM: 10]. El protagonista es un barbero llamado Benedito Sánchez que, según Ricarda, su mujer, es un hombre que «como bueno no hay otro, y manso y dócil que le carga a una de tan blando que es» [EHM: 15]. En suma, un hombre que, según ella, no sirve para nada: «¡A ver si se muere!» [EHM:   —267→   22]. Para Ricarda y Lorenza, madre de ésta -mujeres para quienes el valor supremo es el dinero-, las inquietudes y actividades del barbero, las «cosas de Benedito» [EHM: 11], son tan estrafalarias como estériles: por ejemplo, el Alguacil aparece en la escena primera del acto primero para comunicarle al Aprendiz que el barbero ausente ha sido multado por la autoridad municipal, ya que «se ha empeñado en pescarle los peces de colores al Sr. Marqués, y el Alcalde le ha puesto una multa» [EHM: 11]. Y cuando en la escena séptima del acto primero aparezca Benedito, «trae en la plácida faz una sonrisa luminosa. Viene vestido con una chaqueta blanca, pero llena de pelos y plumas, los pantalones arrugados y sucios, las botas al mismo tenor. Es joven, treinta y tantos años, pero una calva incipiente da cierta nobleza a su cabeza destocada» [EHM: 26]. Benedito, al atravesar la plaza para entrar en su barbería, ha de soportar la rechifla popular: «Pasa por en medio del grupo de mozos y, uno tras otro, todos le empujan y golpean en juego brutal. Él se encoge humildemente, sin perder la sonrisa, y pone los brazos por delante de su pecho para resguardar algo que lleva en el seno» [EHM: 27]. Y poco después comprobamos que «saca del pecho tres o cuatro pollitos recién nacidos» [EHM: 28] y que se enorgullece de haberlos salvado de la muerte: «Voy a la cocina a ponerlos en una cazuela junto a la lumbre. Están heladitos» [EHM: 28]. Tanto Lorenza como Ricarda, quien «le sale al paso, ceñuda» [EHM: 27], insultan al barbero, quien soporta pacientemente su desesperación, pues «si algo refleja su rostro, es curiosidad. Ni dolor, ni ira, ni impaciencia» [EHM: 29].

Pero Benedito no es, como afirman mujer y suegra, un personaje plano, un imbécil [EHM: 29], sino todo lo contrario: «¡Tonto no soy, Tomás, créeme! Te lo digo yo» [EHM: 33]. Por ejemplo, para su amigo Tomás, un abogado que demuestra un agudo sentido crítico379, «Benedito es un tipo extraordinario» [EHM: 25], por lo que acusa a ambas mujeres de no saber valorar sus cualidades: «Lo tenéis abrumado y empequeñecido» [EHM: 26]. Masip subraya en las acotaciones esa complejidad del personaje, su calidad espiritual y la riqueza de su vida interior: «Ríe con una risa dulce que le caracteriza, y es como un borboteo de las fuentes interiores de su persona» [EHM: 31]. Pero Benedito vive sometido al autoritarismo de su mujer y, ante la irritación de su amigo Tomás, carga obediente con el cántaro para traer agua de la fuente: «(Con cierta angustia). ¿Tomás, la máquina del mundo anda sin mi permiso y yo no puedo pararla, ni intervenir en ella para que cambie el rumbo...!» [EHM: 32].

La aparición del Ciego en la escena décima de este acto primero inicia un cambio radical en el desarrollo de la acción dramática. Naturalmente, la ironía y el humor son características de Masip y, así, el Ciego, una víctima más de la guerra380, demuestra desde el principio un muy peculiar y lúcido sentido del humor: «Soy de muy lejos. Ando de pueblo en pueblo. Estoy unos días en cada sitio. Cuando se cansan de verme y yo de no verlos, me   —268→   voy a otro» [EHM: 36]. El Ciego, que vive de la caridad, acude a la barbería para que Benedito le corte el pelo y demuestra poseer una conciencia lúcida y un agudo sentido de su profesionalidad; «El ciego debe llevar el pelo largo y limpio. El público responde mucho mejor. (...) Ser ciego es un bonito negocio. No me da empacho en decirlo, porque no me van a salir competidores voluntarios» [EHM: 42].

Pero en la escena duodécima de este acto primero va a suceder en la barbería, inesperadamente, un suceso prodigioso cuando Benedito, «que ha metido en jabón la cabeza del Ciego, frota y frota con gran entusiasmo» [EHM: 42] sus cabellos para quedarse a continuación «petrificado» [EHM: 43] al escuchar, entre alaridos y gritos, estas palabras del Ciego: «¡Luz! ¡Veo luz! Pero no puedo abrir los ojos. La luz me hace un daño horrible. ¡Me ha devuelto la vista! ¡Veo! ¡Veo!» [EHM: 44]. La recuperación de la vista por parte del Ciego queda certificada por el Médico, quien no halla ninguna explicación científicamente razonable al suceso: «El caso es tan extraño que si yo creyera en los milagros diría que esto es un milagro» [EHM: 47]. Y, ante un barbero «aterrado» [EHM: 46], la reacción popular no puede ser ni más crédula ni más entusiasta: «La palabra «milagro» va pasando por todas las bocas» [EHM: 47]. E inclusive el propio Tomás, ante un barbero que sigue «aterrado» [EHM: 49], apostilla: «Yo sabía que harías cosas prodigiosas» [EHM: 49]. La barbería ha sido el escenario del prodigio, pero en ese mismo espacio escénico se van a desarrollar hechos no menos prodigiosos: por ejemplo, Benedito se enfrenta a su mujer y ordena que sea ahora Lorenza quien vaya con el cántaro a la fuente, Y Benedito «ve marchar a su suegra y se queda maravillado. Le dio la réplica de una manera maquinal, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, y ahora, la sorpresa que le produce el efecto de sus palabras es prodigioso. Ríe, por primera vez su risa tiene una punta de sarcasmo y, aunque en proporciones apenas ostensibles, su cuerpo se yergue» [EHM: 53]. El barbero prodigioso ha conseguido liberarse de su terror para transmitírselo a su mujer, quien es ahora la «aterrada» [EHM: 53], un personaje que se ha transformado ahora en sumiso y temeroso.

En la escena XV del acto primero se plantea ya un tema clave en El hombre que hizo un milagro: la explotación comercial del «milagro». Así, Antonio, «inspector general de zona de la Fábrica de Jabones «Salto» y otros artículos de perfumería» [EHM: 55], le propone que, a cambio de mil duros, firme un documento que «dice así: «Declaro y certifico que el jabón con que lavé la cabeza del ciego que recobró la vista era jabón «Salto». Nada más» [EHM: 55]. Benedito ha usado, en efecto, esa marca de jabón, por lo que, «después de algunas vacilaciones, firma»: «Si no es mentira...» [EHM: 56]. Y ante la estupefacción de su mujer y «con una indiferencia sobrenatural» [EHM: 57], en el desenlace de este primer acto acaba por regalarle el dinero.

El segundo acto está dividido en tres cuadros porque el espacio escénico es diferente en cada uno: el «campo» [EHM: 41], donde una Gitana le lee la mano al barbero prodigioso y en donde la Voz del Viento le confirma que ha hecho un milagro, en las dos escenas del cuadro primero; «otra vez la plaza del pueblo y la barbería» [EHM: 69], en las cinco escenas del cuadro segundo; y, por último, «una sala comedor que aparece encima de la   —269→   barbería» [EHM: 81] en las tres escenas del cuadro tercero. La función dramática de este acto segundo, tras haberse planteado el conflicto de un barbero «prodigioso» en el acto primero, es la de caracterizar irónicamente a Benedito como protagonista del destino y realizar a su través una denuncia de los intereses políticos y económicos que están en juego, una crítica social que Masip quiere evidenciar en esta farsa. Así, en el cuadro primero aparecen en escena «dos Gitanas, madre e hija» [EHM: 62], que contemplan las manos de Benedito y, entre «gestos de asombro tremendo (...) se santiguan con grandes aspavientos» [EHM: 64], antes de leer en ellas su futuro:

GITANA VIEJA.-  Miedo me da decirte lo que leo. Tienes manos de santo o de rey. Navajas barberas han empuñado tus manos hasta ahora; mañana, setros [sic] y coronas empuñarán si tú quieres. Tu destino es muy grande y muy espinoso. Voluntad te deseo para arrostrarlo.  (Coge el billete que está sobre la mano que le corresponde y se lo guarda.) .

GITANA JOVEN.-  Una mujer vendrá a buscarte de tierras lejanas. Tu destino te manda que te vayas con ella.  (A su vez se queda con el billete correspondiente.) .


[EHM: 65]                


Y, si cabe con mayor ironía, Masip agrega en la segunda escena de este cuadro primero que a Benedito «lo paraliza una voz varonil, que llega de las rocas o de las nubes, o del fondo de la tierra o del fondo de su propio corazón» [EHM: 66], la Voz del Viento, a quien confiesa que quiere seguir su destino «prodigioso» y a quien, tras escuchar la orden de proseguir el camino sin decir nada a nadie, despide con estas palabras: «Lo que tú mandes, Señor» [EHM: 67].

En el cuadro segundo el Alcalde aparece en escena para comunicarle a Benedito una segunda multa, inspirada por el Marqués y que plantea las implicaciones políticas del «milagro» al significar éste una amenaza para el caciquismo dominante: «El Sr. Marqués cree que el milagro es una añagaza de sus enemigos con vistas a las elecciones próximas. Dice que hay que averiguar quién es ese ciego que se deja milagrear sin más ni más. Supone que es un echadizo del Sr. Beltrán. De Benedito dice que siempre le ha parecido un anarquista. También con usted está bueno, señor Cura» [EHM: 72]. Así, el barbero prodigioso constituye una amenaza para las «fuerzas vivas» de ese pueblo castellano que representa a la España profunda, pero el verdadero milagro para Benedito es que ha hallado por fin el «resorte» que le faltaba, tal y como confiesa a su Madre en la escena cuarta de este cuadro segundo: «Hubiera dado el alma por un resorte que me faltaba. Ya lo tengo, madre, y sé que no es del diablo» [EHM: 76]. Y, ante el asombro y la posterior recriminación de su Madre, realiza una demostración práctica de su nuevo poder, que significa la humillación tanto de Ricarda como de Lorenza. Acaba este cuadro segundo con la aparición de una Madre que lleva a su hijo enfermo y que trata de que el barbero le imponga las manos para sanarlo. Benedito parece ceder inicialmente a esta tentación milagrera, pero es su propia Madre quien se la prohíbe por miedo a que obrara el prodigio, una actitud que le explica con estas palabras, que traducen un fondo de ironía cristológica: «¡Porque no quiero verte crucificado!» [EHM: 80].

