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ArribaAbajoEl lugar de un hombre de Ramón J. Sender: ¿una metáfora del exilio?

Donatella Pini


En su Manual de historia de la literatura española316, Max Aub divide la producción de Sender en dos partes: por un lado la que está relacionada directamente con la vida, y por el otro su obra de imaginación; y lamenta que Sender no haya escrito, como hubiera podido hacer, la gran novela de la guerra civil, pues ni Contraataque (1938) ni Los cinco libros de Ariadna (1957) lo son, en efecto.

A pesar de lo falaces que resultan siempre tales generalizaciones, Max Aub acierta en señalar un vacío que, francamente, extraña en un escritor a propósito del cual se han derrochado términos como «realismo» y «realista» para evidenciar el carácter referencial de la mitad o casi de su producción.

Sender mismo, implícitamente, le da la razón a Max Aub en La mirada inmóvil: «Cuando voy a decir la verdad, toda la verdad, es cuando digo sin querer la más grande mentira»317. Lo mismo cuando declara que son los símbolos y los mitos, y no los detalles referenciales, lo que representa más fielmente la realidad produciendo un realismo de esencias, pues «la aproximación a la realidad es siempre un infringimiento, es decir, una falta a priori de la verdad, un error de buena fe cuya rectificación en la ciencia o en el arte nos aproxima a una verdad preestablecida que todos ignorarnos»318. Finalmente, Sender nos entrega una preciosa llave para captar su concepto de la literatura cuando declara: «Los intereses de la realidad y del arte son contrarios. (...) Las cosas en la realidad son inertes. Dejan de serlo por el movimiento, donde empieza el gran prodigio. Y el movimiento es esencialidad. Nuestra alma les presta su propio movimiento. Por eso alguien ha dicho que el héroe literario es un ser literariamente activo. Y esa esencialidad se la damos nosotros»319.

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Esto es lo que ocurre en El lugar del hombre, novela que Sender publica en México en fecha significativa (1939, es decir, entre el final de la guerra civil española y el comienzo de su exilio) y que volverá a publicar veinte años más tarde 1958) con numerosas correcciones y título cambiado en El lugar de un hombre320.

Esta novela se centra en dos núcleos temáticos: el doble episodio de la huida y regreso de un hombre a su pueblo, y la cadena de sucesos que se conoció como «el crimen de Cuenca»: un caso extremo de explotación del hombre por el hombre, en que se empleó la tortura para arrancar a dos campesinos políticamente inconformes la confesión de un homicidio que no habían cometido321.

Por lo tanto, Sender narra aquí dos hechos que habían ocurrido realmente; de ahí el pretendido realismo reiteradamente subrayado por la crítica; de ahí la finalidad de denuncia moral y política apuntada sobre la injusticia, en tanto marca distintiva del sistema que había dominado en España hasta 1931 y que en 1939 acababa de ganar la guerra.

Estos rasgos (planteamiento «realista» y compromiso político-social con finalidad de denuncia) relacionan inequívocamente este texto con el género de la llamada novela social»322.

Sender establece entre los dos núcleos una relación de interdependencia que corresponde con bastante fidelidad a la relación causa-efecto que de hecho había vinculado, entre 1910 y 1926, los destinos de dos campesinos de Cuenca, por una parte, con los movimientos del pastor José María Grimaldos, por otra323: en la novela, en efecto, la desaparición de Sabino da pie a las acusaciones, torturas, procesamiento y encarcelación de Juan y Vicente; análogamente, la rehabilitación de los dos campesinos se hace posible a raíz del regreso de Sabino. Hasta aquí actúa el «realismo» senderiano. Pero sólo hasta aquí, pues los dos núcleos temáticos se encuentran trabados, y trabajados, gracias a lo que el mismo Sender llama el «movimiento» impreso por el autor, mediante funciones que, según he ido averiguando, se remontan esencialmente a la estructura antropológica del chivo expiatorio324: una   —171→   estructura que, al actuar en la escritura con continuidad, aunque con evidencia variable, ilumina, esboza, dibuja relaciones ya de especularidad (...) ya de alternancia y complementaridad entre los destinos confabulados, llegando a envolver entre ellos hasta el del yo-narrador y los de las cigüeñas del pueblo.

La representación del proletariado en tanto chivo expiatorio de la sociedad325, funda una relación analógica entre personajes tan distintos como son, por un lado Juan y Vicente, los dos campesinos acusados del crimen nunca ocurrido, y, por el otro, Sabino, el desaparecido que acaba de reaparecer, y Antonia, su madre. La función victimaria, función-clave que todos tienen en común, se manifiesta en la expulsión de los sujetos fuera de la colectividad. Tal rechazo se realiza de tres maneras alternativas: extromisión del sujeto por parte de los demás, huida (con varios grados de voluntariedad), muerte (ya se trate de muerte involuntaria, ya se trate de suicidio).

Correlatos con esta función, encontramos otros motivos que, con René Girard, podemos calificar de sacrificiales: por ejemplo, el marginalismo (que predispone el sujeto a su selección victimaria) se manifiesta narrativamente en la abyección económica y física, en la condición de loco o de tonto, o de hombre salvaje, y en la identificación con monstruos y/o animales totémicos: estados, éstos, que afectan principalmente, y conjuntamente, al personaje de Sabino, pero no excluyen a otros como, por ejemplo, Antonia y Juan.

A esta centralidad de la reflexión sobre la víctima propiciatoria se debe sobre todo, creo yo, la decisión por parte de Sender de colocar la fábula en un ambiente dotado de cultura arcaica y en un lugar indeterminado, aunque seguramente referible al campo aragonés del bajo Cinca, familiar para el autor que, si conoce de sobra y aprovecha sus aspectos «profundos», puede mirarlo ahora «sintéticamente», con la distancia temporal y espacial que el exilio le proporciona.

De esta manera, Sender logra plasmar un paisaje esencial, fuertemente marcado por las oposiciones alto/bajo, dentro/fuera, que ofrece al lector el espacio simbólico propicio para visualizar «metonímicamente» una fábula determinada por leyes arcaicas: leyes que arraigan en el pasado atávico del hombre, y que están centradas todas en la idea de que la única garantía para la paz colectiva sigue siendo el sacrificio originario o su repetición ritual.

Entre el espacio de Cuenca, en que tuvo lugar históricamente el famoso «crimen» recogido por Sender en 1926, y, por otra parte, el espacio aragonés, al que quedaba asociada la leyenda de la reaparición de un hombre que vivió durante años lejos de su pueblo, Sender opta por el segundo, por motivos, creo yo, no tanto relacionados con la preferencia autobiográfica o con cierta afición costumbrista, sino dictados por el progresivo prevalecer de las instancias procedentes del segundo núcleo   —172→   temático. Además, Sender había venido escribiendo mucho por aquellas fechas sobre el paisaje aragonés, no sólo deteniéndose en su aspecto exterior sino hurgando en sus conexiones culturales y antropológicas, en busca del hombre esencial326.

De manera que la elección del espacio aragonés para la novela parece vinculada precisamente con la voluntad de apartarse de un propósito realista tout court y, al mismo tiempo, con el afirmarse de la perspectiva sacrificial en tanto criterio para observar, interpretar, enunciar los eventos narrados.

Dicho espacio -espacio cultural, espacio cerebral, espacio del alma- ayuda el perfilarse de la escritura como una búsqueda alrededor de un interrogante: ¿Qué es el hombre? Interrogante absolutamente central y constante en Sender, quien treinta años más tarde, formularia estas declaraciones de poética:

El problema fundamental es todavía qué es el hombre. Y los novelistas tenemos que tratar de identificarlo por sus actos. Por parábola. Entonces escribimos lo que el hombre hace en relación con la historia, en relación con el bien y con el mal, según lo entiende cada cultura327...



Precisamente esta búsqueda, este afán de tipo filosófico y político a la vez, es lo que determina, a mi juicio, la particular configuración de la fábula del Lugar una fábula en la que Sender sintetizó experimentalmente el mecanismo victimario después de plantear una hipótesis improbable pero no imposible: «Pongamos que el chivo expiatorio vuelva».

Así, el modelo del Lugar puede representarse mentalmente como un círculo del cual parten y hacia el cual se dirigen flechas que indican respectivamente los movimientos alternos de los personajes (S=Sabino, J=Juan, V=Vicente, A=Antonia) hacia fuera (ex) y hacia dentro (in). La secuencia de tales movimientos se organiza de la manera siguiente:

en Lugar1: ex(S) - ex(JV) - in(S) - in(JV) - ex (J) - ex(A);

en Lugar2: ex(S) - ex(JV) - in(S) - in(JV) - ex (J).



Ésta no es la única obra de Sender fundada en el esquema fuga-regreso; yo misma lo he subrayado en otra ocasión328, y ahora también Francis Lough acaba de señalarlo como un paradigma significativo329. En la producción senderiana anterior   —173→   a El lugar del hombre, un modelo parecido (fundado en el esquema ex-in) actúa con fuerza en el cuento La viejecita del portal330, salida un año antes de Lugar1, que trae de la guerra la ocasión para afirmar la importancia del lugar del hombre; veinte años más tarde, contemporáneamente a Lugar2, un texto entre narrativo y teatral titulado Los laureles de Anselmo (1958) se articula según un esquema ex-in-ex-in; en época sucesiva, el cuento El regreso de Edelmiro (1969)331, y también las novelas El fugitivo (1972)332 y Ramú y los animales propicios (1980)333 privilegian el esquema ex-in-ex.

Lejos de cualquier pretensión de agotar la lista de las obras de Sender fundadas en el modelo de exclusión, quiero tan sólo señalar algunas donde éste destaca con evidencia para mostrar unos cuantos rasgos distintivos de esta novela: por más ineficaces que puedan revelarse para establecer caminos de derivación, no creo que por esto sean inútiles en una perspectiva paratextual, para decirlo con Genette.

Modelos basados en la alternancia huida-regreso los hay en un sinfín de textos que Sender pudo conocer. Dos, en particular, que podemos más bien calificar de mitos -Edipo rey y El hijo pródigo- funcionan como arquetipos, centrados, el primero, en un esquema ternario (ex-in-ex), el segundo en un esquema binario (ex-in); esquemas básicos, susceptibles de infinitas variaciones tanto reductivas como amplificativas. Entre incontables posibilidades de conocimiento directo e indirecto, una sola certidumbre: la predilección, o, mejor, la obsesión que Sender tuvo siempre con La vida es sueño de Calderón334; y una alta probabilidad: el conocimiento de Il fu Mattia Pascal de Pirandello, novela que la crítica ha asociado frecuentemente con El lugar del hombre. Recordando con Bachelard que al movimiento fisico representado en una obra de ficción hay que atribuirle siempre un valor simbólico, vale la pena señalar posibles modelos subyacentes al de esta novela en una perspectiva paratextual.

