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ArribaAbajoDesgarrada y amarga anda la España peregrina: los exiliados y la España franquista (1940-1973)

Javier Quiñones. GEXEL


«Ya no somos nadie, ni sabe nadie quiénes fuimos...».



Cuando en 1961 Max Aub publicó su relato «El remate»89, puso de manifiesto el insondable abismo que el exilio abrió entre la España peregrina y la del interior; y lo que es aún más estremecedor, el fracaso de toda una generación de hombres y mujeres, luchadores por la libertad, que sufrieron cárcel, campos de concentración destierro y olvido: «No, ya no somos nadie, ni nadie sabe quiénes fuimos. No tiene nada de particular (...) Nos han borrado del mapa»90. Lo que más duele a los personajes del relato es la quiebra de unos ideales de honradez que parecen contar ya muy poco: «Nos enseñaron a ser decentes clamando que la porfía en los ideales es una virtud esencial; que la libertad vale más que todo, que cualquier cosa debe sacrificarse a la honradez; y ahora, porque cumplí esos mandamientos lo mejor que pude, me han borrado del mapa»91. El protagonista del relato, en tanto que escritor, plantea, con crudeza, la situación de los escritores exiliados con respecto al panorama literario de la España del interior: «Ninguno de estos muchachos que empieza ahora ha leído nada mío, ni conocen el santo de mi nombre. Les suenan -a algunos- los de aquellos que publicaron antes del 36. Los demás nos pudrimos, desaparecemos. Porque, como es natural, tampoco en Méjico somos nada»92. La aseveración del personaje pone de manifiesto la situación a la que hacemos referencia: el olvido de toda una generación.

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La negación de la cultura republicana en el exilio por motivos políticos fue un hecho constatable. José Luis Abellán recuerda así aquellos años en los que los jóvenes intelectuales de entonces trataban de tener acceso a una cultura perseguida por el franquismo: «Hubo entonces una tarea personal y urgente -muy difícil para los que vivimos aquellos tiempos- de recuperar ese pasado que se nos negaba y se nos ocultaba. Tarea muy difícil, digo, porque nosotros no sabíamos siquiera que existía. Es cierto que alguna vez oíamos la palabra 'exilio' o la palabra 'emigración', pero la propaganda fascista la descalificaba programadamente, dejando bien claro -cada vez que salía a relucir- que se trataba de un grupo de facinerosos, de delincuentes, de degenerados, de 'rojos'; en definitiva, gente de mal vivir de la que nadie digno y serio podía ocuparse!93 Sin embargo, algunos jóvenes de entonces iniciaron un largo camino, lleno de penalidades y esfuerzos, de recuperación de la obra literaria y filosófica de quienes habían tenido que dejar España tras la derrota de la República: «Al principio -escribe Abellán- fue una tarea difícil, una tarea de adivinación y de presentimiento; (...) de forma precaria y aleatoria, íbamos descubriendo un mundo que se nos ocultaba de forma arbitraria y sistemática»94. Podemos afirmar que hoy, después de tantos años, queda aún una buena parcela de esa cultura por rescatar del olvido en que se halla. Hagamos un breve recorrido por algunas de las etapas más significativas de ese camino.


1940: España peregrina y Torrente Ballester

Entre los meses de febrero y octubre de 1940 se publicó en México la revista España peregrina95. En el manifiesto fundacional, encabezado por una bellísima ilustración de Pablo Picasso, se podía leer: «Consumada la tragedia que ha padecido el pueblo español, aventados por el mundo en buena parte sus defensores, perseguidos, encarcelados, condenados a muerte muchos otros, ultrajados todos por haber defendido hasta el fin la sagrada voluntad de España, cumple a quienes podemos levantar la voz libremente dar expresión al contenido profundo de la causa por la que libremente se inmolaron tantos miles de compatriotas, manifestar nuestra actitud en este angustioso trance en que los fundamentos de la civilización conocen las   —59→   más graves conmociones»96. Muy pronto algunos de los números de la revista llegaron a España y algunos escritores del interior se hicieron eco de los mismos y publicaron, a su vez, artículos pretendidamente de respuesta. Uno de los casos más significativos es el de Gonzalo Torrente Ballester, entonces joven escritor, quien en la revista Tajo, de orientación falangista, publicó el 3 de agosto de 1940 un artículo bajo el título de «Presencia en América de la España fugitiva» en el que, posiblemente, por primera vez se aludía a la España republicana en el exilio. El artículo tiene la virtud de reconocer dos aspectos: de un lado la valía incalculable, en lo intelectual, del exilio; de otro lado, la mediocridad reinante -Torrente se refiere exclusivamente a lo intelectual- en la España del interior. Empieza su artículo reconociendo una situación de hecho: «Por esos mundos de Dios, desgarrada y amarga, anda la España peregrina, con todas las maldiciones del destierro sobre su cabeza. Dios les quitó a sus hombres el sosiego, como a casta maldita, pero no la inteligencia, que conservan más despierta y sensible por el dolor»97. Parece apuntar Torrente la necesidad de que ambas actividades culturales, la del interior y la del exilio, proyecten una imagen compleja de España en el mundo: «Esas dos generaciones hispánicas, la nacional y la peregrina, se expresarán, necesariamente, en poesía y pensamiento, y cada una de ellas, aportará definiciones sobre el mismo objeto: la patria que nos duele a nosotros con dolores de parto, a ellos con recuerdo. Y los unos y los otros, hombres inevitablemente, aspiramos a que nuestra obra alcance la dimensión excepcional de universalidad e ingrese en el patrimonio común y eterno de la cultura del mundo»98. No obstante, para que eso se pueda producir desde el interior, plantea Torrente la necesidad de una renovación profunda del mediocre panorama cultural peninsular: «Urge también plantear, clara y polémicamente, las directrices de nuestra cultura y eliminar de la tarea a tanto señor mediocre y desenfadado, que hoy pesa desdichadamente sobre el cuerpo nacional»99. Sin embargo, al final del artículo parece asomar, tal vez, la verdadera intención: «Lo que no podemos es permanecer impasibles mientras la España peregrina pretende arrebatarnos la capitanía cultural del mundo hispano, ganado para la Patria por nuestros mayores»100. Con todo, más allá de la ambigua postura que adopta Torrente en su texto, lo que importa es que se empieza ya a hablar del exilio en la España franquista.



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La polémica de los años cincuenta: José Luis Aranguren

En un largo artículo titulado «Dictatorship and Literature in the Spanish World» -publicado en Books Abroad, en 1951- el profesor Robert G. Mead iniciaba una larga polémica al señalar las funestas condiciones que para la vida intelectual y creativa se daban en la España de la postguerra. El filósofo Julián Marías fue el primero en terciar en la controversia y lo hizo a través de un artículo titulado «Spain is in Europe», publicado en la misma revista en 1952, en el que intentaba rebatir la idea de páramo cultural en que se había convertido la vida intelectual, artística y científica española tras el exilio masivo de 1939.

En la revista La Torre, bajo el título de «Hacia una reconquista de la libertad intelectual», Guillermo de Torre, residente entonces en Argentina, comentaba la mencionada polémica. Señala que tanto el artículo de Mead como el de Marías marcan «el comienzo de una evolución muy favorable para todos [y que] implica un cambio de óptica, inaugura el camino de una inteligencia, cuya primera estación se llama concordia y cuya última meta es libertad»101. Costó muchos años que esa libertad se hiciera realidad, no sólo en lo político, sino también en lo intelectual. La férrea censura, las prohibiciones, la nula presencia de la obra de los exiliados en España fue una buena muestra de ello. La siguiente anécdota, contada por José Luis Abellán, puede resultar ilustrativa acerca del clima que se respiraba en la España de entonces: «Cuando se publicó, en 1942 -escribe Abellán-, las Meditaciones cartesianas, de E. Husserl, en cuya contraportada figuraba el siguiente lema: «Traducido por José Gaos», el censor de turno prohibió la circulación del libro por figurar en él el nombre de José Gaos, que era uno de esos «facinerosos» de que hablaba la prensa, y cuyo nombre ni siquiera merecía estamparse en letras de molde; pero como el libro ya estaba impreso, se llegó a una solución de compromiso, y es que apareciese en todos los ejemplares la leyenda: «Traducido por» seguido de un enorme tachón negro. Era, evidentemente, la forma que tenía la censura de borrar la existencia física de José Gaos»102.

Lo que alaba Guillermo de Torre en Marías es que «es el primer escritor español que desde allí tiene una visión clara y completa del problema de los intelectuales españoles fuera de España, que reconoce su trascendencia de modo público y no sólo privado»103. Digna de elogio es la actitud objetiva de de Torre cuando señala que la vida cultural en España continúa y hasta goza de cierta buena salud: la vida intelectual española no ha desaparecido; la vida literaria particularmente se mantiene viva y animada; escapando en todo lo posible a rigideces y consignas, se producen   —61→   libros de enjundia, revistas de calidad. Todo ello es consolador, es admirable»104. Lo es si pensamos que en esas fechas Cela ya había publicado La familia de Pascual Duarte y La colmena y que se publicaba con regularidad la revista Ínsula. El principal problema, según Guillermo de Torre, es la censura, la falta de libertad intelectual: «Tanto en los países que no perdieron nunca su libertad como en aquellos que al terminar la guerra y venirse abajo los totalitarismos recobraron esa libertad, la vida intelectual es intensa y libérrima, todo se discute y cada opinión encuentra su cauce: tiene naturalmente sitio donde expresarse. Pasa -en una palabra- que hay libertad intelectual»105. ¡Cuán lejos estaba la España de los primeros años cincuenta de alcanzar esa situación! Termina su artículo Guillermo de Torre con una llamada a la esperanza, para que España recupere en el concierto de las naciones el papel que le corresponde: «España volverá a estar en Europa cuando reanude su comunicación, su diálogo normal con el resto del mundo, y esto no sólo en las cancillerías, sino con las conciencias, detalle más fundamental. Cuando previamente empiece por reanudar el diálogo libre dentro de sí misma y restablezca esa pluralidad en la unidad que siempre fue su característica. Cuando ninguna de las dos Españas históricas haga callar violentamente a la otra»106. La intervención de Guillermo de Torre en la polémica entre Mead y Marías no pudo ser más oportuna y más lúcida. Sus ideas resultan constructivas y tendedoras de puentes que otros se encargarían de dinamitar con su intolerancia y corto alcance de miras.

