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ArribaAbajoTercera jornada, jueves, 4 de noviembre

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ArribaAbajoPonencias


ArribaAbajo Falacias de exilios

José María Naharro-Calderón



University of Maryland at College Park. Universidad de Alcalá

En la última década, una abundante bibliografía ha tocado los aspectos cronológicos y temáticos de los exilios de las Españas de 1939. Sin embargo, no han abundado las contribuciones de tipo más teórico, y dicha falta ha permitido que se haya creado una pátina de discursos generalmente poco alertas a las contradicciones de aquella época, y a las falacias que generan nuestros propios discursos sobre los exilios y sus horizontes de expectativas448. Falacia es toda proposición que tras una apariencia de coherencia en cuanto a sus verdades internas esconde contradicciones que revocan éstas. No obstante, en toda falacia existe una apariencia de consistencia argumental que recubre el tejido de sus ambivalencias. Mi propósito es exponer algunas de las falacias que recubren los tejidos de los exilios, y más concretamente el tamiz cultural de los exilios españoles de 1939, «sesenta años después», y así intentar plantear los retos y contradicciones que aportan los exilios como espacios paradójicas o falaciosos entre ideología y utopía449.

Una primera falacia sobre el exilio procede de su consideración como lugar de ruptura o desintegración y no necesariamente de re-construcción. Edward Said ha mostrado cómo, al contrario, el exilio se encuentra en la base de las formaciones nacionales, en la necesidad de identificación y exclusión de aquellos otros que no conforman el proyecto de los   —352→   unos, y ha extendido esta paradoja a la nación exiliada por excelencia, la de Israel, construida frente a su otro Palestino450.

Otro espacio falacioso tiene que ver con nuestra concepción del exilio como presencia singular cuando sus manifestaciones son geográfica, histórica, cultural, social, genérica e ideológicamente polimorfas. Para retar dicha falacia, deberíamos siempre referirnos a la pluralidad (exilios) para obligamos a estar alerta ante lo no dicho, lo no sabido y lo no mostrado. Pienso en particular, en el «Sinaia»: barco símbolo de la libertad de la primera expedición de exiliados de 1939 a México. Pero en este símbolo no parecen tener cabida las mujeres que viajaron en él451. Éstas aparecen entre el olvido de la historia en las fotografías de los hermanos Mayo sobre la expedición, aunque brillen por su ausencia en el diario que fue publicado a bordo, si no es como cuidadoras de los pequeños o por referencia a los hombres. Por ejemplo, Susana Gamboa, encargada mexicana de la expedición, figura sobre todo como la esposa de Fernando Gamboa; o Juana Francisca, cónyuge de José Bardasano Baos, expone en el barco junto a «la lista de los caballeros del lápiz». ¿Cómo serían los diarios de aquellas mujeres del «Sinaia»? Además, no se recuerda que en diciembre de 1940, el «Sinaia» fue utilizado por las autoridades del Estado francés como lugar de detención de cientos de antifascistas que buscaban huir de la ratonera de Vichy, durante la visita del Mariscal Pétain a Marsella.

Los exilios como paradigmas movibles representan también espacios irreducibles frente a su posible visión como estáticos o rememoratorios inclinados a la nostalgia. Esto contradice las tesis de Gustavo Pérez Firmat al plantear la analepsis exiliada -el afán por recordar- como antagónica de la prolepsis de la emigración -la necesidad de poner tierra de por medio con el origen-, frente a una tercera categoría que sería la de la etnicidad o síntesis cultural que no participaría ni de la añoranza ni del olvido452. Falacias que se deconstruyen si miramos La gallina ciega de Max Aub, texto rememoratorio pero vaticinador (de la España perdida y de la no hallada); Señas de identidad de Juan Goytisolo, como texto emigrado que busca saltar hacia delante a través del olvido de una cultura rechazable pero asentándose en los espacios de una geografía mítica del sur español, y la obra de Fernando Arrabal, Elena Castedo, Agustín Gómez Arcos o Michel del Castillo, escasos ejemplos sintéticos españoles que sin embargo sólo pueden escribirse en los hiatos de la memoria y olvido.

Otra falacia esconde la guerra civil y el exilio como un intento de entendimiento entre intelectuales tradicionales y orgánicos, según la conocida distinción de Gramsci. No hay mejor ejemplo que la promovida en torno a Antonio Machado, el intelectual orgánico solidario frente a Juan Ramón Jiménez, tradicionalmente retratado como «au dessus de la   —353→   mêlée»453. La guerra civil y el exilio contribuyeron al rechazo del concepto de autonomía de los supuestos intelectuales tradicionales cuya dedicación se inclinó hacia labores educativas, como de nuevo fue el caso del poeta de Moguer. Por ello, este espacio de aparente búsqueda y construcción de una hegemonía cultural de raíz popular solidaria ha permanecido fosilizado en el imaginario de esta época, mientras que algunos intelectuales sintéticos como Jiménez y Aub denunciaron ya dicha falacia454. Se une a la de la singularidad progresista de los exilios, es decir a su discurso utópico, -luego volveremos-, frente a la solidificación ideológica conservadora que los enmudece analépticamente en jaulas de oro, entre la nostalgia de los orígenes y la loa al espacio salvador de acogida. Esto es particularmente destacable en aquellas expediciones exiliadas organizadas (México, Unión Soviética) donde el imaginario de estos ideales democráticos, republicanos y populares fueron tergiversados mutuamente entre exiliados y anfitriones, como referentes solidificadores de las faltas y abusos de las revoluciones respectivas («transtierro» de José Gaos u odas proestalinistas de Jorge Semprún). Dichas falacias se arropan también en los esfuerzos de compensación marginal que plantearon las ideologías de hispanismo e hispanidad, retomadas por los exiliados a partir de su fabricación imaginaria a raíz del desastre noventayochista, como espacios de superioridad espiritual, jaleados a su vez por la cultura del interior frente al supuesto materialismo no hispano455.

Las falacias de la ejemplaridad moral de dicha época como depósito de un imaginario positivo que esconde sus contradicciones parece conformar las intrahistorias de los exilios y sus intramemorias, cuya pertinencia para el presente debiera capacitarnos para no transformar errores pasados en pesadillas futuras456. Pero una de las características fundamentales de las intramemorias o memorias sociales, abiertas, presentes y cambiantes, es precisamente su inestabilidad semántica y pragmática, su proteismo, que parece ir en contra de la uniformidad de nuestra supuesta aldea global donde prevalece una abundancia de comunicación frente a la pertinencia de su contenido. Dicha ambivalencia se vio claramente trascendida, al evocarse en forma repetida en diversos artículos y medios de comunicación, la rectitud moral del espacio republicano español para justificar la reciente intervención de la OTAN en Kosovo; conflicto donde las dudosas reivindicaciones sobre   —354→   la legitimidad territorial, étnica o religiosa de ambas partes no tenía nada que ver con la ilegitimidad de un levantamiento militar en 1936 que buscó luego de forma obsesiva su justificación histórica frente al mandato democrático republicano ratificado en las urnas457. Sin embargo, no se invocó el fantasma de la intolerancia indiscriminada por ambas partes, evidentemente degradaciones muy diversas, en ambos conflictos (el español y el serbio-albano-kosovar), mientras la «rectitud» de la intervención de la OTAN reposaba sobre la presencia mediática de su Secretario General, un político perteneciente a un partido derrotado en la guerra civil y opuesto en el pasado a la Alianza Atlántica. He aquí otro ejemplo de cómo puede variar falaciosamente el imaginario histórico del exilio, dentro de una sociedad sometida a lo que Guy Debord describió pertinentemente hace treinta años como intercambios espectaculares, ya que «tout ce qui était vécu directement s'est éloigné dans une représentation»458.

A partir de esta falacia, se puede afirmar que el nuevo paradigma de globalización económica-cultural postmodema se contradice entre las identidades nacionales premodemas que provocan las tensiones internas y rupturas que conforman los exilios. Esto parece significar que, en nuestra actualidad virtual de internet, que disfraza su diversidad («patrias imaginadas» según Salman Rushdie) como una pauta de exilio -es decir, en el supuesto agotamiento del paradigma de la Galaxia Gutemberg, en la pluralidad del sentido, de la ausencia de poder sobre la información, o del territorio nacional-, nos encontramos con una tupida red de homogeneización a través de códigos mercantilistas que en modo alguno están separados de políticas nacionales de innovación y control tecnológico o educativo. De ahí la falacia de la metáfora exílica de la red de internautas cuya disidencia y destierro puede ahogarse en macroproyectos que en nada impiden, según Homi Bhabha, la reproducción en la red de los peores excesos de los nacionalismos y xenofobias imaginados en el XIX a través de su identificación con el capitalismo impresor y la novela como tradición mimética de la temporalidad nacional459.

La intramemoria del exilio de 1939 y sus campos de concentración es capaz todavía de mostramos que las ideas dominantes de la Unión Europea pueden revertirse en un espejismo ya que su proyecto económico se encuentra anclado en la necesidad-rechazo de los inmigrantes no-europeos, los cuales, en principio son ajenos a las ideologías de homogeneización nacional (por origen cultural o elección política), que históricamente han considerado los márgenes como dispensables o desplazables por su diferencia cultural o premodernidad, y por ello, sin capacidad para tener identidad nacional o supranacional europea. «El Estado plurinacional es la expresión más formalizada y con más implicaciones   —355→   políticas de la multiculturalidad, pero la experiencia histórica muestra también su carácter frágil, ya que la lealtad comunitaria tiene tendencia a quedar circunscrita a cada uno de los grupos nacionales, percibiéndose al Estado-multinacional como una asociación de comunidades, fundada de forma contingente en un interés mutuo que puede desaparecer en el futuro»460. Aunque a los españoles de hoy apenas nos quede una memoria de los campos de concentración franceses o alemanes, ni de nuestra representación decimonónica en el imaginario de los viajeros extranjeros como símbolos de un mundo premoderno461 cuya geografía se ha desplazado ahora al sur del Estrecho, las construcciones imaginarias de las culturas españolas en muchos foros internacionales continúan, «velis nolis», jaleando nuestra diferencia, en paradójico recuerdo a una campaña publicitaria del franquismo de los sesenta.

Estas falacias se recrudecieron producto del debate durante el exilio sobre los orígenes y dirección de nuestra identidad nacional entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz462. La hispanidad enraizada por Sánchez Albornoz en nuestro imaginario latino fue una tesis tan extremosa como la de Castro, reivindicador de una cultura disidente de los conversos. Dicho debate nos lleva a otra falacia. Si los exilios y sus márgenes son esenciales en la formación de nuestro imaginario, idea muy arraigada entre nuestros estudiosos463, y si el discurso utópico, es decir, aquél que desenmascara las contradicciones y fosilizaciones ideológicas «nacionales» sólo puede darse en los exilios, postura que también parecen defender Eduardo Subirats o Juan Goytisolo -éste último reivindica «el internacionalismo apátrida que le sitúa extramuros»-464 entonces, la genuina historia cultural española estaría sólo determinada por la imposibilidad de operar dentro de las corrientes dominantes del pensamiento occidental. Esto nos llevaría a la falacia suplementaria de que el pacto consensuado de olvido del exilio que se llevó a cabo durante el interexilio y la transición y que culturalmente cimentó el marbete del exilio interior, falacia que critiqué ampliamente en otros estudios, permitiría solazarnos en las playas del mito y de la utopía exiliadas sin necesidad de bañarnos en las aguas de su historia465. Basándome en criterios de plusvalía   —356→   canónica, sigo pensando que las estrategias de recuperación del canon exiliado están condenadas a ser meras muestras arqueológicas que se darán a través de las fluctuaciones de poder y fariseismo intelectual del espectáculo cultural del que todos participamos466. Al haber variado los horizontes de expectativas de producción y recepción de las culturas exiliadas, su emergencia tiene forzosamente que supeditarse a la hegemonía cultural actual, interesada quizá en su emergencia como arqueología. Pasada la urgencia de justificar el exilio interior, nos encontramos atrapados en la falacia del interior del exilio.

Además, la cambiante identidad nacional, ejemplificada en la actualidad por las tensiones de los nacionalismos geográficamente periféricos reforzaría la perspectiva esencialista de la hispanidad del fenómeno de exilio, todo ello arropado por hitos como la Inquisición, la Leyenda Negra o los retrasos democráticos y sus consecuencias desterradoras467. Lecturas alternativas de este problema es considerar que el esencialismo desterrado español reduce el debate al reino de los estereotipos culturales convenientemente jaleados por la dominación cultural de otros discursos «europeos». Por ello, la intolerancia religiosa en España no habría sido un fenómeno ajeno al de la persecución de brujas y herejes en Inglaterra, Francia, Suiza, Alemania o EE.UU.; la expulsión de judíos y moriscos estaría profundamente arraigada en los «pogroms» del S. XII, en las masacres de protestantes en Francia o en los antagonismos confesionales en Inglaterra; el exterminio y explotación de poblaciones indígenas en las Américas en tiempos coloniales siguieron metodologías similares de expansión empresarial haciendo caso omiso de la identidad nacional del Imperio; la racionalización de Juan Ginés de Sepúlveda respecto de la dominación sobre las Américas no contradice los discursos discriminatorios de Montesquieu, Buffon o Voltaire sobre la esclavitud mientras los anteriores oscurecen los argumentos de Vitoria sobre nuestros derechos naturales; 1898 sólo representa el anuncio del conflicto europeo de 1914 como consecuencia de las contracciones y expansiones imperialistas del período468, mientras que la II República española y la guerra civil se pueden ver como episodios inaugurales de las contradicciones del universalismo para controlar los totalitarismos intrínsecos, lo cual condujo finalmente al desastre de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto469. Si aceptamos estas lecturas, la historia de los exilios españoles caerían dentro de los parámetros de otros discursos europeos también marcados por las paradojas de su desconfianza, intolerancia y disidencia.

La construcción de una visión canónica de occidente, en éxitos de venta como los de Harold Bloom o David S. Landes, continúan justificando el largo hilo de estereotipos sobre   —357→   el exilio que parece indicar como lugar común la dirección preferente de nuestras avenidas culturales470. Por ello, Shakespeare, Montaigne, Dickens, Balzac, o Goethe todavía tienen para el canon occidental un prestigio mucho más relevante que Calderón, Cervantes, Galdós o Clarín. No nos extrañemos ante la ausencia del canon español de los textos de exilio. Al contrario, exploremos cómo el exilio se esconde en la trastienda de un legado histórico desconocido para el canon y de qué manera dichas falacias se proyectan sobre otras de nuestras intramemorias.

En consecuencia, los exilios, de la cultura de 1939 ante el nuevo milenio y su icono internáutico, se esconden en la falacia de lo que he llamado los interxilios, espacios fronterizos y contradictorios que Paul Ricoeur identifica como los intersticiales entre la ideología y la utopía. Ideología como proceso de distorsión o disimulo por el individuo o grupo que expresa su situación de desconocimiento histórico del exilio sin conocerla o reconocerla, atribuyendo sus contradicciones a la de otros olvidos -posmodernidad como cambio, olvido del pasado y transformación de la Galaxia Gutemberg en red virtual-, y por ello, legitimando un sistema de autoridad. Frente a ella, se encuentra la utopía del exilio, la cual se rodea de adeptos en la isla de ninguna parte, una esquizofrenia como construcción que ataca el poder pero que tiende a manifestarse como exterior en apariencia -foros universitarios-, ajena al destierro de la historia, por estrategia y por presión de la homogeneización de olvido. En estos hiatos se encuentran las falacias de los exilios, las de nuestros propios interexilios. Nuestra imaginación cultural «Sesenta años después» debe abonarse entre la paradoja de la posibilidad de la presencia del ninguna parte exiliado y la incapacidad de la ideología para concebir dicha presencia; en los espacios falaciosos de los exilios que quieren dejar de serlo pero que no pueden ser sin serlo: en las falacias de la «desolación de la quimera».