Como acabo de decir, el primero, en cuanto a probabilidad, es La vida es sueño: Sender se impregnó de este texto cuando adolescente y volvió a meditar sobre él una y otra vez, hasta el punto de dar el título de Hipogrifo violento, en 1954, a la segunda novela de la serie Crónica del alba, y «reescribir» el drama barroco en Los laureles de Anselmo, en 1958. Los laureles de Anselmo, como La vida es sueño, varía el modelo binario según el esquema: ex-in-ex-in; y los desplazamientos del protagonista hacia fuera y hacia dentro se realizan, sin saberlo él, mediante el recurso   —174→   del sueño procurado artificialmente. De la comedia calderoniana Sender acata el planteamiento a la vez filosófico y político, desentendiéndose por completo de sus aspectos propiamente doctrinarios; y privilegia un dilema profano: si es lícito considerar al hombre como capaz de forjarse él mismo su destino (y, por tanto, estimarle responsable, o culpable) o si, en cambio, está determinado enteramente por fuerzas exteriores.

Se ha dicho que Il fu Mattia Pascal (1904), traducido al español y traspuesto para el cine en época muy próxima al descubrimiento del «crimen de Cuenca»335, se presenta como el antecedente más probable del Lugar: en cuanto al modelo narrativo, la alternancia de movimientos que sufre el protagonista se manifiesta según el esquema ex-ex-in. En Pirandello (aparte el primer movimiento hacia fuera, presentado como ocurrido por error), los desplazamientos tienen un carácter a la vez voluntario y coaccionado por fuerzas procedentes del entorno, y el tercer movimiento (vuelta de Mattia a su pueblo) es sólo físicamente un movimiento desde el interior hacia el interior: en realidad, constituye su «TERCERA, ÚLTIMA Y DEFINITIVA muerte»336, o sea, un movimiento hacia dentro que, en la perspectiva del sujeto, queda anulado por su equivalencia profunda con uno hacia fuera. Evidentes las implicaciones filosóficas de tal articulación, que no excluyen pero sí rebasan la crítica social. Rafael Cansinos Asséns, traductor de la novela y más tarde mentor entusiasta de Sender337, en su sugerente prólogo a la primera edición española, relaciona Il fu Mattia Pascal con la restante producción pirandelliana338 precisamente por el hecho de que en todas el recurso del suicidio fingido propicia la adecuada reflexión filosófica sobre el carácter complejo y trágico del destino humano. Cansinos, además, subraya acertadamente la afinidad de la problemática pirandelliana con la que Unamuno debate en El sentimiento trágico de la vida.

En la dificultad de identificar certeros antecedentes de El lugar del hombre, más difícil aún, pero sobremanera sugestivo, resulta concebir la posibilidad de que Sender conociera la obra rusa que, por su parecido, se suele asociar con Il fu Mattia Pascal: El cadáver viviente, de Tolstoi. Este drama, escrito en 1900 pero conocido a   —175→   partir de 1911, tuvo una gran difusión, al no sufrir en la Unión Soviética la censura que en cambio tocó a muchos otros: muy apreciado por Lenin, se puso en escena con frecuencia también en los períodos más oscuros de la época estalinista339. En la época en que Sender concebía El lugar del hombre, estaba traducido al español340. Su modelo se funda en la alternancia ex-in-ex, y los movimientos del personaje hacia fuera son voluntarios, aunque presionados por el contexto exterior, y se realizan con el mismo expediente: el suicidio, antes fingido y luego verdadero. Lo cual hace que el segundo movimiento hacia fuera cobre una definitividad que el primero no tenía.

Como es bien sabido, y como declara el mismo Tolstoi con cita explícita341, El cadáver viviente se funda, para el expediente del suicidio fingido, en el ¿Qué hacer? de Tchernichevski, que por lo tanto funciona come su hipotexto. Esta novela prerrevolucionaria (publicada en 1905, se había conocido anteriormente y había sido redactada entre 1862 y 1864), que tuvo un éxito enorme en Rusia, está basada en el único movimiento suficiente como para sospechar una dinámica victimaria: ex. Movimiento voluntario, también aquí, aunque forzosamente provocado por presiones externas, y realizado mediante la estratagema del suicidio fingido. De la novela de Tchernichevski, el drama de Tolstoi «reescribe» precisamente la desaparición del marido, decidida expresamente para favorecer la relación de su mujer con otro hombre. Ambas obras muestran, sí, el intento de tener en cuenta la psicología del personaje, pero más que todo aprovechan el tema para estimular en el lector una serie de consideraciones críticas sobre la sociedad, que lo presiona hasta el punto de que su suicidio pasa a ser un acto inevitable.

Cotejado con estas obras, que considero aquí sólo como posibles puntos de referencia o piedras de comparación sustituibles, El lugar de un hombre resulta animado por el afán de compaginar la perspectiva sociológica y política, privilegiada por los dos autores rusos, con la filosófica, preponderante en Pirandello. Pero, a estas perspectivas, añade también la antropológica: Sabino, tal como se presenta a los cazadores en el capítulo IV, está caracterizado como un hombre salvaje342. Sus afinidades con lo que será, muchos años después, el personaje de Ramú en Ramú y los animales propicios (1980), son notables. El modelo de esta narración, inspirada en El libro de la selva (1894-95) de Kipling, sigue el esquema ex-in-ex, que representa la expulsión inicial del niño fuera del mundo civilizado, seguida por el intento   —176→   de reintegrarlo mediante un tratamiento educativo especial al que el niño acabará por rebelarse con la fuga. Lo cual abre a posteriori la posibilidad de que el modelo del Lugar se concibiese en 1939 también a la luz de la gran novela de Kipling.

Las que acabo de formular son sólo sugerencias que invitan a dar relieve al componente ideológico de El lugar de un hombre, novela que hay que considerar no sólo de manera aislada sino también como parte de un debate provocado por el afán de dar una respuesta al gran dilema que el proyecto de la revolución proletaria había planteado en todo el mundo con fuerza creciente: si las exigencias individuales pueden armonizarse o no con las exigencias colectivas. Su modelo narrativo corresponde a la aspiración que mucho más tarde Sender expresaría conscientemente en la citada entrevista a M. Peñuelas: identificar el lugar y, por tanto, el signifícado del hombre «por parábola», por sus «actos», escribiendo lo que el hombre hace en relación con la historia, en relación con el bien y con el mal, según lo entiende cada cultura», y prestándole un «movimiento» que a lo mejor no se da en la realidad, pero que, en tanto proyección de la mente del autor, tiene el mérito de intentar una respuesta al interrogante de fondo en términos de pura narración.

En otros textos senderianos cronológicamente contiguos a El lugar del hombre el tema de la dialéctica individuo-colectivo se cruza y compagina con la reflexión «humanista». Pienso sobre todo en la intervención de Sender el 17 de julio de 1937 en la sesión parisina del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas343. Posteriormente, la Nota previa de Lugarl, y, veinte años después, la Breve noticia y la variante añadida en Lugar2 en el capítulo XIX acaban confiriendo a la novela un carácter reivindicativo, agónico, comprometido, que, al fin y al cabo, supone una esperanza. Una esperanza que se confirmará como tal al prolongarse en Epitalamio del prieto Trinidad (1942), mientras que amainará de manera abrumadora en El regreso de Edelmiro (1969) y en El fugitivo (1972): un cuento y una novela que subrayan con aspereza y amargura la presión excluyente ejercida en el sujeto por parte de su entorno social.

El paisaje aragonés esbozado en el Lugar como el fondo sobre el cual proyectar una acción tan significativa y pregnante, no tiene nada que ver con el terruño familiar; en cambio, tiene un alcance simbólico para el cual la equiparación metonímica con España, sin duda en principio legítima, resulta constrictiva y, al fin y al cabo, trivial. La repetida exclusión de varios sujetos fuera de este espacio, a la par que los reiterados intentos de contrastarla por parte de ellos, adquiere el sentido de un debate dramático, de una lucha agónica y hasta metafísica con una condición que sólo en parte coincide con la del hombre exiliado de su patria territorial: es más bien la lucha titánica de un hombre contra una condición existencial de perenne exilio que tiene sus mitos de referencia en los del paraíso perdido y de Prometeo.



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ArribaAbajoEl árbol genealógico de Hamlet García

Juan Rodríguez. GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona


En el momento en que se consolidaba, en la novela actual, la moda de las memorias y diarios, una editorial barcelonesa rescataba hace algunos años del olvido esa gran novela de la guerra civil que es el Diario de Hamlet García. Supongo que el tiempo devolverá a su justo lugar en la historia de nuestra literatura a esta obra cuyos méritos fueron ya destacados por los críticos más atentos344.

No voy ahora a redundar en esos méritos ni a repetir un análisis que otros ya han realizado con acierto; mi intención es, sin embargo, poner el acento y profundizar en algunos aspectos de la genealogía literaria de ese personaje enfrentado a la tragedia de la contienda civil, el diálogo que mantiene con la tradición literaria inmediatamente anterior, que, en definitiva, abre nuevas perspectivas a la interpretación del texto. Si Naharro-Calderón destacaba recientemente de qué modo el protagonista de la novela de Masip se enfrenta a la necesidad de esa «vuelta al pueblo» que describió hace algunos años Víctor Fuentes, mi propósito es llegar un poco más   —178→   lejos en el tiempo, indagar las raíces de ese personaje escindido entre la realidad y el intelecto que se hunde en la tierra removida de lo que se ha denominado la «crisis de fin de siglo».

Uno de los más antiguos antepasados de Hamlet García, que tanto Germán Gullón como Anna Caballé ya habían señalado345, es el amigo Máximo Manso, protagonista de la novela homónima que Galdós publicara en 1882. Como Hamlet Garcia, Manso es, en el sentido primigenio del término, un intelectual, un personaje que vive de lo que produce su intelecto, un trabajador de la inteligencia. Sin embargo, las similitudes entre ambos no se limitan a esa circunstancia; además, Hamlet y Máximo tienen aproximadamente la misma edad, ambos se ganan la vida enseñando filosofía -metafísica, concreta en todo momento el primero-, y comparten no pocos rasgos de carácter346.

Como buenos intelectuales, tanto Hamlet como Máximo se hacen responsables de su propio relato, y en la presentación que de sí mismo hacen podemos encontrar interesantes coincidencias. En ambos está, por ejemplo, presente esa idea de la «encarnación», que va a resultar premonitoria en dos personajes obligados por la realidad a descender de su torre de marfil. Los dos textos se inician con una negación: «No soy príncipe de Dinamarca -nos dirá el personaje de Masip- ni me baten vientos contrarios en la encrucijada de un drama doméstico»347. Por su parte, Manso insiste en su inexistencia:

Yo no existo... (...) Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni huesos y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando (...) que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie348.



Paradójicamente, ambos personajes se están reafirmando en direcciones contrarias: Hamlet negando cualquier relación con el mito; Máximo negando cualquier relación con la realidad. Paradójicamente, porque ambos van a acabar describiendo su nacimiento en términos semejantes. Las artes mágicas de un amigo novelista consiguen que Máximo Manso abandone el limbo en el que vivía feliz y descienda al mundo de los mortales:

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No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente a pez, azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.



