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ArribaAbajoLa iglesia que no fue: algunas imágenes del sacerdote en la narrativa del exilio

Luis Antonio Esteve Juárez. GEXEL


A Mossèn Juan Villalba: in memoriam

Desde el nacimiento de la II República planeó siempre sobre ella la relación con la Iglesia como un elemento perturbador. El intento de secularización y laicización que suponía el proyecto republicano en ningún momento fue admitido por las instituciones eclesiásticas, que con tal proyecto veían desaparecer un poder secularmente mantenido que penetraba en los entresijos de la sociedad, mediatizándola y contribuyendo a mantener unas estructuras en las que, «de facto», las clases menos favorecidas o aquellos individuos que disentían del sistema quedaban completamente al margen.

La consecuencia de esta oposición frontal a la República fue la inmediata adhesión del Episcopado -y por ende del conjunto de la organización eclesial-, encabezado por el Cardenal Gomá201, a la sublevación a través de la Carta Colectiva del Episcopado, en la que se exponía la ideología justificadora del régimen nacido de aquélla. Ideología que la misma institución eclesiástica se ocupa en mantener viva recordándola periódicamente202 con manifestaciones como las beatificaciones masivas de los religiosos fusilados en los primeros meses de la guerra, considerándolos testigos de la fe -mártires-, como proclamaba el título de un libro firmado por el primer Abad mitrado del Valle de los Caídos, fray Justo Pérez de Urbel203; hechos que no fueron sino consecuencia lamentable y trágica de la declarada participación en la rebelión de la Iglesia española, con sus cardenales y obispos al frente. Pero no se trata aquí de discutir, examinar, analizar y valorar el hecho histórico; nuestro objetivo   —96→   es la literatura y a los hechos literarios nos atendremos204.

Si el comportamiento de la Iglesia tuvo un papel tan determinante en aquellos acontecimientos, era de esperar que en la narrativa del exilio el tema fuera abordado de un modo u otro. Pero lo que hallamos son alusiones dispersas de carácter más o menos general, tanto en la narrativa aparecida durante la contienda como en las novelas del exilio en las que se aborda la guerra o se recrea la tierra perdida. No hemos hallado una novela que se centre temáticamente en el comportamiento de las instituciones eclesiásticas, sino una serie de novelas en las que un clérigo es el protagonistas205. Al archicitado Réquiem de Sender se suman El cura de Almuniaced de José R. Arana, Juego limpio de Mª Teresa León, y la menos conocida Cruces sin Cristo de José Gomis Soler. A éstos hemos añadido otros dos sacerdotes: Mosén Miquel, que desempeña un papel de cierta importancia en Historias de una historia; y don Leoncio, que representa al clero nacionalista vasco en Euzkadi en llamas206. Salvo quizá este último, los clérigos restantes aparecen a título individual. De ahí que, antes de pasar adelante, sea oportuno bosquejar una mínima caracterización de cada uno de ellos, limitada a nuestro objeto, tal como se desprende de la lectura de los textos.

Mosén Millán207, como ya hemos explicado en otro lugar208, es un pobre cura de   —97→   aldea, de edad avanzada «Cincuenta y un años repitiendo aquellas oraciones...» [31]. Pertenece, por tanto, a ese bajo clero que era generalmente de extracción humilde209 y cuya función consistía en ser el último eslabón de la cadena de un sistema jerárquico indiscutido. Él cumple con lo que cree su deber: la cura de almas para que vivan sus fieles dentro del marco ritual de la Iglesia: «Yo lo bauticé, yo le di la unción. Al menos -Dios lo perdone- nació, vivió y murió dentro de los ámbitos de la Santa Madre Iglesia» [94]. Este cumplimiento de su función, lo mismo que la sublimación de afectos -«Lo quería mucho [a Paco], pero sus afectos no eran por el hombre en sí mismo, sino por Dios. Era el suyo un cariño por encima de la muerte y de la vida» [83]- o el acatamiento de una hipotética voluntad divina -«Cuando Dios permite la pobreza y el dolor es por algo» [51]- no son sino el resultado de una formación y aceptación de una ideología interpretativas del hecho religioso nunca puestas en cuestión. Esta faceta de su personalidad se refuerza con otros indicios desperdigados a lo largo del texto: «Don Valeriano había regalado años atrás una verja de hierro de forja para la capilla del Cristo, y el duque había pagado los gastos de reparación de la bóveda del templo dos veces. Mosén Millán no conocía el vicio de la ingratitud». [75-76]. Pues bien, este pobre cura hecho a una concepción estática y represiva de la sociedad,

-¿Pero tú crees que sin guardia civil se podría sujetar a la gente? Hay mucha maldad en el mundo.

-No lo creo.

-¿Y la gente de las cuevas?

-En lugar de traer guardia civil se podían quitar las cuevas, Mosén Millán.

-Iluso. Eres un iluso.


[59]                


se siente desorientado y perdido ante el cambio, para él copernicano, que es la proclamación de la República. Y sus palabras, que hacen reír a Paco el del Molino, no son sino un eco de la retórica del martirio:

-Todos se van, pero yo, aunque pudiera, no me iría. Es una deserción.

A veces el cura parecía tratar de entender a Paco, pero de pronto comenzaba a hablar de la falta de respeto de la población y de su propio martirio. Sus discusiones con Paco siempre acababan en eso: en ofrecerse como víctima propiciatoria. Paco reía:

-Pero si nadie quiere matarle, Mosén Millán.


[77].                


Una retórica que utilizó el aparato de propaganda de la Iglesia y de la reacción desde el momento mismo de la proclamación de la República aprovechando los   —98→   excesos de grupos incontrolados, ajenos al Gobierno, como la quema de algunas iglesias en 1931.

La misma estructura del libro, un auténtico examen de conciencia, junto con las reflexiones que va poniendo en su boca -«El que muere, rico o pobre, siempre está solo» [50]- o en sus monólogos, lo humanizan y lo convierten en un personaje absolutamente patético cuya soledad percibimos desde el inicio mismo de la novela. Se ha apartado de los suyos -del pueblo- y para el antiguo poder restaurado por la fuerza no es sino un instrumento de justificación ideológica a través de la religión. Mientras, no puede obviar el sentimiento de culpa -«Pensando Mosén Millán en los campesinos muertos, en las pobres mujeres del carasol, sentía una especie de desdén involuntario, que al mismo tiempo le hacía avergonzarse y sentirse culpable». [93]-, del que llega a convertirse en una imagen novelesca210, al tiempo que no podemos dejar de percibirlo como una víctima de la tradición, como afirmaba el propio Sender: «Pero el cura es también una víctima intelectual de una Iglesia como la española»211.

Mosén Jacinto, el protagonista de El cura de Almuniaced212, es un personaje de otra estirpe literaria. También es un párroco rural, pero aquí se acaban las coincidencias. Poseído desde su juventud de un apasionado celo apostólico, su comportamiento y sus palabras le enfrentarán desde el principio con las «fuerzas vivas»: «Si no hubieran conocido a su familia hubieran dicho de él que era un descamisado, un anarquista con sotana, pero todos tenían memoria de su padre, hombre acaudalado y devoto a más no poder; todos conocían a su tío, gran señor a la antigua, intransigente partidario de la 'causa' [carlismo]» [18]. Y acabará en un ostracismo eclesiástico que no anulará una rica vida interior de raíz declaradamente unamuniana:

Al fin paró los ojos en un pequeño volumen. Leíase en el lomo: Miguel de Unamuno. Éste también arde, pensó, y lo abrió al azar.

Aquella prosa bronca y profunda, poética a fuerza de sentirse en ella golpear la sangre como una maza desmenuzando sueños, le encadenaba y repelía, encrespábale carnes y alma, llenándolo de la misma lucha en que brotara, y que llevaba dentro.

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Leíala en voz alta, crispados los dedos sobre la página donde encontró en un puñado de palabras, la razón de toda su agonía. «No me prediques la paz, que le tengo miedo. La paz es la sumisión y la mentira. Ya conoces mi divisa: primero la verdad que la paz. Antes quiero verdad en guerra que no mentira en paz». Él también quería antes verdad en guerra que no mentira en paz; también hubiera querido ser libre como aquel endiablado profesor de Salamanca, y emprenderla a puñaladas, a coces, con la paz turbia y mentirosa, empantanada, donde fue ahogándose su vida verdadera


[35].                


Ni le apartará del afecto de sus feligreses. Cuando el 18 de julio de 1936 el notario le incluye entre los partidarios de la sublevación, Mosén Jacinto responderá:

-¿La nuestra? Será la suya, señor don Juan. Yo, aunque indigno, soy ministro de una religión que es todo amor y caridad, toda Misericordia; que prohíbe expresamente la venganza, y cuyo quinto mandamiento es no matarás.

(...)

-Señor notario, yo no entiendo de sutilezas. La ley de Dios es clara como el agua, y no tiene como las de los hombres, ninguna puerta falsa que permita burlarla. Sólo Él puede juzgar lícitamente. En cuanto a defender al Todopoderoso un mísero mortal, me parece falto de sentido, y en todo caso grave pecado de soberbia. Bueno será, además, que analicemos sentimientos e impulsos, no sea que nos lleve el Malo a confundir nuestro deleznable interés con la causa de Dios, que para todos debe ser sagrada.


[23-24]                


Para luego tronar contra el fratricidio y la sombra de Caín en clara reminiscencia machadiana. Y esta actitud la guarda ante unos y otros. La llegada de la columna anarquista procedente de Barcelona le hará echarse a la calle y enfrentarse a uno de los milicianos ante la sospecha de que pueda haber alguna ejecución. Y no la habrá. Y cuando el Comité local afirme que es de los suyos, lo negará como ha negado ser de «los otros», aunque los argumentos serán esta vez más de fe que de caridad. La quema de algunas imágenes queda a sus ojos devaluada por no suponer más que una cuestión superficial, aunque se compadezca de aquellas pobres mujeres del pueblo para quienes las imágenes quemadas simbolizan momentos culminantes de sus propias vidas. Al regresar «los suyos» tras la derrota de las unidades anarquistas, su reacción será la misma: impedir la muerte. Y al morir en el intento bajo las balas de un centinela moro213, el ama en trágica voz de coro final gritará: «-¡Lo han matado los suyos, los suyos!...» [93].

