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ArribaAbajoLa novia del viento y la novelística jarnesiana en el primer exilio

Juan José Lanz



Universidad del País Vasco

Benjamín Jarnés llega a Veracruz el 13 de junio de 1939 a bordo del Sinaia, que había partido el 24 de mayo del puerto francés de Sète, con 1600 republicanos españoles, entre los que se contaba un nutrido grupo de intelectuales, escritores y artistas. El escritor aragonés había pasado por el campo de concentración de Limoges, entre febrero y abril, donde había pronunciado el 24 de marzo una conferencia sobre «Los intérpretes de España», para posteriormente trasladarse a París, donde tuvo una estancia breve antes de embarcar. Durante el período bélico ha terminado de escribir Eufrosina o la gracia, en el que había comenzado a trabajar en 1935, que deja en manos de un editor en España, y Su línea de fuego, escrita entre 1937-1938, corregida en el verano-otoño de ese año y cuya versión definitiva se fecha en México en 1940. El 20 de mayo de 1939 parte para Ciudad de México y el 15 de julio comienza a publicar en el semanario Hoy iniciando su colaboración con una reseña precisamente de los Estudios sobre el amor, de Ortega (n.º 125, 15 de julio de 1939). Allí se incorpora, aunque distante, a las actividades culturales que comienzan a organizar los desterrados y pronto su conexión con la «Casa de España» le lleva a publicar su libro de ensayos Cartas al Ebro. Biografía y crítica, que aparece en 1940. Para entonces, Jarnés ha comenzado a colaborar en Romance, la primera gran empresa literaria del exilio español en México, que comienza a publicarse el 10 de enero de 1940. También comienza a colaborar con EDIAPSA (Edición y Distribución Iberoamericana de Publicaciones, S.A.), la empresa que lanza la publicación de Romance, para la que prepara tres ediciones en 1940: La sal del mundo, El sueño de las calaveras y La taberna por vecina. Por esas fechas, Jarnés prepara para su publicación mejicana, nuevas ediciones de las novelas Mosén Pedro, El profesor inútil, Locura y muerte de Nadie, y también de los libros de ensayos Ejercicios, Rúbricas y Feria del libro; y anuncia otros libros como de próxima aparición: los libros de ensayos Correo de ultramar, Examen de ingenuos, Pauta y arabesco y Eufrosina o la gracia; la novela escénica La mesa de los poetas feos; y el monodrama La novia de Otelo511.

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Es en ese ambiente en el que, con fecha 14 de noviembre de 1940, se publica La novia del viento en la editorial «Nueva Cultura», dirigida por el escritor mejicano Xavier Villaurrutia, a quien Jarnés conocía desde los años madrileños y acerca del que había escrito en 1929 en La Gaceta Literaria512. La novia del viento es una novela breve, compuesta, como otras obras jarnesianas, de tres narraciones con un vínculo de relación aparentemente mínimo: «Andrómeda», que había aparecido en Revista de Occidente en 1926 (vol. XIII, n.º 38, agosto de 1926, pp. 137-167) y que fue recogido posteriormente en Salón de estío (1929); «Digresión de Epimeteo» y «Brunilda en llamas». Las dos últimas partes son inéditas y, si atendemos a la fecha final del libro, escritas en 1939. Diversos elementos hacen de La novia del viento una novela importante, aunque casi totalmente desatendida513, dentro de la producción jarnesiana. Si las tres partes que constituyen La novia del viento no son «tres relatos muy débilmente enlazados», como opina Nora514, sino que trascienden a una unidad estructural superior, por la que se establecen vínculos fuertes entre cada una de las partes constituyendo un todo unitario que puede ser analizado fragmentariamente, pero cuyo sentido absoluto deviene de la comprensión del todo como unidad, se podrá ver cómo la narrativa jarnesiana manifiesta una unidad de conjunto desde sus inicios en los años veinte en la estética vanguardista y «deshumanizada»515 hasta los años cuarenta, en la que, no obstante, puede percibirse una evolución no sólo formal, sino cosmovisionaria, a partir de una serie de elementos que se mantienen constantes en sus obras, lo que le permite recoger, recrear y reunir fragmentos y relatos tan distantes cronológicamente. Así, Jarnés parte para elaborar La novia del viento de una técnica característica de la narrativa vanguardista, tomada de los autores europeos de la época y empleada en sus novelas anteriores: la sucesión de fragmentos aparentemente sin conexión, que unidos toman un sentido nuevo516. El tratamiento del tema amoroso desde una perspectiva erótica liberada y liberadora, en clara vinculación con las tesis psicoanalíticas en boga, como superación del amor conyugal tradicional,   —401→   que domina buena parte de la narrativa vanguardista y de la jarnesina es también en La novia del viento un eje central, incluso en la consideración de la mujer como un arquetipo dual entre la divinización mítica y la fuerza destructora, entre la Venus carnal y la idealización amorosa517. También la metaficción, entendida como «cualquier obra de arte verbal no meramente argumentativa que haga de sí misma, de sus procedimientos de construcción, lectura o interpretación, un objeto de referencia»518, característica de la escritura vanguardista y presente de modo inequívoco en El profesor inútil, Paula y Paulita y Teoría del zumbel, aparece como uno de los elementos que rigen y estructuran La novia del viento: parodiando la caracterización del personaje, reduciendo su intimidad a una serie de objetos que han quedado en la americana prestada a Star519; o reflexionando sobre la propia historia recién narrada en la segunda parte, «Digresión de Epimeteo» (pp. 67 y ss.).

Partamos de un análisis de los tres fragmentos y de la integración estructural de éstos en la unidad superior y completa de sentido que es La novia del viento. Julio Aznar, encarnación novelesca y heterónimo de Jarnés (si consideramos que es el «autor» de Constelación de Friné), que protagoniza diversas novelas, como El convidado de papel, Paula y Paulita o Lo rojo y lo azul, aparece como un topógrafo abúlico y contemplativo (semejante al de Paula y Paulita), que trabaja temporalmente en Valleclaro. La categoría del personaje protagonista es completamente plana, carente de perspectiva, de dimensión histórica o de profundidad, lo que contraviene el estatuto del protagonista novelesco tradicional, que pasa a ser desempeñado por los personajes femeninos: Star en la narración «Andrómeda» y Brunilda en «Brunilda en llamas». Julio aparece contemplando la noche en un bosque próximo a Valleclaro y clasificando «las enmarañadas vibraciones de que estaba elaborado el silencio de la noche» (p. 11). En el silencio de la noche, Julio escucha un gemido de mujer, hasta que la encuentra atada a un olivo. Todo el pasaje primero, «Preludio breve», está fuertemente culturalizado: los sonidos se clasifican como las comedias de Bernard Shaw, la noche interpreta un «Te Deum universal», las hileras de cañas producen «un voluptuoso cuchicheo de amantes verlanianos», el choque de dos ramas recuerda un capítulo de Ezequiel, etc. Aunque el protagonista se empeña en diferenciar los «ruidos tendidos en la literatura», «los ecos eruditos, los retóricos», de «los auténticos, los espontáneos» (p. 13) lo cierto es que ambos se entremezclan y la realidad adquiere así una dimensión doble para Julio, que es incapaz de diferenciar y que va a condicionar el desarrollo de la historia: la dimensión cultural, que le hace vincular cada acontecimiento a un elemento cultural y que dota al relato de una dimensión metaficticia e intertextual; la dimensión de los hechos ordinarios. De este modo, la mujer encontrada en el bosque se transforma no en una Andrómeda cualquiera, sino en la que había visto «en los cuadros del   —402→   Museo y en el tomo quinto de la Enciclopedia Espasa», es decir, en la pintada diversas veces por Rubens y a la que se refiere más adelante: «aquella mujer atada es Elena de Fourment» (p. 17). Paralelamente, siguiendo el modelo establecido por Ovidio (Metamorfosis, IV, vv. 671-771), Julio se transforma en Perseo y, de este modo, «principia la tragedia» (p. 16) y se produce el «Nacimiento del héroe», segunda sección de «Andrómeda». Pero Julio es un Perseo antiheroico, «un héroe a regañadientes» (p. 59), que acude impelido por las circunstancias y no dueño de su destino. Situados los principales elementos del mito, toda una larga tradición literaria y cultural actúa como hipotexto, desdoblando el desarrollo de la acción y situándola en un doble plano irónico que se proyecta sobre los personajes protagonistas, desacreditándolos en su categoría mitológica. La actualización del mito de Perseo y Andrómeda adquiere así una dimensión irónica por la que es susceptible de una doble lectura: la propiamente mitológica y la de su contravención paródica. Si, como apunta Jarnés, «Mito es un poco de humanidad pasada por el cielo. O un poco de divinidad pasada por la tierra» (p. 65)520, la proximidad de los dos planos es tal que Julio puede permitirse el salto de uno a otro. Se produce, así, una doble proyección sobre los hechos, una interpretación doble de éstos, que afecta a la realidad metaficticia de toda la narración y a la defensa, desde una perspectiva gnoseológica, de un perspectivismo cognoscitivo de raíz orteguiana, tal como lo promulgaba el filósofo en torno a 1923: «La realidad cósmica es tal que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización»521. El sustrato mitológico sirve, por lo tanto, no sólo para establecer una relación arquetípica de los protagonistas novelescos, ni para elevar la fugacidad del mundo moderno al ámbito de eternidad espacio-temporal de los mitos522, sino fundamentalmente como una estructura secundaria o sistema simbólico de referencias con el que establecer un diálogo textual que se ofrece al lector como una perspectiva hermenéutica más y que afecta radicalmente a la construcción textual, proyectando una dimensión irónica (pues «irónico es todo acto en que suplantamos un movimiento primario con otro secundario, y, en lugar de decir lo que pensamos, fingimos pensar lo que decimos»523) sobre éste, base de la esencia de la narración, acorde con la «esencial ironía» que define al arte nuevo, desde la perspectiva orteguiana524. Pero, así como Julio proyecta constantemente esa perspectiva mitológica sobre los hechos, Star, que ofrece la otra «lectura» de los acontecimientos, no comprende   —403→   esa dimensión y de ahí que se produzcan desajustes de entendimiento en el diálogo, puesto que las dos perspectivas discurren de modo paralelo ante un mismo acontecimiento: «-Estoy a sus órdenes. ¿Dónde está el dragón? -¿Qué dragón? -Perdone. Era un tropo. -¿Qué dice? -Hablaba del canalla que puso a usted en ese trance» (p. 18). Junto a los elementos mitológicos, las referencias intertextuales (al Tenorio, p. 25) y metatextuales son constantes, incorporando una dimensión reflexiva donde el propio texto se contempla a sí mismo: «Cuando en las novelas surge un personaje de incógnito se le suele llamar X» (p. 21). Pronto la perspectiva mitológica de los hechos que tiene Julio comienza a desvirtuarse y aparece en su dimensión paródica fundamental: Andrómeda es gorda («-¿Pesa usted mucho? -Sesenta kilos. -Me aplastan. No puedo llevarlos», p. 24) y Julio va perdiendo su entusiasmo heroico («-Poco le entusiasma su papel de héroe», p. 25). En consecuencia, la perspectiva mitológica se degrada y se produce un proceso paralelo de desmitificación de la protagonista: «De la soberana divinidad, sólo quedaba un pálido golfillo» (p. 24). Es esa doble dimensión de Star, nueva representación de la «Venus jánica»525, la que va a dominar el resto del relato: «Veía dos Star: la llorona hija de los dioses y el pícaro golfillo de americana» (p. 30). El relato se transforma así en una crónica desmitificadora que lleva desde la idealización inicial de la protagonista en Andrómeda hasta el reconocimiento final de la estrella del cabaret que es La Bella Carmela.

El viaje de retorno del olivar a Augusta (encarnación de Zaragoza) a bordo del coche, que se inicia en la sección «La Tanagra», es, en cierto modo, un viaje de recuperación de identidad y datos biográficos de Star, pero es al mismo tiempo un viaje desmitificador, de la noche al amanecer, de reconocimiento y de integración en el ámbito social de los personajes. Acudimos al mismo tiempo a un strip-tease a la inversa526 y al proceso de erotización de la protagonista femenina. Y todos estos desarrollos se dan paralelamente. En efecto, Star pasa de imagen de Andrómeda a una mera estatuilla de arcilla cocida (eso significa «tanagra») al recubrir su desnudez en el coche con una manta; con la manta comienza a construirse su vestimenta «para hacer deseable su desnudo» (p. 32). Paradójicamente, Julio, que había podido contemplarla en su desnudez absoluta bajo la luz de la luna, según la tópica romántica que sirve de base para la ironía textual, es ahora cuando comienza a verla desnuda fragmentariamente: «Julio vio entonces, por primera vez, el brazo desnudo de Star» (p. 32-33). El deseo erótico se manifiesta como una mera contemplación, sin deseo de posesión. El viaje en «El frío amanecer» supone la recuperación de la identidad de ambos protagonistas («Ambos recuperaban [...] toda su dinámica personalidad», p. 50), presentados hasta ese momento sin un pasado definido. Star comienza a recuperar su pasado más inmediato al narrar someramente y de modo fragmentario los hechos que le han llevado al olivar: «Rateros que asaltan el coche. Manos arriba. Chófer con mordaza. Máxima velocidad. Fuga. Requisa. Robo de alhajas, de ropa y de dinero... Y, después, lo que usted sabe» (p. 38). El sueño de Star abre campo a las elucubraciones de Julio que multiplican   —404→   las perspectivas sobre la realidad de los hechos y que tienden a cerrar, mediante su inversión, el nudo de acontecimientos iniciados en el olivar. Por un lado, mediante la contemplación y erotización de Star acudimos a la sustitución de Andrómeda por Afrodita o Venus; la dualidad Andrómeda / golfillo (p. 24 y p. 30) abre camino a la «mujer» contemplada en su plena superficialidad y cargada de erotismo. Pero, a su vez, la visión de la mujer en su superficialidad (de ahí la referencia a la «topografía femenina», p. 39-40, y a la «topografía de varietés», p. 41) abre paso a una nueva dualidad que enfrenta la copia artística al natural (p. 43), base de la confrontación final del relato entre La Bella Carmela y el retrato que de ella lleva Julio en su bolsillo. En fin, el amanecer supone la transformación del personaje que Julio había encontrado en el olivar: «La noche fue el sepulcro de aquella Star, a quien Julio había desatado del olivo» (p. 45). Paralelamente, la desaparición de Andrómeda conlleva la desaparición del heroísmo de Perseo encarnado por Julio, que desiste de su papel como héroe («como redentor de cautivas me siento fracasado», p. 46), y concluye: «Eran ya muchas seis horas de heroísmo» (p. 49). El fin del nudo narrativo inicial hace que el texto desemboque en una doble prospección reflexiva, que condiciona su propio desarrollo y que lo dota de la categoría doble, del perspectivismo de todo texto metaficticio. Desde una postura metaficcional, el texto reflexiona sobre su propio desenlace planteándose desde el modelo de la «novela de aventuras» y transformando a Star en «su monótona compañera de novela de aventuras» (p. 44); al mismo tiempo presenta su parodia desde el relato mismo: «Él sabía que sólo con una leal nutrición es posible continuar una seria novela de aventuras» (p. 50). Pero pronto Star, al confesar su calidad de «artista» (p. 46), desmonta todo el foral elucubrado por Julio, y la capacidad fantaseadora del protagonista, que plantea una percepción doble de los hechos, se ve de nuevo truncada. También desde el punto de vista metaficcional, el desenlace del nudo narrativo iniciado en el olivar y la disolución de los arquetipos-personajes que surgen allí llevan a una revisión de los papeles desempeñados en la trama narrativa por los protagonistas. La recuperación de «su dinámica personalidad» (p. 50) ante un suculento desayuno, plantea la reflexión sobre sí mismos para «revisar, rectificar su papel de redentor y de víctima, trocándolo por el de dos amables camaradas que regresan de una excursión nocturna» (p. 51). La entrada en la ciudad pone fin a la «porción de silvestre espontaneidad cotidiana» (p. 50), a la aventura iniciada en el olivar y pliega la dimensión mitológica a la cotidianidad de los hechos, reduciéndolos a una mera «excursión nocturna», con la consiguiente integración de los personajes en el ámbito social en el que comienzan a cobrar su personalidad propia. La metamorfosis de los personajes, la disolución de sus personalidades textuales, conlleva, por último, el planteamiento del problema de la identidad, como base del conocimiento que sustenta y busca todo el desarrollo novelesco jarnesiano527, y que subyace a todos los devaneos precedentes en el relato. Ni Julio ni Star poseen aún una personalidad propia, que tratan de conquistar a lo largo de todo el texto, sino que su personalidad ha venido impuesta por   —405→   las necesidades de actuación ante las circunstancias y por una negación paródica de los arquetipos mitológicos con los que se han identificado. Como Julio con el cuerpo de Star, su conocimiento, su personalidad, se ha ido mostrando como una pluralidad fragmentaria de superficies, que no presenta una dimensión verdaderamente profunda. De ahí que cuando Star apunta «Sería curioso ver a los hombres con su cédula personal colgada de la solapa», Julio responda: «Seguiríamos sin conocerlos» (p. 47).

