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G. de Torre, «Los puntos sobre algunas 'íes' novelísticas. (Réplica a Juan Goytisolo)», Ínsula, 150 (mayo de 1959), pp. 1-2. Escribía allí G. de Torre: «Partiendo de la voluntad de forma o estilo como objetivo del arte, Ortega teje una cadena de vertiginosas deducciones, que pueden resumirse así: estilizar es deformar lo real, desrealizar; estilización implica deshumanización; y viceversa: no hay otra manera de estilizar que deshumanizar. Aquí está, a mi parecer, el origen de todos los equívocos y deformaciones que hubo de sufrir su teoría, tan ajustada a los hechos de aquellos años, en su punto de partida. Porque, en líneas generales, antirrealismo, afán de irrealizar o desrealizar, y no deshumanización, eran las características de aquel arte nuevo entre guerras (...). Si la influencia (de La Deshumanización del arte) fue particularmente intensa en aquellos años (los veinte) -juzgando no sólo por dicho libro sino por el sentido total de su obra-, en rigor no se extendió propiamente tanto en la literatura como en su periferia teórica; aún más, diría que, en último extremo, contra la literatura, entendiendo que esta semihostilldad iba dirigida contra su fondo gratuito, puesto que la supeditaba al pensamiento. He ahí por dónde, con el mismo o mayor derecho, pudiéramos presentar a Ortega como un defensor de las obras cargadas con un mensaje» (Recogido con algunos cambios en El fiel de la balanza, «Una polémica sobre la deshumanización del arte», Madrid, Taurus, 1961, pp. 69-81).

La novela Locura y muerte de Nadie de 1929 viene introducida con las siguientes palabras de Ortega, que evidencian el distanciamiento de éste y, por tanto, de Jarnés, de cualquier ideal «deshumanizador»: «La poesía y todo arte versa sobre lo humano y sólo sobre lo humano (...). Todas las formas del arte toman su origen de la variación en las interpretaciones del hombre por el hombre (...). Por eso la literatura genuina de un tiempo es una confesión general de la intimidad humana».

 

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Un dato anecdótico acerca de esa fertilidad es el de que hasta en el campo de concentración de Limoges dio Jarnés una conferencia en febrero de 1939.

 

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A partir de este momento cito entre paréntesis en el texto Cartas al Ebro en la edición de Fondo de Cultura Económica, México, 1940.

 

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Decía el mismo Jarnés en Locura y muerte de Nadie: «El río es el gran maestro de la vida. Y su símbolo (...) es la vida real y verdadera» (B. Jarnés, Locura y muerte de Nadie en Las mejores novelas contemporáneas, t. VII, ed. J. de Entrambasaguas, Barcelona, Planeta, 1967, p. 1.510-1.511).

 

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Jordi Gracia, referiéndose a la recurrencia y carácter unitario de la obra jarnesiana, menciona precisamente este artículo sobre Jean Giraudoux recordando su primera aparición en Altar y la posterior en Cartas al Ebro. Jordi Gracia descubre también en El profesor inútil de 1926 las huellas del artículo publicado en la revista coruñesa; Jarnés no alude directa y explícitamente a Giraudoux, sino que convierte «los valores estéticos hallados en el francés, en búsqueda del yo poético de la novela». Dice también Jordi Gracia: «esta imagen del corpus jarnesiano como un sistema de remisiones continuas permite saltos entre sus obras que resultarían inverosímiles, y aun suicidas, en la de cualquier otro autor; aquí, sin embargo, significan el reencuentro con un mismo hombre en papeles con distintos títulos» (J. Gracia, La pasión fría. Lirismo e ironía en la novela de Benjamín Jarnés, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1988, p. 10).

 

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En este sentido cabe recordar el aspecto lúdico del concepto jarnesiano de literatura estudiado por V. Fuentes, el cual lo relaciona con las posibilidades liberadoras que Marcuse atribuía a la dimensión estética en la conocida obra Eros y civilización (V. Fuentes, «Jarnés, metaficción y discurso estético-ético», en Jornadas jarnesianas, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 1989, pp. 65-76). De alguna forma, tanto la literatura como la misma crítica suponen en Jarnés una forma de reencuentro con «lo otro», un juego de espejos en el que el lector o el crítico se descubren en esa otra realidad creada de forma artificiosa con la que originariamente nos rodea.

 

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En otros artículos no recogidos en Cartas al Ebro, hablará Jarnés también de la «temperatura» de Miró, de la «calentura» de Joyce, del «fragmento vital» de J. Cocteau, del «libro vivo» de Max Aub, etcétera.

 

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En un artículo acerca de Proust concretaba Jarnés ese concepto de «estilo» tomando como referencia las ideas del escritor francés: «El estilo -habrá que repetir muchas veces- no entiende de técnicas, puede muy bien pasar sin técnicas. Estilo es algo que flota sobre todos los fáciles recetarios. Estilo es visión -decía el mismo Proust-. Estilo es, quizá, un peculiar estado que se revela en cada momento de la obra. Cuando la obra no fue estilizada es que no fue producida en ese estado estético peculiar, sino en un momento de abandono, o de excesiva irrupción en las técnicas. Quien no tiene estilo es, en consecuencia, porque no ve. Estilizar una página es crearla a nuestra imagen y semejanza, único modo de crear. En literatura -como en todo arte- o se hace estilo o se está de más en ella» (B. Jarnés, «De estrategia literaria», Revista de Occidente, XXX, octubre-diciembre de 1930).

 

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La «gracia» es en Jarnés, ante todo, un valor vital que nace «del hombre en plenitud, en armonía de todas sus potencias y de su acción. De ella irradia comprensión y paz». Por otra parte, «la gracia hace amable cuanto toca y, por eso, es un valor social, en cuanto establece relación entre el hombre agraciado y lo demás, dice Jarnés. Y por eso también, el arte producido en gracia es inmortal por su potencia de comunicación humana a través del tiempo» (E. de Zuleta, Arte y vida en Benjamín Jarnés, Madrid, Gredos, 1977, pp. 262-263).

 

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El propio Jarnés citaba en 1928 las siguientes palabras de Ortega: «Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado, y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos» (B. Jarnés, «Apuntes sobre una intimidad», Revista de Occidente, XXII (octubre-diciembre de 1928), p. 114).