  —270→  

La farsa se centra en el cuadro tercero en las angustias de Lorenza y Ricarda ante la convivencia con un «santo» que obra milagros. Ricarda, ante la perspectiva de que el barbero siga «un destino más alto» [EHM: 85], piensa en el divorcio como alternativa posible. Benedito les comunica su desolación: el ciego lo ha reconocido en la calle, por lo que quedan destruidas sus esperanzas de que el milagro no fuera cierto. El barbero sale hacia la plaza y «las mujeres lo ven marchar, redoblado su espanto. Se hace el oscuro sobre el comedor y comienza a iluminarse la plaza, que quedará en penumbra, rota a trechos por la claridad lunar. El juego de luces y sombras de esta escena se combinará de tal modo, que dé máxima sensación de irrealidad» [EHM: 88]. Con esta iluminación, irónicamente «mágica», asistimos a la conversación entre el barbero y su amigo Tomás, en realidad un monólogo entrecortado del protagonista, del héroe «trágico» de esta farsa «prodigiosa» que interroga su destino a las estrellas:

BENEDITO.-  ¿Tú crees en el misterio, Tomás?

TOMÁS.-  Sí, creo.

BENEDITO.-  Yo también. He creído siempre. El mundo es un enigma maravilloso y terrible, abarrotado de susurros que llenan de ansiedades infinitas el corazón del hombre. Yo he oído muchas veces hablar al Viento, aunque nunca -a ti te lo diré- tan claro y distinto como esta tarde. (...)

TOMÁS.-  ¿Qué te ha dicho?

BENEDITO.-  No... secretos... secretos. Pero desde entonces me pregunto. ¿Quién me ha enseñado el lenguaje del Viento? ¿Por qué soy yo el elegido? ¿Qué he de hacer con esta fuerza que ha entrado dentro de mí?

TOMÁS.-  ¿El Viento no te ha dicho?

BENEDITO.-    (Dulcemente.)  Tomás, no seas indiscreto. No me ha dicho nada. Soy yo quien he de encontrar mi camino. Cuando pregunto: ¿para qué?, ¿qué quieren de mí esas fuerzas oscuras y misteriosas que encienden la luz de las estrellas?, no se lo pregunto a nadie, porque sé que nadie me ha de responder. Me lo pregunto a mí, no hallo la respuesta y me desazono.


[EHM: 89-90]                


Esa angustia del «elegido» ante la incertidumbre de su destino ha convertido al barbero en una parodia del héroe romántico, en un personaje trágico que -no lo olvidemos en ningún momento- Masip trata siempre en clave de farsa. Y, de esta manera, Benedito prosigue ante su amigo Tomás la confesión de su turbación y desasosiego:

BENEDITO.-  (...) Estábamos cercados de presagios que se han hecho realidad, y no sabemos ni el cómo, ni el porqué, ni el para qué. ¿Comprendes mi angustia? ¿Qué me ha querido decir el milagro? ¿Me trae un mensaje o es, simplemente, un azar del misterio que, jugando, jugando, ha tropezado conmigo una vez para no repetirse más? ¿Es señal de una misión que comienza? ¿Qué misión? ¿Es de hacer o de predicar, de mandar o de obedecer, de vivir o de morir? ¿O es accidente fortuito que en sí comienza y acaba? ¿Puedo y debo   —271→   yo mañana volver a rapar barbas como si nada hubiera pasado? Esta tarde, mi madre no ha querido que curara a un niño. ¿Ha hecho bien o ha hecho mal? Éstas son mis dudas, Tomás.

TOMÁS.-  Que yo no te puedo resolver, Benedito. Espera, quizás sea pronto. Tu destino hablará. Espera.


[EHM: 90-91]                


E, irónicamente, el destino va a hablar en la voz del Ciego quien, en el desenlace de este acto segundo y cuando «la penumbra de la plaza se hace más densa» [EHM: 91], afirma que la respuesta la tienen las estrellas del cielo:

CIEGO.-  La ceguera da sed de estrellas. Si uno fuera ciego para todas las cosas del mundo y pudiera ver las estrellas, sería apenas ciego. Si uno fuera ciego para las estrellas, sería ciego aunque pudiera ver todas las cosas del mundo.

BENEDITO.-    (Con un susurro.)  ¿Por qué?

CIEGO.-  Porque las estrellas son las que dan los rumbos de la vida.

 

(La oscuridad se ha hecho absoluta en la plaza. En lo alto una tenue claridad. Lentamente cae el TELÓN).

 

[EHM: 91-92]                


En el tercer acto, compuesto por catorce escenas, el Ciego que ahora puede ver las estrellas se presenta como víctima «trágica» del destino, pues su nuevo destino de vidente significa para él desesperación y hambre. Porque la Vecina Primera le recrimina que pida limosna, pues «sería ir contra Dios» [EHM: 94], a lo que el Ciego replica con amarga ironía: «A este paso sólo me va a servir para verme morir de hambre» [EHM: 93]. Para el Ciego el «milagro» del barbero representa su ruina porque, como dice a Ricardo, «desde que no soy ciego la gente se niega a darme limosna» [EHM: 94]: «a mí me devolvió la vista y me quitó la manera honrada de vivir que yo tenía» [EHM: 95]. Por ello este Ciego -no «milagroso» como le llama el Alcalde, sino «milagreado» [EHM: 96], como matiza él mismo- le plantea a la autoridad municipal su «trágica» situación y parece dispuesto a venderse por dinero al Marqués. Pero irrumpe en escena Ramírez, «señor de pueblo, acomodado» [EHM: 100] y rival político de éste, para sugerirle al Alcalde un pacto común contra Benedito, quien «trae a la vida pacífica de este pueblo el desorden, la demagogia y la perturbación del equilibrio establecido por nosotros» [EHM: 103]. En efecto, Benedito representa, claro está, una amenaza política de primer orden, como le sugiere el astuto Ramírez al obtuso Alcalde: «Pero, ¿usted se da cuenta, señor Alcalde, de la fuerza que tendría un político que, amparado en que ha hecho uno, pudiera prometer milagros a las masas?» [EHM: 102]. Ramírez y el Alcalde le ofrecen a Benedito dinero para que se marche del pueblo, pero éste lo rechaza con indignación, al igual que siente asco ante la ambición económica de Lorenza y ante la propuesta ingenua del Aprendiz en la escena séptima del acto tercero, que constituye una nueva prueba de ironía cristológica, una parodia grotesca de claro trasfondo bíblico:

  —272→  

APRENDIZ.-  Yo quisiera seguir a su lado para toda la vida, maestro

BENEDITO.-   (Conmovido) . Dejad que los niños se acerquen a mí. Ven, hijo mío, a mis brazos. ¡Bendita inocencia! Tú crees en mí, ¿verdad, hijo?

APRENDIZ.-  Sí, maestro.

BENEDITO.-   (Mirando al cielo.)  Gracias, Señor.

APRENDIZ.-  Ya no quiero ser barbero. Lo que yo quiero, ¿sabe usted, maestro?, es que usted me enseñe a hacer milagros. Mi padre dice que eso tiene más porvenir. Que se puede ganar mucho dinero sin trabajar.

BENEDITO.-    (Con amargura infinita.)  ¡Bendita inocencia!   (Rechaza al niño y se vuelve de espaldas para que no lo vea llorar.) 


[EHM: 108-109]                


Esa amargura infinita del barbero constituye un acta de acusación contra la sociedad, contra todas las clases sociales, desde el Marqués al padre del Aprendiz de barbero. Masip no deja en esta farsa títere con cabeza y su denuncia de la corrupción y de la miseria moral dominantes en la sociedad se evidencia aún más cuando en la escena octava de este acto tercero «entra Román, hombre distinguido, enérgico, con una gran cartera bajo el brazo» [EHM: 109] y se presenta como «gerente de la gran compañía explotadora de aguas y fuentes medicinales «Gecam» [EHM: 110]. Román le propone a Benedito construir un hotel sobre el solar de la barbería y un balneario en las afueras, y le ofrece el cincuenta por ciento de las acciones a cambio de que se comprometa a residir permanentemente en el balneario y «a realizar una media anual de ocho a diez curaciones excepcionales. Esto en los dos o tres primeros años, por que luego los enfermos se encargan de curarse solos» [EHM: 112]. El barbero, «sentado en el sillón de afeitar, que será de los giratorios, por huir del acoso y porque es uno de sus recursos para mostrar su repugnancia, ha estado todo el tiempo dando vueltas» [EHM: 113]. En efecto, Benedito ha escuchado con repulsión el negocio y, finalmente, «enloquecido de ira, rabia, dolor, angustia» [EHM: 114], contesta un no rotundo. Una negativa que reitera en la escena décima a los grotescos Prosélito y Prosélita de la secta de los «tabulistas», en guerra contra los «sideristas», quienes le ofrecen «la jefatura máxima del movimiento, con honorarios que no bajarían de...» [EHM: 119] y que le hacen volver a pasar «nuevamente por todos los grados de la indignación» [EHM: 119]:

BENEDITO.-    (Echándose en brazos de su amigo.)  ¡Ay, Tomás, me ahogo, me ahogo! ¡Qué espanto, qué miseria! ¡Todos vienen a pedirme o a ofrecerme dinero, y no sé cuál de las dos cosas es más repugnante. Les da igual que el milagro sea cierto o falso, y lo aceptan verdadero sin discutir, porque así pueden negociar con él! ¡No quiero ver a nadie más! Huiré, me iré al campo, al monte.


[EHM: 120]                


Pero esta confesión desesperada de Benedito en la escena undécima coincide con la aparición en la plaza de Fanny, «la turista, mujer joven, alegre, estrambótica, elegante y guapa» [EHM: 121], quien ha venido al pueblo para conocer al barbero prodigioso, a quien imaginaba con «barba y la cabellera muy blanca y muy larga, como Fausto en la ópera»   —273→   [EHM: 121]: «Aquello era más romántico, esto es más moderno. Y además, le honra que no haya usted cedido a la tentación de disfrazarse de mago antiguo» [EHM: 122]. Desde el principio Benedito se va a sentir «turbado» [EHM: 123] ante Fanny, que «es muy guapa y su imperio sexual se impone» [EHM: 122]: «Señor mago, ¿por qué no me enseña usted las manos? ¿Lleva usted siempre guantes puestos?» [EHM: 125]. En el desenlace de este tercer acto Fanny confesa a Tomás que va a casarse con Benedito, mientras el barbero, «a quien la visita de Fanny ha dejado como embriagado» [EHM: 128], escucha «abrumado» [EHM: 129] al Ciego, que sigue siendo, en tanto vidente, víctima «trágica» del milagro.

El acto cuarto se inicia con una demostración de la mentalidad milagrera dominante en las clases populares: curación del hijo de Martina, misterioso repique de campanas a las doce de la noche, parto por parte de la vaca del tío Zenón de un ternero con cinco patas y dos cabezas. Pero lo más importante es que el doctor Ocáriz, un eminente oculista, ha acudido al pueblo para estudiar el caso y su veredicto científico es inapelable: no hay milagro sino un azar que se explica por medios naturales. Lo significativo es que Benedito, quien ya se mostraba ante el doctor «un poco despectivo, en el fondo, sin querer, molesto» [EHM: 134] y afirmaba que «los milagros no se estudian: se creen o no» [EHM: 134], reacciona ahora «con un grito en el que andan mezclados la alegría y el desencanto» [EHM: 138], una reacción contradictoria que se profundiza aún más en la escena quinta:

BENEDITO.-    (Saliendo de su estupor.)  ¡Ay, qué alegría! ¡Qué alegría! ¡Ay, qué alegría más grande tengo! ¡Qué felicidad! ¡Qué liberación!  (No concuerdan, antes discrepan fundamentalmente, el sentido de estas exclamaciones y el tono con que Benedito las dice. Su esfuerzo por aparentar la satisfacción que no siente, es vano. Acaba la letanía jubilosa, apagado y triste.)  ¡Qué terrible peso se me ha quitado de encima!  (Dicho esto se queda mustio, como un globo sin aire. Su rostro expresa infinita desolación melancólica. Contempla sus manos.)  ¡Pobrecitas manos mías, cuánto os han calumniado! No sois más que unas pobres manos de barbero, y os habían hecho creer, ¡qué sé yo qué!.