En ese mismo año de 1953, en la revista Cuadernos hispanoamericanos, el profesor José Luis Aranguren publicó un artículo titulado «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración», con la intención, por él mismo señalada, de «hablar de los intelectuales emigrados y hablar con ellos»107. Aranguren empieza por señalar la existencia del exilio republicano y considera absurdo el olvido al que se le somete e ineficaz la falta de diálogo y comunicación: «Es, pues, un hecho que, apartados física e ideológicamente de España, viven desparramados por el mundo, y principalmente en América, unos centenares de intelectuales españoles. ¿No es absurdo que entre ellos y nosotros esté cortada toda comunicación pública? En lo que a nosotros concierne ¿es hoy tan rica nuestra vida intelectual como para que, sin gravísimo menoscabo, pueda prescindir de la aportación de los emigrados?»108. Como Torrente, Aranguren es consciente de la importancia de las figuras que marcharon al exilio y urge a que se restablezca, cuanto antes mejor, un diálogo fluido   —62→   y constructivo que tienda un puente que salve las diferencias: «¿No habrá que calificar, por lo menos, de anómala esta incomunicación en que persistimos con nuestros compatriotas emigrados? (...) ¿No ha llegado la hora de que, al margen de las diferencias políticas, aceptándolas, pero sólo en lo que estrictamente son diferencias políticas, nunca barreras para la inteligencia, dialoguemos los unos con los otros? (...) Tenemos, pues, que contar con los emigrados españoles»109. Reflexiona después sobre la situación de los exiliados y la imposibilidad de su regreso -es obvio, dado el momento histórico en que está escrito el artículo, que la causa que lo impide es el régimen franquista-: «Ése es justamente su drama: que quieren y no pueden volver, porque están divididos en su deseo; porque algo muy fuerte les tira hacia acá y, al propio tiempo, les frena, les inhibe, les retiene allí»110. Bien es verdad que las circunstancias fueron diferentes según los escritores. Algunos volvieron muy pronto, como Juan Gil-Albert111, para vivir en el anonimato más absoluto; otros lo hicieron escalonadamente, casi sin hacerse notar, como Francisco Ayala o Manuel Andújar; a otros se lo prohibieron, como es el caso de Max Aub.

Característica general de los exiliados, según Aranguren, es lo que él considera un sentimiento trágico: «El talante del exilio conduce, muy derechamente, a una visión desgarrada, partida, rota, de la realidad española»112. Los exiliados viven escindidos entre el recuerdo, el regreso imposible, y la adaptación difícil a las nuevas circunstancias: «Es un no poder vivir plenariamente ni allí, en el destierro, ni aquí, en la patria. Allí saben ellos muy bien, porque lo han aprendido a través del dolor, que no pueden echar raíces. Pero aun cuando, en general, no lo sepan, ya están desarraigados también de aquí. El tiempo y sus mudanzas no transcurren en vano»113. Concluye Aranguren su artículo, sin duda el primero en el que se habla en términos ecuánimes y ajustados del exilio republicano, insistiendo en el carácter negativo de todos los exilios: «Arrancan al hombre de su suelo para zarandearle por el mundo, desligarle de los suyos y sumergirle en una circunstancia dentro de la cual continuará siendo, para siempre, un extraño, un desarraigado»114.



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Los primeros artículos y reseñas: Ínsula

En un texto autobiográfico del mayor interés, Antonio Sánchez-Barbudo recuerda su regreso a España en 1958, por primera vez después de su exilio, de este modo: «Era como si un hijo extraviado, llegado al fin el momento del ansiado reencuentro con la madre, no tuviera ya nada que decirle. Algo parecido me sucedía con la gente, los del 'exilio interior', esos que habían pasado por depuraciones y cárceles, o habían escapado milagrosamente de ellas. Me sentía solidario, fraternalmente unido a ellos, pero a la vez distante, distinto. Tal sensación tuve a menudo en la tertulia que se reunía en la redacción de la revista Ínsula»115. Ínsula -una de las pocas revistas de interés que surgieron tras el final de la guerra, según Guillermo de Torre- fue de las primeras en ocuparse de los exiliados y en llevar a sus páginas noticia de su quehacer literario. Tempranamente, en marzo de 1950, Ricardo Gullón publicó una reseña crítica al libro de Francisco Ayala La cabeza del cordero en la que escribía: «Resueltamente, Francisco Ayala es uno de los más felices narradores con que contamos. Y no sólo eso, sino también algo casi tan infrecuente y digno de relieve: una cabeza clara, capaz de afrontar los problemas de la novelística contemporánea con la adecuada objetividad».

En diciembre de 1954,con motivo de la edición mexicana de la obra de Max Aub Las buenas intenciones, Jorge Campos aprovechaba para, en su breve reseña, escribir: «[la obra] demuestra que el nombre de su autor no puede olvidarse al hacer una consideración de la actual novela española». Todavía utiliza la palabra «emigración» Aurelio Viñas al hacerse eco Ínsula del fallecimiento de Arturo Barea en una escueta nota publicada en marzo de 1958: «desaparece acaso la más importante revelación literaria de la emigración española». En mayo de 1960, Marra López se refiere ya abiertamente a la necesidad de estudiar y recuperar la obra de los exiliados: «Uno de los fenómenos más interesantes de nuestra actual literatura es la obra de los escritores españoles fuera de España. Apenas estudiada todavía, empezamos a ver ahora con la suficiente panorámica la vastedad de una tarea que, llevando el sello inconfundible de lo español, está dispersa por el mundo». Sería también en ese mismo año de 1960, en el mes de marzo, cuando aparecería quizá el primer artículo de enjundia y lleno de datos sobre uno de los principales escritores del exilio: nos referimos al de Ignacio Soldevila Durante «El español Max Aub», sorteando, claro es, los muros alzados por la censura; por ejemplo, escribe Soldevila: «Durante los tres años de cautiverio, en efecto, parece que se ha acumulado   —64→   materia innumerable para la creación». Ese «cautiverio» fue el que sufrieron miles y miles de republicanos, confinados en los campos del sur de Francia y norte de África. De esa experiencia dejó Aub testimonios estremecedores como «El limpiabotas del Padre Eterno».




Sobre Narrativa española fuera de España (1939-1961), de José R. Marra-López

José Luis Cano publicó en la revista Ínsula, en enero de 1963, una significativa reseña sobre el conocido libro de Marra-López, titulada «Un panorama de la novela española en el exilio». Para José Luis Cano ese grupo de escritores no son «emigrados», sino «exiliados» de un exilio que tuvo como causa la derrota republicana en la guerra civil española: «Debemos considerar casi totalmente inexplorada por la Crítica española -a la que escribe en España me estoy refiriendo- toda una literatura importante producida por escritores españoles -novelistas, poetas, ensayistas- lejos de España, en el exilio, que aún dura, al que marcharon como consecuencia de la guerra civil». Haciendo hincapié en la teoría del puente imposible -sin duda por las durísimas condiciones de censura impuestas por el franquismo más recalcitrante-, señala Cano el abismo existente entre la labor literaria dentro y fuera de España y se felicita de que el libro venga a ser un primer paso en el camino del reencuentro: «(...) Habiéndose mantenido durante bastantes años una absoluta ruptura y desconocimiento entre la literatura española del interior y la del exterior, Marra-López ha tenido que empezar su trabajo casi partiendo de cero». Destaca Cano el drama que supone al escritor español del exilio su desarraigo, el no poder ser leído por sus compatriotas: «(...) el drama, aún vivo, del escritor español emigrado, desarraigado de su tierra». Al margen de señalar el «valioso esfuerzo por historiar críticamente una parcela importante y hasta ahora ignorada de nuestra literatura», José Luis Cano alaba el hecho de que Marra-López no se limite exclusivamente a historiar, sino que opine sobre la materia que trata, «destacando lo realmente valioso de ellas y censurando sin paliativos aquello que a su juicio lo merece»116. Resalta, en fin, Cano el interés del libro para la sociedad española de entonces, sobre todo por las polémicas que podría levantar y por poner al alcance de los lectores interesados a todo un grupo de importantes escritores: «Es posible que este libro, de tan vivo interés para el lector español, suscite saludables polémicas y sea ardorosamente discutido. Pero ello será prueba inequívoca de su vitalidad y oportunidad».

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Para Guillermo de Torre el libro de Marra-López es una «reparación de una injusticia moral, pero llega de forma tardía y fragmentaria, además de oblicua, por no decir tendenciosa». Tras insistir en el término «transterrados» para referirse a los escritores del exilio, achaca el olvido, no sólo a la censura, sino al «cierto lastre aldeano de incuriosidad» del lector hispano. Aunque reconoce y manifiesta las simpatías que la iniciativa de Marra-López le merece, sobre todo por «dar a conocer ciertos libros que sólo habían alcanzado circulación y notoriedad subrepticia entre los lectores de España», no evita la crítica no exenta de dureza. Señala, en primer lugar, que Marra-López sólo se haya fijado en los novelistas y haya olvidado la poesía y el pensamiento; critica, asimismo, la falta de documentación de Marra-López, por no hacer éste alusión a las polémicas entre Robert G. Mead, Marías y Aranguren, entre otros. El no reconocer, en lo que a narrativa se refiere, los intentos renovadores de los novelistas del 27 y en cierto modo de los del 98, y defender la teoría del neorrealismo, es criticado duramente por Guillermo de Torre, quien muestra su amplitud de criterio estético en frases como éstas: «¿Cabe actualmente pretensión más azarosa, por no decir ingenua, cuando es imposible hablar de 'una' novela, cuando la pluralidad de formas narrativas y el ensanchamiento de sus fronteras es más acentuado que nunca, hasta el punto de adquirir perfiles irrecognoscibles, que no por ello debemos rechazar?». Termina de Torre su artículo propugnando que «no es mayormente aventurado presumir un desquite de la imaginación, últimamente preterida, y una vuelta hacia los valores del estilo, hoy tan menospreciados; en suma, un más allá del realismo novelesco». La evolución del género, creemos, ha venido a darle la razón.

