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ArribaAbajoEl lento regreso: textos y contextos de la colección «El Puente» (1963-1968)

José-Carlos Mainer. Universidad de Zaragoza


Por muchísimas razones, el decenio de 1950-1960 aparece cada vez más como un momento capital en la historia intelectual de la España contemporánea. La lenta modificación de la propia estructura del franquismo -obligado a reorientar los parámetros económicos de la autarquía y a buscar, o a recibir, la ayuda del Vaticano y de Estados Unidos en la propicia coyuntura de la guerra fría- proporcionó la mínima base para unos cambios ideológicos. En su desarrollo fueron capitales, por un lado, la recepción ansiosa y desigual, pero siempre bien venida, de las novedades del pensamiento europeo de postguerra -existencialismo, neorrealismo, abstracción plástica...- y, por otro, la conciencia de una renovación biológica en el seno todavía muy confuso de la vida de la cultura nacional.

A título de síntomas, la muerte de Baroja o la de Ortega, el silencio y la reiteración de Pérez de Ayala o Azorín, cerraron capítulos y casi obliteraron los cordones umbilicales con el pasado, pero la verdadera mutación se gestaba desde dentro: esto ocurría cuando los nacimientos de nuevas revistas, el retoñar crítico de la universidad o la actividad editorial creciente estaban testimoniando inapelablemente la presencia de una generación joven. Pocas veces este perfil «generacional» de los hechos aparece con mayor nitidez como definición de un «antes» y un «después»: está presente en la retórica de las publicaciones juveniles de la época (y en un conflicto bautismal tan decisivo como lo fueron los sucesos de la universidad madrileña en febrero de 1956) pero también constituye la médula misma de novelas como El Jarama o En la hoguera, de poemarios como Áspero mundo y Profecías del agua o de filmes como Muerte de un ciclista, donde la condición juvenil es equivalente de inocencia histórica, generosidad y desprendimiento. Y dentro de ese panorama, la lenta recuperación de «la España del éxodo y del llanto» fue un capítulo fundamental que intentarán esbozar las páginas que siguen.

Manuel Aznar Soler ha recordado muy oportunamente la importancia al respecto   —396→   de una polémica de 1952-1954702. La inició un artículo del joven hispanista norteamericano Robert G. Mead en la revista Books Abroad, quien, en la tesitura de elaborar un breve panorama de la vida cultural española del momento, advirtió como ingredientes fundamentales de la misma la férrea censura, la endeblez y el servilismo ideológicos de las obras nuevas y, sobre todo, el exilio y olvido de la parte mejor de los intelectuales españoles. Julián Marías, que acababa de iniciar su trayectoria profesoral en Estados Unidos, contestó con cierta acritud minimizando el problema de la censura, negando aquel presunto olvido de los desterrados y saliendo por los fueros de la actividad cultural de la España de entonces. Con ánimo menos beligerante, José Luis L. Aranguren escribió en Cuadernos Hispanoamericanos un memorable e informado artículo que, si por un lado demostraba que Marías no se equivocaba del todo (algunos escritores españoles conocían y apreciaban efectivamente a sus colegas exiliados), por otro buscaba los cauces más legítimos y fecundos de la polémica: un llamamiento, vago e idealista pero generoso, al reencuentro de las dos Españas, la que dentro de sí se buscaba a sí misma y aquella otra a la que el destierro había descubierto una nueva emoción nacional de la que antes se había apartado703.

El artículo de Aranguren encontró una esperanzadora respuesta en Guillermo de Torre y hasta una contestación colectiva del grupo radicado en Argentina en   —397→   Cuadernos Americanos que firmaron, entre otros, Alejandro Casona, Claudio Sánchez Albornoz, Eduardo Blanco Amor y Francisco Vera, por más que Ramón J. Sender considerara en un artículo llamativamente titulado «El puente imposible» (Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, 4, 1954) que poco había que hablar de la cuestión mientras Franco y todo lo que representaba siguieran usurpando el poder. No había libertad intelectual sin libertad política, al revés de como daba a entender de modo muy sofístico Julián Marías, ni había un posible planteamiento discretamente «apolítico» de la cuestión del exilio como, en el fondo, deseaba De Torre y se veía obligado a presuponer Aranguren.

A la larga, los términos de esa disputa latieron, como se verá, debajo de todo cuanto ocurrió después. Pero debe recordarse, por otro lado, que no se puede separar esta discusión de una serie de polémicos interrogantes y apasionadas respuestas que, desde el remoto pasado, o desde el pasado próximo, se enderezaron al futuro. Piénsese en lo que significó la recepción del libro de Américo Castro España en su historia (publicado en 1948 y llamado desde 1954 La realidad histórica de España), que no fue autorizado pero que hizo circular ampliamente en medios universitarios su implícita interpretación de la guerra civil como el último eslabón más de la cadena del desvivirse colectivo, lo que había de ser muy bien recibido por el perplejo pensamiento liberal del momento. Casi a la vez, las enconadas polémicas entre el falangista «liberal» Pedro Laín Entralgo (autor de España como problema, 1948) y el opusdeísta Rafael Calvo Serer (que replicó en España sin problema, 1949) alentaron el mayor prestigio intelectual de un neorregeneracionismo nacionalista sobre el constantinismo reaccionario y en los términos de ese dilema se educó, de hecho, la nueva generación literaria que conoció la primera conciencia política bajo las orientaciones educativas del ministerio Ruiz Jiménez. Y poco después también, en ese mismo pórtico de los cincuenta, el establecimiento del concepto de «generación del 36» con resonantes intervenciones de Ridruejo (que publicó en 1952 su artículo «Conciencia integradora de una generación» en la efímera pero trascendental Revista barcelonesa de Alberto Puig Palau), Laín, Aranguren y De Torre desde su exilio argentino, entre otros, supuso el intento explícito de asignar un protagonismo efectivo a la generalizada crisis de madurez con respecto al significado último de la guerra civil.


Las letras del exilio en las revistas literarias

Las revistas literarias españolas fueron un marco propicio de las lentas maniobras de curiosidad y aproximación al mundo cultural del exilio. En los primeros años cincuenta era, sin duda, Ínsula la de más veterana e inequívoca atención a la España desterrada. La revista había sido fundada en 1946 a partir de una modesta librería por un catedrático «depurado», Enrique Canito, que pronto colaboró con un poeta,   —398→   José Luis Cano, hijo del gobernador civil republicano de Málaga y encarcelado él mismo durante la guerra civil. Tenía la publicación algo de revista profesoral (tono que el paso de los años haría más manifiestamente profesionalizado) pero, como sucede en casi todo cuanto se publica bajo drásticas restricciones de libertad, su ámbito de complicidad debió ser bastante mayor: no es difícil imaginar que, además de los profesores españoles o extranjeros, la leyeran quienes en su día habían leído Cruz y Raya, los criptorrepublicanos con veleidades literarias y los jóvenes universitarios con vocación de escritores que enviaban sus primeros versos a Vicente Aleixandre704. Sender mismo había señalado con encomio esa actitud abierta en su pesimista artículo de 1954 y, a mayor abundamiento, ya lo habían advertido con satisfacción en su correspondencia Guillén y Salinas al hablar en varias oportunidades de la «lealtad» de Canito (del segundo publicó la revista tres piezas de teatro en un volumen y una bonita entrevista que le hizo José Manuel Blecua, «Una charla con Pedro Salinas», en el número 70, octubre 1951). Más tarde, la recepción de las noticias del Premio Nobel discernido a Juan Ramón Jiménez (1956) y, al poco, la de su muerte (1958) supusieron -en ésta y en otras publicaciones- un verdadero termómetro de su apreciación de la vida cultural del exilio y aún de su existencia misma.