«La transfiguración», última sección de «Andrómeda», presenta esa metamorfosis final de la protagonista femenina de Star a La Bella Carmela, la integración social del personaje y la recuperación definitiva de su «cara artificial», que es «su verdadera cara», «la de la calle, la del teatro», «la única. Porque es la única que usted se ha elaborado. La otra, es sólo una vulgar herencia» (p. 58), según palabras de Julio. Como último tramo en el proceso desmitificador que supone el relato, la diosa se transforma definitivamente en mujer, en su incorporación social. Star pierde definitivamente «su edénica inocencia» para someter «su sugerente anatomía a las normas del último figurín» (pp. 55-56). El proceso de degradación es constante, paralelo al de la incorporación en su papel social, que simbólicamente muestra su vestimenta, y a la transformación del erotismo contemplativo de Julio en pura coquetería (p. 54). Star aparece vestida hasta transformarse completamente de la Andrómeda rubensiana en una estrella de cine: «Pronto la insolente opulencia de Elena Fourment se trocó en una grácil heroína de la pantalla» (p. 56). Desaparece así toda posible idealización («Estaba aún allí, cerrando el paso a todo intento de idealización», p. 57) y la perspectiva mitológica, fantaseadora, se pliega definitivamente a los hechos. Es entonces cuando con los últimos retoques del maquillaje aparece «su verdadero rostro» ante los ojos de Julio, el de La Bella Carmela, «la genial creadora de danzas apócrifas de Oriente» (p. 57) (como Mata-Hari o La Bella Otero), de la cual lleva una postal Julio en su bolsillo: «Tenía Julio delante una copia de la postal que llevaba en el bolsillo» (p. 57-58 y p. 34). La Bella Carmela es copia de la postal, y no viceversa, en un nuevo cuestionamiento de los planos de la realidad, en una crítica de la falacia mimética del realismo y en una visión ontológica de la autenticidad o falta de ésta en el arte y en la vida528. La confrontación de la copia artística con el original plantea de nuevo la doble perspectiva de la realidad y el arte, pero, ante la invitación de La Bella Carmela, Julio opta por refugiarse en el arte, simbólicamente representado en la postal, menos real quizás, pero más verdadero, como diría Unamuno, y no acudir a la cita erótica que aquélla le propone: «sería muy penoso volver del revés este pequeño lance de vestir a Carmela» (p. 59).

Trece años después de haberlo escrito, Jarnés retoma el relato de «Andrómeda» para, como en otras ocasiones, continuarlo y completarlo en una narración más amplia. El proyecto inicial de «Brunilda en llamas» había de estar constituido por un prólogo recapitulatorio y siete breves capítulos, constituyendo una unidad en torno a una figura femenina «de temple atlético, también místico», «robusta de cuerpo y alma», capaz de vencer «a todas las   —406→   Carmelas «artificiales», falsificadas mujeres de escenario»529; de este modo el contraste entre las dos heroínas resulta absoluto encarnando cada una de ellas un modelo femenino opuesto. Finalmente, el prólogo recapitulatorio se desdobló en dos partes y junto al primer capítulo se integraron en un fragmento independiente titulado «Digresión de Epimeteo», mientras que los seis capítulos restantes constituyeron «Brunilda en llamas», para acentuar así el paralelismo estructural entre «Andrómeda» y el nuevo relato, y el contraste entre los dos personajes femeninos. «Digresión de Epimeteo» se constituye así en eje de simetría de La novia del viento, recapitulando el contenido de «Andrómeda» y planteando el tránsito a «Brunilda en llamas». Pero su funcionalidad no es neutra dentro de la estructura de la novela, sino que añade un proceso de desdoblamiento más al relato, multiplicando las perspectivas de lectura y afectando a su esencia metaficcional. De nuevo el elemento mitológico funciona como sustrato en «Digresión de Epimeteo», pero ahora no es Ovidio la base, sino Boccacio en su De genealogie deorum, leído directamente o tal vez a través de la Philosofía secreta de la gentilidad, de Juan Pérez de Moya530. Desde esta perspectiva, el fragmento se plantea como una nueva reflexión (a la que alude etimológicamente el nombre griego) sobre la condición mimética del arte, que Jarnés ha cuestionado y rechazado en «Andrómeda». La referencia a Epimeteo, tangencial en Paula y Paulita, aparece de nuevo en un artículo contemporáneo a La novia del viento y dedicado a Unamuno, que Jarnés publica en la revista Romance: «Caín y Epimeteo»531. La figura de Epimeteo alude allí, por un lado, a la encarnación de la implacable indagación de la razón, que «acaba por destruir cualquier vida espiritual»; desde un punto de vista metaliterario, alude a un modo de reflexión creativa. En fin, pues, el proceso reflexivo encarnado por Epimeteo afecta tanto a la estructura narrativa, que incorpora en el texto el desarrollo novelesco y su reflexión, como al modo de conocimiento, que incorpora la observación de los hechos y su interpretación. Así concebido, «Digresión de Epimeteo» se divide en tres capítulos cada uno de los cuales supone una reflexión sobre un aspecto distinto de la narración, proyectándose a «Andrómeda» y a «Brunilda en llamas». «Recapitulación» es un resumen de los hechos narrados en «Andrómeda», pero al mismo tiempo es una reflexión sobre éstos, que los sitúa en un plano diferente, dotándolos de una nueva dimensión narrativa. Al mismo tiempo, la perspectiva sobre los hechos se duplica, pues junto a la del narrador omnisciente de «Andrómeda», aparece ahora la del conductor, personaje completamente pasivo en el relato precedente, pero que cobra relieve en la diégesis del relato pues va a ser él quien transmita su versión de los hechos entre los habitantes de Valleclaro. El «cronista», «fiel a los mitos; es decir, a la verdadera poesía de la vida», «apela al buen juicio del lector» (p. 65) y desautoriza la perspectiva del conductor, que «nada sabe de mitos y sí de jaranas nocturnas»   —407→   (p. 65) y que, por lo tanto, «no se da cuenta de la verdad» (p. 64), Sin embargo, esa apelación al buen juicio del lector puede funcionar en un plano narrativo entre el narrador y el lector implícito, pero la perspectiva del conductor, como narrador interno, va a condicionar el comportamiento de los personajes en «Brunilda en llamas». Por último, la historia narrada en «Andrómeda» adquiere una doble dimensión: no es sólo la historia contada por el conductor a los habitantes de Valleclaro, para quienes la aventura de Julio y Carmela ha sido una «jarana nocturna» más, sino que también es la historia «leída» («Así fue escrita. Así fue -por muchos- placenteramente leída», p. 67), con lo que se impone la perspectiva mitológica del «cronista». No es vana la referencia ficcional al relato como leído por los propios personajes de su continuación (recurso ya utilizado por Cervantes en la segunda parte del Quijote), puesto que esto va a incorporar una nueva dimensión al relato de «Brunilda en llamas», algunos de cuyos personajes (los del Casino) actúan como si sólo conocieran la versión de los hechos dada por el conductor, mientras que otros (Brunilda y su padre) actúan como si, además de la versión difundida por el conductor, contaran con la versión escrita y leída en el relato, lo que facilita muchos elementos de coherencia narrativa y el conocimiento de detalles que desde su estatuto actancial no podrían conocer. «Andrómeda», de hecho, no funciona sólo como una parte del pasado y el referente obligado en el desarrollo del discurso del relato siguiente, sino que se constituye en un intertexto de constante referencia por parte del narrador y los personajes. El segundo capítulo de esta parte, «La vuelta de Perseo», plantea una reflexión que incide precisamente en el punto de vista del lector y en las posibles expectativas de lectura. El elemento metaficcional se acentúa, puesto que los lectores admiran el relato leído; son lectores implícitos en segundo grado, pues valoran y juzgan no el relato actual, si no el precedente, «Andrómeda», al que estiman por «la nueva modalidad en desenlaces novelescos» (p. 67). Todo el capítulo está articulado en torno a los dos modos narrativos, vanguardista y tradicional, y a sus correspondientes lectores modelo, distinguiendo, por un lado, al lector que admira «ese modo de no dar fin a la novela» (p. 67) y que prefiere un relato abierto y fragmentario, y, por otro, al lector «zoilesco» (aludiendo al griego Zoilo, arquetipo universal del crítico severo) que «pregunta por las zonas reales de la aventura» (p. 68). La expectativa de lectura se construye para satisfacer precisamente a ese segundo tipo de lector, preocupado por los detalles; a responder a sus preguntas viene, en teoría, el relato «Brunilda en llamas»: «Las páginas que siguen pretenderán calmar las ansias de verdad histórica que suelen acometer al buen lector y censor de novelas» (p. 69). En cambio, no es así. Jarnés no adopta la postura del escritor «zoilesco», no se preocupa en la continuación del relato de los «detalles de la historia» y, una vez más, defrauda al lector zoilesco, incumpliendo las expectativas de lectura que anuncia el narrador; un juego más en la estructura perspectivista de la narración por el que el relato en su desarrollo desmiente las expectativas enunciadas por el narrador. Una vez más el pacto narrativo se cuestiona y la falacia mimética de la novela realista es puesta en tela de juicio. El desajuste entre realidad y arte es más patente en la novela tradicional, mientras que la nueva novela, «suponiendo [...] que esta crónica de una noche lunática resulte ser una novela» (p. 70) y cuestionada, por lo tanto, en su esencia   —408→   genérica, pretende dar una más adecuada expresión novelesca a la vida: «¡Novela! ¡Ah! Cada día va resultando más difícil escribir una novela, una verdadera novela, de dieciocho o veinte quilates. Sobre todo a un hombre que haya llegado al uso de la razón y se empeñe en filtrarla en ese embrollo irracional y adorable a que solemos llamar vida...» (p. 70). Por último, una nueva reflexión, necesaria en la compleja construcción de perspectivas del relato, cierra el capítulo: la del protagonista que vuelve al lugar de los hechos, mientras «la aventura, fuera de él, continúa creciendo, creciendo...» (p. 73) de la mano del conductor. Si las dos partes anteriores de «Digresión de Epimeteo» suponen una reflexión sobre la historia y los hechos acontecidos en «Andrómeda», sobre la posición del lector y las expectativas de lectura, «La media naranja» es una digresión sobre el tema central de La novia del viento: el amor entendido como «la más fecunda experiencia humana» (p. 76) y el conocimiento profundo de la mujer («el hombre [...] nunca sintió un gran deseo de conocer a la mujer», p. 75, escribe irónicamente Jarnés). En este capítulo el contraste se establece entre dos modos amorosos de conocimiento de la mujer. Por un lado, se encuentra el amor epidérmico («la piel, siempre lo exterior, sólo la hembra», p. 71), que puede manifestar formas distintas (amor-fetiche, amor-concepto y amor-instinto, p. 77), pero que coinciden en una misma falta de profundización en el conocimiento de la mujer; es el caso de Julio en «Andrómeda». Por otro lado, se encuentra el amor que profundiza en «la intimidad espiritual de la mujer» (p. 71), en el conocimiento de ésta por el hombre: «El amor debe forjar una tan íntima, tan honda amistad, que puede resistir las mismas veleidades de ambos» (p. 78). Ese tipo de amor lleva a completar la intimidad personal, al conocimiento íntimo, y supone al mismo tiempo un conocimiento de lo externo, una salida necesaria de la reflexión de Epimeteo al encuentro del mundo, que se dará en «Brunilda en llamas». De nuevo, las expectativas que el protagonista se plantea para la continuación de su aventura, serán contravenidas por los hechos que acontecen en el relato, y si Julio se propone para su amor «buscar la mujer dócil, sumisa, individuo más débil, que no aspira a llegar a la plena región de las ideas, ni siquiera en los actos de la vida» (p. 78), se va encontrar, por el contrario, con Brunilda, que va a destacar por su «robustez de cuerpo y alma». «Digresión de Epimeteo» supone una detención en el tiempo y en la acción del relato mediante la reflexión, que multiplica los puntos de vista sobre los hechos narrados y sobre el relato mismo; el protagonista, tras el paréntesis reflexivo, ya está dispuesto a volver a la acción con una comprensión distinta de su papel y con la entrada de nuevo en sociedad.

«Brunilda en llamas» supone la refutación de muchos de los elementos de «Andrómeda», con una estructura del relato semejante, y la entrada de Julio en sociedad al día siguiente de su aventura. Pese a la fragmentariedad de la narración en relatos episódicos, la continuidad de personajes, tiempo narrativo y acción, constituye un hilo de enlace directo con la narración primera, que funciona constantemente a lo largo de ésta como hipotexto al que se refieren, implícita o explícitamente, no sólo el narrador, sino también los personajes. En «Andrómeda», la aventura se había desarrollado contraponiendo fundamentalmente dos perspectivas de los hechos, la de Julio y la de Star; «Digresión de Epimeteo» anunciaba un tercer punto de vista, ajeno a los protagonistas, el del conductor,   —409→   que es el que se va a imponer en la narración de los hechos con la que se enfrenta Julio en «Brunilda en llamas». Así, para la sociedad de Valleclaro, representada y parodiada en el Casino «La armonía», Julio es «El nuevo Don Juan», en una nueva dimensión mitológica, y no Perseo: «¡Don Juan! ¡Y él se creía Perseo!» (p. 85). «Andrómeda» era el relato de un encuentro edénico y nocturno en el olivar, y el viaje posterior suponía un proceso desmitificador y de integración en la sociedad. Por el contrario, «Brunilda en llamas» es un encuentro en sociedad, con predominio de elementos diurnos, acordes con la caracterización onomástica de la protagonista, y su discurrir muestra un proceso mitificador. Frente al silencio de la noche en «Andrómeda», Julio se enfrenta ahora con el bullicio del Casino, donde un sexteto toca La viuda alegre. Los miembros del Casino se juzgan a sí mismos como los «centinelas de la moralidad pública» (p. 87), y aunque «nadie sabe cómo ocurrieron los hechos» (p. 85), sino sólo a través del testimonio distante del conductor, juzgan la aventura de Julio, no como una serie de «sucesos míticos» (p. 83), sino como una «jarana nocturna». En ese ambiente hipócrita, aparece Brunilda, entre ecos culturales wagnerianos, que es el contrapunto absoluto de Andrómeda; si aquélla representaba una dimensión completamente pasiva de la mujer esperando la llegada del héroe liberador, ésta representa la heroína en acción, acorde a su estado flamígero, que no espera, sino que conquista, a la vez que se defiende con un círculo ígneo de los ataques amorosos: «-Usted es Brunilda. Está acostumbrada a rodearse de llamas, de luz. -Llevo la luz dentro» (p. 99). Si el diálogo de Julio con Star resulta imposible porque aquélla no comprende la dimensión mitológica de los hechos, el encuentro con Brunilda se establece desde el primer momento en un plano de igualdad, en el que «Julio puede medir súbitamente la estatura mental de la desconocida» (p. 89). Brunilda aparece como «una voz civilizada» (p. 89), con «un estilo señorial, no de sierva» (p. 90), como un modelo contrario a la indefensa Andrómeda, pero también contrario a «la mujer dócil, sumisa» (p. 78) que aspiraba encontrar Julio unas páginas atrás; sin embargo el narrador se pregunta: «¿Será que esta noche acaba de tropezar con un excelente cómplice para seguir viviendo?» (p. 91).