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ArribaAbajoMaría Martínez Sierra: feminismo y exilio

Aldo Blanco



Universidad de Wisconsin-Madison

En una carta desde Niza fechada en 1948, María Martínez Sierra le escribe a María Lacrampe, vieja amiga y compañera de lucha: «En fin, por el momento me tiene contenta haber vuelto a ver y poder trabajar que no me dejo entristecer demasiado por la situación paradójica en que me encuentro de haberme muerto en vida y tener que resucitar para seguir viviendo. Sería una novela sensacional, pero esa, precisamente, no la quiero escribir»471. Habiendo recuperado la vista después de una operación de cataratas en París, la infatigable escritora se ve inesperadamente en la necesidad de «resucitar» ya que en Octubre de 1947 había muerto en Madrid el hombre que había sido su marido y con él la firma con la cual había publicado y escenificado la casi totalidad de su obra desde 1898472. Fiel a su intachable palabra nunca escribió esa «novela sensacional». En cambio, lo que sí hizo fue escribir un volumen de memorias, Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración publicado en 1953473, que narra episodios de su vida literaria vivida junto a Gregorio Martínez Sierra. Este libro, junto con Una mujer por caminos de España, publicado en 1952, forman parte de un gran corpus de textos autobiográficos producidos por el exilio republicano de 1939. Sin embargo, nunca, o rara vez, se relaciona el nombre de María Martínez Sierra con el exilio republicano del 39. Muchas pueden ser las razones por las cuales no aparece su nombre entre las listas de los escritores, intelectuales y políticos que salieron de España al finalizar la guerra. Se puede deber a que no vivió los años de guerra en España ya que desempeñó cargos para el gobierno republicano en Bélgica y Suiza. O que no pasó por las mismas experiencias que otras exiliadas: separación de la familia, reubicación en pueblos del sur de Francia y viajes colectivos a México o Chile. Tampoco   —360→   parece haber formado parte de los núcleos socialistas en Francia aunque escribe artículos para Adelante, periódico del PSOE y de la UGT editado en Marsella, y para la revista Norte, editada en París. Pero quizás su ausencia de las narrativas sobre el exilio esté vinculada a la pregunta que ya hace tiempo planteó Monserrat Roig: «Cuando se habla del exilio, ¿quién se acuerda de la mujer exiliada?... En el mundo del exilio también ha ocupado el segundo lugar»474 A todas estas razones hemos de añadir el hecho de que ella misma eligió hacerse invisible tras el nombre de su marido que le sirvió de pseudónimo durante los largos años de su participación en la vida literaria española. En lo que siempre será la amarga ironía de su vida, el anonimato que ella tanto anheló como protección ha terminado borrando su figura y su obra de la historia.

En Gregorio y yo, sin embargo, por primera vez constata lo que para muchos de sus contemporáneos había sido un secreto a voces: que ella había sido la colaboradora de la obra firmada «Gregorio Martínez Sierra»475. Por medio de este libro se propone nuestra autora, finalmente, salir del anonimato público que ella misma había escogido desde los albores de su carrera literaria. Sin embargo, el que María Martínez Sierra rompiera su largo silencio acerca de lo que había sido indudablemente su verdadera contribución a la firma «Gregorio Martínez Sierra» y que explicara las razones que le habían llevado a adoptar el nombre de su marido como pseudónimo, no surtió el efecto deseado de «resucitarla» en tanto que se dio de bruces con un silencio que, irónicamente, ya no dependía de ella.

La censura se encargó, en un primer momento, de impedir que el público en España, que aún seguramente recordaría, entre otras, su obra más sonada, Canción de Cuna, leyera Gregorio y yo. Curiosamente, María, que había previsto la prohibición de su primer libro de memorias, Una mujer por caminos de España476, por tratarse de lo que ella misma llama «propaganda política», no podía -o no quería- imaginarse en 1949, cuando empezaba a pensar en el libro que sería Gregorio y yo, que no le sería posible publicarlo en España. Nuestra autora, que no abandonaría el deseo de publicar y escribir para la escena española hasta no verse definitivamente instalada en Buenos Aires en 1951, le escribe acerca de este segundo proyecto autobiográfico a su hermano Alejandro en Madrid que «[el] que más convendría para España es Horas serenas (Medio siglo de colaboración) porque en él no se trata más que de vida literaria sin política ni religión. Si verdaderamente están dispuestos a publicarle, en cuanto termine con España triste (título que se   —361→   vertiría en Una mujer por caminos de España, empezaré con él»477. A pesar de que, finalmente, publica Gregorio y yo en la editorial Gandesa, empresa literaria de los exiliados españoles en México, habiéndose dado cuenta de que su original intención de publicarlo en España es una imposibilidad, una incrédula María le pregunta a Alejandro todavía en 1954, si «[la] prohibición de vender Gregorio y yo, ¿es absoluta?478». Casi parece que María se resiste a aceptar una de las verdades del franquismo que tan bien hemos llegado a comprender: su obsesivo afán de intentar borrar las huellas culturales de todo aquello identificado con la República. Porque lo que no vio María -o una vez más no quiso ver- fue que a la percibida audacia de presentarse como «colaboradora» de un hombre de letras -como si a un escritor de la talla de Gregorio le hiciera falta una colaboradora- se sumaba también lo que ella, indudablemente, representaba para los censores de la primera posguerra. María Martínez Sierra había sido, al fin y al cabo, destacada militante del PSOE, diputada en Cortes por este mismo partido, activista feminista, y representante de la República en Suiza como Agregada Comercial del Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio entre 1936 y 1938. Si ella no se veía a sí misma desde una óptica política, los que habían de decidir su futuro literario dentro de España no estaban dispuestos a olvidar el significante lugar que había ocupado en los quehaceres políticos de la República. Cayó, entonces, sobre la figura de María y su obra, el silencio característico en que los vencedores sumieron a los vencidos.

Existían, sin embargo, fisuras en el muro de silencio y no se pudo borrar por completo la voz de María que había reaparecido con Gregorio y yo. Con la publicación de este libro comienza lo que será una larga controversia sobre la autoría de María. Si sus antiguos colaboradores que aún vivían en 1953 mantuvieron un silencio sepulcral acerca de la manera en que trabajaban Gregorio y María, no así sus varios amigos que compartieron con ella la vida literaria que narra en estas memorias o los que la conocieron de cerca durante la época en que compaginó su tarea literaria con una activa labor política. Quizás sea el crítico y escritor Pedro González Blanco, al que María llama «amigo fantástico» en Gregorio y yo y que en una carta a su muy querido compañero de partido, Ramón Lamoneda, describe como el mejor conocedor de su trabajo literario, el que más incondicionalmente apoya la narrativa de María como colaboradora de Gregorio llegando, incluso, a negar la autoría de Gregorio479.

Se zanjará en España esta desdichada controversia en 1987 con la publicación de Gregorio y María Martínez Sierra, crónica de una colaboración de Patricia W. O'Connor, en cuyo libro se puede leer, por primera vez, una selección de cartas autografiadas por Gregorio dirigidas a María en que éste le pide a su colaboradora textos originales o correcciones para las obras que él está montando en diferentes localidades de España y   —362→   Latinoamérica. Con las irrefutables pruebas que aporta O'Connor se desvela, finalmente, el «secreto» de la firma «Gregorio Martínez Sierra». Si María Martínez Sierra ha «resucitado» ahora para nosotros, nunca le fue posible volver a la escena española ya que no le fue posible desenmarañar las paradojas autoriales que ella misma había tejido en vida. Augusto Martínez Olmedilla en 1961 explica la razón por la cual se dio esta desafortunada situación:

«María Martínez Sierra hubiera querido reanudar su labor teatral. Pero no pudo, porque no la reconocían personalidad en el mundillo farandulero. Todos sabían que ella era la autora de las obras que firmó su marido; pero oficialmente no era nadie y no pudo romper el hielo para su reaparición en el ambiente donde había triunfado»480.



El que se haya centrado gran parte de la atención crítica sobre la cuestión de la autoría de María ha frenado, en cierta medida, el revisitar su obra con nuevas aproximaciones teóricas que quizás nos permitirían hacer frescas re-lecturas. Sin embargo, no por ello deja de ser significativa la controversia autorial en tanto que muestra la profunda resistencia de los hombres de letras a permitir la entrada de una escritora en ese feudo masculino que ha sido el parnaso literario español.

Si la controversia sobre la autoría de María acapara la atención crítica, también -pero en tono menor- se establece un debate acerca de su persona. En un gesto típico de vencedor, pero ya ante la imposibilidad de negar la autoría de nuestra escritora, Martínez Olmedilla en Arriba el telón expresa lo que suponemos fue la actitud de la cultura literaria franquista ante la figura de nuestra memorialista:

«Andando el tiempo se supo que, efectivamente, detrás de Martínez Sierra había otro escritor: su esposa María de la O Lejárraga, que por un complejo de modestia, abnegación y cariño prefería quedar en el anónimo. Mujer inteligentísima, de gran cultura y fina sensibilidad, por una aberración inconcebible, durante nuestras revueltas políticas tomó partido por los rojos más avanzados y manchó su historial de dulzura y serenidad predicando ideas disolventes en los agros andaluces y extremeños; proceder más absurdo, cuanto que vivía suntuosamente en un magnífico inmueble de la calle Génova, desde el cual lanzaba sus alegatos demoledores»481.



Obviamente ofendido por el rastrero ataque de Martínez Olmedilla, Indalecio Prieto, amigo político y compañero de partido de María, arremete contra el historiador de teatro al que llama «mezquino analizador» y defiende la integridad y honestidad de nuestra autora.

«Cualquier mortal -escribe Prieto en 1962- dotado de sentido común estimará que cuanto mayor sea el bienestar de una persona, más generosa resultará su consagración a los   —363→   humildes. Cosa distinta sería si ese bienestar o esa riqueza -caso de haberla y en María nunca la hubo- estuvieron logrados a costa de sudores y sufrimientos ajenos, y no con el trabajo propio que fue el único manantial de mi excelsa amiga»482.



Y en el ojo de este huracán está María que se mantiene en silencio durante la tormenta que gira en torno suyo. Hemos de suponer que no entra en las diversas controversias por haber ya presentado su versión de la vida literaria que llevó junto a Gregorio en su libro de memorias. Si hacia el final de su vida en algunas entrevistas celebradas en Buenos Aires cambia ligeramente su narrativa de «colaboración» dejando entrever que en gran medida había sido ella la autora de los textos, jamás sacará a relucir las cartas de Gregorio que sin duda hubieran sido las pruebas definitivas de su autoría. A diferencia de otra valiosa correspondencia que había dejado en Madrid, y que según ella «habrá servido de combustible algún crudo día de la guerra civil para cocer una cazuela de humildes sopas de ajo cuando no había a mano otra cosa que quemar»483, mantuvo siempre consigo las cartas de Gregorio en su largo peregrinaje de exiliada por tierras americanas. Ante este misterioso proceder, es posible especular que las guardara para dejar constancia ante la posteridad del lugar que ocupó en la obra escrita de «Gregorio Martínez Sierra» ya que nunca las utilizó en vida para sustanciar lo que escribe en Gregorio y yo, ni para conseguir los derechos de autor que reclamó después de la muerte de Gregorio.

El que María no hiciera públicas las pruebas que apoyaban la narrativa de colaboración elaborada en sus memorias literarias se debe, probablemente, a una combinación de razones complejas que son difíciles de desenredar pero que seguramente brotan del desarrollado sentido de fidelidad de una persona que fue siempre consecuente y honesta. Podríamos proponer que a un sentimiento de lealtad hacia Gregorio se une el no haberse querido traicionar a sí misma y a las decisiones que había tomado por muy desatinadas que resultaron ser: En Gregorio y yo no parece quererle ser infiel a la memoria, por muy revisionista que sea, de lo que recuerda fueron sus «horas serenas». Por otra parte tampoco sería raro que quisiera proteger la intimidad de una vida compartida con su marido a pesar de que su matrimonio se había venido abajo alrededor de 1922. Y tampoco habría que descontar un profundo sentido de pudor ante un mundo que, aunque parecía conocer los entresijos de su vida conyugal y literaria, cuán a menudo disfruta de la desdicha ajena. En un gesto que podríamos interpretar como estratégico, mantiene y elabora la ficción del matrimonio en gran medida y ante todo como colaboración literaria. Sin embargo, en una carta a su hermano Alejandro desde Niza en 1948 en un tono que se desmarca del tono sereno que utilizará en su libro de memorias, escribe:

«De que soy colaboradora en todas las obras no cabe la menor duda, primero porque es así, y después porque lo acredita el documento voluntariamente redactado y firmado por   —364→   Gregorio en presencia de testigos que aún viven y que dice expresamente: «Declaro para todos los efectos legales que todas mis obras están escritas en colaboración con mi mujer, Doña María de la O Lejárraga y García. Y para que conste firmo ésta en Madrid a catorce de abril de mil novecientos treinta». Además, aunque, después de esto, todo es superfluo, tengo numerosas cartas y telegramas que prueban no sólo mi colaboración sino que varias obras están escritas sólo por mí y que mi marido no tuvo otra participación en ellas que el deseo de que se escribiesen y el irme acusando recibo de ellas, acto por acto, según se los iba enviando a América o a España cuando yo viajaba por el extranjero. Las obras son de Gregorio y mías, todas, hasta las que he escrito yo sola, porque así es mi voluntad»484.



Hasta su muerte en 1974 se mantuvo fiel a la noción de «colaboración» que había establecido en Gregorio y yo a pesar de haber podido, en cualquier momento, sacar a relucir las cartas que hubieran callado a todos aquellos que intentaban borrar su autoría, apenas recuperada, como dramaturga y novelista.

Sin embargo, la noción de la colaboración en que ella tanto insistió se ha visto desplazada en los últimos años por la idea de que María fue, por encima de todo, la «negra» de Gregorio485. Es decir, que se ha elaborado una narrativa en la cual se ha creado una imagen de nuestra autora como víctima de la explotación literaria y amorosa de un Gregorio, que es caracterizado como «predator»486, dando pie a una representación de María que poco tiene que ver con previas representaciones de ella como lo fueron la de mujer casi viril o como la predicadora «roja» de Martínez de Olmedilla. Y así, por ejemplo, Andrés Trapiello en un reciente libro, al abordar lo que para él es uno de los «casos más anormales de nuestra literatura» -manera en que evalúa la relación entre María y Gregorio-, describe a la escritora como abnegada, musa de sí misma, alma grande, ser puro y desinteresada487. Inverosímilmente, Trapiello convierte a María en una especie de «ángel del hogar» decimonónico, codiciada figura de la mujer tradicional burguesa que la ideología de género sexual tanto exaltó y que María tanto combatió en sus ensayos feministas publicados entre 1916 y 1932. Esta interpretación de María se fundamenta, en parte, qué duda cabe, sobre la representación que se ha hecho de ella como víctima en tanto que se asume, equivocadamente, que el no resistir o combatir la victimización es una muestra de abnegación de un ser desinteresado.