La actitud de la revista de Canito y Cano era inequívoca: en su número 127 (junio 1957) recogió el prólogo de Luis Cernuda a sus polémicos Estudios sobre poesía española contemporánea que aparecerán este año, pero ya antes le había editado dos libros -una versión mutilada de Ocnos y la traducción de Troilo y Crésida- además de una malhumorada respuesta a Dámaso Alonso en 1948 y un anticipo de sus «Variaciones sobre un tema mexicano» (61, enero 1951). En el número 145, diciembre de 1958, sendos artículos de Federico Sopeña, Oscar Esplá y Antonio Odriozola recordaron emocionadamente el tránsito del musicólogo Adolfo Salazar en México, y en el 155, octubre de 1959, Vicente Aleixandre escribió una hermosa carta abierta a Max Aub con motivo de Jusep Torres Campalans705.   —399→   Y menos de dos años después, Aub publicó su primera contribución, el monólogo «María» (172, marzo de 1961), al que seguirán las narraciones «El atentado» (195, diciembre de 1963) y «El cementerio de Djelfa» (204, noviembre de 1964). Un poco antes, en 1959, empezó la activa colaboración de Segundo Serrano Poncela con el artículo «El Buscón, ¿parodia picaresca?» (154, octubre 1959) y en los dos años siguientes anticipó en la revista buena parte de lo que sería su libro Formas de la vida hispánica, publicado por la madrileña editorial Gredos en la colección Campo Abierto, título muy aubiano, por cierto, que acogió a partir de 1963 un buen número de ensayistas del destierro: Antonio Sánchez Barbudo, Francisco Ayala, Ángel del Río, Arturo Serrano Plaja, Guillermo de Torre... De 1961 fue, a cambio, el estreno de Francisco Ayala con el cuento «El prodigio» (número 175, junio 1961), poco antes de que Arturo Serrano Plaja comparezca como poeta con «Blanco Spirituals. La llamada telefónica», lo que en este caso se comenta en una nota de la sección editorial «La flecha en el tiempo». Otra nota editorial anónima acompañó también la primera presencia de Ramón Xirau en el número 179 (octubre 1961), donde publicó su primera «Carta de México» sobre Juan Rulfo, aunque solamente llegó a existir la segunda, «Nota a Octavio Paz», en el número 184, marzo 1962. Más significativos son, seguramente, los homenajes: ya en diciembre 1960, número 169, se había atrevido Ínsula a recordar el cincuenta aniversario de la Residencia de Estudiantes por las plumas de José Ángel Valente, Gabriel Celaya, José Luis Cano, Juan Ramón Jiménez y el propio Alberto Jiménez Fraud, quien fuera director de la benemérita institución. En junio de 1962, número 187, el homenajeado fue Emilio Prados por cuenta de Ricardo Gullón, Vicente Aleixandre, Carlos Blanco Aguinaga, José Antonio Muñoz Rojas, José Luis Cano, Manuel Andújar y Dámaso Alonso, mientras que en el número 207, febrero de 1964, se celebró con algún retraso la muerte de Luis Cernuda en un excelente número monográfico donde figuró el bellísimo poema de Francisco Brines, «En la muerte de Luis Cernuda», luego titulado «La mano del poeta» e incorporado a la sección IV de Palabras a la oscuridad (1966). Pero más significativo fue poco antes el homenaje a Rafael Alberti en su sesenta aniversario, que ocupó el número 198, mayo de 1963, y al que contribuyeron Dámaso Alonso, Ricardo Gullón, Vicente Aleixandre, Juan Antonio Gaya Nuño, Solita Salinas, José Ángel Valente, Pablo de la Fuente, Robert Marrast y C. B. Morris.

De una forma distinta que Ínsula, la revista de Camilo José Cela, Papeles de Son Armadans, buscó desde su primer número -abril 1956- un público similar al de su hermana madrileña (e incluso al que pudo tener el efímero experimento de la muy olvidada revista hispanística Clavileño) pero matizado, en este caso, por una mayor presencia de la creación literaria y artística y, sobre todo, por la omnipresencia de su director, a quien el ingreso en la Real Academia (1957) y la calidad de esta publicación   —400→   convirtieron en una suerte de árbitro y patriarca -entre pícaro y sentencioso- del despertar liberal de las letras españolas706. En el marco de este programa tan explícito -subrayado por el inevitable y jocoserio sermoncillo en cursiva que precedía cada entrega-, el acercamiento a la obra de los exiliados fue un capítulo de señalada importancia. Ya en el número 3 J(osé) M(anuel) C(aballero) B(onald), secretario de la publicación, comentó un estreno teatral londinense del desterrado José García Lora y en el número 6 el propio Cela, al que ya parecía aquejar un precoz interés por estos reconocimientos, recogía con entusiasmo la candidatura de Juan Ramón Jiménez al Premio Nobel de Literatura: la previsión fue certera, como es sabido. El número 18, septiembre 1957, trajo una nota del director, titulada «El viejo profesor», donde se recogía la noticia de la estancia en Mallorca de Américo Castro, huésped de Cela, y el primer artículo, «Santiago y los Dióscuros», de la que sería una colaboración intensa y frecuente en la sección ensayística «El taller de los razonamientos». Pero al autor de La realidad histórica de España Cela lo había leído con interés y aprovechamiento mucho antes, como refleja su libro Judíos, moros y cristianos de 1956, un texto que tiene lugar de honor en la poblada galería de herederos literarios de las tesis castristas, junto con otros de Serrano Poncela, Valente, Juan Goytisolo, etcétera.

La poesía de Luis Cernuda estuvo presente por vez primera con «Águila y rosa» (19, octubre de 1957), así como la de Emilio Prados con «Sonoro enigma» (24, marzo de 1958), ambos en la sección lírica «El hondero», mientras que la prosa de Max Aub llegó a las páginas de Papeles con un fragmento de La calle de Valverde («Llegada de Victoriano Terraza a Madrid») y la de Serrano Poncela con «Un día vendrá...»: ambos dos en la sección narrativa que Cela llamó «Plazuela del Conde Lucanor», aunque Aub repitió suerte con un avance, «Biografía», de Jusep Torres Campalans en la sección «Los días sobre la tierra», todo en los números 22, 26 y 29 respectivamente, de enero, mayo y agosto de 1958. Y este año todavía trajo las presencias de José Ferrater Mora («La filosofía y el arte, hoy», 31, octubre 1958) y Manuel Altolaguirre (con un fragmento de sus memorias El caballo griego en el número 30, septiembre 1958). También en el año siguiente casi no hubo un número sin colaboración directa o indirecta de gentes del exilio: en enero, Alonso Zamora Vicente habla sobre la obra de Américo Castro; en febrero, Cernuda publica su impresionante «Historial de un libro», que luego sería parte esencial de Poesía y literatura; en marzo, Ramón J. Sender da a conocer el poema «Syllaba Idilica»; en mayo, Serrano Poncela publica «La literatura y sus enterradores», a propósito de la boga de los comics; en julio y agosto, la muerte de Manuel Altolaguirre se recuerda   —401→   con un texto conmemorativo y la reproducción de algunos de sus poemas; en agosto, se desmiente la noticia de la muerte en México de León Felipe y se publica a José Bergamín; en diciembre, se incluye un poema de Rafael Alberti dedicado a la bailarina gitana «La Chunga».

La revista Índice, de tan equívoca pero sugestiva andadura, dio una acogida más significativamente política al mundo del exilio: en su primera etapa, bajo la dirección de Tomás Seral y Casas, publicó a Salinas y a Gil-Albert y, ya regida por Juan Fernández Figueroa desde 1952, dio a la luz los trabajos de Álvaro Fernández Suárez quien, al reintegrarse a España en 1955, llegó a ser su subdirector707. Pero para entonces la revista había acogido en 1954 la destemplada polémica de Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén y había dedicado su entrega 76 (enero 1955) a Ramón Gómez de la Serna, todavía en activo en Buenos Aires, en forma de un espléndido monográfico en el que no faltó la colaboración de Ricardo Baeza, que en 1952 había regresado de su exilio argentino y que moriría este mismo año. Pero sólo de una manera muy laxa se puede considerar exilio la patética soledad porteña de Ramón, que ya había vuelto a España en un malhadado viaje en la primavera de 1949. En su sentido pleno, la primera colaboración del mundo exiliado que se puede tensar en Índice llegó en el número 99 (marzo 1957) con el artículo de María Zambrano, «El espejo de la historia», al que siguió de inmediato una colaboración de José Ferrater Mora, «Eugenio D'Ors. El sentido de una filosofía» (100-101, abril-mayo 1957), antecedida del interés de Manuel Sacristán por sus trabajos de lógica matemática. Al año siguiente, que ya vimos en Ínsula y Papeles que fue verdaderamente clave, corresponden una carta de Max Aub apostillando el artículo de Francisco Fernández Santos, «Literatura y compromiso» (111, mayo 1958), una entrevista con Ángel del Río (113, mayo 1958) y una importante reseña de Claudio Guillén, «Juan Marichal y la voluntad de convivencia», acerca del libro de éste La voluntad de estilo (119, noviembre 1958), y además en el mismo número en que se anunciaba la muerte en Buenos Aires del dramaturgo Jacinto Grau, tan olvidado de tirios y troyanos quizá por su condición de gafe probado.

En 1959 el director de Índice, Juan Fernández Figueroa, viajó a México y a Cuba (donde acaba de triunfar la revolución) por cuenta de algunos financieros españoles exiliados allá y dio a su viaje una cierta y pretenciosa oficiosidad de superación de prejuicios. Ésa es, al menos, la actitud que refleja la entrevista que concedió a un redactor del diario Novedades y que, con disculpable vanidad, se reproduce en el número 126, de junio 1959: con notable desparpajo, reduce al nombre de Xavier Zubiri el panorama de «maestros a la altura de ese nombre», piensa que la juventud   —402→   española antepone a Machado y Hernández a la «maestría técnica» de la generación del 25 (Lorca, piensa, está sobrevalorado y Gerardo Diego es un conjunto de «dengues verbales»), ensalza a José Luis Hidalgo como máximo poeta, se expresa con reservas acerca de Cela y de los Goytisolo y opina que la nueva literatura española ha sumado al tema de la «libertad», que obsesionó a la intelectualidad de los años treinta, el tema de la «justicia».