Marra-López, en contestación publicada en Ínsula, en septiembre de 1963, califica a Guillermo de Torre como «veterano y fogoso defensor de ignoro qué seráfica pureza literaria». Sorprende, a la luz de hoy, el que Marra-López diga que publicará otros libros sobre poesía y pensamiento del exilio que luego no fueron publicados. Se evade de la crítica a su falta de información alegando que algunas de las revistas mencionadas en el artículo de de Torre le llegaron tarde. Acusa, en lo que se refiere a criterios estéticos, a Guillermo de Torre de «erigirse en gran inquisidor de nuestra literatura» y en buscar sólo «los puntos de discrepancia que puedan minimizar la obra».




1969: «Un aire de mierdecillas devotos...», Max Aub y Emilio Romero

Cuando Max Aub vino a España por primera vez, después de treinta años de exilio, en 1969, en una visita fugaz, tuvo una controvertida recibida por parte de los intelectuales de la España de entonces. Aub dejó un amargo testimonio de ese viaje en el libro La gallina ciega. Diario español. Como ejemplo de cuál era el estado de ánimo para con algunos exiliados, todavía en 1969, reproducimos el cruce de artículos   —66→   entre Aub y Emilio Romero, que es suficientemente ejemplificativo de cómo la brecha estaba aún muy abierta entre la España del interior y la exiliada, a pesar de que por aquel entonces algunos habían vuelto ya a España. Escribe Romero, con su peculiar y agresiva prosa: «Max Aub, nacido en París, de padre alemán, madre francesa, escritor español y ciudadano mejicano, vino a España con aire descalificador de casi todo. Pero, durante treinta años, aquí se ha producido vida intelectual y creación literaria. Nadie ha escrito, entre los de antes, mejor la narrativa que Cela. Miró era otra cosa. Y don Ramón María, también. Hay tanta nómina de poetas brillantes como en el siglo XIX (digo brillantes). Los escritores de teatro, como Buero, Mihura, Gala, Salom, y directores, como Marsillach (por mencionar pocos), no desmerecen de los correspondientes a otras épocas. En pensamiento referido a ciencias políticas, los eminentes son numerosos, como Laín, López Ibor, Tierno Galván, Fueyo, Marías... Regresa un día Max Aub, y otros que vendrán, y aquí empezamos a adoptar un aire de mierdecillas devotos, esperando el juicio severo y definitorio de quienes arriban procedentes del túnel del tiempo»117. Tal vez la expresión «procedentes del túnel del tiempo» sea, a nuestro juicio, la más hiriente por considerar a los exiliados como cosa del pasado, anacrónica y desajustada de la realidad española de entonces.

La respuesta de Aub no se hizo esperar y siete días después, en la revista Triunfo (8 de noviembre de 1969), hizo una encendida defensa del exilio y de una España, la republicana, truncada por la fuerza de las armas. Escribe Aub en respuesta: «Tiene razón el gran periodista: ¿qué tienen que ver Cela -a quien respeto mucho- y Miró? Y si hubiese dicho con Baroja, más... No insiste con los novelistas, sin razón..., qué o quién puede traer a cuento a Benavente, Valle-Inclán, Unamuno, García Lorca, Arniches, los Machado, cuando se habla de Buero -que respeto en lo que vale-, Mihura, Gala, Salom..., ni quién se atreverá a comparar a Laín con Marañón, a López Ibor con Unamuno, a Tierno Galván con Araquistáin o García Bacca. Supongo que el maestro Romero calla los poetas porque todos saben que cualquiera de hoy puede compararse con Juan Ramón, Guillén, Salinas, Garfias, Federico, Alberti, Cernuda, y, él lo sabe mejor que nadie, hay críticos a paletadas que se pueden llevar la palma frente a Enrique Díez-Canedo, Adolfo Salazar o Juan de la Encina».




1973: La España Ausente

En el final de nuestro esquemático recorrido -tan sólo hemos querido detenernos en algunos hitos significativos-, queremos referirnos a un libro peculiar, publicado   —67→   en una editorial de poca difusión, pero que tuvo el valor de ser el primero en el que se planteaba de modo global, con nómina incluida de exiliados, el tema que nos ocupa. En espera de la que sería la primera obra importante de recuperación y estudio del exilio republicano -nos referimos, claro, a la coordinada por José Luis Abellán y publicada en 1977- La España ausente constituyó un valioso precedente118. Juan Gómez Casas escribe con toda claridad acerca de la magnitud del exilio republicano: «El exilio vivo, popular y multitudinario, los contingentes de soldados y los civiles con sus familiares, atravesaron la frontera en los últimos días de enero y primeros de febrero de 1939. Hacia el 10 de este mes pasaron los últimos contingentes militares y grupos aislados de elementos civiles rezagados. Estas masas se concentraron en campos, prados, playas, e incluso en castillos o fueros militares. Amparados en pasaportes diplomáticos, los personajes políticos y sindicales más importantes, así como los altos jefes militares, tendieron a concentrarse en París. Ésta es la más impresionante oleada de la emigración política, pues se cifra en más de medio millón de personas»119.

En lo que se refiere a los escritores, Francisco Umbral empezaba su artículo de este modo: «La triste historia del exilio y la lejanía de nuestros escritores en este siglo puede empezar con Juan Ramón Jiménez, uno de los nombres más ilustres de la poesía española de todos los tiempos. Esa extraña tradición itinerante de nuestra cultura empieza, como se sabe, en el siglo XVIII, con los afrancesados; se continúa en el XIX y alcanza un carácter masivo, con motivo de la guerra civil, ya en nuestro siglo»120. Sobre la visión que desde el interior se tenía de la labor cultural de los exiliados, escribe Umbral estas esclarecedoras palabras: «En general, todos los escritores del exilio han escrito mucho por allá, y quizá han encontrado en la literatura el único consuelo, la única realización de su infortunio histórico. Es paradójico que en España se haya hablado de crisis o sequía literarias durante tantos años, mientras varios cientos de españoles escribían febrilmente por el mundo»121. De las palabras de Umbral se desprende la idea que hemos mantenido a lo largo del artículo: la literatura española de los años 40 al 75 fue una sola dividida, por motivos inexorables, en dos ámbitos: el del interior y el del exilio.







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ArribaAbajo12.- Narrativa

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ArribaAbajoLa obra en prosa de Antonio Aparicio

José María Barrera López. Universidad de Sevilla


Si bien existen ya algunos breves estudios sobre la trayectoria humana y poética de Antonio Aparicio (Sevilla, 1916)122, ésta no ha sido aún abordada con la amplitud y el rigor que merecen. Publicada gran parte de su obra, durante la guerra, en el exilio y en España tras la muerte de Franco, no disponemos aún de ninguna summa o recopilación que pueda ayudar al lector actual a realizar una auténtica valoración de conjunto ni ninguna monografía sobre su completo que hacer literario. Distintos países acogieron, a partir de 1940, al autor sevillano, tras su refugio -forzado exilio 'interior'- en la embajada de Chile, de Madrid, en los primeros momentos de la postguerra123. En 1954 llega a Venezuela y la prensa -con algunas incorrecciones reseña el hecho: «Aparicio habla poco de sí mismo. Dice, para responder, que en el 39 publicó, todavía en España, Elegía, su primer libro de poemas. Después, como otros muchos, salía de España (detrás quedaba el brillo asesino de las bayonetas) y llegaba a América, Chile, Uruguay, Argentina, Brasil. Otro libro en Buenos Aires, el 47: Fábula del pez y la estrella, que editó Losada y, en Chile, Cuando Europa moría, ensayos de interpretación, de historia y humanismo, que publicó también el 47. América lo devuelve a Europa. Y en París o Londres escribe y vive su pasión española   —72→   y americanista. -En el Museo Británico, donde he trabajado, seguí los pasos de Andrés Bello (aquí, otra vez, las tajantes preferencias), la más grande figura cultural que nunca produjo América. De estos años queda un saldo de poesía y emoción histórica. Un libro inédito es Tonatiú, biografía del conquistador Alvarado, que define el choque entre la cultura hispánica y la americana y expresa a cabalidad la cumbre de la gloria española; el libro sobre Picasso y dos libros de poesía lírica: La niña de Plata y El tiempo en nuestros brazos»124. Tras una breve estancia en España, entre 1964 y 1968, el escritor vuelve a residir en el extranjero. Joaquín Caro Romero ha afirmado de este periodo: «Contrae segundas nupcias y regresa a España, con el propósito de instalarse definitivamente en su tierra. (...) Pero pronto surgen las dificultades, las intrincaciones derivadas del régimen dictatorial. Los registros policiales en su hogar se suceden... El poeta se siente cada vez más decepcionado e incómodo. No había llegado para él la hora de vivir en paz en su suelo nativo. Para él, que había escrito: 'Y entrará toda España en nueva vida / para poder de nuevo en su ribera / cuidar las rosas, olvidar las balas'»125. Actualmente vive en Caracas, ultimando su obra inédita: «Un libro sobre Sevilla («Ciudad sin comparación» según el recordado Villasandino) y otro sobre la obra y la vida del genial andaluz Pablo Picasso»126.

La obra en prosa de Aparicio comprende una breve evocación sobre Miguel Hernández, ampliamente citada por el profesor Darío Puccini en su estudio, Miguel Hernández. Vida y Poesía; el extenso ensayo Cuando Europa moría o doce años de terror nazi (226 pp.), dado como 'plaquette' por Aurora de Albornoz127 y los artículos y conferencias sobre Pintura, Literatura y Política publicados -y reseñados- en revistas y prensa periódica128. El que fuera, durante años de destierro, redactor del diario caraqueño El Nacional había colaborado, con anterioridad a la guerra civil (desde 1934 a 1936), en El Liberal, de Sevilla, con más de una veintena de artículos   —73→   sobre temas muy variados (la picaresca en el Siglo de Oro, la espiritualidad andaluza, la España de pandereta, la bohemia literaria, el centenario de Bécquer, Lope de Vega, las plazas sevillanas, etcétera) y con prosas de evocación, como la dedicada a la «Ilusión estival junto al río», texto de divagación, en la linea de Bécquer y José María Izquierdo129. En plena guerra, su firma es habitual -también con algunas prosas- en El Mono azul, Al Ataque, Hora de España, etcétera.