Si toda biografía representa una hipótesis, en la versión de María-víctima nos encontramos con un personaje que, en el mejor de los casos, es incomprensible y, en el peor de ellos, adolece de un amor que raya en lo neurótico. Si no ¿cómo entender, se pregunta su biógrafa más ilustre, una «autoanulación» que duró hasta su muerte en tanto que nunca reclamó para sí la completa autoría de la obra de «Gregorio Martínez Sierra»? Se interpreta   —365→   su anonimato como escritora, pues, no como una estrategia que alivia una clara ansiedad sobre lo apropiado de su género sexual en el ámbito literario, sino que se explica por medio del amor, y más concretamente, a través de una de las muchas posibles variantes de la narrativa amorosa, el amor romántico. Según Antonina Rodrigo «en María las otras razones son pretextos, la verdadera motivación de su total entrega y renunciamiento en favor de Gregorio era el amor»488. Aunque Rodrigo nunca califica este supuesto amor de María como enfermizo, no le es necesario hacerlo ya que cuenta con nuestra propia incomprensión ante una relación tan poco ortodoxa que refuerza al proponer que «desde una óptica analítica del presente no es fácil comprender la pública anulación de María de la O»489. No tendríamos por qué desechar esta explicación de entrada, ya que el amor, como bien sabemos, puede crear una infinidad de trampas emocionales de las cuales es a menudo difícil salir; la historia está llena de amores poco convencionales. Basta aquí recordar la «incomprensible» defensa que hizo la demócrata judía Hannah Arendt de su antiguo amante Nazi, Martin Heidegger. No creo que exista la menor duda de que María estuvo profundamente enamorada de su marido. El tono cariñoso de gran parte de Gregorio y yo y de algunas comunicaciones privadas de nuestra autora comprueban este hecho biográfico. Por ejemplo, en un raro momento de gran intimidad reflexiona sobre lo que hemos de suponer fue su desengaño amoroso con Gregorio:

«Yo ahora -le escribe a María Lacrampe en 1948- estoy haciendo no examen sino recuerdo de mi vida porque quiero escribir un libro de memorias con el plausible fin de ganar un poco de dinero con una bonita obra de arte y al recorrer las horas pasadas siento rabia contra mí misma por las muchísimas que he desperdiciado en sufrir por amor: ahora que lo veo a la clara luz de la ancianidad490 veo que no valía la pena «esa pena insolente y mal nacida que no tiene consuelo ni medida». Claro es que como he seguido siempre el consejo de Goethe: «Si tienes un monstruo, escríbele». Tal vez a esa calamidad debo el haber escrito algunas cosas que no están mal del todo»491.



Pienso que, aunque no se pueden minimizar ni descontar las misteriosas razones del corazón, tendríamos que ir más allá de una explicación intimista con el fin de captar la complejidad de una escritora que vivió, amó y escribió en un mundo repleto de convenciones sociales que trazaban para la mujer comportamientos sumamente delimitantes ante los cuales, incluso las escritoras más rebeldes, tuvieron que elaborar creativas estrategias -el uso del pseudónimo y el travestismo, por ejemplo- para bregar con ellas. En una cultura en que ser hija, esposa y madre eran los únicos papeles apropiados para la mujer, el matrimonio, por ejemplo, era la principal relación social que acordaba a la mujer respetabilidad social ya que   —366→   dentro de él la mujer estaba bajo la tutela, simbólica y real, de su marido. Dada esta realidad, era prácticamente imposible que una mujer se pensara a sí misma fuera del matrimonio. Sin embargo, es legítimo preguntamos por qué María no se divorció de Gregorio en 1931 cuando las Cortes republicanas legislaron el divorcio por primera vez en la historia de España, ya que de haberse descasado se hubiera «liberado» de una relación que la explotaba emocional, literaria y económicamente. Ella misma había escrito críticamente acerca de esta relación social en uno de sus ensayos feministas titulado Maternidad, y la había clasificado -siguiendo la pauta de John Stuart Mill- como una institución esclavista. Como respuesta a esta interrogante, creo, podríamos especular que al tener 57 años en 1931, escribir como lo hacía con un nombre sonado, y al necesitar la respetabilidad moral y social como mujer para ser efectiva en el escenario público de la política, resulta lógico que se resistiera a este cambio de estatus social que le hubiera arrebatado, seguramente, el respeto de una sociedad profundamente conservadora en el ámbito moral. Se hubiera convertido en una mujer divorciada lo cual equivalía a ser una mujer transgresora y, como tal, peligrosa. De hecho, hasta hace muy poco -hagamos memoria- la mujer divorciada era estigmatizada por la sociedad española.

A su vez me parece útil reflexionar sobre nuestros propios sentimientos y, quizás, admitir que el deseo de interpretar a María como víctima de Gregorio surge de nuestra resistencia a aceptar el que María escogiera escudarse detrás de una figura masculina acomodándose dentro del anonimato con el fin de resguardarse del mundo literario. El que eligiera protegerse no tiene por qué ser un indicio de debilidad, sino más bien puede interpretarse como una estrategia vivencial que le permitió intervenir en el mundo de las letras que, como bien sabemos, era sumamente hostil hacia sus escritoras. Recordemos aquí las palabras de Leopoldo Alas que hacen eco de la que fue la actitud de muchos escritores de la época acerca de sus compañeras de profesión, que sin duda conocería María cuando empezó a publicar en los últimos años del siglo diecinueve:

«La mujer-escribe el autor de La Regenta- que se hace médica o telegrafista para vivir con independencia y acaso para dar su corazón por amor y no por una posición, es la mujer más digna de alabanza, pero la que recurre a las letras de molde para llenar el alma de vana gloria es ni más ni menos (y eso cuando lo es) la mulier formosa superne de Horacio; y digo cuando lo es, porque las literatas, salvadas honrosas excepciones ni siquiera superne son hermosas y desde el moño a los talones parecen caballos o peces»492.



Si leemos el anonimato de María a través de este tipo de funestos pronunciamientos, que fueron mucho más extendidos de lo que nos gustaría admitir, adquiere nuevos significados y nos lleva a hacer análisis en los cuales el contexto cultural es tomado como un elemento que marca y da forma a una expresión individual. Por lo tanto la narrativa acomodaticia de María de ningún modo debería detractar de su lucidez teórica feminista ni de la importante labor que llevó a cabo para educar a las mujeres de España organizando, entre   —367→   otros el Lyceum Club, la Asociación Femenina de Educación Cívica o como «propagandista» socialista por los caminos de España.

Entre 1949 y 1952 nuestra autora dedicó la mayor parte de su energía creativa a la escritura de sus dos obras de memorias, Una mujer por caminos de España y Gregorio y yo, que serán publicados con el nombre que utilizará el resto de su vida como escritora: María Martínez Sierra. No nos ha de sorprender que escogiera este género literario ya que como acertadamente ha escrito Francisco Caudet en Hipótesis sobre el exilio republicano de 1939, «la literatura, convertida en expresión de la traumática experiencia de haber perdido las raíces, se sirvió, en efecto, profusamente de la memoria, un mecanismo o artificio generador de estructuras discursivas, en cualesquiera de los géneros y modalidades»493. El que haya escrito dos textos autobiográficos organizados alrededor de dos temáticas muy diferentes -su vida como propagandista socialista y su vida literaria- ha dado pie a una curiosa escisión en las biografías o los apuntes biográficos escritos acerca de ella, ya que sus biógrafos, siguiendo su propia división entre lo político y lo literario, también separan estas dos vertientes de su vida, cuando, de hecho, estuvieron estrechamente entrelazadas, por lo menos, desde la segunda década del siglo. Aunque dejaremos para futuros biógrafos el arduo trabajo de reconstruir una vida en la cual las inquietudes sociales y políticas de María estaban vinculadas y daban forma a su producción literaria, cabe resaltar que la misma separación que ella establece, a pesar de haber sido dictada por los editores, muestra su incomodidad con la narrativa autobiográfica tradicional. Ni en Una mujer por caminos de España ni en Gregorio y yo se acomoda a las leyes internas del género. Si en Una mujer rechaza el que su sujeto narrante sea el eje de su narración y que la vida individual de ésta sea su principal temática al proponer que «paso de ser protagonista de mi propio vivir a espectadora del vivir ajeno»494, en Gregorio y yo utiliza la fragmentación como estrategia narrativa que, como veremos, le impide narrar el desenvolvimiento del yo narrativo, la manera clásica en la cual el yo autobiográfico recuenta su vida. En este texto se intercalan lo que se podría llamar una galería de retratos y breves descripciones de sus obras predilectas con diversas narrativas de colaboración y, por lo menos, una historia matrimonial. Los relatos de colaboración y la historia de un matrimonio funcionan, aquí, como metanarrativas en tanto que son meditaciones sobre dos temas que, como sabemos, dieron forma a su vida: la colaboración y el matrimonio. Presenta la colaboración como una actividad típica del mundo artístico en el que se movía y recuenta la historia matrimonial de la pareja de Helen y Harley Granville Barker, traductores británicos de su obra al inglés, como ejemplo de las dificultades y vicisitudes de esta relación social. Desplaza, entonces, la problemática privada de su colaboración y matrimonio con Gregorio en un intento de despersonalizarla y enmarcarla dentro de temáticas más amplias y, por lo tanto, menos íntimas.

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Es posible argumentar que la estructura fragmentada de Gregorio y yo se originara en su malogrado plan de editar las obras completas de «Gregorio Martínez Sierra» en la editorial Aguilar poco después de la muerte de Gregorio. Cuando aún existía en 1947 la posibilidad de hacer esta edición, María esboza el proyecto del siguiente modo:

«He pensado -si las limitaciones actuales de papel lo consienten- que no sólo el primer tomo sino todos los demás y especialmente los de teatro pueden llevar cada uno un Comentario especie de historial y autocrítica que bien pudiera ser interesante puesto que esta labor de cuarenta años está naturalmente influida y condicionada por toda la vida literaria, teatral y artística de este medio siglo y puesto que, estando en su mayoría compuesta y escrita durante continuos viajes por tantas y tantas tierras, al poner el «material» en orden, por fuerza han de surgir recuerdos de nuestras emociones que pueden tener interés y dar cierta ilusión al lector siempre remiso a afrontar la tarea de echarse al cuerpo una temerosa edición de obras completas»495.



Sin embargo, también podríamos sugerir que la fragmentación textual expresa una resistencia a crear una narrativa para su vida en la cual se van eslabonando causas y efectos de un vivir, requisitos de la autobiografía tradicional, eludiendo, de este modo, el tener que darles sentido a sus acciones dentro de un relato totalizador de su vida. Si explica las razones por las cuales no escribió con su nombre, la historia de su matrimonio con Gregorio es el gran silencio de esta obra. Y, si añadimos a esta lectura las palabras que le escribe a María Lacrampe en que le confiesa «la rabia contra mí misma por las muchísimas [horas] que he desperdiciado en sufrir por amor», resultan más claras las razones por las cuales escogió esta estrategia narrativa para Gregorio y yo. Pero -y siempre parece haber un pero cuando se piensa y escribe sobre María Martínez Sierra- también hemos de tomar en consideración la escasez de narrativas autobiográficas que estaban disponibles para la mujer, y más aún, para la mujer española. Dentro de una cultura literaria en la cual la autobiografía no parece haber sido uno de los géneros más cultivados, probablemente por su percibida falta de pudor, el que una escritora hiciera gala de su producción literaria podría interpretarse como un gesto falto de modestia, siendo ésta uno de los atributos más codiciados de la mujer respetable. Irónicamente y a pesar de que nuestra autora insistiera en la colaboración con su marido, Gregorio y yo fue tachado de ser un texto «desprovisto de buen tono, y aun de buen gusto»496. Al componer un texto fragmentado en el que, a pesar de existir un sujeto narrante no se hace hincapié sobre el desarrollo de su persona sino que se recuenta la colectividad del mundo artístico del que ella forma parte, María Martínez Sierra posiblemente se imaginó que se resguardaría de las críticas que, sin embargo, cayeron sobre ella. Vista esta estrategia narrativa desde el punto de vista de la experiencia del exilio que vivió a partir de 1950, podríamos decir   —369→   que este texto reproduce lo que para Angelina Muñiz-Huberman son las características del exiliado que «se enfrenta a un nuevo aprendizaje y, lo más grave, a una fragmentación de la identidad. Se empeña en afirmar el pasado en la continuidad del momento presente. Convierte el presente en una acumulación rememorativa de hechos y datos ya vividos»497.

En el último capítulo de Gregorio y yo, María vuelve sobre una vieja imagen que le ha acompañado por lo menos desde 1932: la de verse desvinculada de aquello que la rodea y «como espectadora del vivir ajeno». Ahora, sin embargo, el objeto de su mirada se convierte en ella misma.

«Siempre he asistido -escribe- como espectadora a mis propios conflictos y gracias a un peculiar desdoblamiento todas mis actividades me parecen ejecutadas por otra persona. Por lo cual, como un conflicto ajeno tiene importancia relativa para el que desde fuera le está mirando, nunca he tomado demasiado en serio -aunque de veras me hayan dolido o regocijado- ni mis penas ni mis alegrías; las unas no han logrado jamás hundirme en desesperación, ni las otras embriagarme; soy mi propio espejo y mi propio fantasma; sé, lo he sabido siempre, que todo pasa y que de todo he de salir por misericordiosas puertas de la muerte»498.



Aceptemos, por el momento, esta descripción que hace de sí misma en tanto que parece darnos la clave del modo en que hemos de leer -o haber leído ya que la cita se encuentra en el último capítulo- Gregorio y yo. Explicaría el aparente tono de ecuanimidad y serenidad que permea las memorias reconstruidas en el texto no solamente con respecto a su relación con Gregorio sino, también, con aquellos amigos y colaboradores con los cuales hubo una desgarradora ruptura, entre otros, Manuel de Falla. Sin embargo, Gregorio y yo es un texto que continuamente se desborda -o está a punto de desbordarse- a sí mismo en su propuesta de narrar las horas serenas ya que en él podemos leer los grandes esfuerzos que hace la narradora para contener la emoción que de vez en cuando irrumpe en el texto, haciendo añicos la quieta superficie de la narrativa. Es significativo que nuestra autora se sintiera atraída por la obra de Antoine de Saint-Exupéry, poeta del viento, la arena y las estrellas, que leyó en sus horas de profunda soledad en una Niza ocupada por los nazis e incomunicada de sus amigos que habían ya partido al destierro mexicano. En varias cartas a su amiga María Lacrampe, presa en las cárceles franquistas, le recomienda la lectura de este escritor: «A mí me gusta muchísimo este autor, porque escribe exactamente lo mismo que yo con una emoción contenida, como si le diera vergüenza sentirla, pero no lo pudiese remediar»499. También le dice que el autor de Terres des hommes tiene un «espíritu muy semejante y estilo muy parecido [al mío], sobre todo en el modo de expresar la emoción escondiéndola y frenándola un poquito»500.

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La aparente serenidad de Gregorio y yo se logra por medio de tres estrategias narrativas inestables y, finalmente, insostenibles: contener, esconder y frenar. La imposibilidad de reprimir la emoción aparece, por ejemplo, en la narración de su relación con Falla, colaborador de El amor brujo y El sombrero de tres picos a la vez que confidente de María en las tristes cuestiones del corazón. Para enmarcar su amistad con su querido «don Manué» cuenta al principio de sus memorias que: «Más de una vez, más de dos y tres veces, se ha repetido para mí una extraña experiencia: un amigo que compartía nuestra vida con asiduidad que casi parecía cariño, de repente, dejaba de llamar a nuestra puerta. Yo, asombrada, rebuscaba el motivo posible en dolido examen de conciencia, y no encontraba dolo de que acusarme»501.

Sin embargo, en el capítulo dedicado a Falla acusamos un cambio de tono harto revelador al describir la figura del músico gaditano:

«¡Cuántas obsesiones [...] cuántos temores incomprensibles le han atormentado! ¡Cuántas angustias pensando en que pudiera huir la inspiración, en que pudiera perderse la salud! ¡Cuánto escrúpulo de conciencia sin razón ni motivo! ¡Cuántas dolorosas indecisiones hasta en la determinación más baladí de la vida corriente [...] hasta en la hora propicia para tomar un baño o para mudarse de ropa! Todo era para él conflicto y angustia, todo era en él duda dolorosa. De ahí, tal vez, su intransigente voluntad de afirmar y afirmarse, la dureza de su fe, la exigencia celosa de sus afectos, la violencia con que rechazaba toda contradicción, la crudeza inverosímil con que defendía un absurdo si cuadraba con el deseo de su alma. Católico voluntariosamente convencido, su adhesión a los dogmas era violenta como un puñetazo. Antisemita radical, sacábale de quicio la idea de que Cristo pudiera ser judío... Esta morbosa violencia suya se exacerbaba especialmente frente a las mujeres. Y ello contrastaba con la galantería ultrarrefinada que solía emplear en el trato con la «dulce mitad» -según los hombres- del género humano»502.