De América trajo Fernández Figueroa numerosas entrevistas con exiliados que se publicaron a lo largo del año. En el número 124-125, abril-mayo 1959, apareció «Con Luis Cernuda en su exilio», en la que ve al poeta «lejos de España y lejos de ella vive; pero algunas incitaciones, raíces de aquí, las lleva dentro, sin que el tiempo las arrancase de su memoria». A lo largo del prolijo interrogatorio, Cernuda se resiste a opinar sobre los escritores españoles vivos y remite a sus recientes Estudios sobre poesía española pero no vacila, sin embargo, en pronunciarse sobre los que considera poetas máximos de su tiempo: W. B. Yeats («aunque su nacionalismo irlandés me parezca exagerado, así como antipoética la parte de seudofascismo de su ideología»), Rilke, Cavafys (sic), Saint John Perse, Pasternak, Pound («más interesante como traductor y experimentador») y Eliot («un maestro indiscutible»). En el ya citado número 126, junio 1959, José Gaos se proclama ante una entrevistadora venezolana «no un exiliado, sino un transterrado: realicé una mudanza dentro de la misma casa», y en el número siguiente, correspondiente al mes de julio, el mismo Fernández Figueroa recoge las confidencias de Carlos Prieto acerca de Adolfo Salazar, a la vez que felicita a León Felipe en su setenta y cinco aniversario con una retórica de inevitables resabios joseantonianos: «¡León Felipe, viejo español transterrado, yo te envío por mí y por otros, con estas palabras, el aire, el aura, el aliento de tu tierra -nuestra- incaducable! Que te ayuden a respirar hasta el fin». En agosto, el número 159 homenajea a Manuel Altolaguirre, que acaba de morir, con textos de Emilio Niveiro, José Bergamín y Vicente Aleixandre, a la vez que presenta la primera contribución de las bastantes que luego remitió Segundo Serrano Poncela («El amor, monsieur Homais y la pedagogía»). En las entregas de 1960 y 1961 abundan las colaboraciones de exiliados y menudean las reseñas de libros americanos inencontrables a la sazón en España. En marzo de 1962, el número 159 -que anuncia, por cierto, la muerte de Emilio Prados- trae una importante «Entrevista, en París, con Max Aub» hecha por el socialista Francisco Fernández Santos y otra de Caroline D'Antin que da noticia del discreto retorno de Rosa Chacel («Una escritora española desconocida en España»). Un tiempo después, Índice consagró el número 168 (diciembre 1962) al homenaje a Emilio Prados, en el que escribieron Carlos Blanco Aguinaga, Manuel Andújar, Vicente Aleixandre y Jorge Guillén.

Pero ya para entonces Índice había dejado atrás el tiempo en que su singular izquierdismo de abolengo falangista estaba tocado del don de la inocencia. La   —403→   minuciosa investigación de Oskam apunta con cautela que la prosperidad económica posterior a 1959 tenía algo de soborno y que la independencia de Fernández Figueroa empezaba a revelar lo que antes camuflaba de funambulismo personal. Y en tal sentido, Índice dejó de ser un ingrediente activo de la resistencia española en los mismos años en que Cuadernos para el Diálogo o Triunfo o incluso la nueva etapa de Destino comenzaban más felices singladuras. Y para entonces, como veremos enseguida, la literatura del exilio conocía un insólito éxito en España.




El exilio en la renovación editorial de 1955-1960

La renovación del panorama editorial español fue paralela o muy poco anterior a este florecer de las revistas culturales. Y, si se quiere aventurar una fecha, podría decirse que la clave fue 1955, momento del surgimiento de la barcelonesa Biblioteca Breve, que revitalizó el envejecido catálogo escolar de Seix-Barral, y de la madrileña Editorial Taurus, que en 1956 creó su colección Ensayistas de Hoy y en 1957 su colección Persiles, justo el mismo año en que comenzaba su trabajo la editorial Guadarrama.

El propósito de la Breve no fue precisamente el de editar libros y autores del exilio. Como declara con su habitual desenvoltura Carlos Barral, «se trataba de constituir una back-list con los autores importantes muy recientes, o exóticos a los canales de información ítalo-franceses de los editores argentinos, adelantándoseles a cubrir una etapa de las literaturas extranjeras en la que todavía no parecían interesados»708. Pero había algo más que el propósito de competir con Losada, Emecé o Sudamericana, que atravesaban entonces su mejor momento. Barral y sus amigos pretendían crear un ámbito de exigencia, de elitismo y hasta de complicidad que se reflejaba a las mil maravillas en la inserción en todos los volúmenes de la colección de aquel volante impreso que podía remitirse sin franqueo a la editorial y donde se preguntaba al lector por sus preferencias y se le ofrecía información de las distintas secciones de Biblioteca Breve. Se buscaba la europeización del lector español y lo cierto es que la editorial vivió sus años dorados cuando -tras las primeras «conversaciones poéticas» de Formentor en la primavera de 1959- aquella cala mallorquina se convirtió en centro de reuniones editoriales donde Seix-Barral se codeaba con Einaudi, Gallimard o Rowholt y cuando, como cuenta Barral, «uno circulaba de París a Londres, de Londres a Amsterdam, a Frankfurt, a Roma o a Turín o a Estocolmo, por el interior de un cauce de exageración alcohólica y erotismo neurótico,   —404→   regado por las mismas palabras en corrientes de admiraciones y de tabúes preestablecidos»709. Por eso fue tan revelador que su primer volumen fuera la traducción de La novela moderna norteamericana 1900-1950 de Frederick J. Hoffman, hecha por J. M. Castellet, aunque el libro viniera de una lista recomendada y subvencionada por los servicios culturales de la embajada norteamericana: con su edición (cuando ya estaba en cartera la traducción de La conscienza di Zeno de Ítalo Svevo) se cumplía en España un rito de aproximación a la narrativa de Estados Unidos que antes hicieron Cesare Pavese y Vasco Patrolini en Italia y Jean Paul Sartre y Claude Edmonde Magny en Francia. La misma voluntad de sintonía europea se plasmó al poco en su temprana atención al nouveau roman francés -Robbe-Grillet, Butor, Duras...-, su brindis a T. S. Eliot o sus incursiones en lo más reciente de otras literaturas: el «grupo 47» alemán con Heinrich Böll, el neorrealismo de Ennio Flaiano, etc.

El primer libro de autor exiliado que se incluyó en el catálogo de Seix-Barral fue La voluntad de estilo (1958) de Juan Marichal y lo fue por partida doble: por la condición del autor y porque aquella bella historia del ensayismo hispánico trataba por extenso de la obra de Pedro Salinas y Américo Castro, dos escritores desterrados. Seguramente fue Jaime Salinas, estrecho colaborador de Carlos Barral, quien trajo a la editorial la obra de su cuñado y quien en 1961 anduvo detrás de la bella edición de artículos de su padre titulada La responsabilidad del escritor y otros ensayos. Para entonces Jorge Guillén, el fraterno amigo de Salinas, estaba ya presente en el catálogo: en 1958 se editó Viviendo y otros poemas, antología de los tres libros que luego compondrían Aire nuestro, y en 1960 Jaime Gil de Biedma acogió a la hospitalidad de la colección su ensayo Cántico. El mundo y la poesía de Jorge Guillén, dedicado a Gabriel Ferrater y Jaime Salinas, «con quienes da gusto hablar». Pero lo cierto es que Guillén ya estaba naturalizado en España desde el bello libro de Gullón y Blecua, La poesía de Jorge Guillén (dos ensayos), publicado en la inhóspita Zaragoza de 1949, o en virtud del título de la revista cordobesa Cántico, que había surgido en octubre de 1947. El año de 1959 al que, como vamos viendo, la casualidad convirtió en fecha de tantas coincidencias en el regreso, José Bergamín publicó en la colección Biblioteca Breve sus ensayos Al volver, título significativo donde los haya, y, dos años después, Guillermo de Torre compiló una antología de su obra bajo el título de La aventura estética de nuestra edad, que llevó un sustancioso prólogo de Ricardo Gullón y, en el prefacio del autor, unas palabras significativas de su empeño: «Ningún misterio en su finalidad inmediata: proporcionar a los lectores españoles de las nuevas generaciones (sin lisonja: los que más me interesan) la posibilidad de conocer ciertos libros que en España, por razones diversas, sólo habían circulado limitadamente»710. Aquel mismo año, Segundo Serrano Poncela   —405→   se presentó prácticamente con Un olor a crisantemo y poco después entró en la exigente Biblioteca Formentor con una novela menos conocida hoy de lo que se debiera: Habitación para hombre solo (1963).

En la madrileña Editorial Taurus el propósito de vinculación con el exilio fue más claro y efectivo desde un comienzo. También era distinto el talante de la empresa si tomamos como punto de referencia a su colega catalana Seix-Barral: la diferencia podía remitirse, aun a riesgo de cierta imprecisión, a la que distanció en estos años a Madrid y a Barcelona como núcleos de creación cultural. En la segunda prevaleció un prurito más europeísta mientras que en Madrid hubo más inercia del proyecto nacional-liberal interrumpido. En Barcelona incluso los proyectos más explícitamente vinculados al catolicismo tuvieron algo de laico, a la vez que en Madrid la secularización de la cultura fue mucho menor: no solamente en el ámbito religioso sino en el de la organización de la vida intelectual, que en la capital catalana se emancipó muy pronto de la tutela oficial u oficiosa (universidad, colegios mayores, instituciones del Estado...). Un breve cotejo de los dos diseños editoriales puede ayudarnos a entender simbólicamente las distancias: Seix-Barral adopta el formato de bolsillo y sus típicas sobrecubiertas -inspiradas por las de Einaudi- soportan los títulos en negro sobre los geométricos y austeros originales fotográficos de Oriol Maspons; Taurus desarrolla unas cubiertas en color de composición vagamente cubista -cercanas a las que empieza a usar Editora Nacional-, y pese a su suave informalismo, mucho más «serias» e institucionales que las de su colega barcelonesa.