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Camilo, el protagonista de Juego limpio214, es en sus propias palabras un «pobre fraile» [7, 18] o un «frailuco» [9, 17], como le llama entre cariñoso y despectivo uno de sus amigos. El núcleo fundamental de la novela está formado por una larga confesión escrita desde su celda escurialense poco después de terminada la guerra: «Es hoy una resplandeciente tarde de junio -1939, si queréis más precisiones» [9]. Nos hallamos ante un relato iniciático -la novela es en este caso viaje antes que espejo de estructura circular, pues el periplo del protagonista le lleva a su punto de partida: la vuelta a su celda conventual, único resguardo de una «pobre libertad» [9]. Escondido desde el comienzo de la guerra a causa de las turbulencias de los primeros meses, se verá abocado a mezclarse primero con los combatientes republicanos, luego con un grupo más específico: las Guerrillas del Teatro, que tienen su sede en la Alianza de Intelectuales. La convivencia con todas aquellas gentes le llevará al descubrimiento de un mundo que no es el que le habían pintado desde su celda monacal. Mundo en el que va descubriendo al pueblo trabajador, a los simples combatientes y, ya dentro de las Guerrillas, a la juventud ilusionada e incluso su capacidad de amor humano, sin perder por ello su fe. Todo este mundo recién descubierto se desmorona con la caída de la República y los últimos componentes del grupo se despiden «cada uno con su pequeña ilusión rota» [272], y Camilo irá cerrando las solitarias habitaciones y galerías del palacio donde se han albergado durante aquellos meses: «Voy cerrando y encerrando nuestra hermosa vida de guerrilleros y nada de cuanto sucedió allí de transparente y maravilloso podrán figurarse los que nos sustituyan... Todo se iba cerrando, encegueciendo» [281]. Y Camilo volverá a su celda de fraile sabio, arabista y comentador de Lucrecio, desde la cual escribe unos clandestinos «latidos de sinceridad» que son su memoria y que no son «la duda de mi fe, sino la aventura de mi fe, las pruebas a que la sometí». Y siente la enorme soledad de la que sólo se salva «confiándome al hilo negro de mi escritura de niño inservible» [7-8].

Ceferino Guadalmecí y Portocarrero es un joven sacerdote, de «buena familia» y sólida formación, que protagoniza Cruces sin Cristo215. Hombre sensible, al percibir la ferocidad de la represión en Cádiz, su ciudad natal, la censura desde el púlpito, lo que le acarrea problemas con la autoridad eclesiástica y, por supuesto, con la militar. Obligado a asistir a unos reos de muerte, califica su ejecución como «asesinato legal». Esta actitud le conducirá a una larga peripecia por las cárceles franquistas hasta que consigue huir a Málaga. Allí le sorprende la caída de la ciudad y   —101→   acompañará a los fugitivos en la terrible huida hacia Almería. Acongojado por todo lo que ha visto se incorpora a los servicios de sanidad del Ejército republicano como camillero para asistir a los heridos no sólo física sino espiritualmente. Al recoger un herido en tierra de nadie caerá muerto por una bala. Como sacerdote no llega a cuestionar una serie de principios entonces admitidos -como la pena de muerte-, sino que proclama la arbitrariedad y la crueldad de las que es testigo, al tiempo que pide «piedad y perdón» [77]216. Tanto los hechos de Cádiz como su paso por la cárcel de Sevilla le hacen recapacitar que los motivos religiosos alegados no son más que una excusa y una tapadera ideológica de una motivación espúrea. Y en ningún momento considera que el matar en nombre de la religión y con la anuencia moral de la Iglesia sea admisible. De ahí su escándalo: «He dejado traslucir mi desengaño, mi horror porque en nombre de Cristo se mate, mi escándalo porque algunos Espadones se erijan en intérpretes de nuestra religión». [43] Y ante el horror que conoce, tanto por su observación como por la vía indirecta de la confesión, exclama: «¡Cuántos y cuántos habrá que perdieron su creencia y no se acercan [a mi confesionario]! Hay momentos en que una voz profética me invita a gritar: 'Quedarán los altares y las cruces sobre la tierra, pero ya Cristo no estará en ellos'». [44] Su actuación en conciencia le apartará de las directrices jerárquicas puestas de manifiesto en la entrevista con el canónigo Almela, cuya especiosa casuística llega a justificar la violación del secreto de confesión; pero en ningún momento le hará plantearse ni la apostasía ni el abandono de su ministerio.

Menos conocida que la trilogía Vísperas, es Historias de una historia217 de Manuel Andújar, extensa novela sobre la guerra civil en la que no falta el componente autobiográfico representado por Andrés Nerja, «alter ego» del autor y uno de los ejes del relato. Pues bien, hacia mitad de la novela [247] aparece un nuevo personaje, Mosén Miquel, que irá adquiriendo un importante papel que aumenta notablemente hacia el final. Sacerdote y músico, vive en un retiro semiclandestino después de haber sido protegido por un dirigente anarquista cuyo respeto se ha ganado por su actuación como párroco de una barriada obrera. Desde ese retiro centra sus fuerzas en la composición de un magno concierto coral dedicado al Monasterio de Montserrat en el que pretende «reconciliar la herencia pagana con el verdadero sentimiento religioso y las reivindicaciones sociales» [257]. Al interpretarlo para Mercedes y el tío Pablo, lo siente como creación fracasada por fría y académica y lo destruye. Le falta vida al no sentirse implicado en la tragedia de sus   —102→   semejantes. Y no será hasta el exilio cuando, fuera ya del campo de concentración gracias a la protección de un musicólogo francés, se dé cuenta de que aquella pieza no puede componerla en el aislamiento. Por ello volverá al campo y en él, cuidando a otros, retoma su labor: «fácil era que su anhelo resultara desmesurado, absurdo. Lo comprendió cual un deslumbramiento, pero entendió asimismo que no podía renunciar. / Salvo que una voluntad superior interviniese en el lírico asunto y decidiera cortar de un tijeretazo su aliento» [590]. Su compleja evolución, debe rastrearse a lo largo de sus apariciones que, si no son centrales, contribuyen a hacer bueno el título, pues se trata de una de las historias que componen la historia global de la que quizá la compleja composición musical no sea sino un símbolo.

La figura de don Leoncio en Euzkadi en llamas218 es de menor importancia cuantitativa, pero representa el arquetipo del clero vasco de adscripción nacionalista, de acuerdo con la ideología del autor, y su presencia tiende a desmentir las acusaciones de persecución religiosa de las que se hace objeto a la España leal: el clero que está con su pueblo no sufre persecución, sino que vive naturalmente integrado en los suyos. Es persona de pensamiento, por lo que no encaja en la postura oficial de la Iglesia, a cuya autoridad censura el abandono de los más necesitados: «En todo radicalismo hay que encontrar una base de generosidad humana y tratarlo con el afecto que una posición espiritual de esta naturaleza merece. Hay un error profundo en toda nuestra época, quiero ser sincero, por parte del catolicismo. El extraordinario fenómeno social del levantamiento de los desheredados no ha sido tratado con la delicadeza, con el amor fraternal con que nos inspiró la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Hay un error, una falsa dirección que es preciso rectificar si no queremos pasar días más amargos»219. [155]. Incorporado como capellán a un batallón de gudaris, en su última aparición entre sus feligreses para celebrar un funeral les advierte que se avecinan tiempos duros, pero que deben mantener la esperanza [602-609]. Prisionero a la caída de Bilbao, será fusilado por las tropas franquistas.

De estos personajes, todos menos uno representan una actitud contraria a la promovida por el aparato jerárquico de la Iglesia. Dos de ellos, Mosén Jacinto y don Leoncio, llevarán a cumplimiento práctico sus ideas de lo que debe ser la religión entendida como efusión cordial con el prójimo y ambos acabarán muertos por las   —103→   balas de los vencedores: el uno por nacionalista, y el otro por defender a sus feligreses. A su lado, la figura de Mosén Miquel, menos ardorosa pero no menos interesante. Su actitud inicial -«Moderado, pero liberal por convicción y tradición. Procuro mantenerme fiel al cristianismo» [257]-, cristalizará por la vía de la emoción y sublimación estéticas en la solidaridad con sus semejantes. Mientras que en el caso de Ceferino y Camilo asistimos a un auténtico viaje iniciático con su particular bajada a los infiernos por un lado, y, por otro, al descubrimiento de un mundo de ilusión y esperanza y alegría que le harán desconfiar para siempre de aquel mundo cerrado en sí mismo del que le sacó la guerra y al que se acoge con la ilusión truncada.

Todos ellos gozan de dos características genéricas comunes. La primera es que en ningún caso podemos considerar que representen a la Iglesia jerárquica; pertenecen al bajo clero: dos curas de pueblo, un cura de barriada obrera, un párroco ordinario y un «pobre fraile». Mas debemos considerar que, de un modo u otro, se distancian de la «masa militante sustentadora de la materialidad de la iglesia», como explica el canónigo Almela220. La motivación es variada, pero en todo caso vienen a coincidir en su mayor inquietud apostólica e intelectual. Ambos rasgos les llevarán a plantearse el problema del alejamiento de la Iglesia institucional de los desheredados. La respuesta, por diversos caminos, viene a parar en lo mismo: cesarismo, burocratización, en resumen, toda una tradición de poder que ha desviado a la Iglesia de la doctrina. La censura de una sociedad interesadamente católica no supone, pese a todo, una pérdida de la fe, sino un vivirla problemática, unamunianamente, en unos de modo explícito -Mosén Jacinto221- y en otros implícito. Todos ellos mantendrán su estado religioso y sólo en el caso de Camilo podemos hablar de una posibilidad de abandonar el estado religioso -a causa de su enamoramiento-; pero, muertas la amada, la ilusión y la alegría, la vuelta a la vida monástica acabará siendo su refugio.

Frente a estos casos singulares se alza la figura patética de Mosén Millán, pobre cura de pueblo alejado de los centros de poder. No es un hombre de encendido espíritu y origen aristocrático como Mosén Jacinto o burgués como Ceferino, ni posee las inquietudes políticas, estéticas o intelectuales del resto, sino que es el resultado de toda una historia y educación de las que no puede liberarse. Por ello, ante aquella situación se siente «atribulado y confuso» [80] y se refugia en un rezo ritual que no puede borrarle una profunda sensación de culpabilidad por algo que no alcanza a comprender. Ante los otros, personajes únicos y en cierto modo excepcionales, Mosén Millán representa con mayor fidelidad al tipo más habitual y de ahí su verosimilitud y realismo. En este personaje Sender ha conseguido una síntesis y un arquetipo   —104→   que, sin embargo, por su dolorido examen de conciencia mantiene su individualidad.

No es novedosa la presencia de clérigos en la novela española. En el periodo realista hallamos ya una serie de novelas en las que la actitud reaccionaria de la Iglesia institucional y la de quienes en su ideología conservadora y ultramontana se apoyan son presentadas críticamente. Pero en nuestro caso no creemos que deban buscarse precedentes en las novelas de tesis galdosianas, La regenta de Clarín, La araña negra de Blasco Ibáñez, la mordacidad barojiana o los alegatos anticlericales de algunos de los proveedores de novelas cortas de tanto alcance popular, como Zamacois o Pompeu Gener; tampoco en aquellas en que se aborda el tema de la enseñanza religiosa como en las de Pérez de Ayala, Azaña, Jarnés o alguno de los cuentos de María Teresa León.