[EHM: 139]                


El barbero le confiesa a su amigo Tomás que está dispuesto a volver a llevar el cántaro a la fuente porque, según él, ha perdido el «resorte»: «Yo te decía: me falta un resorte; si lo encuentro, no lo haré. Mientras lo tuve no lo hice. Pero ahora se me ha perdido, y estoy igual que antes. ¿Para qué me voy a negar?» [EHM: 140]. Pero el verdadero milagro de Benedito va a producirse cuando «del fondo de su persona comienza a salir el grito de protesta contra su ser anterior y de afirmación del nuevo que la experiencia del milagro le ha traído» [EHM: 141]. Y el recuerdo de Fanny, con quien proyectaba viajar por el mundo, le sirve de acicate para tomar una decisión prodigiosa: «Benedito no rapa más barbas» [EHM: 142]. Una decisión que provoca la burla de Lorenza y la actitud «desafiante» [EHM: 144] de Ricarda, a quien el barbero «coge brutalmente por los brazos» para demostrarle que, pese a todo, nada es igual que antes, una actitud ante la que reacciona «estupefacta» [EHM: 144]:

  —274→  

TOMÁS.-  Benedito, estoy asombrado.

BENEDITO.-   (Ríe.)  Te he dicho antes que había perdido mi resorte. Me equivocaba. Lo conservo.

TOMÁS.-  Ya no es el milagro.

BENEDITO.-  No. El resorte de ahora lo han fabricado ellos, todos los que ayer me hicieron llorar asqueado de tanta codicia y tanta ruindad. Mientras el misterio estaba presente yo lloraba por ellos y hubiera querido salvarlos de su miseria. Ya no es lo mismo. Ahora vamos a jugar, aquélla  (por Fanny) , éstas, los otros Y yo, todos con cartas iguales. El misterio arriba, lejos, y aquí un pleito entre hombres y mujeres. Y yo un hombre que ha aprendido mucho en estos tres días inolvidables. Esa cuadrilla de desvergonzados me ha enseñado a odiar.


[EHM: 145]                


El «nuevo» Benedito es el milagro del «resorte», el milagro del «hombre enérgico» [EHM: 148]. Un Benedito que impone silencio al Ciego y qué ordena a Tomás que le diga a Fanny que no le espere: «¡Tomás! hay peces de colores que no se pueden robar. Y ella era el pez de colores más brillante y hermoso que había nunca tenido entre mis manos» [EHM: 149]. Benedito piensa marcharse del pueblo, pero ya no con Fanny sino solo, no sin antes enfrentarse a las fuerzas vivas, como demuestra ante el Alcalde y ante Ramírez: «Yo soy un hombre leal y quiero advertirles. No estoy dispuesto a consentir que la vida del pueblo y de la comarca esté en manos del señor Marqués, que usted representa, y del señor Beltrán, representado por usted» [EHM: 151]. Benedito les amenaza con publicar «un manifiesto al país en el que comienzo por decir la verdad de la actual situación» [EHM: 152]:

ALCALDE.-    (Aterrado.)  ¿Quieres matarme? ¡Ah, otra cosa! El señor Marqués me dijo que tienes permiso para llevarte todos los peces de colores que quieras de su estanque.

BENEDITO.-  Contéstele que devuelva el parque y el estanque al pueblo, que del pueblo eran y él se los quitó.


[EHM: 153]                


Parece obvio, tras la alusión anterior del Ciego a la guerra, que el republicano exiliado Paulino Masip quiere condenar, a través del «nuevo» Benedito, a los vencedores de la guerra civil española, tanto a ese Marqués como al Alcalde y a Ramírez, a quienes el protagonista acusa de haberle querido sobornar: «Ustedes vinieron ayer a comprar mi conciencia» [EHM: 153]. Sin embargo, Benedito aceptará ahora «tres espaciados chorros de tintineos de monedas de plata» [EHM: 154] por romper su manifiesto y marcharse del pueblo para siempre, mientras firma el contrato con Román para que las obras comiencen inmediatamente. Un personaje que, finalmente, sonríe «mefistofélico»: «¡Vaya, me quedo tranquilo!» [EHM: 155].

El desenlace de El hombre que hizo un milagro nos presenta a un Benedito, «noble y digno» [EHM: 155] que, ante la presencia de tres Ciegos que han acudido para que les devuelva la vista, afama ante todo el pueblo la verdad, es decir, la mentira del milagro:

  —275→  

«Amigos, con todo el dolor de mi corazón, porque bien me gustaría consolar a estos desdichados, he de deciros que yo no tengo virtud ninguna para curar enfermedades» [EHM: 157]. Pero la reacción popular ante la revelación de la verdad por parte de Benedito, a quien aclaman como a un santo, es muy violenta: «alguien lanza una piedra contra él» [EHM: 158]. Tomás le insta a que huya y se ofrece a avisar a Fanny:

TOMÁS.-  Cree en ti. Te espera.

BENEDITO.-  ¡No puedo mentirle!

TOMÁS.-  En amor siempre hay tiempo para decir la verdad. ¡Vamos!.


[EHM: 158]                


La protesta popular arrecia, pero cuando una vecina informa de la huida de Benedito, se produce una reacción que determina que esta farsa tenga un desenlace irónico:

 

(La muchedumbre expresa su furor con gritos más fuertes de tono y de concepto, pero poco a poco se va apaciguando y se desparrama en grupos por la plaza. Los nervios se distienden, vuelven las sonrisas a las bocas, y la calma. Sin darse cuenta todos sienten como una liberación. La presencia del misterio les pesaba, y se han puesto muy contentos.)

 

VECINA PRIMERA.-    (Acercándose a los ciegos, que siguen inmóviles y ajenos.)  Amigos, lo sentimos mucho, pero no hay nada que hacer. ¡El santo se ha ido al cielo! Todos cuantos lo oyen, se echan a reír, y cae rápidamente el TELÓN.


[EHM: 159]                





3. El emplazado

La segunda obra publicada por Masip en su exilio mexicano se titula El emplazado, «farsa en tres actos, divididos, cada uno, en dos cuadros». Pero en la edición de la obra no consta su fecha de impresión, por lo que se nos plantea de entrada un problema tanto de escritura como de publicación. Anna Caballé alude a una noticia que proporciona la revista Las Españas sobre una lectura de la obra en abril de 1949381 y, aunque constata honestamente que «tan sólo tenemos referencias de esta obra teatral», fija sin embargo su fecha de edición en 1955382, al igual que antes había hecho Matilde Mantecón de Souto383 o que hará   —276→   luego el anónimo autor de «Paulino Masip: bio-bibliografía», nota incluida en una edición de El diario de Hamlet García384. Por su parte, González de Garay aporta el argumento decisivo que nos permite fechar la edición de esta segunda farsa no en 1955 sino en 1949:

La fecha de publicación es anterior al 12 de diciembre de 1949, que es cuando está fechada la dedicatoria personal autógrafa que el autor escribe en tinta negra a su madre: «A usted, madre adorada, con un abrazo muy fuerte de su hijo que no la olvida un momento. México, 12-12-49». (...) Con casi total seguridad el año de edición es el de 1949385.


La acción dramática de El emplazado «transcurre en una gran ciudad»386 indeterminada, inconcreción que afecta también al tiempo. El protagonismo en esta «farsa» corresponde sin duda a Pedro Ribera, una nueva versión del mito de Don Juan que, en este caso, inicialmente es tan sólo un conquistador de dinero y poder. Por su parte, Miguel, amigo de Pedro, es el personaje que funciona dramáticamente como su antagonista. Masip se sirve de ambos, además de una serie de necesarios personajes femeninos (Rosario, Marta, Laura, Carmen, Pilar, Gloria, Lucía, María, Lulú), para desarrollar, con su habitual ironía y sentido del humor, una desmitificación, jocosa pero seria, de algunos tópicos y de determinados valores tradicionales. El tratamiento farsesco de El emplazado no es óbice, en este caso, para que Masip nos invite a nosotros, lectores o espectadores, a una reflexión sobre el tiempo y el sentido de la vida, sobre el poder y las riquezas, sobre el amor y la muerte.

El espacio escénico en el que transcurre durante el cuadro primero del acto primero la acción dramática de El emplazado es el de un «despacho lujoso de un hombre de negocios» en donde -Masip tiene interés en subrayarlo- «no hay (...) la menor sombra de carácter personal» [EE: 9]. Es el espacio que corresponde al protagonista: «Pedro es un hombre de cuarenta y tantos años, recio y un poco basto. Tipo de luchador enérgico, expresión dura. Lleva bigote grande, poblado. Fuma nerviosamente un gran cigarro» [EE: 9]. En este cuadro primero se plantea de manera muy convencional la situación dramática. Así, vemos inicialmente a Pedro como un tiburón capitalista que no quiere mezclar los sentimientos con los negocios y que rechaza con crueldad a Marta, una mujer casada que hasta se le ofrece sexualmente para salvar una apurada situación económica: «humillada, transida de dolor y de vergüenza, hace mutis por el foro, lentamente, arrastrando los pies» [EE: 11]. Se van acumulando nuevas pruebas de la inhumanidad del personaje, un muy atareado hombre de negocios que se comporta con extrema dureza empresarial y quien alerta a Laura: «Hay que ser de hierro, muchacha» [EE. 12].

  —277→  

Pero la aparición en escena de Miguel, que acaba de llegar del pueblo a la ciudad y que es un viejo amigo del protagonista, le sirve a Masip para cuestionar el sentido de vidas como la de Pedro. Miguel es un personaje unamuniano que tiene «diez hijos, una mujer, unos cientos de ovejas, un par de docenas de vacas y en vez de toda la tierra, unas pocas hectáreas acotadas y limitadas» [EE: 15]. Y todo ello confiere sentido a su vida porque le garantiza una «inmortalidad» que, a su juicio, nunca podrá conquistar Pedro:

MIGUEL.-  Porque tú eres un eslabón suelto, insolidario. Tienes el fin y el principio en ti mismo. No eres hijo de nadie, ni tampoco serás padre de nadie. Eres infecundo.

PEDRO.-  Yo creo riqueza.

MIGUEL.-  No. La conquistas, que no es lo mismo. Quien crea riqueza -la riqueza es vida- soy yo, precisamente, tú la conquistas. Lo que te ocurre es que has nacido en un siglo en el que los conquistadores tienen que tomar apariencias de creadores de algo para que los toleren. Pero en el fondo tú eres un pirata y nada más que un pirata.

PEDRO.-    (Ligeramente molesto.)  ¡Eso dicen de mí mis enemigos, Miguel!.