El capítulo titulado «La novia del viento» se convierte, en cierto modo, en una alegoría del perspectivismo orteguiano (lo que, desde una de las lecturas posibles, es extrapolable a toda la novela). El ascenso a La Novia del Viento es una descripción de las tres perspectivas que simbólicamente adoptan los personajes ante el mismo hecho, el monte y la subida a éste, visto por Don Blas desde una perspectiva meteorológica, por Brunilda desde una perspectiva legendaria y romántica y por Julio desde una perspectiva botánica. Los diálogos de los personajes se entrecruzan sin respuesta, hasta llegar a la cima, donde «se juntan botánica, poética y meteorología» (p. 96). Es ahí donde precisamente puede hablarse de «la verdad desnuda», la surgida de la suma de perspectivas posibles, que indirectamente se refiere al episodio inicial de «Andrómeda». Del mismo modo que la verdad, a Carmela Julio la vio desnuda pero «a la dudosa luz de la luna. [...] Luego, en el coche, sólo vi de ella fragmentos» (p. 100), lo que condiciona también, desde una perspectiva metanovelesca, el modo de construcción del relato; puesto que la percepción es fragmentaria, será necesario «recomponer el desnudo utilizando los fragmentos» (p. 100). Así pues, el ascenso al   —410→   monte se convierte en un viaje de conocimiento, dejando de ser «un viaje de placer», para transformarse en «una peregrinación ascética» (p. 97); pero también es un viaje mitificador, al contrario de lo que sucedía en «Andrómeda», pues, partiendo del sustrato legendario que defiende Brunilda en la percepción de la montaña («Esa muchacha que se entrega al viento como a un amante, hasta que el viento la desnuda y la arrebata», p. 97), en la cima del monte se produce el conjuro mágico y los personajes adquieren su verdadera dimensión mitológica: «Don Blas [...] va realizando su viaje circular, dejando siempre en medio a Brunilda y Julio. Como esos brujos que describen su diabólica circunferencia en torno a los hechizados. Como Wotán, alzando alrededor de la gran walkiria la muralla de fuego» (p. 98-99). Allí, Brunilda adquiere su verdadero papel de heroína ardiente de pasión amorosa y Julio, su papel de héroe pasivo, como Sigfrido, mientras que Don Blas se transforma en Wotán. Julia ha caído en la red amorosa que le tiende Brunilda, «no encuentra ya el modo de huir de aquellos ojos [...] detrás de los cuales una indomable voluntad sigue urdiendo la red» (p. 104); una red que es un proceso de enamoramiento a través de la fantasía y el conocimiento, no a través de la sensualidad superficial. Así, Brunilda supone una inversión completa en el papel que desarrolla con respecto a Star. Star aparece desnuda y su erotismo surge a medida que va cobrando la vestimenta, pero paralelamente Julio va perdiendo su interés por ella; Brunilda, por el contrario, juega con la fantasía de Julio llevándole al «olivo mítico» (p. 103) y llamándole para que la libere, como si se tratara de una nueva Andrómeda. En este sentido, si Star no domina el código intertextual de Julio y no percibe la dimensión mitológica de sus actos, Brunilda conoce perfectamente ese código y la dimensión mítica de la aventura del protagonista y, precisamente porque lo conoce y lo domina, juega con la fantasía de Julio, haciéndole encarnar simultáneamente los papeles de Perseo y de Sigfrido. «Salón de estío», tercer capítulo de «Brunilda en llamas», describe la visita de Julio al estudio pictórico de Brunilda, donde ésta le muestra sus cuadros, que son, en general, desnudos femeninos, con el ánimo de alejarle de la imagen de Carmela. Pero Salón de Estío es tanto la colección de cuadros que prepara Brunilda como el título de uno de los libros de Jarnés, publicado en 1929, donde precisamente se incluyó el relato «Andrómeda», con lo que la confusión de límites entre realidad y ficción vuelve a entrar en juego. Y no es vano este juego metaliterario en un capítulo donde la metaficción diegética ocupa un papel importante, ya que Brunilda reflexiona sobre su pintura a partir de la confrontación entre vida y arte y esas reflexiones son extrapolables al relato novelesco: «La belleza que yo conservo, resulta mucho más duradera» (p. 108). Un elemento más de contraste entre Star y Brunilda comienza a aparecer en este capítulo. En «Andrómeda» Julio prefiere quedarse con la copia de La Bella Carmela en una postal que con la real, opta por el arte frente a la realidad; Brunilda anuncia ya el final del relato en este capítulo al contestar a Julio, quien le pregunta por qué no se muestra ella como modelo en sus cuadros: «a la mujer que se desea, es preciso desearla en llamas, conservarla en llamas. En recuerdo vivo» (p. 112), como a Brunilda. Por otro lado, el proceso de mitificación iniciado en «La novia del viento» prosigue ahora en un grado más. Brunilda aparece ante los ojos de Julio, al comenzar el capítulo, como «algo más que una mujer, es un hada omnipotente, es   —411→   una... heroína nibelúngica» (p. 107), para al final de éste transformarse en nueva Andrómeda: «-Pero yo... ¡no soy Andrómeda! -Pues merece serlo» (p. 113). Julio busca así la síntesis de los dos arquetipos femeninos que vienen funcionando a lo largo de toda la novela: por un lado, la Andrómeda pasiva de superficialidad epidérmica; por otro, la Brunilda ardiente, de robustez de espíritu. En el progresivo proceso de mitificación, Brunilda va adquiriendo esa capacidad sintética desplazando paulatinamente a la encarnación de Andrómeda que en la mente de Julio va asociada a Star; la lucha de Brunilda es con la memoria de Julio, y en tanto que ésta está consolida da en el relato de «Andrómeda», la batalla se transforma en una lucha textual. «Muerte del dragón», penúltimo capítulo de la novela, alude desde su título al mito de Andrómeda y presenta de nuevo la figura de Carmela en el desarrollo del relato a través de una carta en la que le informa a Julio, adoptando la perspectiva mitológica, de la muerte del dragón, el viejo rentista que mantenía a La Bella Carmela, e invitándole a una nueva cita. La Bella Carmela reaviva la memoria mitológica de Julio, incorporando los tres elementos fundamentales del mito, ahora personalizados, puesto que ella misma se define como «su Andrómeda», mientras que Julio es «su Perseo» y el viejo rentista es el dragón. La indecisión de Julio entre optar por Brunilda o por Andrómeda, entre el amor profundo como conocimiento o el amor superficial y epidérmico, cierra el capítulo. «Triunfo de Brunilda» supone la transformación final del personaje femenino que adquiere su dimensión mítica absoluta y la inversión de «La transfiguración» de Andrómeda. Julio realiza los preparativos para el viaje al encuentro de La Bella Carmela aunque promete a Brunilda su vuelta a Valleclaro. Por su parte, el Salón de Estío de Brunilda ha fracasado completamente porque ha sido considerado como «lleno de inmoralidad a juicio del registrador de la propiedad y de la junta de damas para la protección de la juventud contra las asechanzas diabólicas de la mujer» (p. 123). Pero en el Salón de Estío una tela está oculta a los ojos de los visitantes, tela que se convierte en símbolo del deseo por saciar con el que Brunilda pretende asegurar la vuelta de Julio: «-Es mejor -dice Brunilda- que usted salga de Valleclaro con un deseo por saciar... Tal vez la tela consiga hacerlo volver, Julio. ¡Si yo pudiese lograr que el cuadro le embrujase!» (p. 124). Cuando «a plena luz de la tarde» (p. 127), y no en la oscuridad del olivar nocturno, Brunilda le descubre «su estampa, la que lleva dentro del corazón» (p. 127), y no la que lleva en el bolsillo de la americana como la postal de La Bella Carmela, se produce la revelación absoluta, porque «está allí fielmente reproducida la escena del olivo» (p. 128), pero ya no es «el lozano cuerpo» de Carmela el que aparece atado al olivo, sino «el delgado cuerpo de Brunilda», y los dos arquetipos femeninos se funden de modo espléndido en la contraposición del cuadro y la imagen real, en una nueva versión del tema de la copia y el original que invierte el final de «Andrómeda»: si allí Julio prefiere la postal a La Bella Carmela, ahora se entrega a los brazos de Brunilda, «y ambos comienzan a arder en la misma llama» (p. 128), en presencia del cuadro que es reducido finalmente a «un montón de guiñapos» (p. 129). La destrucción del cuadro supone el triunfo del original, pero también la victoria de Brunilda, la mujer «envuelta en llamas», sobre Andrómeda, la «mujer pasiva» (p. 126), el triunfo de la walkiria que lanza «el grito de la mujer victoriosa» (p. 128), y el triunfo   —412→   definitivo del amor como conocimiento íntimo sobre el amor epidérmico; de ahí que la consunción de ambos amantes en la llama final alude simbólicamente a una fusión erótica pero también espiritual, al amor como «la más fecunda experiencia humana». El proceso de embrujamiento que se había iniciado en «La novia del viento», con el conjuro mágico de Don Blas y los «ojos en llamas» de Brunilda, encuentra su último eslabón en el embrujamiento de Julio por el cuadro. La apoteosis final con la muestra del cuadro y su destrucción funde novela y metanovela, desarrollo del relato y reflexión, en el logro de la obra artística como reflejo de la imagen del corazón y en su destrucción inmediata para insertarse en lo real. Brunilda, como un nuevo Dorian Gray, destruyendo el cuadro destruye el espíritu de su amante, el recuerdo de Andrómeda en la mente de Julio. Una vez satisfecho el deseo, no tiene sentido la pervivencia del cuadro; pero, al mismo tiempo, resulta congruente con su propuesta estética y vital. En fin, la destrucción del cuadro es una invitación al amor real tal como lo había concebido el reflexivo Epimeteo en «La media naranja», una invitación, tan orteguiana como puramente jarnesiana, a la vida.



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ArribaAbajoLos personajes femeninos de la narrativa jarnesiana del exilio: de la Venus clásica a la mujer moderna

M.ª Pilar Martínez Latre



Universidad de la Rioja


I. Preámbulo introductorio

Benjamín Jarnés es un escritor fecundo, a pesar de comenzar en edad madura su actividad creadora, pues publica su primera novela Mosén Pedro -una biografía novelada sobre su hermano- a la edad de 36 años y dos años más tarde, en 1926, da a conocer su primera versión de El Profesor inútil532. Con esta novela se le reconoce su madurez literaria, siendo el filósofo Ortega el que le abre las puertas de la Revista de Occidente en donde actúa como crítico de avanzadilla sobre el arte nuevo, mostrando la elegancia de su estilo y su profunda formación literaria que abarca un extenso arco cronológico, y que hunde sus raíces en la literatura clásica. Esta actividad crítica, que nunca abandonó, se extiende a otras notables publicaciones periódicas del momento: Gaceta literaria, Hora de España, etc., en donde da a conocer fragmentos narrativos a los que volverá más tarde para injertarlos hábilmente en su mundo novelesco. Hay que hacer notar que las reediciones con variaciones -citaré como ejemplos El profesor inútil, Locura y muerte de nadie, Viviana y Merlín o sus últimas novelas escritas en México, La novia del viento y La Venus dinámica- constituyen un procedimiento habitual en la construcción de las novelas jarnesianas, que adoptan la forma compositiva fragmentaria, fácil de desgajar e injertar en otras novelas533. El lector familiarizado con su obra se encuentra con nuevas versiones que pueden obedecer a móviles basados en la búsqueda de la perfección artística, e igualmente, a su consideración de la literatura como juego, como si se tratara de una materia maleable que admite múltiples perspectivas y que le permiten adoptar un cierto distanciamiento irónico.



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II. El exilio y la novela jarnesiana

Jarnés cuando sale de España camino del exilio en junio de 1939, compartiendo las penalidades de un nutrido grupo de intelectuales republicanos, es ya un escritor con una sólida creación534 literaria, compuesta por un rico espectro de novelas líricas: El Convidado de papel (1928), Locura y muerte de nadie y Paula y Paulita (1929), Teoría del zumbel y Viviana y Merlín (1930), Escenas junto a la muerte (1931), Lo rojo y lo azul (1932), segunda versión de El profesor inútil (1934), construidas con los más diversos procedimientos estéticos que le ofrecen las efímeras y experimentales vanguardias (expresionismo, ultraísmo, cubismo y surrealismo) y escritas con una prosa que destaca por su virtuosismo formal. A esta relación hay que añadir las originales biografías novelescas: San Alejo (1934), Sor Patrocinio. La monja de las llagas (1936) y los novedosos libros de ensayos: Ejercicios (1927), Salón de Estío (1929), Fauna contemporánea (1933), Feria del libro (1935), etc.

El pronunciamiento militar y la guerra civil no quebró la voluntad de este escritor vocacional pero lo alejó de su tierra y de sus lectores instalándose en México, tras una corta estancia en tierra francesa en campos de concentración de infausto recuerdo, de los que da noticias en sus Cuadernos535 como el que titula Paseos por Francia -cuadernos o diarios, inéditos hasta 1988-. Estas malhadadas circunstancias hicieron muy difícil el acceso a su creación, que arrumbada por la inquina y el olvido, aparecía, ocasionalmente, en las librerías de viejo a la espera de una digna reedición. Un tímido intento llega con los nuevos vientos autonómicos del panorama español. La editorial aragonesa Guara -hoy extinguida- comienza a publicar en 1979 El convidado de papel, a la que seguirán Lo rojo y lo Azul, Teoría del zumbel y la todavía novela inédita Su línea de fuego, que aparece por primera vez completa en 1980; siendo la única obra en la que trata el conflicto bélico, cuya redacción comienza en suelo español el año 1938536 y acaba en México en 1940. Después de su centenario, celebrado en 1988 en la Institución Fernando el Católico con unas Jornadas de estudio sobre la obra de nuestro ilustre aragonés, ha comenzado un goteo de ediciones que permiten al lector del final del milenio que busque el placer del texto adentrarse en su atractivo mundo novelesco.

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Pero las novelas escritas y editadas por Jarnés en México, La novia del viento537 publicada en 1940, Venus dinámica en 1943 y la que será su última novela, Constelación de Friné, de 1944, siguen todavía sin reeditarse, teniendo que acceder a ellas a través de bibliotecas y archivos. El lector se encuentra ante unas obras a las que la crítica jarnesiana apenas había tenido en cuenta, con excepciones valiosas como Víctor Fuentes538 a las que dedica un capítulo en la revisión crítica de su obra en un libro, editado en 1988, que titula Benjamín Jarnés: Bio-grafía y metaficción, en el que analiza, desde supuestos narratológicos y de teoría de la recepción, la modernidad de sus novelas, subrayando sus valores metaficcionales y «bio-gráficos» tan de moda en la postmodernidad.