El catálogo de Ensayistas de hoy fue muy revelador de un proyecto inequívocamente progresista pero todavía afín al mundo de las preferencias culturales del llamado «falangismo liberal» y al clima y a la nómina de catolicismo «comprensivo y abierto» que fuera mayoritario en el congreso de poesía segoviano de 1952: se inició con el rumano Mircea Eliade y siguieron Lilí Álvarez, Giovanni Papini (una lectura semiculta muy frecuente en los años cuarenta y cincuenta) y los jesuitas no precisamente conservadores Teilhard de Chardin y Jean Yves Calvez, a quien se debió el primer libro sistemático sobre el marxismo publicado entre nosotros. A vueltas con ese elenco cristiano, andaban El desplazado del angry young man y bastante desorientado Colin Wilson y ensayos de Karl Popper, de Alfonso Sastre, de J. L. L. Aranguren y de Enrique Tierno Galván (de quienes los tres últimos también estuvieron algo más adelante en el catálogo de Seix-Barral). El número 20 del catálogo fue un trabajo de un sacerdote exiliado, José María Gallegos Rocafull, La visión cristiana del mundo económico, y en el 8, titulado Crítica y meditación, José Luis L. Aranguren recogió su renovador y pionero ensayo de 1953 sobre el exilio, «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración», del que se ha hablado páginas atrás.

La colección literaria Persiles se convirtió de modo casi exclusivo en un importante   —406→   engarce con el mundo universitario del exilio: comenzó con un título de Camilo José Cela, Mesa revuelta, pero ya el número 2 ofreció Hacia Cervantes de Américo Castro (un libro importantísimo que ofrecía los trascendentales pasos previos a España en su historia) y el número 3 fue De ayer y de hoy de Claudio Sánchez Albornoz, así aliados en el mismo catálogo español pese a su conocida rebatiña de algunos años antes. Castro repitió al poco con la primera parte de De la edad conflictiva (1961), libro nunca rematado, y abrió la colección Ser y Tiempo con Origen, ser y existir de los españoles (1959). Vinieron luego, en el marco de la citada Persiles, José Bergamín con Fronteras infernales de la poesía (1959), Segundo Serrano Poncela con El secreto de Melibea (1959), Francisco Ayala con Experiencia e invención (ensayos sobre el escritor y su mundo) (1960) y Guillermo de Torre con El fiel de la balanza (1961). Y todavía ha de añadirse que en esta colección y en el primer volumen del más que mediocre libro de Juan Luis Alborg Hora actual de la novela española (1958) se presentaron un artículo sobre Sender, otro sobre Aub y otro sobre Barea que revelaban, si no mucha penetración crítica, al menos una lectura completa.

La Editorial Guadarrama, surgida en 1957, fue otro pivote de la renovación a la que se viene aludiendo. La Colección Guadarrama de Crítica y Ensayo combinó desde su comienzo un europeísmo liberal (visible en la publicación de las actas de las reuniones de Estrasburgo: número 4, El espíritu europeo; número 8, Hombre y cultura en el siglo XX; 12, ¿Está en peligro la cultura?, etcétera) con un tono neohumanista (el primer título fue un libro de J. B. Priestley sobre Literatura y hombre occidental) inevitablemente virado al catolicismo teológicamente actualizado (fue, desde finales de los años cincuenta, la editorial española de Karl Rahner). Pero, al lado de este trascendentalismo un tantico candoroso («uno de los propósitos de la editorial -leo en el anuncio que inserta en Revista de Occidente- es el examen de los problemas que hoy nos envuelven. ¿Es real la crisis de Europa? ¿Ha perdido el hombre su puesto en el cosmos? ¿Cuál es su futuro y el de la cultura occidental?»), fue notable también su afán por incluir en su catálogo muy notables síntesis de temas españoles: tal sentido tuvieron libros de Domingo Pérez Minik (1959) sobre Novelistas españoles de los siglos XIX y XX (con certeras noticias de narradores exiliados: Max Aub, Arturo Barea y Ramón J. Sender, de nuevo), de Gonzalo Torrente Ballester sobre el teatro, de Juan Antonio Gaya Nuño sobre la escultura y de Luis Felipe Vivanco sobre la poesía, todos centrados en el siglo XX, amén de los documentados «retratos» del historiador de la medicina Luis Sánchez Granjel (Unamuno, Baroja, Marañón, Gómez de la Serna...). En 1958 Guadarrama publicó el libro de Luis Cernuda, Estudios sobre poesía española contemporánea y en 1959 el de Antonio Sánchez Barbudo, Estudios sobre Unamuno y Machado.

Pero el más significativo fruto de esta preocupación de Guadarrama por los nombres   —407→   del exilio fue la edición de Narrativa española fuera de España (1939-1961) de José Ramón Marra-López (que llevaba en Ínsula una interesante sección titulada «Tiempo joven»). Su trabajo tenía el antecedente cercano del libro de Eugenio G. de Nora (La novela española contemporánea, 3 vols., 1958-1962), que había tratado con notable solvencia de un buen grupo de escritores exiliados pero, por vez primera, se ofrecía ahora una panorámica completa a la que muchos debimos nuestras primeras inquietudes sobre el caso: «La emigración española -decía el autor en el prólogo- posee un extraño y triste privilegio: ser la más prolongada en cuanto a las existentes -la rusa ya está disuelta y la nuestra en trance de ello- y, como ibérica, la más irreductible y dotada de complejidades»711. Y es que todo el libro está concebido y escrito desde una reflexión sobre la condición del exilio: el escritor español es un ser arraigado en su territorio y, por eso, la temática del desterrado oscila entre la vuelta lustral al pasado (el remoto de la infancia o el próximo de la guerra civil), la proyección del presente del exilio o la España inventada de un regreso conjetural, al margen de lo que llama significativamente «abstracción, intelectualismo y simbolismo», que ilustrarían obras como Los laureles de Anselmo o Historia de macacos. Algo más tardaron otros estudios de la misma índole. Marra-López no hizo nunca el inventario de la poesía que alguna vez prometió, pero Helio Carpintero sí trató de dos ensayistas desterrados -Ayala y Ferrater Mora, al lado de Laín Entralgo, Marías y Aranguren- en su libro Cinco aventuras españolas (1967), publicado por las ediciones de Revista de Occidente. Y ese mismo año, sobre el explícito modelo de Marra-López y también impreso por Guadarrama, José Luis Abellán dio una Filosofía española en América (1936-1966) (1967).

El pionero libro de Marra, sin embargo, suscitó los reparos de Guillermo de Torre quien, al reseñarlo en la entonces recién reaparecida Revista de Occidente, subrayaba que «llega ahora la reparación de una injusticia moral, no sólo de una omisión crítico-literaria; pero llega de forma tardía y fragmentaria, además de oblicua, por no decir tendenciosa». A su juicio, Marra no había escrito una verdadera historia del exilio literario al referirse a un solo género, mutilando por ello la obra plural de escritores como Ayala y Aub y, además, se había dejado llevar por una estrecha concepción del realismo comprometido que le llevaba al «menosprecio de la literatura sin adjetivos pegadizos y sobrevaloración de aquella que necesita sustentarse en complementos, pues sin ellos sólo aparecen visibles su inanidad, su rudimentarismo (...). De tal renuncia apriorística deriva precisamente la equivocidad de las parejas de términos contrapuestos que el autor maneja con tanta frecuencia como ligereza: mayoritario, minoritario; humano, deshumanizado; realismo, intelectualismo. Diputa las primeras cualidades como dechados de excelencia; las segundas, como   —408→   ejemplos de abominación; todo ello sin pararse en matices o distingos»712 (la respuesta de Marra-López a la reseña en Ínsula, 202 (1963), p. 4). No era la primera vez que el autor rompía lanzas por lo mismo, y siempre con la misma acritud, frente a los impacientes izquierdistas peninsulares, lo que denotaba la latente pero significativa discrepancia que comenzaba a esbozarse en la batalla por la recuperación de la obra cultural del exilio: de algún modo, el exilio empezaba a ser implícitamente una presencia activa en la circunstancia española y no una excepción añorada o denostada.




