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ArribaAbajoLa caracterización de un personaje complejo: El Hamlet García de Paulino Masip

Miguel Ángel Muro



Universidad de La Rioja

El objeto de este artículo, como propio de la crítica literaria, es bifronte. Me interesa, por un lado, reflexionar sobre la categoría del personaje y, más en particular, sobre qué constituyentes debe integrar una metodología que pretenda su interpretación; por otro, me interesa averiguar cómo ha sido configurado el personaje de Hamlet García: tarea poético estética ésta en la que, a mi juicio, radica buena parte de la excelencia de esta novela. Entiendo ambos intereses como complementarios, en la medida en que el establecimiento y aplicación de un modelo de análisis de personajes ayudará a la interpretación de la novela de Paulino Masip y, en correspondencia, lo averiguado en la interpretación de la novela contribuirá a la puesta a punto del modelo.

Toda caracterización de un personaje conlleva una teoría sobre esta categoría narrativa. La mayor parte de las veces tal teoría no se explicita (hasta puede sospecharse que tampoco se reflexiona sobre ella), lo que, en buena lógica, suele derivar en una práctica interpretativa asistemática, que, además, sólo se ejerce sobre el texto narrativo, como objeto realizado (ergon), sin remontar la vista hacia la actividad de caracterización (energeia). Ello, claro es, no impide resultados interpretativos acertados, pero deja la propia actividad de interpretación a expensas de la cualidad singular del crítico y expuesta a los pálpitos de la intuición: situación poco propicia tanto para hacer avanzar los conocimientos sobre qué sea un personaje, como para construir sobre ella una metodología de interpretación adecuada.

Como en tantos asuntos capitales del ámbito literario, la teoría de la literatura, la crítica literaria y la historia de la literatura deben conjugarse de forma complementaria para permitir una comprensión cabal del personaje, mediante un acceso a él que se sustente en lo que aporte la teoría, que establezca -en lo posible- los elementos de la actividad de caracterizar y que se contraste continuamente con la práctica crítica efectuada en la historia de la literatura.

La teoría de la narración parece polarizar las concepciones sobre el personaje en torno, por un lado, a una visión funcional actancial y, por otro, a una visión psicológica (o psicologizante). La primera, ya presente en Aristóteles y característica del pensamiento forma lista, funcionalista y estructural, se caracteriza por hacer al personaje dependiente de la   —302→   trama, al punto de convertirlo en un papel o esfera de acción. La segunda, propia -habría que decir por oposición- de tendencias no funcionalistas (desde la filología tradicional hasta la crítica más o menos impresionista o asistemática), se caracteriza por transferir isomórficamente los rasgos de la persona al personaje. Se podría plantear, así, que la índole del enfoque crítico determina la concepción sobre el personaje, pero no es sólo esto, ya que también puede observarse la influencia que tiene el corpus sobre el que se indaga; relatos fuertemente estereotipados (desde los cuentos folklóricos hasta las novelas policiacas) favorecen la concepción del personaje como deudor de la acción, mientras que relatos en los que la previsibilidad es menor, dan mayor juego a personajes más complejos y, con ello, a que se plantee su isomorfismo con la persona.

Ahora bien, esta aparente polarización pierde nitidez cuando se abandonan las propuestas extremadas y cuando se entra en la práctica de interpretación. Cuando se abandonan los corpus exclusivistas (sobre todo los estereotípicos) y se evita el error de confundir personaje con persona (y mundo literario con mundo real), es cuando se da paso a lo que se denominan «teorías abiertas», aquellas en las que, cuando menos, se suman las dos visiones. Del mismo modo, cuando se pasa de la reflexión teórica a la práctica de interpretación, se propicia un cambio en la cuestión: ya no es ¿cuál de los dos componentes -acción o personaje- es el determinante en un relato?, sino, ya específicamente, ¿cómo se configura un personaje? Así centrada la cuestión las dos perspectivas se suman: la función pasa a ser un rasgo constitutivo del personaje, sumado a los «psicológicos» (siempre entendidos como psicológicos de papel), al punto de poderse hablar de personaje funcional, constituido por rasgos psicológicos o de otra índole, considerados desde su función en la trama y su estructura de relaciones (Bobes, 1985: 87).

El personaje puede ser considerado, entonces, según el nivel de análisis a que se atienda, como una unidad sintáctica, funcional, estructural (actante), y como una unidad semántica (Bobes, 1985), conformada por un paradigma de rasgos, entendidos estos como «cualidad personal relativamente estable o duradera» (Chatman, 1990: 135), siempre que se traduzcan como adjetivos narrativos que atraviesan un Nombre Propio, en la acertada propuesta de Barthes (1980: 55-56), y que se le sumen otros componentes como sentimientos o estados de ánimo.

La caracterización, entendida como «la técnica de construcción del personaje a través del texto narrativo» (Genette, 1998: 94), dista de ser una actividad obvia o sencilla. Como nota con acierto Genette, no es una categoría específica del relato, sino un «efecto», algo que se consigue por la actividad de diferentes instancias narrativas, como la designación, la descripción, la focalización, el relato de palabras y de pensamientos, la relación con la instancia narrativa, a las que cabría añadir la función, la procedencia de los datos o la amplitud que consigue (Bobes, 1985: 87). Cabe plantearse, además, si se ha de atender a la funcionalidad del personaje antes o al mismo tiempo que a su composición «psicológica»409. Se ha de prestar interés, también, a los que Rimmon-Kenan (1983: 59 y ss.) denomina   —303→   «indicadores de carácter», cuando atiende a si el carácter se configura por «definición directa» o mediante «presentación indirecta», prestando atención a las acciones desarrolladas por el personaje, relaciones que entabla con otros, etc.; algo que entronca con los principios que operan para construir al personaje, como la repetición, la acumulación, las reacciones con otros, las transformaciones que experimenta (Bal, 1990: 94). En otro orden de cosas se ha de considerar si la técnica de configuración es compleja (perspectivística, con múltiples rasgos...) o simple; si es abierta (y da posibilidades al lector para que complete el diseño del personaje) o cerrada (imponiendo un personaje acabado). Y en cuanto a los rasgos, se ha de tener en cuenta cuáles son los rasgos mediante los que se configura al personaje y de qué índole son: si psicológicos, si físicos, si relativos a «fenómenos psicológicos más efímeros»; como «sentimientos, estados de ánimo, pensamientos, motivos temporales, actitudes y cosas parecidas» (Chatman, 1990: 135); del mismo modo, ¿qué importancia y amplitud se les concede?, ¿cuáles son los esenciales?, ¿cuáles se convierten en funcionales?, ¿alguno de ellos es compartido por varios o todos los personajes? En otro orden de cosas, se ha de atender también a si son personajes o «figuras»410, si son personajes prototípicos o no, si son ambiguos (o redondos) o planos, y si protagónicos o secundarios.

Múltiples son, como puede verse, los elementos congregados en torno a la caracterización, y han de tenerse en cuenta cuando se establece una metodología de interpretación, y cuando se lleva a cabo la interpretación específica.

Pero claro es que la metodología de indagación no puede ser un troquel aplicable rígidamente a toda obra, sino un instrumento orientador que se acomode con ductilidad a cada texto a que se aplica, ya que, en primer lugar, es muy difícil (quizá imposible y hasta indeseable, si bien se piensa) presentar un modelo exhaustivo, que abarque todos los elementos posibles de caracterización, y, en segundo lugar, no todos los elementos del método se activan por igual en todas las novelas.

Veamos qué es lo que ocurre al indagar sobre la caracterización del Hamlet García en la novela de Masip (1987).

No es fácil determinar cuál es el tema del Diario, ni tampoco cuál pueda ser su secuencia básica, pero de manera muy general puede aventurarse que se trata del relato autodiegético de la crisis de desequilibrio afectivo e intelectual que experimenta Hamlet García, filósofo metafísico ambulante, al contacto con la guerra civil española del 1936, en Madrid, durante los primeros meses de la contienda. Al mismo tiempo, es una mirada extrañada sobre la guerra civil y un intento de explicarla. Hamlet García, podemos adelantar, es un personaje existencial, convulsionado por la guerra y en busca de sus raíces411.   —304→   Hecha esta lectura, puede plantearse que la novela presenta una secuencia básica de desequilibrio, y que los rasgos que constituyen al personaje funcional serían los de hombre, joven todavía (35 años), extraño metafísico, insatisfecho.

El nombre del protagonista (adelantado al título en un acto ostensivo) es altamente significativo y anticipador de complejidad. Por clara intertextualidad remite con el nombre al prototipo literario de la duda y la crisis; con el apellido (decididamente común, español) se hace colisionar lo literario con lo «real», lo elevado con lo a ras de suelo.

Son numerosas (hasta en ocho ocasiones) y funcionales las referencias a su físico, poco agraciado, que hace Hamlet García. El Diario arranca con una presentación en que se describe como de «contextura apoplética». Los rasgos físicos son funcionales, porque parte de la crisis que experimenta el personaje tiene que ver con la toma de conciencia de su corporeidad y con la tentación sexual que le sobreviene en varios momentos de la novela, singularmente al contacto con Eloísa, su discípula, que se convierte en un vigoroso sujeto de tentación para el protagonista. Es altamente significativo, al respecto, el fragmento de la historia (motivo) en que Hamlet, desasosegado por sus sentimientos hacia la muchacha, se enfrenta al espejo para descubrir rasgos físicos que corroboren su disposición temperamental, recién descubierta.

Numerosísimas y de enorme importancia son las apreciaciones sobre la sicología e (¿o?) idiosincrasia del personaje que hacen él mismo u otros personajes. El propio Hamlet habla con vanidad de la «singularidad» de su carácter, en el que el rasgo caracterizador más evidente (¿importante?) es el de la duda. Ínsita en la connotación intertextual del nombre propio prototípico, el propio personaje la explicita en su escritura: al referirse a los «cimientos» de su alma, los caracteriza como de «indecisos», y al hablar de su actitud más frecuente ante cualquier problema importante, declara reaccionar vacilando, divagando, dudando. Su actuación corrobora estos rasgos: ante cualquier circunstancia o acontecimiento, Hamlet plantea y sopesa posibilidades, sin optar por una solución, inseguro, vacilante, irresoluto. La propia superficie textual de su diario refleja este rasgo caracterizador con la abundancia de estructuras sintácticas interrogativas y disyuntivas.

En los fundamentos del carácter de Hamlet están también, como él mismo define, el desconcierto ante el mundo, que experimenta muy pronto, una «timidez fundamental», sobre todo en lo sexual (que se corroborará por su comportamiento erótico), en su abstracción de la realidad («distraído y absortó», «inquilino perpetuo de las nubes») y en su falta de voluntad («sin iniciativa», «sin esqueleto interior», «desangelao», dice de él Adela). Estas falta de consistencia y abulia son las que subraya Ofelia, su mujer, cuando, como reproche, lo define como «hombre nebulosa» o «vía láctea», en definición que Hamlet recoge   —305→   con cierto agrado, como acertada: «Sí quizá sea yo un poco Vía Láctea desparramada sin objeto, ni contorno en la noche de la vida contemporánea» (p. 24).

Sobre estos rasgos constituyentes básicos vienen a sumarse otros coincidentes y casi redundantes: Hamlet es personaje que se define a sí mismo como evasivo, inoperante, estático y contemplativo, reacio a la novedad y estoico (afirma, incluso, no tener temor al paso del tiempo ni a la muerte).

Su profesión, metafísico ambulante, se compadece con estos rasgos «psicológicos». Se define ante los milicianos, aun arriesgándose al peligro por la incomprensión, como «investigador paseante de la verdad absoluta» (p. 201), y ante la convulsión de la guerra, su profesión le sirve como justificación para su retraimiento: «Soy metafísico», arguye en su debate con Hurtado, el derechista oculto en su casa, «Los problemas sociales y políticos no me han interesado nunca. Desde mi ángulo son minucias fugaces y transitorias sin ningún valor trascendental» (p. 236).

Con tales condiciones, no es de extrañar que el juicio de otros personajes apunte no hacia la «singularidad» del carácter, que se adjudica el propio Hamlet, sino hacia el desequilibrio («algunos me creen tonto o loco»); Eloísa misma le dice con cariño que siempre ha estado «un poco loco». Pero este rasgo va a ser matizado por el propio protagonista, por un motivo fundamental: si la novela relata una crisis, la noción de equilibrio de la que se parta es de gran interés, Así, Hamlet, ante el inicio de su propia conmoción interna y la convulsión que experimenta la ciudad en guerra, manifiesta no haber perdido la cordura («soy de las pocas personas que conservan su equilibrio de siempre»), aunque todo dependerá de la concepción desde la que se enjuicie («Juzgado desde este punto de vista yo estoy loco puesto que obro al revés de todos los madrileños»). Tampoco coinciden las apreciaciones del protagonista con algunas valoraciones morales que efectúan algunos personajes. Para Ofelia, su retraimiento y abulia no son otra cosa que egoísmo; algo que también piensa el dueño del café esquilmado por los milicianos, quien va más lejos y lo considera «un intelectual de esos que no tiran la piedra, pero azuzan para que otros la tiren» (p. 138). El mismo Daniel Lejarra, su discípulo, que lo presenta a sus camaradas como un hombre «sabio y bueno» (p. 167), le reprocha a continuación su reclusión en la torre de marfil de su condición de metafísico.

El personaje de Hamlet García se configura también por las convicciones que expone en su diario sobre asuntos capitales412. Es cimental, a este respecto, la manifestación de pesimismo sobre la condición humana, con ribetes de misantropía:

«A fuerza de vivir en las nubes he conseguido sentir alguna simpatía por los hombres. Desde arriba el espectáculo de la humanidad es tolerable. Pero cada vez que las necesidades de la vida me obligan a meterme entre ellos, a enterarme de las cosas que hacen, salgo rebotado como pelota elástica que golpea contra una pared. Estas reflexiones son   —306→   de una puerilidad absoluta, a nada conducen, ni nada aclaran. Después de decretar que la humanidad es una manada innumerable de imbéciles, que ha sido siempre así desde el principio de su existencia y que, según todas las trazas, lo será por los siglos de los siglos, todo sigue como estaba, porque no hay otra para cambiarla por ella.» (p. 117). Así, no extrañará que eluda, mientras puede, la responsabilidad y solidaridad ante la injusticia social y el horror de la guerra, porque, desde su idiosincrasia y concepción de metafísico, son, como expone en diferentes momentos, accidentes sin mayor trascendencia en el curso de la humanidad, o una vuelta a la tortilla del poder o un juego iniciado por los sublevados. Ante la vida como concepto reacciona declarando que, si es creación de Dios para lo que predica la Iglesia, se trata de una broma macabra; pero, de igual modo, si sólo es el efecto de un choque fortuito de moléculas, y un nacer para morir, todavía tiene menos sentido: «como la blasfemia en labios de un ateo» (p. 73). Manifiesta rechazo a la Naturaleza y al Estado, en la medida en que son enemigos del hombre, que debe entablar una tensión dialéctica con ambos, ya que no se puede vivir fuera de ellos, pero sólo se vive en la medida en que se los vence. (pp. 78-9). Considera al pueblo como temible: constantemente huye de él, porque su fuerza desbordada amenaza con deshacer su «frágil castillo interior» (p. 113). El rechazo se convierte en aversión «instintiva» cuando habla del ejército: su brutalidad y su cualidad de «funcionarios de la Muerte» le parecen deplorables. Respecto a la mujer, hay una decena de apreciaciones, en correspondencia a la importancia funcional que la mujer, en general, y las mujeres particulares de la novela van a tener en la crisis que experimenta el protagonista. No es muy elevada la opinión que Hamlet García expresa sobre la mujer: manifiesta de ella que rechaza el pasado y cuanto no es fructífero para su vida (p. 25), que no conciben que el hombre pueda cambiar por otra causa que no sean ellas mismas (p. 3 2), que tiene «un destino físico», mientras que el hombre lo tiene intelectual (p. 60), que se contradicen en ellas la belleza y el pensar grave (p. 68), que fingen sin esfuerzo (p. 90) y que su mente es clara, sencilla, concreta (p. 302).