[EE: 15-16]                


Miguel caracteriza a su amigo, para quien «las mujeres son muy poca cosa para dedicarles la vida» [EE: 16], como un «conquistador» de riqueza: «Para gentes como tú la presa es lo de menos; lo que importa es el afán» [EE: 16]. Y, en efecto, Pedro le confiesa su «afán» económico, pues aguarda con impaciencia el desenlace de «una jugada que, si me sale, me hará dueño de la paz y de la guerra» [EE: 17]. Y este afán de riqueza y de poder que domina al personaje se resume simbólicamente en la construcción de una mansión lujosa, de «un verdadero palacio» [EE: 17] en la calle de la Estrella, en el que confiesa estar «enterrando una fortuna» [EE: 17].

Pero el problema fundamental es que acaso, sin saberlo, Pedro, en su afán de riqueza y de poder, esté enterrando también su salud. La presencia escénica del doctor Roldán se justifica dramáticamente porque le sirve a Masip para concretar el inicio del convencional esquema (planteamiento, nudo y desenlace) del conflicto dramático que quiere abordar en esta farsa. Así, el doctor Roldán le plantea a Pedro Ribera su situación dramática: «Tiene usted un cáncer en el hígado» [EE: 24], un cáncer incurable que le convierte en El emplazado porque su vida tiene los días contados: «Un año sobre poco más o menos» [EE: 25].

En el cuadro segundo de este acto primero Pedro, sabedor ya de la verdad, vuelve a conversar con su amigo Miguel, quien le recomienda que siga su vida habitual. Pero el «emplazado» le confiesa que, tras haberse roto el resorte de su «afán» capitalista, todo su proyecto de futuro carece ahora de sentido:

PEDRO.-  Pero, ¿qué interés puede tener para mí seguir la trayectoria que mi vida traía, si todo lo he de dejar a medio hacer, si ni siquiera he de poder ver concluido mi palacio y, aunque se concluya, yo no lo he de habitar; si yo soñaba, Miguel, con poseer la tierra y ahora se me escapa todo de las manos? (...) Sólo sé que dentro de mí se ha roto el resorte   —278→   que hacía funcionar mi maquinaria y que estoy perdido, perdido sin remedio: que soy un muerto que anda. No me digas nada más. ¡Vete, Miguel, vete! Quiero estar solo, solo, como lo he estado siempre en las curvas decisivas de mi destino. Solo, conmigo y frente a mí. Es mi orgullo, Miguel. Vete, hazme ese favor.


[EE: 27-28]                


A partir de este momento los sucesos se precipitan y Masip, en clave de farsa, se complace en presentar las contradicciones que experimenta el personaje en esta nueva situación. Así, Pedro va a protagonizar, por ejemplo, una brevísima escena amorosa con Laura, cuyos labios «besa arrebatado» para, a continuación, quedarse «como presa de un estupor alucinante» [EE: 29]. Pero lo fundamental es la confirmación del éxito de su «afán», pues finalmente se confirma la noticia de que ha conseguido la concesión del petróleo, esa «jugada» que advertía a Miguel que podía convertirle en el «dueño de la paz y de la guerra». El protagonista se reitera en que era el «sueño» [EE: 29] de su vida, un sueño que, sin embargo, se convierte en realidad ahora, cuando ya es un «emplazado»:

CARLOS.-  Dentro de un año, don Pedro, ¿usted se imagina lo que va a ser esto dentro de un año?

PEDRO.-    (Como un globo que se desinfla va cayendo, lentamente, en el diván.)  ¡Sí, lo imagino, Carlos, lo imagino perfectamente!

CARLOS.-  Va a ser usted el amo del mundo. Antes de diez años...

PEDRO.-    (No puede más, salta del diván, se abalanza sobre Carlos y le echa las manos al cuello (...) Va hacia la mesa, abre un cajón y saca un revólver (...) Mira el arma durante buen rato, la vuelve a dejar en el cajón, cierra, se sienta en la silla, cae de bruces sobre la carpeta y más que llorar ruge desgarradoramente). 


[EE: 30]                


Rosario, «hija del que fue mi socio y mi amigo» [EE: 31], va a ser un personaje decisivo para el protagonista. En la escena cuarta del cuadro segundo de este acto primero, cuando Rosario le tienda la mano como saludo, Pedro «la mira, pero no ve la mano, sino sus labios frescos y fragantes. Queda hipnotizado por ellos unos segundos, después, rápidamente, con gesto brusco, toma el rostro de Rosario y le da un beso en la boca que es más bien un mordisco» [EE: 31]: «Perdóneme, Rosario. Reconozco que he sido brutal, pero el deseo fue más fuerte que yo. Usted no puede entenderlo» [EE: 32]. Ella, alertada por Luis del plazo trágico, se muestra comprensiva y se despide con estas palabras: «En su hora más triste, acuérdese de mí» [EE: 32]. Y Pedro queda de nuevo solo, un Pedro que «sigue mirando con repugnancia los muebles del despacho» [EE: 33] porque es ahora un «nuevo» personaje. Este cambio del protagonista se objetiva en la escena sexta y última de este cuadro segundo del acto primero, que se cierra circularmente con la nueva presencia escénica de Marta. Pedro le expresa su alegría por el reencuentro y está dispuesto ahora a ayudarla, pero la actitud de ella es, lógicamente, distante y fría: «(Siempre irónica) ¿Qué ha pasado para este cambio tan brusco?» [EE: 33]. En realidad, Marta ha venido para vengar su humillación   —279→   anterior y se encuentra ahora con un Pedro transformado en un conquistador de mujeres: «Me gustas y serás mía» [EE: 34]. Naturalmente, ella lo rechaza y la escena concluye con este desenlace:

PEDRO.-  Vete, pero volverás tú sola. Yo sé que volverás... Te espero, ¿lo oyes? Te espero...

MARTA.-    (Desde la puerta.)  ¡Miserable!  (Desaparece.) 

PEDRO.-    (Queda solo, en el centro de la escena y murmura angustiado.)  ¿A dónde voy, Señor, a dónde voy?.


[EE: 35]                


La transformación del espacio escénico en el acto segundo es radical y viene a exteriorizar el cambio interior que se ha producido en el protagonista. La acción dramática transcurre en «un gabinete recargado de molicie», la casa de un Pedro que ahora «viste un batín elegante. Se ha recortado el bigote. Se peina de otra manera. Ha empalidecido» [EE: 37]. Pedro se ha transformado en un personaje donjuanesco que en la escena primera del cuadro primero rechaza a Carmen porque, como le explica a su amigo Miguel en la escena siguiente, «una mujer nueva me produce un deseo súbito, irrefrenable, tan fuerte que me deja sin sangre las venas y los huesos sin médula, como si ya estuviera muerto. Es una sensación espantosa. Con el deseo satisfecho la vida vuelve a mí y entonces odio a la mujer, causa y remedio de mi trastorno. Nunca me había sucedido nada semejante». Y apostilla: «He llegado a creer que las mujeres son más que un deseo de mi cuerpo, una necesidad de mi alma» [EE: 39]. Pedro, desde que es un emplazado, se ha desinteresado por completo de sus negocios y la prueba está para Miguel en el estado de deterioro en que se halla su proyecto simbólico: «He pasado por la calle de la Estrella. En un mes ha crecido la hierba entre las piedras de lo que iba a ser un gran palacio. Da pena verlo» [EE: 401. Y es que en un mes Pedro ha experimentado la angustia de caer en un pozo sin fondo, de desinteresarse olímpicamente de la vida exterior para ocuparse, ante todo, de sí mismo y de su propia vida interior:

PEDRO.-  (...) Esta temporada pienso mucho en mí, en lo que pasa dentro de mí. Antes, tenía tantas cosas que hacer fuera de casa que no podía ocuparme de lo que pasaba en mi interior, ni me importaba. Mirándome por dentro, ahora, a veces, pienso, ¡qué sé yo!, que quizás había equivocado mi camino.


[EE: 41]                


De nuevo reaparece Rosario, la mujer clave para el «nuevo» y contradictorio Pedro, según le confiesa el Criado a Miguel: «La verdad es que, tantas veces como el señor sale, a la vuelta, siempre me pregunta si, en su ausencia, ha venido la señorita Romero. Y cuando viene, estando en casa, no quiere recibirla. Porque sepa usted que esta escena me la ha hecho ya otras veces» [EE: 42]. Y la propia Rosario, que vuelve una vez cada dos o tres días pese a la negativa, es consciente de esa actitud: «Sé que me huye, pero no sé y me gustaría saber por qué» [EE: 43], La mujer le confiesa a Miguel su desconcierto y evoca la   —280→   escena del primer beso para interpretarla desde su perspectiva: «Aquel beso tan brusco y tan sin sentido, fue para mí la medida de su tragedia... (...) Ahora es un sentimiento de piedad, completamente normal y merecido. ¿No le parece?» [EE: 44]. Tras Rosario aparece en escena Canales, que viene desde Nueva York y se presenta como víctima del emplazado: «El corte criminal que usted ha dado a sus negocios, ha hundido el mío y con él mi crédito, mi honra y el esfuerzo de muchos años» [EE: 46]. Y como para el calderoniano Canales «el honor es antes que la vida» [EE: 47], amenaza con un desenlace trágico, con pegarse un tiro: «Óigame bien, Ribera: si usted no lo remedia me lo voy a pegar aquí mismo, pero le juro que me lo llevo a usted por delante» [EE: 46]. Sin embargo, tras aclararle que desde hace un mes ni siquiera ha abierto las cartas de negocios, el «nuevo» Pedro le ofrece al desesperado empresario esos cincuenta mil dólares que necesita con urgencia.

Pero no son los negocios los que ahora interesan al conquistador emplazado sino las mujeres, quienes se confiesan ante él rendidamente enamoradas, empujadas por una atracción fatal hacia ese Don Juan grotesco. Don Juan grotesco porque, claro está, a partir del tratamiento farsesco que Masip ha elegido, Pedro carece de sublimidad trágica. Tanto Laura como Marta son víctimas de esa extraña pasión y el propio Pedro, tras rechazar a Marta, le explica a Miguel su contradictoria situación donjuanesca:

PEDRO.-  Escucha. Por esa puerta acaba de salir la cosa que menos me importa en el mundo.

MIGUEL.-  ¿Qué era?

PEDRO.-  Una mujer. Y tras de esa puerta...  (Señalando por donde se fue LAURA.) ... me espera la única cosa apetecible y real que para mí existe en el mundo.

MIGUEL.-  ¿Y es?

PEDRO.-  Una mujer.