Más bien la búsqueda de posibles antecedentes y modelos literarios debe orientarse hacia los clérigos torturados o conflictivos, o simplemente ejemplares, de la novelística anterior. Y en este sentido Nazarín222 y otros personajes galdosianos nos darían mejor respuesta, pues no se puede olvidar la vuelta a Galdós que se preconizaba desde los círculos literarios republicanos y, más concretamente, desde Hora de España223. A Galdós podemos sumar el barojiano vicario de Arbea en Zalacaín el aventurero (L. I, cap. III), del que encontramos algunos rasgos en Mosén Jacinto y en don Leoncio, o El Vicario de Ciges Aparicio. El sacerdote torturado o el sacerdote que se plantea la caridad como una actitud vital y no como una limosna ocasional que permite una buena conciencia o una farisaica autocomplacencia [Lc., 18, 9-14], el sacerdote que vive con sus fieles o se siente dominado por la necesidad de cumplir determinados mandatos evangélicos a pesar de la Iglesia y precisamente por sentir íntimamente su doctrina, ya había aflorado como personaje novelesco. Eso sin contar con el contradictorio San Manuel Bueno de Unamuno, cuyo eco también percibimos en Arana224.

Los clérigos censurables o ridículos que aparecen en la novela anterior, salvo casos excepcionales como don Fermín de Pas, suelen ser estereotipos de carácter   —105→   satírico. Sin embargo, los personajes aquí tratados no son sacerdotes censurables sino al contrario. Mas, ¿por qué? Si comparamos a Mosén Millán con el resto, quizá nos ilumine algo ese porqué. Mosén Millán es un personaje de un extraordinario realismo, no porque se muestre frente a él una actitud contraria o censora de su creador -la censura ejerce desde la propia conciencia del personaje-, sino porque afronta el comportamiento de un arquetipo de base sociológicamente real: el bajo clero de origen rural y escasamente intelectualizado.

Mientras que los otros -Mosén Jacinto, Camilo, Ceferino, Mosén Miquel y don Leoncio-, si bien en ningún momento desempeñan cargos jerárquicos de relevancia, en otro sentido forman parte de una élite intelectual de la iglesia, lo que implica una capacidad de juicio y una actitud independiente en aquella situación de las que Mosén Millán no puede ser capaz so pena de inverosimilitud. Son excepciones individuales que plantean, ya sea con sus palabras, ya con sus comportamientos, una especie de ideal. Este grupo parece representar lo que piensan sus autores que debería haber sido la Iglesia: hipótesis que en el caso de Mosén Jacinto queda revalidada por el propio Arana en carta a Manuel Andújar a propósito de la prohibición de la novela: «...me ha dolido que las cosas sean como son, no el destierro de un cura que era cristiano ya antes del Vaticano II»225. Para ello crean unos personajes que suponen por su propia existencia una censura a una Iglesia que había perdido la sintonía con el pueblo y con los más desfavorecidos manteniendo un discurso no ya de conformidad y resignación, sino actuando como freno ideológico y social a cualquier intento de reparación de la injusticia.

Frente a estos cinco personajes de indudable interés que manifiestan su sentido por el procedimiento de la imagen contraria, se halla Mosén Millán representando al pobre cura de a pie inmerso -en el mejor de los casos- en un conflicto interior irresoluble al tener que sancionar con su presencia algo que le repugna, la violencia, porque no es capaz de poner en cuestión el lugar que se le ha asignado en el mundo.



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ArribaAbajo«El largo viaje» del exilio: Jorge Semprún

Ofelia Ferrán. University of Minnesota, Twin Cities Campus


En su ensayo «The condition we call exile» el poeta Joseph Brodsky afirma que todo escritor exiliado se vuelve «la personificación de una idea desalentadora: que un hombre liberado no es un hombre libre, que la liberación es sólo un medio para conseguir la libertad y no un sinónimo de ésta» (19)226.

Lawrence Langer, quien ha estudiado incansablemente los testimonios de supervivientes del Holocausto, encabeza uno de sus estudios, «Remembering survival», con esta idea de Brodsky. La cita capta perfectamente lo que Langer encuentra en la mayoría de los testimonios de supervivientes de los campos de concentración: a pesar de que con la liberación dejan de ser prisioneros de los campos, difícilmente se transforma esa liberación en una libertad completa, pues la experiencia vuelve al acecho, irremisiblemente, en el recuerdo. Estos supervivientes pasan de un exilio terrible sufrido con su encarcelamiento a un exilio que continuarán sufriendo mientras su recuerdo les siga «deportando» al universo concentracionario que no logran, fácilmente, dejar atrás.

Jorge Semprún es uno de estos supervivientes de los campos, aunque para él, claro está, la experiencia del exilio había comenzado mucho antes de ser deportado al campo de concentración de Buchenwald. Nacido en Madrid, en 1923, se tuvo que exiliar con su familia a Francia al principio de la guerra civil. Durante la segunda guerra mundial, se incorporó a la resistencia francesa. En 1944 fue capturado por los alemanes y deportado a Buchenwald. Esa experiencia de deportación, de exilio hasta el borde de la muerte, es la que le vuelve a acechar repetidamente en el recuerdo, hasta el punto de que Semprún acaba escribiendo una larga serie de libros, entre novelas y obras ensayísticas, sobre esas memorias.

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En una entrevista que apareció en el suplemento Babelia del 1 de octubre de 1995, Semprún explica de la siguiente manera el origen de su último libro, La escritura o la vida, que retoma una vez más el tema de sus recuerdos de Buchenwald:

El libro nació casi contra mí. Era un 11 de abril y estaba ocupado en la redacción de Netchayev ha vuelto cuando, sin darme cuenta, me encontré escribiendo en primera persona una serie de recuerdos de Buchenwald que había olvidado o había querido olvidar hasta aquel momento. En el plan de la novela todo aquello carecía de importancia, eran datos que servían de telón de fondo para caracterizar un personaje, pero ahora estaban ahí, en primera persona. Luego, al reflexionar sobre ello, también me di cuenta de que el 11 de abril es el día de la liberación de Buchenwald y que el inconsciente me había jugado una pasada. Al día siguiente, 12 de abril, al poner la radio, lo primero que oí fue que Primo Levi se había suicidado. Entonces supe que tenía que embarcarme en L'écriture et la vie (sic) y que de nuevo tenía la muerte ante mí.


(Martí, 6)                


Desde luego, la liberación no fue sinónimo de libertad completa para Semprún. Cincuenta años después de Buchenwald, Semprún sigue siendo víctima de la memoria de esa terrible experiencia. Se encuentra otra vez ante la necesidad de volver a contar esos recuerdos, recuerdos tan terribles que después de salir del campo, en 1945, le costó 18 años poder empezar a escribir sobre ellos. Su primera novela sobre su experiencia de Buchenwald, Le grand voyage (El largo viaje), se publicó en 1963 y ganó el premio Formentor de literatura en 1964. La próxima, L'évanouissement (El desvanecimiento), apareció en 1967. La tercera, que él creía que sería la última sobre el tema, Quel beau dimanche! (Aquel domingo), salió en 1980. Más recientemente, en 1994, apareció L'écriture ou la vie (La escritura o la vida).

Todas estas novelas fueron escritas en francés, pues, como explica Semprún, después de dejar atrás España y emprender, como tantos otros, el camino del exilio, el castellano ya no era, completamente, su lengua. Pero tampoco lo sería completamente el francés. Ninguna lengua nacional. Como explicaría más tarde, al recibir el premio de la libertad de los libreros de Alemania en 1994, Semprún no llegaría a hacer ni del francés ni del castellano su patria, sino del lenguaje en general: «de ese espacio de comunicación social, de invención lingüística...» que representa el lenguaje («Vous avez...», 102).

Curiosamente, el exilio, o los diferentes exilios de Semprún le siguen marcando hasta hoy en día. Recientemente, en 1995, le ofrecieron la posibilidad de entrar en la Academia Francesa, precisamente en reconocimiento de esa valiosa «invención lingüística» que había llevado a cabo en su larga carrera novelística. El escritor tuvo que rechazar tal honor, sin embargo, pues no estaba dispuesto a renunciar a su nacionalidad española para incorporarse a la Academia Francesa. Así pues, aunque haya adoptado el francés para escribir gran parte de su obra literaria, Semprún no   —109→   logra «pertenecer» lo bastante a esa cultura como para poder aceptar ese honor que se le ofrece. En España, sin embargo, no se conoce bastante su obra literaria, por haber sido escrita originalmente en francés. Esta odisea interminable del exilio, donde no se encuentra nunca puerto final donde echar ancla y «pertenecer» del todo.

Semprún fue, pues, víctima del exilio político después de la guerra civil española, luego víctima de un exilio mucho más radical, al vivir una experiencia como el Holocausto, y, posteriormente, víctima de la incapacidad de diferentes naciones de saber incorporar plenamente a alguien que ha cruzado tantas barreras de tantos tipos en su vida. Son estos diferentes exilios los que se intentan conjurar constantemente en las novelas de Semprún. En ellas, el escritor busca ese único terreno que logra sentir como una patria, el del lenguaje, terreno donde no sólo nos logra comunicar esas experiencias de exilio, sino que lo hace a través de «la invención lingüística».

Es esta necesidad de «invención lingüística» al querer contar un hecho histórico lo que me interesa explorar aquí. Lo que se va vislumbrando a través de todas las novelas testimoniales de Semprún sobre sus recuerdos del campo de concentración es que una experiencia, como la del Holocausto, como la de cualquier exilio tan radical que rebasa la capacidad humana de comprensión, sólo se podrá comunicar a través de una narrativa que logre transmitir la irrealidad de esa experiencia real. Y esto lo logrará, ante todo, la ficción. Habría que matizar, pues, ciertas afirmaciones que se han hecho diciendo que muchas novelas testimoniales son de poco interés literario, pues carecen de imaginación227. En el caso de las novelas testimoniales de Semprún, como muchas otras, la imaginación literaria, las diferentes técnicas narrativas por las cuales se expresa el horror de esta experiencia histórica, acaban siendo la única manera de garantizar que una experiencia tan inimaginable como ésa se logre comunicar.

Esta idea se resalta constantemente en La escritura o la vida, por ejemplo. En el momento de la liberación, el personaje de Semprún discute con otros supervivientes sobre cómo podrán contar lo que acaban de vivir cuando ni ellos mismos logran creer que lo han vivido. Semprún acaba exclamando: «la realidad suele precisar de la invención para tornarse verdadera. Es decir, verosímil» (280).

La exploración del por qué narrativas que intentan expresar estos tipos de exilio lo tienen que hacer acudiendo al lenguaje de la ficción nos hará reflexionar sobre un tema de gran actualidad en los estudios literarios: la manera en que la historia, y la historiografía, siempre acaban inexorablemente entrelazadas con la ficción.