Estas convicciones, expresadas por el propio personaje, presentan una coherencia, más o menos acusada, con los rasgos que configuran su carácter; hay, sin embargo, una que, aun expresada una sola vez tiene importancia en la configuración del Hamlet García: la asunción del destino. En el momento álgido de su crisis, zarandeado por la guerra y la presencia tentadora de Eloísa, Hamlet declara que «el hombre debe atenerse fielmente a su destino» (p. 282). No dejaría de ser un rasgo menor, aislado y circunscrito al momento concreto de la situación erótica que experimenta, si no fuera porque viene a entroncar con la línea temática de la guerra, en la que el destino se aduce de manera reiterada como una causa explicativa principal de la tragedia.

Un personaje se configura también por sus acciones y por comportamiento. Las acciones de Hamlet García vienen a refrendar su condición básica, irresoluta, abúlica y nebulosa, ya que toda acción normal (desde comer fuera de casa, preparar una comida en la suya o recorrer las calles) se convierte para él en tarea de Hércules.

La conducta natural o habitual de Hamlet García se caracteriza por la inhibición: el   —307→   encogimiento de hombros es su movimiento más característico, que acompaña al repliegue, la huida, la inacción, o la impasibilidad ante cualquier situación problemática.

Pero, como quedó dicho, el Diario es el relato de una crisis de desequilibrio, lo que va a hacer que algunos de los componentes del personaje se modifiquen; no, evidentemente, los que constituyen su idiosincrasia (ya que implicaría un claro atentado a la verosimilitud), pero sí los relativos a comportamiento y, singularmente, los que tienen que ver con su condición y profesión de metafísico.

Podría decirse, atendiendo a la pragmática interna del relato, que el diario de Hamlet García, nace, en efecto, para consignar la conmoción que experimenta su autor. Diversos acontecimientos y experiencias hacen que el personaje perciba modificaciones que le llevan a poner en cuestión su visión del mundo y, yendo a lo hondo, a «buscar las raíces de su personalidad» (p. 283).

La crisis de Hamlet García comienza incubándose meses antes del comienzo de la guerra civil y eclosiona con la convulsión de la contienda. Son varias y de diferente calibre las experiencias nuevas habidas por el protagonista y todas ellas tienen como constantes el cuerpo, la muerte y el sexo. Las más importantes de estas vivencias son, en un sentido, el ver la muerte cerca (al estar a punto de caer del tranvía) y la revelación de la animalidad subyacente a la especie humana que impregna un momento de la lidia al que asiste como espectador, ambas lo retrotraen al momento del parto de su primer hijo, como parte del viaje que inicia a las fuentes primigenias de la humanidad. En otro sentido, es primordial también el desvelamiento de un impulso erótico que, aun casado y padre, confiesa no haber sentido nunca. La infidelidad de su mujer, el atractivo sexual de su criada, la noche pasada con Adela, la prostituta (aun sin hacer el amor) y, sobre todo, la constante y creciente tentación que supone para él la presencia de Eloísa, su joven y bella discípula, hacen de lo carnal, lo erótico y lo sexual, componente capital del desequilibrio del personaje.

Es acierto del autor haber planteado el relato de la conmoción de su protagonista de manera gradual y, como corresponde a un personaje caracterizado por la duda y una abulia paralizante, con un debate interno agónico. Así, la tensión adquiere características dramáticas (también en el sentido teatral: situaciones resueltas mediante voces interiores del propio personaje contrapuestas) y va agudizándose de manera progresiva, pero con momentos de distensión aparente que sirven para relanzarla.

Tras las experiencias primeras (el tranvía y la muerte, la animalidad del hombre en el toreo y el adulterio de su mujer), la llegada de la guerra comienza a provocarle a Hamlet García experiencias desasosegantes que promueven su debate interno. La política, votar o no hacerlo, llevar a su cuñado sublevado al Cuartel de la Montaña, le plantean problemas morales, que estallan en la noche del 19 de julio en un cúmulo de novedades (la injusticia social, la determinación del pueblo, la cercanía a la mujer prostituida...) que el personaje se ve incapaz de asimilar. El final de este episodio de crisis es, como en muchos otros, la vuelta a casa, metonimia de su morada interior, donde constata su estado: «La rotura de mi equilibrio no ha sido tan grande que haya dado en tierra con él» (p. 171). Pero a partir de esta noche ya no hay vuelta atrás. Como contaminado, acontecimientos de toda índole (no forzosamente trágicos   —308→   ni intensos) llevan a temporales desgarros de su unidad interior (p. 176), a paros de su «maquinaria del alma» (p. 184). La solución momentánea cree encontrarla Hamlet entonces en permanecer recluido en casa, pero tarda poco en abandonar su refugio, porque, por un lado, le acomete un sentimiento agudo de soledad y, por otro, experimenta una atracción por la ciudad que observa desde su balcón, como si se mirara en un espejo, descubriendo la semejanza entre la conmoción de la calle y la suya propia (p. 177). La consideración de lo fácil y estúpido de la muerte (un miliciano manipula irresponsablemente el máuser, apuntándole) le hace constatar y reconocer lo agudo de la crisis que está experimentando: «Anoto con amargura que se está produciendo dentro de mí una disociación de las raíces más entrañables de mi ser. [...] la filosofía ya no me cubre enteramente y el pobre hombre que escondía surge, a trechos a la superficie» (p. 194), escribe en su diario el 22 de julio. A partir de ahí, contagiado a su pesar de la locura bélica («viento de torería») del ambiente madrileño y huyendo cuando puede por sacudirse de ella, termina siendo arrastrado por el «gran ciclón» de la contienda. La cara de Eloísa, que busca asilo en su casa, es para Hamlet un resumen de la guerra de la que ya no puede evadirse. El miedo a los bombardeos, la noticia de los «paseos» y asesinatos, sus conversaciones polémicas con Daniel (su discípulo, ahora miliciano) y Hurtado (derechista acogido en su casa), lo sumergen por completo en la guerra, lo conmueven pro fundamente y perturban su serenidad. A la guerra como factor de conmoción la llegada de Eloísa viene a sumar la tentación erótica, en una combinación explosiva, que da lugar a otro clímax de la crisis, reflejado así en el diario: «¿Y en ti, Hamlet, qué ha pasado en ti? Las sirenas sonaban como las trompetas de Jericó, y a su alarido caían las murallas de tu ciudad interior que se ha quedado desnuda, inerme, propicia a todos los asaltos. Creo que nunca volverán a crecerte. Y sientes una gran angustia. Y sientes como una gran liberación» (p. 313). El «Diálogo entre sueños» es una explicitación dramática de la agonía en la que se van sumando el poder lastrante de la guerra, la atracción vertiginosa de Eloísa y el deseo de ser otro hombre. Los días siguientes, que pasan «negros, vacíos, inútiles» (p. 322) lo encuentran debatido entre dos angustias («la que me llega de fuera y la que nace dentro de mí y no tiene nombre», p. 322), hasta una conclusión palmaria: «No hago nada, no puedo hacer nada. ¿Fui alguna vez un metafísico? La pregunta me hace sonreír extrañamente» (p. 323). El diario se encamina hacia su final trunco, cuando Hamlet siente agudizarse su deseo sexual por Eloísa, constantemente reprimido, y contempla al mismo tiempo el amor que nace entre la muchacha y su joven discípulo, Daniel Lejarra. La crisis desencadena en Hamlet un compás de espera, en el que callan sus voces interiores; cesa su debate interno, con un silencio preludiante de algo que por el momento no se concreta. Cuando se revela la razón de este silencio, Hamlet concluye enlazando sus primeras experiencias radicales (la muerte y la vida, la animalidad, el parto) con la guerra: «Estoy pariendo. Todos estamos pariendo. La guerra es el parto gigantesco de un útero múltiple y monstruoso» (p. 330).

Esta crisis, planteada como un proceso y con un tenso debate vital, da lugar a una serie de sentimientos y estados de ánimo que, obviamente, también contribuyen a la caracterización del Hamlet García. Los más reiterados y característicos son la angustia, el miedo y la soledad; junto a ellos, en momentos concretos, la tristeza, la intranquilidad, la turbación,   —309→   el sentir la conciencia rebasada, el estar hundido o de mal humor o el sentir celos violentos o ira; pero no todos los sentimientos del protagonista son negativos: el diario consigna momentos de alegría, de felicidad y de serenidad gozosa, como contrapunto a los anteriores, en el vaivén que constituye la aventura interior del personaje.

Proceso de tal calado como el descrito produce variaciones en el comportamiento del protagonista: el encogimiento de hombros, el repliegue y la impasibilidad dan lugar a momentos concretos de conmoción y aun de profunda indignación; la contemplación de la vida sin compromiso y la inacción, al compromiso y la solidaridad.

Pero, sin duda, los más llamativos de estos cambios son los que tienen que ver con su condición y profesión de metafísico. Hamlet se revela en el proceso de la crisis como un, cuando menos, curioso metafísico que, ante las experiencias insólitas reacciona descubriendo el vigor de lo (su) físico y lo caedizo de lo que está más allá de lo físico. Ya en su segunda experiencia notable, cuando intuye, conmovido, el retroceso del torero «hacia las fuentes primeras del ser», y trata de darle una explicación, Hamlet llega a una conclusión reveladora: en la conjunción de toro y torero «se ha perdido lo más adjetivo y caedizo, es decir, la metafísica», y comenta, entre asombrado e irónico: «¡Hermosa conclusión para un profesor de esta disciplina así sea tan ambulante como yo soy!» (p. 39). Ante el engaño de su mujer también confiesa no haberse «conmovido metafísicamente», sino haber sentido «un gran estupor físico» (p. 54). La reflexión sobre la muerte, que lleva a cabo el 16 de julio, su falta de temor ante ella y el temor ante la inmortalidad, lleva aparejado un nuevo cuestionamiento de la metafísica: «Si no quieres ser inmortal ¿qué sentido tiene tu metafísica, Hamlet? Me respondo: Tiene sentido, ¿por qué no? Ni la metafísica es mía, ni aun que lo fuera moriría conmigo; en este caso el cuestionamiento de la metafísica deriva en la conclusión de la carencia de un sistema de pensamiento articulado: «Jamás he pretendido darle lógica al sistema filosófico que no tengo. Y menos en estas cuartillas donde me vuelco tal como soy en el instante en que escribo» (p. 99). Pero ya en el vórtice de la crisis la metafísica salta hecha pedazos: «No hay metafísica posible», concluye en su debate en sueños, «La sangre es un lastre excesivamente pesado y no puedo con él» (p. 318), y en un apunte de vigilia completa su desalentadora conclusión: «¿Fui alguna vez un metafísico? La pregunta me hace sonreír extrañamente» (p. 323), que acentúa su dramatismo poco antes del final del diario: «¿no pueden ser mi vida y mi vocación metafísica profundos, tremendos errores, desviaciones ¡ay! irreparables?» (p. 325).

Las experiencias desestabilizadoras de Hamlet García repercuten, pues, fundamentalmente en su condición de metafísico y podría entenderse que, metonímicamente, a través de ella en su idiosincrasia, en la medida en que la profesión parece emanada de sus rasgos constitutivos. Cierto es que estas modificaciones dotan de mayor tensión dramática a la vividura del protagonista, pero no puede obviarse que también revelan un fallo de construcción del personaje en la novela. Hamlet García es metafísico porque así lo dice él mismo (y lo necesitaba su autor), no porque en ningún momento nos muestre un proceder, y menos un pensamiento, de tal. Que las primeras conmociones hagan tanta mella en su condición de metafísico muestra que ésta es casi epidérmica, y no cabe duda (ya lo constataba   —310→   Aristóteles en la Poética) de que el drama de un personaje conmueve más en la medida en que las crisis atentan contra cimientos firmes.

Hamlet García también se configura por sus relaciones con otros personajes. La funcionalidad de estas relaciones (valga la redundancia) es notable en los casos de Ofelia, su mujer (que lo define y que, como adúltera, desequilibra a Hamlet hacia lo corporal), Clotilde (que orienta ese desequilibrio hacia el sexo), Adela (que, como prostituta, supone la encarnación del sexo) y Eloísa (que se constituye en sujeto de tentación sexual por antonomasia para Hamlet). Conjuntados estos personajes femeninos se observa que responden a un mismo papel actancial, que es el de la tentación. Del mismo modo, otro conjunto de personajes van a cumplir la función actancial relacionada con la guerra, que podría considerarse también como de tentación, en este caso bélica. En este papel actancial se incluyen Leonardo Montero, el padre de Eloísa, Daniel Lejarra, su discípulo hecho miliciano, Salus y su familia, que vinculan el frente con la ciudad, Sebastián, su cuñado sublevado, Hurtado, el derechista acogido en su casa, y personajes grupales como los milicianos de la noche del 19 de julio, o el pueblo de Madrid, más o menos numeroso, más o menos definido.

Pero hay algo más en relación con los personajes; en la construcción del Hamlet García, Paulino Masip ha planteado una relación especular. Con Hamlet en pleno debate vital aparece por sorpresa en su vida José Lazcano. Este es un personaje con enormes parecidos a Hamlet, enfrentado como él a la convulsión de la guerra, pero que no ha sucumbido a la crisis. Como Hamlet, se define como pequeño burgués, liberal, escéptico (p. 315), que se considera «como individuo entidad suficiente» (p. 316), es profesor de historia y contrario a la política. Hasta aquí las concordancias, pero Lazcano ha resuelto el problema moral que supone el cataclismo de la guerra encauzándolo con la actividad: «¿Entonces qué [hacer]? Trabajar como venía trabajando: crear mientras los otros destruyen, hacer algo mientras los otros deshacen, para que el día de mañana cuando esto acabe, no sean sólo ruinas lo que quede...» (p, 317). El ejemplo de Lazcano es para Hamlet el espejo que le devuelve con nitidez su propia convulsión desorientada: su función es la de mostrar la crisis del protagonista y agudizarla.