Nos hallamos ante unas novelas en las que los personajes femeninos proyectan el perfil de la mujer moderna539, con un carácter firme que les permite alcanzar el protagonismo de la acción, dominando la quebradiza voluntad de los hombres. Es como si el erotómano escritor aragonés, sin abandonar su admiración por la belleza femenina quisiera, al mismo tiempo, reivindicar otros valores -que afloraban ya en algunos de sus personajes femeninos de la etapa novelesca española- como la inteligencia, la gracia, la armonía, de Viviana y Eufrosina e incluso, como en el caso de la cortesana griega Friné, la honorabilidad de su trabajo de cortesana. Me refiero, ahora, a Brunilda, Isabel y/o Helena, Mnesarete y/o Friné, mujeres de tiempos antiguos y modernos, con rasgos de carácter procedentes de la mitología clásica y contemporánea, todas ellas capaces de romper con las convenciones sociales, opuestas a la visión patriarcal de la sociedad, mujeres sin trabas, desinhibidas, que llevan la iniciativa en las relaciones amorosas, que se sienten atraídas por hombres pasivos y tímidos, marcados por sus roles profesionales, pero dispuestos a vivir en la voluptuosidad y el erotismo. Aranguren540   —416→   en su artículo «La mujer de 1923 a 1963» observa sobre la nueva condición de la mujer de esta época cómo son numerosos los ensayos que tratan el tema de lo femenino, del erotismo, la promoción de la mujer y el pleno reconocimiento de sus derechos». Esta nueva visión de la mujer aparecía ya en el mundo ficticio jarnesiano de Viviana y Merlín y Eufrosina o la gracia y se desarrolla plenamente sintonizando con la realidad sociológica de su época541 en La novia del viento, Venus dinámica y Constelación de Friné.

En cuanto a los personajes masculinos que coprotagonizan estas últimas novelas de Jarnés, Julio, Adolfo o Antifanés se comportan como héroes románticos degradados -como diría Lukács- o mejor como antihéroes que se nutren del imaginario que el autor presenta en las novelas anteriores: Julio, el inexperto y evasivo seminarista de El convidado de papel, o el dilettante vanguardista de El profesor inútil, el sensitivo y agónico opositor de Escenas junto a la muerte, el enamoradizo y botarate burguesito Saulo de Teoría del zumbel o los más cerebrales Arturo542 y Merlín de Locura y muerte de nadie y Viviana y Merlín. Como todos ellos también estos se muestran rendidos admiradores de la mujer, una Venus jónica543 de rostro y gestos duales, que alterna el apelativo común con el mitológico. Esther, Paula, Cecilia, Susana, Isabel, son también, en fugaces ocasiones, Dánae, Circe, Juno o Afrodita para sus admiradores.

El artista aragonés, fiel a su cosmovisión literaria se afirma en estas novelas en la continuidad, aunque en esta última etapa -comparto las observaciones de Víctor Fuentes544- sus novelas están depuradas de la experimentación vanguardista, presentando a Jarnés que se afianza en los valores del espíritu y en la comprensión del otro.

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Recordemos el horizonte estético en el que se emplaza la obra de Benjamín Jarnés, inmerso en lo que ha venido a llamar la crítica finisecular el estallido de las formas. El escritor, que acostumbra a teorizar sobre la novela -haciéndolo con frecuencia dentro de la propia ficción que posee un marcado carácter autorreferencial y metaficcional-, al exponer su teoría novelística muestra su adscripción a los postulados estéticos de la vanguardia y defiende las afinidades entre novelista y poeta porque ambos serán capaces de inventar, de convertir la realidad en obra de arte; así el dilettante y esteticista «Profesor inútil»545 cree que mientras la vida es el «zoco» en donde se agita, compra y vende la gente, la novela es «el bodegón», la naturaleza en donde la vida se decanta, se selecciona y pasa por el cedazo del tiempo. De manera que la realidad exterior será un estímulo para el artista pero la considera insuficiente ya que el arte tiene sus raíces en la atemporalidad y abstracción. En el prólogo teórico que precede a la novela Teoría del zumbel546 leemos: «la realidad turbia y luminosa de hoy es sólo un estímulo para la cristalización de una realidad artística que se encuentra dentro del creador». La microscopía psicológica de sus ficciones recibe el impulso de la sicología científica, de moda en su época, y le permite fortalecer la intriga novelesca. Sus personajes novelescos le permiten ahondar en su propio conocimiento, pues con frecuencia proyecta en ellos sus experiencias vividas, sus obsesiones, sus teorías artísticas, etc. El autobiografismo será practicado por los escritores intelectuales de la etapa simbolista y modernista, Stendhal, Proust, Gide, Joyce, Unamuno, Pérez de Ayala, etc., autores por los que Jarnés hace reiteradas manifestaciones de admiración en sus ejercicios de crítica y dentro de su mundo novelesco.

Estos mismos escritores mostrarán su preferencia por los mitos, valorando su atemporalidad y poder simbólico, con el que enriquecerán sus creaciones. Pero este simbolismo difiere del medieval y clásico de carácter unívoco, al presentar plurivalencias que enriquecerán y dificultarán el mensaje novelesco.

Jarnés recurre, igualmente, a la mitología desde la perspectiva del mito como fenómeno colectivo, teniendo en cuenta su afinidad con el hombre, microcosmos representativo la humanidad entera y de su historia. De modo que lo que fue posible a gran escala en la historia de la humanidad pueda presentarse en pequeña escala en el individuo. Sigue en su utilización la corriente europea finisecular postrealista, mencionada anteriormente, en donde la novela se convierte en un mito misterioso y esotérico que hay que descifrar. Fenómeno lleno que se halla también en la nueva novela francesa e hispano-americana o en la narrativa española de los años 70.

La presencia de la mitología en Jarnés está en total coherencia con sus criterios estéticos y cosmovisión. En su obra confluirán los tres planos de la realidad: lo real, lo intuitivo y lo irracional, pues de este modo logrará abordar la complejidad de la vida y del hombre a cuyo conocimiento total aspira. No obstante una lectura profunda muestra   —418→   la preeminencia de lo intuitivo y lo irracional, que se refrena, como se ha señalado ya, en las novelas escritas en México de las que voy a tratar especialmente en esta comunicación.

Lo intuitivo se nutre de las imágenes sacadas del mundo psicológico personal, (de aquí la importancia de los sueños y los estados oníricos en los que se sumergen sus personajes en numerosas novelas para refrenar la razón y completar la realidad). El inconsciente colectivo, por otra parte, completará la visión de la realidad. Identificado por Jarnés con el mito, que define desde supuestos psicológicos y psicoanalíticos jungnianos como «las imágenes universalmente humanas, susceptibles de renacer en cada uno de nosotros, y en todo tiempo». En ellos encuentra el escritor no sólo una nomenclatura para designar ciertos fenómenos psíquicos, sino también una vía de explicación para muchos comportamientos humanos, tanto individuales como colectivos. En el artículo publicado por Jarnés en la revista Romance en sus años de exilio, titulado «Museo en la calle» (XXIX) leemos:

«Los dioses vuelven siempre a nosotros, unas veces de la mano de un pontífice (...) otras de la mano de un poeta (...) Por eso después de invernar algún tiempo en la sombra vuelven a nosotros Proserpina, Juno, Afrodita (...) Hoy ya constituyen un museo en medio de la calle (...) Renació el arte porque los dioses renacieron, renacerá cuantas veces el poeta retorne a las auténticas fuerzas vivas del universo».


(pág. 78)                


Descendamos a la praxis, centrándonos de nuevo en las novelas escritas en el exilio mexicano: La novia del viento, Venus dinámica y Constelación de Friné, ficciones en donde encontramos vigente el «modus operandi» de este infatigable novelista que mientras surca los mares hacia las tierras americanas contempla -dejando constancia en su inseparable Cuaderno de notas547- «un cielo nuevo» tachonado de nuevas estrellas que han cambiado de nombre, que se ven oscurecidas por «la vieja luna impertinente» una amiga fiel con la que vuelve a revivir sus voluptuosos paisajes humanos. Y es que Jarnés se prepara para aminorar el dolor del exilio con la luna de los desterrados -Claudio Guillén548 preferirá llamarlo sol- aprendiendo a compartir con sus criaturas el desarraigo con un estoicismo no exento de ironía. Por eso permanece fiel a sus afectos y vuelve a la fecunda mitología clásica; una mitología que utiliza no solo por que participa del ansia del artista contemporáneo que trata -como hemos señalado- de trascenderse y eternizarse, sino porque le ayudará a dar consistencia y coherencia a sus propias criaturas, que se mueven en el mundo novelesco. Los motivos mitológicos se   —419→   encuentran en los actos de los personajes, porque se remontan al origen y se producen cuando el hombre está inconsciente. Julio, personaje en el que se proyecta el autor, dirá en Eufrosina o la gracia: «Los mitos nos rodean, nos acosan (...) mitos de carne, y de carne encendida -como los primitivos- por todas las pasiones, me voy encontrando con ellos».




III. Las metamorfosis de los personajes femeninos

Las mujeres que protagonizan estas ficciones experimentan importantes cambios en su personalidad, refrendados por un nuevo bautismo onomástico. Cambios que para Víctor Fuentes549 tienen mucho de actualización de arquetipos de la imaginación los cuales simbolizan la receptividad creadora, y que permiten al lector asistir, complacido en una atmósfera de voluptuosidad que emana de estas mismas mujeres, al deleite de la escritura. Estos cambios de nombre son presentados unas veces por el personaje protagonista masculino, otras por un personaje secundario, y en ocasiones por el propio narrador. Jarnés revela con el bautismo de sus personajes femeninos su admiración constante y rendida por la mujer, a la que trata de ascender desde el plano humano al semidivino. Unas mujeres que dan vida a episodios cargados de sensualidad ante la actitud expectante de un erótico observador y el tratamiento sublimado, unas veces, y paródico, otras, de la mitología y la literatura clásica.

Primer ejemplo: La novia del viento550, la obra más breve de Jarnés, está construida con la técnica de ensamblaje de fragmentos y argumentos basados en los mitos griegos y germánicos a los que dan vida sus personajes, remontándose a una concepción arquetípica.

El personaje protagonista, Julio, un topógrafo culto, de carácter serio y tímido -un espíritu sensible en el que se proyecta el autor- se halla dividido entre dos amores, el de la atractiva e ingenua mujer madura, Carmela, una «vedette» de cabaret semianalfabeta pero experta en las artes de seducción del varón, con un cuerpo maduro que exhibe con estudiada coquetería, y su oponente Brunilda, una joven y desenvuelta pintora moderna, de cuerpo «fino y delgado» y «ojos de ascuas», troquelada con los atributos de las jóvenes walkirias, con una fuerte personalidad en la que destacan su capacidad reflexiva, actitud irónica y una profunda sensibilidad artística.

La novela, dividida en tres partes, comienza con la recreación de la leyenda mitológica de Andrómeda y Perseo, en una disposición narrativa marcada por la autorreflexión novelesca y el preciosismo formal. El personaje de Andrómeda surge de la mente del artista contaminado de imágenes pictóricas y versiones literarias, se trata de la realidad armonizada   —420→   y escorzada por el arte. La naturaleza que enmarca la anécdota en la que se nos ofrece una primera imagen de la mujer, sirve como ejemplo: «Tres hileras de cañas, clavadas a lo largo de una acequia, producían al rozarse un voluptuoso cuchicheo de amantes verlenianos. Dos ramas secas repetían, al chocar, un crujido de huesos ya ensayados en el capítulo XXXVII de Ezequiel... A Julio no le sorprendió verla completamente desnuda. Siempre la había visto en los cuadros del museo y en el tomo quinto de la Enciclopedia Espasa» (págs. 12 y 16).

La adaptación de la leyenda mitológica se presenta en la novela de manera distorsionada, pues no falta el toque paródico con el que acostumbra Jarnés a trivializar los mitos. Del mito griego se conservan algunos de los rasgos emblemáticos de los personajes cuya descripción es presentada por un narrador subjetivo con los recursos de la ironía situacional y verbal. De la mujer se señalan nimios detalles trivializadores como «la boca despintada» en contraste con su aspecto de diosa procedente de un cuadro de Rubens: «Plásticamente era muy clara. Tenía los brazos en alto y las muñecas atadas a una rama -según el modelo más acreditado- (pág. 18)». La misma evocación de la «luna sobre toda su piel», cubriendo el cuerpo desnudo pierde su simbología erótica y lasciva al ser comparada con un reflector: «un hábil electricista escogió el árbol, frente al receptor» (pág. 18). El escritor parodia la caracterización de los personajes y la trama novelesca con la intervención del narrador y de manera ocasional, con la del propio personaje protagonista, Julio Aznar. De este modo se cuestiona el estatuto de los personajes de ficción y su identidad. Un ejemplo de esta actitud desvalorizadora lo encontramos cuando el protagonista rechaza el nombre de Eva con el que pretende guardar su anonimato la mujer: «Cuando en las novelas surge un personaje de incógnito, se suele llamar X. También se le designa con asteriscos o estrellas. Prefiero esto (...) «una denominación». Julio decide llamar a la mujer con la onomástica de Star, a la que despoja de su relación con la simbología revolucionaria551 y continúa ofreciendo una ridícula y divertida caracterización: «veía dos Star: la llorona hija de los dioses y el pícaro golfillo de americana». En este mismo sentido desmitificador se narra la aventura que desarrolla la trama -el atraco perpetrado a la mujer a la que se abandona desnuda en el campo y el rescate que hace Julio de ella, trasladándola en el coche de un amigo a la ciudad-. El narrador recurre con frecuencia a la presentación de una escena dramatizada, en la que los dos personajes establecen un dialogo bisémico, equívoco, con ribetes cómicos, pues la mujer, una vedette de cabaret que no posee la erudición de su salvador, no entiende el significado de las palabras del solícito Perseo dispuesto a rescatar a la mujer cautiva de las garras del dragón mitológico y sólo le preocupa que el hombre tenga un comportamiento honorable en tan comprometida situación:

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-Estoy a sus órdenes. -¿Dónde está el dragón?

-¿Qué dragón?

-Perdone. Era un tropo.


(pág. 18)                


La parte segunda de la novela: «Digresión de Epitemeo», se presenta como nexo de unión entre las partes primera: «Andrómeda» y tercera: «Brunilda en llamas»552 Se trata de un interesante texto metafictivo, en el que se observan también modernos criterios de teoría de la recepción. El escritor quiere dejar claro que su lector no puede ser aquel que frecuente la tradición realista-naturalista sino el que se entregue al placer de su sensual prosa lírica; por eso en el desenlace de Andrómeda preferirá que Julio regrese libre de ataduras sentimentales a su refugio veraniego de Valleclaro y no acuda a la cita de la seductora Carmela; rechazando el tópico desenlace realista553 al que estaba acostumbrado el lector «zoilesco».

En esta digresión se afirma en la necesidad de volver al relato mítico, pues en él encuentra «la verdadera poesía de la vida». El escritor reproduce el comportamiento de Epitemeo, y actúa como instrumento de los dioses para engañar a Perseo y hacerlo volver al relato. Pero antes de ofrecernos, destapando la caja de los mitos, la última aventura «Brunilda en llamas», expone la teoría amorosa de la que va a ser corolario este último episodio. Estamos, de nuevo, ante un personaje femenino cuyo nombre y rasgos caracterológicos proceden de la intertextualidad wagneriana. Este arquetipo femenino de la mitología germana, que destaca por su sabiduría y capacidad de intervención en la vida de los hombres hasta el punto de modificar su destino, aparece en El Profesar inútil (1926) conformando la personalidad de Herminia. Los rasgos físicos y psíquicos de la Valkiria fiel forman parte de su caracterización, se trata de una mujer desprendida, mano heroica que sostiene al artista fracasado, al que entrega su amor.