De modo análogo, también Hamlet nace sin que su voluntad tenga nada que ver en el asunto:

En el caso, poco probable, de que mi libre albedrío pudiera intervenir, me cabía elección entre nacer o continuar en la nada, pero si nacía tenía ya preparado el molde de mi vida. Nací. Como no guardo memoria ignoro si mi voluntad tomó parte en aquella grave decisión. Sólo sé que un día me encontré sobre la tierra, sentado en ella, vestido de blanco y comiendo una pastilla de chocolate que había llegado a mis manos. Recuerdo un gran ruido de voces gigantescas, un tirón brutal y luego un zarandeo aún más violento. Comía sin saber por qué y, sin saber por qué, dejé de comer. Sin saber por qué, estaba sentado y, sin saber por qué, tuve que echar a andar. Estaba en paz y vino la guerra349.



No hace falta decir -la última frase de la cita lo subraya- que entre la configuración de Máximo Manso y la de Hamlet García se interfiere la presencia inevitable de los agonistas concebidos por Unamuno, quien, por otra parte, nunca ocultó su admiración por aquella novela de Galdós.

Con todo, me parece interesante subrayar de qué modo ambos personajes se sienten arrojados al mundo, al dolor, perturbados en la paz de su inexistencia. Esa radical encarnación -que en Hamlet va a estar simbolizada por el descubrimiento que de su propio cuerpo realiza en los primeros capítulos350- va a determinar su, también radical, inadaptación a la vida cotidiana, a lo más vulgar de la existencia. Tanto Hamlet como Manso, acostumbrados al vuelo intelectual, habrán de enfrentarse a un forzoso aterrizaje en la realidad -la Guerra Civil y la revolución doméstica que provoca la inesperada llegada de José María Manso y familia, respectivamente- y a la alteración sentimental que suscita la aparición de Eloísa e Irene, también respectivamente: si ambos filósofos no están preparados para tareas tan elementales como buscar una nodriza o comprar algo para comer en el colmado   —180→   de la esquina, tampoco lo están, naturalmente, para el advenimiento repentino del amor.

Es significativo que en ambas novelas se esté planteando un triángulo amoroso que tiene como vértice la actividad docente de los protagonistas. Recordemos que Máximo Manso imparte clases particulares al hijo de su carnicera, Manuel Peña, y ejerce una suerte de tutoría espiritual sobre la institutriz de sus sobrinos, Irene. Manso, como buen intelectual, idealiza a la institutriz y no sabe ver sus ambiciones burguesas y su inclinación hacia el otro discípulo, con el que, finalmente, se casará.

Masip elude el presumible fracaso amoroso de Hamlet al decidir la muerte de Eloísa, que hace enmudecer al autor del diario; pero sí lo sugiere cuando, en la tercera parte de la novela, se hace manifiesta la atracción que Eloísa siente hacia Daniel, también discípulo del metafísico, con lo cual el triángulo se hubiera resuelto del mismo modo que en El amigo Manso. Pero hay más coincidencias entre los personajes de las dos novelas que, a primera vista, pueden ser difíciles de apreciar pero que una lectura detallada revela.

Carlos Blanco Aguinaga estudió hace algún tiempo, en un excelente artículo, el presunto fracaso de Manso en la educación de su discípulo351. La labor de Manso -argumenta el profesor Blanco- no es hacer de Peña un intelectual, sino facilitar su incorporación al «ciclo céntrico de la sociedad», esto es, a la burguesía dominante. Un dato fundamental que lo corrobora es que, al final de la novela, doña Javiera y su hijo, Manuel, se mudan a una casa en la calle de Alfonso XII, nueva zona residencial de la oligarquía y en la que nació José Ortega y Gasset352. Pues bien, curiosamente en esa misma calle reside Eloísa, la discípula de Hamlet353 y hay que recordar cómo el padre de ésta, que tomará partido por los rebeldes al estallar la guerra, tienta políticamente desde la derecha al profesor de metafísica.

No me parece demasiado descabellado afirmar que los discípulos de Hamlet García -aunque la procedencia burguesa de Daniel no es explícita, sí es deducible son descendientes de aquel Manuel Peña, nietos enfrentados a la vorágine histórica del 36 y obligados, como el propio Hamlet, a tomar partido. De la misma manera que el hijo de la carnicera utilizó las enseñanzas de Manso para hacer política en el ámbito de la burguesía emergente, también Daniel, la «larva de filósofo» que Hamlet ha estado criando, aunque antimilitarista, se convertirá en capitán del ejército leal a la República. «La guerra -concluye Hamlet ante las reflexiones que su discípulo hace acerca de la vida y la muerte- es una buena escuela de filosofía»354.

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Pero el conflicto bélico truncará el desarrollo natural del devenir histórico. Si la Irene de El amigo Manso respondía al ideal de mujer burguesa, perfecta compañera del político Peña, con un leve barniz de ilustración pero fiel a sus deberes domésticos, la muerte de Eloísa aparece como doblemente dolorosa, pues simboliza, no sólo la muerte del inocente, sino la quiebra de una esperanza, la derrota en el intento de construir la sociedad nueva que debía fundamentarse en esa pareja de jóvenes.

La última página del diario de Hamlet hace referencia a ello:

Aquí está la razón de mi silencio. Estoy pariendo. Todos estamos pariendo. La guerra es el parto gigantesco de un útero múltiple y monstruoso. Todos parimos por él y con él. (...) No faltan desgarraduras de carnes, ni gritos de dolor, ni esa sensación de que hemos regresado a los primeros días del mundo, (...) ni esa evidencia de que todo cuanto ocurre no tiene su raíz en la inteligencia, ni la seguridad de que algo va a nacer igual a nosotros y, a la vez, distinto...



Hay que recordar que el motivo del parto había aparecido ya al principio de la novela, cuando el protagonista explica la toma de conciencia de su carnalidad a partir de lo que él llama «tres respuestas». Al presenciar el nacimiento de su primer hijo, al que afirma -como el Bonifacio Reyes de Su único hijo- haber parido él mismo, Hamlet siente que tanto Ofelia como él son, por obra y gracia de ese parto, hombre y mujer restituidos a su valor más elemental, que desandan los siglos de historia y regresan al estadio más primario de la especie humana; inmediatamente brotará en el metafísico la angustia de estar interviniendo en el juego de la vida y la muerte355.

Del mismo modo la guerra, por lo que tiene de regresión a estadios primitivos de la especie, aparece equiparada a un parto. Pero esta vez el juego no desembocará en una nueva vida, sino en la más terrible y absoluta muerte, la derrota. De ahí que, cuando, según la última nota del editor, Hamlet es hallado delirando en el Parque del Oeste días después, repita: «¡He parido una niña muerta... Se llamaba Eloísa!»356.

Entre el optimismo de la clase emergente plasmado en El amigo Manso y la derrota de la razón presente en El diario de Hamlet García se interpone algo más de medio siglo cuya tradición literaria contribuye a matizar un poco más la figura del personaje de Masip.

A lo largo de ese medio siglo, la narrativa española, al pairo de las nuevas tendencias literarias, incorporará la moda de los dietarios que, a partir del modelo del Journal intime de Amiel, permitían a ese personaje intelectual, artista, dilettante, abrir su atormentada conciencia a los lectores. Uno de los primeros textos que   —182→   incorporan esa innovación es Cuesta abajo357 la incoada novela del siempre atento Leopoldo Alas; de modo todavía imperfecto, pues la intención del autor del diario no es, significativamente, ir relatando día a día su existencia sino el buceo proustiano en el fondo de la memoria358.

Su protagonista, Narciso Arroyo, catedrático de Literatura general y española -dice- «más que un hombre (...) una entelequia de la facultad de filosofía y letras» al que la cátedra queda un poco grande, manifiesta también algunos rasgos de ese individualismo anarquizante propio del intelectual finisecular. De la misma edad, aproximadamente, que Hamlet, comparte con éste una misma conciencia de la mediocridad vital y un mismo deseo de autoafirmación literaria:

Me has llamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues así, del mismo color, soy todo yo por dentro: ceniza, gris. Soy un filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y casi casi un naufragio de poeta (...)

Tengo treinta y seis años, ninguna cana, pocos desengaños (...) Creo haber amado bastante, he creído lo suficiente, no me remuerde la conciencia por ninguna gran picardía de acción o de omisión (...)359.



Y es que aquella contraposición entre intelecto y vida, entre pensamiento y acción que ya se hallaba en El amigo Manso y que Galdós había intentado salvar dotando a su personaje de una existencia únicamente «literaria», se va a convertir en un tópico de la literatura finisecular. En este momento crítico de las letras hispanas hay que situar de hecho la reinterpretación del personaje de Shakespeare como representación de esa duda. No resulta muy difícil hallar en la literatura de entresiglos referencias a Hamlet, convertido con frecuencia en un antecedente del intelectual abúlico.

El último folleto que publicó «Clarín», Siglo pasado (1901), contenía dos «Cartas a Hamlet», en las que el crítico reflexionaba sobre las nuevas tendencias filosóficas y literarias. En la primera de esas cartas, el autor justificaba la elección del destinatario:

Pues bien, Hamlet: yo quisiera empezar a contribuir, en el humilde alcance de mis fuerzas, a contrarrestar estos males, y entre otros recursos he ideado estas cartas a una sombra poética y filosófica, a un soñador engendrado por otros soñador, a uno de esos mitos ya eternos, convertidos para la humanidad en idea fija. (...)

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En cuanto a lo de escogerte a ti, Hamlet, como corresponsal simbólico, recuerda lo que, según Shakespeare, fuiste en este mundo y lo que fuiste, según la interpretación que de tus cantos nos dieron Goethe, Schlegel y otros. Tenías un propósito culminante: vengar a tu padre (...). Pero tu espíritu de mariposa socrática te llevaba a volar de fenómeno en fenómeno, preguntándole al mundo su secreto, (...) desviado de tu camino por las ideas, siguiendo las ondulaciones del interrogante de tus dudas. Eras un pensador poeta; no eras un hombre de acción (...).



Inmediatamente argumentará el escritor que, a pesar de todo, el filosofar de Hamlet era de «aficionado», un «dilettantismo platónico», que es uno de los males del «espíritu nuevo»360.

Con un sentido análogo aparece, por ejemplo, en uno de los cuentos que Manuel Bueno recogió en A ras de tierra (1902), titulado significativamente «La sombra de Hamlet»; en él, una serie de personajes, mitad míticos, mitad reales, dialogan alrededor de una mesa: Calibán, Menipo, Renan, Nietzsche, Lelia, Lysistrata, Dolores, Lucrecio... Entre ellos, un joven idealista: «es casi un niño, pero hay en su semblante tal expresión de melancolía y de hastío, que nadie repara en su edad». El joven inicia un monólogo susurrado por la sombra de Hamlet y acaba suicidándose tras manifestar su pesimismo361.