Como avancé desde el título, el Hamlet García de la novela de Masip es un personaje de indudable complejidad. Si ahora resumimos los medios y elementos que intervienen en su caracterización, se observará que son muchos y variados, que el carácter es complejo, porque la técnica de caracterización también lo es.

Curiosamente, contra lo que digo, vendría a atentar la forma del diario, que impone un filtrado de la información por una sola conciencia (con exclusividad de localización y procedencia de los datos) y que podría dar con facilidad una visión uniforme del personaje; pero ya ha podido verse que la forma dramática de la escritura, con voces interiores enfrentadas, y también la reproducción frecuente de diálogos, hacen polifónico e irisado el relato, al punto de acoger valoraciones morales adversas.

Hamlet García se configura como actante de una secuencia básica de desequilibrio, en cuanto objeto de dos tentaciones: la sexual y la bélica, que, además, interseccionan multiplicando su influencia y conllevan tras de sí un elevado número de personajes.

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Los rasgos con que se le caracteriza son numerosos y de diversa índole. No son muchos los físicos, pero sí es importante su funcionalidad. Los más importantes, variados y abundantes son los que configuran su «psicología», idiosincrasia o actitud vital básica. Vienen, además, acompañados por una nutrida exposición de convicciones sobre asuntos sustanciales. La profesión, a la que se alude con frecuencia, se engasta con naturalidad en el carácter diseñado y, además, se convierte, por metonimia, en una especie de resumen del personaje para el exterior, aquel componente en el que observar los estragos de la crisis. Las acciones físicas que debe desarrollar y su comportamiento natural también refuerzan la base caracteriológica.

Pero, además, el personaje se nos muestra en proceso; su escritura da cuenta de un debate vital en el que, sin modificarse los componentes básicos de su «personalidad», sí se observa cómo se desestabilizan y cómo se alteran convicciones y actitudes. Los sentimientos que experimenta en este proceso son también, abundantes y matizados.

Hamlet García se configura, en fin, con una técnica abierta, que busca dejar al lector tarea abundante para completar al personaje. El diario no es conclusivo ni concluye: el relato, por su modalidad agónica, el deshilachamiento de los últimos fragmentos y su final trunco y abierto («Por ahí anda») deja al lector la posibilidad de imaginar el desarrollo posterior y también la responsabilidad de dar respuesta a las preguntas que encarna el personaje y su conflicto y que Hamlet de ningún modo cierra lo que, dicho de otro modo, viene a implicar que se dilata la «vida» del personaje.

La novela de Paulino Masip presenta así una enorme modernidad, en la medida en que desplaza la importancia hacia el personaje (convirtiendo a la trama -y mucho más a la acción como tal- en elemento subsidiario) y a éste lo hace complejo. Y sin embargo, podría parecer que atenta contra la observación diagnóstica de Barthes en S/Z: «Lo que hoy día está caduco en la novela no es lo novelesco, sino el personaje; lo que no puede ser escrito es el nombre propio»(1980: 79). No hay tal, porque si bien se observa, por un lado, Barthes se está refiriendo al personaje tradicional, constituido sin resquicios, frente al narrador proustiano, colección abierta de rasgos; por otro, el nombre propio de Hamlet García es todo menos un nombre propio al uso (novelesco), desde la intertextualidad y la colisión entre nombre y apellido y, sobre todo, por su propia peripecia agónica, relatada también de forma dramática.

  —312→  
Texto literario de referencia

Paulino MASIP, (1987): El diario de Hamlet García. Barcelona, Anthropos.




Bibliografía citada

Mieke BAL, (1990): Teoría de la narrativa. (Una introducción a la narratología). Madrid, Cátedra.

Roland BARTHES, (1980): S/Z, Madrid, Siglo XXI de España editores S.A.

M.ª del Carmen BOBES NAVES, (1985): Teoría general de la novela. Semiología de «La Regenta». Madrid, Gredos.

Seymour CHATMAN, (1990): Historia y discurso. La estructura narrativa en la novela y en el cine. Madrid, Taurus.

Gérard GENETTE, (1998): Nuevo discurso del relato. Madrid, Cátedra.

José M.ª NAHARRO-CALDERÓN, (1993): «La metafísica se hace social: "un fantasma recorre" El diario de Hamlet García de Paulino Masip», Letras Peninsulares. Spring, 1993, Vol. 6.1., pp. 223-234.

Shlomith RIMMON, (1983): Narrative Fiction: Contemporary Poetics. Methuen.

Juan RODRÍGUEZ, (1998): «El árbol genealógico de Hamlet García», El exilio literario español de 1939. Actas del Primer Congreso Internacional (Bellaterra, 27 de noviembre - 1 de diciembre de 1995). Edición de Manuel Aznar Soler, volumen 2. Barcelona, Associació d'Idees. Gexel.





  —313→  

ArribaAbajoEl exilio y la desesperanza: dos sonetos inéditos de Paulino Masip

M.ª Teresa González de Garay



Universidad de La Rioja. Gexel

Paulino Masip fue autor de poesía en sus años jóvenes, como tantos escritores y como tantos otros que no lo serán jamás. Tenía 19 años cuando publicó en Logroño, en 1919, su primer y único libro de poemas: Remansos líricos, en una edición de tan sólo 50 ejemplares, prologada y editada por Luis Ruiz Ulecia, fusilado poco después del levantamiento militar413.

De Remansos líricos hay diversas opiniones. Unos han puesto de relieve su tono becqueriano, como Anna Caballé, otros opinan que era un libro primerizo que acusaba influencias de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez. Lo cierto es que el libro, de ochenta y seis páginas, está en la órbita de los poetas modernistas de segunda fila. Las imitaciones de Rubén Darío, por ejemplo, son evidentes (princesas tristes, guerreros persas, hermosos árabes, palacios, jinetes, desiertos, místicos altares, «delirios de hipnóticos videntes», enigmas, misteriosos caballeros medievales, cisnes de «níveas plumas», cortejos atravesando el puente bajo el que navega la barca de Caronte mientras el poeta los contempla «inmóvil y enigmático», etc.).

Masip demuestra voluntad formal y lecturas fervorosas, pero su poesía es todavía vacilante, con altibajos importantes y el ritmo no está conseguido. Con todo ello, creemos que es un libro en el que se reflejan lecturas que irán ayudando a forjar al futuro escritor que aquí está aún probando los registros de su voz.

En el prólogo con el que Luis Ruiz Ulecia introduce los poemas, tras unas disquisiciones generales y tópicas sobre la figura del editor, se leen unas frases que reflejan una concepción generosa y pura de la poesía, vinculada a la amistad:

«La edición de este librito no es un negocio para mí que lo edito, ni mucho menos para Paulino, que lo escribió.

Él nació en conversación de amigos, es hecho por amigos y su autor lo dedica a la amistad.

Este libro no se vende. Se regala»414.


  —314→  

Paulino Masip confiesa en el poema La razón de la sinrazón, el primero de los 13 poemas que conforman el libro415



      Voy sembrando de versos mi vida,
que son en la llanura desolada
que detrás de mí queda, como una florecida
explosión de mi alma ensangrentada.

      Con ellos marco los pesares del camino,
y allí donde uno se alza señala un gran dolor
que detuvo mi andar de peregrino,
mi penosa marcha hacia el eterno albor.
(...)

       Condenado a forjar rimas con mis penas
e infiltrado del veneno del rimar,
yo rechazo los consuelos de almas buenas
buscando las pervertidas que hayan de hacerme llorar.


Y en el poema Ego sum expresa ingenuamente su quehacer lírico:



   Yo soy un poeta que siento y que lloro,
llevando a flor de piel el corazón,
y convierto en oro
las lágrimas que ofrendo a nuestra Madre, la Ilusión;

    que embrutezco la carne porque el alma viva,
dejándola marchar a su Ideal,
mientras el veneno de la flor del Mal
me aturde y me ciega. Y cual la votiva

   luz de los misterios, ardo en el alcohol.
Y es un vago sol
de enfermos, de tristes, de locos y santos,
que alumbra con llama violeta,
este sol ficticio que adoro en los cantos
que brotan de mi alma de poeta.


(pp. 53-54).                


Hemos querido recordar este primer libro de versos porque muchos años después, reciente la tragedia de la guerra civil y del exilio, apenas llegado a México, aún se acordaba   —315→   Masip de aquellas inclinaciones poéticas en la revista Romance, con motivo de un artículo escrito en homenaje a D. Antonio Machado en 1940. En ese recuerdo la madurez crítica y lúcida valora el pasado poético adolescente en sus justos términos, sin piedad ni autocompasión, pero con el cariño que sanamente se puede guardar por la impericia de los primeros pasos. Es entonces cuando don Antonio Machado viene a llenar el vacío dejado por su silencio como creador lírico:

«Yo tuve en mi adolescencia una pequeña fuente lírica propia. Mi vaso era chico y agoté pronto su contenido. La fuentecilla se secó y otros manantiales menos puros brotaron en su lugar. Pero de vez en cuando el paladar de mi alma se reseca y abrasa de una sed específica, sed de agua poética. Entonces acudo a Don Antonio y bebo en su manantial, a la buena manera, haciendo cuenca con mis manos y mejor, con una sola, que actúa a modo de paleta cóncava, pero no lleva el agua a la boca, sino que la dispara hacia arriba, sin tocarla apenas, y la boca la recoge en el aire. Así me enseñaron a beber los campesinos de mi tierra, con gesto que une la máxima pulcritud posible en esas circunstancias y la delicia de cazar los sorbos al aire, como si fueran pájaros frescos o copos de nieve, o sencillamente, lo que son: agua con alas que se rompe contra las encías y entra hasta la garganta a borbotones. Los versos de D. Antonio, bebidos así, apaciguan mi sed y desalteran mi alma. Cierro el libro, como esa loseta que también mis maestros campesinos colocan oblicuamente sobre los manantiales para resguardarlos de impurezas, y sigo mi camino, seguro de que tantas veces como lo busque, lo encontraré propicio. El camino es polvoriento, la cuesta empinada y el sol de fuego, pero mis resortes interiores están ahora jugosos, elásticos; ando sin fatiga ni pesadumbre»416.


A pesar de que Paulino no publicó nunca más poesía, es evidente que el género poético fue uno de los que siempre frecuentó como lector. Y es más que seguro que leyó tantos y tan magníficos poemas como publicaron sus compañeros de exilio y amigos próximos. No sólo leería con fruición y empatía los versos de Cernuda, Altolaguirre, Bergamín, Emilio Prados, Pedro Garfios, Juan José Domenchina, Tomás Segovia y un largo etcétera, que expresaban el sentimiento del exilio con una grandeza conmovedora, sino que, como indican estos dos sonetos hallados por su hija Carmen entre sus papeles, a veces no podría resistirse a coger la pluma para plasmar en una de las estrofas más exitosas de nuestra tradición, el soneto, sus propios sentimientos.

Veamos qué expresan esos sonetos, absolutamente representativos del pensamiento y del sentir de los exiliados, que habiendo pasado tantos años fuera de España descartaban ya un regreso reparador a la tierra de la infancia y de la juventud. Paradigmático en ese sentido y en el campo de la prosa es el relato de Francisco Ayala titulado «El regreso»417, en el   —316→   que la vuelta evidencia la inexistencia de lo soñado y la futilidad de las esperanzas mantenidas contra la tozuda y horrible realidad histórica.

En el primer verso del primer soneto de Paulino Masip leemos una afirmación rotunda que rompe el ritmo del endecasílabo con un punto tras la novena sílaba, «Y ya es inútil rebelarse». En esa afirmación se apoya toda la sustancia significativa y desesperanzada del poema.

La inutilidad de la rebelión, universalizada, se amplía enseguida. El adverbio de tiempo «nunca», encabalgado de manera abrupta sobre el segundo verso del soneto, abre una larga serie de negaciones, que ocuparán los siete versos siguientes, definiendo con gran patetismo la condena irremediable del exiliado sin esperanza. La vida rota «nunca» hallará sosiego que permanezca, la casa será provisional e inestable, los alimentos serán levemente gozados porque recordarán, harán añorar, desear inútilmente, los del pasado, los de la infancia, lo mismo que ocurre con los paisajes. El cielo y el campo serán comparados con los de la patria perdida y la nostalgia hará que los presentes queden empobrecidos e incapaces de albergar una emoción alegre y satisfecha. La vida se tiñe así de autocompasión («ni sosiego hallaremos perdurable/ para la pobre vida nuestra trunca»). El sabor, el olor, el cielo más queridos fuera del alcance, en España, tan lejana e inaccesible desde México:



Y ya es inútil rebelarse. Nunca
plantarán nuestras manos tienda estable,
ni sosiego hallaremos perdurable
para la pobre vida nuestra trunca.

No comeremos pan que no recuerde
otro pan que comimos, ni habrá cielo
del cual otro, lejano, no haya celo,
ni campo que no pueda ser más verde.


Pero tras las negaciones de los dos primeros cuartetos, concluye Masip en los tercetos con una reflexiones generales, de tono íntimo e introspectivo, en las que asume, primero una «ley de vida» del exiliado, marcada fuertemente por el sentimiento primordial de la nostalgia (más cuando ésta aparece de modo insólito y constante) y, segundo, un futuro en el que el regreso puede ser pensado, aunque esa recuperación revele que el angustioso pasado fue conjurado con unas esperanzas que enseguida se nos van a mostrar falaces, utópicas, ingenuas, imposibles. Pero esto se abordará ya en el segundo soneto.

El primero concluye así:



Sin sentir, ni querer, por ley de vida
vamos, hora tras hora, recogiendo
insólitas semillas de añoranzas.
—317→

Al ser devueltos a la llar perdida
veremos que se fueron convirtiendo
las angustias de ayer en esperanzas.


Comprobamos, en cualquier caso, que el regreso se plantea al menos como hipótesis. «Angustias» y «esperanzas» reunidas en el último verso del soneto. Las «esperanzas» contaminadas para siempre de las «angustias» que fueron de ayer, son de hoy y serán de mañana, si esa mañana de recuperación y retorno llegase a existir como restitución del mundo usurpado.

Pero es que en los cuatro primeros versos del segundo poema esa posibilidad se describe como inútil una vez más. La vuelta generará aún mayor ansiedad que el deseo de volver porque ese regreso no arreglará ya nunca el pasado dramático, sino que marcará con mayor nitidez el tajo asestado y la cicatriz sangrante de una vida desviada.

A ello se suma la desazón de contemplar dos Españas eternamente escindidas. Una España alienada, podrida de odio y sin alegría, como también escribiera su admirado Antonio Machado, contra la otra España, hoy vencida. La ira en el centro:




II


La ansiedad de volver no será nada
junto a la certidumbre de haber vuelto
y encontrar que la vuelta no ha resuelto
el drama de tu vida desterrada.

Hallarla eternamente enajenada,
ver que partida fue en iguales trozos;
sentir que siempre enturbiará alborozos
de una mitad, la otra mitad airada.