Con el personaje de Brunilda de La novia del viento Jarnés actualiza el mito con una ejecutoria de artista maduro, que maneja eficazmente la simbología y los procedimientos narrativos. El relato se inicia en la noche siguiente del episodio de Andrómeda, pero su significado va a ser muy distinto. El régimen nocturno en el que transcurrirá la experiencia errática y lunar del mito griego da paso a la plena luz del día, donde se desarrolla ahora la nueva peripecia novelesca centrada en el mito de los Nibelungos. Un escenario envuelto en la luz y el viento, aderezado con la leyenda aragonesa del cerro «La novia del viento», que da título a la novela. La historia de la muchacha que se entrega al viento, como a un amante hasta que el viento la desnuda y la arrebata, convirtiéndola en flor, será contada por Brunilda a Julio en sus paseos por las inmediaciones de Valleclaro y actuará de analepsis   —422→   predictiva como comprobará el lector en el desenlace de la novela. Don Blas554, el padre de Brunilda, compañero inseparable de esta joven pintora, será el protector de la pareja que inicia un tímido ritual amoroso en el cetro aragonés.

Brunilda, contrafigura de Carmela, objeto pasivo de deseo, reúne los encantos de la gracia de Viviana y de la sabiduría de la walkiria que le permiten urdir en torno a Julio una tupida red amorosa. Cualidades que le permiten, tras el descenso de la cumbre, poner en marcha un divertido juego: se dirige al olivo mítico y en la pose de Andrómeda, increpa a Julio para que la libere del dragón, despertando, a continuación, su imaginación erótica.

Una vuelta de tuerca y se cierra el círculo amoroso con llamadas a la intertextualidad. Con el título del episodio «Triunfo de Brunilda», el escritor prepara al lector para la apoteosis foral. Julio es ahora invitado al estudio de la pintora, en donde se plantea en forma de Epifanía el tema de la copia y el original. Allí está ante los ojos asombrados del dubitativo topógrafo «fielmente reproducida» la escena del olivo, pero el cuerpo desnudo no es el de Andrómeda que había encarnado ocasionalmente la madura lozana analfabeta artista de cabaret, Carmela, sino el fino y el delgado cuerpo de «Brunilda en todo el esplendor de su clara, de su risueña desnudez» (pág. 128). Julio es seducido por la nueva diosa con la que se funde en un abrazo con el que «comienzan plenamente a arder en la misma llama». Su autorretrato será destruido por la propia Brunilda pues solo quiere ser contemplada por su amante al que se ofrece en el esplendor de la belleza. La vida ha ganado el pulso al arte, pero ha sido fruto de la inteligencia y belleza de esta mujer que ha sabido ganarse el amor de Julio.

El segundo ejemplo de tipología de estos personajes femeninos se centra en la protagonista de Venus dinámica. Esta novela adopta una estructura de caja china al agrupar varias novelas, de factura folletinesca injertadas a la trama principal. La novela interpolada, a cuya lectura se entrega Adolfo mientras espera a su amada, el protagonista masculino de la novela nuclear en el diván rojo del casino lleva como título La verdad en el pozo. Un relato que se presta a la intertextualidad y «mise en abyme» y que permite a Jarnés, por medio de su narrador autorial volver a cuestionarse -como había hecho en el prólogo alegórico- las relaciones ente la Verdad y la Fábula.

El lector encuentra en la trama principal, centrada en una aventura amorosa de una pareja burguesa, que discurre entre meandros intertextuales, a la protagonista, una bella mujer que experimenta tres cambios de nombre. En cada uno de ellos se va cerrando una etapa de su vida y se va abriendo a otra nueva realidad, ante la mirada complacida de su enamorado, Adolfo, el protagonista masculino, un serio archivero de provincias cuyo matrimonio convencional se romperá, a impulsos del azar al ser confundido por un Pedro Crespo de la ciudad de Augusta con «el burlador de la honra» de su hija Isabel, Eugenio, un don Juan de pacotilla que utilizaba nombre supuesto para protegerse de sus conquistas y engaños.

  —423→  

El primer episodio de la novela que lleva como título Don Álvaro o la fuerza del tino presenta a este padre trasnochado, encarnación del Don Álvaro romántico, disparando contra Gustavo Adolfo pero con tan mal tino que perfora el busto de Chapí. La parodia intertextual se acentúa con el nombre alusivo al poeta romántico. Pero el sino o mejor «el tino» que rige la vida de Adolfo ha perdido el fatalismo del personaje romántico y actúa en su favor contribuyendo a lograr su felicidad, que culmina en la apoteosis final con la que desenlaza la novela, unido «para siempre» -como Brunilda y Julio- en un amor fundado en la pasión y libertad con la nueva Helena, la mujer que había irrumpido en su vida en el comienzo de la novela como Isabel. Fuentes observa cómo el tejido textual de la trama principal se centra en la ampliación del relato La diligencia -que se emplaza en una apretada concentración temporal en tan sólo 24 horas-, engolfándose en el análisis de este proceso amoroso que necesita de Un «tempo» lento, siguiendo el ritmo del viajero de la diligencia que discurre morosamente, disfrutando del paisaje, del amor voluptuoso, pues, como observa el narrador autorial, «diligere es tanto como amare... diligencia: fluido aplicado al mundo, sangre, espíritu»555.

El azar que para Jarnés rige la vida de sus personajes, favorece la salida de este erudito hombre de su atonía vital y lo convierte en un nuevo profesor inútil que vive «su mañana de vacaciones» en Madrid, olvidado de sus compromisos profesionales, plegándose al ritmo vital de esta mujer nueva que deja de ser la joven provinciana Isabel para convertirse en Dolly. Esta nueva denominación onomástica se corresponde, ahora, con el perfil de una mujer dinámica, desenvuelta y sofisticada de la ciudad moderna siempre con prisas; pero esta nueva «venus dinámica», aunque menos reivindicativa que Obdulia, La Venus mecánica de Díaz Fernández556 publicada en 1929 -una novela que conjuga vanguardia y nuevo romanticismo humanizador- vive comprometida con los necesitados y sus demoras responden a estos compromisos, como ocurre cuando atiende a una joven parturienta abandonada en un edificio de oficinas.

Helena será el tercer nombre que a esta mujer le otorga su rendido enamorado, después de un encuentro carnal íntimo -vivido al unísono- en el que ella despliega todas su dotes seductoras, ofreciéndose desnuda como una «Venus capitolina». Este nuevo bautismo que alcanza un valor carismático no se producía en las criaturas jarnesianas cuyas denominaciones efímeras acostumbraban a aparecer en un juego dicotómico: el apelativo corriente junto al nombre sancionado. Cecilia será Circe en Lo rojo y Azul, Susana será Juno, Isabel será Afrodita, en Escenas Junto a la Muerte, etc., pues sólo de manera fugaz aparecerán investidas de estas aptitudes mitológicas que constituían, unas veces, un rasgo de carácter, viviendo otras sus mismas circunstancias, o simplemente reviviendo una atractiva imagen mitológica de gran belleza plástica, como ocurre con la evocación del mito de Dánae que na ce a impulsos de la experiencia estética forjada por la mente del artista.

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Para Adolfo sólo queda Helena, aunque en las metamorfosis experimentadas por la amada haya sido también contemplada ocasionalmente por el amante como Dánae «porque ya ahora, aquella palpitante escultura de la anterior escena se ha convertido en duro, en tibio mármol. Dolly es ya, verdaderamente una venus en reposo, como cansada de cualquier pedestal; capaz de convertirse en Dánae, en diosa menor, con tal de recibir la caliente lluvia de las miradas de Adolfo» (pág. 229). Pero sobre todo en el mundo mitológico jarnesiano en donde se apuesta por el erotismo liberador y el placer de la sensualidad, la protagonista de la Venus dinámica alcanza el estatuto de divinidad clásica, convertida en Helena557, erigiéndose en una Venus moderna, libre de prejuicios pero cargada de humanidad a instancias de este culto y sensible enamorado, que explica el significado de este nombre por ser símbolo «de la belleza plena» que pertenecía a «la más traviesa heroína del amor» (pág. 235). El nuevo bautismo onomástico se produce después de haber presenciado Adolfo el sensual baile erótico de esta dinámica mujer que sale de su juego estatuario enervándolo con sus rítmicos movimientos siguiendo en «el gramófono» las notas -«ardientes viborillas» «de La Danza ritual de Falla» -es tomado a broma por la mujer y justificado por él:

«-¡Escucho, conmovida, al señor archivero! ¿De qué admirable palimpsesto ha extraído mi nombre, a quien no sé si llamar nuevo o viejo?

-Llámalo antiguo, nada más. Te llamaban Isabel, como a una víctima de la ferocidad de la época en que una dama era sacrificada en holocausto a un honorable átomo. Te llamaron Dolly, como quien designa a uno de esos chirimbolos que se colocan sobre el piano, a una chiquilla sin seso. Pero no quiero que seas el recuerdo de un prejuicio, ni menos el anuncio de una frivolidad. Como sería difícil llamarte Afrodita...».


(pág. 236)                


Tercer y último ejemplo: Constelación de Friné558. En esta novela el afán de novedad que parecía impulsar la creación de la prosa jarnesiana en la década de los años 20 se atenúa aún más, retomando el camino iniciado por Viviana y Merlín y San Alejo, libros que se enmarcan en el amor a la tradición y a la antigüedad559. La misma cita del Gilbert Murray que encabeza la novela insiste en esta idea: «El verdadero poeta ama la tradición y la remodela según se lo sugiere su amor por ella. La exigencia de que un poeta sea original, es una de las excentricidades del modernismo». Con esta reflexión del helenista oxoniense predispone al lector para adentrarse en la lectura de una biografía novelada, respetuosa con el mundo clásico.

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La biografía de Friné (que vivió en el siglo IV a. de C.) surge de la mano del maduro artista con trazo perfecto; dando vida a una mujer cuya belleza y poder de seducción hizo que famosos intelectuales y artistas griegos, notables políticos, hombres poderosos, se disputaran la posesión de su cuerpo para disfrutar de esta «puta cósmica» unos breves momentos de placer. Su retrato se ajusta a la condición de las hetairas extranjeras, famosas por su belleza excepcional -que debían ser avaladas por un prostater o tutor, fiador en sus transacciones y defensor en sus tribunales- en la Grecia560 clásica. Estas mujeres, que presentan un estatuto de mujer libre, no estaban ligadas a ningún varón en particular, tenían una formación intelectual similar a la de los hombres cultos, y participaban en los Simposia que estos celebraban. La consideración de su oficio como un trabajo de alta cualificación les permitió cobrar altos honorarios y hacerse con un importante patrimonio. La misma Friné demostrará su poder proponiendo «en un rapto de esplendidez», como señala el narrador biógrafo, reedificar la ciudad de Tebas, destruida por Alejandro o sufragar «las imágenes de oro de los templos de Venus esculpidas por su adorado Praxíteles», aunque una sociedad envidiosa y cargada de prejuicios no supiera entender este gesto de generosidad de la hetaira, envenenada por las sátiras de cómicos afamados como Aristófanes.

Jarnés como biógrafo se siente obligado a «resucitar al hombre -en este caso a la mujer- que ha existido»; pero en lugar de supeditarse al modelo se adentra como novelista en el terreno de lo ficcional: recrea su leyenda, reconstruye los espacios y ambientes en donde pudo desarrollarse su vida desde la infancia hasta su consagración y manipula con habilidad a los personajes históricos, contemporáneos de la hetaira, como el senador de Aéropago Gyllión, tutor ambicioso que se ocupa de refinar a Friné para lucrarse con ella y el retórico Hypérides, un afamado abogado, defensor incondicional de la hetaira que le libera del codicioso e indeseable protector y le defiende, más tarde, de las acusaciones de impiedad ante los pacatos ancianos senadores del Aerópago, emponzoñados por la retórica del fiscal Eutias, amante desdeñado por la hetaira prodigiosa o hembra cósmica, digna representante de Venus Afrodita, a la que acusaba de «corrupción» y de practicar «ritos nefandos», pidiendo por ello su muerte.

La primera alusión sobre Friné la encontramos en la novela que le precede en la escritura, Venus dinámica561, pues Jarnés recurre a la intertextualidad hasta en sus propios textos. El lector atento observa cómo la cortesana helénica es mencionada en varias ocasiones por los personajes de esta novela. En una ocasión Adolfo que indaga sobre la tipología   —426→   amorosa del Don Juan con su amigo Zósimo, la califica de don Juan femenina, destacando especialmente el poder de «su sensualidad»: «¿Te imaginas a Don Juan guardando cabras como Friné, la beocia?», apunta Zósimo y Adolfo contesta: «¿Por qué no?» ¿Qué fue en suma, Friné, sino un vigoroso Don Juan Femenino, a fuerza de saturarse de campo, es decir, de libertad y de belleza» (pág. 207).

El campo saturado de belleza es el entorno privilegiado de la joven pastorcilla Mnesarete, hija de Epicles, con el que comienza la novela, un pueblecito de colinas y bosques sensuales que pertenecía a la región de Beocia en donde había nacido el dios amor. En este emplazamiento favorable la adolescente experimenta su primera metamorfosis y es contemplada como una juguetona y hermosa ninfa que despierta de un sueño erótico ante los ojos codiciosos de un sátiro. Sus amigas, compañeras de juegos y confidencias, hacen predicciones halagadoras sobre su futuro y destacan sus encantos físicos, así su incondicional amiga Lysis, a la que más tarde introducirá en la vida ateniense, ayudándole a convertirse en una refinada cortesana, la llamará «¡Diosecita! ¡Tú sabes que ya ahora eres divina! Pero lo serás definitivamente cuando abandones la adolescencia» (pág. 33),

Esta mujer elegida por los dioses se afirmará como una diosa sacroprofana experta en las artes amatorias, cumpliéndose su destino, como hace notar el narrador privilegiado que cuenta con una importante documentación sobre la vida de Friné. Pero el encargado de recordar este destino divino que le impulsa a cambiar de vida será un viajero anónimo con el que se encuentra en el comienzo de este viaje iniciático. Conmovido ante su belleza la piropea comparándola con Afrodita y la bautiza con el nuevo nombre de Friné. El valor simbólico que encierra esta denominación onomástica es explicado a nuestra sorprendida cabrera de Tespis por el propio transeúnte anónimo - voz del inconsciente colectivo-, «Porque eres pálida, y tu palidez es estatuaria. Porque tu piel es más blanca que los mármoles del Pentélico» (pág. 40). A partir de este momento Friné será mencionada en la ficción con el rasgo emblemático de la mujer de belleza estatuaria, admirada por las compañeras de profesión, por la perfección de su cuerpo y de su rostro sonriente.

El testigo de las metamorfosis de la cabrera de Tespis en la novela es el sensible y pobre poeta griego, Antífanes, enamorado de la bella hetaira desde su primer encuentro, apenas recién llegada a Atenas para iniciar la carrera de cortesana. Jarnés dota a este personaje histórico, hábilmente manipulado, de una importante función actancial a lo largo de la novela pues no solo será el consejero y maestro de la pastorcilla de Beocia en su camino inquebrantable a la condición de reputada cortesana -como lo fueron sus admiradas Aspasia y Thais- sino que se erige en testigo de su inmortalización. Friné, «con la piel más blanca que la de una estatua», transformada «en cálida miel» y «fragancia de rosas» será la mujer perfecta para inspirar las más hermosas esculturas de Venus Afrodita -la diosa del amor admirada por la humanidad- gracias a la mano del artista Praxíteles del que fue su modelo y su amante. En el desenlace de la ficción Friné, que estaba predestinada para ser una Venus olímpica, es evocada con nostalgia por el que será su último amante, el fiel   —427→   Antífanes, que ha compartido los últimos momentos de pasión amorosa en abrazos de la mujer madura, en su camino imparable hacia la inmortalidad:

«Alguna vez he pensado que esos brazos, que con tal frenesí me enlazaron, caerán de su pedestal, se esconderán también sobre la tierra, como los de la carne, porque la historia lo arrolla todo (...) ¡Brazos frenéticos, consumidos para siempre en su propia llama, que fue también la mía, ya purificados, ya lejos del torbellino de la acción! En el templo del amor ¡cualquier sacrificio es mezquino! (...) Yo lo aprendí de los mismos labios de Friné, ¡La inmortal!».


