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ArribaAbajoLa poesía del interior de España vista desde el exilio mexicano (1939-1959)

James Valender. El Colegio de México


El tema anunciado en el título del presente trabajo es muy complejo y, desde luego, de ser estudiado a fondo, rebasaría con mucho las posibilidades de una sola ponencia. En lo que sigue no pretendo más que caracterizar, en términos muy generales, la curva que, durante el lapso señalado, traza la recepción de la poesía peninsular de postguerra entre los intelectuales políticamente más comprometidos del exilio español en México (que de hecho ha venido a constituir hasta ahora algo así como la versión canónica de los hechos), para luego demostrar la existencia simultánea de varias lecturas muy distintas, e incluso opuestas, cuyo testimonio también habría que tomar en cuenta si se quiere formar una idea justa y equilibrada del diálogo contradictorio que se dio entonces entre el exilio y el interior.


1. La versión canónica (1939-1957)

Puesto que, a lo largo de la guerra civil, la causa del Gobierno de la República Española fue concebida, sobre todo, como una defensa de valores culturales y humanos primordiales, entonces acosados y atacados por las fuerzas del fascismo nacional e internacional, resulta muy natural el que, tras la derrota militar y ya exiliados, los mismos republicanos volvieran a conceder la máxima importancia a la cuestión de la cultura nacional. Para la mayoría de los intelectuales exiliados era un deber urgente denunciar ante el mundo la terrible injusticia y represión que se vivía bajo la dictadura de Franco, para intentar así presionar a la comunidad internacional a intervenir a favor de la República Española; pero también lo era asegurar, con su obra y su ejemplo, la continuidad de la gran tradición cultural española, de la que ellos, los exiliados, se sentían los verdaderos y únicos depositarios. Cabe señalar que esta idea de haberse quedado a cargo de una misión salvadora se reitera una y otra vez en las revistas editadas en México por los republicanos. La encontramos en 1940, en España Peregrina, el órgano de la junta de Cultura Española; en   —410→   1944 reaparece, si bien en un contexto menos combativo, en el boletín de suscripción de la revista Litoral; la volvemos a encontrar, dos años más tarde, en el editorial del primer número de Las Españas; e incluso en Ultramar, una revista cuyo primer y único número salió publicado en junio de 1947, todavía hay claros indicios de la perduración de la misma postura. José Ramón Arana y Manuel Andújar, los directores de Las Españas, fueron especialmente categóricos al respecto: «España, ahí no tiene voz», afirmaron, por ejemplo, refiriéndose desde luego a la España de Franco. «No puede tenerla mientras el crimen y el desafuero suplanten a la ley: mientras el derecho y la dignidad de los hombres sean pisoteados; mientras la barbarie clerical y castrense disponga a su antojo de haciendas y vidas. Pero España puede y debe tener voz más allá de sus fronteras; donde quiera que haya un núcleo de españoles viviendo en libertad»746.

En el contexto de la presente discusión es importante subrayar la existencia de esta voluntad salvadora (que de hecho constituía la razón de ser de muchos exiliados); y lo es, sobre todo, por las presuposiciones en que dicha afirmación se apoyaba con respecto a la vida cultural del interior. Es decir, si los exiliados se consideraban los únicos posibles continuadores de la cultura nacional, era porque estaban seguros de la absoluta imposibilidad de que algo positivo, literaria y artísticamente hablando, pudiera salir de la España de Franco. Este prejuicio, desde luego, determinaba en gran medida las opiniones nada favorables que expresaban sobre los pocos ejemplos de la poesía nueva que les llegaban desde España durante estos primeros años (es decir, hasta 1947). Aunque dicho esto, hay que reconocer que, en general, el panorama poético que ofrecía España en ese momento era bastante desolador y resulta muy natural, por lo tanto, que la consulta de las publicaciones provenientes de la península (en aquellos casos en que se hacía) sólo les haya servido a los exiliados para confirmarles en sus antiguas convicciones. Por otra parte, la lamentable muerte de Miguel Hernández, fallecido en una cárcel franquista en 1942, también sirvió para confirmarles en sus suposiciones sobre la violenta represión que en España sufriría cualquier voz de protesta747.