Hamlet se convertirá, pues, con mucha frecuencia en emblema de las nuevas generaciones de escritores, aunque, como sugiere Pablo Corbalán, Masip pudo tomar el nombre de otro de los herederos de aquéllos, Juan de Mairena362. Aquella   —184→   inadaptación al medio que veíamos en Máximo Manso deriva en una compleja problemática que va desde la abulia, auténtico mal du siècle, hasta la extravagancia como medio de afirmación. El Hamlet García de Masip comparte algunas actitudes con una buena parte de los protagonistas de la novela de los primeros años del siglo. Como éstos, se desgrana en una conciencia analítica verbalmente expuesta, frente a un mundo que le exige actuar: actuar frente al adulterio de su esposa, actuar frente al levantamiento militar. El problema de la falta de voluntad aparece verbalizado por el propio Hamlet cuando se compara a «esos ríos que hacen los niños en la tierra; incapaces de abrirse cauce por sí mismos, necesitan que tiren de ellos; si la acción externa tarda, su caudal se hunde y desaparece»363. Dicho problema está, además, concentrado en la vocación de mediocridad que manifiesta el personaje, contrastada con la labor intelectual que realiza: la renuncia a la cátedra «heredada», el matrimonio con Ofelia y, finalmente, su actitud de «beligerante pasivo», de espectador de la guerra364.

La relación con Ofelia, por ejemplo, nos devuelve algunos temas presentes en la narrativa del cambio de siglo. Hamlet contempla a su esposa con una distancia analítica que raya en la misoginia. El Avito Carrascal de Amor y pedagogía, que pretendía casarse deductivamente y lo hace inductivamente, resumía la cuestión en una fórmula: «El arte, la reflexión, la conciencia, la forma lo seré yo, y ella, Marina, será la naturaleza, el instinto, la inconsciencia, la materia»; y también Pío Cid concebía a su Martina como la tierra que da vida al árbol:

Así la mujer mantiene al hombre ligado a la realidad, para que no se aparte de ella ni se pierda en estériles idealismos, y el hombre en cambio protege a la mujer con la sombra de sus ideas para que no se aniquile como se aniquilaría dejándola sola, a merced del viento de los caprichos fugaces365.



De modo análogo, Ofelia se convierte en intermediaria entre Hamlet y la realidad, hasta el punto de que el abandono de los deberes conyugales por parte del protagonista aparece casi como un símbolo del desinterés del protagonista por el entorno político-social que le rodea; de ese modo, al partir Ofelia, Hamlet quedará desvalido ante dicha realidad. Como sus ilustres predecesores, también el personaje de Masip considerará a su mujer como el contrapeso necesario para su vuelo intelectual:

...no podía menos de pensar en cuán inadecuada musa resultaba para un metafísico trashumante como yo, por doble definición, doblemente aborrecedor de la materia pesada366.



  —185→  

Y ya que he mencionado al infatigable personaje de Ganivet, habría que destacarlo como uno de los abuelos más importantes de Hamlet García. Comparten ambos aquella aspiración a la aurea mediocritas y un comportamiento un tanto extravagante a los ojos de los demás, sobre todo ante la debacle sin sentido de la Guerra Civil, como apunta Germán Gullón367. Hamlet se convierte en el antihéroe incomprendido, en un ser casi ridículo. Su metafísica, que no sirve para nada ante el empuje de la historia, recuerda, siquiera vagamente, a los inútiles pero encantadores inventos de un Silvestre Paradox. Pero Hamlet dignifica intelectualmente fracasos tan estrepitosos como la incapacidad para tomar un tranvía en marcha o el adulterio de Ofelia.

Comparten también una fuerte vocación pedagógica y el rasgo quijotesco de la voluntaria renuncia a la cátedra, aquel deambular metafísico. Si Pío Cid abogaba por un «profesorado andante» que, investido como los pedagogos griegos del Omnia mea mecum porto, corriera «libre y desembarazadamente por el mundo» dedicado a transmitir la sabiduría, por el peripatetismo que dejaba jirones de uno mismo en los discípulos368, Hamlet se define también como «profesor ambulante de metafísica»:

10 de Enero. Me encontré, al fin, profesor de Metafísica sin título académico, profesor por mi libre voluntad de serio, rey sin trono (...). Soy profesor vagabundo y deambulatorio. Quien quiere toma mis lecciones, quien no, me deja proseguir mi camino369.



El propio Pío Cid ejerce ese magisterio ambulante, ese enseñar «en camisa» al margen de la ciencia oficial370. Pese a que Hamlet carece del espíritu mesiánico de su ilustre predecesor ganivetiano, tiene en común con él también algunas características, como un cierto puritanismo moral reflejo de la firmeza de sus convicciones intelectuales y una independencia a prueba de cualquier conflicto, como muy bien define el propio Pío Cid en forma de ley física:

Un hombre sumergido en una numerosa asamblea humana pierde parte de su inteligencia, y la pérdida está en razón directa del número de los congregados371.



Individualismo rayano en contradicción que comparte también Hamlet García:

  —186→  

Después de decretar que la humanidad es una manada innumerable de imbéciles, que ha sido siempre así desde el principio de su existencia y que, según todas las trazas, lo será por los siglos de los siglos, todo sigue como estaba, porque no hay otra para cambiarla por ella. (...) De esta imposibilidad de cambiarla y de los deseos individuales, tal el mío, de que sea distinta, nacen los filósofos y los misántropos372.



Me he centrado tan sólo en unas pocas ramas de ese frondoso árbol que constituye la genealogía de Hamlet García. El tema, creo, sigue estando abierto, y nuevos frutos nos esperan, sin duda, en ramas vecinas. Ignacio Iturriondo, Antonio Azorín, Fulgencio Entrambosmares, Silvestre Paradox, Augusto Pérez, Andrés Hurtado, Alberto Díaz de Guzmán o Juan de Mairena, constituyen los materiales sobre los que Masip concibe su criatura.

Sirvan estas notas para subrayar el hecho, quizá elemental, de que ese personaje está indudablemente modelado en esa tradición y sometido al inexorable paso del tiempo y peso de la historia. La urgencia del momento lleva a Masip a situarlo, como en una broma macabra, frente a la vorágine del conflicto bélico, a plantear, como sugiere Anna Caballé, la necesidad de un desplazamiento del plano moral al histórico373. Pese a que, en todo momento, Hamlet se niega a tomar partido claramente por ninguno de los dos bandos en conflicto, la sacudida a que se ve sometida su conciencia ética, el simple cuestionamiento del individualismo de corte liberal demuestra que para Hamlet García, a diferencia de sus antepasados, la abulia, la extravagancia, la «torre de marfil» empezaban a ser un lujo trasnochado:

Es muy singular -escribe en el barullo del 18 de julio- lo que te sucede y todavía lo tienes mal definido. Grave cosa para ti, hombre de definiciones. Anota para el día de mañana este detalle. Estás mezclado, aprisionado en medio de una muchedumbre, ruidosa, enardecida, descompuesta, que ha sido siempre lo que más horror te ha producido y no sientes ningún malestar. ¡Ah!, y se me olvidaba: ya no tienes hambre374.





  —[187]→  

ArribaAbajoMax Aub, homo ludens

Nil Santiáñez-Tió. Universitat Autònoma de Barcelona


He titulado este trabajo «Max Aub, homo ludens» a sabiendas de que pocas veces encontraré una aposición que defina, con tanta exactitud, el arte poética de un escritor. Y es que tal vez sea Max Aub uno de los más genuinos representantes, en nuestra literatura, de ese homo ludens que dio título a la magistral obra de Johan Huizinga sobre la dimensión lúdica de las instituciones, los ritos y los artefactos culturales. Recordemos, por ejemplo, la extremada afición de Aub por los juegos de palabras y de máscaras, o por las bromas literarias, como bien lo muestran El correo de Euclides, Crímenes ejemplares y la Antología traducida375. Recordemos, también, Jusep Torres Campalans y Vida y obra de Luis Álvarez Petreña, novelas concebidas y construidas a modo de rompecabezas, y la serie novelística del Laberinto mágico, título que sin duda indica tanto una visión del mundo (esto es, la desorientación del hombre en su mundo) como una concepción lúdica de la literatura (el laberinto como imagen que refleja, metaliterariamente, la prosa laberíntica y lúdica de Aub)376. Algo parecido podría decirse de La gallina ciega, libro de memorias titulado a partir de un conocido juego. En la obra aubiana, vida, literatura y juego son, no hay que dudarlo, tres categorías indisociables.

A pesar de la variedad de la ficción lúdica de Max Aub, en estas páginas voy a dedicar mi atención a una sola de sus obras, acaso la que más claramente expresa el interés del escritor por el juego. Me refiero a Juego de cartas, publicada en México circa 1964 por el editor Alejandro Finisterre377.

Este estudio sobre Aub forma parte de un trabajo de mayores dimensiones, todavía   —188→   en preparación, sobre la novela lúdica española desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. El plan global de ese trabajo ha determinado el tipo de preguntas que he formulado a Juego de cartas. En esta presentación contestaré, de modo resumido, a tres de esas preguntas: (I) ¿qué tipo de juego literario se propone en Juego de cartas?; (II) ¿cuál es la poética literaria y la visión del mundo subyacentes en Juego de cartas, y qué luz nos aportan para una lectura global de la obra aubiana?; y (III) ¿cuál es el lugar de Juego de cartas en la historia de la literatura europea en general y española en particular?


I

Juego de cartas es varias cosas a la vez, pero sobre todo dos. Por una parte, es una serie de 106 naipes, divididos en dos barajas francesas, una roja y otra azul, de 52 cartas y un comodín cada una378; por otra, Juego de cartas es también una serie de 106 cartas («cartas» en el sentido de «epístolas») escritas en el reverso de los naipes, cada carta, dirigida a personas concretas (o narratarios, para ser más precisos), está firmada por su «autor» y todas ellas tienen como tema único a un tal Máximo Ballesteros, recientemente fallecido, según se indica. Unas cartas tratan acerca de la causa de la muerte de Ballesteros (suicidio según algunas, homicidio según otras, trombosis coronaria según la del médico); otras, sobre su vida amorosa (mujeriego empedernido según muchas, homosexual según la de un viejo condiscípulo de Ballesteros), y no pocas veces sobre su forma de ser, sus ideas, su actitud ante el mundo, etcétera. No puedo detenerme en el contenido de las cartas en cuestión, descrito por Soldevila y Valcárcel en sus respectivos trabajos, aunque sí diré que con ellas se configura una imagen caleidoscópica de Máximo Ballesteros379.

Aub construyó su Juego de cartas a partir de lo que podría llamarse como discurso de la multiplicidad. «Cartas», lo acabamos de ver, tiene en este Juego de cartas un doble sentido (naipes/epístolas), y lo mismo sucede con el término «juego» (esto es, «ejercicio recreativo sometido a reglas, y en el cual se gana o se pierde», y también «determinado número de cosas relacionadas entre sí y que sirven al mismo   —189→   fin», DRAE)380. Como dije, hay dos barajas, y no una sola, ambivalencia que Max Aub lleva hasta el mismo diseño de los naipes. Porque resulta que en cada uno de ellos se han dibujado los símbolos de la baraja francesa y de la española381; así, las cartas del palo de tréboles pertenecen también al palo de espadas, las de diamantes al de bastos, las de corazones al de copas, y las de picas al de oros; la equivalencia entre ambas barajas no puede ser perfecta, ya que el número de naipes de la baraja francesa, 13 por palo, es superior al de la baraja española, 12 por palo; además, la baraja española carece de comodines; todo ello hace que en Juego de cartas predomine la baraja francesa sobre la española.