Paul Ricouer, en su magnífico libro Time and Narrative, estudia precisamente la manera en que diferentes aproximaciones a la historia que pretenden ser objetivas   —110→   están siempre mediatizadas por construcciones ficticias de significado. Como ejemplo propone ciertas experiencias que sirven como base para una posterior edificación de un sentido de identidad histórica de todo un pueblo. Un tipo de experiencia así es la que Rudolf Otto llamaba el tremendum fascinosum, la experiencia de lo sublime, de lo sagrado, que ha fundado la identidad histórica de pueblos enteros, (y que, dicho sea de paso, ha hecho sufrir a tantos en nombre de tal verdad sagrada). Pero lo importante aquí es que este tipo de experiencia llega a tener tanta fuerza histórica porque combina una sensación de veneración máxima con el reconocimiento de un peligro terrible. Por considerarse la experiencia de lo divino y estar más allá de toda comprensión humana, cualquier intento de comunicarla queda corto, y hay que buscar maneras indirectas, estrategias literarias para llegar adonde no se puede humanamente llegar. La poesía mística, por ejemplo, representa este intento. Ricouer explica que hay ciertos eventos históricos, como el Holocausto, que se podrían caracterizar por algo parecido a la experiencia de lo sublime, pero en negativo. Son el tremendum horrendum, las experiencias que se encuentran cara a cara con el reverso de lo divino, con la inhumanidad más atroz, y que también quedan más allá de la comprensión humana. Pero si lo sublime ha fundado identidades históricas represivas, por una fe inquebrantable en su verdad (y no hay más que recordar el lenguaje religioso de la historiografía franquista para reconocer tal efecto represor) el horror, el tremendum horrendum se vuelve la motivación ética de contar la historia de las víctimas, no la de los vencedores. El horror, también, necesitará de la ficción para expresarse, pues, como dice Ricouer, «la ficción le da ojos al narrador del horror, ojos para ver y para llorar» (Time and Narrative, 3, 188).

Al final de La divina comedia, Dante, ese otro desterrado, nos presenta el momento en que por fin logra ver a la divinidad. Es un momento quintaesencial del tremendun fascinosum cuando exclama: «Da quinci innanzi il mio veder fu maggio / che'l parlar mostri, ch'a tal vista cede, / e cede la memoria a tanto oltraggio» (Comedia, XXXIII, 773)228.

Nuestro lenguaje se rinde ante una experiencia que lo supera, y la memoria se traba ante el exceso de lo divino.

Semprún, en El largo viaje, nos presenta a otro viajero que se enfrenta con lo que está más allá de la comprensión humana, esta vez será el horror, el tremendum horrendum. Durante el largo viaje de tren con destino a Buchenwald, donde van metidos 120 prisioneros en un vagón, de repente se escuchan gritos de que un viejo está a punto de morir y de que hay que acercarle a la ventana para ver si revive. Gérard, el protagonista de la novela (y la versión literaria de Semprún), junto con un chico de quien se ha hecho amigo durante el viaje, sostienen al viejo, manteniendo   —111→   su rostro frente a la ventana. El viejo se queda como en trance mirando la noche. De repente, exclama: «Os dais cuenta», y se muere. El hombre queda en brazos de Gérard y su amigo, que han de seguir manteniéndole de pie, pues no hay ni sitio para los cadáveres en el vagón donde están todos metidos. Este viejo, como Dante, se ha enfrentado con lo que va más allá de la comprensión humana, del hablar humano, de la capacidad de la memoria misma de recordar. Pero ahora es el horror, un horror que todo superviviente ha experimentado. Es ese horror el que tantos supervivientes han sentido la necesidad de contar, precisamente en nombre de aquéllos, como este viejo, que no sobrevivieron.

La pregunta del viejo se cierne sobre la novela de Semprún y casi hace que la narración, como el viejo, se quiebre ante tanto horror. Semprún repite varias veces su reacción ante esta pregunta: «Sí que me doy cuenta. No hago otra cosa, darme cuenta y dar cuenta de ello... Claro que me doy cuenta, no hago otra cosa. Me doy cuenta e intento dar cuenta de ello, ése es mi propósito» (77-78). «Dar cuenta del horror», éste es el propósito de los libros de Semprún. Es un propósito compartido por todos los libros testimoniales de todo tipo de exilios, que intentan hacer que no se olvide el sufrimiento humano, en ninguna de sus muchas caras. Max Aub compartirá este propósito, por ejemplo, en los testimonios de su experiencia de exilio, cuando, en Hablo como hombre, explica que su propósito es «dar cuenta de la hora» (40). Sí, quizás, para aquellos que no los hemos vivido, nos sea difícil darnos cuenta de lo que significaron estos exilios, pero al menos tenemos testimonios como éstos que intentan dar cuenta de lo que fue, y que nos ayudan a exigir, en la medida de lo posible, que los responsables tengan que rendir cuentas de lo sucedido.

En el caso de testimonios del Holocausto, como el de Semprún, una de las cosas más difíciles para poder comunicar es algo que Semprún insinuaba al explicar el origen de La escritura o la vida. Semprún decía que al ponerse a escribir ese libro se volvía a encontrar «con la muerte ante sí». Semprún repite innumerables veces, en todas sus novelas sobre Buchenwald, lo difícil de contar una experiencia de la cual se tiene la seguridad de no haber sobrevivido. Narrar lo que en cierta medida es la muerte de uno mismo es, de hecho, un acto imposible, si no se hace a través de algún recurso literario. Es, sin embargo, en cierta manera, la experiencia real que en estas novelas se narra.

Una de las estrategias narrativas que se usa en la novela para demostrar que se está narrando la experiencia de muerte del protagonista, tanto como su supervivencia, es la discrepancia pronominal que se crea al final de la obra. Al llegar a Buchenwald, después del «largo viaje» de deportación, Gérard salta al andén. En ese momento tiene que dejar atrás el cuerpo del viejo que murió en sus brazos, así como el de su amigo, el chico joven, que también pereció durante el viaje. En el momento del salto de Gérard la narrativa también salta abruptamente, de primera a   —112→   tercera persona. Los lectores, acostumbrados a sentirnos cercanos a Gérard por su utilización de la primera persona, nos encontramos ahora con una distancia infranqueable, con la barrera de la tercera persona. Es como si ese Gérard que nos había estado hablando con tanta intimidad hasta ese momento también se hubiera quedado en el vagón, como si, de cierta manera, él tampoco hubiera sobrevivido. Nosotros como lectores nos vemos obligados a tomar el lugar del superviviente, mientras luchamos con los sentimientos de frustración e incomprensión ante la imposibilidad de mantener unidas las diferentes perspectivas que esta ruptura en la narrativa nos impone.

Esta manera de romper la coherencia de la gramática misma es, como decía Nietzsche, la única manera de representar la muerte de Dios, pues Dios existirá siempre mientras exista la gramática. Esta incongruencia pronominal acaba siendo, pues, no sólo la manera de representar, en este contexto, el horror de la experiencia concentracionaria, el horror de la muerte de Dios, sino que se convierte en la manera de hacernos vivir una experiencia similar de pérdida a los lectores mismos, de hacernos «asumir», en cierta manera, la historia.

La incongruencia gramatical también la usa otro escritor, Agustí Bartra, para reflejar el horror de su historia concentracionaria, así como para incorporar a los lectores a su relato. Al final de su novela Cristo de los 200.000 brazos, sobre sus experiencias en los campos de prisioneros del sur de Francia después de la guerra civil española, dice: «En este carnet se cuentan muchas historias que me he inventado para contarme a mí mismo en horas de desaliento y soledad, otras que me han sido narradas, y otras todavía que he vivido... ¡Quién sabe si alguna vez llegaría yo a tener la fuerza serena que se necesita para objetivar creadoramente lo vivido» (121). La incongruencia semántica de la expresión «objetivar creadoramente» apunta a la misma problemática que se resalta constantemente en la narrativa de Semprún: para crear una narrativa supuestamente «objetiva», «verídica» y «verosímil» de estos hechos históricos hay que recurrir a la creación, a la ficción. Bartra, después de la cita mencionada, continúa diciendo que sabe que él no tendrá la capacidad de «objetivar creadoramente» lo vivido, pues le faltará la energía, y espera que alguno de sus lectores lo logre hacer. Así, se espera que esta ficción sobre un hecho histórico se vuelva a hacer realidad, ahora no sólo en la vida del autor, sino en la de alguno de los lectores, al asumir ellos algo de la responsabilidad por la historia, tanto de la «ficticia» como de la «real».

Éstos son sólo algunos ejemplos de esa «invención lingüística» de la cual Semprún, como muchos otros escritores, había querido hacerse una patria después de su experiencia de exilio concentracionario. Tales ejemplos parecen apuntar al hecho de que se ha logrado crear ese «espacio de comunicación social», de que se ha logrado transmitir algo de esta experiencia intransmitible.

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Pero la patria que este espacio literario supone no es tan estable. De hecho, en otro lugar, Semprún explica que en el momento en que decidió escribir en francés, en aquella lengua que no era la suya materna, decidió también que «había hecho del exilio una patria» (La escritura o la vida, 293). Otra vez, nos encontramos ante una aparente incongruencia. Hacer del exilio una patria es un oxímoron. Pero apunta a una realidad. La patria que se busca en ese «espacio de comunicación, de invención lingüística» es una patria que está siempre en proceso de crearse, pues esa «invención lingüística» no termina nunca. Por lo tanto, esa patria no llega nunca a existir del todo. La necesidad de «hacer del exilio una patria» también demuestra que la persona que mejor puede contar esta historia de exilio es la que sigue en ese estado de exilio permanente, la que no logra superarlo jamás. Semprún, como se ha visto con la experiencia de la Academia Francesa, sufre todavía esta experiencia de exilio permanente. Curiosamente, una imagen de este estado de exilio perpetuo aparece también en El largo viaje.

Después de ser liberado de Buchenwald, Gérard vuelve a Francia. En un centro de repatriación, se encuentra Gérard con que no se le puede dar un billete de mil francos y una cajetilla de «gauloises» a los que tienen derecho todos los repatriados franceses porque él, claro está, no es francés. La anécdota le hace pensar a Gérard: «Pero el hecho es que yo no soy un repatriado, casi le estoy agradecido a esta mujer por habérmelo recordado. Llego de un país extranjero a otro más extranjero. Es decir, yo soy el extranjero» (133).

El que puede contar esta historia de exilio acaba siendo sólo, en cierta manera, el que «no cuenta», el que no pertenece, el que siempre será extranjero. Por la confluencia de los múltiples exilios que se concentran en la obra de Semprún, él será eternamente el extranjero, no sólo porque se encontrará siempre entre culturas sino también porque, en cierta manera, él dejó de existir cuando saltó del vagón y se internó en el campo de concentración. En cierta manera, él ya no existe, pues no sobrevivió a la experiencia: él es un eterno extranjero en la vida.

Una cierta experiencia paralela de irrealidad sufrió Max Aub cuando no le dejaron volver a entrar a Francia en 1951. A Aub le negaron la entrada porque estaba fichado como comunista, ficha que le llevó, 12 años antes, al encarcelamiento en un campo de concentración. Afirma Aub: «Ya sé que estoy fichado, y que esto es lo que cuenta... Es decir, que yo, mi persona, lo que pienso, lo que siento, no es la verdad. La verdad es lo que está escrito. Claro que yo, como escritor, debiera comprenderlo mejor que nadie. Es decir, que lo que vive de verdad son los personajes y no las personas... Yo, Max Aub, no existo» (Hablo como hombre, 61).