A El 19 de marzo de 1936, Aparicio viaja a Madrid y entabla amistad con Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Rafael Alberti y Miguel Hernández130. Los destinos de Hernández y Aparicio se hermanan desde ese momento: ambos forman parte de la Brigada de El Campesino, como Comisarios de Cultura y realizan labores de propaganda y divulgación131. El sevillano es herido de bala el 12 de febrero de 1937, en la batalla del Jarama, y su compañero le ofrenda una entrañable nota periodística, «El poeta Antonio Aparicio herido», no recogida por Marrast y Cano Ballesta132. A su amigo oriolano, Aparicio dedicó una «Elegía», por título «No cesará tu rayo que no cesa», inserta en Fábula del pez y la estrella (1946); el artículo «La última voz de Migue», publicado en La Nación, de Caracas el 11 de junio de 1953 y el pequeño ensayo citado por el profesor Puccini. La prosa «El rayo que no cesa» se localiza en la Revista de Guatemala, en 1953133. En ella, la crítica al momento actual es muy evidente y se une a las razones que llevan a recordar al   —74→   amigo muerto: «Mejor fuera callar del todo y dejar hablar las voces del silencio y recordarte en el silencio y en la soledad del alma, pero ya ves, Miguel: los que más debieran callar, aquellos que, pudiendo hablar, callaron mientras tú agonizabas, son los que ahora entran a saco en la herencia que nos dejaste, hato de cartas, versos y retratos sobre los cuales, como tú dijiste, el tiempo se va poniendo amarillo. Y entonces el deseo de callar cede ante otro llamado imperioso: el de evocarte tal como fuiste, tarea que sólo tú mismo, resucitado, podrías intentar sin demasiado temor de fracasar en ella»134. Aparicio destaca, en primer lugar, la poética del autor de Perito en lunas, una lírica de experiencia, acto de amor con y contra la realidad, íntimo desgarro ante la vida: «La vida, tan breve, de Miguel Hernández, más breve aún si la contemplamos con los ojos de nuestro duelo, es una lucha rápida y cruentísima entre el poeta y su trágica estrella. Su poesía es la proyección sonora de esa lucha: está hecha de gritos, de gemidos, de exclamaciones, de maldiciones, y, al final, de un largo estertor definitivo»135. La lucha contra ese destino inexorable (pena existencial), «cuya inexorabilidad presintió el poeta bien pronto», se constituye así en el testimonio probado de toda una obra ejemplar. Las «convulsiones de una agonía auténtica» tienen su correlato «intertextual» en la Elegía de Fábula...:


Eran sus dulces ojos tristes lagos
con la pasión del corazón escrita,
y era su alma una sonora cueva
rota en desalentada estalactita.
Cada día tenía una pena nueva,
tenía cada día una nueva alegría
y en cada amanecer nuevos estragos.
(...)
La agonía lo cercaba, le ponía
un sitio a cada hora,
un cerco a su airada fortaleza,
y al final, cuando al fin la luz nacía,
triunfante entró la muerte en su cabeza136.



  —75→  

Con resonancias clásicas (en su juventud, Fray Luis, «Epístola moral a Fabio»; en la guerra, Quevedo, Calderón, Lope) la leyenda vital y literaria de Miguel se va forjando: «Por donde iba Miguel, iba con él la poesía convertida en arenga, en invitación a la lucha, en incitación al heroísmo y al sacrificio. Cada verso suyo explotaba como una granada lanzada contra un horizonte oscuro que quedaba repentinamente iluminado»137. Finalmente, el destino de Hernández es un destino trágico, pero victorioso: «Descansa en paz tú, hermano como ninguno, bajo las verdes palmeras de tu tierra, y que el aire cercano del mar bese diariamente tu morada ya eterna. Quisiste ser -¡Cuánto aquél ser quería- rayo que no cesa, vibración luminosa, vuelo y ansia infinitos, y lo fuiste un momento, fugacísimo instante durante el cual el resplandor diamantino de tu alma iluminó cuanto te rodeaba. Fue sólo un momento, una gota del tiempo que jamás se detiene. Y vino la tragedia y rodaste envuelto con ella como un peñasco que cae desde la altura chocando con las rocas, quebrándose, estallando en pedazos hasta yacer, inmóvil, al fondo de la sima. Rayo, peñasco, hijo padre, hombre: todo lo fuiste tú. Y ahora, nada. Menos que nada: un nombre sobre una losa. Y bajo ella, hecho ceniza: el rayo que vimos arder un día. Pero una vez más, aunque tú ya no podrás verlo, la vida crecerá alrededor de las tumbas»138.

Cuando Europa moría se edita en Santiago de Chile, hacia 1946139. El 9 de septiembre de 1940, el escritor sevillano es conducido hasta la frontera con Portugal, desde donde parte hacia Chile. Allí colabora en el semanario La verdad de España y El siglo. También en España Libre, periódico quincenal publicado de febrero a diciembre de 1942140. En la antesala de su ensayo político, podemos leer una clara dedicatoria: «A los doscientos mil antifascistas sometidos a prisión y tortura en las prisiones fascistas de España, última página del imperio del terror totalitario sobre Europa. Para que la verdad revelada en este libro una a los hombres de corazón en una empresa de liberación y salvación de España, convertida hoy en inmensa cárcel frente a un continente que renace libertado». Según el Presidente de la Alianza de Intelectuales de Chile, Ángel Cruchaga, «el libro de Aparicio nos ubica en esa triste época en que los satélites de Hitler escalaron el poder llevados por una ambición enfermiza de dominar el mundo y amarrarlo a sus propósitos de esclavizamiento   —76→   de la democracia en todas las latitudes de la tierra»141. Así, «desfilan por la obra del escritor hispano las figuras nefastas de Hitler, Goering, Hess, Goebbels, Himmler, Rosenberg y de todos los verdugos que forjaron el Tercer Reich basándose en la crueldad y sirviéndose del crimen como arma primordial para la consecución de sus obscuros anhelos de supervivencia»142. Los horrores del nazismo -dominación y exterminio en los campos de concentración (Belzec, Sobibor, Maidanek, Buchenwald), Holocausto-, expuestos con toda precisión y rigor a lo largo del volumen, son la prueba irrefutable de la necesidad de afianzar la democracia y luchar por un porvenir de paz para todos los pueblos del planeta. El mismo autor antepone un pequeño prólogo, junto al de Cruchaga, donde informa de detalles biográficos importantes: «Escribo este libro cumpliendo un deber. Yo también soy una víctima. Durante varios años mi padre sufrió la persecución del régimen fascista para morir finalmente a las puertas de una prisión española mientras yo tenía que abandonar mi patria y buscar refugio lejos de ella. Al escribir este libro he renunciado de antemano a todos los frutos de la imaginación. Pobre imaginación humana incapaz de crear en sus mundos sin límites los crímenes que el fascismo cometió»143. Aparicio también advierte al lector: «Probablemente es el primer libro que se escribe sobre el asunto. Por fuerza es una síntesis que lejos de agotar el tema apenas lo inicia. Pero el camino queda abierto para futuras investigaciones y consideraciones»144. El libro, asimismo, es una «compilación de testimonios múltiples en el que el autor habla lo menos posible para dejar oír la palabra ensangrentada de los propios sucesos y el clamor de las víctimas». Las fuentes o el material de procedencia queda explicitado, desde sus inicios: «El capítulo sobre el campo de concentración de Buchenwald debe gran parte de su contenido al informe de la Comisión Británica que visitó Buchenwald diez días después de liberada la zona por las tropas norteamericanas. El capítulo sobre Maidanek está basado principalmente en el informe de la comisión ruso-polaca que llegó para investigar los crímenes cometidos»145. Antonio Aparicio, con este tipo de obra, se adelanta, dos años antes, a las ideas de Sartre en su famoso Situations, II: «Los lectores nunca son desbordados por el acontecimiento: si el narrador ha sido sorprendido por el acontecimiento, no comunica a los lectores su sorpresa; se limita a darles cuenta de ella»146. El ensayo, por lo demás, puede tener un antecedente en otro poeta, esta vez del 27,   —77→   Juan Chabás, quien, ya en 1928, había editado Italia fascista (Política y Cultura). En el prólogo de esta obra, el dianense autor de Espejos confiesa: «Quisiéramos captar en estas páginas los más variados aspectos del fascismo, que no es únicamente el desesperado ademán de un partido que pretende salvar la política de su país: toda la vida italiana es hoy, políticamente o no, fascista. El fascismo no es ya una actitud ante los problemas del gobierno de un estado; es, universalmente, una actitud ante la vida»147. La bibliografía esencial sobre el tema ha sido abordada recientemente por Javier Alfaya, referida al caso particular de los españoles en los campos de concentración nazis148.

La reflexión sobre el fascismo vuelve a encontrase en el artículo «Nuestras Vidas son los Ríos», esta vez a propósito del «golpe militar» de Pinochet en Chile: «Mientras en Santiago, en Concepción, en Valparaíso y en Antofagasta cumplen su oficio los piquetes de ejecución y toda sombra de libertad es abolida, la sombra de Salvador Allende encabeza los desfiles de la protesta y de la esperanza bajo veinte cielos distintos. Sí, todos los viejos ríos enmudecen en esta hora. Y no solamente para que los ríos de la indignación hablen y suenen más altos, sino por otra razón también: enmudecen de horror. Chile entra hoy, amordazado, en ese túnel de fascismo en cuya tenebrosa oscuridad todo crimen tiene su asiento. En pocas horas, el nuevo régimen ha cubierto el país de sangre, humo y ruinas. Y no estamos sino en el umbral de la noche de los cuchillos largos»149.