La colección El Puente: historia de un prospecto

En esta polémica, Guillermo de Torre era por entonces parte muy interesada. Porque el proyecto editorial más notable y explícito de estos años correspondió a la editorial hispanoargentina EDHASA, que ya tenía una larga experiencia de distribución de impresos americanos entre nosotros. Me refiero a la colección El Puente, que comenzó sus tareas en 1963 y que en 1962, su director, Guillermo de Torre, había anunciado en una entrevista que concedió a José Luis Cano en la revista Ínsula: «La nueva colección que publicarán conjuntamente la Sudamericana de Buenos Aires y la EDHASA de Barcelona asumirá un título simbólico -que fue el de una revista nonata, concebida precisamente con algunos amigos durante mi anterior estancia en Madrid hace cuatro años-: El Puente, y tenderá a agrupar bajo sus arcos a escritores españoles de las dos orillas, españoles de dentro y de fuera de España, unificados por un común espíritu de exigencia y rigor, además de algunos afines hispanoamericanos y extranjeros. Se tratará principalmente de ensayos y de estudios literarios e históricos. Nos cabe el honor de abrirla con un libro que acaba de entregarme don Ramón Menéndez Pidal, En torno al Poema del Cid, seguirá uno mío titulado Minorías y masas en la cultura y el arte contemporáneos, otro de José Ferrater Mora, Tres mundos: Cataluña, España, Europa, otro de Gaziel, Castilla adentro, y excepcionalmente dos novelas: la primera de Corpus Barga (su vida y medio siglo de vida española) y la segunda de Ramón Gómez de la Serna. En la relación de autores a los que se ha solicitado y han prometido su contribución para los volúmenes sucesivos figuran nombres como los de Claudio Sánchez Albornoz, Salvador de Madariaga, Mariano Picón Salas, Pedro Laín Entralgo, Germán Arciniegas, Dionisio Ridruejo, Francisco Ayala...»713.

Pero para entonces, el director y los editores debían haber vencido no pocos obstáculos políticos de los que nos da cuenta cabal la historia de un prospecto editorial redactado por el mismo Guillermo de Torre que, a lo largo de 1961 y por tres veces, se presentó a consulta en los Servicios de Orientación Bibliográfica -eufemismo   —409→   tras el que se camuflaba la vieja censura- y ante el propio Ministro de Información y Turismo, señor don Gabriel Arias Salgado, desaconsejándose reiteradamente su impresión definitiva. Como se verá, las diferentes versiones fueron suavizando sobre todo los términos del párrafo introductorio, pero sin conseguir que la mención fundamental -exilio al comienzo, luego diversos circunloquios- fuera aceptada.

¿Por qué dos años después la colección inspirada por este escrito vio la luz? Las fechas, por una vez, son muy explícitas. El año de 1961 estuvo marcado por el escándalo de Viridiana de Luis Buñuel, filme al que Arias Salgado había negado su misma nacionalidad de producción cuando L'Osservatore Romano lo denunció con saña a raíz de su presentación en Cannes (donde obtuvo, por cierto, la Palma de Oro). Pero 1962, a cambio, fue el año de las huelgas industriales de febrero a agosto, el de la reunión antifranquista de Munich (convocada en junio por el Movimiento Europeo) y, por último, aquel en que se constituyó (el 10 de julio) un gobierno de mayoría tecnocrática-opusdeísta pero en el que figuraba como Ministro de Información un dinámico y vociferador Manuel Fraga Iribarne que, en cualquier caso, poco tenía que ver, en lo que hace a talla intelectual y a cálculo de intereses, con su antecesor Arias Salgado, oscuro y compacto franquista con ramalazos de fanatismo religioso. Con el nuevo titular de la cartera comenzaría en breve una política de descalificación de los «nuevos liberales» (Calvo Serer, Ridruejo, Laín, Aranguren, Ruiz Jiménez) cuya novedad es que implícitamente comportaba un distanciamiento de los modelos más obviamente fascistas y, por otro lado, comenzó una visión de la misma guerra de 1936 como conflicto complejo que se plasmaría poco más adelante en la campaña de «Veinticinco años de Paz»... aunque justo un año después -claro- del asesinato legal de Julián Grimau. Pese a todo, 1963 es un año distinto: es el del estreno de El verdugo de Luis G. Berlanga, el del regreso de Revista de Occidente, el de las cartas de los intelectuales sobre la tortura (aireadas con la peor intención por El Español pero leídas por muchos de ese singular modo), el de los Cuadernos para el Diálogo, etcétera.

Pero el mejor acercamiento a los propósitos de Guillermo de Torre y las reservas oficiales ante cualquier mención de reconciliación, exilio o libertad intelectual, se obtiene del cotejo de los pasos del aludido proyecto de 1961, cuyo conocimiento he de agradecer vivamente a Asumpció Vidal, viuda de G. C. Cheyne e hija del intelectual catalán F. Vidal Jové, a cuyo archivo pertenecieron las copias que transcribo.



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Primera versión

El Puente


Una nueva colección literaria

Diversos signos, algunos hechos, permiten anticipar que la cultura española fraccionada en dos sectores, tras la guerra de 1936, como consecuencia del éxodo la dispersión de una parte muy considerable de sus representantes, tiende actualmente si no tanto a recobrar su unidad -siempre problemática en cualquier época-, sí a mostrarse concorde y unida en la conquista de ciertos objetivos preliminares. Éstos atañen ante todo y fundamentalmente al pleno goce de los medios expresivos, a la desaparición de las trabas que estorban su libre desarrollo y menoscaban su prestigio. Complementariamente se tiende a que la obra realizada por los intelectuales españoles exilados en diversos lugares de las Américas y de Europa sea conocida en España sin limitaciones ideológicas o de cualquier otra naturaleza, llegando así íntegramente a todos los lectores. En suma, de uno y otro lado se aspira a que el estado de convivencia en todos los órdenes, pedido unánimemente por las nuevas generaciones, al dar ya como superadas las pugnas y banderías, tenga su primera y más noble expresión en la cultura escrita, en los libros y en las publicaciones periódicas.

Aunque algo ha comenzado a hacerse en los últimos tiempos, faltaba todavía un lugar específico donde tal reencuentro de la cultura española, por medio de sus representantes más cualificados -viejos y nuevos, inclusive novísimos- se manifestara de modo conjunto y sin restricciones.

A este fin responde la creación de una nueva biblioteca bajo un título simbólico y a la par muy concreto: «EL PUENTE». Puente de aproximación entre dos riberas ayer incomunicadas y hostiles; puente de acceso a una España recobrada y a la vez distinta; puente, en fin, por donde desfilen con su verdadero rostro temas, cuestiones que en otros lugares se escamotean y disfrazan. Advertiremos, con todo, que lo político como tal, en su faz inmediata y pragmática, está fuera de los índices de temas muy variados previstos para nuestros libros y así mismo todo lo que sea propaganda o antipropaganda sistemática y rudimentaria de doctrinas. Porque hay una literatura, una ideación cuyo verdadero plano se sitúa por encima de tan estrechos límites; ése y no otro es el que corresponde ocupar a la función intelectual.

Nuestra serie de libros EL PUENTE se nutrirá, en primer término, de libros originales firmados por personalidades ya de antiguo prestigiosas, tanto como por los más significativos valores nuevos, revelados dentro y fuera de España durante los últimos años. Dará preferencia al ensayo, la historia y la filosofía, sin excluir las obras de imaginación. Acogerá con particular simpatía obras de las demás literaturas hispánicas, tanto las pertenecientes a autores regionales peninsulares como a los hispanoamericanos, bien por su valor intrínseco o por su tema.

Sin convertirse tanto en una Biblioteca sistemática de hispanistas recogerá en   —411→   versiones españolas algunas de las obras más notables que se publiquen en otros idiomas sobre nuestra historia y cultura.

Finalmente, aunque de modo ocasional, EL PUENTE no descarta publicar volúmenes a modo de misceláneas, reuniendo las aportaciones de un núcleo de escritores sobre algún tema actual o de actualidad histórica renovada.

Octubre de 1961.




Segunda versión

El Puente


Una nueva colección literaria

Diversos signos, algunos hechos, permiten anticipar que la cultura española en un tiempo fraccionada tiende actualmente si no tanto a recobrar su unidad -siempre problemática en cualquier época-, sí a mostrarse concorde y unida en la conquista de ciertos objetivos preliminares. Éstos atañen, ante todo y fundamentalmente, al pleno goce de los medios expresivos, sin limitaciones que estorben su libre desarrollo y menoscaben su prestigio. Complementariamente se tiende a que la obra realizada por los intelectuales españoles exilados en diversos lugares de las dos Américas y de Europa sea conocida en España llegando íntegramente a todos los lectores. En suma, de uno y otro lado se aspira a que el estado de convivencia en todos los órdenes, anhelado unánimemente por las nuevas generaciones, tenga su primera y más noble expresión en la cultura escrita, en los libros y en las publicaciones periódicas.

Aunque algo ha comenzado a hacerse en los últimos tiempos, faltaba todavía un lugar específico donde tal reencuentro de la cultura española, por medio de sus representantes más cualificados -viejos y nuevos, inclusive novísimos- se manifestara de modo conjunto y sin restricciones.

A este fin responde la creación de una nueva biblioteca bajo un título simbólico y a la par muy concreto, «EL PUENTE», que comenzará a publicar próximamente EDHASA, bajo la dirección de Guillermo de Torre. Puente de aproximación entre dos riberas ayer incomunicadas, puente de acceso a una España recobrada y a la vez distinta; puente, en fin, por donde desfilen con su verdadero rostro temas, cuestiones no tratadas o desfiguradas. Advertiremos, con todo, que lo político como tal, en su faz inmediata y pragmática, está fuera de los índices de temas muy variados previstos para nuestros libros y así mismo todo lo que sea propaganda o antipropaganda sistemática y rudimentaria de doctrinas. Porque hay una literatura, una ideación cuyo verdadero plano se sitúa por encima de tan estrechos límites; ése y no otro es el que corresponde ocupar a la función intelectual.