Es precisamente la misma sensación de no existir más la que sentía Semprún también. Es esta sensación la que hace que sea tan difícil expresar una experiencia de exilio tan radical como la del Holocausto. Por eso tardó Semprún 18 años en   —114→   empezar a escribir sus recuerdos. A pesar de su promesa ante la pregunta del viejo en el vagón, Semprún sabía que sólo podría dar cuenta del horror vivido después de haberlo olvidado primero. Por eso le dice al doctor que le examina en el centro de repatriación de Francia después de su liberación de Buchenwald: «He hecho borrón y cuenta nueva» (El largo viaje, 125).

Pero lo que de verdad acaba haciendo Semprún es «borrón y cuento nuevo». Es decir, que por mucho que intenta olvidar su experiencia, en cuanto la empieza a escribir, no logra nunca terminar de contarla. Por eso, sus novelas se repiten incesantemente, contando y re-contando las mismas anécdotas con ligeras variantes, rectificando continuamente su relato memorístico. Por eso, en La escritura o la vida reconoce que «se necesitarán horas, temporadas enteras, la eternidad del relato para poder dar cuenta de una forma aproximada» (25).

El relato que nos permita darnos cuenta a nosotros, los lectores, de lo que fue este exilio tan terrible estará siempre, pues, por venir, por escribirse. Será siempre un relato ilimitado, como se demuestra en la potencialmente eterna proliferación de obras de Semprún sobre sus recuerdos de Buchenwald.

Nunca se habrá terminado la función del testigo y del testimonio. Ni se habrá terminado nunca la capacidad de la ficción de «dar ojos para ver y para llorar», como decía Ricouer. Y esto, no sólo a los narradores del horror sino también a nosotros, los lectores del horror, que, entendiendo lo poco que podamos de tales experiencias, quizás logremos ayudar a que no ocurran otra vez.

La necesidad inagotable de seguir contando estas historias interminables es, quizás, la prueba máxima de lo que decía Brodsky sobre el exilio: desgraciadamente, la liberación no siempre es sinónimo de libertad.

Semprún describe esta sensación de sentir el exilio como una condición que no permite nunca una libertad completa cuando afirma que, en 1936, empezó, para él «la noche sin sueño del exilio... Una noche que no ha terminado, no obstante las apariencias... La noche sin sueño del exilio es una noche babélica» (Aquel domingo, 99, 101). Aunque la «noche sin sueño del exilio» no haya terminado para Semprún, aunque siga él, todavía, en ese «largo viaje» del exilio, al menos, como él mismo dice, el exilio es también una «noche babélica», una noche llena de palabras: palabras confusas, quizás, pero palabras que intentan desesperadamente establecer una comunicación con los demás.

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Referencias bibliográficas

Alighieri, Dante, La comedia, edición de Antonio Lanza, De Rubeis, Anzio, 1995. (La divina comedia, traducción de Francesco de Sanctis, Universidad Nacional de México, Ciudad de México, 1921).

Aub, Max, Hablo como hombre, Joaquín Mortiz, México, 1967.

Bartra, Agusti, Cristo de 200.000 brazos, Plaza y Janés, Barcelona, 1970.

Brodsky, Joseph, «The condition of exile», en The New York Review of Books (21 de enero de 1988), pp. 16-19.

Langer, Lawrence L., «Remembering Survival», en Geoffrey H. Hartman, Holocaust Remembrance: The Shapes of Memory, Blackwell, Cambridge, MA., 1994, pp. 70-80.

Martí, Octavi, «La literatura como memoria: Jorge Semprún, Premio de la Paz de los editores y libreros alemanes», El País, Babelia (1 de octubre de 1994), pp. 6-7.

Ricoeur, Paul, Time and Narrative. Traducción de Kathleen Blamey y David Pellauer. Volumen 3, University of Chicago Press, Chicago, 1988.

Sanz Villanueva, Santos, «La narrativa del exilio», en José Luis Abellán, El exilio español de 1939, Volumen 4 (Cultura y literatura), Taurus, Madrid, 1977, pp. 111-182.

Semprún, Jorge, Le grand voyage, Gallimard, París, 1963. (El largo viaje, traducción de Jacqueline y Rafael Conte, Seix Barral, Barcelona, 1976.)

——, L'évanouissement, Gallimard, París, 1969. (El desvanecimiento, traducción de Javier Albiñana, Planeta, Barcelona, 1979.)

——, Quel beau dimanche! Grasset, París, 1980. (Aquel domingo, traducción de Javier Albiñana, Planeta, Barcelona, 1981.)

——, L'écriture ou la vie, Gallimard, París, 1994. (La escritura o la vida, traducción de Thomas Kauf, Tusquets, Barcelona, 1995.)

——, Mal et modernité, suivi de «...Vous avez une tombe au creux des nuages...», Climats, París, 1995.





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ArribaAbajoEl clavo en la narrativa de Eugenio F. Granell

María Teresa González de Garay. Universidad de La Rioja


Sabido es que hay un no despreciable número de novelas y narraciones de la literatura española del siglo XX vinculadas por la elección de análogos motivos temáticos: la guerra civil española y sus consecuencias (exilio, adaptación a las nuevas tierras, nostalgia, historia de España, regreso, la España inventada, transterrada, peregrina, permanecida, etcétera). Estos materiales suelen dividirse en dos grandes bloques, o mejor en tres: el de los que escriben fuera de España, el bando de los perdedores, entre los que se encuentra Granell. El bando de los que vencieron, cuyas narraciones fueron más tardías en general (Agustín de Foxá, Gironella, Cela, Torrente Ballester...), y el de las segundas y terceras generaciones, es decir, las novelas de los hijos y nietos de la guerra (Benet, Umbral, Félix de Azúa, Muñoz Molina...), que se escriben y publican ya en España. Por otro lado están las novelas sobre la guerra de España escritas por extranjeros y en distinta lengua a la española (Hemingway, Malraux, Orwell, Bernanos y un largo etcétera). No voy a detenerme en estas cuestiones, para las que hay que acudir irremisiblemente a autores como Maryse Bertrand de Muñoz, Marra-López, Ponce de León, Gonzalo Sobejano, Santos Sanz Villanueva, Soldevila Durante, Eugenio de Nora, Vicente Lloréns, Rosario Hiriart y tantos otros229.

El exilio de Granell es más complejo que el de los que se afincaron en México o Argentina y permanecieron arraigados allí. Granell pasó por Francia, Santo Domingo, Guatemala, Puerto Rico y Nueva York. Cinco países en 45 años (1939-1985) no es pequeña proporción. Además viajó mucho, con motivo de diversas exposiciones, por toda Europa. Incluida España, que le causó una lamentable y triste impresión en 1969, en su primera visita desde la guerra civil. Entonces adquirió una casa-estudio en Olmeda de las Fuentes (Guadalajara), en la que pasaba algunas   —118→   temporadas trabajando. En el 74 expone en la Sala Santa Catalina del Ateneo de Madrid individualmente, «Un español en Nueva York», con catálogo de Santiago Arbós Ballesté. Su primera exposición en España se hizo, sin embargo, en 1964 en la Sala Neblí de Madrid, al cuidado del mismo Arbós Ballesté. En su primer viaje estuvo permanentemente vigilado por la policía secreta de Franco, su mujer fue detenida incomprensiblemente, e incomunicada más de 24 horas, en comisaría. El autor exclama cuando lo recuerda en una de sus entrevistas: «¡Bobos, más que bobos!». Vicente Lloréns ha narrado con admirable memoria y dedicación las peripecias de la emigración republicana en Santo Domingo, diseñando un perfil humano y artístico de Granell muy positivo, destacando elogiosamente la colaboración e ingenio de su mujer Amparo (decoraban y construían guiñoles, teatrillos, fabricaban juguetes con objetos de madera encontrados por las calles, sobras de talleres de carpintería, etcétera)230.

Pero, ¿por qué enfocar genéricamente la cuestión de la literatura sobre la guerra civil? ¿Acaso pueden ser los temas criterio válido para organizar géneros y subgéneros? ¿Es que el mismo tema no puede expresarse a través de múltiples formas dispares y contradictorias, de géneros diversos, de otros tipos de discurso que no sean específicamente literarios?

Francisco Ayala ni siquiera cree que pueda hablarse sin matizaciones de las novelas del exilio. Recuérdese su lúcido artículo publicado en Los Cuadernos del Norte, «La cuestionable literatura del exilio», en el que se acepta ese marbete sólo referido a un problema de la España permanecida -como dice Manuel Andújar- y en el que no admite que los temas de la guerra y del exilio, ofrecidos por la experiencia de la realidad histórica, sean justificación suficiente para establecer clasificaciones que deberían tener su origen exclusivamente en el sistema literario.

Es decir, que la materia prima con la que se construyen las narraciones puede tener el mismo origen, pero la forma con que se moldea esa materia es dispar y responde a actitudes, circunstancias y sensibilidades muy diferentes, lo que imposibilita agruparlas en el sistema literario bajo la denominación de «literatura del exilio». ¿Quién es el exiliado?, parece preguntarse Francisco Ayala. ¿Es que no fueron más exiliados del mundo internacional los que se quedaron que los que se fueron? ¿No estuvieron los que permanecieron mucho más encerrados, sin conocer de inmediato lo que se hacía en el exterior de España, en años decisivos, que los que salieron en 1939, que tuvieron la oportunidad de conocerlo de primera mano? Otra cosa sería utilizar el marbete desde categorías sociológicas e históricas, nunca exclusivamente literarias231.

A Granell siempre se le encuadra dentro de la literatura del exilio (y no demasiado   —119→   incorrectamente). Sin embargo, se aleja mucho de bastantes compañeros de viaje. Puede acercase a algunos registros de Ramón Sender (Nocturno de los 14, La noche de las cien cabezas, Los 5 libros de Ariadna), a Ramón Gómez de la Serna y a otros «vanguardistas» en su prosa metafórica y fantástica, en su condición humorística, en sus aforismos, en sus cuentos y poemas. Puede interesarse apasionadamente por Federico García Lorca (Poeta en Nueva York), o por las prosas y actitudes buñuelescas... Lo cierto es que vive inmerso en la modernidad, hace un vanguardismo muy personal y muy vinculado a la tradición literaria, inmensa, española, europea y americana. Es un surrealista gallego muy «chusco» (adjetivo que usan coloquialmente los estudiantes de su relato «La cámara negra» un surrealista muy lírico, muy ingenioso (Isla, cofre mítico, Estela de presagios, El hombre verde, Nostálgico pronóstico), con ciertos rasgos muy acusados que hacen pensar en Dadá. Juan Manuel Bonet aireó un certero juicio sobre Granell emparentándolo a este «club». Creo que esa simetría existe en muchos puntos. No hubiese dudado Granell en firmar con agrado esta Explicación del Club Dadá:

Dadá es el caos desde el que se alzan mil órdenes que vuelven a ser devoradas en el caos dadá. Dadá es el transcurso y el contenido de todo el acontecer universal al mismo tiempo.