Aquí la filósofa contemplativa del «dejar correr» se transforma en una narradora emotiva que a duras penas puede contener sus sentimientos encontrados hacia Falla que, como notamos, van en crescendo durante la descripción de su antiguo colaborador y amigo. Resalta la intransigencia y la violencia de Falla con un lenguaje asimismo vehemente que se desmarca, momentáneamente, del tono sereno que intenta imprimir en el resto de la obra. Pero, al proseguir con el largo recuento de su labor conjunta, parece frenarse y nos narra con ecuanimidad su versión del incidente que originó la desavenencia de los Martínez Sierra con Falla y la consiguiente ruptura de su colaboración. A modo de conclusión, a la vez que menciona que nunca volvió a ver a Falla, le lanza un reproche: «él, tan católico, no supo perdonar agravios que nunca existieron sino en su imaginación ni aplacar su cólera sin sentido con el recuerdo de las horas   —371→   serenas»503. Este reproche funciona aquí como una severa crítica y también como la articulación de la premisa sobre la cual intentará sustentar estas memorias. Para nuestra autora la rememoración de las buenas horas puede -y más aún debe- ahuyentar los malos momentos. La ambivalencia textual de María con respecto a Falla, que se registra por medio de los cambios de tono narrativo, sin embargo no será singular en Gregorio y yo. Es, más bien, característica de este texto que no solamente es un libro de memorias, sino también una narrativa de duelo en la cual la meditación acerca de la pérdida de amigos queridos ocupa un lugar central. No nos ha de sorprender, por lo tanto, la ambivalencia de María en tanto que según Freud en el Malestar de la cultura, «la pérdida del objeto erótico constituye una excelente ocasión para hacer surgir la ambivalencia de las relaciones amorosas»504. De ningún modo quisiera dar a entender aquí que Falla fue el «objeto erótico» de María. Más bien pienso que el gran cariño que le tuvo María a Falla en cierto momento de su vida los vinculó con una profundidad análoga a la de una «relación amorosa».

Quisiera proponer aquí que Gregorio y yo es el viaje narrativo de María Martínez Sierra a través de la aflicción ocasionada por varias pérdidas entre las cuales tres de ellas marcan este texto profundamente: la pérdida del marido, la de la firma «Gregorio Martínez Sierra» y la de su patria. Aunque Freud nos recuerda que el duelo es un estado pasajero, a diferencia de la melancolía, María escribe este libro cuando aún está atravesando la aflicción desencadenada por estas múltiples pérdidas. Si, como veremos, al cerrarse la narración el duelo por Gregorio y por «Gregorio Martínez Sierra» está tocando a su fin, no ocurre lo mismo con la pérdida de su país ya que nuestra autora no se habrá todavía reconciliado con ella. La pérdida de la patria aparecerá por primera vez en el último capítulo y está escrita ya no en clave de duelo, sino en el registro de la melancolía.

En cuanto a la pérdida de Gregorio, la narración sigue la trayectoria característica del duelo; en un primer momento «el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos del sujeto», según la caracterización de Freud, hasta que, finalmente, la afligida corta su vínculo emocional con el objeto que ha dejado de existir. Y así en el capítulo primero titulado «Horas serenas» la narradora explica que quiere mantener viva la memoria de Gregorio,en tanto que es él el «otro nombre de nuestro "yo"»505 en lo que notamos es una visión harto simbiótica de su relación de pareja en la cual parece haber internalizado al otro hasta tal punto que no es distinguible de su propio «yo». Con la desaparición de Gregorio, entonces, corre ella el mismo riesgo de perderse a sí misma. Sin embargo, notamos que se vislumbra un principio de separación de su objeto amado cuando plantea que «acaso aquella compenetración inefable no fuera tan total como creíamos. Tal vez, hasta cuando se sueña la meta del soñar es diferente. Quizás cuando tú vas soñando pan y leche y miel, el otro va anhelando oro y laureles»506. Esta reflexión inicial, que revela su gran duda acerca de la posibilidad   —372→   de que pueda existir realmente una identificación entre dos seres humanos, incluso en el amor, al final del texto se transforma en una evaluación del amor categóricamente negativa cuando a modo axiomático escribe que «la relación de amor es lucha en la cual no cabe compasión para el adversario»507. El movimiento que encontramos entre su meditación inicial y la tajante formulación con la que cierra este libro registra, en mi opinión, el trabajo psíquico del duelo que ha ido haciendo en el transcurso de su escritura de Gregorio y yo. La simbiosis se ha convertido en lucha, y el «otro nombre de nuestro yo» ha llegado a ser su adversario. Existe, pues, para la narradora una distancia con el que fue su marido. La entrevelada ambivalencia que notamos al principio del texto se ha trastocado en lo que fue la realidad de su matrimonio.

La melancolía del exilio irrumpe en el texto, como hemos mencionado ya, en el capítulo final que tiene por título, «En la otra orilla», uno de los topoi más repetidos en la literatura del exilio. El que así sea está íntimamente vinculado al proceso de creación de Gregorio y yo. Comienza a escribir este libro cuando aún vive en Niza, ciudad que fue su segunda residencia desde los años 20 ya que mantuvo en la Costa Azul diversas casas a las cuales acudía para escribir y también para evitar los desapacibles inviernos madrileños que le resultaban insoportables. Durante la guerra María Martínez Sierra vivió fuera de España en tanto que fue representante de la República en Suiza y Bélgica. En 1938, por razones de salud, dejó Bélgica, en la cual había organizado colonias para niños refugiados y se volvió a instalar en Niza hasta que terminara la contienda. A diferencia de sus amigos más cercanos del PSOE, María no se planteó ante la derrota de la República partir hacia México por diversas razones, principalmente personales, entre las cuales una era el que estaba a cargo de una hermana enferma. Decide emigrar a América en 1950 cuando ve la imposibilidad de mantenerse económicamente en la Francia de posguerra y también, posiblemente, al haberse dado cuenta, como tantos otros refugiados, ante el acercamiento de Estados Unidos al régimen de Franco, que no volverá a España. Al embarcar en el Saturnia en Génova rumbo a Nueva York, primera parada de lo que será su largo viaje por tierras americanas que incluirá estancias en Tempe, Arizona, Los Ángeles y México D.F., ya ha empezado a escribir Gregorio y yo que concluirá varios años más tarde en Buenos Aires. Es importante notar que cuando comienza este libro de memorias aún no ha pensado en la posibilidad de desterrarse y, al haber vivido tantos años de su vida en Niza, es posible que no se sintiera como refugiada en Francia a pesar de encontrarse objetivamente en esa condición. La realidad del exilio sólo se le hará patente al establecerse en la capital argentina. Es por esto que no se acusa en Gregorio y yo la melancolía típica de la exiliada hasta el final del libro, una vez instalada en Buenos Aires. El viaje psíquico del duelo, entonces, se yuxtapone al viaje real que la lleva hacia el exilio del que no ha de volver. Si puede remontarse a la aflicción de la pérdida de personas queridas, el exilio será la causa del desencadenamiento de la melancolía cuando María, finalmente, acusa la pérdida de su país. A diferencia de otros exiliados que, en palabras de José Pascual Buxó «rememoraban las horas   —373→   de desdicha con el mismo orgullo con que hubieran celebrado una victoria»508, María es incapaz de contener y frenar su melancolía y opta por acallar su angustiada narrativa escondiéndose en un abrupto final:

«Me detengo. Este repasar viejas memorias se va transformando de gozo en angustia. A fuerza de evocar sombras -casi todo lo que fue mi vida ha desaparecido- antójaseme que soy una sombra también. No seguiré. No puedo seguir. No quiero seguir. Cierto, la memoria es arca sellada y mágica: una vez entreabierta, deja escapar recuerdos inagotables, pero ¿vale la pena?»509.



La infatigable optimista, sin embargo, no puede dejar a sus lectores también sumidos en la melancolía, así es que en las últimas líneas de Gregorio y yo se pregunta lo siguiente: «No ando lejos de pensar que la muerte es sólo un descanso temporal de espíritu. Pero ahí está el enigma: ¿Cuánto tiempo necesitará el alma para descansar de una vida?»510. Pienso que la contestación al enigma se encuentra en la recuperación de la obra de María Martínez Sierra y, en particular, de este importante libro de memorias que, sin duda, debería entrar a formar parte de la literatura del exilio. Ya ha descansado su alma lo suficiente y es hora que resucite. De hecho, la editorial Pre-textos re-editará Gregorio y yo en próximas fechas. Por primera vez el público español en España podrá oír la voz y leer la magnífica prosa memorialista de la que fue, sin lugar a dudas, la dramaturga más destacada de principios de siglo.



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ArribaAbajoEl exilio de 1939 como realidad histórica y metáfora literaria

Anthony N. Zahareas



Universidad de Minnesota

A José (Pepe) Esteban


I. En torno al «Exilio literario»

No se ha dado este título a los contenidos de la ponencia por una decisión arbitraria, sino porque la reciprocidad entre el exilio pasado de 1939 y el presente de los exiliados ha de constituir la base sobre la cual se puede edificar el edificio teórico y práctico del llamado exilio literario. Si abrimos varias de las obras que tratan del exilio de 1939 advertimos en ellas, ante todo, dos circunstancias: primero, se concentran en una realidad histórica, la de la guerra civil española que, al final, acabó en el masivo exilio de los vencidos; segundo, los hechos fundamentales de aquel exilio histórico (por ejemplo, la derrota, las huidas, las fronteras, los campos de concentración, los viajes inseguros de la diáspora y, en general, las nuevas realidades de las «vidas truncadas») se han convertido en metáforas literarias de los exilios en general. Uno de los peligros comunes en la utilización del término «exilio literario» es el de su doble contenido: designa a la vez las diversas literaturas testimoniales sobre la historia concreta del exilio y la historia del exilio que yace tras estas literaturas. Las metáforas literarias se confunden, así, con las realidades históricas.

El exilio de 1939 ha ocurrido dos veces. La primera era única: durante días, semanas y meses varios republicanos, bajo presión de los vencedores nacionalistas, abandonaron a España para instalarse, sin país fijo, en varios lugares del extranjero -mayormente Inglaterra y Francia, la Unión Soviética y USA, México y el Caribe o Argentina-. En su tiempo, «1939» fue contemporáneo: ocurrió sólo una vez con un antes, un durante y un después y sobre todo con graves consecuencias tanto nacionales como personales. La segunda vez ha sido múltiple: desde 1939 en adelante hasta hoy día (culminándose quizás en varias muertes como la de Alberti) el exilio del '39 durante 60 años y por medio de la prensa, radio, TV, cine, novelas, artículos, teatro, conferencias y libros, el exilio sufrido por los vencidos se ha narrado, analizado, explicado, interpretado, clasificado, evaluado e incluso criticado o pasado por alto. Las historias testimoniales del exilio se ocupan de pasados históricos   —376→   en movimiento: no solamente de relaciones estáticas sino más bien de funcionamientos fluctuantes llenos de tensiones y contradicciones.

Los exilios se cifran en la expulsión: en el brusco cambio desconcertante de un modo de vida a otro. Parecidos estados transitorios a raíz de echar a varios ciudadanos de su lugar provocan crisis personales. Los efectos causados por las expulsiones se deben mayormente a motivos políticos pero al mismo tiempo se han dado en llamar «alienación», «alteridad», «otherness», «enajenación», etc. Hace mucho que se han integrado al campo de los «derechos humanos». El destierro en sí también equivale psicológicamente a apartarse de sí, sentirse «otro» o incluso «estigmatizado» por excluido y rechazado. El trasfondo histórico-legendario de los exilios u ostracismos es inmenso: los echados de Edén, la expulsión de Caín, la condena de Sócrates o el exilio de Arístides, el destierro del Cid, la diáspora de los judíos, el aislamiento de Napoleón, entre otros, hasta los continuos exilios del siglo XX y los de hoy día. La variedad de testimonios sobre los exilios, además de las diversas etiquetas que se apegan a los exiliados, ofrecen un saco donde caben las cuestiones palpitantes respecto a las relaciones problemáticas entre el «individuo» y el «estado»: escepticismos, dilemas, neurosis, desadaptaciones, destiempos, responsabilidad moral, miedos, indignaciones éticas, deseos de volver, nostalgias, venganzas y, sobre todo, la oscilación entre la desesperanza y la voluntad.

Varios discursos sobre el exilio por los exiliados mismos tocan el problema angustioso de verse excluidos dos veces; primero por exiliados y luego por ser excluidos de las historias: ¿cómo se hace la historia no sólo de los exilios sino de cada una de las muchas víctimas de ellos? El miedo de la exclusión yace a través de todo el exilio literario de 1939.


«España que perdimos
no nos pierdas».



Por el medio retórico del «apóstrofe» las palabras dirigidas a España con vehemencia pertenecen a la voz poética del exiliado Pedro Garfias: nacido en 1901, poeta y amigo de los de la generación de 1927, aficionado a los surrealistas por su libre juego de las formas. Integró su rebelión estética al compromiso político. Participó en la guerra civil y con otros republicanos se vio entre los defensores de ciudades. En 1939 pasó la frontera a Francia, de ahí a Inglaterra (donde compuso «Eaton Hastings») y por fin acabó en México donde vivió. Ahí trabajó hasta morir en 1967. No volvió a ver su patria.

Su historia es paralela a la de muchos exiliados -Masip, Alberti, Aub, Ayala, Sender-. Privado del lugar donde vivía, las palabras acongojadas del expatriado poeta de tono casi profético se dirigen desde lejos de España a una España ya lejana, para rogar que su patria, ni real ni metafóricamente, abandone a sus ya abandonados. De modo modélico, Pedro Garfias (aquí sin ultraísmos) va al grano: toca el problema histórico del exilio del '39 desde el ángulo artificioso de unos versos. Su voz poética es solamente una entre otras representativas que en su conjunto hacen el exilio literario: todos hablan de su exilio personal como una realidad histórica más de la guerra civil española y a la vez como metáfora de la condición enajenada del exiliado.

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No todas las obras del exilio literario ni los autores exiliados son iguales. Fijémonos en la variedad de gente de letras entre los exiliados -políticos, poetas, arquitectos, científicos, periodistas, historiadores, cineastas, médicos, profesores, entre muchos-. El problema medular para ellos es la representación histórico-metafórica del exilio, articulada desde el exilio, a raíz de la traumática guerra civil. En esto, las metáforas literarias del exilio están sumamente mediatizadas en su relación con la realidad histórica del exilio del '39 y, de hecho, en otro sentido, son parte íntegra de esa realidad histórica. Las contradicciones del exilio entre metáforas y testimonios tienen significación porque ellas plantean, en general, los problemas historiográficos de cómo se hacen los exilios literarios y, en concreto, cómo se han hecho diversas versiones del «exilio literario del '39». No siempre se han resuelto estos problemas pero son destacados en las mismas manifestaciones de las contradicciones que yacen en el exilio literario. Corren paralelamente el plano de historias y el plano de las representaciones sobre estas historias.