Nuestra serie de libros EL PUENTE se nutrirá, en primer término, de libros originales firmados por personalidades ya de antiguo prestigiosas, tanto como por los más significativos valores nuevos, revelados dentro y fuera de España durante los   —412→   últimos años. Dará preferencia al ensayo, la historia y la filosofía, sin excluir las obras de imaginación. Acogerá con particular simpatía obras de la literatura hispánica en su más amplia acepción, tanto las pertenecientes a autores regionales como a hispanoamericanos, bien por su valor intrínseco o por su tema.

Sin convertirse tanto como en una Biblioteca sistemática de hispanistas recogerá en versiones españolas algunas de las obras más notables que se publiquen en otros idiomas sobre nuestra historia y cultura.

Finalmente, aunque de modo ocasional, EL PUENTE no descarta publicar volúmenes a modo de misceláneas, reuniendo las aportaciones de un núcleo de escritores sobre algún tema actual o de actualidad histórica renovada.

(sin fecha)




Tercera versión

El Puente


Una nueva colección literaria

Diversos signos, algunos hechos, permiten anticipar que la cultura española tiende a recobrar actualmente sus plenas facultades de expresión. Sólo de esta suerte, sin las limitaciones accidentales que menoscabaron su prestigio, estrechando sus límites expansivos, podrá reencontrarse a sí misma. Parece, pues, llegado el momento en que la obra llevada a cabo por los intelectuales españoles en diversos lugares de las dos Américas y de Europa, tanto como recíprocamente la obra de los escritores españoles que irradian más allá de su área idiomática, sobrepase todas las fronteras de cualquier naturaleza que fueren. Se aspira, en suma, a que el estado de convivencia, anhelado unánimemente por las nuevas generaciones, tenga su primera y más noble expresión en la cultura escrita, en los libros y en las publicaciones periódicas.

Aunque algo ha comenzado a hacerse en los últimos tiempos, faltaba todavía un lugar específico donde tal reunificación de la cultura hispánica, por medio de sus representantes más cualificados -viejos y nuevos, inclusive novísimos-, se manifestara de modo conjunto y sin restricciones.

A este fin responde la creación de una nueva biblioteca que, bajo el título «EL PUENTE», comenzará a publicar próximamente EDHASA, bajo la dirección de Guillermo de Torre. Puente de aproximación entre dos riberas ayer incomunicadas o entre sí desconocidas, puente por donde desfilen con su verdadero rostro temas, problemas, cuestiones en otros lugares desfiguradas.

Advertiremos, con todo, que lo político como tal, en su faz inmediata o pragmática, está fuera de los índices de temas muy variados previstos para nuestros libros y así mismo todo lo que sea propaganda o antipropaganda sistemática y rudimentaria de doctrinas. Porque hay una literatura, una ideación cuyo verdadero plano se sitúa por encima de tan estrechos límites, y ése y no otro es el que corresponde ocupar a la función intelectual.

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Nuestra serie de libros EL PUENTE se nutrirá, en primer término, de libros originales firmados por personalidades ya de antiguo prestigiosas, tanto como por los más significativos valores nuevos, revelados dentro y fuera de España durante los últimos años. Dará preferencia al ensayo, la historia y la filosofía, sin excluir las obras de imaginación. Acogerá con particular simpatía obras de la literatura hispánica en su más amplia acepción, sin limitaciones regionales, otorgando su debido realce a las creaciones de Hispanoamérica.

Sin convertirse tanto como en una Biblioteca sistemática de hispanistas, recogerá en versiones españolas algunas de las obras más notables que se publiquen en otros idiomas sobre nuestra historia y cultura.

Finalmente, aunque de modo ocasional, EL PUENTE no descarta publicar volúmenes con el carácter de misceláneas, que reúnan las aportaciones de un núcleo de escritores sobre algún tema actual o de actualidad histórica renovada.

(sin fecha)




La trayectoria de El Puente

Pero, como ya queda dicho, lo importante -que era la colección- logró ver la luz y casi con el mismo catálogo que Guillermo de Torre había avanzado en Ínsula (solamente faltaron como autores el venezolano Picón Salas y los españoles Ridruejo y Sánchez Albornoz). Nunca tuvo numeración correlativa (aunque publicó un total de veintiséis títulos) y mantuvo el mismo eficaz diseño: sobre el color intenso de la cubierta -siempre diferente- campeaban el nombre del autor y el título y en el tercio inferior del espacio, de lado a lado, la imagen en blanco y negro de un puente español que tampoco se repitió nunca.

En 1963 se imprimieron siete libros: En torno al Poema del Cid de Menéndez Pidal (pronto famoso por contener el artículo donde se habla de la autoría de los dos poetas-juglares, de Gormaz y Medinaceli), Minorías y masas en la cultura y el arte contemporáneos de Guillermo de Torre, Tres mundos: Cataluña, España, Europa de José Ferrater Mora (publicado parcialmente en catalán como Les formes de la vida catalana por Editorial Selecta), Castilla adentro de Agustí Calvet, Gaziel (con el prólogo especial para la edición española «Entendimiento de la Península Ibérica», ya que su original, Castella endins, se publicó en catalán por Selecta), El secreto del acueducto de Ramón Gómez de la Serna, Los pasos perdidos de Corpus Barga y De este mundo y el otro de Francisco Ayala. En 1964 vieron la luz otros siete títulos: Entre el Mar Rojo y el Mar Muerto. Guía de Israel del colombiano Germán Arciniegas, El tiempo que ni vuelve ni tropieza de Julián Marías, El zopilote y otros cuentos mexicanos de Max Aub, El arte europeo en peligro de Juan Antonio Gaya Nuño, Portugal lejano de Gaziel (Portugal enfora en su versión catalana), Retrato de un hombre de pie de Salvador de Madariaga y Del pasado al porvenir de Paulino   —414→   Garagorri (que lleva ya depósito legal con fecha de 1965). A este año corresponden cuatro entregas: Puerilidades burguesas de Corpus Barga (que continuaba la serie de Los pasos contados), España, sueño y verdad de María Zambrano, La plaza del Diamante de Mercé Rodoreda y Del románico al pop-art de Rafael Santos Torroella. De 1966 son otros cuatro títulos: Ultramarinos de Azorín, Nuestro Séneca y otros ensayos de Ramón Pérez de Ayala, Después de la bomba de Esteban Salazar Chapela y Las lecciones amigas de Guillermo Díaz-Plaja (con depósito legal de 1967). En 1967 aparecieron Verdad, belleza, expresión (letras angloamericanas) de Concha Zardoya, Una vida romántica: la Avellaneda de Carmen Bravo-Villasante, Ensayos críticos sobre arquitectura de Fernando Chueca Goytia, Las delicias de Corpus Barga (tercer tomo de Los pasos contados) y se anunció Apollinaire y las teorías del cubismo de De Torre, que nunca llegó a editarse y hubiera sido el quinto volumen del año. En 1968 únicamente apareció Una y diversa España de Pedro Laín Entralgo.

En 1970 EDHASA parece insistir en el proyecto originario y editó, con el título El Puente Literario, una efímera colección -dirigida ahora por Félix Grande y maquetada por José María Guelbenzu- que no llegó a tener más que un título: la excelente antología de Narraciones de la España desterrada de Rafael Conte. Era significativo que en su prólogo el autor señalara: «En 1969 Sender ha recibido el Premio Planeta, Mercé Rodoreda el Ramón Llull, Cecilia G. de Guilarte el Águilas y Max Aub se ha paseado por el país provocando la polémica, en olor de medios de información. El 'boom' de la narrativa del exilio ya es un hecho»714. Para entonces, y desde 1965, la barcelonesa Editorial Aymá y luego su prudente filial extraterritorial Editorial Andorra habían publicado un buen número de títulos de Sender, Aub, Serrano Poncela, Ayala, Andújar, etcétera. No era exactamente un «boom» comparable al coetáneo de escritores hispanoamericanos pero sí una recuperación en toda regla, bien recibida por las páginas literarias de los diarios (especialmente por las del madrileño Pueblo) y a cuyo frente podían ponerse las palabras en versalitas que Conte estampaba al final de su citado prólogo de 1970: Y DEDICO ESTA ANTOLOGÍA A TODOS LOS ESPAÑOLES QUE ABANDONARON SU PATRIA A RAÍZ DE LA GUERRA CIVIL COMO MUESTRA DE RESPETO Y HOMENAJE.