Ante ese drama, inevitable, Masip se afirma en su exilio, en la parte negativa, pero también positiva, del transtierro en América. El final del soneto es un reconocimiento de un destino español abocado a sufrir entre las dos orillas, pero impresionantemente decidido a servir de comunicación entre ambas sin renunciar a una orilla ni a otra, aun que tenga que asumir lo peor de las dos, hasta la muerte, montado en el caballo injusto de la historia:



No desdirás tu estirpe gachupina,
o, si mejor te place, perulera
y por sus huellas correrá tu suerte.
—318→

Tu destino español a ser te inclina
puente tendido de una a otra ribera
a caballo del mar hasta la muerte.


Los sonetos de Paulino apuntan un despertar de su fuente lírica. Probablemente animado y contagiado por los magníficos y sinceros sonetos de su amigo y compañero de exilio Juan José Domenchina, tan semejantes en contenidos y tonos de los dos que acabamos de analizar. Pongamos un sólo ejemplo con dos sonetos de Domenchina de La sombra desterrada (Pasos de sombra), de 1950, titulados «Las raíces» y «La voz remota»:




Las raíces


¿Cómo medir tu soledad, la extensa
porción de mundo ajeno, que te acota
en destino sin fin tu vida rota,
sólo pasado y añoranza inmensa?

Allí, lejos, al sol, donde te piensa
la tierra en que te ahincaste, tan remota,
todo, al sentirse y al no verte, nota
tu vida, de hombre en vilo, mal suspensa.

Desde aquel surco, donde tus raíces
estaban, el arado te echó a un lado
como gleba de sobra en el cultivo...

Si no tienes el alma donde dices
que alientas, ¿en qué horrores, arrancado
de cuajo y sin entrañas, estás vivo?418





La voz remota


Corriente por de dentro, soterraña,
voz que se me quedó bajo la tierra
que tuve y que me tuvo. Allí no yerra;
allí está siendo, como siempre, entraña.
—319→

Yo no canto en falsete la patraña
que atipla al que, avenido, se destierra.
Pronuncio desde allí, que es donde entierra
su son el grave acento que no engaña.

Aquí, sombra a lo lejos, me acompaña
el ademán suasorio de una tierra
que esgrime el gesto con rotunda maña.

Y os hablo, limpio timbre que se empaña
sobre los mares, como muerto en guerra,
desde una fosa, con mi voz de España419.


Las analogías temáticas en los poemas de los exiliados son inevitables y frecuentes.

Para concluir esta breve noticia sobre las inquietudes poéticas de Paulino Masip, nada mejor que releer íntegramente las palabras que escribió para la «España peregrina» en Romance, en 1940, sobre su relación con la poesía y los poetas (reproduzco en apéndices el texto del artículo completo). Ellas nos confirmarán que la sencillez de contenidos y la sinceridad de sus versos responden a un impulso emocional muy fuerte y difícilmente silenciable. La lejanía y la añoranza hizo que esa canción que se llevaron (como proclamó en un primer momento, antes de conocer la poesía de Ángela Figuera Aymerich, León Felipe) aflorara aquí y allá aun contracorriente del destino personal y de los derroteros que transitaron algunos de nuestros escritores exiliados, como Paulino Masip, a quien hoy se le rinde merecidamente homenaje en el centenario de su nacimiento:

«En arte, y sobre todo en poesía, me gusta cerrar los ojos, entornar las ventanas de mi inteligencia y escuchar las resonancias que la obra despierta en las profundidades radicales de mi ser. Cuando es muy grande el placer que me produce, acaba convirtiéndose en necesidad casi viciosa. Sin duda existe un género de alcoholismo poético, con matices varios en su seno. Está el dipsómano tosco, burdo, sin predilecciones, indiferenciado, que busca, simplemente alcohol, sea cualquiera la forma que adopte, y están el borracho de whisky, el de cognac, el de vino, el de tequila, ebrios específicos, diríamos. Yo soy uno de éstos. Mi ebriedad poética tiene en los versos de Machado su principal bodega, aunque visite a menudo y gustosamente, otras también dilectas, porque no se excluyen, sino se complementan, como los colores del iris».

«Quiero decir, con estas imágenes de un realismo algo bárbaro, que la perfección formal de un poeta no me interesa, ni me atrae, ni apenas sé en qué consiste. El adjetivo impecable, aplicado a un poeta -«es un poeta impecable»- basta, basta para que me acerque a   —320→   él con cierto repeluzno, y para que difícilmente podamos entendemos. Y con los poetas hay que entenderse, o, por lo menos a mí, no me sirven para nada. Llamo entenderse a una comunicación de hombre a hombre, a una sintonización de ritmos y pulsos, a una concordancia de temperaturas sentimentales -y no excluyo las intelectuales-, a que el poeta diga la palabra que yo espero, y mi respuesta sea la ansiedad que él pretende colmar, acaso colmando la suya, porque la poesía lírica es ante todo diálogo, en el cual uno de los interlocutores pone la palabra y el otro -innumerables- pone silencios, abiertos de antemano, para que aquellas palabras y no otras los llenen al modo que esperan la lluvia las balsas de las tierras sin río. Y no quiere decir nada en contra de esta teoría, antes bien la refuerza, el hecho de que, las más de las veces, la poesía es diálogo del poeta consigo mismo y necesidad de llenar con palabras los huecos abiertos en su propio corazón. Cuando un poeta dialoga con las ansiedades de sus propio corazón -el monólogo de Hamlet ¿no es, en realidad, un diálogo?- se pone al habla con el corazón de todos los hombres, porque no existen ansiedades de uso particular, salvo las mezquinas que no caben en el ámbito poético».

(...)

«Todas las teorías tienden a convertirse en normas absolutas. La mía también. Dejándola que cumpla su destino, me conduce a esta clasificación: poetas con los que yo puedo entenderme; poetas con los que no me entiendo; poetas amigos entrañables míos y poetas de visita, de quien se dice como de algunas personas vecinas de la misma ciudad durante años: ¡Ah!, sí, lo conozco de vista».

(...)

«La clasificación que acabo de hacer ignora, deliberadamente, la calidad estética de unos y otros. Pero aunque no sé si los poetas con quienes no me entiendo son malos, sé que mis poetas amigos pertenecen al linaje de los mejores. Se llaman Juan Ruiz, Jorge Manrique, Fray Luis, Lope, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Bécquer, Rubén, Juan Ramón, Machado y Federico el más reciente. Nuestras relaciones son muy sencillas. A veces, son ellos quienes me buscan. Oigo su llamada como el silbido de un pecho que respira penosamente, y es que se ahogan de soledad en las cajas apretadas de sus libros. Otras veces los busco yo, y en nuestros encuentros el clérigo, el caballero, el fraile, la santa, el profesor de instituto pegan su boca a los oídos de mi corazón, me cuentan sus angustias y yo les contesto con la alterada música de mis sístoles y mis diástoles».

«Porque yo no busco -ya es hora de decirlo- a los poetas, sino a unos seres humanos -de ahí mi ennumeración: el clérigo, el caballero, el fraile-, que se expresan poéticamente. El apotegma cartesiano podría tomar esta variante: «Soy poeta, luego soy hombre». Si la poesía no es vínculo de intercomunicación humana, ¿qué es? Y por eso el primero de mis poetas amigos, el que está más cerca de mí, un poco quizás porque lo está en el tiempo, mucho, sin duda, por coincidencias de sensibilidad, es don Antonio Machado».

«El rasgo común a todos ellos es que, sin más datos que el olor, el color, el sabor, la temperatura, la vibración de sus versos, puedo ver vivo al hombre»420.


  —321→  
Apéndices


1. Dos sonetos inéditos de Paulino Masip




I


   Y ya es inútil rebelarse. Nunca
plantarán nuestras manos tienda estable,
ni sosiego hallaremos perdurable
para la pobre vida nuestra trunca.

   No comeremos pan que no recuerde
otro pan que comimos, ni habrá cielo
del cual otro, lejano, no haya celo,
ni campo que no pueda ser más verde.

    Sin sentir, ni querer, por ley de vida
vamos, hora tras hora, recogiendo
insólitas semillas de añoranzas.

   Al ser devueltos a la llar perdida
veremos que se fueron convirtiendo
las angustias de ayer en esperanzas.






II


   La ansiedad de volver no será nada
junto a la certidumbre de haber vuelto
y encontrar que la vuelta no ha resuelto
el drama de tu vida desterrada.

   Hallarla eternamente enajenada,
ver que partida fue en iguales trozos;
sentir que siempre enturbiará alborozos
de una mitad, la otra mitad airada.

   No desdirás tu estirpe gachupina,
o, si mejor te place, perulera
y por sus huellas correrá tu suerte.
—322→

Tu destino español a ser te inclina
puente tendido de una a otra ribera
a caballo del mar hasta la muerte.






2. Don Antonio Machado. Por Paulino Masip (Romance, 7 de febrero de 1940).

Desde hace muchos años tengo siempre a mano a don Antonio Machado. Algunos poemas los sé de memoria, aunque la mía no es buena, ni hice nunca intención de aprendérmelos. Durante un tiempo, a mi salida de España, me falló su compañía y hasta que la logré anduve como desasosegado. Puedo pasar y paso, semanas y meses sin leerlos, pero me gusta, teniéndolos cerca, saber que, si me acomete la sed, hallaré su fuente serena y segura.

Yo tuve en mi adolescencia una pequeña fuente lírica propia. Mi vaso era chico y agoté pronto su contenido. La fuentecilla se secó y otros manantiales menos puros brotaron en su lugar. Pero de vez en cuando el paladar de mi alma se reseca y abrasa de una sed específica, sed de agua poética. Entonces acudo a Don Antonio y bebo en su manantial, a la buena manera, haciendo cuenca con mis manos y mejor, con una sola, que actúa a modo de paleta cóncava, pero no lleva el agua a la boca, sino que la dispara hacia arriba, sin tocarla apenas, y la boca la recoge en el aire. Así me enseñaron a beber los campesinos de mi tierra, con gesto que une la máxima pulcritud posible en esas circunstancias y la delicia de cazar los sorbos al aire, como si fueran pájaros frescos o copos de nieve, o sencillamente, lo que son: agua con alas que se rompe contra las encías y entra hasta la garganta a borbotones. Los versos de D. Antonio, bebidos así, apaciguan mi sed y desalteran mi alma. Cierro el libro, como esa loseta que también mis maestros campesinos colocan oblicuamente sobre los manantiales para resguardarlos de impurezas, y sigo mi camino, seguro de que tantas veces como lo busque, lo encontraré propicio. El camino es polvoriento, la cuesta empinada y el sol de fuego, pero mis resortes interiores están ahora jugosos, elásticos; ando sin fatiga ni pesadumbre.

Alguna vez me salieron al paso unas imágenes intrusas. Si no recuerdo mal, decían llamarse retórica, gramática, poética o con otro nombre de la misma esdrújula y horrísona. Querían venir a cuentas conmigo y pedirme explicaciones a cuenta de mi salud moral recobrada, si la había o no conseguido con arreglo a la ley y si estaba seguro de mi alegría y de mi ligereza. Me acordé de los médicos molierescos y apreté a correr repecho amiba. Las intrusas eran viejas, padecían asma y no pudieron seguirme. Desde lo alto les envié mi risa sobre los lomos del limpio viento serrano.

Conozco personas que adolecen de una extraña manía. Probablemente a algunas de estas personas alude don Antonio cuando dice:


que miran, callan y piensan
que saben porque no beben el vino
de las tabernas.



  —323→  

Pues bien, estas personas tienen en su casa un laboratorio; probetas, balanzas de precisión, crisoles, alambiques, agua regia, retortas acaso, y en la pared, con números bien grandes, una tabla de valores poéticos establecida desde que el mundo es mundo. Estas personas son aficionadas a leer versos. Sin querer, por el automatismo de la pluma, acabo de definirlas con bastante exactitud: aficionadas a leer versos como quien tiene el gusto de tomar una copita de benedictino después del café, sin sed, sin verdadera sed angustiosa del alma y, por lo tanto, sin amor. (¿Existe amor -afán de posesión, de conjunción y de suma más violento que el de la sed por el agua y el del agua por la sed?). Para estas personas la poesía es un lujo del espíritu, no una necesidad implacable y ardiente.

El lujo es primordialmente, selección, rareza y seguridad de que la marca de la botella es auténtica y de que el precinto no lo ha tocado nadie. El laboratorio -por eso lo tiene- les da, previas las manipulaciones pertinentes, la garantía requerida. Toman el poema que han de leer, lo pesan primero íntegro, y luego verso a verso, después lo escanden al compás del metrónomo; más tarde lo miden. (Si estas operaciones, consultada la tabla, ofrecen resultado positivo, continúan el examen; si cualquiera de ellas acusa una falla, el poema cae de sus manos a un caldero de desperdicios). Luego, con unas pinzas, arrancan las rimas de sus alveolos y las someten al agua regia; después el poema va a parar a un crisol y ¡quién sabe todavía lo que le espera! Doy por supuesto que hemos seguido todos sus azares y que sale victorioso de la durísima prueba. Entonces, llegado el final y ya con la seguridad absoluta de que no será engañado el dueño del laboratorio se sienta en una butaca y lee, saborea el poema.

A una de estas personas le dieron a leer delante de mí varios sonetos. Estábamos en un café y como no podía ir a casa, tuvo que someterlos a experimentos vulgares: hacerlos brincar, golpeándolos sobre la mesa de mármol, frotarlos contra la manga de la chaqueta y, por último, hincarles el diente. -Este es bueno, este es malo, este tiene hoja- fue dictaminando con la misma sencillez tranquila que si las piezas examinadas fueran monedas de plata y él cambista de oficio.

Yo quedé maravillado, porque, al parecer, sus dictámenes eran justos, pero no sentí ninguna envidia de esa virtud zahorí. Prefiero el «ojo de buen cubero» que a mí me guía y me permite ser tremendamente apasionado en gustos y repugnancias. Si tengo algún espíritu crítico lo guardo para otros menesteres. En arte, y sobre todo en poesía, me gusta cerrar los ojos, entornar las ventanas de mi inteligencia y escuchar las resonancias que la obra despierta en las profundidades radicales de mi ser. Cuando es muy grande el placer que me produce, acaba convirtiéndose en necesidad casi viciosa. Sin duda existe un género de alcoholismo poético, con matices varios en su seno. Está el dipsómano tosco, burdo, sin predilecciones, indiferenciado, que busca, simplemente alcohol, sea cualquiera la forma que adopte, y están el borracho de whisky, el de cognac, el de vino, el de tequila, ebrios específicos, diríamos. Yo soy uno de éstos. Mi ebriedad poética tiene en los versos de Machado su principal bodega, aunque visite a menudo y gustosamente, otras también dilectas, porque no se excluyen, sino se complementan, como los colores del iris.