(...)

Los seres humanos son ángeles y viven en el cielo. Ellos y todos los cuerpos que los rodean son acumulaciones universales del más grandioso orden. Sus cambios físicos y químicos son procesos mágicos, más misteriosos y grandes que cualquier fin del mundo o cualquier creación del universo en el ámbito de las estrellas. Cualquier manifestación o percepción mental y espiritual es más maravillosa que el episodio más insólito descrito en las historias de Las mil y una noches. Todo lo que hacen y dejan de hacer las personas y los cuerpos sucede como diversión celestial, un juego sublime que es contemplado y vivido de manera tan múltiple y diversa como unidades de conciencia se enfrentan a un acontecer. Una unidad de conciencia no es sólo el ser humano, sino también todos los órdenes de forma universal que lo constituyen y en medio de los que vive como un ángel. La muerte es un cuento para niños y creer en Dios era una regla de juego para la conciencia humana en la época en que no se sabía que la tierra era un trozo de cielo como todos los demás. La conciencia universal no necesita ningún dios232.



Por tanto, si quisiéramos integrar de verdad el grupo mayor de los escritores exiliados   —120→   a la historia de la literatura española del interior, a Granell, en este caso, lo tendríamos que situar junto a los surrealistas españoles tardíos, próximo a Carlos Edmundo de Ory, a Silvano Sernesi y a Chicharro, a Arrabal, continuador de los surrealistas de la generación del 14 y de la del 27233, ligado directamente al surrealismo bretoniano y en contacto con la literatura más nueva de Hispanoamérica. Asimismo habría que reunirlo con otros novelistas y escritores gallegos de su generación o de la inmediata anterior (Cunqueiro, Rafael y Eduardo Dieste, J. Rubia Barcia, Torrente Ballester...). Pero también habría que incluirlo dentro del grupo de los numerosos y diferentes novelistas que han abordado la problemática de la guerra civil española y el exilio republicano. Y aquí Granell destaca por su originalidad, su audacia, su entrega y sus aciertos. Él es el único exiliado que ha abordado estos temas desde el surrealismo más delirantemente hispano, culto y popular a la vez, comprometido, lírico, grotesco, incluso épico en ocasiones, como en ciertos capítulos de La novela del indio Tupinamba o en Lo que sucedió... (aunque mejor sería llamarlo épico-irónico).

La novela que mejor representa la vinculación de Granell con los problemas del exilio es La novela del indio Tupinamba. Aunque, en otro nivel más difícil, complejo y abstracto, y desviándose hacia los problemas de la Segunda Guerra Mundial, también habría que incluir en el apartado de sus narraciones «comprometidas» la extensa y rica novela Lo que sucedió... y la más breve, futurista y popular, El clavo, así como algunos cuentos de Federica no era tonta.

La novela del indio Tupinamba resulta ser una hiperbólica parodia surrealista de la guerra civil española y de la propia narrativa española sobre la guerra civil y el exilio, de la España franquista, de la industria nacional, del fascismo, del comunismo, de la injusticia y del horror que fascinan periódicamente al hombre, etcétera. La parodia, como señala Genette en Palimpsestos, Claudio Guillén en sus estudios de literatura comparada, o Bajtin en su Teoría y estética de la novela, es una forma de intertextualidad, en la que, según su etimología (Oda canto, para al lado de), «el rapsoda canta en falsete, con otra voz, en contrapunto. Deforma la melodía transformando la dicción tradicional y su acompañamiento musical»234. La parodia transforma, modifica las obras anteriores, subvirtiendo los modelos aceptados y preexistentes.

Antes de 1959, fecha de publicación de La novela del Indio, los transterrados   —121→   han editado ya un número importante de novelas cuyos motivos básicos son la guerra civil y el exilio. Recordemos las conocidas de Herrera Petere (Niebla de cuernos, México, 1940, y Cumbres de Extremadura en el 45), Sender (Crónica del alba en 1942, El rey y la reina en el 49, Mosén Millán en el 53, Los cinco libros de Ariadna en el 57), en el 43 el Campo cerrado de Max Aub, en el 44 el Diario de Hamlet García de Masip y No son cuentos de Max Aub; los otros libros del Laberinto mágico de Max Aub (Campo de sangre, Campo abierto, más la novela galdosiana Las buenas intenciones y Cuentos ciertos. Ciertos cuentos), antes del 59; Ayala publica Los usurpadores en el 49 y La cabeza del cordero en el 62; José Ramón Arana saca a la luz El cura de Almuniaced en el 51, y Arturo Barea La forja de un rebelde en el mismo 51 y La raíz rota en el 55. Segundo Serrano Poncela publica La venda en el 56, etcétera, porque hay otras muchas narraciones editadas por estas fechas (Botella Pastor, Otaola, Lamana...).

Parece claro, por tanto, que existen precedentes suficientes para considerar que E. F. Granell ha querido hacer su novela de la guerra civil de modo radicalmente diferente a las que se habían publicado, con otro tono, desde otra estética, desde el surrealismo (la única aproximación humorística y «delirante» al tema de la guerra la encontraríamos en la novela de Wenceslao Fernández Flórez: La novela nº 13, pero no la consideramos en absoluto surrealista). Si pueden encontrarse elementos surrealistas en Sender, en Max Aub (Nocturno de los 14, Cinco libros de Ariadna, El laberinto mágico...), pero el conjunto de estos libros diverge del surrealismo que Granell practica, más absoluto, más radical, apuntalando los fundamentos mismos de la estructura de la novela en todos sus niveles y planos.

El lenguaje de Granell no puede compararse al de ninguno de los exiliados que escribieron sobre estos temas, ni en su elección de la perspectiva de la narración, ni en su elocución, ni en sus imágenes. Su lenguaje surrealista se esfuerza en acentuar la percepción, por ejemplo, cuidando mucho el sonido de las palabras (elevadísimas son las aliteraciones, paronomasias, reiteraciones fonéticas, que pueden encontrarse en su prosa). Transformando la percepción de la realidad, «para que la nueva incluya en el panorama vital a lo maravilloso, a lo fantástico, aboliendo así las convenciones realistas. Visto el surrealismo de esta manera supone también una revolución de la vida, para que contenga a las facultades postergadas por el racionalismo, la de soñar, la de fantasear, con todos sus derechos»235.

Ahora vamos a detenernos en una de sus novelas, regocijante e inquietante según el ritmo impuesto por su autor, El Clavo. El Clavo es una narración que parece ligera unas veces y otras densa, extraña y obsesiva. Su atmósfera apunta a diversas referencias. La primera que surge es el mundo clásico de la ciencia-ficción, los   —122→   mundos de Huxley, Orwell, Bradbury (Farenheit 451). En seguida surgen también Kafka, C. Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Carpentier, Bioy Casares... Un mundo futuro en el que las «reglas» dictadas por el sistema que regula todo el territorio han conseguido uniformar, homogeneizar, unificar y esterilizar a toda la población, repartida en robotizadas factorías reguladas. En este mundo Granell sitúa los acontecimientos, él, que es enemigo radical de la robotización colectiva, de la muerte de la libertad y del espíritu. Lo surrealista, junto a lo opresivo, produce una rara combinación, de la que nace una sensación angustiosa de absurdo y de contradicción: el desorden que palpita dentro del orden, el miedo irracional a «ser borrados del mapa», el absurdo temor de colocar mal una frase en un mundo en el que lo único que importa es el sometimiento, la opinión de los demás y el -incomprensiblemente intranscendente a veces- trabajo. Si La novela del indio Tupinamba dedicaba un capítulo satírico a la llamada «Máquina Científico-Moral», y la represión sexual sutil y silenciosa estaba señalada en varias ocasiones, entre los que «Regulan» el universo de El clavo éstos parecen ser también importantes objetivos. El régimen, sin embargo, utiliza el sexo como espectáculo, siempre enfatizando el instinto maternal y reproductivo, sin sentimentalismos primitivos de la era «clavícola», con eficacia. Observa Irizarry:

En este sentido, los despreciables tiempos del clavo se revisten de simbolismo sexual, pues en los actuales de pegazón, no hay «nada de orificios ni incisiones». Se insinúa constantemente en la novela que esta sociedad, desprovista del clavo, símbolo fálico, ha sido debilitada, o sea, emasculada, pues los espectáculos dispuestos por la Red son «el conmovedor fenómeno del alumbramiento de una ballena» y una exhibición de la reproducción en una ratonera236.



Como en Un mundo feliz, los estamentos son estancos y perfectamente ordenados. Parecidos a las jerarquías que el Sistema del Territorio Regulado Unido ha introducido en la clase de los «laborantes». Clases A, B, C, V... Recordemos las felices clases privilegiadas de Un mundo feliz. Sólo que en El clavo los privilegiados informadores y directores de las Factorías reguladoras están sometidos a una mayor tensión, no poseen ningún lujo, ni evasión, siempre trabajando y preocupados porque saben que pueden acabar destruidos por su propia organización, sin que se sepa nunca quién destruye, quién borra del mapa, mediante una sencilla explosión, las Factorías reguladoras molestas, aquellas que, como la que protagoniza el relato, -poseyendo una trayectoria impecable- han tenido la mala suerte de ser el escenario donde ha resucitado un pasado «Tabú». El gabinete (misteriosas conjuraciones se insinúan) queda desde ese momento estigmatizado. La aparición en el de un clavo, de un objeto inexistente, hasta cierto punto fantasma (cuando van a tocarlo   —123→   se deshace), lo demoniza, desatando miedos ancestrales y reacciones imprevisibles. Lo imprevisible ponía muy nerviosos a los miembros de las Factorías Reguladoras (laborantes de diferentes categorías, directores, supervisores, etcétera). En el gabinete del Doctor Pachín alguien ha cometido un crimen, una terrible equivocación, que no es ni más ni menos que perturbar la abotargada percepción, que reactivar oscuros «olvidos y memorias» de los habitantes de dicha factoría. Nada de lo que ocurre surge por las propias acciones de Pachín, sino por el mero hecho de haber aparecido un clavo en la «pared occidental» de su despacho.

El relato es poco extenso, sobre todo si lo comparamos a Lo que sucedió... o a La novela del indio, pero posee la suficiente coherencia, densidad y pormenorización para ser considerado una novela. Estelle Irizarry, con razón, cree que leerla «es una aventura que el lector aprovechará cuanto más se deje llevar por el laberinto surrealista que urde la fenomenal imaginación del autor»237.