Se iba culminando así una vieja esperanza y soldando una antigua herida. En 1964, cuando El Puente estaba en lo mejor de su actividad, Jorge Luzuriaga había reclamado en Revista de Occidente715 un estudio general del fenómeno. El anónimo autor de la sección de Ínsula «La flecha en el tiempo» (sin duda José Luis Cano) le señalaba que ya había precedentes tan cualificados como la bibliografía publicada por la Universidad de Standford en 1950, el ensayo de Aranguren en 1953 y la   —415→   reciente monografía de Marra-López. Pero lo cierto es que había que seguir en la tarea y para ello, soñaba el anónimo glosador, «el lugar ideal sería México, y quizá el centro capaz de llevarlo a cabo podría ser El Colegio de México y, si no fuera posible, una universidad de intensa tradición hispanista como la Columbia University o bien la Hispanic Society de Nueva York. ¿Y quién podría dirigir y orientar la ardua empresa? Pensamos en el profesor Vicente Lloréns, de la Universidad de Princeton»716. Más de treinta años después ha resultado ser la española Barcelona y una joven institución (el GEXEL) vinculada a una universidad que entonces aún no existía (pero que quiso tomar su nombre de la tradición intelectual viva que había sido exiliada en 1936) quienes han hecho bueno el vaticinio...







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ArribaAbajo8.- Ensayo

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ArribaAbajoLenguaje, exégesis y transfiguración: Juan Larrea, la guerra civil y el exilio republicano

Eduard Fermín Partido. GEXEL



Lo que siendo efímero
se sueña como eterno.


Luis Cernuda                


«Was bleibet aber, stiften die dichter» es un verso de Hölderlin717 («Lo que dura, lo fundan los poetas») que resume la elaboración de un nuevo concepto del mundo a partir del estadio heroico718 de la evolución de las civilizaciones, donde la Imaginación creadora y el Mito constituyen el santo y seña de las entidades que llamamos Culturas. El papel preponderante del poeta deviene entonces en una especie de guía-vidente de la Historia, de la historia ideal eterna, que preside la trayectoria colectiva de la Humanidad, no actuando extrínsecamente sino a modo de encuentro propicio de los acontecimientos. La perdurabilidad e inestabilidad del significado profético se mide sólo en el tiempo virtual, no en el real todavía por venir. Por ello, el poeta se siente, en su ímpetu de artista-vidente, acuciado por el futuro de un destino histórico en el inconsciente colectivo. El poeta es un pequeño Dios que se erige como revelador de la verdad.

Para Juan Larrea, la Historia, que es también Logos, Verbo y que se puede interpretar   —420→   oníricamente y por medio de azares objetivos virtuales719, se puede predecir calibrando los síntomas que se hacen presentes en el curso del devenir histórico. Así intuye que el mensaje poético integra todo indicio susceptible de convertirse en moneda de cambio hacia una Cultura Nueva y evalúa a poetas como Rubén Darío o César Vallejo como mitos organizadores de la nueva transformación de la contemporaneidad.

Lo visionario y profético se fragua con una fuerte dosis de azar que conduce necesariamente a resignarse a lo inexplicable. La incógnita hace blanco en los cimientos de toda la arquitectura conceptual surrealista: Sueño-Realidad, Causa-Efecto, Azar-Deseo oculto, siendo la imaginación el primer privilegio de unos fenómenos que, aunque poco frecuentes, no dejan de ser excepcionales. Sin embargo, la materialidad de un acontecimiento fatal que tanto deslumbró a los surrealistas ya que escapaba, sin duda, a toda manifestación de la vida monótona y vulgar, no debe aparecer en el fondo tan anómala como a simple vista parece. Admitamos la teoría de Freud sobre el concepto das Unheimliche (lo siniestro) como base interpretativa del pensamiento larreano en el exilio y que, según creemos, parece del todo sugerente la definición del término que señala el psicoanalista austríaco como «aquella sensación de espanto que se adhiere a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás»720.

Unheimliche es algo inquietante, atroz, que se perpetúa en una atmósfera de misterio y secreto. Para Larrea, algunos de estos acontecimientos -la catástrofe de la Guerra Civil y el posterior éxodo humano- supondrán lo que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado, se ha manifestado de manera siniestra en una cadena   —421→   asociativa de episodios, que se muestran como una necesidad externa que explicaría los diferentes ciclos históricos de una colectividad. Y la concepción del destino trágico español ha estado siempre ligada de manera irreversible a la idea de escisión con el mito de las dos Españas.

La influencia francesa de las obras iluminadas de los poetas malditos Lautréamont, Nerval o Rimbaud, que tanto frecuentó Larrea en los años veinte, ya presagiaba de algún modo un protagonismo de la conciencia colectiva en el destino universal de la Humanidad. Esta disfunción no altera la auténtica actividad del poeta de inmiscuirse en metafísicas ulterioridades como médium entre lo Absoluto y lo terrenal721.

Nos parece oportuno resaltar a partir de aquí la idea latente de Larrea, que creía en la necesidad de establecer nexos entre el espíritu poético y los impulsos secretos de Dios, del Absoluto como articulación para entender el fin -y la finalidad- de la existencia humana. Tanto el espíritu poético como el espíritu religioso tienen que ver con la contemplación, con la ascesis, palabra griega de la que procede estética. Nuestros primeros análisis sobre el tema nos llevan a deducir dos importantes reflexiones: una, que la búsqueda de la salvación del alma es cosa trascendente, fuera del mundo, y por tanto busca a Dios como meta última. Y otra, que la estética, como cosa transcendental, busca una salvación del alma colectiva en la existencia eterna, dentro del mundo. En Larrea, por lo tanto, a través del lenguaje poético que aspiraba al mínimo utópico deseable, se alcanza el sentido de salvación personal y colectiva de la humanidad. Un lenguaje poético plagado de símbolos que rompen la continuidad de las apariencias, que intentan desvelar el sentido oculto y profundo del mensaje artístico. Como la zarza ardiente, el fenómeno poético es un velo que impide contemplar el rostro divino que se halla tras la Luz suprema, y que sume al poeta en la noche oscura722. Las modalidades expresivas de Larrea encierran la reafirmación   —422→   del concepto de lenguaje artístico entendido como vía de conocimiento, no sólo como técnica. No es de extrañar, entonces, el abandono del género poético por una prosa -digamos- «delirantemente» ensayística. Según David Bary, para Larrea

los fenómenos culturales e históricos «hablan». LENGUAJE con mayúsculas es la expresión de movimientos culturales colectivos e inconscientes en los cuales participan las personas sin darse cuenta de ello, por lo menos en la mayoría de los casos. Gracias a una serie de experiencias personales y a sus estudios en historia de la cultura, Larrea se ha convencido de que los sucesos históricos son algo así como la expresión teleológica de una especie de inconsciente-colectivo, que estos sucesos se organizan espontáneamente en contenidos hasta cierto punto comparables a los contenidos míticos o poéticos, y que estos contenidos, colectivos, impersonales y con frecuencia inconscientes, pueden leerse por modo de exégesis poética o simbólica, como se analizaría un sueño (...). El fenómeno incluye, desde luego, toda clase de manifestaciones artísticas, y en modo especial la poesía de altura como la de Vallejo o de Altazor; y no es ajeno a aquellos fenómenos que la tradición cultural de Occidente resume bajo el nombre de Verbo de Dios, tal y como funciona aquella entidad en los textos proféticos judeo-cristianos723.



Rescatando algunas notas introductorias que nos permitan verificar el entorno de la realidad del destierro americano de Juan Larrea, debemos advertir que la representación ideológica abstracta de la Historia de la Humanidad en el desenvolvimiento del pensamiento de Larrea se sitúa en el escenario virtual y natural del transtierro americano724. En la obra larreana la tragedia del «español del éxodo y del llanto» se manifiesta como vertiente alegórica que se precipita desde la perspectiva apocalíptica y bíblica como acontecimiento ya profetizado del devenir histórico de la España republicana en el destierro. En los distintos momentos de su historia cada país establece una relación específica con la memoria que de sí mismo tiene a medida que va acumulando las vicisitudes que le otorga el paso del tiempo. La conciencia colectiva que una comunidad tiene de sí misma depende en parte de las convulsiones espacio-temporales que sufre el imaginario común. Y lo común afecta   —423→   siempre en diferente medida a la construcción psicológica y lingüística de lo personal. A partir de este sentimiento corrosivo de desengaño vital, el ámbito creativo del escritor exiliado girará en torno a recrear, desde la melancolía, la ascendencia de una simbología que aglutine lo disperso, reconstruya los valores desarraigados a partir del recuerdo y se transfigure hacia la consagración de un paraíso perdido que revalorice unas nuevas señas de identidad. Pero si bien lo épico adjetivó la imagen desterrada de miles de ciudadanos republicanos, para Larrea la trascendencia del suceso histórico requería dentro de la mentalidad colectiva una interpretación mítica y casi laberíntica.

Así es cómo la especial idiosincrasia del paralelo poético de Juan Larrea se convierte en una de las voces más perturbadoras de la literatura del exilio que expresa su particular visión no sólo del destierro español republicano sino, trascendiendo a este suceso, del devenir histórico de una colectividad.

Larrea se había erigido en una de las rara avis del exilio español, aunque tampoco parecen existir dudas de que ya lo fuera con anterioridad a la guerra civil, en el periodo vanguardista de entreguerras. Durante aquellos años, sobre todo entre 1926 y 1932 cuando redacta su testimonio poético y emocional Orbe, se trunca el original poeta de vanguardias que adopta la lengua francesa como vehículo de expresión poética. Fue la primera negación formal del indómito pensamiento poético larreano ante la norma convencional de la historicidad lírica, aunque el francés fuera, durante el periodo de las vanguardias, el idioma universal (surrealista) de las manifestaciones espirituales de la creatio imaginativa.