En definitiva, y para resumir, diremos que Juego de cartas es un juego en un doble sentido lúdico y wittgeinsteiniano; es decir, en tanto que juego de naipes, lo es en el sentido estrictamente lúdico de la palabra; y en tanto que serie de cartas enviadas a distintos destinatarios, es un juego de lenguaje como los estudiados por Ludwig Wittgenstein. Estas dos dimensiones de Juego de cartas se funden en una sola gracias a la regla que rige el juego, y que está impresa en la funda de las cartas:

Se baraja, corta, reparte una carta a cada persona que toma parte en el juego. La primera, a la derecha del que dio, lee su texto, luego, el siguiente, hasta el último. Después, el primero saca una carta del monte formado por las que quedaron, la lee, y así los demás sucesivamente, hasta acabar con los naipes. Puede variarse el juego dando, desde el principio, dos o tres cartas, a gusto de los jugadores, con la seguridad de que el resultado será siempre diferente. Permite, además, toda clase de solitarios. Gana el que adivine quién fue Máximo Ballesteros.



Estas reglas evidencian que la intención del texto consiste en la multiplicación tanto de los órdenes narrativos como de las lecturas posibles derivadas de dichas ordenaciones. Juego de cartas se acerca mucho al modelo teórico de los textos escribibles propuesto por Roland Barthes en S/Z. Obsérvese que en Juego de cartas es el lector/jugador quien, a su manera, reescribe, en cada partida, el texto. Cada partida tendrá, como resultado de esa múltiple combinatoria, un texto distinto. Como narración, Juego de cartas no se articula ni significa en los términos de la lógica de la acción, algo característico de la mayoría de las narraciones. Juego de cartas, por parafrasear a Barthes, no se lee, se escribe mientras se lee382.

  —190→  

No obstante esta intención del texto, pienso que la regla de formación discursiva propuesta por Aub es poco precisa y muy poco restrictiva. En el caso hipotético de que cada jugador lea sus cartas en voz alta (y digo hipotético, porque Aub no es explícito al respecto), el juego lo ganará aquel jugador que consiga persuadir a los demás de la bondad de su interpretación. No hay una solución única, indicada por Aub, que aclare al final del juego quién fue Máximo Ballesteros, y por lo tanto, qué jugador ha ganado. Según las reglas de Aub, eso lo deciden los jugadores. No hay cartas ganadoras, tampoco hay estrategias de juego posibles (los jugadores se limitan a levantar una carta cada vez). Salgan las cartas en el orden que salgan, serán los jugadores quienes decidirán las combinaciones más adecuadas entre las cartas para elaborar una lectura plausible y potencialmente ganadora. Reglas tan poco restrictivas como las de Juego de cartas seguramente están pensadas para facilitar la libertad imaginativa del lector así como su capacidad creadora. Pero no es éste su efecto. Una rápida ojeada a la combinatoria de este juego aclarará lo dicho hasta ahora.

Consideremos un juego jugado por 4 jugadores; en una partida, a cada uno le corresponderán 26 cartas, sobrando dos, que dejarán en el montón. ¿Cuántos grupos posibles de 26 cartas le pueden tocar a cada jugador? Si aplicamos la fórmula de muestras desordenadas de tamaño r, sin sustitución, tendremos:

Los grupos posibles de 26 cartas por jugador son, por lo tanto, 3,9174 billones de billones. Hay que aclarar que el orden de las cartas no es un factor diferencial; es decir, el jugador podrá ordenar a su gusto las 26 cartas que le toquen. De todos modos, se trata de una cantidad enorme. Pero nótese que el número de interpretaciones posibles es muchísimo menor, y ello por varias razones. En primer lugar, la variación en la distribución de las cartas no afecta, necesariamente, a la interpretación del jugador. Las cartas de Aub son unidades autónomas de sentido; el jugador les dará mayor o menor credibilidad independientemente de su orden en la serie. Distinto sería si, en vez de cartas, tuviéramos frases sueltas; en ese caso, las distintas combinaciones de las frases darían siempre textos radicalmente distintos, algo que no sucede con Juego de cartas. El orden es distinto, cierto, pero no nuestras conclusiones   —191→   acerca de quién fue Máximo Ballesteros. Los jugadores ganarán sólo si establecen lecturas lógicas, exhaustivas, consistentes y no contradictorias, lo cual reduce mucho el ámbito de posibilidades hermenéuticas. Lo mismo sucederá sí un solo jugador decide poner, aleatoriamente, las cartas sobre la mesa. El número total de órdenes de lectura, si disponemos linealmente las cartas sobre una mesa, como si de un libro se tratara, es de 106. Lo cual no implica 106 lecturas distintas, y por las mismas razones que esbocé antes. La variación del orden de lectura no tiene por qué alterar, en esta serie de solitarios, las conclusiones finales del jugador.

Para multiplicar las interpretaciones posibles, es imprescindible asignar un valor exclusivo a cada carta en cada partida. No hay ningún obstáculo que lo impida, ya que un jugador puede jugar distintos juegos con una misma baraja de cartas: bridge, póker, canasta, pinacle, remigio, etcétera, independientemente de que el fabricante (Max Aub y su editor Finisterre en este caso) haya impreso en el estuche las reglas de uno de los posibles juegos que se pueden jugar con la baraja. De aplicarse esta nueva regla a Juego de cartas, el propósito inicial del texto, esto es, el de multiplicar las posibilidades de construcción e interpretación, se vería más plenamente cumplido. Porque, con tal regia, no ganará el jugador que persuada a los otros, sino el que consiga reunir las cartas más valiosas y, por lo tanto, aquéllas que determinan quién es Máximo Ballesteros, independientemente de su plausibilidad racional. Deciden los naipes, no el jugador, quien se limita a construir el orden de lectura y a articular un sistema de valores. Aunque la capacidad decisoria del jugador es menor, sus posibilidades creadoras aumentan, ya que con estas nuevas reglas el jugador no está limitado por la razón ni por la lógica indispensables en todo proceso hermenéutico. El número de lecturas posibles asignando un valor distinto a cada carta (es decir, que no haya dos cartas con el mismo valor) es de 106; como algunas cartas coinciden en sus apreciaciones sobre Máximo Ballesteros, habrá algunas lecturas repetidas, pero no tantas como con las reglas de Aub.

El discurso de la multiplicidad, base como vemos de la construcción retórica y lúdica de Juego de cartas, también hace acto de presencia en el contenido de las mismas cartas. En una carta, su autor sostiene que cada persona es distinta según quien tiene delante (baraja azul, Q de trébol es/espadas); en otra, se insiste en las discrepancias entre lo que uno es para sí y lo que es para los demás:

Mira, hija, uno es como es para sí, no como parece a los demás. Tú no puedes ser para otro, eres lo que se figuran que eres, con mayor o menor conocimiento de causa. Desde el primer día te retratan y a unos apareces según Memling o Durero, a otros según Velázquez o Rubens, a alguno le aparecerás como retratada por Cézanne o Picasso. Ninguno eres tú. A lo sumo dirán: ¡qué parecido! Deja a Máximo en paz si no il te hantera. Dirás que vive uno de fantasmas. Es posible (azul, R a Rufina, 8 de picas/oros).



  —192→  

Los hombres son rompecabezas difíciles de recomponer, se asegura en el 4 de diamantes/bastos de la baraja azul, opinión complementada en el 10 de corazones/copas de la baraja roja, y en el 7 de picas/oros de la baraja azul, cartas en las que se indica la imposibilidad de conocer de verdad a los demás, y la dificultad de unificar en una sola perspectiva las distintas opiniones sobre Máximo Ballesteros. En armonía con esta visión del mundo, en una carta se afirma abiertamente la proteica personalidad de Máximo:

Máximo fue inteligente y tonto, sensible e insensible, agradable y desagradable, silencioso y parlanchín, dulce y agrio, tibio y duro, tranquilo y desasosegado, apacible, alegre y de mala luna, divertido y fastidioso, confiado y desconfiado, ardiente e indiferente, humilde y orgulloso, compasivo y cruel, respetuoso y despreciativo, elegante y ridículo según las horas, los minutos o los segundos y el humor con que se soporta a los demás (roja, as de tréboles/espadas).



Para dificultar más la interpretación de los jugadores/lectores, un buen número de narradores coincide en señalar a Ballesteros como hombre indescifrable, mentiroso, inseguro y misterioso. A ello hay que añadir la catadura moral y personal de los autores de las cartas, en muchos casos antiguas amantes de Máximo, o amigos resentidos, con lo cual el jugador/lector tendrá que andar con tiento a la hora de valorar la fiabilidad de cada carta. Para botón de muestra, la carta Rey de picas/oros de la baraja azul, que, por lo demás, podría ser el marco narrativo de todo el Juego:

¿qué reconcomio le ha entrado a Manuela de querer, a estas alturas, reunir testimonios acerca de Máximo (...)? (...) querer, sin fin posible, reunir testimonios de cómo fue con las demás, me deja estupefacta. Como comprenderás le voy a contar mentiras preciosas. ¿Quién no? (azul, R de picas/oros).



El nivel de la historia refracta, en definitiva, el de la trama, ya que tematiza el discurso de la multiplicidad, que antes vimos constituía la articulación de las 106 cartas. En verdad, Juego de cartas recuerda un poco el sorprendente laberinto de Ts'ui Pên de «El laberinto de senderos que se bifurcan», de Borges. Al igual que ese laberinto borgeano, Juego de cartas nos presenta un laberinto en el espacio (el de una partida determinada) y en el tiempo (la sucesión de varias partidas, esto es, de distintos laberintos construidos con la alteración de un grupo determinado, finito, de relatos). Recordemos las palabras del desdichado Stephen Albert al comentar el laberinto de Ts'ui Pên:

En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên opta -simultáneamente- por todas, Crea así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela (Borges, 111-112).



  —193→  

En cierto sentido, Albert hacia algo más que evocar un remoto laberinto chino; sin saberlo, también describía a su interlocutor y asesino la ficción creada años después por otro constructor de laberintos, Max Aub.




II

Ahora estamos en disposición de responder a la segunda pregunta: ¿cuál es la poética literaria y la visión del mundo subyacentes en Juego de cartas, y qué luz nos aportan para una lectura global de la obra aubiana?

En Juego de cartas, Aub propone una literatura lúdica, metaficcional, que juega consigo misma y que muestra, abiertamente, sus propios códigos de articulación. En Juego de cartas, las reglas del juego refractan y evidencian las reglas inherentes a todo texto literario. Juego de cartas señala hacia su propia textura lingüística al concentrar la atención del lector en los movimientos, los códigos y las reglas del juego. De este modo, Aub se aleja radicalmente de la literatura mimética y sus convenciones, a la vez que destaca metaliterariamente la dimensión artificial de Juego de cartas y, por ende, de toda obra literaria. Jugamos, es decir, aplicamos una serie de códigos y reglas, de la misma manera que interpretamos y construimos textos; ésta es una de las lecciones de Juego de cartas.