La crítica a la invasión de Praga -en el recuerdo a Jan Palach- muestra la conexión de la literatura con la meditación política del anterior ensayo: «Cuando era Europa la que moría bajo la ocupación, sabíamos que en realidad seguía viva, merced, paradójicamente, a los que morían en la resistencia para hacer oír el secreto latido del continente torturado. ¿Se anuncia una nueva ocupación desmintiendo, entre otras promesas, la del clásico internacionalismo proletario y la de un tácito reconocimiento de las vías nacionales para el socialismo? Mientras Jan Palach agoniza en Praga, hay un temblor hasta ahora desconocido en Budapest, en Varsovia, en Bucarest, en Belgrado»150. Toda esta visión del socialismo y humanismo se convierte en una llamada a la juventud y a su destino de libertad: «En Praga es Jan Palach, en Madrid ese estudiante que ayer mismo se lanzaba al vacío para chocar   —78→   mortalmente contra el pavimento, mientras allá arriba, en el balcón del séptimo piso, los funcionarios del terror se frotan las manos satisfechos. En un mundo en el que las supervivencias del fascismo coinciden con la revolución degradada, los juveniles mártires de la causa del hombre encuentran, por encima de las fronteras, una fosa común. Digámoslo sin reservas: si hay algo que escapa a la diabólica crisis general que nos confunde, es, precisamente, esa juventud que la sociedad de consumo y la sociedad autoritaria coinciden en calificar de juventud en crisis. Cuando el hombre-masa a uno y otro lado de la raya, parece haber sido persuadido a abandonar toda vocación de libertad, la juventud que yerra en medio del desierto que le ha sido dado, levanta, en medio de las tinieblas, el espejo puro de la rebeldía. Sobre las aguas serenas y enigmáticas de ese espejo, dibújase claramente una línea que no apunta a la conquista del espacio ni al apocalipsis atómico, sino a algo más ambicioso: al redescubrimiento del hombre como protagonista del hombre, como protagonista insustituible de la libertad»151.

Junto a la política, Aparicio también aborda otros temas de interés. En su artículo «De la espiritualidad andaluza», de 1934, ya estudiaba las raíces sociales e históricas del cante. El cante jondo como «el más íntimo reflejo, la más fiel exposición de la atormentada sensibilidad andaluza». Inquieta ésta «con los tormentos febriles de una inspiración de rosas incendiadas y corazones maltrechos. De quejumbrosos sentimientos de melancolía, empañando el espíritu con el zumo agridulce del dolor mesiánico». Todo ello porque «el cante jondo es el confidente sentimental, el pañuelo de lágrimas del pueblo andaluz. En el seno apasionado de la copia, vierte éste el lamento torturante e inmenso de su pena. Tanto es así, que sería imposible hallar un sentimiento arraigado profundamente en el alma andaluza que ésta no hubiera plasmado en el cristal sentimental de la lírica jonda... (...) Lo jondo es el símbolo unánime de las más inexploradas y ocultas reconditeces de la sensibilidad andaluza, enroscándose cariñosamente en el corazón encogido de los oyentes desde la catedral litúrgicamente pagana del tablao»152.

En esta línea de 'investigación' y 'divulgación' de lo folklórico está la nota periodística dedicada a «Enrique o el arte del baile», ahora publicada en el exilio: «Flamencología es una fea palabra que carece de ángel, pero a falta de otra haremos uso de ella para decir que Enrique es catedrático en flamencología pura. Unamuno de la bulería, Ortega de la solear, Machado de la petenera, «Enrique el Cojo» es pensamiento, idea y sentimiento del baile andaluz (...) Enrique, sevillano como Velázquez y Belmonte, como Machado y Pastora Pavón, emperadores de la lucidez y el embrujo, mágicos inventores de formas excepcionales en artes diversas: dominio   —79→   y genio de la pintura, arte fantástico del toreo, arte poético de la palabra, mundo dramático del cante jondo. En esa misma estirpe, Enrique es de los que saben descender al lago subterráneo del corazón, cuna primera y última del arte, donde el hombre se hace y se deshace hasta morir, debatiéndose entre pasiones y sueños»153. En este género se encuentra el texto dedicado a Antonio Bienvenida154, donde el poeta expone una singular teoría en torno a los dos tipos de toreros: el místico y el teólogo. El primero, «especie rara, rarísima, es aquel que en sus tardes de inspiración hace comparecer a Dios en la arena, haciéndole descender del ruedo celestial al ruedo taurino». El segundo, «es el torero que lo sabe todo... menos tutear a Dios. Deslumbradora suma de conocimientos e intuición, el teólogo está regido por una cabeza de fuerza y precisión admirables». Para el autor de Gloria y memoria del arte de torear «el teólogo es el intelectual del toreo, el místico el artista» y las nóminas están muy claras: «Grandes teólogos lo han sido, Joselito, Marcial, Manolete, Ortega, Luis Miguel, Camino. Del primero se dijo, en elogio de su facilidad, que toreaba en el ruedo como podría hacerlo en el patio de su casa (...) En la vertiente del toreo místico hay que reconocer la preeminencia de los sevillanos: ¡El Gallo! ¡Gitanillo! ¡Cagancho! ¡Pepe Luis! ¡Curro Romero!, toreros cuyas vidas transcurren entre tempestades de escándalos en medio de las cuales surge, a veces, la tarde en que hacen comparecer a Dios en la arena para torear como Dios manda, angélica, arcangélicamente». Conjugando ambas visiones está la figura del caraqueño de casta y familia sevillana, Antonio Mejías Jiménez, poseedor afortunado de un arte que une «la precisa conciencia de los toreros, el cabal entendimiento de las reses, el dominio pletórico de todas las suertes que cabe esperar de un lidiador clásico. Y fundida a esa teología, una inspiración serena, de ángel, más que de duende, en la que la alegría tiene su puesto y la gravedad guarda el suyo». Concluye Aparicio uniendo el nombre de Antonio Bienvenida a otros dos Antonios, Machado y Mairena, verso y cante, «trinidad sevillana en que brilla y reverbera la grandeza y la pureza del arte en superior, ejemplar y conmovedora categoría».

Un núcleo de notas de prensa importantes tienen como eje a los escritores admirados (Quevedo, A. Machado y García Lorca). «La huella de Quevedo (Estilo y época de un destino ejemplar)» es el título de la primera de las conferencias impartida por Aparicio en Venezuela. El Nacional da cuenta de esta labor divulgativa, en 1954: «Ante un público que colmó el salón de conferencias de la Biblioteca Nacional, Antonio Aparicio, poeta de la España Peregrina, habló por vez primera en Venezuela. Y sobre Quevedo, normas de una vida ejemplar (...) Entra Aparicio en la vida de Quevedo, despreciando los siglos que de éste nos separan ya que 'Quevedo   —80→   nos exige corazones y no fechas, besos inocentes y no homenajes endurecidos, cartas de amistad y no la baraja marcada del investigador'. Aparicio va mostrando pausadamente a Don Francisco de cuerpo entero, de lo externo a lo interno, de lo aparencial a lo verdadero, lo auténtico. Describe, primero, la España de Felipe II. Y narra la peor aventura guerrera de España, la Armada Invencible. Y describe las consecuencias de la derrota: 'Parecía -dijo- como si la nación entera, perdido el firme eje sobre el cual giraba hasta entonces, empezara a desintegrarse. Todo se vuelve tribulación, elegía, desengaño'. La ruina venía corriendo como caballo desbocado por la calle española. Éste es el mundo de Quevedo. El mundo en el que le toca nacer, no el que él escogió. Nace en medio de luto y de fatiga. En una España cansada y ahíta de historias y leyendas. Su cojera, la cojera de Quevedo, es casi símbolo de la cojera de España»155.

El poeta preferido, según sus propias declaraciones, es Antonio Machado. Como en la pintura, Pablo Ruiz Picasso. Del «Acto de Confraternidad Hispano-Venezolana en Homenaje a Machado» son estas declaraciones de Aparicio, transcritas por la prensa, en 1959: «Con ser todas estas cosas tan preclaras y enaltecedoras -poeta, pensador, soñador, patriota...-, poseyó una condición superior a las mencionadas. Fue un hombre verdadero (...) Es el resplandor de esa superior condición suya -la de hombre veraz- la que sigue resplandeciendo hoy ante nuestros ojos pese a los veinte años transcurridos desde su muerte (...) A quien todo lo había perdido le quedaba lo que le queda siempre al español y que no puede perder nunca por llevarlo siempre dentro de sí, le quedaba España, la triste y espaciosa España cantada por Fray Luis de León (...) Y hace de España tema de meditación constante, tormenta de su alma, figura permanente de su poesía. Le quedaba España, e iba a darle a esa silenciosa amante eterna, gloria y martirio de sus hijos verdaderos, todo lo que no había podido darle al otro amor, va a dar la vida y la muerte por ella»156.

Con motivo del cincuentenario de la muerte de Lorca, nuestro autor ofrece a El Nacional un recuerdo imborrable de su figura. Destaca, en primer lugar, la «universalidad» de Federico y su poesía como «regalo» de España al mundo: «Lorca es todo; poesía clara y misterio cerrado, generosa alegría y desbordado sentimiento, exaltación vital y profundísimo pozo de secretos pesares, pueblo vivo y tradición atesorada en las bodegas oscuras de la memoria popular»157. También recuerda el crimen en Granada: «Porque es verdad: lo mataron, lo asesinaron, le arrebataron la vida que esperaba vivir y de la que tanto cabía esperar. Y fue -Machado lo dijo- en   —81→   Granada, en su Granada, cuna y tumba (...) doble crimen: mataron a Federico, al granadino Federico García, y asesinaron, con la misma suerte, al Federico García Lorca futuro, que de haber vivido su ciclo normal de vida, quién sabe qué otros romances labraría, qué otros poemas, qué otras obras escénicas»158. En consonancia con Aparicio, otro poeta exiliado, Pedro Garfias, también recordaba, en sus conferencias mexicanas, la personalidad del lírico granadino y la infamia de su muerte: «Escuchad, añadió sugestivo, es el tiro de gracia. Se ha cometido el crimen más negro de la historia de España. El ambiente ha madurado pronto para escuchar en el clima adecuado ese exquisito poema de Antonio Machado que se llama 'Federico García Lorca': Se le vio caminando entre fusiles / por una calle larga / salir al camino frío... / el pelotón del verdugo / no osó mirarle la cara' (...) Hablar de García Lorca -continúa- es tan aventurado como hablar de un milagro»159. Aparicio cantó ampliamente la muerte de Lorca. En Madrid, en 1938, la Editorial Signo, con dibujos de Santiago Ontañón, incorpora la Elegía a la muerte de Federico García Lorca, de 19 páginas, que se incluirá, más tarde, en Fábula del pez y la estrella (última sección, «Elegía a la luz de Granada»). Dos de los ocho poemas de Elegía, los sonetos «La Muerte» y «Una campana muerta», se publicaron en El Mono Azul160. El poema «Subido a las Barandas de Granada» tuvo una primera versión en el Homenaje al Poeta García Lorca contra su muerte, publicado por Prados. Allí el texto se titula «A Federico García Lorca» y consta de dos estrofas más en su Introducción:



Lleva junto a nosotros doce meses
y ha establecido aquí su residencia
cercada de fusiles y cipreses.