El pasado del exilio del '39 es por definición ya pasado. No es renovable. Se confunde el exilio histórico de 1939 con todo lo que, desde hace 60 años, nos ha sido transmitido. En el mejor de los casos -cuando existe documentación- se pueden verificar los hechos de exilios, no las interpretaciones de ellos. El problema se plantea, pues, en los términos planteados por historiadores: ¿de qué manera razonar sobre la materia del 1939, en la que, excepto por medio de retrospecciones, no se puede intervenir experimentalmente? Es la pregunta que habían de afrontar casi todos los que se han ocupado del exilio -histórico, literario o los dos-. Todos los exiliados son parte del presente, en tanto que los materiales del exilio pertenecen al pasado. Tanto la interpretación como la selección y ordenación de los datos son consecuencia del proceso continuo de interacción entre los autores y los hechos del exilio literario. Se trata del clásico diálogo sin fin entre el presente y el pasado.

En las observaciones que siguen sobre la problemática del exilio literario las historias del exilio español se han ampliado para incluir en ellas obras estrictamente literarias: no sólo las de los exiliados sino también las ficciones escritas por españoles que se quedaron dentro de España y que cultivaron otro tipo de exilio, el exilio interior y por tanto metafórico. El alcance crítico del funcionamiento histórico del exilio literario, como realidad y metáfora, puede ampliarse considerablemente mediante el intento de construir poco a poco una visión y comprensión global de todos los exilios literarios, tanto fuera como dentro de España.

Importa revisar primero ciertos problemas historiográficos del exilio literario del '39 mediante el análisis de varios géneros diferentes y a la luz de ellos examinar tres novelas de tres autores diferentes: el exiliado R. J. Sender, fuera de España; el victorioso C. J. Cela, dentro de España; y la catalana Ana María Matute, dentro y fuera. Las tres novelas son representativas de cómo dentro de España, de modos distintos y paralelos, se cultivaban ficciones sobre exilios interiores. En 1942, a raíz del exilio, el Pascual Duarte de Cela se presenta en su confesión como un alienado de su familia, o sea, exiliado de sus dos familias, la biológica y, metafóricamente, la nacional; en 1956-57, en pleno franquismo, la adolescente Matia de A. M. Matute, debido a la guerra, se presenta como enajenada de su   —378→   familia y más tarde, debido a una canallada, de sí misma; y en 1960 el cura del pueblo de R. Sender, Mosén Millán, se presenta en su monólogo interior durante la misa como alienado de nada menos que su iglesia. Los tres autores han escrito pura ficción; las tres novelas se presentan por el medio narrativo de primera persona; el pasado de las tres obras es la guerra civil y el exilio; si las tres fechas de publicación son 1942, 1957 y 1960, las fechas internas son de los principios de la guerra civil, es decir, tienen algo que ver con las causas del exilio del '39.

La estructura pseudo-autobiográfica de estas novelas sirve para captar momentos históricos. Es un saludable recuerdo: aunque pura invención, la literatura de exilios puede ser el producto más sumamente mediatizado de los productos culturales en su relación con las bases históricas de la guerra civil que causaron el exilio. Porque, en otro sentido, la literatura de los exiliados o las ficciones sobre ellos, por ficticias que fueran, son también parte de esa base histórica. Por eso la ilustración concreta de casos particulares puede conducir a una teoría más viable y a una discusión más inclusiva de los exiliados del '39.




II. Diversas representaciones del exilio: historia y ficción

A los sesenta años del final de la guerra civil el «exilio literario» consiste en muchas representaciones de varios hechos históricos del exilio -fijémonos al respecto en los géneros de «testimonio», «cartas», «diarios», «poemas», «novelas», «historias», «documentales», etc.... Las historias y metáforas del exilio son inseparables; han funcionado como mutuamente necesarias y complementarias, aunque, en sí, «realidad» y «ficción» son los dos factores que hacen papeles opuestos dentro de la historia. El problema de qué es lo primero, la historia del exilio o las metáforas sobre ello, es como el del huevo y la gallina: ya se le trate como cuestión historiográfica o estructural de comunicación, no es fácil formular soluciones que, de una u otra forma, no suelan plantear contradicciones o afirmaciones parciales. Lo que tienen en común es que los dos procesos dan por sentada la selección provisional de los hechos de exilio y ciertas actitudes a la luz de las cuales se ha llevado a cabo dicha selección. En ambos casos, tanto la interpretación como la ordenación de los datos seleccionados sufren cambios debido a la necesidad de transmitir para comunicar y a la reciprocidad entre pasados históricos y actitudes presentes.


Teatro

Tomemos como ejemplo inicial de cómo un dramaturgo, desde dentro de la España franquista, trató la compleja crisis del «exilio interior» de los españoles vencidos desde el ángulo estético de una pieza dramática.

VICENTE.-  Es cierto, padre. Me empujaban. Y yo no quise bajar. Les abandoné. Y la niña murió por mi culpa. Yo también era un niño y la vida humana no valía nada entonces...   —379→   En la guerra habían muerto cientos de miles de personas... Pero ¿quién puede terminar con las canalladas en un mundo canalla?

EL PADRE.-  Yo.

VICENTE.-  ¿Qué?

EL PADRE.-  No subas al tren.

VICENTE.-  Ya lo hice padre.

EL PADRE.-  Tú no subirás al tren.



Es el desenlace de El Tragaluz, por A. Buero Vallejo (1969), que en el momento culminante de la pieza resalta los conflictos de la familia: acto seguido los espectadores presenciaron el asesinato violento del hijo, Vicente. Su padre, loco, le clava muchas veces las tijeras bajo el ruido insoportable del tren. Al parecer éste había causado la muerte de su hermanita durante los días caóticos del fin de la guerra y al confesar ahora su culpa, muere en manos del padre.

El desenlace aquí plantea por medio de los personajes cuestiones de ética, psicología o política. Se aclaran varios interrogantes respecto al exilio literario. 1) Como republicano, el dramaturgo sufrió el exilio dentro de su patria; tuvo que vivir bajo los vencedores pues él era de los vencidos que, por una razón u otra, no se exiliaron. 2) El Tragaluz proyecta un escenario en las tablas que se convierte en metáfora de los apartados; no fue compuesto como documento histórico, sino como ficción dramática; los contenidos, personajes, diálogos, conflictos, temáticas, traumas personales y desenlace dependen de conocidas técnicas de producción teatral. Es casi arte dramático puro y simple. 3) Los tres protagonistas del semisótano (de ahí «tragaluz») son en uno u otro grado metafórico «exiliados» dentro de Madrid; sufren la enajenación interior de la locura, de la culpa, de la alienación social, es decir, fuera de sí, ellos ya no son ellos mismos ni su país es como antes su país. 4) Todos los conflictos dentro de la familia echan raíces en las ruinas de la guerra civil; las dos realidades de tiempo y espacio -el esfuerzo de tomar el tren antes y el escenario del semisótano de ahora- son las metáforas por medio de las cuales los personajes se identifican, cada uno a su manera, con su exilio interior. 5) Estas técnicas artificiales de proyectar símbolos de la alienación causada por la realidad de «vencidos» y «vencedores» implican una serie de relaciones socio-políticas entre el republicano Buero Vallejo y, desde 1967 en adelante, sus diversos públicos.

Ahora bien, tanto el escenario del semisótano como el ruido del tren que se oye desde el sótano se refieren a la historia de la guerra civil y los exilios causados por ella. Como si los fantasmas de la guerra civil hubieran vuelto a dominar la vida cotidiana de la familia española del sótano: el padre loco, enajenado de su familia, juega con las tijeras; los dos hijos, uno vencedor otro vencido, alienados el uno del otro. No saldría clara la situación ficticia de El tragaluz (como por ejemplo, la locura del padre, la culpa del hijo exitoso entre los vencedores, la angustia del otro hijo que se niega a colaborar con ellos) sin los factores históricos que yacen tras las metáforas del tren y semisótano.

El dramaturgo inventó unos personajes, les dio papeles de víctimas de la guerra, y proyectó varias metáforas de alienación a la luz de ellos. Impuso dos planos de conciencia   —380→   sobre lo que ocurre en la pieza. Está el plano de la realidad manifestado por tomar o no tomar el tren, la muerte de la hija, la vida sórdida en el semisótano, las tijeras del padre y éstas clavadas por él en las espaldas del hijo. En su conjunto, estas situaciones dramáticas destapan de manera abrupta la caja de realidades históricas sobre el conflicto nacional. Pero está, paralelamente, el plano de las imágenes sobre estas realidades, es decir, metáforas de tener o no éxito, de acabar siendo víctima, del exilio interior, de las razones de las locuras, de sufrir complejos de culpabilidad, y otros factores psicológicos. Tan distanciados y a la vez complementarios están estos dos planos de la representación dramática que el exilio interior del semisótano con «tragaluz» integra, sobre el escenario teatral, las realidades históricas de la posguerra con las metáforas literarias del arte dramático: los años posteriores a la derrota republicana causaron en muchos españoles y durante muchos años un exilio interior que, según testimonios, fue tan sombrío como el de 1939. El estado de alienación en la ficción dramática de El Tragaluz se ha cargado del contenido histórico político de la guerra civil y el exilio causado por ella.

La estructura dramática de la pieza es, eso sí, puro artificio, pero mediante el arte simbólico de alusión manifiesta toda una realidad histórica: la trama se ve desde el prisma del futuro. Lo que nos hace ver las cosas en el escenario diferentes a lo que son se ha realizado por una pareja de científicos, Él y Ella. Son personajes de un tiempo futuro sin precisar, distanciados y por tanto se supone que históricamente objetivos. El auditorio observa en el presente de 1969 las consecuencias devastadoras de una familia exiliada dentro de su país. Necesariamente, hay que distinguir entre dos clases de exilio y esta distinción es aplicable de una manera u otra a todo el exilio literario.

Una es la realidad histórica del conflicto violento entre 1936 y 1939 y en particular la emigración masiva de los republicanos que, vencidos y expatriados, sufrieron las inseguridades de adaptarse a nuevas vidas. Estas experiencias pasadas son históricamente verificables. Dentro de esta realidad aparecen, retrospectivamente, varias representaciones literarias del exilio histórico. Estas experiencias tanto mnemónicas como imaginarias no son reales en el sentido en que lo eran las experiencias verificables del exilio. El exilio literario depende de representaciones las cuales, como todos los artefactos literarios, están bien ensayadas; los hechos reales del exilio histórico, presumiblemente, no estaban ensayados. Con todo, desde el punto de vista de la llamada «ilusión de la realidad histórica», los exilios literarios apelan al sentido de la realidad histórica. Pero, solamente en la medida en que haya una clara conciencia historiográfica: de que el exilio literario español, 60 años después, es un conjunto de «elaboraciones secundarias» y que trata de la realidad histórica de cómo se hace «literatura» a base del exilio histórico de 1939. De cómo se han montado varias estructuras del exilio literario.




Testimonios

Como contraste al género teatral aparece el monólogo dialogado típico de los testimonios. Varias de las Cartas a un español emigrado de Paulino Masip (ed. de M.ª Teresa   —381→   González de Garay) tratan de la guerra civil española que causó el masivo exilio de los vencidos. Las materias de aquel exilio histórico destacan la necesidad urgente de aprender a adaptarse a las nuevas condiciones del exilio.

«Eres un español emigrado... Eres emigrado político. Además no has salido de España por afán de aventura personal sino que te han echado en compañía de algunos centenares de miles de compatriotas (I) ... el país donde vives refugiado; otra lejana, lejanísima en el tiempo, en el espacio, pero más cercana a tu corazón. España, es decir, la España y los españoles que están allá al otro lado del mar (V)... Lo más hondo, sincero, radical que hay en ti, amigo mío, es tu deseo de volver a España... ¿Qué harás en la [encrucijada] de ahora? (V)... Te encuentras en un país que habla tu misma lengua, tiene costumbres parecidas a las tuyas y te ahorra la más penosa de todas las sensaciones del exilio, la de la extranjería, esa angustia casi orgánica de sentirse ajeno, distinto, hostil al paisaje y a los hombres que te rodean (VII)».



Son fragmentos sacados de las ocho cartas escritas por Paulino Masip en la primavera de 1939 primero «mientras viajaba por barco» con otros exiliados hacia México y luego en México, donde fueron publicadas. A través de las ocho cartas habla el exiliado en primera persona como si estuviera en continuo diálogo con un «desconocido amigo» imaginario: ve reflejadas en él «con exactitud de espejo» sus propias angustias y preocupaciones de un español republicano que acababa de sufrir la violenta guerra civil que a su vez produjo el exilio para él y otros compatriotas. Mediante el conocido género «epistolar» pretende dialogar con «otro» compatriota más bien imaginario como si se hablara a sí mismo.

El procedimiento literario de las cartas imaginarias es fingir una continua conversación por escrito. Mediante el lugar común de un interlocutor inventado, el autor exiliado transmite a varios lectores su actitud hacia las rupturas violentas causadas por dos tragedias: la derrota definitiva de la violenta guerra civil y la enajenación angustiosa de un exilio lleno de incertidumbres. La realidad histórica de un exiliado entre miles aquí se ha manifestado, gracias al género literario de las «cartas», en la metáfora de la «extranjería», del destierro alienador que suelen sufrir todos los refugiados. He aquí cómo se hace el exilio literario de 1939. Las experiencias verdaderas del exiliado histórico, Paulino Masip, se han expuesto como un monólogo «imaginario» en el cual el autor hace el doble papel de hablar y aconsejar. La técnica literaria de «epístola» logra una «perspectiva» de actitud realista: de cómo poder aceptar «los trágicos hechos de la guerra civil» y cómo debido a ellos cultivar la voluntad de vivir en el extranjero. El factor literario del exilio histórico nos obliga a los lectores, 60 años después, a distinguir entre las experiencias del autor como verdadera tragedia personal y esas mismas experiencias como metáfora literaria de la vida del exilio.

No es arriesgado interpretar, a base de la estructura de las Cartas, la función histórico simbólica de casi todos los autorretratos de exilio: si el exiliado, como escritor de cartas, arregla e interpreta las desgracias de su exilio según su situación de autor, entonces el actual status exiliado del escritor de las cartas es el factor que determina su conciencia de   —382→   autobiógrafo. Divorciar el presente del exilio de su pasado en España sería ir contra el sentido literal de los testimonios de exilio narrados por los exiliados mismos. No es por tanto la conciencia del exiliado el único factor que determina la representación de varios consejos del escritor Masip al emigrado; su ser socio-político como autor, a raíz de haber sido expulsado (recuérdese que comenzó las cartas en el barco hacia México), es lo que determina su conciencia. Por eso el narrador de un testimonio de exilio no es puro narrador: parte de una situación que ha sido el resultado directo de su vida de compromisos políticos que a su vez han acabado en su exilio y el de miles de otros. De ahí el afán estético de convertir a un emigrante anónimo en el caso paradigmático de los exiliados españoles.




Poesía

Masip parte de la técnica perspectivista de cartas fingidas: el pretendido parentesco entre el emigrado imaginario de las cartas y todos los republicanos exiliados constituye la base sobre la cual logra proyectar una clara conciencia de la crisis de una derrota devastadora para comprender, con serenidad y responsabilidad, la necesidad de adaptarse a otra vida nueva. El diálogo imaginario de las cartas entre exiliados se representa como si fuera un verdadero caso urgente mientras que los hechos de los documentales, por verídicos que fueran, suelen estructurarse con las conocidas técnicas o retóricas de la literatura. Los parentescos entre historia y ficción en el caso del exilio literario se repiten en dos casos opuestos: el de la poesía lírica y el de los documentales históricos. Por ejemplo, el caso lírico de Odiseo (México, 1953). Es título del poema del exiliado catalán, Agustí Bartra, poeta y traductor. Publicó su poema primero en catalán y después en castellano. Es una más de las innumerables evocaciones del Ulises homérico: el caso del errante y exiliado de su tierra por excelencia, se encarna en el caso actual del exiliado español de 1939:

«... al identificarme humanamente con él [Odiseo]... los diez años de errabundeo de Ulises, terminada su guerra, coincidían, casi día por día, con mis diez años de exilio».