(pág. 18)                


La habilidad de Jarnés -como digno representante de la vanguardia española- emana de su capacidad para armonizar la realidad inmediata, intuitiva e inconsciente, hasta llegar a borrar toda distinción espacio-tiempo y toda separación entre realidad y fantasía, entre el «mithos» y la historia, como hemos podido ver en la creación de estos atractivos personajes femeninos que vuelven a aparecer en su narrativa del exilio. Sólo así pudo superar el mundo cerrado del momento histórico, su dolorosa circunstancia vital, apartarse del trillado camino y sublimar el erotismo de moda, transformado en mítica poesía.





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ArribaAbajoUn escritor silenciado: Antonio Porras. La labor crítica de un cordobés en el exilio

Blas Sánchez Dueñas



Universidad de Córdoba

Cuando se cumplen los sesenta años del fin de una infausta y violenta guerra que no ganó nadie y perdió España, se puede tener ya una aceptable perspectiva histórica para poder catalogar y documentar las adversas consecuencias que la denota republicana supuso para la cultura y la intelectualidad española de postguerra y cómo, por el contrario, los intelectuales españoles se erigieron en pilares fundamentales en el desarrollo cultural y artístico de muchos de los países que los acogieron.

El devenir histórico o el descuido de la crítica autorizada se pueden apuntar como causas de que no se haya vuelto la mirada hacia la producción, la vida o los pensamientos de este intelectual cordobés pero, si se revisan sus dotes como novelista y a esto se unen sus críticas literarias, sus ensayos, sus conferencias, los cargos públicos desempeñados y una vida rica en experiencias tan heterogéneas como contrapuestas, derivadas directamente de una realidad histórica y cultural que involucraba a numerosos intelectuales, en una sociedad inestable, mediatizada por difíciles circunstancias históricas y unas incesantes luchas ideológicas, políticas y sociales562, la figura de Antonio Porras debe ser recuperada tanto por su notable labor literaria, refrendada y públicamente reconocida tras la concesión del premio Fastenrath en 1927, como por sus artículos y críticas en las principales publicaciones liberales de la época como Hora de España, Cruz y Raya, La Vanguardia, El Sol o la Revista de Occidente, entre otras.

Tras la proclamación de la II República, las fuertes tensiones sociales generadas que comienzan a castigar y alterar la vida política y social de España563, acentúan el compromiso   —430→   socio-político de este escritor, lo que propiciará su abandono de la producción narrativa o ensayística y su decidida y comprometida colaboración con el sistema de gobierno republicano con su pluma y su acción564. De esta manera, si ya había mostrado su disposición para con él nuevo sistema de gobierno al presentarse a las elecciones para Cortes constituyentes como candidato independiente, integrado en la Agrupación al Servicio de la República565, en representación del Partido Republicano Federal de Manuel Hilario Ayuso y Diego López Cubero566, su compromiso se intensificará al defender los postulados de la Agrupación al Servicio de la República, al adherirse a la Alianza de Intelectuales Antifascistas567 o al criticar severamente las atrocidades cometidas durante la contienda bélica española desde las tribunas públicas de la prensa; iniciativas y acciones mediante las que tanto este intelectual como la mayor parte de escritores y artistas de la época trataban de desterrar definitivamente las despóticas formas de poder y dominio oligárquicas y de actuar operativamente en la reforma de los principales pilares sociales como el ejército, las estructuras económicas o la Iglesia. Sin embargo la República tuvo que desarrollar sus programas, iniciativas y actividades en medio de una realidad nacional dominada por fuertes tensiones, contradicciones internas y conspiraciones que hicieron insostenible e incontrolable el aparato estatal cuyo desenlace desembocará en el levantamiento militar del 18 de julio568.

Durante el trienio bélico, Antonio Porras alentaría y defendería la ideología republicana en manifiestos, movimientos y publicaciones por medio de los cuales denunciaría la constante violación de derechos básicos por parte del fascismo, las consecuencias que la guerra estaba provocando en suelo español, la ineficacia de la Sociedad de Naciones al no actuar ni censurar una sublevación que estaba destruyendo una nación, etc569.

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Una vez finalizada la Guerra Civil, la vida en el exilio presentará multitud de perspectivas y diferentes puntos de vista dependiendo de los lugares de destino. Buenos Aires y la capital mexicana pasarán a ser los mayores núcleos de reunión y distribución de la emigración intelectual española por ser países que presentan mejores condiciones de integración tanto por compartir una lengua común, como por ofrecer una política favorable de los respectivos gobiernos interesados en acoger a estos intelectuales no sólo con el fin de que pudieran proseguir su trabajo intelectual sino también para favorecer el universo cultural nacional; no obstante, París acogerá a otro buen número de importantes figuras de las letras, las artes, la enseñanza o la política española que, una vez finalizado el azote de la II Guerra Mundial, fomentarán un clima cultural, artístico e intelectual que será el propulsor de un denso corpus de asociaciones y publicaciones570 desde las que se impulsará una frenética actividad cultural.

Antonio Porras será uno de los principales artífices del movimiento exiliado en París, tanto por su conocimiento de la lengua francesa como por su compromiso republicano que le harán trabajar desde su llegada en la defensa, cultivo y desarrollo de lo que se ha venido a denominar como cultura del exilio. En primer lugar, será miembro de la Unión de Intelectuales Españoles (U.I.E.) en Francia y hará suyos los postulados que esta asociación, a través de su órgano de expresión, el Boletín de la U.I.E., reivindicará en territorio francés fundamentados por un lado en actuar en Francia ilustrando y conmoviendo a la opinión pública francesa sobre la situación de España y sus problemas y, por otro, organizándose y preparándose para el porvenir inmediato tratando de mantener la unidad entre los intelectuales españoles, extendiendo la cultura española en Francia y estrechando lazos con el pueblo e intelectuales franceses571. Junto a las poesías y artículos publicados en el Boletín   —432→   de la U.I.E., Antonio Porras será, a la vez, uno de los principales artífices de otra de las esenciales publicaciones españolas editadas en la capital francesa, la revista Independencia, de la que será miembro del consejo de redacción al lado de R. Alberti, M. Azcárate o Serrano Plaja, entre otros572.

Al lado de estas actividades en publicaciones y centros intelectuales, la labor cultural y la dedicación personal más importante y trascendental para el desarrollo profesional, el afianzamiento económico familiar y el reconocimiento público tanto en país vecino como en España o en Hispanoamérica de este escritor durante el exilio vendría marcada por sus colaboraciones críticas para el mercado literario francés al convertirse en crítico literario para algunas de las más prestigiosas editoriales francesas gracias a su vasta cultura, sus dotes como crítico y su conocimiento de la lengua francesa que le permitirá hacer recensiones de todo tipo de publicaciones.

Antonio Porras se convertirá en una figura esencial para algunas editoriales francesas, españolas o argentinas y sus reseñas y juicios críticos serán difundidos a un amplio número de oyentes y de lectores a través de un medio de comunicación público: «Radio París», emisora parisina que propagaría las reflexiones y comentarios de este escritor acerca de todo tipo de libros, colecciones o revistas que libreros y editores hacían llegar a su residencia para que éste con su vasta cultura, su sagacidad, su incansable pluma y su aptitud para la crítica animase e incitase al lector a adquirir los textos que estas editoriales sacaron a luz a mediados de siglo.

El desarrollo de la función de crítico de este escritor va a verse beneficiada por la coyuntura editorial del mercado francés de mediados de siglo que, con la finalización de la II Guerra Mundial, gozará de una importante expansión a causa de una conjunción de factores entre los que destacan la aparición de una clase media que crearía nuevas demandas sociales, la estabilización y expansión de la economía, nuevas políticas editoriales o la aparición de modernas técnicas de reproducción o impresión que cambiarán las estructuras tradicionales sobre las que descansaba el mundo del libro573.

Estas modificaciones e innovaciones del mundo editorial francés originarán un nuevo perfil de editor que deberá preocuparse de disponer de eficaces sistemas de difusión y distribución de sus productos influido y determinado por una mayor complejidad del sistema editorial dentro del cual serán piezas esenciales una eficaz difusión de los libros y una importante cobertura crítica de las obras con importantes autores y críticos que aseguren las ventas de sus textos574.

Inmersos en una transformación de los mecanismos de producción, difusión y distribución editoriales, algunas de las editoriales francesas más importantes confiarán sus textos a la pluma de Antonio Porras quien redactará numerosas recensiones de libros de todo   —433→   tipo de materias ya sean de contenido histórico, literario o incluso científico que serán difundidas a un amplio número de potenciales lectores a través de las ondas de Radio París con lo que los editores se aseguraban un doble objetivo: por una parte, un importante crítico que hablase de sus obras575 y, por otra, una imprescindible divulgación de sus textos al ser comentados a través de un medio de difusión fundamental como la radio.

En sus reseñas, por lo general, Antonio Porras suele gustar de un lenguaje sencillo, cercano, fácilmente comprensible y animadas con intercalación de algunos diálogos o fragmentos de los propios textos para que el oyente se sienta atraído hacia la lectura del libro que abiertamente se comenta, probablemente influido por su inmediatez y su finalidad pública tratando de que sus palabras y sus comentarios respecto a los textos recensados llegue al mayor número de potenciales lectores.

Algunas de las principales casas editoriales francesas como las de Annand Colind, Julliard, Editions de Minuit, Seuil, Gallimard, Plon, Robert Laffon o Albin Michel, entre otras, confiaban en la pluma de este escritor para divulgar y dar a conocer las novedades literarias que veían la luz desde sus prensas. Debido a que glosar todos sus reseñas para todas las casas de edición con las que trabajó sobrepasaría los objetivos de este estudio, centraremos nuestra atención en las críticas preparadas para Gallimard, Minuit y Albin Michel.

En primer lugar, para la editorial de Albin Michel576, Antonio Porras comenta obras como Evolución y Paleografía de Henri y Géneviève Termier en la que el crítico destaca   —434→   el rigor científico en la narración histórica de la evolución de la vida humana y no humana; o Saint Dominique de Jean Giraud quien escribe una biografía del Santo cuyos méritos, para nuestro escritor, se basan no sólo en la narración de la vida de un hombre de ímpetu, carácter y espíritu castellano, sino en centrar las vivencias de esta figura en su pleno contexto histórico con lo que la biografía encuentra un complemento esencial al combinarse con un ensayo histórico donde la realidad se mezcla con los intereses sociales, religiosos y políticos de la España y la Europa del siglo XII.

No se limita este crítico a informar y comentar los textos de estas editoriales sino que también reflexiona sobre la propia literatura tanto en su teoría de los géneros como en sus características estéticas según los períodos históricos. De esta manera sintetiza Porras lo que debe ser el género cronístico al comentar un libro de Robert Kemp titulado Au jour le jour:

«La verdadera crónica -se sabe pero bueno es recordarlo- exige en su autor sólida cultura; don de observación, y agilidad y gracia. Porque el cronista es un mixto de poeta y de filósofo, que achica voluntaria, graciosa y afablemente su calidad de ensayista, recogiendo una nota de lo actual, lo más vibrante, para comentarla con brevedad, agudeza y utilidad».



La guerra civil española supone otra vía de reflexión de este autor, sobre todo si se tienen en cuenta las circunstancias coyunturales que envolvieron a los exiliados españoles. La lectura de la novela Corrida de la Victoria, de Georges Conchon, incita a Antonio Porras a pensar sobre el trasfondo de la trama argumental del relato. Así, en las primeras líneas de la crónica el cordobés siente aún latentes las consecuencias de la guerra cuya tragedia persiste para los refugiados a pesar del tiempo transcurrido. El autor no considera finalizada la tragedia que supuso la guerra civil sino que, para él, esta obra es un estudio «de esa enorme tragedia que fue y es la guerra civil española», donde ese subrayado del presente, del es, se convierte en pieza fundamental que demuestra que las terribles consecuencias de la guerra no han sido superadas por los exiliados españoles. E incluso, Porras Márquez incide en cuestiones muy debatidas respecto al conflicto bélico en zona republicana con preguntas retóricas como: si, realmente, la guerra la ganó el bando franquista, ¿a quién le correspondió verdaderamente la victoria popular y moral?, ¿triunfó España o por el contrario quedó partida y escindida en dos mitades? O sentencias como las siguientes:

«Triunfó uno de los bandos probando, de hecho, su capacidad para ganar la guerra. Bien ¿y la capacidad para ganar la victoria? He ahí una de las grandes preguntas esenciales de la obra. El partido (estamos en partidos, en España partida, se quiera o no se quiera) el partido triunfante se asienta en el poder. ¿Cómo usa de éste en relación a España? ¿Qué deviene el ejército? ¿Se ve una cuestión que ha de plantearse inevitablemente?».



Junto a estas observaciones, Antonio Porras hace uso de su sólida formación cultural y sus atinadas observaciones sobre los aspectos puramente literarios en críticas como la que ofrece del libro de Jean Cassou, Un tiempo para amar. Conocedor de los mecanismos de   —435→   creación y de las claves creativas de cada novela, en este conjunto de relatos Porras admira más que los contenidos que ofrecen las narraciones de Cassou las formas sobre las que se estructuran:

«He ahí el libro de Cassou: no lo que pasa, sino cómo se nos dice; cómo se nos cuentan esas historias de al borde del lecho, en las que el análisis psicológico no es al uso, sino en verdad permanente y de todo tiempo, buscador en las constantes de lo humano, por modo propio que da de lado a modas e ideas de almacén, llevándonos por relato lleno de detalles, de realidad, de invenciones o descubrimientos, para que todo se haga por sus pasos contados -y cantados, ya que contar la melodía es cantar la historia, como dijo Machado- y de ahí lo escueto, sencillo y maestro de la escritura: de la lengua».



Otra importante empresa editorial francesa, Gallimard, confió sus publicaciones a la lectura y recensión de Antonio Porras. De las varias críticas que se conservan577 para esta editorial destacan las referidas al libro de Mallarmé, Las nupcias de Herodiada y los comentarios sobre las versiones francesas de las obras de Miguel Delibes Mi idolatrado hijo Sisí y El camino, publicados en Francia por dicho editor en 1959.

Respecto al primero, nuestro autor destaca el valor poético de la última poesía de Mallarmé en Les Noces de Herodiade quien, para Porras, ha sido capaz de elaborar una poesía activa, poesía cuyo misterio dejó el poeta francés inacabado a pesar de sintetizar en sus versos ideas, imágenes, realidad y visiones cuyas esencias se muestran limpias en el poema después de vencer al fuego del arrebato de la inspiración poética: «De ahí la pureza escueta, la brevedad sin explicaciones, el puro acto que relampaguea en los trozos ahora publicados». Incluso el crítico señala el acierto de las palabras trazadas por el autor de la introducción al poema, Garner Davies, al considerar el poema a medio camino entre la estética y la filosofía, puntualizando A. Porras que como dijo Verlaine la poesía tiene mucho de frialdad del intelecto porque muchos poemas representan, además de una estética, un pensar, un discurrir, un querer saber o un filosofar.