[EE: 53]                


Desde la perspectiva privilegiada que le confiere la muerte a plazo fijo, Pedro desmitifica durante el cuadro segundo valores tradicionales como el del honor o actitudes románticas como la del suicidio: «Desde mi mundo, Canales, un suicida es un monstruo de estupidez» [EE: 47]. Esta contraposición de perspectivas estéticas (la tragedia que creen protagonizar tanto Canales como Mariano o Luis será desvalorizada por Pedro) determina el grotesco que Masip, con su ironía y humor habituales, consigue en El emplazado. Por ejemplo, la acción dramática de este cuadro segundo transcurre de «noche» en un espacio escénico en donde, «paralelo a la sala corre un río, ocultas sus aguas por un pretil practicable» [EE: 53]. Pues bien, a ese puente de aguas turbulentas acude Mariano, un grotesco vengador del honor de su hermana Pilar que, desarmado por la actitud desmitificadora y desvalorizadora de Pedro, acabará arrojando la pistola por el pretil. Y a ese mismo puente acude también Luis, quien «de pronto, cabalga una pierna sobre el barandal, con ánimo, que se advierte, de arrojarse al agua» [EE: 56]. Se trata de un intento de suicidio por amor, o mejor, por el desamor de Laura. Porque Luis se presenta, en rigor, como una víctima del emplazado, es decir, del seductor que ha conquistado a su Laura,   —281→   razón de vida para el amante romántico: «¡Porque es usted quien me ha matado, señor Ribera, usted!» [EE: 58]:

PEDRO.-  ¡Imbécil! Te ofrezco mi ayuda porque me parece bien que quieras acabar de una vez. Tienes razón; mereces la muerte. La vida es una cosa demasiado importante para que la disfruten tipejos como tú, que la desprecian porque una mujer se les fue de las manos. ¡Muérete ya, hombre, muérete ya! (...)  (Con tremenda, dolorosa, sarcástica ironía.)  Porque después de esa horrible, espantosa tragedia, ya no hay nada que hacer en el mundo, nada que gozar, nada que descubrir, nada que construir, nada que ver. ¿Qué vale todo el Universo junto a un beso que se desvía? Realmente eres muy desgraciado. Comprendo que no quieras vivir ni un minuto más. En cambio, ¡qué felicidad la mía!, ¡qué felicidad! «Un beso tuyo y después la muerte», le dije, como en las novelas románticas. ¡Ay, y yo no la engañaba! Me lo dio y ya puedo morir tranquilo.


[EE: 59]                


En el cuadro primero del acto tercero, que transcurre «en el bar de un cabaret» [EE: 61], el cabaret Lido, asistimos al cenit donjuanesco de Pedro, seductor sucesivo de mujeres como Gloria, Lucía, Laura, María o Lulú, que sucumben a la atracción fatal del emplazado y que acaban siendo rechazadas por él. Como dice López, «este don Pedro, que debería llamarse don Juan, se da más prisa en abandonarlas que en conquistarlas» [EE: 63]. El protagonista que reaparece en la escena segunda de este cuadro primero «es otro hombre. Ha adelgazado, está pálido, se ha recortado aún más el bigote» [EE: 64]. Pero sigue manteniendo una extrema dureza con, por ejemplo, Laura, a quien de nuevo rechaza: (Se vuelve indiferente hacia Lucía, mientras Laura hace mutis sobriamente patética)» [EE: 65]. Sólo Rosario es capaz de inquietar la máscara del emplazado porque ante ella Pedro se siente Tántalo y experimenta el vértigo de la sed, la angustia del amor, como le confiesa a Miguel en la escena cuarta:

PEDRO.-  (...) Rosario me busca, me acecha, me provoca en cuanto tiene ocasión y encuentra más de las que yo quisiera. A esto ha venido aquí esta noche. Yo, yo la respeto, pero no por ella, no, ¡por mí! Le tengo miedo. Cuando me acerco a las demás mujeres les veo siempre el fondo. Sé todo lo que me pueden dar y lo que busco en ellas. Por eso en cuanto lo tomo desaparecen de mis ojos, como si se murieran. Con Rosario no. Aquel beso que tú sabes me dejó más sed. Tengo la sospecha de que cuanto más bebiera en ella más sed tendría.


[EE: 71]                


Las demás mujeres son para Pedro la consumación de un deseo que, una vez satisfecho, le produce hastío «y no un ansia mayor» [EE: 71]. Con Rosario le sucede lo contrario: «Con Rosario no estoy seguro de mí y por eso la huyo» [EE: 72]. Ya la insinuación de Miguel de «que estás enamorado o temes enamorarte», Pedro responde asumiendo ese miedo a enamorarse: «Para la muerte no tengo defensa. Para el amor sí y me defiendo» [EE: 72].

  —282→  

En la escena sexta reaparece en escena el doctor Roldán para conversar con Miguel sobre Pedro, al que según el médico «le han hecho una gran fama de seductor de mujeres» [EE: 75]. Miguel le confirma que, efectivamente, el nuevo oficio del protagonista es el donjuanesco, un destino terrible a su juicio: «A nuestro amigo Pedro, y hablo en serio, doctor, la valla de la muerte, que usted y sus colegas le pusieron delante, lo convirtió en un don Juan, sin que su voluntad interviniera para nada» [EE: 77]. Según Miguel, Pedro «tiene el instinto de conquista» [EE: 77], por lo que la alternativa para su pasión «instintiva» era clara: o conquistar riquezas y poder económico o conquistar mujeres. Por lo tanto, el donjuanismo del emplazado se presenta como «una adaptación de su temperamento de conquistador a las circunstancias que la sentencia de muerte le impuso» [EE: 77]. Sólo que, asevera el propio doctor Roldán, si Pedro lleva la vida de un seductor y han transcurrido ya más de ocho meses del plazo, debe asumir que se trata de un error médico.

El espacio escénico del cuadro segundo de este acto tercero vuelve a ser el inicial, por lo que se completa la estructura circular de la farsa. Regresamos a «la misma decoración del acto primero, pero ahora polvorienta y con ese aire denso y mohoso que gravita sobre las habitaciones que han estado cerradas durante varios meses» [EE: 81]. Y el Pedro que aparece ahora en escena, el Pedro ya no emplazado, es un personaje que «ha perdido el barniz que ha ocultado su verdadera, auténtica y primigenia personalidad, y reaparecido el hombre que era al comienzo de la obra» [EE: 81]. Pedro es de nuevo el tiburón capitalista que quiere vivir porque vuelve a tener un horizonte de expectativas, un futuro, es decir, quiere volver a desarrollar su «afán», volver a luchar por reconquistar su poder económico: «Otra vez siento la atracción de las cimas altas, otra vez mis manos rebullen con el ansia de agarrar, otra vez me bailan delante de los ojos números y proyectos que yo ¡yo! podré realizar» [EE: 82]. Y, por supuesto, para este «otro» Pedro todo su pasado reciente como emplazado carece de sentido, tal y como le explica en la escena segunda a una Lucía nuevamente rechazada: «El de ayer y yo somos dos personas distintas y contrarias. (...) A usted le gustaba el otro, el de anoche. Yo no le gusto» [EE: 85]. Este «otro» Pedro que también en la escena tercera juzgará como ridículo el intento del señor Jiménez de batirse en duelo por el honor de Lulú, escena con la que concluía el cuadro primero: «¡Qué idiota es todo esto!» [EE: 88].

Pero el «afán» de Pedro de rehacer sus negocios y volver a ser un «tiburón» capitalista va a tropezar con la realidad pura y dura, con la lógica fría e inhumana del sistema, es decir, con las respuestas negativas o irónicas de los destinatarios de sus cartas, quienes le responden, por ejemplo: «¿Ya no se muere usted? ¡Cuánto lo sentimos!» [EE: 90]. En medio de esa frustración, reaparece Rosario justo en el preciso momento en que Pedro, desesperado y «sarcástico» [EE: 91], ha decidido suicidarse: «Para quedar bien ante el mundo voy a tener que matarme» [EE: 91]. Una Rosario que le arrebata el arma y que representa ahora para Pedro, sin ironía donjuanesca, a su doña Inés, es decir, la posibilidad de una salvación a través del amor:

  —283→  

ROSARIO.-  ¿Qué hago yo aquí, si ya no me necesita para nada?

PEDRO.-  Te equivocas, criatura. Antes no, pero ahora sí te necesito. Antes, tu amor sólo servía para hacerme más odiosa la muerte. Ahora puede servir para salvarme la vida. ¿No te das cuenta? Tú y yo juntos, Rosario, para toda la vida. ¡Para toda la vida!

ROSARIO.-    (No puede reprimir un estremecimiento.)  ¡Toda la vida! Tiene razón.  (Con un sentimiento franco de repulsión.)  ¡Para toda la vida!.


[EE. 93]                


Rosario sentía piedad y angustia por el emplazado, pero ahora experimenta repulsión por Pedro, convertido de verdugo en víctima: «El conquistador no puede esperar piedad de sus presas, si un día cae» [EE: 95], le advierte Miguel. Y es que, según Pedro, «los miserables» se han confabulado en contra suya: «No me dejan volver a la vida. Me arrojan a un rincón. Me niegan el pan y la sal. Quieren que me muera» [EE: 94]. Y si el amor por Rosario podía ser una razón «romántica» de vida, esta alternativa también se ha frustrado:

PEDRO.-  Le he ofrecido a Rosario un amor fecundo y eterno y ya has visto.

MIGUEL.-  Rosario se enamoró del Don Juan que tú eras y como le ofreces dejar de serlo ya no le interesas. La reacción es lógica. Probablemente a Doña Inés le hubiera pasado lo mismo con el otro. Prueba a que se enamore de ti una mujer que no conozca tu historia, que te vea en el hombre normal, fecundo y humano que quieres ser.


[EE: 95]                


El desenlace que Masip ha imaginado para El emplazado no puede ser ni más «ejemplar» moralmente ni, desde la estética de la farsa, más irónico y grotesco como degradación de la sublimidad trágica. Porque, en efecto, la muerte parece ser la única alternativa digna para un personaje que quiere luchar, sin reparar en los medios ni en escrúpulos éticos, por reconquistar su poder económico. Pedro discute con su amigo Miguel sobre su actitud de rechazo a los padrinos del señor Jiménez porque ese duelo de honor no es para él sino «una bobería»:

MIGUEL.-  Bobería o no, por tu gusto pusiste en juego tu dignidad. Defiéndela.

PEDRO.-  ¿Para qué sirve la dignidad después de muerto?

MIGUEL.-  ¿Y la vida sin dignidad?

PEDRO.-  Para vivir. ¿Te parece poco?

MIGUEL.-  Vivir, sólo vivir, no me parece nada.

PEDRO.-  A mí me parece todo. Me conformo.

MIGUEL.-  Allá tú.

PEDRO.-  ¿También tú crees en esas monsergas de las manchas que se lavan con sangre?

MIGUEL.-  Batirse me parece una tontería, pero no batirse por miedo, me parece una cosa indigna. Prefiero ser imbécil a indigno.

PEDRO.-  Pues yo no. Prefiero ser indigno vivo a imbécil muerto.


[EE: 96-97]                


Pero está claro que Masip quiere conducir inexorablemente a su protagonista, con la   —284→   lógica de la farsa, de indigno vivo a imbécil muerto:

MIGUEL.-  Morir antes, morir después, ¡qué más da! El caso es hacerlo bien.

PEDRO.-    (Enfático.)  Un bel morire, tutta una vira onora  (Riendo.)  ¡Grotesco, grotesco!.


[EE: 97]                


Y, como no podía ser de otra manera, en el desenlace de esta farsa Masip ha querido que su protagonista encuentre la muerte de la manera más imbécil y grotesca. Así, Pedro decide bajar al café para telefonear y le pide a Miguel que, mientras tanto, le espere:

MIGUEL.-    (Lentamente, se acerca al balcón, lo abre y se asoma. Curiosea un rato y de pronto grita.)  ¡Cuidado, Pedro, el tranvía, el tran...  (Se cubre el rostro, espantado.)  ¡Oh, qué horror! ¡Pedro, Pedro!  (Se aparta del balcón y queda inmóvil de espanto. Con gran esfuerzo echa a andar hacia la puerta. Casi en ella aparece el Criado. Más con el cuerpo que con la voz, pregunta:)  ¿Qué?