Al terminar su testimonio poético Orbe, Larrea «se había convertido en un apocalíptico inventor de utopías», según palabras de la investigadora Elide Pittarello725. A partir de estas consideraciones sobre Orbe podemos delimitar un antes y un después en la trayectoria verbal larreana, pues esta obra representa el perfil esencial de su pensamiento intelectual y el embrión de sus posteriores exégesis filosóficas, que potenciará en el hemisferio del exilio. 1932 supuso la fracción de la actividad literaria en verso, cuando la conclusión final de Orbe significó remontar el margen místico hacia una nueva modalidad expresiva que Larrea ya había anunciado previamente en su manifiesto Presupuesto Vital. En carta a Gerardo Diego (19 de febrero de 1967) Larrea hace rancio balance del efecto tremendamente melancólico que le ha reportado su experiencia vital y literaria, en solitario y abandonado a su suerte durante el obligado destierro, y que había advertido en el texto aludido de 1926 en la revista que fundara junto a César Vallejo, Favorables París Poema726:

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Por lo que me cuentas, unido a lo que ya sabía, todo te ha ido bien en el orden de los sucesos inmediatos, cosa que celebro vivamente. Tus seis hijos prosperan en esa especie de estanque que hoy me parece ser España, mientras la historia precipita a marchas forzadas sus innumerables rumbos. Para mí, en cambio, todo han sido dificultades, conflictos y desdichas, que en algunos aspectos siguen siéndolo, aunque no podría ser de otro modo. Es el camino de lo sublime que he buscado en sueños, hipnotizado por una voluntad que lícitamente no puedo calificar de «mía», pues que opera a la vez en los acasos externos. Creo que las cosas fundamentales, las de la conciencia colectiva y, por tanto, sólo subalternamente de mi propiedad, se han resuelto y siguen resolviéndose dentro de un orden inconmensurable que ha reclamado mi soledad completa. Estoy solo, según lo había presentido en Presupuesto Vital. De mi hijo en Nueva York tan sólo tengo noticias espaciadas. Prácticamente no me veo con nadie aquí en Córdoba. Paso las semanas en silencio. Durante dos años he sido objeto en la Facultad de acometidas tan alevosas como incongruentes pero que, como de costumbre, han resultado creadoras porque así me he enfrascado en materias y averiguaciones en las que, de otro modo, nunca hubiera podido detenerme y menos escribir. No creo que puedas imaginarte ni de lejos lo que por dentro es mi vida en realidad. Otro ser, otro mundo727.



Para el poeta vasco la catástrofe española de la guerra civil y su posterior destierro a América significaban algo así como un nuevo éxodo bíblico del pueblo judío. La odisea espiritual individual del poeta trasciende a la odisea colectiva del alma española representada en el bando exiliado, tema dominante que ya había profetizado en uno de sus primeros poemas en 1919, «Evasión». Del yo-artista de la típica conciencia vanguardista se ha pasado al yo-autobiográfico en su dimensión profética. En los versos de «Evasión» se conjugan los estigmas que más obsesionaron a Larrea durante toda su vida: el ideal de Fuga Mundi que representa el destino humano, siempre unido a sus discordias y que ha de sufrir una serie de pruebas mnemónicas para superar las etapas del viaje como un rito de purificación: «El espíritu revolucionario de la huida se halla expuesto con claridad», escribía Juan Larrea en una carta a Tomás Segovia, «el viaje es el proceso de un impulso místico hacia la enajenación, a la salida de uno mismo, más allá de Peer Gynt, personaje obsesionado hasta el naufragio por ser 'yo mismo'. Aquí el sujeto se propone en contraste   —425→   evadirse de su yo individual hacia una situación de Nuevo Mundo del que la tierra americana no es sólo símbolo que apareja un cambio profundo sino una metamorfosis de la conciencia subjetiva»728.

En este periodo crepuscular de la poesía larreana estaba vigente ya la densidad y profundidad espiritual del contenido literario de su producción, que se desliza por sesudos laberintos barrocos de los que Larrea parece no desear la salida. Es el espacio para una finalidad sin fin, donde el poeta no ejerce como simple versificador sino como vaticinador y fingidor de una realidad ulterior, en el más allá. Por eso el contacto de Larrea con lo religioso, lo místico, es el ejemplo más excelso de su peculiar identidad poética y cuya escritura como fuente de vida hace que la obra de evasión esté descaradamente disfrazada de trascendencia:

Cuanto de mi experiencia se conserva en mi memoria, se me aparece hoy como el curso sinuoso de un proceso vivido individualmente, pero de sustancia y significado extraindividuales, de con-ciencia o coexistencia genérica, intervenido por azares de todo género. Trátase en su conjunto de una especie de indeliberado proceso místico, mas no en la acepción de la mística religiosa tradicional, subjetiva y como lacustre. Trátase de una mística poética espontánea, sustanciada en el lenguaje -fonético y simbólico-mítico, este último en acción-, a la intemperie del océano infinito, sin más compromiso que el de Ser Vida729.



De aquí que todos los elementos propiciatorios de la coyuntura profética que Larrea aspira a racionalizar obsesivamente tiendan a juntarse en un instante preciso, «hora de eternidad», para concebir la idea predeterminada del verbo español transportado al Nuevo Mundo; así lo reflejó en una carta a Gerardo Diego fechada el 13 de agosto de 1936, un mes después del estallido de la Guerra Civil: «España es hoy crucificada en el cruce de las dos tendencias que la atraviesan. Su hora ha sonado. La transformación exige que la materialidad insignificante de esta España última muera para que se desprenda y sea posible el espíritu profundo de la España inmortal. En ello trabajan, aunque sin darse cuenta, las dos partes que al querer destruirse mutuamente destruyen la caduca España. Ambas deben consumirse según su destino en el nacimiento de lo nuevo»730.

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Larrea se muestra especialmente sensibilizado, y comienza a transmitir sin vacilación desde las primeras revistas del exilio -sobre todo España Peregrina- los ejercicios prácticos que había comenzado a adelantar, desde la intimidad de su obra, en sus vaticinios poéticos y teóricos de Orbe. Su proyecto personal de Historia declama una relación dialéctica con los otros, con el grupo colectivo a quien dirige el mensaje de traslación y conciliación en el Nuevo Mundo. Desde la idea de una España predestinada, a salvarse o a condenarse en América, Larrea despliega la crónica visionaria de una nueva época utópica basada en un ideario cuyos polos centrales se definen bajo los conceptos de SER y ESPÍRITU. Éstas son las premisas inequívocas y privativas de la indagación sin desmayo del hombre moderno permanentemente en crisis, que inaugura en la era moderna el artista romántico.

Este determinismo del sujeto artístico ha aparecido siempre sometido a una constante interrogación por librarse de la angostura del destino humano. Lo fue en el hombre melancólico del Barroco, en las asfixiadas mentes ilustradas o en el desasosegado y atormentado espíritu romántico. El carácter atemporal de sus condenas posee un mismo espacio mimético que sintetiza desde su ficción literaria en denotativas y herméticas cargas de expresión. De alguna manera (se reconoce el mecanismo que articula el mérito estético pero no su procedencia psíquica), Larrea ha metabolizado casi idéntico patrón estético hasta singularizarlo en sustancia inequívoca e inconfundible de su espacio poético, sea en su formato genérico en prosa o en el meramente lírico.

Y éste es el punto de ruptura donde hemos querido capitalizar nuestra atención: la transformación escénica y genérica de una misma esencia poética, desdoblada en la experiencia vivida de los trágicos sucesos de la Guerra Civil y el posterior éxodo que afectó a la colectividad republicana española, que Larrea sufrió en su propia carne y que encajó en una obra sin los traumas patéticos connotativos de la épica realidad de la mayoría del resto de la literatura española del exilio. Su prosa del destierro continuó recurriendo al mismo estímulo y motivación que nos avanzaba ya en las profundidades metafísicas de su poesía y de sus diarios testimoniales (Orbe): la monotonía del infatigable e insatisfecho escudriñador de lo indescifrable.

La resurrección del nuevo «yo» cumple el rito obsesivo de perpetuarse en un mínimo ente diferenciable y sólo verificable a través de la aguda expresión de su escritura, de la experiencia superlativa del Verbo Hispánico, de la criba de identidad que le alarmaba en su obra precedente a la Guerra Civil y que apuntaban sus confesiones de Orbe: la transformación de un «yo» biológico individual en yo ideológico-colectivo.

Aquí reside la complejidad de la obra larreana, en el juego de equivalencias que hace inseparables vida y literatura, pero no como ejemplificación o ilustración la una de la otra, sino como fundación estético-espiritual en la que se revela la fidelidad textual de una expresión, que pasa de encarnar su voz poética a plasmarla en la delirante prosa como el nuevo proceso de desenmascaramiento, ya para siempre irreversible hasta el final de su vida creativa.