Aub subvierte también el paradigma aristotélico del lenguaje, según el cual el lenguaje representa el orden del pensamiento, el cual a su vez representa el orden de las partes constitutivas del mundo. El lenguaje, viene a decirnos Aub en Juego de cartas, no representa un mundo original, primigenio e independiente de la palabra; es el lenguaje el que constituye la realidad, y no al revés. Se diluye así la diferencia entre lo exterior y lo interior, entre el mundo y el sujeto. Máximo Ballesteros es lo que los demás escriben de él. Y de la misma manera que los amigos de Ballesteros lo construyen a éste a través de 106 cartas, nosotros, lectores/jugadores de Juego de cartas, duplicamos esa construcción de Ballesteros al articular, siempre de maneras nuevas y distintas, esas 106 cartas, y proponer en consecuencia nuevas lecturas de Ballesteros. Es una técnica, dicho sea de paso, ya empleada por Galdós en una de sus obras más modernistas, La incógnita, novela en la cual su narrador, Manolo Infante, intenta desvelar una serie de misterios y contradicciones mediante una serie de cartas dirigidas a su amigo Equis X. Análogamente a los «autores» de las cartas de Juego de cartas, Manolo reconstruye las distintas incógnitas que se le plantean y sus hipótesis para resolverlas en las cartas enviadas a su amigo. En futuros estudios debería analizarse la relación intertextual entre ambas novelas, que aquí sólo puedo apuntar y sugerir. Al igual que sucede en esa novela de Pérez Galdós, Aub, al ensenarnos a jugar, nos enseña a ser conscientes de nuestros procesos de percepción y de articulación del mundo que nos rodea. Al fin y al cabo, jugar un juego, o leer un libro, son actos consustanciales a vivir en el mundo.

  —194→  

Nuestro autor siempre gustó de presentar el mundo desde distintas y conflictivas perspectivas. «Un objeto quedará mejor», escribió Torres Campalans en una clara refracción del arte poética de su creador, «si se le retrata simultáneamente desde varios ángulos; el ideal: que se viera desde todos: como Dios lo hizo» (Aub, Jusep 215); semejante tipo de arte requiere, claro está, la activa participación creadora del lector/espectador/jugador. La concepción cubista de la literatura de Aub ha dado como resultado, según han notado otros estudiosos, obras fragmentarias y montadas según las técnicas del collage y de una literatura fundamentalmente dialógica. Juego de cartas expone claramente una actitud característica de Max Aub, consistente en la búsqueda constante de perspectivas, en el rechazo de todo dogmatismo, en el enfrentamiento simultáneo de distintas alternativas. Juego de cartas, en su esquematismo formal y en su simplicidad argumental, muestra con extremada precisión una poética y una visión del mundo que, por añadidura, podrían estudiarse a partir de un concepto acuñado por el filósofo alemán Theodor W. Adorno: me refiero a la dialéctica negativa.

En su Dialéctica negativa, Adorno denunció el exclusivismo de todos los grandes sistemas filosóficos, los cuales tienden a rechazar todo aquello que es ajeno a sí mismos y a dejarse llevar por lo que Adorno llamó el «embrujo de la unidad». Adorno se opuso tanto al individualismo abstracto derivado de las filosofías existenciales, como a las filosofías materialistas en que el individuo se disuelve en lo colectivo. Con el objeto de no caer en el fundamentalismo por el que todas las filosofías se han sentido tentadas, y con el fin también de procurar establecer una tensión armónica entre sujeto e historia, Adorno postuló la adopción de una dialéctica negativa. Según Adorno, es preciso renunciar a la esperanza de totalidad y evitar todo dogmatismo; eso sólo se logrará si se concede prioridad al momento de la antítesis, de la crítica. «Una vez que la dialéctica ha llegado a ser ineludible», escribe Adorno, «no puede encerrarse, como la ontología y la filosofía trascendental, en su principio, no puede ser retenida en la forma de una estructura básica por más modificada que esté. La crítica de la ontología no se hace en nombre de otra» (140). La dialéctica negativa evita toda conceptualización definitiva, y es una resistencia de lo otro contra la identidad, o si se prefiere, contra todas las posiciones filosóficas adoptadas y contra todas las posiciones adoptables. La proliferación de la contradicción y de las alternativas, la renuncia a la unidad y a las explicaciones totales del mundo implican una constante crítica y una reflexión del pensamiento sobre sí mismo; sólo de esa manera podrá el hombre alcanzar su liberación. Para Adorno, el arte es un vehículo ideal para la dialéctica negativa, ya que en vez de conceptualizar su movimiento, lo representa miméticamente.

Y eso es precisamente lo que hace Aub en su obra literaria, y en concreto en Juego de cartas: mimetizar, de un modo no conceptual, la dialéctica negativa postulada   —195→   por Adorno. Un arte lúdico y en libertad: tal podría ser la divisa de la poética y la práctica artística de Max Aub. Y es que el arte de Aub se construye siempre, pero sobre todo en Juego de cartas, a partir de una dialéctica negativa, la cual impide una síntesis y permite el movimiento incesante del pensamiento y de la hermenéutica, siempre alertas y suspicaces ante toda solución presentada como definitiva. Ello lo consigue gracias a unas posibilidades combinatorias de juego que, como vimos, son numéricamente inmensas. En tanto que Juego de cartas brinda al lector el ejercicio de una constante libertad y pluralidad hermenéuticas, podemos decir que plantea un juego dialéctico. Hay en la obra narrativa de Aub una pertinaz resistencia a toda opción única: sus juegos de máscaras, su preferencia por una literatura en la que los personajes, en sus conversaciones o intercambio de cartas, nunca llegan a resolver sus conflictos, la presentación de un personaje desde distintas perspectivas y mediante distintos materiales en un mismo libro (cartas, informes, memorias, trabajos de curso, etcétera) indican, sin dejar lugar a la duda, hasta qué punto Max Aub hizo de la dialéctica una forma de escribir y un modo de ser siempre distinto. No en vano Soldevila ha hablado de la «afirmación por la oposición» (328) a propósito de la narrativa de Aub; ni es una casualidad que E. Irizarry haya escrito, al referirse a las máscaras literarias de Aub, que «se manifiesta una decidida resistencia a aceptar la verdad, tal vez porque la mentira es tan fascinante y la mixtificación refleja la circunstancia humana en un mundo que nunca podemos comprender del todo» (405b). Fiel a una poética literaria manifestada a lo largo de su obra narrativa, Aub enseña al lector a aceptar lo diferente y lo plural, a cuestionar toda verdad que se pretenda única, a no dejarse llevar por el «embrujo de la unidad» de que hablaba Adorno; es decir, alecciona al lector a practicar un talante dialéctico. En Juego de cartas se plantea así una propuesta estética y una lección ética.




III

La literatura moderna, como es bien sabido, ha manifestado desde el siglo XIX en adelante un gran interés por explorar todo lo relacionado con el juego. L. Carroll, S. Mallarmé, J. Joyce, G. Cabrera Infante, J. Cortázar, V. Nabokov, B. Jarnés, J.L. Borges, la generación del 27 (con sus anaglifos, carnuzos y putrefactos) y R. Gómez de la Serna son algunos hitos bien conocidos por quienes han investigado la dimensión lúdica de las letras modernas. Indudablemente, Max Aub participa de esa atracción por el juego, si bien creo que, por lo que hace a Juego de cartas al menos, debemos situarlo en dos contextos determinados.

En primer lugar, Juego de cartas tiene un aire de familia con los experimentos formales llevados a cabo por el grupo Oulipo, el cual nació sólo cuatro años antes de la publicación de nuestra novela. Fundado en 1960 por Raymond Quenau y François le Lionnais, Oulipo contaría pronto entre sus filas con escritores de la talla   —196→   de Ítalo Calvino, Georges Perec y Paul Braffort. La literatura oulipiana consiste en la invención, o reinvención, de restricciones de tipo formal a partir de las cuales se elaboran los textos literarios. Los textos de Oulipo son consecuencias literarias de los axiomas o restricciones formales previamente impuestas. Algunos de los ejemplos más conocidos son la célebre fórmula de Quenau S+7 (sustitución de todos los sustantivos de un texto por el séptimo sustantivo que le sigue en el diccionario), el libro de poemas 100.000 milliards de poèmes (construcción de todos los sonetos posibles a partir de la libre combinación de los versos de un conjunto de 10 sonetos), también de Quenau, y la novela La Disparition (en la que se relata la desaparición de la letra e, formalmente expresada al no emplearse en esta obra ninguna palabra con dicha letra), de Georges Perec (un amplio muestrario de juegos oulipianos en Oulipo, La Bibliothèque Oulipienne, 3 vols.)383.

Los escritores de Oulipo parten de la idea de que todo arte es artificio, y de que las reglas de la literatura tradicional han perdido su antiguo vigor; por ello, hay que renovarlas o crear otras nuevas. Al jugar con los textos a partir de la aplicación de un axioma, el cual sirve bien para generar un texto nuevo, bien para alterar un texto previo, Oulipo revela la duplicidad de todo lenguaje, la potencialidad escondida en cualquier texto. No en vano los miembros de Oulipo han clasificado sus obras de «literatura potencial». Por decirlo con palabras de Harry Mathews,

La lecture potentielle a le charme de faire ressortir la duplicité des textes (...) n'importe quelle prose, si robuste soit-elle dans son apparente unicité, fera preuve de la même fragilité dès qu'on pense à ce que lui apporterait le L.S.D. ou le S+7. Au-delà des mots qu'on lit, d'autres attendent, qui vont ébranter les premiers et peut-être les éclipser (en Oulipo, Atlas, 91).



Y eso es exactamente lo que propone Juego de cartas: la proliferación de todos los textos posibles y de todas las posibilidades hermenéuticas en ellos inscritas a partir de la combinatoria de un número finito de elementos, o texto inicial. Juego de cartas es, con todas sus posibilidades de construcción y manipulación, una brillante y divertida aportación de las letras españolas a la literatura potencial; podría incluso considerarse como una variante del juego llamado «parcours», o «trayecto», definido así por los componentes de Oulipo:

Lorsqu'un texte ou un ensemble de textes est décomposé en éléments (...), il est possible de former un nouveau texte (...) utilisant ces eléments dans un ordre défini par une loi mathématique précise (...). On peut alors laisser au lecteur le choix d'un cheminement, si toutefois le résultat est assuré d'être satisfaisant sur le plan syntaxique, contraintes poétiques de genre rimes, nombre de pieds. etc. (Paul Fornel, en Atlas, 240; vid., 240-242).