CRIADO.-  Ahí fuera está lo que ha quedado.

MIGUEL.-  ¿Muerto?

CRIADO.-  Hecho papilla, señor.

Telón rápido.


[EE: 97]                


Farsa no exenta de «ejemplaridad» moral, ese proyecto de indignidad vital que era el «nuevo» tiburón capitalista Pedro ha quedado convertido en un imbécil muerto, en un muerto de la manera más imbécil, grotesca y anti-heroica: «hecho papilla» por un tranvía.




4. Epílogo

Comentábamos al principio la escasa atención crítica que ha merecido hasta la fecha el teatro de Paulino Masip y, más concretamente, su teatro del exilio387. Éste hemos visto que se reduce, además de su adaptación escénica de El escándalo ya antes citada, a estas dos farsas que acabamos de analizar, «dos excelentes comedias» según   —285→   Max Aub388 que, sin embargo, recordemos que «no llegaron a estrenarse»389 pero que, al menos, debieran editarse pronto. Cierto es, como señalaba Rafael Tasis ya en 1955, «que por algo Paulino Masip es hombre de teatro extraviado estos últimos años en provechosas aventuras de guionista cinematográfico390 para poder subsistir. Pero ella en modo alguno debe significar que la literatura dramática de Paulino Masip, anterior a la guerra civil o escrita y publicada durante su exilio mexicano, merezca ni el silencio ni el olvidos391.





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ArribaAbajoUn acercamiento al teatro de Paulino Masip

Víctor Manuel Irún Vozmediano



Madrid, I.E.S. Dolores Ibárruri

No es el teatro de Paulino Masip una joya literaria por descubrir, qué duda cabe, pero hemos creído interesante un nuevo acercamiento a éste, más con la idea de situar su obra dramática dentro de su «corpus ideológico», su peculiar sentir como creador, que no como puro ejercicio reivindicador, que aquí, para ser justos, no vendría mucho al caso392.

De todas formas, sí que debe destacarse que en algunas de sus piezas (El báculo y el paraguas (1936) o El hombre que hizo un milagro (1944)), y antes de entrar en valoraciones más precisas, se perciben registros dramáticos bastante interesantes, especialmente en la creación de unos personajes de elevado simbolismo ético, unos diálogos de gran atrevimiento y desparpajo crítico, aunque, por desgracia, casi siempre sumidos en tramas bastantes convencionales más próximas a los manidos modelos del melodrama de Echegaray y Benavente que al de otros dramaturgos más vanguardistas: Lorca, Valle, etc. Es decir, Masip utiliza una voz dramática muy personal -la suya, la de su prosa más elaborada, la de Hamlet García o Las cartas a un emigrado español- que le acerca temáticamente a un Unamuno, por ejemplo, mientras que desde el punto de vista formal, su teatro se nos presenta mucho más atrapado en lo tópico y convencional393.

Para empezar habrá que decir que no es tampoco Paulino Masip un dramaturgo prolífico; antes de exilio estrena tres obras: Dúo (Comedia en una escena), 29 de diciembre de   —288→   1928 por el grupo Caracol, Sala Rex, Madrid, dirección de Cipriano de Rivas Cherif, al que se la dedica con estas palabras: «marinero, patrón y soplo eólico de este pequeño velero dramático». La obra se publicará en la famosa colección «La Farsa», a continuación de El abolengo de Linares Rivas. De esta pequeña pieza de Masip nos informa Max Aub que se hizo una lectura privada394.

La siguiente es La frontera (Comedia en tres actos). Estrenada en el Teatro Cervantes de Madrid, el 30 de diciembre de 1932 por la Compañía Dramática de Arte Moderno395.

Después viene El báculo y el paraguas, estrenada en el Teatro de la Zarzuela de Madrid por Irene López Heredia y Mariano Asquerino, el 7 de enero de 1936.

Y ya en el exilio, escribirá El hombre que hizo un milagro (Farsa en cuatro actos, el segundo dividido en tres cuadros), Atlante, México, 1944. Esta es la única pieza a la que hemos tenido acceso de su etapa mejicana, ya que El emplazado y otras posibles que pudieran haber quedado inéditas en México nos son absolutamente desconocidas.

Del Masip dado al guión cinematográfico nada diremos tampoco por idénticos motivos, aunque conociendo su capacidad para la recreación de diálogos, pensamos que podría ser interesantísimo un estudio de todo aquel material en profundidad396.

Vamos a fijar como punto de partida, algunas líneas temáticas de Masip que más o menos afloran con prodigalidad a lo largo de toda su obra dramática:

1.- El matrimonio. La pareja. Masip está obsesionado con este tema y se puede afirmar que no hay pieza dramática suya en la que quede fuera éste tan caro asunto para él397.

  —289→  

Evidentemente sus análisis insistentes sobre el matrimonio no son meros discursos ensalzadores del Sacramento desde una óptica que podría juzgarse, a priori, tradicional. Hay que entender este asunto dentro del entramado del pensamiento de Masip, de su riguroso sistema de valores y juicios, de su concepto de la ética humana, de su valoración de la mujer (realmente dual)398, etc. Deslindar este tema del cogollo convertiría lo que es para Masip esencial en simple «deus ex machina» de sus obras. La prueba es que traspasa lo géneros literarios que trata el escritor: las analogías entre sus «dúos dramáticos» y su gran dúo novelístico, Hamlet García-Ofelia, son transparentes.

2.- «Las tipologías humanas ejemplarizantes»: llamaremos así a ese carácter casi actancial y tipológico que tienen todos los personajes dramáticos -y los otros, diríamos también de Masip. El escritor pone sobre el tapete conflictos y los personajes son meros recipientes de éstos, heredando así la mejor trayectoria del ceremonial religioso de los autos sacramentales españoles. Más que de posibles influencias del teatro nórdico -Ibsen o Strindberg- del que no obstante el teatro de Masip guarda involuntarias similitudes, creemos, en lo que respecta a la ejemplaridad casi alegórica de los personajes, y a la propia «combinatoria» de los conflictos de la trama; nosotros nos inclinamos más por incardinar su teatro en la tradición sacramental española depauperada en los siglos XVIII y XIX por su evolución hacia exteriorizaciones formales en las que priva más lo accesorio que lo primario- y por la eclosión de un teatro romántico español más deudor de la zarzuela y la comedia de magia del XVIII que del teatro sacro del XVII399, eso sí, sólo en lo que respecta a la tipología del «dramatis personae», En lo que tiene que ver con el andamiaje de la obra, Masip, ya lo apuntamos más   —290→   atrás y lo repetimos ahora, se apoya en el modelo convencional del «drama nuevo» de finales del XIX con su «alta comedia» a lo Adelardo López de Ayala, filtrando elementos aleatorios del paso de este modelo por los diferentes proyectos de un teatro más vanguardista, y es aquí donde se acerca Masip a un Azorín, a un Unamuno, a un Jardiel Poncela o a un Casona..., sin olvidar tampoco cierta tradición de teatro socializante, ruralista, del que es principal representante el famoso novelista, crítico y dramaturgo José López Pinillos, Pármeno, y obras suyas como La red (1922), donde también se perfilan conflictos tipológicos aunque en este caso adscritos a un espacio rural, más «fuenteovejunesco» que sacramental. Masip, en su afán ejemplificador, cae algunas veces en el defecto -y esto es propio de todo el «teatro de ideas» de la época- de hacer a los personajes simples portadores de la carga filosofal del autor, de tal manera que el personaje se nos presenta espúreamente mediante palabras grandilocuentes y no tanto por el propio proceso de la acción. Esto se aprecia sobre todo en La frontera y en El báculo y el paraguas400.

3.- La abulia masculina. Otro de los grandes leit motivs del teatro de Masip. Los personajes masculinos suelen ser abúlicos, más o menos eclipsados por los femeninos a los que Masip gusta de representar de forma un tanto maniquea dándonos casi siempre dos tipos de mujer, el de mujer Eva -mujer fatal- y el de mujer tierra -mujer compañera-, es decir, la mujer de matrimonio por antonomasia401.

  —291→  

El Pedro de El báculo..., el Benedito de El hombre que hizo un milagro o el Marido de Dúo, pueden ser los más emblemáticos ejemplos. Julio y Mariano de La frontera nos parecen personajes más complejos y por ende menos esquemáticos. Pero ello no nos debe llevar rápidamente a creer que Masip es un magnífico reivindicador del alma y la conciencia femeninas por encima de las debilitadas masculinas. «Los hombres» de Masip son egocéntricos, en algún caso rozando el «pre-misticismo» -pensemos en Benedito- y viven todos en una machadiana guerra con sus entrañas en la que difícilmente pueden hacer partícipes a sus mujeres402. El ejemplo señero es Hamlet García, pero aquí pretendemos centrarnos solamente en los protagonistas masculinos de su teatro. Y es que el hombre masiano tiene que estar siempre al acecho de la manzana que le tiende Eva pecadora403.


Breve recorrido por sus obras. Consideraciones generales

1) Dúo, su primera pieza, es un auténtico banco de pruebas de todo lo que será su teatro posterior. Obra en un acto, reúne elementos constitutivos, embrionarios de su visión como dramaturgo: el tema de la pareja, ese «dúo» que da nombre al título. El hombre que quiere huir, que quiere «independizarse» del yugo femenino:

MUJER.-  ¿Por qué te vas?

MARIDO.-  Deberías saberlo también. Me voy porque me ahogo. Porque el agua... ¡No, el agua no! El barro... ¡No, tampoco el barro...! Las plumas, el miraguano, la guata, ¡eso, eso!, todas las cosas blandas que has echado sobre mí me llegan ya a la boca y no me dejan respirar.


(p. 54)                


La Mujer, pese a todo, logra convencer al Marido de que no se marche sino de que vuelva a reencontrarse en ella, con un tono de fiero retoricismo que nos lleva al Unamuno más puro:

MUJER.-  ¿Con quién te vas?

MARIDO.-    (Indignado.)  ¡Oh!

MUJER.-  ¿Quién te lleva?

—292→

MARIDO.-   (Frenético.)  ¿Qué supones? Me voy con la compañía más peligrosa para ti: ¡conmigo mismo! ¡Nada más que conmigo mismo! No es el folletín. ¡Es el drama, el drama!

MUJER.-    (Indulgente.)  Vodevil y gracias.


(p. 58)                


Masip comienza su carrera de dramaturgo con un bosquejo de teatro con tintes filosofantes, de personajes que salen a las tablas como aquellas alegorías medievales, defensora cada una de una idea contraria a la de su rival y pugnando desnudas en el escenario en una especie de duelo de florete conceptual. Es cierto que su lenguaje -desde la acotación primera: «librándose con una sacudida de la mano de ella y hostigándole su espíritu, que ha retrocedido ante la fría mirada de la mujer»- es bastante altisonante, envarado, preso, de la retórica más abotagada de la «alta comedia», retórica que sólo se diluye en algunos diálogos cortantes y secos. Está claro que a Masip lo que le interesa en Dúo es lanzar su visión acerca del matrimonio, de la pareja, y hacerlo de una manera fogosa, concentrada. Los personajes dialogan con absoluta indiferencia a cualquier regla del decoro poético y se expresan no como representantes de la burguesía más o menos ilustrada a la que pertenecen, sino como auténticos doctorandos en Teología por alguna universidad germánica:

MUJER.-  ¿Has llegado a odiarme?