Le debemos respeto y obediencia
para caer cuando su voz lo pida
desde su inalterable presidencia.



Y otra añadida en su centro:


Me lo han dicho los vientos más ligeros
y aún en el sueño un suave llano
donde esperan sus tristes compañeros161



  —82→  

Contrapunto al mundo literario es la pasión por la pintura que siente nuestro escritor. Dentro de ella figura también la reflexión política. Así, la mirada atenta sobre la pintura de Claudio Coello le hace reflexionar sobre la calle madrileña del mismo nombre y el hecho ocurrido a finales de 1973: «La muerte del almirante Carrero viene a ser el último cuadro de Claudio Coello, con todas las características del caso: la implacable precisión de la línea, el milagroso acierto del retrato, la misteriosa oscuridad del contorno. Cuadro éste que, como en tantos otros de la misma mano, la historia se confunde con la pintura y la pintura con la historia (...) Como en los grandes retratos que conservamos de Claudio Coello, en este cuadro histórico del 20 de diciembre del año que se fue, todo es tiniebla y oscuridad y misterio. Lo único en claro en el suceso, es que todo está oscuro. Oscuro como el ambiente y el contorno dentro de los cuales se nos revelan los personajes retratados por Claudio Coello»162.

La gran trilogía artística para Aparicio, sin embargo, la componen el Greco, Goya y Picasso. La contemplación de El entierro del Conde de Orgaz le lleva -en fecha tan significativa como 1968- a una meditación sobre el «arte de la simulación política (religiosa)»: «Esa fe religiosa, esa ortodoxia católica patente en la pintura del Greco, ¿fue sincera expresión de su alma? ¿Fue, por el contrario, el tributo pagado por un perseguido para vivir en paz, en paz respetada, dentro de un país que no se detenía ante nada para mantener una dominación dogmática? El caso importa grandemente, ya que respondería a una dolencia nacional, la de la adhesión simulada, que aparece periódicamente en la vida española, secularmente aquejada de falta de libertad. Sin necesidad de recurrir a los ejemplos de los días presentes, recordemos como aún antes de la época del Greco la vasta población española de origen judío, tan legítimamente española como la de otros orígenes raciales, viose obligada, bajo fiera amenaza de persecución y muerte, a adoptar unas actitudes de acatamientos políticos y religiosos reñidas con sus íntimas convicciones»163.

Sobre Goya, Aparicio ya había adelantado, en 1935, una pequeña reseña sevillana a propósito de sus cuadros y amores con la duquesa Cayetana de Alba164. En una de sus conferencias venezolanas aborda la «filosofía» especial imperante en la obra artística del aragonés: «Goya se movía dentro de una secular e indefinida filosofía española hecha de hondo sentido humanitario, más patente en el refranero y cancionero populares que en un sistema filosófico propiamente tal»165. Como «poderoso visionario» queda caracterizado en un famoso artículo de la serie «Mundo y   —83→   Trasmundo de la Pintura». Pintor a lo Quevedo, «vasto, múltiple, acérrimo, sentenciador, amigo de espantos y de apariciones por fidelidad a la imaginación popular de un pueblo mísero en todo y riquísimo en imaginación. Y como Quevedo, patriota insobornable -lo que no quiere decir infalible-, severo con el presente deleznable, esperanzado hasta la ingenuidad en la panacea futura. Pintor de origen, traza, talante y destino hispánicos, más guerrillero de los pinceles que maestro de ellos (gustaba, como Picasso hoy, dejar el cuadro sin terminar, sin extremar su terminación, sin darle la puntilla, como el malagueño dice); más dado al exabrupto, al dicterio, que al discurso pausado que la pintura era cuando él llega a espantarla con su grito»166.

Pero la emoción más plena de Aparicio se decanta por Picasso. Desde la década de los cincuenta el autor viene anunciando un libro inédito, La Paloma y el Minotauro, dedicado al genial pintor. En 1965, el periódico El Tiempo de Caracas ofrece cinco entregas de ese futuro poemario y da cuenta de una conferencia ilustrada sobre el malagueño organizada por el grupo Palestra. También El Nacional informa del acontecimiento: «Aparicio afirmó después que la obra de Picasso divide en dos periodos la historia toda del arte, y recuerda la frase de un crítico francés -Claude Roge-Marx- que señaló cómo la historia del arte desde las cuevas de Altamira hasta Cézanne no es más que el periodo preliminar para llegar a la pintura picassiana' (...) 'El secreto del genio de Picasso -recalca Aparicio- consiste en haber alcanzado todas las conquistas del arte, todos los conocimientos con el fin de mantenerse constantemente lejos de ellos y dejarse conducir solamente por el instinto (...) La obra picassiana podría ser dividida en dos vertientes presididas respectivamente por dos sentimientos, el de la inocencia y el de la violencia, simbolizado el primero en la Paloma mediterránea, y simbolizada la violencia por el Toro hispánico de las cavernas de Altamira. 'La Paloma -dijo Aparicio- es Málaga, es los años de infancia, es el Mediterráneo, es Grecia, es el Arte; el Toro es el habitante colérico de las rupestres cavernas de Altamira, es el fondo oscuro de los tiempos no revelados, es el animal que viene desde las edades en que la tierra no pertenecía todavía al hombre. Y de esta conjunción de barbarie y de inocencia nace el artista más completo que ha pasado por el mundo»167. Por estas fechas Aparicio edita un homenaje poético al pintor, bajo el título Domador de la aurora168:

  —84→  

Español sin España, corazón sin descanso,
viejo siempre naciente, niño de la sabiduría,
centauro que cumple, cada día un año menos,
siempre la hierba crece entre tus dedos169.



Otro poeta del 27, Rafael Alberti, dedicará su libro A la pintura (Poema del color y la línea) (o Cantata de la línea y el color, en la primera edición de 1945), a Picasso y también a éste el poema final de dicho libro: «Canta el color con otra ortografía / y la mano dispara una nueva escritura»170. Todo un poemario con el título Los 8 nombres de Picasso (1970); las Visitas a Picasso, en las Canciones del alto valle del Aniene (1972) y algunos textos de Fustigada Luz (1980)171 completan la dedicación poética albertista al pintor. Unida a ella se encuentra la «Imagen primera de Pablo Picasso», que bien podría haber firmado Aparicio: «Durante la guerra de España, Picasso fue estremecido hasta los tuétanos por aquella tremenda sacudida, digna arrancada de su pueblo contra la calculada traición y el apuñalamiento cómplice de unos y de otros. Nunca jamás un hombre, un español tan alejado de su patria, pudo sufrir desgarro más profundo en sus raíces. Y el lastimado toro negro andaluz de sus venas se desató, bravo y terrible, llevándose al enemigo por delante»172.

Política, Literatura, Arte. Compromiso humano y artístico. Amistades y olvidos. Ausencias y presencias. Definitiva recuperación de su prosa. Como el mismo Aparicio afirma, en su carta de 24 de octubre de 1995 a mi persona: «Nada, aquí, del fatalismo que asegura que quien espera desespera. Por el contrario, (...) quien espera persevera».



  —[85]→  

ArribaAbajoLa figura del personaje «republicano» en la novela de los exiliados

Maryse Bertrand de Muñoz. Université de Montréal


La aparición de personajes republicanos en la narrativa fue muy frecuente desde el tiempo de las hostilidades mismas, tanto en las obras de los correligionarios como de los enemigos; pero sus características fueron muy diferentes según los unos y los otros y la presencia de un binarismo de códigos expresivos al servicio de la significación es constante. «La bimembración española dio lugar, naturalmente, a dos tipos de novelas de tendencia opuesta, según la zona en que se publicaban», escribieron José María Fernández Gutiérrez y María Herrera Rodrigo al comentar la narrativa de Arturo Barea. Y continuaban:

Pero si algo caracterizó la contienda fue precisamente lo irreconciliable de las posturas, que llevó a una beligerancia latente en la sociedad española muchos años después de la pacificación oficial; y esta actitud se refleja en la novela que, a veces, presenta estereotipos irreconciliables de buenos y malos173.


En mi exposición me ceñiré al personaje «republicano» en las novelas publicadas por exiliados. Durante las hostilidades, al contrario de lo que sucede en la literatura de los franquistas, donde está marginado, considerado de manera totalmente negativa174, el personaje «republicano» es enaltecido, glorificado por la voz de los narradores de la misma ideología; pero poco a poco en la postguerra va cobrando otras facetas, se hace más matizado, más profundamente humano. Considerare primero a algunos novelistas del tiempo de la guerra para pasar a obras significativas publicadas en las primeras décadas -Aub, Barea, Botella Pastor, Luisa Carnés, Sender-   —86→   y estudiaré luego brevemente a Andújar y unas obras sobre el tema del retorno.