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Esto por lo que hace a la filiación de Juego de cartas. Dentro de las letras españolas, la literatura de Aub es un punto de intersección entre la novela realista y la de carácter experimental. En concreto, Juego de cartas anuncia el vigor de la ficción experimental de la narrativa española de los años 60: Juan y Luis Goytisolo, Martín-Santos, Gonzalo Suárez, Juan Benet, José María Guelbenzu y tantos otros autores, en cuyas obras se abandona, como todos sabemos bien, la predominante literatura mimética de años anteriores en favor de otra más experimental y metaliteraria. En este sentido, es curioso notar que, en su Manual de historia de la literatura española (538), Aub destaca a Gonzalo Suárez como al autor español más interesante del momento, escritor que, por cierto, Au conoció en su último viaje a España, según cuenta en La gallina ciega (146). Digo que es curioso porque Gonzalo Suárez ha mostrado siempre una notable atracción por la literatura lúdica; no hay más que acudir a El roedor de Fortimbrás.

Estas técnicas e intereses literarios compartidos por Max Aub y otros escritores afincados en España revela lo fecundo que puede resultar la incorporación de la literatura del exilio a la historia de la literatura española escrita en España. Obviamente, es una tarea urgente, ineludible, la recuperación, la catalogación y el estudio de la producción literaria y artística de los exiliados de 1939. Pero tal vez sea igual de conveniente la paulatina superación de una escisión habitual, y algo siniestra, en las letras de nuestra postguerra. La división entre literatura del exilio y literatura peninsular puede dificultar la comprensión de un fenómeno irreductible, al fin y al cabo, a factores políticos, a aventuras editoriales o a circunstancias personales. En el caso concreto que me ha ocupado, la literatura lúdica y experimental de Aub no se entiende en toda su plenitud si no se enmarca en su contexto literario español y europeo, más allá de los límites que los manuales imponen a los exiliados.




Obras citadas

Adorno, Theodor W. Dialéctica negativa. Trad J.M. Ripalda. Madrid: Taurus, 1975.

Ash, Robert B. Basic Probability Theory. Nueva York: John Wiley and Sons, 1970.

Aub, Max. Antología traducida. México D.F.: Imprenta Universitaria, 1963.

——, Crímenes ejemplares. Prólogo de Eduardo Haro Tecglen. Madrid: Editorial Calambur 1991.

——, El correo de Euclides. Segorbe: Ayuntamiento de Segorbe, 1993.

——, La gallina ciega. Diario español. México D.F.: Editorial Joaquín Mortiz, 1971.

——, Juego de cartas. México D.F.: Alejandro Finisterre, circa 1964.

——, Jusep Torres Campalans. Madrid: Alianza, 1975.

——, Manual de historia de la literatura española. Madrid: Akal, 1974.

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——, Vida y obra de Luis Álvarez Petreña. Barcelona: Seix-Barral, 1971.

Barthes, Roland. S/Z. París: Éditions du Seuil, 1970.

Borges, Jorge Luis. Ficciones. 7ªed. Madrid: Alianza, 1979.

Carreño, Antonio. «Antología traducida de Max Aub: la representación alegórica de la máscara». Actas del Séptimo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Venecia, 25-30 de agosto de 1980, edición de G. Bellini. Vol. I. Roma: Bulzoni, 1982. 281-288.

——, «Las otras más/caras de Max Aub: Antología traducida (II), Ínsula (mayo 1994): 8-10.

Durán, Manuel, y M. A. Safir. «Acerca de Max Aub, Jorge Luis Borges y las biografías imaginarias». La palabra y el hombre. Revista de la Universidad Veracruzana 14 (abril-junio 1975): 62-68.

Huizinga, Jonan. Homo ludens. Trad. E. Ímaz. Madrid: Alianza, 1972.

Irizarry, Estelle. «Cuatro bromas literarias de nuestros tiempos». Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, edición de A. M. Gordon, y E. Ruggs. Toronto: University of Toronto, 1980, pp. 402 405.

Longoria, Francisco A. El arte narrativo de Max Aub. Madrid: Playor, 1977.

Oulipo. Atlas de la littérature potentielle. París: Éditions Gallimard, 1988.

——, La Bibliothèque oulipienne. París: Éditions Ramsay, 1987. 3 vols.

Soldevila Durante, Ignacio. La obra narrativa de Max Aub (1929-1969). Madrid: Gredos, 1973.

Valcárcel, Carmen. «Los juegos y las cartas: aspectos lúdicos en la composición e interpretación de Juego de cartas, de Max Aub», en AA.VV., Paisajes, juego y multilingüismo. Actas del X Simposio Internacional de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Santiago de Compostela, 21-28 octubre de 1994, edición de Darío Villanueva y Fernando Cabo Aseguinolaza. Santiago, Universidad de Santiago de Compostela, 1996, volumen II, pp. 269-288.





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ArribaAbajo«El largo viaje» y «Autobiografía de Federico Sánchez»: la solidaridad y la distinción

John H. Sinnigen. University of Maryland, Baltimore


Nuestros diálogos sobre la literatura del exilio se inscriben en un fin de siglo, un fin de milenio, marcado por la llamada globalización económica, por un continuo ascenso de la derecha política, por la agudización de unos conflictos nacionalistas y por el estancamiento y la desmoralización de casi todo tipo de movimiento progresista y popular. En todo aquello se conforma la condición de la posmodernidad: la casi absoluta hegemonía del gran capital; el fin de las utopías y la fragmentación social. Tal situación contrasta con una fuerza motriz de los libros de Jorge Semprún que vamos a analizar. Aunque desde perspectivas diferentes, Autobiografía de Federico Sánchez y El largo viaje se centran en la experiencia de la militancia de izquierdas, una problemática que debe suponer una estrecha cooperación entre grandes números de individuos dedicados a superar la alienación capitalista en una sociedad fundada en la solidaridad humana. Es decir, son dos textos que versan sobre una experiencia basada en una visión del mundo que se opone radicalmente a las actuales expectativas políticas y sociales.

Evidentemente, en esos textos no es todo solidario, puesto que, más destacadamente en Autobiografía de Federico Sánchez, están presentes el estalinismo, el sectarismo, las interminables discusiones, documentos y querellas internas de los partidos que se definían de vanguardia. Tales prácticas, resumidas en la figura de Santiago Carrillo, son el blanco principal del libro, y la aseveración: «Hay que acabar con los partidos comunistas de la tradición kominterniana» (179) ocupa un lugar central en el texto. Sin embargo, tales críticas llevan consigo la posibilidad de un renovado movimiento revolucionario, una suposición que hoy día pertenece a la utopía de unos años cuando todavía los sueños del 68 se consideraban factibles, y de hecho Autobiografía apareció pocos meses antes del décimo aniversario del mayo francés, cuando los temas planteados en el libro estaban presentes en amplios sectores de la izquierda occidental.

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Quizás tales reflexiones sobre las distancias que hoy día nos separan de estos libros se parecen a aquel discurso de los excombatientes tan enérgicamente repudiado por Semprún. Pero no es menos cierto que el mismo autor tampoco se libra de ese apego a los tiempos pasados; si no fuese así, no se habría dedicado tan asiduamente a relatar su obsesión con la memoria (Küster). Además, junto con una reflexión sobre la nostalgia, en nuestro reencuentro con estos textos hay también una indagación en ciertos modos de representar la persistencia de estructuras jerárquicas que no han hecho más que exacerbarse en los últimos 20 años384.

Los dos libros se prestan a una comparación, ya que los dos tienen varios elementos estructurales y temáticos en común. Ambos son relatos autobiográficos en los que se representa una cadena de asociaciones. Dicha cadena supone una serie de continuos desplazamientos en el espacio y, sobre todo, en el tiempo. El movimiento en el espacio traza un mapa de la experiencia del exilio del autor, desde Santander hasta Moscú, pasando por el sur de Francia, París, Weimar, Praga, Nueva York y La Habana, entre otros. También se incluyen sus regresos a España, tanto en plena época franquista como después de la muerte del dictador. Por su parte, el movimiento en el tiempo marca las distancias entre momentos determinantes en la experiencia sempruniana del exilio -el viaje a Buchenwald y su expulsión del PCE- y, por medio de repetidos saltos hacia atrás y adelante, se destacan unos recuerdos y unas proyecciones que llegan hasta el momento de escribir. En total, se trata de unos 46 años -desde 1930 hasta 1976- de la historia occidental, marcados por la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, la Revolución Cubana, la muerte de Franco y el comienzo del declive de la izquierda385. En los dos hay juegos narrativos en que se divide la voz y la presencia del protagonista/narrador. Es decir, son textos en que se representa un continuo movimiento entre, entre lugares, entre presentes, pasados y futuros, entre diversos grupos de personajes y entre culturas.

En cuanto a su temática, las dos obras son reflexiones sobre una experiencia individual de la militancia en el exilio. El largo viaje se estructura alrededor de los recuerdos de un dirigente comunista sobre su experiencia en el maquis francés y en el campo de concentración; Autobiografía de Federico Sánchez es la crítica de un ex-dirigente comunista sobre su experiencia en el partido. En los dos se destaca la voz del militante y sus relaciones con una diversidad de personajes. Esas relaciones están fuertemente marcadas, de un lado, por la necesidad de la solidaridad y, del otro, por un sentido de superioridad.

En nuestro análisis de las relaciones entre las manifestaciones de la solidaridad y la superioridad nos servimos de algunos conceptos del sociólogo Pierre Bourdieu,   —201→   concretamente los diversos tipos de capital que describe y la distinción. En el esquema de Bourdieu hay cuatro tipos de capital: el capital económico (e.g. el dinero); el capital cultural (e.g. los gustos, el lenguaje, la educación); el capital social (e.g. las relaciones personales) y el capital simbólico (e.g. el prestigio). Las personas que se desenvuelven en diferentes «campos» (e.g. el campo literario, el campo político) procuran acumular tantos capitales específicos como puedan de ese campo; su nivel de acumulación se manifiesta sobre todo en el capital simbólico, puesto que el prestigio confiere un mayor valor a los otros tipos de capital, al mismo tiempo que facilita la continua adquisición de ellos. En cuanto al concepto de la distinción, Bourdieu lo explica a través de un largo libro con ese mismo título que versa sobre el arte con un énfasis en la función del gusto: «El gusto clasifica, y clasifica al clasificador», según Bourdieu (6; traducción nuestra)386. Es decir, el gusto funciona para diferenciar -distinguir- entre los individuos provenientes de diversas fracciones de las clases sociales, y el «buen gusto» es la señal de la «nobleza cultural» (2).

Estos conceptos, sobre todo los del capital cultural y la distinción del gusto, darán el marco en que analizamos las tensiones entre el sentimiento de solidaridad y las expresiones de la superioridad en El largo viaje y Autobiografía de Federico Sánchez.