MARIDO.-  Me has dado lo que no te pedía y me has negado lo que de ti necesitaba. Te pedí hijos y no has sabido dármelos. Porque yo de ti no quería más que eso: hogar, hogar, familia. Y, en cambio, a todas horas he sentido sobre mí el peso de tu carácter, de tu inteligencia. ¿Para qué me sirve a mí tu talento?

MUJER.-  ¿Qué culpa tengo yo de que tú seas débil?

MARIDO.-  ¡Pero es que no lo soy! ¡No lo soy! He sido débil a tu lado, contigo, porque te quería. Lo que al principio fue condescendencia, se convirtió luego en deber y más tarde en servidumbre. Has matado todo lo que había en mí de original, poniéndole tu sello. Has ahogado todas las fuerzas que en mí querían nacer independientes. ¡Y ya no puedo más! [...]


A Masip lo que le interesan son las pasiones en lucha, en este caso mediante la exteriorización de lo femenino simbolizado en esa Esposa que representa para el autor el doble concepto que tiene sobre la mujer, y la batalla campal del hombre contra sus propios fantasmas. Dúo podría ser una ensoñación masculina que lucha, desnuda, contra cueros de vino tinto femeninos, no contra una mujer concreta. La huida del hogar conyugal por parte del Marido en busca de sí mismo, se deberá interpretar como un esbozo de ese hombre masiano que anhela su escisión del Otro para en la desnudez de la individualidad hallarse nuevamente, pero que, a la postre, deberá reencontrarse sólo de la única manera lícita que concibe Masip: el matrimonio «fieramente humano», el compromiso de un «dúo» que suena como «un solo». La obra es eso, en resumidas cuentas: unión-escisión-unión. Ciclo que culmina en la imagen de las maletas deshechas, en la vuelta a empezar, esta vez, bajo el   —293→   «solo amoroso» de una pareja que se reconoce en su propia matriz indivisible.

2) La frontera (1932). (Obsérvese cómo todos los títulos de Masip son de un tremendo simbolismo; tradición que se mantendrá en el teatro de posguerra español en títulos como La muralla de Joaquín Calvo Sotelo o La mordaza de Alfonso Sastre, opuestas ideológicamente pero, sin embargo, ambas con idéntico uso de este recurso).

Masip, en esta segunda obra, nos plantea nada más y nada menos que un «cuarteto» (del dúo al cuarteto). El leridano maneja una combinatoria actancial precisa y milimétrica de pasiones violentas. Se complace nuestro autor en plantear un conflicto por cambio de parejas que no cuaja ya que algo falla en la matemática precisa de la resolución final. El planteamiento es formal y temáticamente convencional: Mariano pasa la noche con la hija de su posadera, Luisa, un «desliz» para él, una aventura sin más trascendencia, en cambio, un suceso que afecta frontalmente a la vida de ella, la cual se entrega en cuerpo y alma al que cree su amado.

El tono nuevamente es empalagoso y en exceso melodramático en la descripción de las «pasiones»:

«Cruzamos dos o tres palabras sin sentido. Se entrelazaron nuestras manos y, en silencio, se buscaron nuestros labios. Fuiste mía sin juramentos que nos cegaran los ojos, sin promesas que pudieran falsear la voluntad. Fuimos uno del otro naturalmente, sencillamente, y ahora nos sería difícil decir a ti y a mí por qué. Y es que nunca se han podido explicar las cosas que nacen muy hondo, tan hondo como este cariño nuestro».


(pp. 9-10)                


Masip se regodea con este lenguaje almibarado, mendaz, que rebaja al personaje de entra da a la altura de cualquier galancete de romanticismo cromagnón. De pronto, irrumpen en la pensión un viejo amigo de Mariano, Julio, que ha llegado al pueblo de vacaciones con una mujer francesa, Odette. Julio se dedica a «importar frutas españolas» con su empresa «El jardín de España». Clarísimamente, Julio representa «al que se fue», al «echao p'alante», al aventurero; y Mariano, al contrario: el sedentario, el español apegado a su terruño y a sus costumbres. (Con lo que Masip plantea uno de sus conflictos duales tan queridos: la contraposición entre vida interior y vida exterior, el hombre de acción y el hombre de reflexión).

JULIO.-  ¿Me tienes envidia?

MARIANO.-  Tú has vivido, Julio.

JULIO.-  ¿Y si te dijera que el envidioso de ti soy yo?

MARIANO.-  Será esa envidia del rico al pobre tan graciosa: «usted siquiera no tiene quebraderos de cabeza».


(Acto I, p. 15)                


Primera oposición: la masculina, ya formulada. La segunda la van a discernir Odette, la francesa, y Luisa, la española. Odette es presentada con todos los tópicos convenientes que el español medio suele tener al respecto (vid. acotación, acto I, p. 18):

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«Plena de juventud. Vestida maravillosamente sin demasiado temor a parecer audaz. Habla el castellano con torpeza llena de gracia. Al menos a Mariano se la hace. Tiene un repertorio de mohines entre ingenuos y perversos, muy graciosos también».


Más tarde veremos que Odette sueña con un gitano o un moro de pura cepa, «el sueño de toda hembra del norte»: un garañón con patilla meridional que calme su sed lúbrica, pues finalmente como mujer que es, «aunque francesa», tras toda esa panoplia a lo que aspira, viene a decir Masip, es a ser la compañera del hombre que se case con ella, y no la del que se limite simplemente a compartir su goce. Para no dilatamos en exceso resumiremos el resto: Mariano se encapricha de Odette que encarna lo opuesto a Luisa; ésta es la española que se da de una vez, que carece de frivolidad, que, en una palabra, encarna el modelo de mujer meridional criada para buena esposa y madre bajo el pórtico de la religión y la férrea moralidad familiar. Claro, los extremos se tocan, y el «afrancesado» Jules (así lo denomina un tanto despectivamente Odette) se enamora perdidamente de la mujer de carácter contrario a la que ya tiene. (En un golpe de efecto al mejor gusto benaventino descubrimos que Julio y Odette no están casados, sino que viven juntos «nada más» (Acto II, p. 41). En una conversación más de calaveras que de amigos respetuosos, Julio le dice a Mariano que «se la cede [a Odette] con todas las consecuencias», quien no hace ascos a tal proposición, desde luego, ya que así nunca podrá tachársele en un futuro de traicionar a un amigo, pues éstos no están unidos en matrimonio (diferencia que no es cuestión baladí para Masip). La casuística funciona calderonianamente en el teatro de Masip, el honor -en una versión no tan lejana de la del insigne dramaturgo de El médico de su honra- desempeña un papel importante: la vileza de traicionar al amigo es más importante que la de burlar a cualquier mujer y ante la casada con éste no queda sino resignarse.

En contraposición a Odette, así se describe a Luisa (acto III, p. 42):

JULIO.-  Hace un rato que estoy levantado. Me han dicho que había ido usted a misa. Esperándola estaba.

LUISA.-  ¿Tan urgente es la cosa?

JULIO.-  Lo es.

LUISA.-  Permítame. Voy a quitarme la mantilla y vuelvo.


Julio se derrite por la que cree purísima española; es más, cuando Mariano le avisa como «buen amigo» de que Luisa ya «ha sido suya» la respuesta de Julio es casi mirífica: «te contesto con palabras de la Biblia. Tres cosas ha y que no dejan huella: el paso de una barca sobre el agua, el de una serpiente sobre la hierba y el de un hombre a una mujer» (acto III, p. 50).

Julio está tan desenfocado como Odette, cada uno busca lo opuesto a lo que ya tiene. Sus reflexiones sobre la España mitificada, que no es otra que la de «charanga y pandereta», aun sonando a cruel ironía de Masip, sirve muy bien como uno de los diques de fruición entre dos visiones antagónicas de la vida.

  —295→  

Personajes perfectamente alegorizados: Odette, francesa (se la compara con el «champagne» (acto II, p. 33). Es «voyeur»: le encanta mirar por el ojo de las cerraduras «como el protagonista de L'enfer de Barbusse» (p. 50). Liberal para con su cuerpo, activa, desinhibida... Luisa es mujer de misa y peineta, cabal, cálida, nada frívola -lo de Mariano fue un error puntual-, no puede aceptar el matrimonio que le plantea Julio porque se niega a engañarle, pues ella «ya es de otro». Masip no concibe un matrimonio puro y duro, mostrenco, sin virginidad, sin «honra». Así se autodescribe Luisa (acto II, p. 38):

  (...) Yo soy una pobre miserable, mujer esclava de mi naturaleza, como todas, que tuvo un mal cuarto de hora que [te] tocó a ti aprovechar. Mía fue la culpa, mías han de ser las consecuencias. Tu intervención fue casual. La suerte de hallarte cerca... ¿Por qué te has de preocupar?

MARIANO.-  ¿Entonces...?

LUISA.-  Sí, sí, como tú piensas. Caí en tus brazos sin quererte. ¿Por qué? No sé. Esa es la terrible verdad que me abochorna. Yo no puedo creer que sea una mujer mala. Como el pecado estaba tan lejos de mí no he sabido cuáles eran sus ocasiones propicias.»


Tal vez sea esta autenticidad o desnudez espiritual de Luisa la que mejor represente el temperamento de Masip, que en este caso juega a dejar que los hombres se crean que llevan el timón cuando en realidad vemos al final que son las mujeres las únicas que pueden enderezar el barco. La frivolidad masculina -ese «te la cedo», ya citado, y muchos otros comentarios de un machismo verdaderamente anacrónico- quedan en ridículo ante la resistencia heroica de Luis a que persiste en mantener su entereza interna, espiritual, que es para ella la más importante. (Luisa, que se equivoca la primera, es quien ríe mejor al final, los otros, que creen acertar al principio, quedan desnudos y pequeños en las postrimerías).

Sólo en la entereza está, para Masip, lo mejor del ser humano. Luisa encarna, hasta cierto punto, este principio de su código de conducta: resistir contra la tentación de traicionarse por los espejismos que aparecen en el desierto árido de esta «milicia en la tierra». Los hombres son «alegorías más débiles», personajes en busca de una mujer, un autor que pirandelice sus vacíos de muñecos de guiñol. Mariano y Julio buscan fuera lo que tienen en casa: son dos ciegos a quienes deslumbran los falsos diamantes de la tentación y el descontrol. Cazadores cazados. Odette desprecia a Julio porque no es hombre con quien cabe comprometerse profundamente y acabará despreciando a Mariano, también, porque no quiere comprometerse profundamente aunque sí sea hombre para ello. Compromiso-matrimonio que en Masip, repetimos, tiene un valor transcendental. Luisa desprecia a ambos por lo mismo: a Julio le ve como a un amigo -la diferencia, respecto a Odette, es que ella sí ha consumado el amor con el hombre que le gusta, Mariano, y no tiene necesidad de hacerlo con el que no quiere-, y a Mariano por cobarde y egoísta. (Odette era a la inversa). La entereza moral de Luisa sirve de contrapunto en este «auto sacramental laico» que es La frontera, único personaje que no sacrifica lo exterior a lo interior, lo espiritual a lo camal. (En Masip la dicotomía funciona sin ningún empacho). Nora doméstica de un teatro desestabilizado   —296→   entre lo patético y lo sublime, ahogado de retórica barata muy del gusto del público de la época, y por desgracia, no develada por algún crítico de tronío como el mismísimo Díez-Canedo404. A pesar de todo, en la valentía anacrónica de su planteamiento, en su severidad arcaica en la representación de las pasiones de los personajes, La frontera es más interesante de lo que a simple vista podría parecer.