Quiero decir, con estas imágenes de un realismo algo bárbaro, que la perfección formal de un poeta no me interesa, ni me atrae, ni apenas sé en qué consiste. El adjetivo   —324→   impecable, aplicado a un poeta -«es un poeta impecable»- basta, basta para que me acerque a él con cierto repeluzno, y para que difícilmente podamos entendernos. Y con los poetas hay que entenderse, o, por lo menos a mí, no me sirven para nada. Llamo entenderse a una comunicación de hombre a hombre, a una sintonización de ritmos y pulsos, a una concordancia de temperaturas sentimentales -y no excluyo las intelectuales-, a que el poeta diga la palabra que yo espero, y mi respuesta sea la ansiedad que él pretende colmar, acaso colmando la suya, porque la poesía lírica es ante todo diálogo, en el cual uno de los interlocutores pone la palabra y el otro -innumerables- pone silencios, abiertos de antemano, para que aquellas palabras y no otras los llenen al modo que esperan la lluvia las balsas de las tierras sin río. Y no quiere decir nada en contra de esta teoría, antes bien la refuerza, el hecho de que, las más de las veces, la poesía es diálogo del poeta consigo mismo y necesidad de llenar con palabras los huecos abiertos en su propio corazón. Cuando un poeta dialoga con las ansiedades de sus propio corazón -el monólogo de Hamlet ¿no es, en realidad, un diálogo?- se pone al habla con el corazón de todos los hombres, porque no existen ansiedades de uso particular, salvo las mezquinas que no caben en el ámbito poético.

Todas las teorías tienden a convertirse en normas absolutas. La mía también. Dejándola que cumpla su destino, me conduce a esta clasificación: poetas con los que yo puedo entenderme; poetas con los que no me entiendo; poetas amigos entrañables míos y poetas de visita, de quien se dice como de algunas personas vecinas de la misma ciudad durante años: ¡Ah!, sí, lo conozco de vista. Creo que es un técnico muy bueno, excelente en su especialidad y hombre honesto, pero no lo trato. Me lo presentaron una vez, y cuando no podemos evitarlo, nos saludamos cortésmente. Supongo que a él le pasa lo mismo que a mí». A éstos los definiría también «poetas de conferencia», o sea, de monólogo ante un auditorio que entró a oírle por curiosidad, o por compromiso, o porque «¿dónde vamos a ir a estas horas, con el agua que cae?» y a cuyo final se escuchan comentarios de este porte: «Pues yo creí que iba a ser más aburrido». «No, se ve que es un hombre que sabe mucho» «Qué tarde se nos ha hecho».

La clasificación que acabo de hacer ignora, deliberadamente, la calidad estética de unos y otros. Pero aunque no sé si los poetas con quienes no me entiendo son malos, sé que mis poetas amigos pertenecen al linaje de los mejores. Se llaman Juan Ruiz, Jorge Manrique, Fray Luis, Lope, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Bécquer, Rubén, Juan Ramón, Machado y Federico el más reciente. Nuestras relaciones son muy sencillas. A veces, son ellos quienes me buscan. Oigo su llamada como el silbido de un pecho que respira penosamente, y es que se ahogan de soledad en las cajas apretadas de sus libros. Otras veces los busco yo, y en nuestros encuentros el clérigo, el caballero, el fraile, la santa, el profesor de instituto pegan su boca a los oídos de mi corazón, me cuentan sus angustias y yo les contesto con la alterada música de mis sístoles y mis diástoles.

Porque yo no busco -ya es hora de decirlo- a los poetas, sino a unos seres humanos -de ahí mi ennumeración: el clérigo, el caballero, el fraile-, que se expresan poéticamente. El apotegma cartesiano podría tomar esta variante: «Soy poeta, luego soy hombre». Si   —325→   la poesía no es vínculo de intercomunicación humana, ¿qué es? Y por eso el primero de mis poetas amigos, el que está más cerca de mí, un poco quizás porque lo está en el tiempo, mucho, sin duda, por coincidencias de sensibilidad, es don Antonio Machado.

El rasgo común a todos ellos es que, sin más datos que el olor, el color, el sabor, la temperatura, la vibración de sus versos, puedo ver vivo al hombre (...)

Con Antonio Machado tuve un par de conversaciones, la más enjundiosa en Barcelona durante la guerra; algunas cartas formularias, una, en que me hacía una recomendación, adorable por su modestia ingenua, y poco más.

Acudo, pues, para romper a hablar de don Antonio a un truco literario que, en cierto modo, me fastidia, pero no me queda otro remedio.

La musa

Soria fría. Noche. Silencio. Soledad. La campana de la Audiencia da la una. Don Antonio abandona la camilla de holgadas faldas y se acerca al balcón, con lentos pasos tácitos. Calzan sus pies zapatillas de paño un tiempo negro, o acaso azul oscuro -azul marino le dicen en esas tierras que no vieron nunca el mar y tienen de sus colores una idea surrealista-, cuya diferencia del negro únicamente se advierte poniéndolo al trasluz entre los ojos y el sol. Ahora las zapatillas son rojizas, como los párpados de Don Antonio. A ellas las chamuscó el brasero; a los párpados de Don Antonio las llamas de su corazón.

La estancia es chiquita y pobre. Pobre no es adjetivo adecuado; diríamos mejor, raída. Sus paredes están empapeladas con papel rosa rameado. La humedad y el tiempo trabajaron sobre él conjuntamente y, a trechos, aparecen manchas oscuras que refuerzan el dibujo y, a trechos, manchas blanquecinas que lo borran. De las paredes cuelgan algunos grabados con marcos sencillos. La estancia está saturada de libros. No caben más. Los que sobraron de la estantería de pino despintado, y de la silla y el diván, han ido a parar al suelo. Del techo pende una lámpara que deja ver a través de su cristal empolvado el arabesco del hilo incandescente. Alumbra poco, como el sol cuando se le puede mirar. Los libros colman también la mesa camilla; pero abren una pequeña plaza ocupada por unas cuartillas en desorden, por las gafas, el tintero y la pluma.

Don Antonio llega al balcón, separa las maderas, y una vaharada de frío le estremece. La noche -piensa- tiene el aliento helado. Se ciñe más al cuello la bufanda, descorre uno de los visillos y tiende la mirada sobre la ciudad. Es una noche clarísima, de luna llena. Apenas se ven estrellas en el alto cielo, de un azul pálido, suave, desvanecido en las cercanías de la diosa nocturna y más intenso donde su luz no alcanza. Nada vive en la ciudad. Ni un gesto, ni un ruido, ni una ventana iluminada, ni una columna de humo. La ciudad es una princesa muerta encerrada en un ataúd de cristal.


Soria, ciudad castellana
¡tan bella como la luna!



  —326→  

Don Antonio piensa ahora en los álamos del Duero, en el camino de San Polo a San Saturio, y en las cuatro paredes blancas y en los cipreses negros que más allá guardan, bajo tierra, el eco de su corazón:


eran ayer mis dolores
como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras.



Don Antonio aplica su frente contra el cristal del balcón empavonado por el frío, tirita a su contacto y se aparta. Cierra otra vez y vuelve a la camilla. La badila agrieta y aviva el brasero y el calor del diminuto volcán doméstico llega en dulces oleadas que suben desde los pies, capilarmente, hasta el rostro. Se arrellana, enclavija aún más las piernas en las honduras tibias de las faldas y, por un momento, toca la cima de la voluptuosidad. Ha recordado que mañana no tiene clase. Don Antonio es profesor de francés en el instituto y la pedagogía festeja mañana el santo del rey. Los extraños caminos de la fortuna le hacen sonreír. La noche, pues, no tiene mañana que la oprima. Súbitamente queda esponjosa y blanda. La soledad hincha sus poros hasta que uno de ellos alcanza el tamaño suficiente para que quepan en él la estancia, Don Antonio, la camilla, los libros, los grabados y las paredes rameadas:


¡Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar!



Don Antonio escribe. Pasa el tiempo. El rescoldo se enfría. Don Antonio abandona la pluma y medita. Poeta, poesía... Al azar toma un libro y lo abre al azar. Se ajusta las gafas y lee: «La poesía es una bellísima doncella casta, honesta, discreta, aguda, retirada y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad. (Don Antonio hace una pausa y su mirada, por encima de las gafas, recorre las cuatro paredes de su minúscula habitación; luego sigue). Las fuentes la entretienen; los prados la consuelan; los árboles la desenojan; las flores la alegran y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican».

Los finos labios de Don Antonio se aprietan para dibujar una sonrisa tenue. Abandona el libro y murmura:

-El bueno de Miguel, ¡qué cosas dice!



Don Antonio, amarga la boca, clava los ojos en su corazón, manadero y cobijo de su poesía, y por su lente desanda el camino de su pobre vida. Desde sus años infantiles la poesía fue su compañera, la conoce bien y ahora mismo la ve. Establece el cortejo con la descripción cervantina y vuelve a sonreír melancólicamente. La suya, su Poesía, no es doncella, ni engalanada, ni hermosa, ni amiga de la soledad. Es una mujer de edad incierta, sencilla en el vestir, de rostro trabajado por soles y vientos, andariega y gustosa del trato de los hombres. Casquivana no, pero no le asusta el requiebro violento, ni una copa de vino   —327→   ofrecida en lo alto de un mesón, ni las palabras populares que sirven para llamar pan al pan y vino al vino. Como es natural en ella, nada ni nadie empaña su Señorío; las más de las veces le basta un ligero ademán para revelarlo, otras se envuelve en su manto y todo calla a su alrededor. Sabe y le gusta, reír y llorar, pero guardan la llave secreta de su corazón ciertos atardeceres -oros y violetas- en tierras altas, anchas y desnudas de Castilla. Es, a ratos, sentenciosa y, a ratos, pueril, pero su alma es grave -arrastra el peso de muchas herencias nobles- y su gravedad se transparenta siempre hasta en sus juegos. Como ella ha dicho, o dirá algún día:


Poned atención:
un corazón solitario
no es corazón.



Enemiga de la soledad, pasa la mayor parte de su tiempo a solas. Soledad impuesta -de mesón a mesón el camino es largo y pocos los viajeros que merezcan su compañía- o buscada. Si la imagen fuera un poco más congruente, Don Antonio diría que su poesía busca la soledad como el tigre que se repliega sobre sí mismo para luego lanzarse con más fuerza sobre la presa avizorada. No es huida, sino pasión de acendramiento para acercarse más limpia y escueta, sin gangas amortiguadoras, excrecencias que las almas supuran por los contactos continuados y enemigos de las simples verdades cordiales.

El pequeño volcán doméstico se ha consumido. La badila no descubre en el cono de cenizas más que alguna que otra estrellita roja, polvo de brasa. El corazón caliente de la estancia ha muerto. La imagen es justa, porque las paredes, el suelo y el aire se van enfriando poco a poco, a la manera definitiva e irremediable, con frío que nace de dentro, como se enfría un cadáver.

Don Antonio se pone en pie. Vacila unos momentos aún. Es tarde, y el frío se hará dentro de poco insoportable -«buena helada va a caer esta noche»-, pero el camino hasta la alcoba, y la alcoba misma y el lecho son aventuras terriblemente dolorosas. Don Antonio hunde la cabeza entre los hombros, apaga la luz -durante un buen rato el hilillo de la lámpara dibuja su arabesco en las tinieblas- y marcha a tientas.

El mundo poético

La musa de Don Antonio tiene, como todas las musas, su mundo poético; pero el suyo está enclavado en este mundo terrenal, mundo nuestro de cada día. Otras musas viven en campanas neumáticas, fuera del espacio y del tiempo, colgadas de un punto neutro acaso entre el cielo de la tierra y el cielo de la luna, alojamiento posible para la poesía química mente pura. La musa de Don Antonio vive en la tierra, en lugares de la tierra que están en los mapas y tienen nombres propios. Ahora está en Soria; más adelante habitará en Baeza -pueblo entre andaluz y manchego-, en Segovia romana y pícara; los pinos de Balsaín le contarán sus rumores; breñas del Guadarrama -«¿eres tú, Guadarrama, viejo amigo?»- desollarán   —328→   sus manos ávidas de contactos radicales y soñará caminos de la tarde en las anchuras castellanas. Al fondo, lejos, entre neblinas vagas, Sevilla, ciudad más soñada que vivida, cuyo recuerdo le acompaña siempre como el eco borroso de una canción infantil.

En las postrimerías de su vida la tormenta que desgajó a su patria arrancó a Don Antonio de sí mismo y le llevó a tierras levantinas y catalanas; antes, en sus años mozos, afanes voluntariosos lo habían llevado más allá de las fronteras de España; pero su musa no quiso saber nada de estas andanzas. Fuera de los límites de su mundo, enmudecía o recordaba. El mundo poético de Don Antonio Machado tiene cuerpo y alma. El cuerpo, someramente dibujado con los nombres geográficos citados más arriba, lo constituye la realidad física de Castilla con raíces y ensanches andaluces. El alma es la del poeta.

La primera y más grande aventura de Don Antonio fue el hallazgo de Castilla; la de Castilla fue el hallazgo de Don Antonio. Instantáneamente formaron unidad que me atrevería a llamar conyugal, por lo apretada, lo firme, lo fecunda; por lo que hubo de azaroso en su encuentro -como fue, pudo no ser- y por ese doble juego de reacciones que se advierte en ellos, los mutuos descubrimientos y los mutuos mimetismos, que sólo entre esposos se producen. Tras varios años de coyunda, esposo y esposa se parecen por fuera y, por dentro, las palabras «tuyo» y «mío» carecen de efectividad y expresión. Así Don Antonio, andaluz de cepa, es el más profundo poeta castellano y Castilla camina junto a él con insospechada gracia andaluza. Completa la imagen otro rasgo muy significativo. La pasión castellana de Don Antonio no tiene resonancias históricas. Ama Castilla viva, actual, presente, como se ama a una mujer por lo que es y no por lo que fue: actitud extraordinaria que bastaría para definir a un gran poeta, porque cuando Don Antonio la conoció, Castilla era una realidad apenas poética, si lo era algo, y brotaban, en cambio, sugestiones líricas frente a uno cualquiera de sus retratos antiguos. Don Antonio lo relegó al desván, cerró sus oídos a la importuna musiquilla nostálgica, se puso a mirar los campos grises, la roquedas cárdenas, los amarillos álamos, las parameras pardas, las cortadas serranías azules, la vida humilde, pobre, miserable de labradores y buhoneros y su alma se llenó de piedad y de amor.

Hallazgo de un paisaje; coincidencia lógica -«mi juventud, veinte años en tierras de Castilla»-, con él y sobre él, de las eclosiones sentimentales. Ambos elementos se engarzaron en la realidad, y engarzados siguen en la transmutación poética. El final prematuro y desventurado de la flor más pura y duradera, aprieta más el alma del poeta contra el paisaje enjuto; su dolor y la tierra se confunden, y no se sabe, a veces, de dónde sale la queja. ¿Llora por los tristes campos sorianos ateridos o por la esposa muerta? Acaso las lágrimas brotan confundidas también, y, con ellas, los mejores versos:


¡Oh, sí, conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del cielo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
—329→
de la ciudad decrépita,
me habéis llegado al alma
¿o acaso estabais en el fondo de ella?



Versos como éstos que le dicta el amor en la ausencia de su paisaje:


Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero primavera tarda
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.

Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul sube al Espino
al alto Espino donde está su tierra...



Y en otro lugar:


Allá en las tierras altas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco;
dame tu mano y paseemos.



Cuerpo y alma, paisaje y poeta están aquí tan hondamente trabados que no cabe más. Si yo supiera explicar el encanto absoluto de estos versos, que me conmueven siempre que los leo o los recuerdo, diría que, a mi entender, nace de que paisaje y sentimiento se sirven mutuamente de resonadores. El sentimiento personal del poeta no puede ser más vulgar y   —330→   nada lo distingue, en el fondo, del que miles de hombres, poetas o no, han padecido y padecen en trances semejantes al suyo. Don Antonio no exagera, ni retuerce, ni sutiliza, ni fantasea su dolor. Le duelen la esposa muerta, la juventud perdida, la vida rota, y canta sus quejas de hombre normal como un hombre normal. El prodigio es hacer de este dolor, sin desnaturalizarlo, materia de creación poética.

El paisaje, por su parte, y por sí solo, con su hosca y tremenda desnudez, también difícilmente podía convertirse en materia poética. Necesitaba que el vértice sangrante de un corazón humano pasara, subrayándolas, por encima de sus líneas -y que fuera cierto, por que en este reino la superchería se llama ripio y no hay crimen mayor. El dolor encontró en el paisaje, traspasándose en él, una voz más universal. Realizada la consubstanciación, el milagro poético fue su consecuencia.

La voz de la sangre

A medida que Don Antonio se hace viejo se le van cansando los ojos de ver y cada vez los cierra más sobre sí mismo. Los paisajes ya no son los que eran -los suyos están ahí grabados para siempre- y los dolores cumplen la paradoja de alejarse según la marcha de la vida nos acerca a ellos. (Nunca está más lejana la muerte de la persona amada que cuando la muerte nos va a depositar en sus brazos). Una dulce serenidad desciende sobre el alma de Don Antonio. Está en paz: vivió, sufrió y pagó. El tumulto de la vida llega, ahora, tamizado y aséptico. No toma parte directa en él; es, por lo tanto, materia de reflexión. Fue actor, se ha convertido en espectador. Vistos a distancia, y a través de unas persianas que quitan crudeza a la luz, el mundo y su hervidero humano, excitan la piedad y la ironía.

Y como quedan intactos el gusto por la canción y el verso y la gracia mágica para hacerlos saltar cristalinos y exactos, piedad, ironía y gracia, se cuajan en coplas, aforismos, sentencias, proverbios, fantasías, o en breves, brevísimos apuntes poéticos que traen una cualidad común: hablan con acento andaluz. Es la voz de la sangre. Don Antonio, encerrado consigo mismo, encuentra la ancha veta andaluza que la presencia de Castilla mantuvo casi completamente desterrada, y el manantial brota con perfecta naturalidad. Si Castilla fue ante todo paisaje, Andalucía es sangre, voz de la sangre, es decir, herencia, raza, y le mana de los entresijos más hondos de su ser. Para encontrarla no tiene que mirar hacia afuera; le basta con no mirar a ninguna parte y tender el oído. Andalucía no puede ser en Don Antonio una aventura personal como fue lo castellano. La voz de la sangre es mostrenca, colectiva, y entra en la carne de los siglos pasados como las mareas marinas se meten tierra adentro remontando el cauce de algunos ríos. Ejemplo: todos los poemas de Castilla están escritos en primera persona del singular, son páginas de autobiografía; en los poemas con acento andaluz el poeta vierte también, sin duda, sus experiencias personales, pero no es aquella angustia exasperada de protagonista que tenía, y muchas veces queda en un segundo término, mitad porque ya no se nutre de raíces sentimentales sino intelectuales, mitad porque mi corazón es mío, pero mi sangre es de todos los que me la dieron.

  —331→  

Da doble luz a tu verso
para leído de frente
y al sesgo. Mas no te importe
si rueda y pasa de mano en mano:
del oro se hace moneda.



Este poemilla, con el que, sin duda, Don Antonio se aconseja y disculpa, me parece extraordinariamente expresivo de su nueva actitud. El poeta no renuncia a guardar alguno de sus secretos, pero ya no escribe para sí, y se aviene a convertirse -«del oro se hace moneda»- no sin alguna inquietud, en una de las muchas voces anónimas que crearon la poesía popular de su raza.

Más que la inteligencia, le guió en este trance su clarísimo instinto. Me explicaré mejor, si puedo. Así como en la etapa castellana se realizó su poesía por la conjunción -¿fortuita?: todo es fortuito en la vida y nada lo es- de paisaje y sentimiento, en la etapa andaluza, esencialmente intelectual, su poesía se logra, o no se malogra en pedantería y conceptismo, por la intervención de las savias y ritmos populares. Se dirá que esto ocurrió, porque Don Antonio era el que era, es decir, que él buscó conscientemente dentro de sí -no tenía para qué ir más lejos- savias y ritmos que, en cierto modo, no le habían abandonado nunca, necesarios para salvar a su poesía de aquellos vicios, porque era un gran poeta. En estas disquisiciones siempre se viene a parar en el cuento de qué fue antes, si el huevo o la gallina.

A Don Antonio le gustaba mucho teorizar sobre poesía, y explicó la suya en varias ocasiones, muy agudamente, como en estas palabras de Juan de Mairena, escritas para definir una de las fallas del barroco literario español, y que son una magnífica definición de su etapa poética andaluza: «será la calidad de lo gracioso que sólo se produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, de su necesario apartamiento de la naturaleza». Estas palabras, justas, exactas, están escritas con la inteligencia, pero ¿qué tienen que ver con estos dos versos maravillosos?:


la primavera ha venido
nadie sabe cómo ha sido.



Aquellas dicen que Don Antonio, además de su don poético genial, tenía talento, que no estorba, antes bien ayuda al don poético, pero su verdadera raíz se halla en otra parte. ¿Dónde están las raíces de estas canciones?



Junto al agua negra
Olor de mar y jazmines
noche malagueña.

¡Blanca hospedería,
celda de viajeros
con la sombra mía!
—332→

Encuentro lo que no busco:
las hojas del toronjil
huelen a limón maduro.

... Pero yo he visto beber
hasta en los charcos del suelo.
Caprichos tiene la sed.



Aquí habla la voz de la sangre, la raíz está en la sangre, río que viene de muy lejos y nadie sabe en qué mares irá a parar. La voz de la sangre tiene muchas veces cosas inteligentes que decir, pensamientos sutiles que expresar.



El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas
es ojo porque te ve.

Busca tu complementario
que marcha siempre contigo
y suele ser tu contrario.

Tengo a mis amigos
en mi soledad;
cuando estoy con ellos
¡qué lejos están!



Y las dice y las expresa sin embarazo alguno. Y como les pone, que es lo que ella tiene, gracia, y les quita lo que estorba, lastre retórico, grandilocuencia, énfasis, son sus resultados otras tantas pequeñas, deliciosas maravillas, como estos dos que reproduzco porque en ellos, además, está reunida la filosofía del nobilísimo espíritu de Don Antonio:



¿Dices que nada se crea?
no te importe, con el barro
de la tierra haz una copa
para que beba tu hermano.

¿Dices que nada se crea?
alfarero, a tus cacharros.
Haz la copa y no te importe
si no puedes hacer barro.



  —333→  

España

Castilla-paisaje-sentimiento; Andalucía-sangre-pueblo. Y España. España entra también en el mundo poético de Don Antonio. Son, las suyas, apariciones espaciadas que señalan la existencia de una corriente patriótica y política que le acompaña a lo largo de toda su vida. Esta corriente tomó sus aguas de un gran lago cimero y divisorio que tiene un nombre de dos cifras: 98. Don Antonio no pertenece por la edad, exactamente, a la generación del 98, pero es, en esta zona de su espíritu, hijo suyo o, si se quiere, su hermano menor.

España, la nación española, son también materia poética. Pero aquí Don Antonio pierde el contacto con los jugos esenciales de la tierra y de la sangre y ya no es un hombre que se expresa poéticamente; es un español que se expresa poéticamente. Digamos la verdad: Don Antonio fracasa en el empeño. La rueda de su molino no muele conceptos abstractos y, para un español, «España» y «Español» fueron dos conceptos abstractos hasta que la guerra les dio realidad de carne y hueso. En Machado se ve muy clara esa transformación. Sus lejanos arranques de poeta civil son lo más endeble de su obra; en ellos están los únicos versos retóricos y flatulentos que Don Antonio ha escrito. En cambio, es asimismo el español quien habla de España en sus últimos sonetos, y lenguajes e imágenes tienen la sencillez verídica que le dictaron siempre los seres vivos. España y lo español habían dejado de ser abstracciones para convertirse en realidad tangible, palpable, adolorida, sangrienta. Hay aquí unos matices que quiero precisar. En poquísimos momentos de su historia el español se ha visto, se ha sentido, miembro de una colectividad llamada España. «Mi nombre es fulano, pertenezco a tal familia, soy de tal pueblo y, apurando mucho, de tal región». Con estos datos se definía a sí mismo y le bastaban; sabía, porque se lo habían enseñado en la escuela, que todos estos caracteres estaban inscritos en una comunidad nacional, pero como esta inserción no le añadía nada por dentro, la tomaba como una servidumbre burocrática, hija de quién sabe qué razones ajenas a él, contra la que no vale la pena de protestar, porque, por lo visto, sin una servidumbre de ese género es imposible vivir. Todos los hombres civilizados la tienen. Si no fuera ésta sería otra. ¡Qué más da entonces!

Acaso la primera vez que el español ha sentido de verdad, con sus entrañas, que él y España eran una sola cosa, con siamesa interdependencia vital, fue durante la guerra que acabó hace, en estos días, dos años. Si no me llevara muy lejos, y la ocasión fuera más oportuna, yo describiría el entusiasmo infantil que acometió a muchos españoles cuando hicieron el descubrimiento de España como parte biológica de su propio ser. Era de una ingenuidad conmovedora, pero, quizás, la única razón seria de optimismo patriótico que había en aquellos días terribles. Más o menos a todos nos alcanzó en fenómeno. En Don Antonio produjo los efectos que he indicado. El español y el hombre se le fundieron en una sola pieza. Hasta entonces lo español había sido una actitud retórica. Haré el último distingo: me refiero a lo español nacional, político, porque racialmente nos sentimos españoles todos, pero a este sentimiento se llegaba por los caminos de la sangre como una extensión del pueblo natal, de la familia y de la persona, y perdía en densidad, hasta no existir apenas como elemento unificador, en la medida que sus límites se ensanchaban.   —334→   El sentimiento de raza engendra un tipo de solidaridad -por lo menos entre nos otros- de ligaduras flojísimas y deja al hombre en absoluta libertad de sus instintos; da y no exige nada en cambio. Para uno cualquiera de nosotros, el resto de los españoles eran como esos parientes lejanos que tienen en su árbol genealógico algunos de nuestros apellidos, lazo absolutamente inerte si no lo refuerza la convivencia afectiva. La solidaridad nacional política nos llegaba impuesta por el aparato riguroso del Estado -cuerpo inevitable para que el espíritu de la nación se aposente-, y el español no comprendió jamás el motivo de esta interferencia y tomó el rábano por las hojas, acaso porque sólo le pusieron las hojas a su alcance.

La muerte

Don Antonio, poeta y hombre, andaluz, castellano y español, -no hay más en él- murió en tierra extranjera, en tierra que es hoy, además, escarnecida. En ella yace, pero no descansa. A mí me duelen su soledad y su ausencia y pienso con angustia en la angustia de sus pobres huesos desamparados. El destino sarcástico que lo hizo profesor de francés en institutos provincianos, le dio la muerte más dolorosa. Ni el hombre ni el poeta podían vivir fuera de España. Apenas transpuso la frontera, su alma se negó a seguirle y se volvió «al alto Espino donde está su tierra».

Un día habrá que rescatar su cuerpo y llevarlo a ese alto Espino de sus sueños o al lugar donde él pedía, sin duda expresando por manera indirecta su propio anhelo, que llevaran a su maestro don Francisco Giner en un poema interminable:


¡Oh, sí, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose.
Bajo una encina casta
en tierra de tomillos donde juegan
mariposas doradas...









  —335→  

ArribaAbajoVidas en sombras en torno a Hamlet García

Bernardo Sánchez Salas



Universidad de La Ripia

«La calle era un cinematógrafo y él sentíase cinematográfico, una sombra, un fantasma»


Miguel de Unamuno, Niebla, XIX, (1939)                


«(Gonzalo Bernal) Fue siempre tan puro -dijo don Galamiel Bernal, el padre-; siempre pensó que la acción contamina y nos obliga a traicionarnos, cuando no la preside el pensamiento claro»


Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz (1962)                



1.

El presente ensayo, formalizado en los términos que siguen, vino provocado, sin embargo, por una cadena de asociaciones intuitivas entre dos obras no interrelacionadas efectivamente ab origine: la novela emblemática de Paulino Masip El diario de Hamlet García y el único largometraje de Lorenzo Llobet-Gràcia Vida en sombras. Sin necesidad de forzar ninguna perspectiva sobre ambas, el cotejo -que en mi caso, he de confesar, no fue buscado sino producido en el tiempo, una especie de «catástrofe»- revela una evidente simpatía dramática, argumental, intelectual, vital y hasta política, cuyas analogías y sintomática acrecientan su interés si se analizan por separado y a continuación se ponen en común; operación de la que no se extraerá una certificación de influencias directas, pero sí una red poética, interactiva parcialmente y siempre pertinente, valiosa en un arqueo general de temas, motivos y tipos, transitiva entre los formatos literario y fílmico e interesada en el mismo tramo histórico.

Por cierto que ya desde el punto de su producción, El diario de Hamlet García y Vida en sombras se manifiestan contiguas a lo largo de la década de los 40 -bien que separadas por un Océano Atlántico-; la novela se acaba de redactar en marzo de 1941 y se publica en 1944, en México, y la película se rodó entre noviembre de 1947 y febrero de 1948, en Barcelona421.   —336→   Otras obras y circunstancias concurrentes se inscribirán igualmente en este intervalo y actuarán en su margen, así como en el de los propios textos de Masip y Llobet-Gràcia, en los que se incrustarán de modo más o menos expreso como realimentadores. Porque un protocolo de investigación en la conformación respectiva de la novela y de la película extenderá la intertextualidad a obras de diversa extracción como la comedia original de Paulino Masip El hombre que hizo un milagro, redactada como tal en México en enero de 1940, re-escrita a su cargo como guión cinematográfico en 1941 y rodada en este mismo año con el título de El barbero prodigioso, o la nivola de Miguel de Unamuno Niebla publicada precisamente en el año del fin de la guerra civil española. Esto por lo que atañe a El diario de Hamlet García y dada por supuesta en lo más alto el emblema de la tragedia de Shakespeare; en cuanto a Vida en Sombras, será la película de Alfred Hitchcock Rebecca (Rebeca, 1940), estrenada en España en 1943, la que ejerza su influenza, y en menor medida Romeo and Juliet (Romeo y Julieta, George Cukor, 1936), estrenada en 1940. Pero no solamente esta adscripción de textos dista mucho de ser estanca, sino que podemos detectar aún otra obra puesta en abismo entre la trayectoria de Paulino Masip -no ya solamente su novela- y el protagonista de la película de Llobet-Gràcia, todo un nexo «siniestro», en tanto latente y doméstico: El escándalo, en sus tres especies, novela de Alarcón (1875), película de José Luis Sáenz de Heredia (1943) y por último versión teatral del propio Paulino Masip (circa 1945, México). Se verá que, accediendo a una especulación superior, estos textos y los modelos que contienen pueden reaccionar entre sí.