La real «odisea» contemporánea ocurre dentro de la mítica odisea homérica. El término «odisea» tiene diversos niveles de acepción. Aquí el poeta, desde la distante tierra de México, elabora la especificidad de la nostalgia por el luminoso Mediterráneo. En la elaboración secundaria de la épica de Homero, se encuentran simultáneamente dos factores opuestos: las condiciones del exiliado español como figura histórica y las del errabundo griego como figura mítica. Como antes Masip se identificó mentalmente con el imaginario emigrado, así de modo análogo Bartra se identifica con las vicisitudes del mítico Ulises. Es bien conocido este artificio poético de la alusión: el poeta Bartra convierte la odisea clásica en la metáfora del exilio, como si fuera la experiencia actual del exiliado español que, al barajar dos sentidos contrarios -uno sobre otro- debe ser entendida doblemente. Por extensión, las dos realidades que provienen del doble funcionamiento del Odiseo español moderno son los años sufridos por el héroe mítico al empeñarse en volver a su isla de   —383→   Ítaca y los mismos años sufridos por el exiliado histórico «día por día» debido a su añoranza por las costas de España. La técnica poética de alusión es puro artificio literario y como tal corresponde a las circunstancias históricas del exilio del '39. El poema se presenta a la vez como autorretrato lírico y documento testimonial. Se trata de una solución metafórica del problema histórico del exilio. Si la Odisea de Homero es una ilusión mítica de realidades del exilio, el Odiseo de Bartra es la realidad histórica de los exilios míticos.

Parecida interacción de situaciones metafóricas e históricas es fundamental para el exilio literario del '39: en el caso del poeta catalán, por ejemplo, al aludir a la secuencia de situaciones míticas (como por ejemplo, el desastre de Troya, los sobrevivientes griegos, el deseo de volver a la patria, el expatriado héroe, verse privado del regreso, la tragedia de varios compañeros, las aventuras peligrosas, hacerse al mar, llegadas a islas y puertos, graves tormentos, el camino a Ítaca, etc.) el poeta proyecta, simultáneamente, todo lo que es histórico de su vida (como la guerra civil, la derrota devastadora, la expulsión de los republicanos sobrevivientes, la nueva vida de exilios, los emigrados políticos, el deseo de volver a España, la memoria viva de la costa catalana, las islas y el mar, etc.). Como en otros ejemplos del exilio literario, se ha forjado una mutua dependencia de historia y ficción.

Recuérdese que, dada su habilidad para enfrentarse a los obstáculos del mundo real de su interminable exilio, sea Ulises quizás el héroe antiguo más moderno (C. García Gual). El poeta español, a los diez años de su exilio, se convierte metafóricamente en el descendiente del mítico Ulises para mejor destacar su historia como exiliado español. Conecta su exilio histórico con el mítico de Ulises para destacar su inmensa nostalgia por los lugares marinos de su patria levantina. Se entretejen en el exilio literario de Agustí Bartra las islas helénicas y las costas de su patria. Cuanto más añora a Cataluña más distante se siente de su Mediterráneo. De ahí la proliferación de paisajes, muchos más que en el poema de Homero:

«... en la distante tierra de México la nostalgia del Mediterráneo se le ha vuelto un escenario fantasmagórico y luminoso: la luz de las playas / el sol y el mar azul / los árboles -el pino y el ciprés, la higuera y el olivo, la palmera y el laurel, / la vid con sus frutos-: todo junto a los remos, las barcas, las arenas y los muros blancos...».


(C. García Gual)                


El exilio épico se ha convertido en la nostalgia lírica del exiliado moderno. La pena odiseica de verse ausente de la patria y la nostalgia por lo suyo equivale a tener plena conciencia de las consecuencias actuales del exilio histórico. La odisea mítica se ha de leer de acuerdo con las condiciones históricas del exilio español que a su vez han producido el «odiseo» moderno, un ejemplo más del exilio literario del '39: Bartra, como poeta exiliado, considera de qué manera el exiliado se presenta y presenta su nostalgia ante otros, en las situaciones de exilio corriente, en qué forma guía la impresión que sus lectores han de formar de Ulises, y qué tipo de mitos odiseicos corresponden a su condición histórica de exiliado. El poema es modelo de cómo el puro lirismo íntimo de una nostalgia personal aquí depende totalmente de los factores históricos de las causas y efectos de la derrota republicana de 1939.



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Documentales

El caso opuesto a la poesía es el documental de 1984, The Spanish Civil War (La guerra civil española). En seis capítulos de fotomontaje, la BBC montó innumerables elementos dispersos de la guerra y el exilio en un documento histórico. Es impresionante por la capacidad de montar todos los diversos detalles del conflicto en un proceso narrativo que oscila entre el pasado y el presente: los antecedentes de la crisis; los éxitos y fallos de la República; el Frente Popular; la rebelión nacionalista; la irrupción de la guerra; el bombardeo de Guernica; los europeos; los movimientos fascistas; las batallas y violencias; las brigadas internacionales; anarquistas vs. comunistas; los miles de refugiados; las huidas a Francia; y así por el estilo de todo lo documentable. La técnica fílmica consiste en arreglar diversos hechos en tipos de actos, situaciones, personajes representativos de los bandos políticos, incluso sus medios y fines. Los motivos políticos proporcionan alguna clase de «causas y efectos» a casi todo lo que ocurrió antes del exilio. Además, a través de las seis densas horas de montaje fílmico se plantean las ideas políticas, valores sociales, sentimientos nacionales y corrientes ideológicas que, al explicar qué sucede y cómo, logran interconectar, bajo el prisma de cierta visión trágica, todos los contenidos históricos y motivos políticos de vencidos y vencedores. Se ha realizado una representación histórica de la guerra, desde los comienzos y la situación europea antes de la guerra mundial hasta el exilio de los vencidos, haciendo esquemas de las formas en que el conflicto cambiaba tal como cambiaba la historia europea en la que el futuro de España había hundido sus raíces.

Ha causado admiración poder representar tanto material en poco tiempo. El conjunto es a la vez: coherente, gracias a la perspectiva que logra abarcar los diversos aspectos del conflicto; total, por incorporar a esta perspectiva todos los detalles de la diversa realidad histórica; y finalmente, flexible, ya que a través de todo el montaje se destacan los cambios y contradicciones de la tragedia nacional. Y he aquí otra vez más el problema de integrar historias y metáforas. La perspectiva del documental histórico depende de un ángulo formal desde el cual los dos ingredientes contradictorios del montaje -las materias históricas y la transmisión formal de ellas- generan y dependen las unas de la otra. Este proceso de montar una historia, por una parte, supone omisiones a la vez que compresiones pero, por otra, da a las materias históricas una coherencia y continuidad:

«No pudo ser sino la guerra civil»

It could only be the civil war»).



Con una música ominosa detrás, se oyen en voz baja casi de susurro los comentarios del narrador inglés (que no español) salpicados de la inevitabilidad trágica del conflicto: se da por sentado el hecho de que no pudo evitarse el desastre general ni la derrota de los liberales, ni el exilio histórico. Las densas materias históricas del documental, al montarse, se basan en el ilusionismo de las metáforas de tragedia: de la totalidad del conjunto de elementos históricos (yuxtapuestos como en un paquete de azúcar) se han estructurado y   —385→   transmitido varios acontecimientos según una organización dramática del conjunto. Bien, pero sin ilusiones: es esta organización metafórica por historiadores ingleses la que determina la función que desempeña cada elemento de la historia española seleccionado dentro de la totalidad. «1936-39» se ha convertido por el arte cinematográfico en un montaje artificial de la realidad histórica.

Ahora bien, el desenlace fue, porque así tuvo que ser, el exilio. Tanto el artificio poético del Odiseo del exiliado Bartra como el montaje de la BBC son productos estéticos que, no obstante, ayudan a establecer juicios de carácter histórico. Son las reglas del proceso historiográfico entre historia y ficción: de que cualquier historia del exilio se ocupa de varios pasados -sean históricos o de ficción-. Para que estos pasados de diversos actos, situaciones, personajes y motivos se transmitan para comunicar algo sobre el exilio es necesario poder expresar las relaciones internas (como en el caso del documental BBC) a través de un esquema de estructura. Así que «el exilio literario de 1939», al retrohacer la memoria de un pasado de 60 años, sólo es inteligible a través de sus estructuras. El exilio literario comporta representaciones de la guerra civil, mensajes sobre la intolerancia, sentimientos de marginación y nostalgia, imágenes de la vida enajenada, señales de deslealtad, cambios de idea, etc., pero estos elementos de retrospección histórica considerados aisladamente no hacen ni documentales ni literatura. Es su sistema técnico de narrar, su modo de montar y así integrar las retrospecciones con una perspectiva lo que les da sentido.

El exilio literario representa ya una acumulación de características que al adaptarse en épocas diferentes se han repetido. Estas repeticiones y adaptaciones han otorgado al exilio todo un «canon»: debido a la continuidad, el exilio literario representa «automáticamente» una acumulación simbólica (o «modélica») de rasgos comunes que a su vez han generado «expectativas» respecto al desarrollo interno de todo discurso sobre el 1939 -incluso los de varios congresos-. El exilio de 1939, pese a nuevos documentos, relecturas, revalorizaciones e interpretaciones histórica y políticamente «correctas», no se nos ha venido en 1999 con sorpresas radicales. Las expectativas del público se han generado desde los orígenes hasta los diversos desenlaces. El exilio literario de '39 es exilio literario porque se ha institucionalizado.

La inevitabilidad es el aspecto de la documentación que, dentro del montaje histórico cohesiona todos los acontecimientos dispares y episódicos. Los elementos diversos de la estructura cinematográfica y todas las partes del conjunto sobre los españoles fueron organizadas por unos ingleses, un equipo de coleccionistas, escritores, historiadores, expertos, cineastas, fotógrafos, el arte cinematográfico de «cut and stitch» (cortar e hilvanar), con música sombría sobre algo que ya pasó y que es representado por unos extranjeros después del final del conflicto y desde muchas perspectivas: 1) los españoles que ahora hablan de la España en conflicto disponen una serie de interpretaciones claves pero conflictivas; 2) varios documentos fueron sacados antes por cámara, es decir, «en el acto» lo que equivale a una serie de «shots» o fotos de momentos críticos; 3) la organización del conjunto es un vaivén entre tres factores: narración, documentos y comentarios.

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Lo que se plantea en todo tipo de historias y literaturas sobre el exilio republicano de 1939 (sobre todo a través del prisma historiográfico de «retrospección») es que en la España de la guerra civil, dados los hilos de las condiciones históricas, en sí, nada de lo que sucedió a los diversos exiliados tuvo que ser de la forma en que sucedió pero, en cambio, sólo ciertas experiencias podrían ocurrirles, y de hecho así ocurrieron. No se sabe si el objeto de historiografía respecto al exilio pueda concebirse independientemente de cierto determinismo. El ejército republicano, más valeroso que eficaz, fue sorprendido y con poco o inadecuado equipaje militar tuvo que elegir entre la retirada o la derrota. Barcelona cayó el 26 de enero de 1939. Para febrero llegaba a su fin la campaña militar. Casi medio millón de refugiados entraban día tras día en Francia mientras el gobierno de Negrín se refugió en Valencia. La ocupación de Madrid por las tropas de Franco ocurrió en el 28 de marzo. Fin de la guerra -«la guérre est finie»-. El final de la guerra inició el exilio y con ello los campos de concentración y la dispersión. Y poco a poco el exilio histórico dio lugar, en el sentido amplio de la palabra, al exilio literario. No sólo fuera sino también dentro de España.

Un caso paralelo de exilio es el documental sobre ciertos americanos que, al regresar a su país después de luchar voluntariamente al lado de la República, se sintieron exiliados dentro de su país.

«It was a good fight. A just one. We lost.

You lose the «good fight».

(Era una lucha buena y justa. Hemos perdido.

Es que se pierde la «buena lucha»).



Habla uno de los voluntarios americanos que, por haber ayudado a los exiliados españoles, acabaron ya ellos mismos exiliados en USA. The Good Fight es un documental conmovedor: los sobrevivientes representan la historia de 3.200 hombres y mujeres de la «Brigada Lincoln»; gente ordinaria como estibadores, enfermeras, maestros, sindicalistas, conductores de ambulancias. Les motivó a todos la política americana de no intervenir en el conflicto: «estos eran mis hermanos», «luchando contra el fascismo», «put up or shut up», dicen varios. El documental se hizo mediante diversos documentos en archivos y diversas entrevistas con los sobrevivientes. Lo que se destaca durante el fílmico movimiento alternativo entre datos del pasado y razonamientos del presente son ciertos idealismos que, hoy día, «parecen imposiblemente heroicos»; eran jóvenes, sin ninguna experiencia militar y tampoco con una idea de lo que les esperaba en España que, pese a las adversidades, se alistaron y, sufrieron terribles bajas. Cincuenta años después no se ha disminuido ni su fe ni su entusiasmo por aquella «buena lucha» al lado de la causa republicana. La lucha vio lenta y devastadora de 1936-39 se ha convertido en la metáfora de la «lucha buena». De ahí el título del documental.

Los dos documentales como todas las obras del exilio literario (sean novelas, piezas de teatro, poesías, testimonios, historias, películas, ensayos, artículos o críticas), sólo son inteligibles   —387→   a través de su estructura. El «arte documental» también depende de ciertas técnicas de producción artística. Ciertos modos de cinematografía, dirección, ángulos de cámara, usos de color, proceso de editar, representación de personas, yuxtaposición y montaje, etc., implican artificio, algo hecho por arte. Las técnicas artísticas por medio de las cuales se transmiten documentos históricos dependen de cómo se han adaptado y elaborado no sólo las materias del conflicto sino también los medios de comunicación. Cada uno de los momentos en los documentales es una composición: consta, por un lado, de la metáfora de una lucha inevitable y, por otro, de una serie de episodios y escenas en torno a la metáfora. Esta segunda es la parte documentada y está segmentada en representaciones desiguales, cada una de las cuales representa un episodio o un momento en la historia del conflicto y el exilio. A veces estos segmentos están dispuestos en un orden cronológico pero otras veces retroceden o se adelantan, así que se les impone a los espectadores en qué orden o incluso desorden deben ser vistos los acontecimientos del conflicto. De ninguna manera se trata de una acumulación espontánea de distintas imágenes; se trata más bien de una representación bien hilvanada.

Tras el arte documental yacen varias ideologías. Es habitual ver las ideologías del exilio literario como un conjunto de creencias sobre la condición humana y la sociedad española. Tales creencias pueden ser más o menos generales pero, en un documental, por objetivo que fuera, pueden proveer un marco dentro del cual el documentalista entiende y participa en el conflicto que está haciendo: las ideologías entran en los documentales históricos soterradamente, en las imágenes y el montaje mismo de ellas. Por tanto, por una parte, los fundamentos ideológicos de un documental sobre la guerra civil no siempre aparecen claramente porque no se identifican por sí mismos, más bien se han integrado de forma clandestina entre los valores, las descripciones, el tono de la narración, los argumentos, las apologías, los mitos, los puntos de vista o ángulos de representar, las voces narrativas, las preguntas de entrevistas, etc. Por otra parte, las ideologías (sobre todo el modo de forjar representaciones imaginarias de las razones-de-ser de un conflicto y exilio considerados «inevitables») están a nuestra disposición a través de los documentales.




Testimonios

Para resumir la problemática de historia-ficción, vale referirnos a un testimonio de las últimas manifestaciones del exilio literario.

«Allí estaba en harapo todo el pueblo español: los artesanos, los maestros, los poetas, los músicos, los cantantes, los fanáticos y los demócratas, los sabios, los escritores, unidos a los carpinteros, a los albañiles y a los campesinos».