La primera obra narrativa que se publicó durante la guerra fue en el mismo año 1936 en Madrid: se titulaba Gavroche en el parapeto175, escrita por Elías Palma y Antonio Otero Seco, y protagonizada por un «republicano». Este libro dio el tono a gran parte de la novelística producida durante los hechos bélicos. En la zona leal, destacaron dos nombres durante el conflicto: Ramón Sender y José Herrera Petere, con Contraataque176 una autobiografía novelada, y Acero de Madrid, respectivamente177. En la zona azul la más conocida de las novelas fue, sin duda, la de Agustín de Foxá, Madrid, de Corte a Checa178. Esta literatura narrativa revela, como es obvio, una ideología totalmente distinta en una y otra zona. Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala han criticado de forma virulenta la de los Nacionalistas en su Historia social de la literatura española179, particularmente por su maniqueísmo y su falta de objetividad. En efecto, no son raros los párrafos en los cuales en España se describió a los «republicanos» de una forma totalmente denigrante. Sin embargo, hay que notar que se podría afirmar prácticamente lo mismo de los libros publicados por los de enfrente; entre éstos, la misma retórica entre vieja literatura y nueva fraseología, pero de izquierda esta vez; con el mismo maniqueísmo, como podemos constatar en Gavroche en el parapeto:

El rojo le contesta (al blanco):

-Tú eres el pasado. Tú eres la muerte, eres el crimen, eres la barbarie. Tú eres el verdugo, tú eres la inquisición, el hambre, la prostitución. Tú representas todo lo malo que tiene una vida, y sin embargo, tú eres responsable. Tú eres un inconsciente; por ello yo quiero explicarte lo que representas. Nosotros somos la escuela y la despensa, la cultura, el trabajo como capital fundamental de la vida. Nosotros representamos el arte, la sabiduría, la poesía, la transigencia, la igualdad, el derecho, el respeto, el amor. Somos los que trabajamos, los que producimos. Somos todo lo bello, todo lo grandioso, todo lo sublime que tiene la madre naturaleza


(p. 119).                


El mismo héroe ideal, portador de verdaderos valores y de belleza en Acero de Madrid:

Miguel es un español alto, delgado, sobrio, elegante, correcto. En los tiempos de ilegalidad, él llevaba todo el aparato de prensa clandestina del Partido.

Nadie jamás hubiese sospechado nada.

  —87→  

Nadie hubiese podido adivinar que bajo aquel aparente empleado de Banco se ocultase tal fuego y tal disciplina española y renovadora; tal espíritu de sacrificio.

Enrique había sido cantero; había estado en Cuba; había luchado desde los quince años; había combatido, pistola en mano, con los patronos; estaba deseando volver a combatir.

Gustavo había sido músico, lector, snob, había estado en París, en Alemania, en Inglaterra, Sin embargo, él decía que no había encontrado sentido a la vida hasta que entró en el Partido. Acababa de nacerlo. Ramón era español y militar. Era hombre. Era serio. Era valiente. Tenía palabra de honor.


(p. 47)                


El mismo rebajamiento del enemigo en Contraataque de Sender. Todos los escritores de ese momento, nacionales o republicanos, perseguían la misma meta: persuadir, y todos los medios les parecían buenos. Como subraya Peter Monteath: «In writing of war both sides placed great emphasis on creating a negative image of the enemy. Both portrayed the enemy as the incarnation of evil, as the scum of humanity»180. Lo más sensato y justo acerca de toda la literatura bélica de los años mismos del conflicto es afirmar, con Díaz-Plaja, en Si mi pluma valiera tu pistola, que España entera perdió la cabeza, que

la pasión le pudo al sentido común, la razón perdió ante la insensatez (...) Una ola de rabia cruzó la península, una ola de rabia que nunca hubiera podido imaginar cada uno de los rabiosos antes, una ola de rabia que muchos no quieren recordar después181.


En la mayoría de las novelas, la calificación, la distribución, la autonomía y la funcionalidad diferenciales182 de los personajes «republicanos» están muy marcadas; pero su funcionamiento varía según los autores y la época de publicación de la obra. Su «hacer» suele ser muy detallado en el caso de los combatientes, mientras que su «ser» suele importar más en el caso de los nostálgicos; están constantemente presentes en los momentos estratégicos del relato y los primeros entretienen relaciones estrechas con los demás, mientras que los segundos tienden a aislarse. Por lo general no consiguen su objetivo pero esto los hace más entrañables, más interesantes, más valiosos en su afán, en su quehacer, en su búsqueda.

Max Aub empezó a redactar Campo cerrado183, la primera novela de lo que fue luego su ciclo El Laberinto Mágico, en París en 1939. Y si bien en ésta como en las siguientes obras de la serie domina la descripción de un ambiente, de un caos social   —88→   e histórico, y abundan los personajes, un hombre aparece más frecuentemente, Rafael Serrador, que las primeras escaramuzas en las calles de la capital catalana despiertan de su soledad y le llevan a solidarizarse con los demás hombres. En los libros siguientes de la serie, Campo abierto184, Campo de sangre185, Campo del moro186 y Campo de los almendros187, varios personajes actúan con frecuencia, particularmente Vicente Dalmases, Julián Templado, el doctor Riquelme y Víctor Terrazas. Todos ellos, en medio de la lucha y a menudo de la duda, comparten los ideales republicanos; si algunos traicionan en Campo del moro, los demás están convencidos de la legitimidad de la República y la defienden cada uno a su manera, luchando directa o indirectamente.

En La forja de un rebelde, trilogía de Artura Barea, presenciamos claramente el caso de un hombre vapuleado por los sobresaltos sociales e históricos del siglo XX español y europeo. Relatos autobiográficos novelados, los tres libros que componen la serie ofrecen al lector el tipo de hombre de condición humilde que logra adquirir cultura y llega a tener cierta importancia como intelectual durante la guerra civil. Barea quiere hacer ver cómo se forjó su rebeldía y por este medio dar una explicación de la guerra fratricida; desde su propio caso pretende llegar al de millares de personas que, como él, sintieron la necesidad de luchar por un mundo mejor. Desde el encanto de los barrios populares de Madrid pasamos a Marruecos y la guerra colonial para acabar con Arturo ya en 1936, en pleno conflicto tanto histórico como personal. Éste, a pesar de sus zozobras y de sus cambios de humor y de ideas, siente total devoción hacia el pueblo, está dispuesto a trabajar afanosamente para mejorar la condición de los suyos y defender la República:

Me ahogaba el sentimiento de impotencia personal frente a la tragedia. Era amargo pensar que yo era un entusiasta de la paz, amargo pronunciar la palabra pacifismo. Me había convertido en un beligerante. No podía cerrar los ojos y cruzarme de brazos mientras se asesinaba impunemente a mi propio país, sin más finalidad que el de que unos pocos se hicieran los amos y esclavizaran a los supervivientes.


(p. 213)                


El alicantino Virgilio Botella Pastor, autor de numerosas novelas que se refieren a la guerra y la posguerra, plantea el caso sobre todo de un médico vasco, Ignacio Zabala, arrastrado a participar activamente en los asuntos del gobierno en Madrid durante las hostilidades. Para Zabala, como para Arturo Barea, los hechos políticos son ocasión de trastornar totalmente su vida conyugal: ambos encuentran entonces   —89→   a una mujer tremendamente atractiva que orienta su vida posterior. Pero mientras están en España combaten con ardor por el triunfo de la República, para ayudar a sus compatriotas a salir de la noche del fascismo; el sufrimiento personal y colectivo es inmenso, pero nada impide que sigan día a día con sus esfuerzos el camino trazado hacia un porvenir mejor para sus semejantes. Novelas de amor y de guerra, La llama188 y Por qué callaron las campanas189, están a la vez llenas de pasión por una mujer y por su país. En España, nos dice un personaje de Botella Pastor, los republicanos «pelean por su libertad y bienestar» (p. 11); las iglesias se cerraron «por falta de amor» (p. 52) y las campanas «callan por no resquebrajarse de tanto doblar a muerto. Callan porque la iglesia se alejó de los pobres» (p. 347).

En 1953, Ramón J. Sender publicaba una de las novelas más conocidas, más vigorosas sobre el tema de la guerra civil, Mosén Millán190, cuyo título definitivo fue más tarde Réquiem por un campesino español191. El primer título ponía el énfasis sobre el sacerdote que, esperando para celebrar la misa de réquiem, recuerda el pasado del verdadero héroe de la historia, Paco el del Molino, que murió ejecutado hace un año; Sender supo devolverle a éste todo el papel que merecía en el título de la segunda edición. La vida de Paco estuvo enteramente ligada a la de Mosén Millán: éste le bautizó, le vio crecer, le tuvo de monaguillo, le vio enamorarse y le casó. Hijo de molineros, Paco se rebeló pronto contra los ricos, contra la autoridad, contra todo lo que coaccionaba, vejaba al pueblo. Al declararse la República y suprimirse los bienes de señorío es cuando Paco entró en la acción directa: el duque, propietario de los montes desde la Edad Media, no se quiso someter y se obligó a pagar multas a cinco pueblos vecinos por haber dejado pacer el ganado en sus tierras. Paco afirmó que los hombres honrados» (p. 82) bajan la cabeza cuando hay una ley y que el duque tendría que defenderse él mismo, pues sus guardas ya no tenían rifles, se los habían quitado sus hombres. En julio de 1936, llegaron unos «señoritos» para restablecer el antiguo orden, asesinaron y devolvieron las tierras al duque: Paco no se sometió, se retiró al monte y se escondió. Mosén Millán le denunció, creyendo en la buena fe de los perseguidores, y Paco murió bajo las balas en el Campo Santo.

Paco, como todos los personajes, es un arquetipo de la gente campesina, pero es sobre todo el símbolo del hombre del pueblo que demuestra hasta la muerte la voluntad de los suyos de salir de su miseria, de luchar para conseguir el derecho de vivir. Es un personaje un tanto esquematizado pero con gran valor representativo; el hondo sentimiento de solidaridad es manifiesto en múltiples ocasiones pero al final,   —90→   en el momento de la confesión, se hace patético: «¿Por qué matan a estos otros? Ellos no han hecho nada» (p. 118).