A propósito de 1941, de los espejos, del ascendente del cine y de los diarios: el 6 de julio de 1941 es la primera fecha del calendario memorandum mori de Artemio Cruz422. La pasión cinematográfica de Carlos Fuentes se traspasó a buena parte de su obra literaria -Fortuna, lo que ha querido (1964), Orchids in the moonlight/Orquídeas a la luz de la luna (1982), etc....-, pero en la recapitulación del septuagenario Cruz, tanto en el procedimiento y en la estructura espacio-temporal -como ya advirtieron Linda Glaze o Lanin Gyurko- como en la luz y sombra de su memoria, el cine es un signo capital y una forma de vida. Sin ir más lejos, su voz interior reconocerá que «el pecho sigue dormido, con el mismo hormigueo sordo que siento..., que sentía cuando pasaba mucho tiempo sentado en el cine» (p. 22) y la última película de Joan Crawford será motivo de comentario al pie de la cama con su mujer Catalina Bernal y su hija Teresa. Pero además, no quedan muy lejos de Hamlet García algunas características de Artemio Cruz: la búsqueda de «foco» (p. 127) para distinguir la que ha sido su realidad, el pase «frente a mis ojos» (p. 145) de su vida, los diversos grados amorosos mantenidos con tipos de mujeres distintas como Regina, Catalina o Laura, la presión sobre él de la fatalidad, un cierto complejo de culpabilidad, casi cainita, por haber sido acusado por Catalina Bernal de traicionar a su hermano Gonzalo Bernal -partidario de la inacción y del triunfo del pensamiento: programa que Hamlet García   —337→   podría haber hecho suyo- y humillar a su padre Galamiel Bernal. A esto hay que añadir un muy importante, familiar también para Hamlet García o para Carlos Durán: el hijo de Artemio, Lorenzo, muere en la guerra civil española.

Atendiendo, por lo tanto, a la gradación de las transacciones, a las coincidencias de producción, a la latencia temática y a la variedad de los formatos que demostrará el corpus, este trabajo persigue un triple objetivo que aunque, en cierto modo, aditivo en sus fases y materia, no pierde de vista como punto de partida y de retomo el iluminar en definitiva algunos ángulos de El diario de Hamlet García y conectarla con otros exponentes que considero afines.

En una primera fase, centrada en la novela, sostendré que ésta se revela como texto catalizador, «multimedia», me atrevería a decir; claramente expresivo de la novedosa experiencia pro-cinematográfica que el escritor Paulino Masip estaba ensayando en el trance simultáneo de su redacción y de su ya probado oficio como autor teatral. A las marcas textuales me remitiré para demostrar que no saldará, a mi juicio, gratuitamente la práctica en paralelo de los formatos de novela, teatro y guión cinematográfico -añádase el de comentarista cinematográfico- acumulada entre 1940 y 1941, y que si invirtió los dos primeros en la articulación solvente de su primer libreto para el cine, no es menos cierto que El diario de Hamlet García acusa una referencialidad consciente, de autor, al ejercicio de un nuevo punto de vista, a un nuevo foco habilitado por el ejercicio descriptivo cinematográfico. Paulino Masip ensayó la perspectiva de que está dotado el cine transfiriéndola a la personalidad y visiónica del personaje de Hamlet García, quien como un nuevo Augusto Pérez -en tantos sentidos y sin sentidos- adoptará para multidimensionar la metáfora cinemática como gnosis, autoscopia y lenguaje. En una segunda fase, desglosaré las tramas intertextuales que, independientemente, informan El diario de Hamlet García y Vida en sombras.

Hasta aquí, el trabajo de mesa, digamos. En una tercera fase procederé a la lectura abismada que me ha venido guiando desde un principio y a la que aspiro: describir un campo virtual de afinidades mediante el cual algunas obras se expliquen mejor a sí mismas a través de otras, mirándose en el espejo de otras aunque el espejo haya cristalizado (ligeramente) después, por lo que intentaré dilucidar a Hamlet García y su sistema de vida y percepción a través de la odisea vital y amateurismo fílmico de Carlos Durán, cameraman aficionado protagonista de Vidas en sombras. Mediará en la reflexión, el fantasma de Fabián Conde y el de un espectro de varones que se extienden desde el «cuasi ser» Augusto Pérez hasta el viudo Max de Winter, pasando por el ingenuo rapabarbas Benedito Sánchez. Esta nómina constituye un círculo romántico, gótico en algunos extremos, que participa de las sombras a las que pertenece igualmente el profesor de metafísica ambulante Hamlet García. Carlos Durán compartirá con él, en primera instancia, el fatum, la tribulación erótico-filosófica, la ambulancia dilemática, la ascendencia física y metafísica de lo cinematográfico, la situación traumática de la guerra civil, la catástrofe doméstica, las formas de exilio interior, el sentimiento de culpa y el calendario. Los demás caballeros convocados irán añadiendo a estos otros síntomas asociados.



  —338→  
2.

El año 1940-41 es el segundo año de exilio mexicano de Paulino Masip y profesionalmente se caracteriza por la simultaneidad y diversidad de sus actividades literarias, algunas de ellas, las que se apliquen al cine, nuevas para él. En enero de 1940, a sólo medio de año de la redacción de la octava y última de las «cartas a un español emigrado» iniciadas a bordo del «Veendam» y editadas por la Junta de Cultura Española sin salir de 1939423, finalizaba la redacción de El hombre que hizo un milagro, una de sus comedias teatrales más fructíferas, aunque paradójicamente fuera del marco del teatro puesto que aunque se frustrara su estreno en 1942424, se vería adaptada al cine en dos ocasiones, la primera en la producción «Azteca» para «Films Mundiales» El barbero prodigioso, dirigida e interpretada por Fernando Soler Pavía y la segunda, en Argentina, en 1958, a mayor gloria como protagonista y director del cómico del país Luis Sandrini. Lo más relevante al efecto de El barbero prodigioso es que la adaptación de la pieza teatral propia y la confección del guión constituyeron el primero de los 42, (aprox.) trabajos que Masip acabaría realizando para la industria del cine mexicano, ni más ni menos que el arranque de la que sería su definitiva profesión en el exilio. Así pues, en enero del 40 concluye su famosa comedia y -las fechas son inexorables- no pudo tardar mucho en decidirse a escribir la versión cinematográfica, pongamos parte de 1940 y parte de 1941425, puesto que el 29 de agosto del 41 se daba la primera vuelta de manivela en los Estudios CLASA426. Si, como consta en las ediciones, en marzo de 1941 puso final a la redacción de El diario de Hamlet García, no es aventurado conjeturar el que coincidieran prácticamente en varios momentos la progresión de la novela y del guión y es patente en la novela que el método cinematográfico aflora en la constitución del personaje y de su mundo. Para más inmersión en el nuevo medio, en ese mismo año, Masip debutaría como comentarista en la revista Cinema Reporter.

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El diario de Hamlet García devela varias formas de pensar y formatear el hecho dramático. El teatral, en el que ya era veterano Masip, sirve de solución a algunas «escenas» como la conversación mantenida entre Hamlet y don Leonardo, el padre de su alumna Eloísa, recogida en las páginas del día 10 de diciembre de 1935427, pero el fenómeno cinemático se irá revelando como el rector de las impresiones y de su reflejo narrativo, como si Hamlet García participara de ese estado de inanidad que Unamuno en su artículo «La mosca bicentenaria» metaforizaba al comparar la «extraña vibratoria quietud cinematográfica» con «la pesadumbre de la soledad radical en que todos vivimos»428, síntoma, -lo denominaré «aprensión cinemática»- del que estará aquejado Augusto Pérez, antes que Hamlet García.

Pero de ese «semi-estado» también sabía Benedito Sánchez, lo que sucedió es que Masip hizo explícita la metáfora cinematográfica en el caso de Hamlet seguramente por interferencia de la disciplina guionística. No se trata solamente de que Hamlet tenga como el barbero de pueblo veleidades filosóficas, ni que como éste pase entre sus vecinos como un excéntrico, un lunático -es apodado «hombre Vía Láctea» (p. 24)-, un pusilánime y un apocado, ni que parezca contagiado de su falta de sentido práctico o doméstico ni que sufra de la misma carencia conyugal y del mismo status familiar incómodo y tortuoso; no se trata solamente -aunque nos vayamos acercando- de que el «ver», en su valores físico/oftalmológico y trágico (la anagnórisis de sí mismo) sea tema de ambas obras, el «ver o no ver» equiparado al «ser o no ser» -no se olvide que la recuperación de la vista es el milagro de Benedito-; no se trata solamente de que El hombre que hizo un milagro y El diario de Hamlet García429 compartieran un mismo destino editorial en el México de 1944, con ser el destino una fuerza determinante en otros textos a los que me referiré más adelante, sino que, lo novedoso, es que Paulino Masip transfiere e implica la perspectiva y retórica cinematográficas que él ha descubierto en la composición del guión de El barbero prodigioso a la estructura ontológica y óptica de Hamlet García. El propio Masip confesaría tiempo después en un articulo publicado en la revista Novedades que si bien «La deformación profesional del cine me perjudicó en un principio», y a que «sin querer tendía a visualizarlo todo», en cambio, «creo que desde el primer momento mi experiencia de adaptador cinematográfico me favoreció muchísimo para la presentación adecuada de los personajes, el planteamiento de las situaciones y la ligazón de unas y otras, para que todos ganaran en intensidad dramática y para que interviniera el sentido de la continuidad»430.

  —340→  

Y así fue: El diario de Hamlet García es el cuaderno de un espectador de sí mismo -«Yo me veo, ahora, con los ojos fríos de un espectador» (p. 212), que se imagina través de un «velo luminoso, inconsútil e impalpable» (p. 24), como «un hombre muerto hace cuatro mil años» (p. 25), como una «nebulosa atravesada por resplandores cuyo foco ignoró» (p. 176), que dialoga con su cuerpo «Tal como te veo en la pantalla espectral del espejo» (p. 29)-, de la escena inmediata de su casa y del escenario panorámico que le circunda, marcado por el «espectáculo» de la guerra civil. Y aún más, es el cuaderno de un espectador en general sinestésico -insiste frecuentemente en que todo se le mete por ojos y oídos, el relato de la criada (p. 257), «la neblina roja, las armas, las enfermeras y el jaleo de Madrid [...] abriéndose paso violenta y dolorosamente» (p. 278), hasta la autoscopia radical: «Mis ojos han vuelto sus pupilas hacia adentro y ciegos para las cosas de fuera me escrudriñan» (p. 295)-, pero en particular cinematográfico. Es el cuaderno de un espectador que a veces se trasciende funcionalmente hasta el papel de una cámara registradora; por lo tanto, de espectador ascendido a cineasta que pretende entender la realidad captándola. Paulino Masip pondrá en voz del narrador Hamlet García para lograr la sinestesia medios pro-fílmicos y teatrales combinados. De esta forma, un Hamlet metanarrador afirma que la despedida en la estación de Ofelia y los chicos que parten hacia Ávila para pasar el verano tiene «mucho de teatral» y que demuestra una «mise en scène perturbardora» (p. 79), pero cuando su descripción literaria alcanza la fragmentación, polivisión y sonoridad propias de una edición cinematográfica (en una secuencia, además, de repertorio, recurrente y codificada, como es la salida de un tren):

«Los campanillazos repetidos, la voz ronca del empleado que anuncia la próxima partida, el cierre de las portezuelas, los chorros de vapor silbeantes que se escapan por las ruedas. La suma de gestos idénticos junto a todas las ventanillas con lo que el mío pequeñito de dar un beso, o apretar la mano o agitar un pañuelo se transporta a un plano superior al sentirse multiplicado por los otros, el alarido final de la máquina que llena el aire y estremece las entrañas, el olor y el polvo de la carbonilla. Las nubes de humo y acaso esa solera de emociones parejas decantas a lo largo de los años en aquel mismo recinto».


(p. 79)                


Cuando el narrador Hamlet García se refiere a la espectacularidad de la vida alrededor, se convierte en una mesa de montaje inequívoca. Por ejemplo, para desglosar la perplejidad y asombro de Eloísa al intentar abarcar la escena de una Puerta del Sol atestada y poliédrica:

«Todo lo sorprende y de todo quiere saber la razón. Por qué son rojas unas banderas y rojinegras otras; por qué muchos hombres se dejan la barba; por qué unos llevan fusiles y pistolas y otros están sentados tranquilamente en las terrazas de bares y cafés tomando cerveza como si no les importara nada; por qué hay tantos edificios incautados por sindicatos y partidos políticos; por qué los aguaduchos siguen abiertos y las calles se han llenado de carritos, puestos ambulantes de venta de libros; por qué hay tanta gente comprando libros; por qué va este hombre con una pistola en la mano; por qué esos milicianos se han disfrazado   —341→   de bandidos andaluces de la época romántica; por qué esa señora pasea a su niño en el cochecillo y esa otra a su perrito pekinés atado a una hermosa cadena...».


(p. 271)                


La voz en primera persona de Hamlet García utiliza incorporada de una forma natural en su aparato descriptivo terminología técnica relativa a la fotográfico y a lo cinemático: «campo visual», «proyección panorámica», «pantalla», «espectador», «tres dimensiones», «cinta cinematográfica», «cinematógrafo mudo», «atmósfera espacial», «fotografías recortadas». Yo diría, si tuviera que caracterizar al «cineasta» que es este narrador, que se trata de un cineasta amateur, precisamente del tipo que lo fuera Carlos Durán y otros muchos en los años de la segunda República española, años de pasión cinemática, cineclubista y camarógrafa. Algunas sensaciones descritas por Hamlet García son puro calidoscopio audiovisual de artista plástico de vanguardia. Atiéndase a la descripción que realiza de la Cloti, licuándose literalmente (p. 210) en su presencia, o cómo tras un desfile miliciano en la Puerta del Sol se reduce el ambiente a vibraciones sonoras (p. 222), o cómo al alejarse de su vida Carmen -a la que le acaban de matar a su novio, Manolo-, dice de ella: «Me queda en la retina su imagen como una llama vibrátil» (p. 302). De nuevo la vibración Unamuniana: huella, resto eidético de lo que ha sido y ya no es, de lo ausente. Y es la ausencia, el hueco que emerge de forma obsesiva, sombromanista y doméstica en el trans curso diario de Hamlet García, Carlos Durán (o Max de Winter, desde luego).