El largo viaje

La novela comienza con la representación de una unión entre el narrador y aquel chico de Semur que es su compañero de viaje e interlocutor. Esa identificación entre los dos se mantiene en medio de los otros 118 detenidos anónimos en el vagón del tren que va hacia un campo de concentración y también frente a lo desconocido que está fuera de él. El diálogo sirve para distraerse, para evocar recuerdos y proyecciones hacia el futuro, para ayudarse y para solidarizarse contra el enemigo, sean los alemanes, sea el colaborador cobarde que se encuentra entre ellos. Cuando éste habla, los dos se ríen de su cobardía ante los alemanes, y el chico de Semur le amenaza: «Ya vale... Ten cuidado de no hacerte cortar otra cosa, los cojones en rodajas, se te van a cortar» (31)387. El cobarde se calla, y se afirman la validez y la virilidad de la resistencia contra el enemigo; es decir, hay que tener cojones como los tienen los maquis y no acobardarse «afeminadamente» tal como hace el colaborador.

Pero el chico de Semur es también un vehículo para resaltar la superioridad cultural del narrador. Durante el paso del tren por el valle del Mosela, el chico habla   —202→   del vino de aquella región; el narrador, en cambio, medita sobre la filosofía y la literatura, sobre Giraudoux, Hegel y Lukács. Para el chico, el Mosela evoca un vino, mientras que para el narrador se asocia más bien con Tréveris, el lugar del nacimiento de Marx, y con las referencias al Mosela en las obras de éste (41-42). Algo que para el chico es un hecho cotidiano relacionado con la naturaleza, viene a ser en el lenguaje del narrador un objeto del conocimiento filosófico y político. Aunque el narrador puede probar el vino, el chico, en cambio, está excluido del terreno cultural, del conocimiento de la biografía y el pensamiento de Marx. En fin, para este joven, «hijo de campesinos más bien acomodados» que tiene «una idea muy sencilla, muy práctica... de las cosas» (23), el narrador es «muy complicado» (19). De modo que la solidaridad con el chico de Semur es, por un lado, un modo de asignarle al protagonista el valor moral de la resistencia, sencilla y masculina, contra el enemigo. Además, dentro de un esquema marxista -o cristiano, por ejemplo- la solidaridad de un intelectual con un campesino está bien vista y, por tanto, en tales grupos contribuye al capital social del intelectual. Pero, por otro lado, el narrador hace alarde de un capital cultural -los nombres de tantos autores, tantos libros- que le distingue del hijo de campesinos; emplea dicho capital cultural para atribuirse una comprensión más compleja de la realidad, y de esa visión más compleja se desprende una imagen de superioridad, de más prestigio, de mayor capital simbólico.

La solidaridad también se articula con la superioridad en la relación entre el narrador y los alemanes. El narrador sabe alemán, y su polilingüismo le distingue de la mayoría de los presos. Para el chico de Semur, por ejemplo, los alemanes son todos «boches». La visión del protagonista, en cambio, no es tan maniquea. Para él, por un lado los alemanes son los SS, pero, por otro, también son Marx y su obra (una «amiga de la infancia») [42; traducción mía], y Hans, el judío alemán que peleó con él en la resistencia francesa, y el ingenuo guardia de la cárcel de Auxerre. El protagonista dialoga con este soldado alemán, parafraseando y traduciendo algunos fragmentos de la conversación para el bien del lector que no sabe alemán. Resulta que el narrador conoce mejor que el soldado la historia y la alta cultura de su propio país: «No sólo leo a Hegel sino que hasta hablo con un soldado alemán, en la prisión de Auxerre. Es mucho más difícil hablar con un soldado alemán que leer a Hegel. Sobre todo hablarle de cosas sencillas, de la vida y la muerte, de por qué vivir y morir» (50). Toda su reflexión sobre esta conversación está marcada por la relación dialéctica hegeliana entre la necesidad y la libertad, una abstracción que está más allá del alcance del guardia. El protagonista siente cierta simpatía hacia este soldado, «que ha estado parado prácticamente toda su vida hasta el momento en que el nazismo volvió a poner en marcha la maquinaria industrial de la remilitarización» (54) y que, además, le regala cigarros. En un gesto típicamente marxista, el narrador manifiesta una solidaridad a través de las lenguas, las naciones y las   —203→   culturas, incluso con un soldado enemigo retratado como otra víctima del sistema. Pero al mismo tiempo, en otro gesto característico de un intelectual, aquella solidaridad que cruza fronteras y las rejas de la prisión es un medio de manifestar la mayor acumulación de capital cultural, es decir, la superioridad, el prestigio de la voz que relata y controla.




Autobiografía de Federico Sánchez

Una visión ya más critica de la militancia se expresa en El desvanecimiento y en La segunda muerte de Ramón Mercader, pero nunca tan plenamente como es el caso de Autobiografía de Federico Sánchez. Aquí el narrador despliega un enorme capital social y cultural por medio de una larga lista de nombres destacados del mundo de la política y de la cultura, además de un inventario de lugares visitados. La literatura desempeña un papel relevante por medio de los nombres de Kleist, Proust, Bécquer y Darío, de la amistad con Juan Goytisolo y Gabriel Celaya y de la producción literaria del mismo Semprún. Se refiere al pensamiento político europeo de izquierdas, positivamente, con los nombres de Rossana Rossanda, K.S. Karol y Ralph Milliband, y negativamente con el de Althusser. Finalmente, está presente el cine en las figuras de Simone Signoret, Alain Resnais, Yves Montand y Costa Gavras.

En cuanto a los lugares, el texto presenta un vertiginoso movimiento entre distinguidas ciudades europeas y americanas -Praga, París, Roma, Barcelona, San Sebastián, Nueva York, La Habana- y también en precisos recorridos por las calles de Madrid durante el tiempo del trabajo clandestino de Federico Sánchez. En parte todas estas referencias a personas y lugares sirven para darle mayor veracidad y validez a lo que se relata, puesto que tanto detalle y tanto testigo deben ser evidencia para apoyar la historia. Pero, por otra parte, son nuevamente una manifestación del enorme capital cultural adquirido por el narrador, que le faculta para juzgar a sus enemigos desde una postura de superioridad, ya que ninguno de ellos posee el mismo capital.

Semprún explica, predica y condena ostentosamente a lo largo de todo el texto. Es el historiador del PCE quien reconstruye algunos momentos polémicos; es el analista político que relee y explica documentos y sucesos; es el teórico literario que analiza sus propias obras y se mofa de la semiología; es el arrepentido quien enjuicia a los que aún no han reconocido su propio error; es el escritor posmoderno que emplea hábilmente varios gestos metaficcionales (la relación entre Narrador y Personaje, los juegos pronominales, las yuxtaposiciones de diversos géneros)388. Semprún claramente sabe manejar una serie de temas y técnicas que estaban de moda y hace alarde de ello. Además, se enfrenta al «complejo de los orígenes sociales»   —204→   (25) al afirmar orgullosamente su procedencia burguesa: ante la típica acusación marxizante contra el intelectual pequeño-burgués, insiste en que él es un «gran burgués; todavía hay clases» (136). Critica el «mal gusto pueblerino» de la edición hecha por el partido de un libro de poesía (146) y a Fidel Castro por ser un «caudillo popular y populista» (165). Y, en unos párrafos que recuerdan La rebelión de las masas, repudia «desesperado, los centenares de toldos, los cientos de familias, de tortillas de patata, de botellas de pepsi-cola y de tri-naranjus, las centenas de niños gorditos y gritones» que en 1975 se encontraban en la añorada playa de Lekeitio de sus recuerdos y que contrastan con las lujosas imágenes de tu privilegiada memoria de niño rico» (329), una memoria marcada por el prestigio de un Buick, el palacio de verano de la Emperatriz Zita y una madre glorificada (305). Incluso cuando se acuerda cariñosamente de «la fraternidad comunista» (179), un eco lejano de las afirmaciones de la solidaridad en El largo viaje, termina rechazando «tanta estupidez, tanta pobreza intelectual, tanto servilismo» (181). Poseedor desde la infancia de un rico caudal de capital económico y cultural, Semprún se encuentra ya por encima de la necesidad de compartir experiencias y esperanzas con los que carecen de él.

El problema de las relaciones entre los intelectuales de izquierdas y los movimientos populares con los que se identifican se remonta al menos hasta Marx y Engels. En el Manifiesto Comunista éstos sostienen que en el camino hacia el socialismo los obreros tendrán el apoyo de unos cuantos intelectuales burgueses que reconocen en el proletariado la fuerza motriz del progreso (25). Claro está que entre esos intelectuales burgueses se deben encontrar los mismos autores del Manifiesto, ya que de algún modo se tenían que incluir en el relato que escribían. A lo largo de la historia del movimiento socialista, las profundas diferencias que subyacían a esta aparentemente sencilla identificación entre intelectuales y obreros se han plasmado en las jerarquías de sindicatos y partidos y en los Estados del llamado socialismo real. En la obra de Semprún, la representación de la superioridad, de la distinción del autor frente a los demás, siempre presente, se repite estrepitosamente en Federico Sánchez se despide de ustedes, el relato, publicado en 1993, de las experiencias de Semprún como Ministro de Cultura389. La distinción salta a la vista en la primera página de este libro al describir el narrador su casa ministerial en la aristocrática calle de Alfonso XI, la misma donde residía en su niñez. Se mueve entre esa casa, el Hotel Palace, el Ministerio de Cultura y la Moncloa, y sus interlocutores son Javier Solana, Felipe González y Alfonso Guerra, el malo de esta película. La única   —205→   identificación con algún movimiento popular está en el seudónimo nostálgicamente incluido en el título. Todo lo demás son política e intrigas individualistas de alta esfera. ¿Una señal de la edad? ¿Una señal de los tiempos? De todas formas, en este libro se marca un extremo en la representación de las dualidades de la solidaridad y la distinción que hemos analizado en El largo viaje y Autobiografía de Federico Sánchez, puesto que en Federico Sánchez se despide de ustedes y en su entorno parecería que la solidaridad es un concepto ya tan pasado de moda que -¿quién sabe?- pronto podría aparecer en los diccionarios como un arcaísmo.




Obras citadas

Bourdieu, Pierre. Distinction, traducción de Richard Nice. Cambridge: Harvard University, Press, 1984.

——, La distinction. París: Minuit, 1979.

Küster, Lutz. Obsession der Erinnerung. Frankfurt: Vervuert, 1989.

Marx, Karl y Engels, Frederick. The Communist Manifiesto. Nueva York: Pathfinder, 1970.

Sinnigen, Jack. Narrativa e ideología. Madrid: Nuestra Cultura, 1982.

Semprún, Jorge. Autobiografía de Federico Sánchez. Barcelona: Planeta, 1977.

——, El desvanecimiento, traducción de Javier Albiñana. Barcelona: Planeta, 1979.

——, La escritura o la vida, traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Tusquets, 1995.

——, Federico Sánchez se despide de ustedes. Barcelona: Tusquets, 1993.

——, Le grand voyage. París: Gallimard, 1963.

——, El largo viaje, traducción de Jacqueline y Rafael Conte. Barcelona: Seix Barral, 1976.

——, La segunda muerte de Ramón Mercader, traducción de Eduardo Gudiño Kieffer. Caracas: Tiempo Nuevo, 1970, segunda edición.

Valis, Noël. «Reader Exile and the Text: Jorge Semprún's Autobiografía de Federico Sánchez». Monographic Review, 2 (1986): 174-88.