Estas palabras constituyen la base sobre la cual el «exilio literario» manifiesta dos estructuras: una, las experiencias traumáticas del exilio, vividas antes pero ahora recordadas por el mismo exiliado sobreviviente, aquí el «trasterrado» Eulalio Ferrer Rodríguez   —388→   (Páginas del Exilio, 1999); la otra es el discurso escrito -y publicado- de esas experiencias, es decir, el texto de memorias episódicamente narradas como testimonio literario de otro exiliado más hecho escritor. Este testimonio literaturizado (como todos los discursos que constituyen el «exilio literario») es paradigmático: depende de retóricas, estrategias, modos de descripción, de proyectar imágenes y hasta incorpora las jerigonzas sacadas de manuales. La realidad histórica de 1939 se ha trasformado en las sin fin metáforas literarias del exilio literario; los hechos de la historia del exilio y las metáforas literarias a base de ellos, aunque opuestos, se son mutuamente complementarios.

Unas breves observaciones al respecto. Primero: las literaturas del exilio '39 pueden ser artefactos, productos artísticos de la conciencia social, de la alienación cara a cara con los derechos humanos, una visión de «aquel infierno» de diáspora o campos de concentración; pero son también letras publicadas, parte de la industria de producir libros para el consumo de una variedad de públicos. Es importante: los autores quieren ser leídos para que el exilio del '39 entre en la conciencia de otros. Segundo: el arte del exilio literario, por metafórica que saliera la representación del exilio histórico, es una forma de testimonio histórico el cual determina las funciones de la metáfora literaria. Es un saludable recuerdo de que el exilio literario es más que un objeto que deba ser analizado sólo académicamente. Las obras del exilio literario se han estructurado de acuerdo con las condiciones políticas que determinaron la estructura metafórica de cada uno de los testimonios. Tercero: la manera metafórica de captar el exilio histórico del '39 plantea para los lectores una doble experiencia: analizar históricamente unas memorias de experiencias de refugiados sin olvidarse de que son lo que son -memorias, y por tanto metáforas literarias-. He aquí la lección del exilio literario: nos ayuda a distinguir entre «exilio histórico» y «exilio literario» y, a la vez, apreciar, en el nivel literario del exilio, tanto la función histórica de las metáforas literarias que han facilitado esa distinción histórica como el proceso metafórico de las historiografías del exilio.

«Exilio literario» se ha incorporado así a la historiografía y por tanto a varios géneros de mitografía. ¿Cómo? Una transformación empezó a apoderarse de todos los acontecimientos del fin de la guerra y el comienzo del exilio desde el momento en que ocurrían. Incluso en los casos de atentos observadores (Orwell, Malraux, Hemingway, etc.) no pudo evitarse una cierta selección, la cual, además, estaba determinada por factores psicológicos no siempre relevantes o por meros accidentes de interés y atención. Poco a poco la totalidad de los acontecimientos históricos se desmoronaba y se hundía cada vez más en el pasado: todo lo que ha quedado del exilio entre tantos detalles de la «diáspora» republicana pasó a la custodia de la imperfecta memoria humana. Y, claro, la imaginación, al adueñarse de los hechos del exilio, empezó a reconstruirlo mediante otros fragmentos como, por ejemplo, los efectos acumulativos de la tradición oral.

Así es como se han formado varias representaciones imaginarias de la realidad histórica del exilio. Los hechos se convertían en leyendas y las leyendas en mitos. Los hechos del exilio se han desconectado: se han desprendido de sus raíces en el tiempo y espacio, y se han convertido en una serie de historias -documentales, testimoniales, políticas, sociales, psicológicas- de los años a partir de 1939. Son respecto al exilio literario bastante diferentes   —389→   de las de 1999. En torno a las ideas, valores y sentimientos por medio de los cuales varios personajes del exilio literario se han enfrentado al exilio histórico, ¿se acercan para nosotros más a las del pasado, del '39, o a las de ahora, 60 años después? Por eso vale ahora, mediante tres novelas, aproximarnos a otro grupo de normas: aquellas que se articulan adentro del texto propio. Pascual Duarte, Primera Memoria y Réquiem no son documentarios del exilio. Tal vez el campesino marginado de Cela, la adolescente enajenada de Matute, y el cura del pueblo exiliado de Sender existen en el mundo ficticio de las novelas no para establecer normas familiares sino para provocar en los lectores matices del exilio o los exiliados. Se trata de soluciones puramente estéticas para problemas auténticamente históricos.






III. La función histórica de los exilios metafóricos

Si los exilios son ya en sí un tema complejo, las metáforas literarias sobre ellos, uno de sus capítulos, no lo son menos. Las tres novelas son pura ficción: las tres se narran en primera persona y el pasado recordado es claramente la guerra civil y el exilio. Las tres fechas de publicación son 1942, 1957 y 1960, pero las fechas internas corresponden a los principios de la guerra civil, es decir, a las causas del exilio del '39. La estructura «pseudo-autobiográfica» capta momentos históricos. El proceso literario es el de metaforizar historias. En 1942, a los tres años del exilio, el Pascual Duarte de Cela se presenta en su vida (escrita antes de ser ejecutado por los nacionalistas) como «alienado» o sea, «exiliado» de sus dos familias, la biológica y, metafóricamente, la nacional. No era, dice, de los afortunados:

«Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chamberas».



En 1956-57, en pleno franquismo y durante la guerra fría la adolescente Matia de A. M. Matute se presenta en su Primera Memoria dos veces exiliada, primero, debido a la guerra dentro de su familia y más tarde alienada de sí misma por haber cometido una traición:

«Temblaba, pero era mayor el frío que tenía dentro... porque sólo había una voz que me sacudía: «¡Cobarde, traidora, cobarde!».



En 1960 el cura del pueblo de R. J. Sender, Mosén Millán, se presenta en su monólogo interior como alienado de su propio Réquiem religioso:

«Desde la sacristía, Mosén Millán recordaba la horrible confusión de aquellos días, y se sentía atribulado y confuso».



Se pueden destacar cuatro problemas teóricos y prácticos en estas novelas sobre el exilio literario: uno consiste en las correspondencias indirectas entre situaciones fictivas de literatura y realidades históricas; segundo, las relaciones sutiles entre cada una de las tres   —390→   obras y las elaboraciones de fuentes puramente literarias; tercero, las relaciones con todas las manifestaciones estéticas de arte y cultura -como por ejemplo las diversas técnicas de la primera persona, del «yo»-. Por fin, las relaciones internas entre los contenidos ficticos de obras (Pascual Duarte, Primera Memoria y Réquiem) y la perspectiva forjada para transmitir al público lector dichos contenidas. Se plantea un problema fundamental: ¿cómo tratar, de acuerdo con el exilio histórico, los problemas particulares de literatura que plantea cada una de las obras a su manera? Sobre todo, si el mundo ficticio no es siempre idéntico al mundo histórico a que se refiere. Aunque el mundo histórico del exilio del '39 nos puede ayudar a entender ese mundo ficticio, no es siempre el instrumento mejor calibrado para comprender e interpretar, por ejemplo, la familia de Pascual, la conciencia del religioso, Mosén Millán, o la adolescencia de Matia. El caso, que es demasiado obvio desde muchas perspectivas para explicarlo extensamente, es demasiado importante para no declararlo: si la función general del exilio literario se refiere a situaciones históricas, la función histórica de un texto literario particular, por el contrario, debe referirse concretamente, entre otras cosas, a fechas, épocas, modos de comunicación y, forzosamente, a las condiciones socio-históricas bajo las cuales las tres novelas fueron publicadas y leídas.

El exilio interno y personal de un pobre campesino condenado a morir por asesino político; una adolescente condenada a vivir con la memoria de traidora, lo que le muerde en la sangre; y un cura condenado a sufrir la mala conciencia de los traidores: en su conjunto las tres situaciones inventadas constituyen la base sobre la cual pueden forjarse casos paralelos de exilios interiores a la luz de los problemas históricos del exilio literario del '39. Ahora bien, las conexiones de estas tres novelas con el exilio no se evidencian de forma inmediata. Pero si es un error limitar el exilio literario a los expatriados es debido a que el exilio como metáfora jugó un papel importante en la historia de varios tipos de exiliados españoles. Por ejemplo, estas tres novelas, entre otras, forman parte de un conjunto de las ideas políticas, valores culturales y sentimientos existenciales por medio de los cuales los tres protagonistas, «interiormente exiliados», se enfrentaron a la sociedad franquista en sus diversas etapas. Se escribían novelas durante el franquismo (1942-1960) cuando al mismo tiempo, fuera de España, se escribía la mayor parte del exilio literario -desconocido o en descrédito dentro de España-. Varias de las ideas, valores y sentimientos respecto al exilio español de 1939 hoy están accesibles en las literaturas sobre el exilio escritas tanto fuera como dentro de España. Comprender los exilios como metáforas es comprender más completa y profundamente el exilio histórico de 1939 a la luz del presente, 60 años después.

Los breves comentarios que siguen no pretenden suplantar lo mucho que se ha escrito sobre las tres novelas. El objetivo es destacar la problemática del exilio metafórico de cada una de las novelas de acuerdo con las cuestiones planteadas en la sección II.


La familia de Pascual Duarte

El estallido del conflicto violento hizo necesario que los intelectuales españoles tomasen actitudes políticas. Así sucedió con el último escritor español en ganar el Premio Nobel de   —391→   Literatura. Camilo José Cela se hallaba entre los vencedores de la guerra cuando en 1942 salió la novela que llegó a ser la más importante de la posguerra. La familia de Pascual Duarte se narra en una forma de «confesión»: desde 1942 en adelante los españoles leían la historia de un prisionero político llamado Pascual Duarte condenado a muerte por haber matado (al parecer con otros milicianos) a un terrateniente durante los primeros meses de la sublevación. Mientras esperaba el «garrote vil», escribió sobre su vida mísera entre su pobre «familia» miserable, en un medio de pobreza, ignorancia, odios y depravaciones. En vez de hablar de su crimen político, sin embargo, Pascual describe con desconcertantes detalles «tremendistas», cómo hirió violentamente a una yegua, mató a un perro, asesinó a un alcahuete (que había amancebado a su hermana) y acuchilló a su misma madre. No dice nada de su papel en la guerra civil ni sobre el asesinato del terrateniente. Sólo explica que podría haber sido «naturalmente» malo pero, a pesar de la evidencia, de hecho no era mala persona.

El libro causó sensación en su tiempo y, 47 años después, el comité Nobel explicó que Cela había logrado «la historia de matricidio [que] puede leerse como una alegoría, como una saga de los tremendos infortunios de su país». Se da a entender que cuando en 1942 el autor Cela dio la palabra a su personaje Pascual y esa palabra era objeto de su confesión sobre sus violencias, se produjo una visión sobre el notorio «problema» de los marginados en España. Pero, en su tiempo, 1942, era contemporáneo: la España vencedora del «generalísimo» Franco era la de campos de concentración, de represión y censura, de la delación y del miedo; era la España aliada de Hitler (División Azul) y Mussolini; era la España católica, antisemita, anti-liberal y reaccionariamente anti-moderna. Dentro de la novela, se pierden en 1937 las memorias del condenado y en la mitad de 1939 («Año de la Victoria») llegan a las manos de un transcriptos que matiza, censurando, la voz y el punto de vista de Pascual ya ejecutado (Reyes Coll Tellechea). Se ha politizado la confesión apolítica del pobre campesino violento: sólo los nacionalistas, se entiende, son los que por lo menos se preocuparon por la salvación del condenado: le dan la oportunidad de apelar la sentencia, disponen a un cura para confesarle, y le ofrecen papel para escribir sus memorias. Este obvio partidismo al final del conflicto explica la ficcionalización deliberada de una conocida historia: en 1942, los lectores sabían que, al contrario de la tolerancia y generosidad hacia un miliciano acusado de haber matado a nada menos que un terrateniente, tal y como son representadas en la novela, al llegar los nacionalistas a Badajoz no hubo sino ejecuciones continuas. De hecho se trata de las notorias masacres llamadas por los periodistas «dantescas» pero aprobadas tanto por el general Yagüe (para «no dejar atrás prisioneros») como por varios de los curas locales.

Se destaca la disparidad entre el aspecto violento de la guerra civil (en particular, las ejecuciones de Badajoz) y la versión novelística de ello por el joven Cela porque, en 1942, el llamado «sentido de lo real» en la «ficción» debía de convertir a los lectores de La familia de Pascual Duarte en testigos y copartícipes de la condena política del apolítico campesino, por muy ficticios que fueran los hechos de su vida. Es que en 1942 la ficción de Cela no pudo sino apelar al sentido de la realidad de la guerra civil del público. De ahí la gran ironía: se agotó la primera edición pero la segunda de 1943 fue censurada a raíz de   —392→   protestas del sector eclesiástico; vuelve a ser autorizada en 1945 y, caso importante, en la quinta edición de 1951 se suprime la fecha inicial de 1937, supresión importante para el desciframiento de los silencios de la novela. Se explica: a pesar de propagar, contra la evidencia histórica, la generosidad imaginaria de los militares nacionalistas, lo que se destaca en la versión misma del condenado es, por una parte, el proceso de ocultar la afiliación política de su crimen de 1936, y, por otra, la insistencia de que durante sus actos violentos nadie le ayudó, ni su familia biológica ni la nacional. Ni los unos ni los otros; tanto los gobiernos liberales como los conservadores le habían abandonado. Pascual es el exiliado por excelencia de su «familia».

Es este «inclusivismo» de la novela el que le acarreó problemas al novelista aunque, siendo de los vencedores nacionalistas, fue antes censor, durante «los tiempos más negros de la dictadura». Durante la primera posguerra, cuando los vencedores creían tener razón en todo, era inaceptable cualquier ambigüedad o crítica severa respecto al tratamiento de los pobres y desamparados. La sociedad franquista de los vencedores decía que sólo ellos se preocupaban de los desamparados pero, en cambio, el desamparado inventado por Cela insistió en que de uno u otro modo había sido víctima de la indiferencia de todos. La conexión con la guerra civil en una lectura de esta novela se evidencia de forma inmediata: el problema del individuo y la sociedad -componente fundamental de la guerra y el exilio- entra en la confesión del campesino soterradamente, en los sentimientos por medio de los cuales Pascual se enfrenta tanto a su familia de Extremadura como a la sociedad española en todas las etapas de su vida.

En esto, el arte de forjar una metáfora de la historia resulta ser un producto altamente mediatizado en sus relaciones con las consecuencias de la guerra civil y los exilios. Es parte de las bases socioeconómicas del conflicto político: la vida de Pascual escrita por él mismo, por apolítica que parezca, es del todo política en el contexto de su último crimen durante los primeros días del estallido de la guerra civil. No es por tanto la conciencia cristiana de un prisionero condenado como político la que determina su confesión de crímenes pasados; es su ser social como otro desamparado más por todas las facciones políticas lo que determina su conciencia como asesino y, de ahí, el «punto de vista» alienado de la historia de su vida. La novela sólo puede ofrecer soluciones estéticas a los problemas históricos de la guerra civil, así que el asesinato del terrateniente en plena guerra civil se ve sólo de acuerdo con las condiciones históricas de un pobre campesino que han determinado no sólo su carácter violento sino su exilio interior. El desamparado de Cela es arquetipo ejemplar del sentimiento alienado de soledad por la ausencia de una comunidad de apoyo y de integración.

El objetivo es destacar el exilio interior del personaje de Cela, por tanto no vale meter mano en las controversias respecto al autor, las cuales oscilan desde elogios hasta condenas y burlas, incluso, irónicamente, la ambigüedad del «inconveniente» Pascual.




Primera memoria

«La guerra civil nos abrió los ojos y ya nunca volvimos a ser las mismas».