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Sin embargo, los dos textos críticos más importantes para esta editorial elaborados por Antonio Porras los constituyen las obras de Miguel Delibes, Mi idolatrado hijo Sisí y El camino. De la primera, de la que el crítico señala la fecha de publicación en España (1953), tras destacar la figura del protagonista Rubés, tipo representativo de la clase media enriquecida sin ningún tipo de principios morales ni religiosos, Antonio Porras resume la novela con las siguientes palabras:

«La novela aparece como una tremenda denuncia, un arrasar que sería cruel si no lo templara la serenidad del relato y no palpitase en su fondo, a contrapunto, un ansia de redención. Por eso la nota saliente de la novela, la vemos en la denuncia de falta de educación cívica; quiere decirse: que revela miseria espiritual y humana en el pequeño mundo novelado».



Junto a estas palabras que resumen la opinión global de Antonio Porras sobre Mi idolatrado hijo Sisí, éste comenta la acertada y sencilla estructura de novela en ocho ejes, la calidad del novelista al recrear las circunstancias espacio-temporales en las que se desarrolla la acción, el tema sexual con connotaciones crudas, pero que ayudan a completar el cuadro sórdido y espeluznante de un pobre vivir desertado del espíritu o el trágico final de Rubés, concluyendo que a pesar de que Delibes se acercó «a un estanque al parecer lleno de aguas potables», (...) al removerlas hizo «salir a la superficie su habitación de enanos monstruos de pesadilla».

Además de estas disertaciones sobre la obra de Miguel Delibes, las últimas palabras del escritor cordobés son reveladoras del sentimiento que la nueva literatura española despierta en la intelectualidad exiliada. «Da gozo ver el alentar de las letras de España» es la significativa expresión con la que Antonio Porras pone fin a esta reseña. Si tanto Antonio Porras como otros muchos intelectuales y críticos denunciaron el abandono y la mutilación de la cultura española tras la marcha republicana al exilio, sintetizada y concentrada en versos como los de León Felipe «¿Y cómo vas a recoger el trigo / y alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?», el propio intelectual cordobés, tras leer la obra de Delibes, comienza a vislumbrar el final del túnel de la posguerra en el universo literario español y, tras diez difíciles años de reconstrucción cultural, con esas palabras señala la satisfacción que le produce el que la literatura española comience a dar nuevos frutos cuya primera cosecha vendrá representada por la generación del medio siglo578.

Con los breves comentarios sobre El camino completa su visión de la narrativa de Delibes llegando a la conclusión de que a través de estos libros, Delibes ve y siente el drama, la tragedia de la tierra castellana. Sin embargo, este último artículo se convierte en pretexto para la recreación y mirada personal del creador crítico para quien Castilla es la tierra desnuda, una   —437→   tierra donde el propio vivir se convierte en drama diario, tragedia perfectamente plasmada por Delibes al ser un autor que siente y vive el contacto directo con la tierra y con el hombre579. Para finalizar, un gran número de críticas que se han podido recuperar se refieren a autores franceses encuadrados en el denominado movimiento del «Nouveau Roman». Fueron numerosos los textos que Antonio Porras comentaría para la editorial francesa Minuit y, tras un somero análisis de las exposiciones y críticas que el español hace de las novedosas y transgresivas obras que esta casa editorial saca al mercado, parece ser que no sólo comprendió, sino que admiró la narrativa de este grupo de escritores franceses entre los que habría que citar a Michel Butor, Nathalie Sarraute, Robert Pinget, Alain Robbe-Grillet o Claude Simon quienes mediante una renovación estética y formal iniciarían un nuevo rumbo en la narrativa europea de mediados de siglo, giro del que Antonio Porras fue testigo directo al conocer de primera mano los textos de estos renovadores que Jerome Lindon, editor de Minuit, le hacía llegar.

Nacida en la clandestinidad en 1942 y dirigida por J. Lindon a partir de 1948, la casa editorial Minuit jugó un papel esencial en la difusión del «nouveau roman»580, tendencia literaria de la narrativa francesa que para L. Goldmann surge en un período histórico donde las transformaciones de la sociedad, la aparición de nuevos fenómenos y la pasividad creciente de los individuos generaron un sistema que tendía a dar una cierta prioridad a las cosas sobre los hombres, a definir una narrativa preocupada por un conjunto de experiencias puramente formales o a configurar tentativas de evasión fuera de la realidad social581. En definitiva, estos presupuestos generarán un nuevo universo narrativo a través del que los novelistas pretenden construir un verdadero laboratorio de experimentación no sólo con el lenguaje, con los límites entre géneros, con la palabra o con el tiempo narrativo582, sino también con las perspectivas y técnicas formales tradicionales, con los personajes, con las cosas más insignificantes, examinándolas y atendiendo a todas sus cualidades aun cuando puedan parecer baladíes o triviales.

  —438→  

Teniendo en consideración estas premisas, las impresiones de lectura de Antonio Porras se dirigen hacia distintos campos del universo literario engendrado por la nueva novela francesa. Así, en líneas generales, subraya como innovaciones de esta nueva forma de novelar el que los autores sean constructores de nuevos Mundos, «en el sentido que su método va, esencialmente, hacia el conocimiento de ese Mundo que aparece ante sus ojos y su inteligencia, como mundo fenomenal». En una explicación rayana en lo filosófico, para Antonio Porras el gran valor de La Modificación de Michel Butor reside en hacer de la novela un orbe en el que se fusionen y combinen indisolublemente narración objetiva y descripción fenomenal a lo Joyce, sustentadas lingüísticamente en el empleo de la segunda persona, demostrando que frente a la narración tradicional, el protagonista no es un monologuista ni un analista, sino un testigo que describe fenómenos con lucidez de ojo y de conciencia583.

Sus apreciaciones también se refieren a los efectos de cosificación y de reducción de los personajes. Así, por ejemplo, en la narrativa de Sarraute, en concreto en la obra Tropismos, Antonio Parras muestra su admiración por el proceso de búsqueda y de construcción del personaje en la novela de la escritora francesa. Según el crítico, la autora busca en lo recóndito del personaje su propio ser, procurando hacerlo emerger del tumulto de la vida diaria, es decir, Sarraute, más que crear o pensar un personaje trata de orientarlo en el aglomerado social por el que deambulan. De igual manera considera los personajes de las novelas de Claude Simón. El héroe de la novela tradicional ha desaparecido, ahora los personajes, según Porras, no son protagonistas ni están estructurados en torno al protagonista, ya que en La hierba, por ejemplo, «ninguno de los personajes es protagonista a la manera acostumbrada» y continúa:

«Y no lo es ninguno, porque ninguno es más que otro, sino que cada uno es eso: uno que, al mismo tiempo, es otro con respecto al uno que tiene al lado o delante o en sí mismo. Es decir, la novela es una plena realidad, porque Simón da el juego del yo y el otro (el alter ego). De ahí que cada uno de los personajes de Claude Simón sea protagonista, porque cada uno, todos, riñen su batalla».



La desaparición del personaje va a llevar a su sustitución por nuevas realidades, nuevos universos donde la realidad autónoma fundamental y el protagonista de la narrativa será el objeto, la cosificación, lo que implica la desaparición de toda significación de las acciones de los individuos, su transformación en seres puramente pasivos, en cosas, hasta el punto en que   —439→   resultará difícil distinguirlos de éstas584, como trata de plasmar Robert Pinget en Le Fiston y trata Antonio Porras de sintetizar en su artículo sobre dicha novela. Según nuestro autor, los detalles, la descripción externa de lo real circundante, el ansia creativa por situar exactamente, con precisión microscópica al objeto concretados en la silla, la mesa, la piedra, el árbol, etc., se convierten en referentes inmediatos de la narración hasta el punto de decir que el detalle primoroso de Azorín es llevado por este autor a su límite trágico, destruyendo el mundo natural. Incluyo va más allá al tratar de condensar el contenido de la obra y la actitud del protagonista en una voraz lucha por extraer el ser del objeto: «Por eso el hombre escribe y escribe y no acaba. No logra rehacer el objeto, no logra apresarlo. El objeto se le escurre. El no sabe que el ser del objeto es, precisamente ese: el escurrirse y no dejarse apresar. Sin embargo hay instantes en que dice: «he tentado lo imposible». Pero seguidamente vuelve a la carta».

Muchas teorías se vertieron sobre las constantes que definían el mecanismo de construcción de la nueva novela francesa, definiciones y disquisiciones en las que participaría nuestro autor, cuya mejor explicación puede encontrarse en su reseña sobre L'Ombre de Daniel Boulanger, que sintetiza el pensamiento del crítico respecto a la labor editorial de Minuit y a las transformaciones narrativas del «nouveau roman»:

«Algunos llaman incomprensibles a estos novelistas que son Robbe-Grillet, Butor, Pinget, Sarraute, Gegauff, Simon y este Boulanger. Nosotros vemos en ellos a los que trabajan en serio por la creación de una novelística propia del tiempo de hoy, pues no se extravían en sueños, sentimentalismos, sociologías baratas o pornografías de estudiante de primero, tan amadas de los del tiempo viejo; estos citados ven la realidad y la describen con rigor y amor, como hombres que toman todas las medidas a fin de construir viviendas en lo que hoy es páramo».



El conjunto de editoriales para las que trabajó Antonio Porras -Minuit, Payot, Albin Michel, Arman Colin, Seuil, etc.,- son el mejor testimonio de la aportación literaria de este escritor en el mundo cultural francés de mediados de siglo. Sin espacio para poder continuar analizando los muchos artículos e interesantes apreciaciones que, sobre arte, historia, literatura o cultura en general francesa o española, elaboró Antonio Porras en el exilio, se ha de recordar que si la vida cultural del exilio español en Francia fue rica en publicaciones, actividades, asociaciones e iniciativas para perpetuar una identidad escindida tras la derrota republicana en la Guerra Civil, el compromiso socio-político para con la España republicana de este escritor, con participación activa en asociaciones y publicaciones, su producción literaria, su contribución al desarrollo y florecimiento de una cultura propia española en el exilio y sus contactos directos con el mundo literario, cultural y editorial francés, nos lleva a concluir que este intelectual no sólo contribuyó decididamente a mantener e impulsar la cultura española en Francia sino que con su trabajo y esfuerzo crítico trató de construir y solidificar vías de comunicación entre las intelectualidades francesa y española.



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ArribaAbajoEl ejercicio de la crítica literaria en La puesta de Capricornio de Segundo Serrano Poncela

Ricardo Mora de Frutos



Universidad de La Rioja

El empeño por reconstruir una historia de la literatura española al margen de la oficialidad en el régimen desde allende las fronteras es una de las prioridades del intelectual exiliado. Labores como las de Max Aub, Juan Chabás o Segundo Serrano Poncela dan fe de esa voluntad de erradicar la directriz única impuesta en España585. Pero sobra decir que para el escritor en general, y para el escritor exiliado en particular, la historia no sólo se cuenta en los manuales sino que, como la propia literatura, ha de estar viva y latente586.

Como señalaba Chabás, desde la nueva situación, y como postura general, se impone «escrutar sin fatiga la historia nacional de un pueblo y ver hasta qué punto su expresión literaria es el signo vivo, en cada época, de esa historia587». Y la expresión literaria, en estos momentos, deja bastante preocupados a quienes la contemplan desde el recuerdo de un pasado glorioso y una cada vez más opaca esperanza, debido a un agostamiento en cuanto a calidad estética y contenido ideológico, opuesto al concepto de vitalidad. No faltará quien califique de putrefacto el marco que ofrece España durante este periodo588: una vez despojada de su canción y muda, el estancamiento que en líneas generales predomina -más allá de los exiliados interiores y de las figuras sobresalientes que nunca renegaron de la dictadura y que tampoco faltaron, si bien en magra cantidad-   —442→   suscita una gran inquietud y desolación en los intelectuales que han buscado la libertad creadora en el exilio, y que ven que las posibilidades de volver confiando en una mayor transigencia son poco más que una quimera589. En este sentido, se multiplican los artículos de carácter crítico con la situación e, incluso, estas opiniones se llegan a introducir como elemento estructural, y no meramente anecdótico, en la novelización del periodo por parte de algunos autores.

En esta postura se encontrará, desde su privilegiada atalaya de teórico y crítico literario, Segundo Serrano Poncela (1912-1976), quien, en su permanente vagar por Hispanoamérica, se lanza a través de numerosos artículos académicos y de su vasta producción ensayística a un minucioso y a la vez sincero análisis de la compleja situación que le toca en suerte vivir al intelectual arrancado del mapa de la ignominia que es España, en palabras de José Pascual Buxó, así como al estudio del pasado y presente de las letras hispánicas. Sin embargo, su cada vez más importante incursión en el terreno de la ficción -vocablo muy escurridizo cuando hablamos de la producción de escritores exiliados- se caracteriza en una primera etapa americana, en la que predominaría el relato breve y el análisis del comportamiento humano, por un intento de evasión de los lugares comunes de aquellos que comparten de una u otra forma su situación: el relato autobiográfico, la memoria pormenorizada o la condena elegíaca por el doloroso trance que les ha tocado en suerte padecer590, lo que no significa desentenderse del problema.

El progresivo arraigo de Segundo Serrano Poncela en el problema del exilio como factor primordial en la psicología humana, paradójicamente, no se muestra con total claridad hasta su incursión en la novela larga y, con ello, hasta que inicia su publicación en editoriales   —443→   peninsulares, hecho que no se producirá sino en la década de los sesenta591, momento de clara evolución social, y a la vez de constatación del improbable retorno. Hasta entonces, en su narrativa -Seis relatos y uno más (1954), La Venda (1956)- la introspección psicológica pura, de corte unamuniano, prima sobre cualquier otro aspecto.

No se escapan a esta afirmación los tres relatos que conforman el volumen La puesta de Capricornio592, escrito en Puerto Rico y en Nueva York entre 1956 y 1957 durante el dis frute de una beca Carnegie, y especialmente la novela breve -como acertadamente la define Santos Sanz593- que da título a esta colección, más allá incluso que las otras dos: mientras que «Cirios Rojos» aborda el tema de la denuncia y la falsa beatitud en el contexto del inicio de la guerra civil española, y «Unos pies desnudos» evoca la crueldad del campo de concentración y la condición del exiliado de dimensiones universales en medio de una historia de amor unilateral, «La puesta de Capricornio» sitúa de forma vaga su trama en un tiempo impreciso cercano a la guerra de 1936, como se deduce de pequeños indicios que actúan simplemente de marco. Es, por tanto, el relato más aséptico con relación al conflicto bélico y sus consecuencias de cuantos integran el volumen.

Si hubiera que esbozar una clave interpretativa para «La puesta de Capricornio» sería la tensión dialéctica entre ocultar y mostrar. Entre las telas de un aparente convencionalismo aburguesado y arraigado en la más rancia -casi enmohecida- tradición castellana, con el tema del honor como fondo, la trama discurre entre la ocultación de los sentimientos, el temor al embarazo y las enfermedades venéreas, la licitud del erotismo, el fantasma de la infidelidad y los débitos conyugales en la atípica relación entre sus prototípicos protagonistas: el tullido y jactancioso Damián Recalde, en parte deudor de la imagen del castizo hidalgo castellano atormentado por cuestiones de honra, y la virginal y hermosa Inés, quien pretende medrar económica y sentimentalmente a través del matrimonio amparada en su inocencia y en el desconocimiento de sí misma. El conocido tópico del viejo y la niña, que surca la literatura hispánica, sirve de telón de fondo a una historia que guarda más de una sorpresa, con un desenlace a medio camino entre la crónica de sucesos y el relato policiaco. Pero además, el relato denuncia que, en una sociedad restrictiva e hipócrita, hasta la pureza del amor se convierte en asunto que hay que mantener silenciado y que tan sólo puede intuirse, lo que desemboca en una perniciosa degradación. Esta situación que desencadena celos y pasiones exaltadas en los protagonistas, que sólo el personaje celestinesco encarnado   —444→   en la criada Prisca, merecedor incluso de un contundente «puta vieja», sabrá poner fin de manera definitiva, presenta al mismo nivel la virtud de la ignorancia y la necesidad de la misma exigidas por el entorno social. Y es que en esta ocasión en que los organizadores nos sitúan ante la obra de Paulino Masip de forma preeminente, no podemos dejar de señalar la similitud temática de este relato con algunos del escritor del que celebramos su centenario594.