3) De El báculo y el paraguas a El hombre que hizo un milagro

La explicación del título de la primera la da María, principal personaje femenino de la obra, cuando contesta a su ex-amante el porqué del apego a su marido Pedro:

MARÍA.-  Te lo voy a contestar [...], a él lo encuentras sin buscarlo y su compañía consuela y apacigua como si resumiera a una madre, a un hijo y a un amigo, tú me tenías como un paraguas bueno para los días de lluvia, relegado los días de sol, él me tomó como un báculo, sagrado siempre...


Vemos otra vez cómo Masip vuelve a planear sobre su tema favorito: el compromiso con uno mismo y con los demás como norma moral -auténtico «imperativo categórico propio», podríamos decir-reflejado en el leit motiv machacón de toda su obra: el matrimonio. Otra vez un «dramatis personae» que ya nos es conocido: el protagonista, Pedro, hombre abúlico, débil, que se remonta por medio de la MADRE-GEA, es decir, la mujer, la esposa, que le redimirá de su mediocridad y falta de voluntad405.

Otra vez el amigo -antes Julio, ahora Joaquín- de carácter más emprendedor, más voluble. Ahora la combinación no es la de un «dúo» ni la de un «cuarteto»: ahora es más bien la de un «trío». (Insistimos en el juego aritmético en el desarrollo de la trama habitual en Masip.) Aquí la apología de la institución matrimonial -no como simple contrato sino como vínculo extremo de una pareja- alcanza su punto álgido. Pedro Díaz de Albalate -nombre de nobiliarias resonancias-, el protagonista, es un escritor solitario, más o menos frustrado, que vive preso en la pura actividad intelectual hasta que topa con María, la novia de su amigo Joaquín, que en un principio busca refugio en su casa huyendo de la nueva bronca que ha tenido con su novio, el citado Joaquín; pero que poco a poco, va a ir descubriendo que en las aguas calmas del amigo, del hombre poco atractivo, se esconde todo un tesoro por descubrir. (Masip, como en otros textos suyos, plantea la oposición entre respeto por la persona del amigo y el deseo por la mujer de éste, asunto que suele resolver nuestro dramaturgo como ya indicamos más atrás). Esta obra es la que tiene por momentos un diálogo más unamuniano, lleno de esos requiebros tan del gusto del rector de Salamanca:

PEDRO.-  ¿Qué buscas en mí?

MARÍA.-  A ti.

—297→

PEDRO.-  Mientes. Te buscas a ti.

MARÍA.-  ¿No es igual?


Aunque sin olvidar los habituales tics del teatro más convencional, casi echegarayano, en ciertos pasajes como el de la despedida, digna del mejor culebrón, entre María y el secretario de Pedro, quien por supuesto también está enamorado de ésta y se va a América «de conferencias» y le pide que le acompañe. (Escena XIX, acto II, pp. 71-72).

El tratamiento que da Masip al tema del matrimonio excede, como decíamos, en intensidad al de obras anteriores. Crisol de limpieza moral: ésa sería la idea central que buscan los héroes de Masip en esta unión. María (acto III, escena II, p. 82), describe así su temperamento puro, intachable, (es decir, propio para el matrimonio, bajo la óptica masiana): «la pasión más ciega que se pueda imaginar no hubiera conseguido de mí que engañara a Pedro. Antes que [a] él no he conocido más que otro hombre. [...] La absoluta limpieza con que salté de una vida a la otra. Engaños, mentiras, prosmicuaciones [¿?], no las he comprendido nunca en nadie, y menos en mí, que no estaba sujeta por compromiso alguno. Yo llevo la lealtad en las venas... La única salida dudosa es huir [...]».

Pedro se fingirá enfermo -en una tradición más calderoniana que molieresca- para «poner a prueba a su mujer» (acto III). El personaje quiere reafirmarse midiendo en esa tesitura el cariño auténtico que la hembra le profesa. La prueba es altamente satisfactoria -sin caer en la «impertinente curiosidad que tal maniobra podría traer consigo»- ya que aquí, a diferencia de Cervantes, el marido no utiliza para su prueba otro hombre; porque no son los celos de otro los que le mueven a tales «experimentos». En el acto III (p. 92) próximo ya el desenlace, María cura así la enfermedad fingida de su marido: «un día me dijiste que si nos casáramos serías otro hombre porque yo sería otra mujer. Entonces te dije que no lo creía necesario. Ahora no tendría inconveniente. Si tú quieres...».

Redunda Masip en su concepción maternal y protectora de la esposa y fija su tesis central sobre lo provechoso que es un «matrimonio a tiempo»: en el vínculo nacerá la autenticidad del conocimiento y libertará al hombre de su endémica soledad existencial. («El hombre está solo por naturaleza», es el principio moral de todos los protagonistas masculinos de Masip). Pedro no sólo se transforma por dentro cuando empieza a convivir con María -eso sí, sin estar casados todavía-, sino que también lo hace por fuera. Pedro, bajo la tutela cariñosa de María se vuelve más chic, se cuida más. En la escena VIII del acto I (p. 36) se le describe con una significativa acotación: «Sensiblemente remozado. Es un hombre que ha perdido sus hábitos antiguos, pero los ha estilizado, por decirlo así. Las zapatillas son mejores. [...] Con esas «nuevas zapatillas», Pedro Díaz de Albalate se atreve ya a insinuar a su compañera que si se casaran su actitud para con ella cambiaría aunque, eso sí, sentenciando al mismo tiempo que «nunca hay que ser injustos -duros sí- pero nunca injustos» (p. 41).

Resumiendo, El báculo y el paraguas representa, bajo nuestro punto de vista, un avance tanto formal como de desarrollo temático respecto a La frontera, su obra anterior. Los diálogos, aunque sigan pecando de «redichismos» y efectismos de «teatro de sala de banderas»,   —298→   en general suenan algo más convincentes, incluso, en algunos casos, francamente sagaces406.

Pero creemos que su mejor texto, su modesta culminación dramática (recordamos que no hemos tenido acceso a ningún otro posterior) es El Hombre que hizo un milagro (Farsa en cuatro actos, el segundo dividido en tres cuadros), México, Editorial Atlante, 1944. En este texto, ya elaborado en el exilio mexicano, nos topamos con un Masip que se juega la carta del simbolismo sin ninguna reticencia, creando un personaje, Benedito, que tiene ya mucho más de nuevo «Nazarín galdosiano»407 que del típico burgués acomplejado de obras anteriores.

El misticismo de Benedito va por una fase diferente al nihilismo de Pedro, o al del Marido de Dúo. La de ahora es una búsqueda casi sobrenatural de su «yo», con diálogos directos con la naturaleza, (Masip inserta algunos cuadros contrapuntísticos a propósito). Recordemos el cuadro III, acto segundo, p. 91: «La ceguera da sed de estrellas. Si uno fuera ciego para todas las cosas del mundo y pudiera ver las estrellas, sería apenas ciego. Si uno fuera ciego para las estrellas, sería ciego aunque pudiera ver todas las cosas del mundo».

El estilo -lleno de juegos de palabras con un conceptismo resucitado- que casi nos retrotrae al hiperbolismo orientalista de un poeta como el mismísimo Tagore. Benedito, como el poeta «prometeico» de León Felipe, «quiere verse en el viento». (Por cierto, sería curioso analizar comparativamente en qué grado el paisaje mexicano, con sus llanuras eternas, sus pedregales desérticos, su ascetismo de cactus y zopilotes, influyó en ambos escritores. Nosotros, a vuela pluma, creemos que bastante: en ambos sirvió de mecha de los viejos temas que ya portaban ellos en su zurrón español de poetas transterrados). Hay en El hombre... un humor corrosivo que aunque no es nuevo en el teatro de Masip sí que ahora llama mucho más la atención por su incisión y originalidad. Verbigracia en el acto IV,   —299→   escena VIII (p. 146), en la reivindicación del ciego auténtico que gracias al milagro ha recuperado la vista y ahora ya nadie le da limosna: «Que cuando se es ciego con tan poca formalidad -esto sí que lo hubiera firmado Jardiel Poncela o el mejor Mihura- no se anda por el mundo comprometiendo a la gente como me ha comprometido a mí». O un poco antes, cuando Benedito le dice al ciego: «¿Qué culpa tengo yo que usted fuera una porquería de ciego que cualquiera podía curar?». Por cierto, sin querer entrar en el juego de las influencias y los débitos, sí que debemos decir que ese viejo cascarrabias que quiere recuperar la ceguera nos recuerda, cómo no, a los ciegos de Buñuel, por ejemplo al inolvidable personaje -valga el involuntario chiste- de Los olvidados.

Aquí la representación de las mujeres es más paródica que realista. Creemos que estructuralmente la obra se situaría en la tradición costumbrista del teatro clásico español breve -parecido a lo que hacen el mismo Casona en su Retablo jovial o Max Aub en la Jácara del avaro-408 a la que se añaden unos personajes simbólicos, (más que nunca) y dentro de una trama que se mueve entre lo esperpéntico y cierto teatro de reflexión metafísica, «de ideas», muy del gusto de nuestro autor. La relación iconográfica Benedito-Cristo es significativa: «Dejad que los niños se acerquen a mí. Ven, hijo mío, a mis brazos. ¡Bendita Inocencia! Tú crees en mí. ¿Verdad, hijo? Aprendiz -Sí, maestro. (Vid. escena VII, acto III, pp. 108 y 109). Esta relación Cristo-Benedito (que tanto nos recuerda al Nazarín de Buñuel en su irónica ambigüedad) la entendemos desde dos puntos de vist a:

A) Masip crea en Benedito un modelo reivindicador del auténtico mensaje de Jesucristo: autenticidad, respeto a uno mismo y a los demás, amor al prójimo y un infinito desprecio por los bienes materiales. (Episodio de los peces de colores, acto I).

B) Pero Masip no puede evitar humanizar a su héroe que busca a la mujer auténtica huyendo de los «simulacros» que ya conoce en forma de esposa y suegra, y la encuentra en esa extranjera con quien se fuga lejos de la molicie de esa Sodoma repugnante que es su pueblo.

En este mundo, en el que hasta los ciegos curados protestan, no merece la pena hacer milagros. Basta con la ética irrenunciable para no salirse del camino previamente trazado. Los otros no suelen valorar el bien que les damos, no obstante, Masip hace un canto a la generosidad o por lo menos así leemos nosotros la obra. Y a pesar de los pesares, a pesar de la incomprensión de tanto galeote que nos rodea, Masip nos incita a no bajar la guardia y así intentar crear cada día el viejo milagro de ser uno mismo sin traicionarse. Para Masip es suficiente. Ese es el milagro que hizo nuestro escritor: modesto, se dirá, pero... ¿hay algún otro que merezca más la pena?