3.

La más idónea replica, el más completo alter-ego de este modelo óptico/óptico que es el «cameraman» sin cámara, Hamlet García, lo encontré no en la literatura si no en una muestra singular de cine español muy cercano en el tiempo a la novela de Masip y, creo, muy comunicada con ella en varios aspectos, comenzando por la odisea personal de su protagonista, un cineasta amateur llamado Carlos Durán (interpretado por Fernando Fernán Gómez), viudo a causa de la guerra civil, sujeto de la película Vida en sombras431, a su vez retrato parcial de su propio director, el también cineasta -de formación/vocación amateur- Lorenzo Llobet-Gràcia, como Masip, por cierto, catalán de nacimiento y fallecido a la idéntica edad de 65 años. No estará de más reseñar que la rehabilitación de El diario de Hamlet García y de Vida en sombras fue póstuma e incluso -otra coincidencia- en fechas tan parecidas como marzo de 1985, en que la película fue redescubierta para el gran público en La noche del cine español que dirigía Diego Galán -aunque fuera, antes, en mayo de 1973 cuando el propio Llobet-Gràcia la presentó en el Cine-Club de Sabadell ante un público   —342→   entre el que se encontraba Ferrán Alberich, el que será auténtico mentor y restaurador de Vida en sombras432-, y 1987, año de la edición de Anthropos con prólogo de Pablo Corbalán.

La biografía de Carlos Durán es la de un tipo no «dado a luz» sino «a Lumière», en un cinematógrafo, sin embarazo previo de su madre y como sacado de la chistera de un mago de barraca. Su partida de nacimiento es la de «por y para el cine» y a partir de ese momento determinante, su vida entera se convertirá en un trasunto imitativo del cine. Tomavistas a tomavistas, película a película, irá sustituyendo su vida por la cinematografía ambulante y el montaje de sus acontecimientos e hitos -de esta forma eligió Llobet-Grácia mostrárnoslo- será análogo al pautado por una moviola o mera subrrogación de la sucesión en las ficciones cinematográficas. Así, el espectador de Vida en sombras, no será testigo de las etapas de su noviazgo con Ana (María Dolores Pradera, para mayor eco, esposa de Fernán Gómez en «la vida real») sino que verá, en su lugar (y desde el mismo lugar/butaca que ocupa la pareja en una salón cinematográfico), a modo de remedo de una elipsis, un montaje de secuencias de Romeo and Juliet, que funcionarán como secuencia sustitutoria y simbólica, pues, lejos de la gratuidad, se trata de una historia de imposibilidad amorosa, hostilidad social y catástrofe del deseo, una de las varias que se superponen al cotejo El diario de Hamlet García/Vida en sombras. De igual manera, Carlos Durán participará en la guerra civil con la única arma a su alcance, una extensión de sí mismo: la cámara toma vistas, lo que denomina Requena el «no-fusil»433. Una vez asesinada su mujer, Ana, por una bala furtiva que entra en casa, se verá imbuido, transfigurado, poseído, aprensivo por el personaje masculino de Rebecca, el atormentado Max de Winter, el Laurence Olivier -gran Hamlet del cine, qué ironía- que tras la misteriosa (y violenta) muerte de Rebecca, su primera esposa, intentaba reconstruirla eróticamente sobre la figura sin nombre de Joan Fontaine a la vez que expiar su sentido de culpabilidad en las circunstancias de su desaparición. El proceso de identificación de Carlos Durán con Max de Winter alcanza a la impostura física -mismo batín, mismo bigote, misma gravedad- y a la psicológica. A ello contribuirán la proximidad del cine donde se proyecta (y se desborda) Rebecca y los pinitos de cameraman casero del señor de Manderley (perdón, ése es la señora Danvers), del señor de Winter: la secuencia de Rebecca que puede resultar más dolorosa para Durán434 es aquella de la sesión de home movies que testimonian la felicidad de la nueva pareja.

Pero Llobet-Grácia encadenará con precisión y escalonamiento los reflejos cinematográficos: a Romeo and Juliet y Rebecca le sucederá la película española El escándalo. La oportunidad es un paseo que Carlos Durán realiza delante del cine Coliseum de Barcelona, donde se proyecta en esos momentos el melodrama de Hitchcock. El escándalo se anuncia por la calle, al modo, yo diría, de un aviso, de una premonición profética, ambulante. La exactitud de la cita no sólo viene justificada por el hecho -por lo visto,   —343→   recordado a fuego por Llobet-Gràcia- de que Rebecca y El escándalo se estrenaran en España en el mismo año, 1943, sino que subraya, abraza a través del personaje de Fabián Conde el drama de Max de Winter -sobre todo, téngase en cuenta que El escándalo nos es anunciada en raccord con Rebecca- y de Carlos Durán: la fatalidad familiar, la culpabilidad y la redención, el debate amoroso entre dos tipologías mujeres (una adúltera/Matilde y una novicia en amores/Gabriela), el peso del pasado y una escenografía umbría y turbia, agudizada en la obra de Alarcón por la puesta en escena decimonónica, muy próxima al sueño de Manderley.

Además le encontramos aquí otro usufructo: el patrón de la trama El escándalo novela, principalmente en la disyuntiva erótica de Fabián Conde, en su caracterización y en su delicada posición social y familiar (anagnórisis familiar, es decir, problemas de identidad) es reconocible -al menos, afín- en bastantes obras de Paulino Masip, incluidos los guiones, en los que suele extremar los prototipos masculinos y femeninos, extrapolados hacia la virtud o hacia la depravación autodestructiva. En el lado de los hombres, tenemos o bien al tipo calavera, parrandero, mujeriego y libertino o bien al tipo profesoral, filosófico, médico. En el lado de las mujeres, figuran en un extremo las «cabaretófilas» -que decía una mujer de cierta película de Buñuel, creo que Susana (1950)- y en el otro las que tienen un pie en el convento435. Lo cierto es que la novela de Alarcón ocupó una parte muy importante de la vida creativa de Paulino Masip. El famoso actor español Armando Calvo, amigo personal de Masip, había encamado a Fabián Conde en la versión cinematográfica de Sáenz de Heredia436 del año 1943 y cuando se trasladó a México a labrarse una carrera mexicana -en lo que perseveró entre 1945 y 1957- sugirió a Masip la realización de una adaptación teatral de la novela que le permitiera volver a retomar el personaje que tanta fama le dio y montar una gira por todo el país, partiendo del Teatro Ideal donde hacía sus temporadas. El escritor y guionista aceptó y la culminó437. Parece ser que la obra llegó a representarse, pero no queda ni en la familia ni en archivos prueba escrita de la adaptación, ni manuscrito, ni publicación alguna438.




4.

Las analogías entre las personalidades, vagabundia intelectual, enajenación existencial, turbación sentimental, inserción histórica y perplejidad social de Hamlet García (HG) y Carlos Durán (CD) merecen -respetando su distancia natural- una inspección por items:

  —344→  
4.1. Fatum439:

HG y CD son seres predestinados desde su nacimiento/alumbramiento. Hijo de un catedrático de metafísica, el uno e hijo literal del cine el otro. Procedencias, por lo tanto, vagarosas, inmateriales, platónicas, sin anclaje.




4.2. Instancia narrativa:

HG se narra en primera persona; estaba previsto que en Vida en Sombras, CD recurriera igualmente a una voz over en primera persona, aunque finalmente no se optó por ello.




4.3. Perspectiva:

HG y CD demuestran tener distorsionada su visión del mundo por el ejercicio de la literatura440 y del cine, respectivamente.




4.4. Inhibición social, sexual y política:

HG y CD tienen atenuada su virilidad y no se significan políticamente441.



  —345→  
4.5. Constitución:

HG y CD son dos «medio seres» que viven en la sombras del dilema, del cine, de la perplejidad, que perciben sólo la sombra de todo y que trabajan para las sombras; sombras ontológicas metaforizadas recurrentemente por la sombras zootrópicas del cine. También Benedito Sánchez es una sombra, como bien expresa Fernando Soler en la iluminación (expresionista) y puesta en escena de la secuencia en que el barbero entra en la habitación -convertido literalmente en una sombra sobre la pared- y habla con el ciego sobre si es o no es. HG442 y CD, así como sus entornos, están bajo sospecha de sombra, inestable y huidiza. Las sombras son para ambos, señal de fatalidad histórica, presagio, fantasmagoría y trasmundo.




4.6. Situación:

HG y CD se muestran fundamentalmente perplejos por los fenómenos de su entorno y superados trágicamente por ellos. Hacen intentos desesperados por aprehenderlos, en el caso del cine mediante un registro físico (aunque bien es sabido que ni indeleble ni estable).




4.7. Visión:

HG y CD pretenden mantenerse al margen de las cosas -incluso HG de sí mismo443- como dos fríos espectadores, desapasionados y neutrales, escudados por la inhibición y el intelecto (HG)444 y por el distanciamiento camarógrafo (CD). El espectáculo que compartirán es el de la guerra civil española.



  —346→  
4.8. Crisis:

HG y CD sufrirán el mayor trauma existencia del su vida ante la tesitura de la guerra civil y doméstica, que les enfrentará a lo físico, desde el propio cuerpo o el sexo a las balas. La guerra será el reactivo que paradójicamente les hará existir. La guerra les reanima como se despierta un cataléptico. Les excita el sexo y el hambre. A HG le hace perder el miedo a las sensaciones y a las personas: a los actores de la tragedia445.




4.9. Mujer:

HG da por muerta a Ofelia (de viaje), o «peor que muerta» (p. 209) y CD ha visto como su mujer moría acribillada azarosamente, sin salir de casa. Ambos buscarán construir otras mujeres que sublimen todas las variedades de lo femenino, desde la maternidad a la lujuria. HG, por ejemplo, se encuentra entre Ofelia (la esposa y madre), Cloti (la hembra) y Eloísa (alumna/ideal).




4.10. Sentimiento de culpabilidad masculina:

HG se cree merecedor de la infidelidad de Ofelia por haber negado la existencia de su cuerpo (vid. p. 59) y CD está atormentado por haber dejado sola a su mujer en aquel día de guerra con resultado de muerte.






5.

He aislado como último item para detallarlo las analogías cinematográficas. Algunos episodios y acciones de la película Vida en sombras podrían servirnos para entender o acceder a una materialización de la condición cinematográfica de una conciencia cinematográfica   —347→   como la demostrada por Hamlet García, explicitando su dimensión visual. Y para ilustrarlo, a continuación relacionaré fragmentos de la narración de Hamlet García (N) con secuencias de la vida como cameraman de Carlos Durán (P)446.


5.1.

(N): «Con esto quiero decir que las lisas paredes de mi cuarto en vez de librarme de la obsesión que tan inesperadamente me ha acometido se han prestado celestinescamente a servirme de pantalla, al modo de la cinematográfica, para reflejar, con circunstancias y por menores lascivos -es el vocablo exacto y lo escribo-, el espectáculo del cual había huido y más peligroso, para mi salud moral, por ser imaginado» (p. 111).

(P): Panorámica subjetiva: Carlos Durán filma (encuadra/encañona/barre) con su cámara amateur secciones de su propia habitación, lo que incluye objetos personales, recuerdos y un retrato de su mujer (sec. 44)447.




5.2.

(N): «De cuando en cuando llega hasta mí el eco de unos disparos lejanos. Una vez suenan más cerca y un temblor febril recorre toda la calle. Ventanas y balcones se cierran rápidamente; cuantos tienen un fusil lo disponen para apuntar contra un enemigo que a lo que parece por lo indeciso y turbado de su actitud, puede caer de las nubes o surgir del fondo de la tierna. Un camión que venía lanzado frena con alarido de todas sus coyunturas. La mitad de sus ocupantes desciende y toma posiciones en las aceras; los que quedan se parapetan de rodillas detrás de los tableros que forman la caja del vehículo. La escena tiene un no sé qué de descoyuntado y grotesco que me recuerda los dramas de las sombras chinas» (p. 119).

(P): Primer trabajo profesional de Carlos Durán: la filmación del meeting del Frente Popular, seguido de la filmación de la ruptura de unas urnas por unos piquetes, acción que se soluciona mediante el recurso de la representación en sombras (sec. 22). La película que, en su proceso de recuperación, rodará como cineasta amateur Carlos Durán después de la guerra se titulará Sombras.




5.3.

5.3.1. (N:) «Su voz, cinta cinematográfica cansada de rodar, salpicada de oscuros, mal anudadas sus roturas, raspada, llena de agujeros o carretera de tercer orden en unos trechos lisa, en otros con el pavimento levantado, en otros con todos los guijarros de sus   —348→   entrañas al aire puestos en pie tras la piel agujereada por ellos, o rollo de pianola golpeada con un martilló (p. 135).

5.3.2. (N:) «Desde mi balcón sigo las escenas como en una pantalla de cinematógrafo mudo» (p. 185).

5.3.3. (N:) «Su película se desarrolla dentro de mí, rapidísima y sin baches y yo la sigo absorto y conmovido. Escena, rostros, voces, estados de ánimo reaparecen ante mis ojos con brillo y exactitud extraordinarios» (p. 314).

5.3.4. (N:) «Mis pensamientos ruedan, resbalan, caen, se incorporan, caen otra vez como si estuvieran metidos en un cilindro giratorio, el tubo de la risa que vi en la feria» (p. 280).

(P:) La imagen de Carlos Durán se superpondrá a las propias imágenes que filma (la salida de la columna Durruti, un coche con simpatizantes nacionales, etc....) (sec. 28). Junto a esta imagen de Durán «impreso» en sus propios registros, tendremos el motivo recurrente del zootropo, utilizado con varias valencias: desde la elipsis temporal tiempo hasta el proceso imaginativo e intelectual (secs. 2, 8, 15, 38 y 44) pasando por -el original, el que alumbra a Durán- el de productora/laboratorio de vida. En general la vida como cinta en rotación -wheel of life (Ross) viviscopio, bioscopio, biofantoscopio (Roebuck Rudge) fueron las denominaciones de algunos de los aparatos protocinematográficos- es una de las metáforas preferidas por Llobet-Durán.




5.4.

(N:) «He visto un muerto. Estaba tirado en mitad de la calle. Era una cosa caída, como una teja, o un desperdicio. Parecía imposible que aquello hubiera sido alguna vez, un hombre. Yo he visto muertos, pero metidos en ataúdes o tendidos sobre la cama, en su casa, los objetos y las personas que los rodeaban les prestaban algo de calor y de su vida. Por lo menos existían como muertos. Éste no; éste era una cosa en el sentido más peyorativo del vocablo. Quizás como el casquillo de una bala que ya se ha disparado... En estas circunstancias me parece una imagen exacta» (p. 290).

(P:) La secuencia emblemática de Vida en sombras: Carlos Durán filma/dispara (shoot)/se defiende en medio de un tiroteo callejero con su único instrumento, su única «arma»; la cámara tomavistas, con la que persigue la captación/comprensión de la imagen exacta de «lo que sucede», de «lo que pasa», de «lo que es».