  —393→  

Palabras de Ana María Matute (en 1999) de la llamada generación de «las niñas de la guerra» quien sólo pudo escaparse de su soledad y el exilio interior por el medio de la literatura. Así era con su novela:

«Qué dolor tan grande me llenaba. ¿Cómo es posible sentir tanto dolor a los catorce años? Era un dolor sin gastar. Ahora no puedo recordar».



Desde 1959 en adelante, los lectores de la novela han sabido de una adolescente atrapada a la fuerza en la casa de su abuela en un pueblo aislado de Mallorca que, unos 23 años después, al haber cambiado muchas cosas en España, se convirtió en escritora para narrar las experiencias de su adolescencia vividas durante los comienzos de la guerra civil de 1936.

Se indican reiteradamente las conexiones entre el pasado de 1936 y el presente de 1959: la narradora reflexiona ahora desde la Península sobre sus reflexiones de hace 23 años para reconstruir su «exilio» en Mallorca, lejos del conflicto nacional. Las verdades de la vida pasada de la autora se han encarnado en la primera persona (el yo) de la narración; y se exponen como las ficciones de las experiencias de una adolescente llamada Matia. Su madre, tachada de «rara», murió hace cuatro años y su padre, por luchar del lado republicano, fue etiquetado de «izquierdista» y «rojo asqueroso». La protagonista se acusa a sí misma de ser cobarde y traidora: el miedo de verse encerrada en un correccional sin libertad, debido al chantaje del hipócrita Borja (entre los vencedores) causó su deslealtad. Es una deslealtad imperdonable y por tanto inolvidable. La explicación de la crisis personal de la traidora ya arrepentida, es retrospectivamente dramatizada como una crisis profunda de conciencia. La conciencia de exiliarse a sí, de alienarse de sí misma.

Las memorias han echado raíces en la conciencia de la narradora porque tienen por centro la crisis personal de haber cometido una traición: Matia le falló al joven chueta quien, inocente, acaba injustamente en el reformatorio. Esta traición por cobardía es el eslabón decisivo de su exilio interior que a su vez le causa a la traidora la incapacidad de definir su propio comportamiento por falta de una referencia firme y significativa. Ahora bien, para convertir la adolescencia de Matia en Mallorca en un testimonio amargo de los exilios causados por la guerra nacional, le ha sido necesario a Matute convertir los materiales de la realidad histórica del conflicto nacional en una memoria literaria del exilio interior de una adolescente y no simplemente en otro mensaje documental de la historia de España. El arte de narrar en primera persona es artificio fingido. No pretende ser otra cosa; pero, por ello, aquí la ficción ayuda a los lectores a juzgar históricamente. En el caso local de la injusticia contra el joven Manuel, exiliado por chueta, aprender a distinguir entre un delito y su encubrimiento; en el caso de la guerra nacional, acostumbrarse a diferenciar radicalmente entre las realidades históricas y las imágenes propagadas sobre ellas.

La manera narrativa de recordar ahora, en 1959, lo que se había vivido antes, en 1936-37, logra convertir la nueva época del franquismo modernizado del presente en el trasfondo histórico del pasado. Lo que sucede en el pueblo de Mallorca, y en particular en la plaza   —394→   de los judíos, parece síntoma de los exilios psicosociales de aquellos tiempos cuando «sucedían cosas atroces». Gracias al conjunto de referencias, se han perfilado las características fundamentales de cómo impresionaba o enajenaba la guerra civil a los españoles: «sólo telegramas»; «no se sabía del padre»; «victoria de nuestras tropas»; ganarán «los nuestros, porque son católicos y creen en Dios»; «no sé»; «obsesionado por ideas torcidas»; «odio la guerra»; «la guerra no debe interrumpir más nuestra normalidad»; «la guerra es una cosa horrible»; «debemos vivir en lo posible, ignorándola» ; y «esta situación dura más de lo que pensábamos». Y así por el estilo para destacar que «todo se está volviendo raro a nuestro alrededor» (p. 211). El conjunto de los comentarios referenciales, eficazmente hilvanados en los sucesos de los adolescentes, logra proyectar una síntesis redonda del conflicto desde el pronunciamiento hasta la guerra civil.

Primera memoria se da como si la narradora fuera la exiliada dentro de su grupo. Siguiendo las convenciones literarias de los autorretratos, Matute crea la ilusión de que es Matia quien confiesa las causas y efectos de su alienación. Son decisivos los momentos angustiosos de haber traicionado a su querido Manuel: «Una gran cobardía me clavaba en el suelo».

La alienación provocada por su cobardía es el factor determinante de la serie de exilios metafóricos durante y después de la guerra: el exilio social simbolizado por el joven chueta; el exilio interior proyectado por Matia al alienarse de sí misma; y el exilio literario de la autora Matute realizado por el medio de tratar de exilios personales. Mientras que la guerra en general se retrata por los historiadores en sus rasgos orgánicos (origen, causas, efectos, estrategias, errores, consecuencias, etc.), en Memoria sale siempre descentralizada. No se saca una esencia central de esta guerra, sino del impacto de exilio que ejercía sobre los isleños y, en particular, sobre los adolescentes: «Están en una edad difícil, y estos son malos tiempos». De ahí la disparidad de sus significados respecto a la realidad histórica de los exilios metafóricos.




Réquiem por un campesino español (Mosén Millán)

Ramón Sender representa casi todos los aspectos histórico-metafóricos del exilio literario: escritor prolífico, intelectual, historiador, novelista, periodista, ensayista, profesor y crítico de literatura, era un republicano que, teniendo que abandonar España al final de la Guerra, sufrió las vicisitudes del exilio. Murió en 1982 en el extranjero pero no perdió nunca sus contactos con España. Varias de sus obras hacen comprender a fondo las causas sociales y políticas de la guerra civil y los exilios. La breve novela Réquiem es una de ellas. Se publicó primero en 1953 con el título del protagonista eclesiástico, Mosén Millán, cuyos recuerdos del campesino ejecutado por los paramilitares nacionalistas enraízan «inconscientemente» en los abusos, explotación y violaciones de la guerra y que dieron origen al exilio interior del cura párroco. Sender creía «que la verdadera historia la escriben los poetas», que el novelista, por ejemplo, el mismo Sender, levanta situaciones metafóricas como la del Réquiem en las cuales se cristalizan las causas del conflicto que a su vez   —395→   causan efectos psicológicos de enajenación en los españoles ordinarios. La estructura de la novela es más compleja de lo que aparece:

«Creía oír su nombre en los labios del agonizante caído en tierra; Mosén Millán... y pensaba aterrado y enternecido al mismo tiempo: ahora yo digo en sufragio de su alma esta misa de réquiem, que sus enemigos quieren pagar».



Se está preparando una misa de réquiem en la sacristía de la iglesia de un pueblecito de Aragón durante la guerra civil violenta y después de pasar un año de la muerte de un joven campesino; la prepara el cura del pueblo, considerado «ejemplar», para el joven ejecutado secretamente; se recuerda ahora la vida de la víctima desde el nacimiento hasta su muerte; y la motivación tiene que ver, por una parte, con la «conciencia» del cura, puesto que él había revelado el escondite de Paco y, por otra, con la hipocresía de sus asesinos. Se ve pasar la vida de Paco mentalmente en la memoria del cura al preparar el réquiem por su alma un año después de su muerte: se trata de la biografía de Paco desde su nacimiento en un pueblecito de Aragón hasta su muerte «por la noche» a manos de «un grupo de señoritos»: «Nadie sabía cuándo mataban a la gente». La biografía de la víctima política se ha insertado en las memorias del cura en el momento de rezar por el alma de la víctima. Tanto Paco como Mosén fueron arrastrados por el conflicto político, el «fratricidio». La novela acaba «trágicamente» y por tanto el mensaje de esta ficción es que la tragedia es una de las inevitabilidades de la historia. El contexto de la ejecución es de una violenta crisis histórica: ¿cómo se hace la historia de sólo «una» de las muchas víctimas de esta guerra? El objetivo de la novelita es tocar el inmenso conflicto de una guerra civil histórica desde un ángulo muy limitado de dos víctimas: un joven socialista y un cura tradicionalista, los dos siempre olvidados en las historias oficiales.

Réquiem consta de dos elementos narrativos: la figura central del cura de pueblo y una serie de sus memorias «fragmentadas». Cada uno de los recuerdos representa un momento en sus relaciones con Paco quien, traicionado por el cura de quien se fiaba, fue descubierto y ejecutado. Estos segmentos mnemónicos están dispuestos, deliberadamente, en un desorden cronológico. Se da el retrato del mundo interior de las reflexiones del hombre de Iglesia en su crisis de conciencia; la memoria del asesinato de Paco le convierte al cura -en medio de la misa por Paco- en testigo y copartícipe de lo que ocurrió. Se trata de una técnica narrativa históricamente concebida -el exilio interno del cura de su propia religión-. El eclesiástico, Mosén Millán, es forzosamente de la iglesia pero, interiormente, exiliado de ella; tiene clara conciencia de que el Réquiem religioso, realizado por él en la iglesia no es para Paco sino pro forma para sus asesinos. Le provoca la hipocresía de aquellos a quienes, irónicamente, todavía sigue sirviendo. Y la suya. La memoria del cura es objeto de meditación, así que Sender hace que la confesión del cura sea sobre la confesión que intentó dar a Paco antes de ser fusilado. De ahí su exilio interior causado por las circunstancias históricas de la guerra civil. La crisis de su traición ha provocado su alienación, un sentimiento de impotencia, de la incapacidad de actuar sobre la condición misma que él ha causado y que ya no puede controlar.





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IV. Conclusiones

El exilio literario formó parte tanto de la cultura de entre guerras como de la de la guerra fría. Cuando varios exiliados tomaron la palabra esta palabra ha sido forzosamente objeto de meditación sobre dos pasados y un presente: «1939», el cual en su tiempo del exilio era contemporáneo; sesenta años de comentarios retrospectivos sobre 1939; y, por fin, hoy en día, 60 años después. Así que se produce -entre otras cosas- el complejo problema historiográfico, lleno de procesos conflictivos, de cómo se hace -o cómo se ha de hacer- una historia del exilio literario español. La problemática de los fundamentos del exilio literario como realidad y metáfora ha llegado a ser uno de los campos de estudio más importantes de la historiografía moderna. Dos hechos históricos, confirmados por el título «exilio literario», son la expulsión en 1939 de más de medio millón de republicanos y las diversas representaciones de las diásporas como consecuencia del exilio. Sufrir un exilio en historia y reflexionar sobre ello por medio de discursos no es lo mismo -de ahí el título híbrido de «historia y metáfora»-. Mi tarea ha sido indagar algo en las complejidades planteadas por el problema de exilios literarios y abrir camino para los ejemplos del exilio literario dentro de España.

Aquí podemos concluir. La historia del criminal, Pascual Duarte, de la adolescente Matia, y del cura del pueblo Mosén Millán son las historias particulares de exilio que suelen excluirse de las historias oficiales. Las tres novelas son modelos de cómo, fuera o dentro de España, hubo víctimas y exilios, y que esto es lo que tienen en común todos los géneros cultivados dentro del conjunto del exilio literario. Los hechos del exilio histórico fueron vividos y sufridos. No fueron siempre relatados porque no hubo narradores. Muchos se han perdido en el olvido y de hecho los detalles no han entrado -ni pueden entrar- en las historias del exilio. En cambio, los hechos del exilio literario sólo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Inventar narradores que cuenten relatos del exilio equivale al proceso de ficcionalizar que, a su vez, equivale a metaforizar historias o historiar metáforas. He aquí el valor de las soluciones estéticas, dentro de las tres novelas, para varios de los problemas históricos del exilio: dentro del marco ficticio de las novelas, se transmiten representaciones imaginarias de toda clase de exilios que existen fuera de las novelas.

Cualquier obra de exilio, al narrarse, es, metafóricamente, una obra política; pues todo autor del exilio de 1939 se convirtió en un político de los pies a la cabeza. Pero tampoco es esto todo el problema. Pues, aunque el exilio literario muchas veces se repite bajo disfraces inesperados, cada situación de exilio es, con todo, única. Lejos de constituir un todo redondo y coherente, las historias paralelas del exilio literario en su conjunto (dentro y fuera de España) revelan conflictos y contradicciones de significados. Contienen, eso sí, los problemas historiográficos de la crisis colectiva o la alienación personal o de los derechos humanos causados por la expulsión forzada: está el plano de las realidades históricas de una crisis pero está, paralelamente, el plano de las imágenes sobre estas realidades -metáforas de tragedias, enajenación, dilemas psíquicos, patriotismos, desengaños, etc.-. Así que la significación del exilio literario descansa tanto en las diferencias como en la unidad entre estos significados del exilio.

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De hecho, sólo por abstracción se habla del exilio literario español como categoría igualmente definible con relación a los exilios de cualquier lengua, cultura, época y lugar. En realidad, no hay exilio literario en general, como tampoco hay exiliados, alienación o desterrados en general. Sacadas de su propio contexto de validez cultural, esa clase de categorías, aunque indispensables para generalizar, puede velarnos la estructura y sentido de cada caso de exiliado antes que ayudar a explicarla. Resulta que cada caso del exilio literario es forzosamente referencial: revela una oposición entre la artificialidad de metáforas y los referentes históricos de las representaciones imaginarias.

Todo discurso sobre el exilio toca el problema angustioso de verse los exiliados excluidos de las historias: ¿cómo se hace la historia de cada una de las muchas víctimas de ello? El problema de la exclusión yace a través de todo el exilio literario del '39. Por ejemplo, he aquí lo que sostenía el notorio manual de historia de España con el que, en 1939, pretendía el franquismo transformar la enseñanza para adecuarla a la hora del fascismo:

«La historia es como un cuento maravilloso, pero un cuento en que todo es verdad, en que son ciertos los hechos grandiosos, heroicos y emocionantes que refiere... Por la historia se sabe lo ocurrido en cada país y cómo fueron sus reyes, sus gobernantes y sus personajes más ilustres... La historia nos habla, en fin, de todos aquellos que hicieron en su vida algo notable e importante».



En parecidas historias, no entraron los exilios del '39. El exilio literario es prueba de lo contrario: se ha desmantelado el afán de excluir a los exiliados de su historia, gracias a la necesidad de recuperar las consecuencias históricas del exilio en el «exilio literario»: estimula a pensar sobre cómo se nos está presentando a los exiliados y sus exilios, o sobre cómo podrían ser diferentes. Ya no se encubre el hecho de que la realidad histórica del exilio está metafóricamente construida... ora por los exiliados fuera de España, ora por otros desde dentro.

Comprender en adelante el pasado de los sucesos del exilio histórico de 1939, narrados sólo como memorias, es dedicarse a definir los conflictos sociales de vencedores y vencidos, mostrar sus interacciones, sus relaciones de fuerza, y descubrir, tras estos hechos de ser a la vez víctima y sobreviviente, los impulsos (conscientes o inconscientes) que dictaban los actos de los diversos exiliados. Conocer el presente del exilio literario equivale (mediante la aplicación de los mismos métodos de observación, de análisis y de crítica que exigen las lecturas de la historia del exilio de 1939), a someter a reflexión la información deformante que nos llega a los lectores a través de los media, incluso, irónicamente, las informaciones de los historiadores. El mensaje del exilio literario es simple pero históricamente relevante: comprender el pasado es imposible sin conocer el presente. He aquí el mensaje y sus medios de comunicación: por una parte, la historia suele ser articulada como metáfora literaria; por otra, la historia de los exilios narrada en ficción debe enseñar a los lectores, en primer lugar, a leer críticamente los sucesos de 1936-1939. Es decir, a situar las cosas detrás de las palabras y a no dejarse engañar por la apariencia de las realidades.