Del mismo calibre se presenta el protagonista Juan Caballero en la novela del mismo título192 de Luisa Carnés. En esta novela de guerrilleros asistimos a un drama de una densidad parecida a la del Réquiem por un campesino español. Cuatro personajes principales actúan en ella: el doctor Blanco y su hija Nati; Pedro, el marido de ésta y a la vez jefe local de Falange, y el jefe de los guerrilleros, Juan Caballero. Nati se ofrece para llevar medicinas a un herido en el monte y decide luego quedarse con los que combaten por la libertad, pues quiere a Juan, el jefe, desde la infancia. Los suyos son los de «cara alta» y le ha «hecho roja el dolor de España» (p. 89). El padre de Nati y el alcalde, padre de Pedro, mueren ahorcados cada uno por el bando opuesto y en la batida, organizada por la Falange y el Ejército, Juan es herido; da orden a los suyos de retirarse hacia el sur y muere después de haber vivido unas horas intensas de amor con Nati. Ésta espera a los franquistas, tira con la ametralladora y al llegar Pedro, le insulta: «Una bala de su marido puso fin a sus palabras» (p. 171).

Juan Caballero es un personaje de una gran fuerza: joven, dotado para el mando, entero, tierno en ciertos momentos, lleva siete años luchando para vengar a su padre pero, sobre todo, para acabar con «el dolor de España esclavizada» (p. 127). Este mismo espíritu anima a todos los de la partida. Y Nati demuestra un coraje, un valor fuera de lo común al enfrentarse con su marido y unirse a los guerrilleros en el monte, sabiendo perfectamente lo que le espera. Todos estos republicanos siguen su combate, pues no pueden encontrar la paz hasta que no llegue la justicia y la igualdad para todos.

Una última novela de combatientes quisiera citar: Historias de una historia193 de Manuel Andújar, obra mucho más tardía de un exiliado que volvió a España en la década de los sesenta. Esta obra polifónica y multiperspectivista, en la cual se encuentran dos grandes partes -«Entre prólogo y epílogo», que en sí podría constituir un libro aparte, y el resto del texto-, es entre otras cosas una crónica de la columna «La Montaña»; en ella combaten Aurelio, el novio huido de «Entre prólogo y epílogo», y Carmelo, el hijo de Fermín, otro personaje del primer relato; rápidamente este grupito llega a constituir una división importante en el ejército republicano de Cataluña. La utilización de diferentes narradores logra hacer percibir la guerra bajo ángulos variados y la perspectiva se amplifica aún más con la gran cantidad de sectores de la sociedad que se describen, por la sucesión de las imágenes, de los cuadros que desfilan ante los ojos del lector. Todas las clases sociales aparecen: desde los obreros que se hacen simples soldados o acceden a puestos   —91→   superiores, a la nobleza y a los dirigentes del ejército, pasando por la pequeña burguesía, los intelectuales, los políticos, el clero. La vida del frente y de la retaguardia, de los milicianos, de las mujeres y de los niños, se añade aún a este gran fresco de una humanidad sumergida en un caos sin nombre. Pero ninguna acrimonia, ninguna mordacidad, ninguna crítica destructiva de quien sea y menos del enemigo, vienen a manchar el entusiasmo, el deseo de liberación y, sobre todo, la fraternidad de los partidarios de la República. Nerja, uno de los narradores -nombre muy cercano al anagrama de Manuel Andújar- hace esta reflexión siguiente: «Hay momentos en que, por estar tan imbuido de la guerra, de sus materialidades y sacudidas, no mido lo que defendemos, no me paro a examinarlo. Me basta con la fraternidad» (p. 204). Esto es lo importante, lo capital en todos los defensores de la República en esta profunda meditación sobre la lucha fratricida española.

Todos los personajes mencionados hasta ahora se distinguen por su dignidad, su entereza, su valor en el combate y ante la adversidad; pocos fallan a su ideal, si bien varios tienen momentos de duda, de desaliento, de desánimo. Son lo que se ha dado en llamar personajes «redondos», llenos de humanidad, suficientemente matizados; se hacen entrañables en su profundo amor a sus semejantes y, sin embargo, no están idealizados hasta el punto de ser inverosímiles.

Otro tono tienen los libros que tratan de otro gran tema entre los novelistas exiliados, el del retorno; el primer tema fue la guerra, el segundo el exilio y, como corolario de éste, el problema de quedarse en el país de exilio o de retornar a la patria.

Los «transterrados», como los calificara José Gaos, creyeron durante muchos años que pronto podrían comer el próximo pavo de Navidad en su tierra194 y por ello no ha de extrañar que toda su vida se orientara entonces «en la idea de nuestra vuelta a España», como subrayó Nicolás Sánchez Albornoz:

Porque nosotros nos considerábamos refugiados. De refugiados nos trataban también nuestros países de asilo y las organizaciones internacionales que intentaban ayudarnos. Y, en cuanto refugiados, esperábamos un día dejar México, Venezuela, Argentina... al igual que, con suerte, habíamos salido con vida, tras los bombardeos, de los sótanos o de las estaciones de metro que se llamaban refugios195.


La consecuencia literaria de tal actitud y forma de pensar es una gran cantidad de obras narrativas que explotan el tema de la posibilidad del retorno y del derecho a vivir en su país como los demás españoles. Como Unamuno y tantos otros españoles   —92→   en los siglos pasados y en éste, los expatriados se sentían desgarrados, brutalmente arrancados de sus raíces. La melancolía, la nostalgia se adueñaron pronto de estos hombres desparramados por la geografía europea, africana y americana, pues tenían la ilusión de estar de paso en suelo extraño y se eternizaba su situación.

Se han escrito múltiples obras narrativas sobre este tema desde 1942, pero las más importantes son posteriores. Empezaré con la magnífica obra de José Luis de Vilallonga, L'homme de sang196, libro publicado en francés en 1959. Según las palabras de su autor197, se trata de una biografía novelada de Valentín González, El Campesino, que fue miembro del 5º Regimiento y luego general destacado. De gran densidad y estilo vivo, abundante en imágenes, ha ganado un valioso premio en Francia, el Rivarol. Narra el drama de un general republicano español, Francisco Pizarro, exiliado en Rusia durante veinte años tras la caída de Barcelona. El recuerdo de España le tortura, llega a ser una obsesión y entonces decide atravesar Europa a pie en busca de su país y de la mujer amada: «Il y a deux ans que je marche à travers l'Europe avec cette seule idée en tête: retourner en Espagne» (p. 53), le confía a su hermana al encontrarla en París. Allí se reúne con varios compañeros de antaño, exiliados como él, y hablan de la guerra: «Cette guerre vieille de vingt ans et de laquelle ils faisaient encore leur pâture quotidienne de nostalgie» (p. 74). Durante la revolución, Francisco salvó a la hija del dueño de la finca donde trabajaba y se casó con ella ante un sacerdote al día siguiente; pero ella le engañó miserablemente y no la volvió a ver. Ella vive ahora en la capital francesa y él trata de encontrarla: «Il avait besoin -nécessité physique- de revenir à ce paysage où, pour la première fois, il avait vu Soledad et l'avait tant aimée» (p. 98), le era indispensable. Pero no logra más que ver a su hija Gabriela, sin duda su propia hija; con ésta emprende el camino de retorno a su patria, pero se le reconoce poco después de pasar la frontera: Gabriela muere y él se entrega a los verdugos. Las palabras sacadas de Unamuno, «Me duele España...», colocadas en exergo en la novela de Vilallonga, revelan todo el amor del protagonista por su país y toda la angustia que supone vivir tantos años alejado de él, a la vez que la necesidad imperiosa de volver.

En la década de los sesenta es cuando aparecieron libros de mayor valor sobre el tema de la vuelta a España, escritos en español por exiliados. Por falta de espacio no mencionaré más que dos de ellos, particularmente significativos, hasta por sus títulos sencillos y claros, Retorno198 de María Dolores Boixadós y El retorno199 de Pablo de la Fuente. En el primero, Retorno (1967), premiado en México con el Don   —93→   Quijote 1966, vemos a una expatriada en Estados Unidos tan atormentada por el dolor de la lejanía y la hipotética vuelta que pierde el juicio: en su imaginación crea un pueblo ideal en el Pirineo que llega a cobrar más importancia que la vida real. No vive ni aquí ni allí, como dijera Aranguren200. La protagonista de Retorno acaba por afirmar: «El pueblo y América son uno solo y están juntos ambos en mí» (p. 161). Este libro oscila entre la primera persona, el relato de la protagonista en América, y la tercera persona narrativa, la historia del «Pueblo». La realidad y la ficción, el mundo palpable y el mundo creado por la imaginación, el pasado, el presente y el futuro están ligados en la mente de la narradora, que no logra separarlos: «España flota a la deriva por toda mi cocina» (p. 11). En El retorno (1969) de Pablo de la Fuente, el protagonista efectúa el regreso tan deseado pero no sabe de antemano si se quedará. Quiere probar primero y luego decidir; se pasea muy indeciso, busca a antiguos amigos del tiempo de la guerra, marcha a París para unos negocios, vuelve, a veces se siente muy sereno, otras se desespera, medita sobre su situación y la de España y discute con un amigo pintor: «Hemos sido arrancados de nuestra vida por la violencia, y después no hemos vuelto a hallar sosiego» (p. 197). Trata de reajustar el pasado con el presente y constata aterrado que, desde los veinte años hasta los cincuenta, su vida es un enorme vacío. Siente «una atracción-repulsión, un amor-odio por España» (p. 106). Después de muchas vacilaciones, oposiciones, sufrimientos, logra por fin pasearse por Madrid con la sensación de pertenecer a la ciudad; se integra finalmente en su país creyendo que lo único que puede hacer por España es estar allí. Las palabras y frases sencillas, los abundantes diálogos, las frecuentes analepsis a la guerra y al exilio, todo ello en un tono sereno, analítico, crea un ambiente muy distinto de las otras estudiadas hasta aquí.

Al cabo de estas reflexiones, se puede trazar el cuadro actancial del personaje «republicano», tal como lo representan los novelistas, haciéndose eco de los historiadores y de los memorialistas; los trabajos de Greimas servirán de punto de partida y de referencia.