Y, sin embargo, el contenido de «La puesta de Capricornio» es algo más que eso. Esta tensión aludida encierra una transposición de la existente entre la implicación y la desvinculación de los problemas de España en la obra de Serrano Poncela, a la postre una de las más comprometidas intelectualmente, y de una ambigüedad que permite un análisis ciertamente complejo595. Él, tan preocupado por la consideración del nacionalismo español como forma de vida596, en algunas ocasiones, especialmente en los escritos de los primeros años de exiliado, deja a un lado la omnipresencia de esa España, añorada, deseada o imaginada, en favor de reflejar las tensiones del individuo que él mismo experimenta, como evidencian las confesiones vertidas en su conocida relación epistolar con Max Aub. A pesar de ello, no es capaz en otros momentos de librarse de sus compromisos intelectuales como profesor, crítico y español al contemplar el sombrío panorama literario que en América sigue reflejando la patria a la que tan vinculado se siente, a pesar del supuesto falseamiento de perspectiva provocado por el tamiz de la distancia que señala Marra López, en una tesis que se encuentra en fase de revisión597. Así, «La puesta de Capricornio» podría acusarse de estar excesivamente centrada en reflejar el espacio español, impermeable a las influencias del lugar de acogida, hecho característico del primer exilio. Surge, pues, la traición   —445→   del moralista oculto tras el aparentemente neutro narrador598, sin por ello sucumbir a un fácil victimismo.

Si bien es cierto, según señala Claudio Guillén, que no sólo de literatura vive el desterrado599, en Serrano Poncela ésta se erige, de manera peculiar en quien necesita y ama una tradición forjada a través de los tiempos hasta la brillantez de comienzos de siglo, en punto de apoyo para afrontar una condición que nunca habrá de perder. En la literatura, se abre camino, como diría Bulgákov600. Por ello, se plantea la necesidad de reconstruir la desmigajada historia de la literatura española desde una perspectiva más abierta que la que permite el propio régimen, empeño al que se dedicarán otros autores desde una posición más didáctica o más reivindicativa, y que trascenderá el marco de la escritura académica. Así el ejercicio de la crítica, que como explica Jean Starobinski «es, ante todo, selección: es preferencia motivada, elección (o rechazo) de una obra entre sus competidoras»601, pasa a confirmarse como elemento integrante de la narración literaria, en una prolongación del juego entre mostrar y ocultar.

La intertextualidad, tan cara en Serrano Poncela, más que un simple mecanismo propio del profesor y catedrático adquiere un propósito específico. Aunque presente como punto fundamental en la Habitación para hombre solo (1963)602», quizá sea su obra póstuma, La viña de Nabot (1979), con su multitud de referencias literarias y filosóficas de toda índole, por lo que cabría denominarla «novela total», la que condense esta postura de manera más brillante. Pero, en este sentido, pocos relatos tienen parangón con «La puesta de Capricornio», donde casi todas las citas remiten al universo de la literatura española, encabezada por Fernando de Rojas, con la inevitable deuda del mundo clásico y de la literatura francesa. La velada ironía -en ocasiones desvelada- con respecto a la literatura peninsular del momento de que hace gala esta novela es en cierta manera más próxima, salvando la enorme distancia de espíritu, a la acibarada irreverencia de La novela del indio Tupinamba (1959) de Eugenio Fernández Granell603, que a la nula atención a este aspecto   —446→   prestada por Virgilio Botella en Así cayeron los dados (1959), muestras señeras de tendencias complementarias aparecidas ambas en el mismo año de publicación de la obra de Serrano Poncela. No es éste, pues, un aspecto insólito, pero sí significativo en un profesor y crítico bastante más moderado en sus consideraciones teóricas y que, hasta la fecha, había eludido un terreno tan espinoso.

Así, la «ficción» literaria se configura como un mecanismo productivo para verter una crítica por cuya subjetividad resultaba inviable en otros medios, pues como señala Michael Ugarte, «las claves necesarias para un análisis estructural de la literatura española del exilio (o quizás para cualquier literatura del exilio) se hallan en ese testimonio, aun cuando el tema exige cierta distancia y objetividad intelectuales»604.

La crítica irónica que realiza Serrano Poncela, narrador directo de los hechos y testigo presencial de los mismos, tiene varios frentes. En primer lugar, la burla más que jocosa resignada hacia los autores que se han anquilosado en los moldes desfasados de la literatura decimonónica para ajustarse al gusto inocuo y servil de los adeptos al régimen. Es el caso del poeta José María Pemán, autor de innegable favor público y no pocos méritos pero de escasa capacidad o voluntad innovadora, y por ello contrario a la tendencia manifestada por la mayoría de los escritores forzados a emigrar. La opinión de Rafael de Cózar, según la cual «el estilo de Pemán es clara y deliberadamente anacrónico, impermeable a las renovaciones de los años 20, de la generación del 27 o del 36, e incluso a las novedades de la posguerra»605 la resume muchos años antes Serrano Poncela con un ingenioso juego estilístico:

«[...] amparándose en el helado y sombrío capuz nocturno -como diría Zorrilla de vivir aún, y ha repetido más tarde nuestro poeta José María Pemán- el regocijado grupo llegó se al monumento [...]».


(Pág. 8)                


El escritor exiliado lo es, en gran número de ocasiones, para no tener que supeditar su capacidad de creación al mero remedo de aquellos moldes sancionados y fomentados desde las instituciones oficiales y desde el trasnochado clamor popular606. Por este motivo, los pilares de la literatura oficial van a ser atacados desde su base, pues son el ejemplo supremo de la prostitución y degradación literarias aceptadas por quienes pignoran sus ideales en pro de   —447→   una cómoda estabilidad dentro del cerco impuesto por la censura. Este será un terreno predilecto por los escritores exiliados para ejercer su labor crítica. Serrano Poncela, en un momento donde la acritud se presenta como un recurso fácil, opta por la sutilidad.

Del mismo modo, los actos de reafirmación nacional invocados en los concursos florales y justas poéticas, evaluaciones autocomplacientes de la afinidad ideológica y del pensamiento único más que de la consumación estética, son otro de los objetivos a los que alude Serrano:

«Tenía Recalde una buena posición económica. Era propietario de fincas de pasto y corcho y ejercitaba la literatura como una demostración de buen gusto (había publicado acerca de algo, creo que con respecto al folklore o la poesía popular; desde luego algo premiado en un certamen oficial)».


(Pág. 12)                


Damián Recalde responde perfectamente al tipo de potentado ocioso de posguerra cuya distracción discurre por los cauces de la vena poética. Carente de pretensiones, inmerso en el estudio de las tradiciones autóctonas a modo de pasatiempo intrascendente, Recalde es el modelo de poeta que fomenta el inmovilismo intelectual que asola España. E, indefectiblemente asociada a la figura del poeta oficial, cuya obra es descrita con un explícito laconismo por parte del narrador («había publicado acerca de algo»), puesto que no interesa tanto su trabajo como su lugar en la cultura nacional, se encuentra la del erudito, Valmaseda, encargado de ensalzar la superioridad de los ideales patrióticos como trasunto de su propia fatuidad, puesta de manifiesto hasta en la descripción de los sucesos más fútiles:

«Valmaseda, como todo erudito, tiene clara conciencia de su absoluta superioridad cuando del tema de su especialización se trata y todos quedamos convencidos de ello, siquiera para quitarnos de encima el montón de referencias y citas con que trató de abrumarnos. España, tierra de vinos y conejos, ofrece inagotable campo para tales investigadores y no íbamos a reñir con él por primacía de más o menos».


(Pág. 30)                


Finalmente, en su conjunto, todas estas figuras eminentes de la jerarquía cultural española, integrantes de un particular Ateneo, forman un grupo que con sorna identifica Serrano con la elitista y selecta sociedad intelectual que aparece en las novelas de Proust, llegando a un grado sumo dentro de lo grotesco, casi esperpéntico. El clan Verdurin, que al comienzo de Unos amores de Swann ya es objeto de burla, aquí, con casi las mismas palabras y con las mismas actitudes sectarias, pierde cualquier viso de respetabilidad:

«Allí estaban el recitador Las Heras, recién llegado de Bogotá, restregándonos los éxitos obtenidos allende los mares sobre todo con el romancillo de Ochaíta acerca de la infanta Isabel; el P. Medardo Toro, el P. Arteta, dos jovencitos del Opus Dei cuyos nombres nunca recuerdo; Valmaseda el poeta lírico, y otros más; en fin, una de las crèmes o cogollitos   —448→   crepusculares aspirantes a la fama, cuando menos, del clan Verdurin que por tantas razones similares festejó Proust».


(Pág. 9)                


A través de estos ejemplos vemos cómo la condena de Serrano recae sobre todo en el traslado de la literatura al ámbito de salón de una sociedad sin ambiciones ancorada en la permanencia de sus atávicos privilegios, una vez que los elementos revolucionarios habían sido apartados de la vida pública. Si es éste uno de los elementos actuales que Marra López califica de «pastiche», no cabe duda de que es con una clara intención crítica que no necesita una fidelidad absoluta para cumplir con su objetivo, y por ello no deben considerarse como mero accesorio prescindible.

Del mismo modo, el aparente elogio de la obra de Jacinto Benavente, como símbolo de una estética que define el momento presente, basada en la supremacía de lo insustancial y la cultura del sainete, encierra una amarga ironía al ponderar su capacidad social en detrimento del contenido literario:

«Fue durante el estreno de una de las últimas comedias del difunto don Jacinto. Yo creo que si alguna vez se escribe la historia de la literatura en nuestro país con criterios más amplios que los actuales se considerará a Benavente como el autor que más encuentros y actividades societarias ha propiciado con los estrenos de sus obras. (...) Como las comedias de don Jacinto poseen la virtud de poder ser oídas por retazos, buena parte de la atención del público se desvió hacia el episodio de la aparición del matrimonio; ...».


(Pág. 10)                


Benavente, con sus comedias pergeñadas con «insulseces vertidas por varias damas y caballeros», será en la narrativa de Poncela una de las figuras que mejor represente el espíritu reaccionario desde antes de la guerra607, tras la cual, más que nunca, la literatura se ve forzada a buscar la aceptación por parte del público y del dogma impuesto como requisito ineludible para su continuidad. Por ello, sin lugar a dudas, el aspecto más destacado de este recurso narrativo es la comprobación palpable del retroceso con que se están escribiendo en ese momento las páginas de la historia de la literatura española en la península por parte de los autores oficiales, ante lo cual el intelectual exiliado, que no ha eludido su compromiso con una patria que sigue sintiendo suya, no puede permanecer impasible. De ahí surge la duda sobre la posibilidad futura de elaborar una historia de las obras y autores más allá de su adecuación a determinadas ideologías, desmarcada de las imposiciones provenientes de los dirigentes del país.

Segundo Serrano Poncela es plenamente consciente de que una opinión de este tenor en un texto crítico invalidaría cualquier criterio de objetividad para un ensayo académico. Por este motivo no duda en repetir, de forma quizá menos irónica de lo que en un primer   —449→   momento podría parecer, la necesidad de recurrir a las opiniones y datos seudocientíficos que pueblan las páginas de su relato. Uno de los ejemplos más significativos es el extenso comentario a la labor poética de Valmaseda, poeta y erudito oficial por antonomasia, en quien se puede reconocer a más de una figura del momento:

«... nuestro conocido vate se ha especializado en cierto tipo de poesía gnómica extraída del refranero y los dichos aldeanos; especie de Luis Chamizo de los nuevos tiempos fiesta España Grande, Una y Tradicionalista que el Glorioso Movimiento ha resucitado llenando, como sabiamente establece el dicho tan conocido, los odres viejos con vino nuevo. Lo que quiere significar que Valmaseda contribuye con su obra a obsequiar a la patria joven con aquel saber de los antiguos guardado por el refranero en lo profano y por la Madre Iglesia en lo espiritual. Había publicado, por entonces, dos obras: Nuevas sentencias que dicen las viejas cabe el fuego, ésta continuación de la escrita en el siglo XV por el Marqués de Santillana, y cierta antología titulada El laurel de Baco repleta de cantares populares vinícolas; quiero decir, de vendimias y lagares. Por tal fruto de su estro poético entró en contacto con Recalde a quien proporcionó algunas fichas inéditas para su obra La flauta de Pan. Supongo que tan tediosos pormenores no cansarán al lector, sobre todo si tiene en cuenta que algún día los datos aquí presentes pueden servir para elaborar la historia literaria española de nuestros tiempos».


(Pág. 25)                


No se equivocaba Serrano, puesto que a través de esta minuciosa descripción podemos repasar los elementos constitutivos de la galería de tópicos que recorren innumerables figuras de la literatura nacional, ávidas de crear una conciencia afín a las tesis imperantes. Y sin embargo no hay una crítica acerba explícita, sino una sutilidad que se vale del mencionado juego entre ocultar y mostrar, encarnado en la ironía. En efecto, en una situación que condena a un silencio parcial del escritor, una de las vías de escape ha de ser el rodeo de lo que se podría decir sin ambages. Para el creador, de igual manera que concluirá el médico Marco Tulio a la hora de explicar a la inocente Inés los secretos de la vida marital: «Creo que será necesario utilizar el circunloquio» (Pág. 40).

Es, pues, éste el mecanismo que dota de vida a la literatura más allá de los soportes habituales de crítica en la obra de Serrano Poncela: su empleo como material de primer orden para la narración ficticia. Los elementos mentados sobre la literatura del momento multiplican su carga crítica al complementarse con la trama argumental, basada en cómo la hipocresía, la intolerancia y la ignorancia pueden conducir a situaciones trágicas en todos los niveles del individuo. De este modo, una interpolación en principio de escaso valor narrativo, en la que Marra López ubicaba la mayor endeblez del relato, cobra trascendencia al evidenciar un amor profundo por la literatura de la patria y por develar las preocupaciones que asaltan al escritor exiliado.

Como conclusión a lo expuesto cabe hacer una llamada de atención sobre el tratamiento metodológico a la hora de abordar la narrativa exiliada. En una literatura que busca un anhelo de libertad frente a la imposibilidad de hacerlo desde la península, lo que   —450→   se pretende en primer término es hacer una condena clara y firme, sin medias tintas, de la situación represiva existente en España. Pero esto no excluye la capacidad del autor para la alusión velada que requiere de un lector preparado para descifrar las claves: la posibilidad de mostrar las cartas abiertamente no es óbice para dejar de utilizar la sugerencia y la referencia indirecta como recurso narrativo y al mismo tiempo crítico. De este modo, no deja de tener vigencia la tesis de Ayala sobre el receptor del texto exiliado608. En Serrano Poncela, ese receptor, que a veces oscila entre el yo y el tú, algo que se verá especialmente destacado en Habitación para un hombre solo, es una pieza clave de la interpretación, y con él desarrolla una suerte de juego de enseñar y ocultar propiciado por el propio hilo argumental de la novela, a modo de estructura paralela: la historia de los personajes, a pesar de su aparente trivialidad, es indisoluble de la historia social y cultural que ha de vivir el escritor exiliado puesta de relieve a través de las referencias literarias. La Puesta de Capricornio se configura, de esta forma, en una de las primeras expresiones críticas en la ficción de Segundo Serrano Poncela a través del no siempre transitado mecanismo de la ironía.