Esta novela nos recuerda especialmente, y con fuerza, el mundo de Orwell, a quien conoció Granell cuando militaba en el POUM, en la Barcelona de 1936 y 1937. También a Kafka (El proceso, El castillo) y al Cortázar de Historias de Cronopios en alguna de sus técnicas (descripción de la escalera sintética que había inventado el doctor Pachín, triunfando en su factoría, lo que hace más humillante y abominable su falta). Aquí, como algún personaje de 1984 o de Un mundo feliz, el Doctor Pachín y su familia parecen rebelarse contra el sistema, suicidándose, aunque no se sabe bien si se han suicidado o han sido asesinados misteriosamente, ya que cada miembro apareció con «un clavo clavado en el corazón» (¿ecos de Antonio Machado?). La cosa no es demasiado importante, porque, a consecuencia del escándalo, la Factoría es borrada por instancias superiores más abstractas aún: «las Factorías Reguladoras que regulan las Factorías reguladas». Aunque esto sólo se sugiere. Lo cierto es que Pachín y su familia estaban condenados desde el principio a morir. Cuando los funcionarios del «Ministerio de la Ausencia» (institución muy apropiada para reflejar los sentimientos y angustias del exilio) ya les habían preparado «los trajes de ausencia» y se dirigían a ofrecérselos, se encontraron al doctor muerto junto a los suyos en el gabinete fatídico donde había aparecido el clavo. Todos se sienten consternados, pero la preocupación se vuelve alegría cuando ven que otra vez ha aparecido el clavo, esta vez en el corazón de los cadáveres. El primero estaba completamente reducido a herrumbre y cuando fueron a cogerlo para analizarlo se les deshizo entre las manos, con la consiguiente pérdida de credibilidad, y con el perjuicio añadido de haber perdido la prueba del «monstruoso» y apabullante hecho.

Clavos, propiamente dichos, sólo había en algunos museos a los que tenían   —124→   acceso los jefes de las factorías reguladoras y los ciudadanos de clase A. Los demás sabían remotamente que había existido un arma mortífera llamada clavo, pero no conocían su aspecto, y además no les preocupaba, nunca se hablaba de ello. Habían olvidado gracias a la educación de los Centros Educativos Regulados. La esclavización del hombre en esta sociedad «aséptica» pasa por la pedagogía. La esposa del Doctor Pachín, al comienzo de la novela, irrumpe en el lugar de trabajo del marido, produciéndole a éste hondo malestar por la acción no regulada ni prevista, y le dice que su hijo se ha quedado encerrado en su propio kindergarten individual, una cápsula especial, de donde no lo puede recuperar. No era la primera vez que fallaban estas cápsulas. Allí se les adoctrinaba pacientemente con el discurso de las Oficinas reguladas de educación. la familia del Doctor Pachín es de la clase A, se desenvuelve en una factoría de tipo científico, donde la razón y la lógica son los únicos métodos válidos y regulados, para pensar y para vivir. Una lógica simple, redundante y «cabezona», si se quiere, incluso ostensiblemente superflua, pero aplicada machaconamente a proclamar las «consignas», o a rellenar de conversaciones delirantemente ociosas y humorísticas el tiempo de la narración. Se ridiculizan los títulos académicos, una vez más. El Doctor Pachín ostenta los siguientes: PH. D., PH. 2, A.M.D.G., R.S.V.P. La divisa de los jesuitas, por ejemplo, se ha transformado en el siguiente lema del sistema: Amor, Madurez, Derecho y Gloria. La ironía no puede ser más cruel. Por otro lado, el doctor Wilhem Lesshead, de apellido simbólico, tiene los títulos de Ph. 2 y R.I.P.

Nos encontramos en una era del futuro. Una era que, aunque no se dice, parece ser la posterior a una época oscura en la que los hombres se habían vuelto locos. Quizás una era postnuclear. Un clavo es hallado clavado en la pared del Doctor Pachín. Esta noticia es horrible. En primer lugar porque «el clavo» había desaparecido del léxico de los habitantes de las Factorías, era una palabra tabú y un objeto impensable, desconocido. Al parecer, en la vieja era del hierro se habían encontrado millones de cadáveres asesinados por la certera penetración de un clavo en su corazón. Así que era el arma más peligrosa y subversiva del planeta. Pero es que en ese mundo hay muchas cosas prohibidas. Todo, absolutamente, está regulado, planificado, controlado, dirigido, previsto. No existe la libertad, no existe la individualidad, ni el arte, ni la belleza, ni la alegría. Es un mundo horrible, atosigante, y, sin embargo, profundamente cómico, debido a su mania por explicar las cosas más sencillas de una forma barrocamente lógica y absurda a la vez. Cómico por las conversaciones de las sombras que habitan su universo, por las observaciones y por la distancia satírica y guasona que impone el narrador.

En el mundo de El clavo no se sabe si existe el amor, entre hombre-mujer, entre padres e hijos, directores y subordinados, colegas de trabajo, etcétera. Los únicos espacios que existen en la novela son: las plantas de las Factorías reguladas de los   —125→   laborantes y las de otras Factorías, todas idénticas en sus estructuras básicas, las cápsulas-niñera y el gabinete de Pachín. El otro espacio esencial es el de las pantallas y altavoces: comunicación más «audio» que «visual» (consignas, órdenes, consejos). No hay ciudad, no hay campo ni naturaleza, no hay hogares (aunque pueden quedar aludidos muy indirectamente), no hay calles, bares, bibliotecas... Es un mundo alegórico. No hay amor en el aire, pero quizás está oculto, latiendo en algún fondo escondido de esos corazones ya no perforados por los clavos. ¿Por qué, si no, se suicida la familia de Pachín junta, sólo por miedo? ¿Por qué esa alarma de la madre cuando falla la máquina que cuida a su hijo, exponiéndose al ridículo para arreglarla? ¿Por qué ese deseo de ser admirados por los superiores, por los miembros del mismo equipo de trabajo? ¿Por qué la enorme y casi religiosa satisfacción de ser útil al conjunto de la Factoría?

Sentimientos de inquietud y ambigüedad brotan en las escenas en las que se habla de los kindergarten (burbujas que aíslan al lactante) y de la educación a la que se somete a los niños. Lo que ocurre es que esas manifestaciones de ternura, cooperación, preocupación o atracción son rígidamente reprimidas, controladas, por los propios personajes, que aún son capaces de sentirlas, siempre con vaguedad238.

Pero la realidad que se nos narra está únicamente poblada por el fantasma de la delación, de la vigilancia, de las transgresiones verbales. El miedo está siempre presente, ese «mal consejero de la vida», como decía Gómez de la Serna en su discurso sobre el humorismo.

Lo que obsesiona a todos los personajes que van apareciendo es la forma en que puedan interpretarse sus palabras, siempre pendientes de lo que pensarán los demás, de cómo juzgarán sus actos y dichos. Eterna, indeleble e irremisiblemente vigilados y controlados por las Oficinas, Instituciones y Reglamentaciones de las Factorías reguladoras. Un mundo en el que lo que importa es el triunfo, el triunfo científico del invento, que nos hace sonreír, porque el máximo logro conseguido y asumido por esta sociedad es el «mingitorio personal» regulado. Es el único objeto de uso privado e íntimo, al que todos los miembros tienen derecho sólo por haber   —126→   nacido.

En el mundo de El clavo existe un miedo absoluto, una total parálisis de todo lo que nosotros reconocemos como humano y feliz. Lo único que le salva al lector de la opresión y del horror es la visión espontánea, la voz serena, casi infantil en su humorismo agraciado, del narrador. Un narrador, que como ha hecho notar con buen tino Estelle Irizarry, es inocente. Él cuenta la historia de manera bastante distanciada, incrédula, pero a la vez como si lo que estuviese ocurriendo fuese lo más normal del mundo. Un narrador constantemente sorprendido, sin embargo, con las cosas que pasan. Es inocente y paradójico. Paradójico porque parece estar fuera, milagrosamente, de todo ese «tinglado regulado» en el que la competencia y la vigilancia son feroces, pero también parece estar dentro por la calidad de sus percepciones. No puede, sin embargo, estar dentro, porque si lo hubiera estado la narración no se hubiera producido. De peculiar forma este narrador omnisciente se funde con las conversaciones de sus personajes. Narrador y autor están bastante identificados en esta novela, como ocurre, por otro lado, con todos los narradores de Granell. Por eso su literatura es inconfundible, única.

Al narrador le parecen completamente lógicas y normales las acciones y reacciones de los personajes. Es un narrador que ve el mundo del que habla como el único existente y, por tanto, como el mejor de los mundos. Claro que esta posición tiene truco, es falsa e irónica, porque el narrador es un humorista disfrazado de laborante de una Factoría Regulada. Un humorista inocente que resulta corrosivo, porque es perfectamente consciente de que el mundo de sus lectores comprenderá y temerá el Sistema del Territorio Unificado por el que se rige la sociedad en El clavo.

Un país utópico y ucrónico. Aunque no del todo. El tiempo está sin determinar. El espacio es el planeta azul, o las zonas del planeta donde se han instalado Factorías de todo tipo y Oficinas Reguladoras dependientes del poder centralizado. Un universo muy lejano en el tiempo, imposible, onírico casi. Pero puede comprenderse porque es una parábola. La parábola de la pérdida de la libertad y de la creatividad, de la transparencia, del amor, de la diferencia, de la diversidad y del individuo.

No sé qué conclusión podríamos sacar de esta novela de Granell publicada en España en 1967. Una novela casi secreta. ¿Por qué la publicación de este relato en España y no en México, como las otras? ¿Por qué sólo esta novela? ¿Acusación, intención de denuncia? ¿Deseo de espolear las dormidas conciencias, mediante el absurdo fantástico y deshumanizado de una sistematización abstracta, impersonal y demoledora, aunque en ocasiones compasiva? ¿Se está burlando del régimen de Franco y de la sociedad franquista? Yo creo que ésa sería una lectura reductora. Lo mejor es ponerla junto a sus compañeras: Rebelión en la granja, 1984, Farenheit   —127→   451, Un mundo feliz, etcétera, o junto al cine y el cómic de ciencia-ficción, siempre en clave humorística, irónica, paródica y alegórica. Entonces sus significados se abren y se amplían.

El ambiente opresivo y sin salida, ya lo hemos dicho, es el que se respira en ciertas narraciones de Kafka (El castillo, El proceso, La metamorfosis), y de Orwell, sobre todo en sus novelas Rebelión en la granja y 1984. Aunque no podemos dejar de señalar las divergencias, que se concentran en el totalizante tono humorístico con que Granell aborda el horror de cualquier dictadura. La modernidad y originalidad de este humor surrealista son notables. La modernidad se percibe en el peculiar estilo, reiterativo y lleno de argumentaciones disparatadas, a pesar de la lógica que encierran, tanto desde el punto de vista sintáctico como semántico y fonético. Quizás resulte peregrino, pero algunas construcciones podrían sintonizar con el estilo obsesivo de Thomas Bernhard. La radicalidad, la falta de reparos cuando algo despreciable tiene que ser insultado, la obsesión en la repetición de unas frases, de unas determinadas consignas o reacciones, podrían compararse con ciertos registros del lenguaje de novelas como La calera, Sí, y el resto de las narraciones del escritor austríaco. Granell es muy barroco cuando se divierte con este peculiar uso de las repeticiones y los rodeos sobre el mismo tema. Una escena paradigmática podemos encontrarla en la conversación mantenida por los científicos de la Factoría sobre los éxitos inventivos del Doctor Pachín y las bondades del desarrollo racional del pensamiento y del ingenio de los humanos. Esta racionalidad queda pulverizada por el carácter de su propia conversación absurda:

-Eso sí, pero gracias también a las conexiones y procedimientos que para la acción colectiva proporciona el sistema -solía afirmar, con explicable orgullo y mucha más explicable convicción, el mismísimo Director de la Factoría Reguladora, dirigiéndose campechanamente a sus colegas con aquella llaneza, tan suya, que daba la sensación de que los seres humanos fuesen en realidad iguales.

-¿Podría hacer una confesión? -aventuró otro de los inventores allí reunidos, pero con cierta timidez; la que, bien mirado, no es más que sutil envoltura distintiva de la sabiduría en su estado elemental.

El grupo de científicos quedó unificado por un común interés, por idéntica curiosidad. ¿Qué iría a revelarles el colega? Y a un gesto amable del Director, el preguntante dijo:

-Bueno -tosió un poquito-; es que... Ya verán. A la verdad, cuando leía por primera vez el informe descriptivo de la Escalera Sintética creí... -se puso colorado-; creí que... Bueno, me parecía a mí que allí tenía que haber algún error... ¡El Doctor Pachín no podía saber tanto! La magia, me decía, no existe.

-¡Cómo! -exclamó otro de aquellos sabios- Pero ¿es posible que usted... dudase? Después de todo, el Doctor Pachín no pensaba ni proyectaba por arte de Birlibirloque. Se basaba en la experiencia colectiva.

  —128→  

El sabio confesante carraspeó, sin decir más; pero el Director lo sacó del atolladero en que lo había metido su nervioso atolondramiento:

-¿Y qué hay de malo en dudar? ¿No es la duda, colegas, el principio básico de toda fundamentación científica? No creo que vayamos ahora a estas alturas de la evolución histórica, a negar al gran Renato, al gran Edmundo... Duden, duden siempre. Cierto que la duda, así, en general, podría conducirnos a situaciones inimaginables de desorden y caos. Pero aquí no se trata de la duda vulgar, la cual podríamos, simplemente, calificar de fe ciega en la equivocación y en el fracaso. No, no. Esto, camaradas, ya no sería, estrictamente considerado el asunto, duda rigurosa. Y he aquí por qué el Sistema no puede, en modo alguno, permitir que se genere y crezca. Semejante dudar no sería tal. Trataríase, más bien, de la infundada beatería del no creer. Consistiría en afirmar el descreer como cosa en sí. De acuerdo, ¿no? ¡de acuerdo! Dudar del Sistema sería un acto irracional, en vista de que el Sistema es la misma razón. De ahí que nos hayamos esforzado en desentrañar el confusionismo existente en relación con este concepto tradicional. Duda, sí; pero duda radical y científica. Ahora bien; la duda irresponsable, automática, tiene otro nombre. No siendo ni científica, ni hallándose radicalmente fundada, ¿es que podemos llamarla ni siquiera duda? Dudo que así sea. Es más, declaro que semejante proposición es falsa de la cabeza a los pies, si se me permite la metáfora. Al extremo opuesto de la duda racional, lo que tenemos es, en el fondo, la vacuidad egoísta, negativa, del mero solipsismo metafísico. Esto es lo que tenemos al otro extremo...

-Bueno, es que yo... -intentó interrumpir, con graciosa timidez, casi infantil, el sabio dudoso. Sólo que el Director, con un amable gesto de su mejilla izquierda, le indicó que ya poco más tenía que agregar, como así fue:

-¡Duden, amigos, duden! Pero duden de proyectos y ecuaciones, de documentos cifrados y de datos, de planes y de planos, así como de fórmulas estadísticas ¿Por qué no? ¡Ah, la duda estadística! Créanmelo. Aunque parezca paradójico, constituye una de las más fructíferas situaciones críticas del conocimiento.

Quedaban los sabios meditando en las inagotables posibilidades creadoras de la paradójica dubitación estadística, cuando, como un hilito de voz, empezó a insinuar su declaración autobiográfica, y por tanto subjetiva, el científico que había hecho alusión a los reparos que le habían conducido, tiempo atrás, a adoptar una actitud escéptica respecto a la efectividad de la Escalera Sintética.

-La presentación del problema no podía haberse formulado mejor -dijo-. El sistema de cálculo empleado por el Doctor Pachín, aunque, a la verdad, un tanto nuevo, me pareció en absoluto convincente. Con todo me preguntaba, ¿qué pasa aquí? Estudié el proyecto no sé cuántas veces (bueno, lo tengo apuntado en mi Diario de Comprobaciones, claro; sólo que en este momento no recuerdo el número de veces que lo hice). Era todo tan simple que acabó por parecerme complicado. Sospeché que en alguna parte tendría que haber algún error. ¡La Escalera Sintética!, me decía... ¡Diablos, con el asunto! ¡Mire usted que me daba dolores de cabeza aquella obstinada meditación dubitativa! Así es que decidí recurrir a los computadores, en vista de   —129→   que las tablas confirmaban machaconamente la exactitud del planteamiento. Fui a ellos una y otra vez. ¡Nada! ¡No había tu tía! ¿Era posible, aquello? ¿Es que, entonces, habíamos estado usando, produciendo y modificando sistemas enteros de modelos escalerísticos de extraordinaria complejidad para, a la vuelta de la esquina, darnos de bruces...

-¿Qué son bruces?

-Creo que viene del vasco, Bruces es... -iba a aclararle uno de los colegas- Pero el sabio, sin aguardar la aclaración, prosiguió:

-...con la misma cabalidad en persona, es decir, en escalera? ¿Podría ser, entonces, correcto, me repetía a mí mismo, un resultado teórico tan riguroso, derivándose transparente de un método irreprochable?239.



El objeto origen de los sucesos (en esta ocasión la Escalera Sintética, una vulgar escalera de mano, luego «un clavo») está descontextualizado de la realidad («todo objeto fuera del marco que le es habitual adquiere un potencial revelador insospechado»). Lo que el surrealismo de Granell consigue con el continuo choque de imágenes es la aparición de lo maravilloso, y éste es un rasgo que se acentúa en los cuentos publicados en Federica no era tonta. Lo maravilloso se identifica con lo bello (magia y poesía en La novela del indio; libertad, amor, vida en movimiento, pintura, arte, en Lo que sucedió...; imaginación, rebeldía, música, amistad, amor, en cuentos y poemas). «Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello». Los postulados del surrealismo cuadran bien con la literatura granelliana, aunque su belleza es a veces difícil de objetivar. Las inquietudes y perturbaciones de los personajes, junto a la pulverización de todos nuestros andamiajes mentales, nos conducen a la nueva realidad de los sueños, fantasías y maquinaciones de Granell, un planeta completo, como ha puesto de relieve alguno de sus mejores críticos. Decía Breton al final de su novela Nadja: «la belleza será convulsiva o no será».

Concluimos así un primer asedio a este orwelliano relato, que acaba de ser reeditado en Madrid240, facilitando de esta forma una interpretación que lo resitúe en el contexto de las otras producciones artísticas de Eugenio F. Granell y en los más amplios contextos de la literatura occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial.


Obra literaria de Granell

El Hombre Verde. La moldura. Relatos. Ciudad Trujillo, Ediciones «La Poesía Sorprendida», colección «La estrella en llamas», mayo de 1944 (reeditados en Federica no era tonta).

Hay dos reediciones facsímiles del conjunto de la Revista La poesía sorprendida (21   —130→   números y 14 cuadernos), coordinadas por Freddy Gatón Arce, índices de nombres y contenidos realizados por Diógenes Valdez. Publicaciones y opiniones de la poesía sorprendida, San Pedro de Marcorís, R.D., Universidad Central del Este, vol. LXX, serie literaria 15, 1988. Granell colabora asiduamente con prosas, poemas e ilustraciones.

Arte y Artistas en Guatemala, ensayos y notas. 48 fotografías y 11 dibujos. 220 páginas, Guatemala, El Libro de Guatemala, 1949. (La mayor parte de la dedicación fue secuestrada o destruida por el gobierno del General Trujillo. Los ejemplares salvados carecen de las páginas siguientes a la 210).

Isla, Cofre Mítico, ensayo poético (en homenaje al libro de André Breton, Martinique, Charmeuse de serpents). Ilustraciones del autor. Formato grande. 61 páginas. Edición de 250 ejemplares numerados y firmados por su autor, Puerto Rico, Editorial Caribe, 1951.

——, Reedición de Andrés Sánchez Robayna, Sintaxis, 16-17 (invierno-primavera, 1988), Tenerife, pp. 102-133.

La novela del indio Tupinamba, Portada del autor, México, Costa-Amic, 1959. 223 páginas.

——, Primera edición española, con portada dibujada por el autor, Barcelona, Fundamentos (colección Espiral), 1982, prólogo de Vicente Lloréns, pp. 7-8. 212 páginas.

El Clavo, con un esquema ilustrativo dibujado por el autor, Novela, La Novela Popular inédita española, Madrid, Alfaguara, 1967. 112 páginas.

——, Madrid, Ediciones Libertarias, 1995.

Lo que sucedió, novela, Portada y dibujos del autor, Premio Internacional de novela Don Quijote 1967, México, Editorial España Errante, 1968. 423 páginas.

——, Portada y dibujos del autor, Barcelona, Anthropos, 1989, biobibliografía en pp. 382-394.

Federica no era tonta y otros cuentos, México, Costa-Amic, 1970, 200 páginas.

——, Reeditado como Federica no era tonta, Portada y dibujos del autor, Alcalá de Henares-Madrid, Ediciones Fugaz (colección Algorán), 1993. 220 páginas.

«La Leyenda», de Lorca, y otros escritos, Ensayos, México, Costa-Amic, 1973. 284 páginas.

«Juego y volcán proféticos», estudio preliminar de la edición del mismo Granell de las obras de Federico García Lorca Así que pasen cinco años y Amor de Don Perlimplín con Belisa en su Jardín, Madrid, Taurus, (Temas de España), 1976. pp. 7-33.

A Living Vision of the Revolution, ensayo preliminar para la reedición del libro Mary   —131→   Low y Juan Brea, Red Spanish Notebook, San Francisco, City Lights, 1979. pp. 931.

Estela de Presagios, poemas, Dibujos de Ludwig Zeller, Toronto, Ediciones Oasis, 1981. 45 páginas.

——, Dibujos de la portada e interiores de L. Zeller, prólogo de Ludwig Zeller, Madrid, Endymión, 1992. 45 páginas.

Picasso's «Guernica», con 28 ilustraciones, Ann Arbor, UMI Research Press, 1981. 230 páginas.