En cuanto a referencias concretas a los poetas del nuevo régimen, en este primer   —411→   periodo éstas suelen tomar la forma de notas satíricas, de signo predominantemente político. Modelo de esta actitud es el artículo «Como un solo poeta», publicado en España Peregrina por Juan Larrea, quien, después de señalar la identificación de la mayoría de los poetas españoles con la causa republicana, hace una crítica feroz a Manuel Machado y a Gerardo Diego, incorporados ambos al régimen de Franco748. Originalmente escrito en 1938, la reaparición de este texto en las páginas de España Peregrina demostró así la plena vigencia, en este momento del exilio, de la misma politización de la cultura que había prevalecido durante la guerra civil. Otros poetas franquistas (y figuras importantes del nuevo régimen) que cayeron víctimas del mismo fervor político e ideológico de los redactores de España Peregrina fueron José María Pemán, Adriano del Valle, Dionisio Ridruejo y Eugenio D'Ors749.

En 1943, al escribir un trabajo precisamente sobre «La actual poesía española», Francisco Giner de los Ríos se apoyó en el mismo esquema valorativo que Larrea, llegando, al igual que el escritor vasco, a formular una crítica muy fuerte en contra de los «traidores», y sobre todo en contra de Gerardo Diego y Manuel Machado. Sin embargo, leído con cuidado, este texto, que se publicó en Cuadernos Americanos, también acusa un ligero cambio de énfasis, no sé si producto del tiempo o del temperamento de su autor (o tal vez de ambas cosas), que es importante asimismo señalar. Y es que por primera vez en el exilio mexicano, según creo, se reconoce la posibilidad de que pudieran existir en la España de Franco poetas e intelectuales que no estuvieran identificados con el régimen. «¿Qué se ha hecho de los buenos, realmente buenos, poetas del otro lado?», se pregunta Giner. «¿Dónde están Rosales, los Panero, Vivanco y Palacios?». En un momento en que España vivía aislada por completo del resto del mundo, era sumamente difícil, por no decir imposible, enterarse, desde México, de la trayectoria de todos los antiguos amigos de oficio. Pero, como insinúa Giner, no había por que suponer, por principio, que todos hubieran claudicado ante el nuevo régimen. Desde luego, de existir, estos poetas disidentes tendrían que mantenerse callados, a riesgo de morir, como Hernández,   —412→   en la cárcel. Pero sí había que contar con la posibilidad de su existencia. Y de ahí las dos vertientes que, según Giner, ofrecía el panorama de la poesía española en 1943:

Silencio salvador, o adulación y artificio. Nunca poesía ni verdad. En nada de lo poco llegado de allí hay ese temblor, ese misterio que denuncia enseguida a la poesía. El clima no da para ello, ni el poeta o los poetas pueden encontrarse en el aire que les brinda el franquismo. De ahí ese panorama desolador de la poesía española del imperio; de ahí que agonice lentamente en sacristías, cuartos de banderas y plazas de toros. Sobre sus notas típicas, la sonrisa de Franco resplandece750.



Si bien el panorama visible, de «adulación y artificio», viene a ser el mismo que denunciaran los colaboradores de España Peregrina, el breve reconocimiento de la existencia de otro panorama invisible, de un «silencio salvador», sí abre una perspectiva nueva, que con el tiempo cobrará cada vez mayor importancia.

Por lo pronto, en 1944 se editaron en España dos libros de poesía que parecían indicar el inicio de cierta recuperación literaria: Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre, e Hijos de la ira, de Dámaso Alonso. Sin embargo, a juzgar por las reseñas que salieron publicadas en 1947, en Las Españas y Ultramar, ni siquiera libros de esta calidad podían vencer los prejuicios con que los críticos del exilio se asomaban entonces a cualquier expresión cultural proveniente del interior. Si bien María Dolores Arana, escribiendo en Las Españas, criticó a Aleixandre el que su poesía no estuviera más sensible a los problemas de la realidad social inmediata, Adolfo Sánchez Vázquez, redactor de Ultramar, le echó en cara a Alonso el que, al retratar esta realidad social, el poeta no asumiera una postura más combativa, más esperanzada751. Son dos críticas ligeramente distintas entre sí, pero en las que se veía claramente reflejada una misma exigencia de que en su obra el poeta asumiera una actitud más responsable frente al momento histórico en que vivía; una actitud que la situación política del país, desde luego, no permitía.

Sombra del paraíso e Hijos de la ira fueron los primeros libros de poesía de la postguerra española en ser reseñados de manera concienzuda por los exiliados en México y ambas reprobaron el examen; si tomamos en cuenta las arraigadas presuposiciones que los críticos republicanos tenían acerca del papel que un intelectual del interior debería desempeñar, así como de la imposibilidad de que dicho intelectual efectivamente lo desempeñara, vemos que se trataba, además, de un examen   —413→   que los dos libros en cuestión difícilmente hubieran podido aprobar. Es decir, las dos reseñas confirman que, todavía en 1947, entre la mayoría de los intelectuales exiliados en México, seguía vigente el mismo prejuicio de superioridad ideológica y cultural que expresara León Felipe en 1939, cuando, dirigiéndose a la España franquista en un fragmento de su Español del éxodo y del llanto, escribió los famosos versos:


Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡Mudo!
¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?752



Lo que, con el tiempo, obligó a los intelectuales del exilio a asumir una visión menos exaltada del papel que les correspondía en el trabajo de salvaguardar la cultura nacional fue, antes que nada, la aparición en España de organizaciones clandestinas antifranquistas. Cabe destacar, en este sentido, la creación en diciembre de 1944, en el interior de España, de la Unión de Intelectuales Libres. La noticia de la existencia de esta agrupación, que empezó a darse a conocer en México en el curso de 1946, se convirtió en seguida en motivo de nuevas esperanzas: la lucha en el interior del país a lo mejor no estaba del todo perdida. Pero, en la misma medida, la noticia también fue motivo para que los intelectuales exiliados reconsideraran su papel como tales. Sobre la comunicación efectivamente realizada en ese momento entre los de afuera y los de dentro, existen, hasta ahora, pocos datos753. Sea como fuere, a partir de esta fecha, se empezó a registrarse entre los intelectuales exiliados en México un cambio de perspectiva, que si bien casi imperceptible al principio, con el tiempo llevaría, si no a importantes proyectos de colaboración con los intelectuales del interior, al menos a una mayor disposición por parte de los exiliados a aceptar la posibilidad de que no todo estuviera muerto, intelectualmente hablando, en España. Cambio reforzado, por otra parte, por el surgimiento, en España, en el curso de los años 50, de una importante corriente de poesía social, encabezada por figuras como Eugenio de Nora,   —414→   Gabriel Celaya, Blas de Otero, Victoriano Crémer y Ángela Figuera Aymerich.

Con todo, el reconocimiento dado a estos poetas nuevos no fue ni inmediato ni generalizado. En los primeros años los más empeñados, en México, en querer resaltar la importancia de esta nueva corriente poética fueron los escritores agrupados alrededor de la revista Las Españas (1946-1956). Convencidos como estaban, ya desde 1948, de la necesidad de reconocer que la emigración republicana había perdido «su papel de minoría dirigente», estos escritores tenían todas sus esperanzas puestas en las iniciativas que iban tomando las nuevas generaciones disidentes surgidas en España754. En cambio, aquellos otros identificados con Nuestro Tiempo (1949-1953), el órgano del Partido Comunista de España en México, asumieron una actitud reservada y distante. Durante los cuatro años que duró esta revista, la atención prestada a los nuevos poetas de la península fue, de hecho, casi nula: no reseñaron ninguna de sus obras, ni tampoco reprodujeron poemas suyos. Excepcionalmente, en el artículo titulado «Una nueva generación intelectual», reconocieron que en España no todo seguía igual que en 1939; pero, con todo, su actitud, motivada casi exclusivamente por consideraciones políticas, era más bien de recelo. En términos concretos, se ve que los comunistas del exilio temían no poder ejercer control político y partidista sobre las nuevas fuerzas antifranquistas que estaban surgiendo entonces en España. Según los redactores de Nuestro Tiempo (siguiendo en estas cuestiones una consigna ya formulada por La Pasionaria), no convenía en absoluto sumarse ciegamente a cualquier iniciativa que este nuevo movimiento de protesta tomara: si había que «llegar urgentemente hasta estos jóvenes», era, según los redactores de Nuestro Tiempo, con el fin de «llevar hasta ellos la orientación justa y necesaria que dé cimientos ideológicos claros a su labor creadora, que abra ante ellos las perspectivas históricas y de trabajo que en forma apremiante necesitan»755. Es decir, la nueva poesía social (como otras expresiones literarias de los escritores antifranquistas del interior) cayó víctima del sectarismo y de la voluntad de protagonismo político que seguían caracterizando a una parte influyente de la emigración republicana. O mejor dicho (sobre todo si se pretende ver el problema en un contexto más amplio): cayó víctima de la Guerra Fría en que éstas y otras políticas asumidas por el Partido Comunista se inscribían.

Poco a poco, y a pesar de todo, la voluntad de diálogo y apertura propuesta por   —415→   Las Españas fue ganando terreno y podemos decir que, ya para 1956, hasta los más recalcitrantes de los intelectuales republicanos llegaron, por fin, a la conclusión de que la nueva poesía social del interior sí era una poesía digna de ser apoyada. En ese año, tanto en Las Españas como en el nuevo Boletín informativo de la Unión de intelectual Españoles en México (que acogió, por cierto, a un buen número de los comunistas que antes colaboraban en Nuestro Tiempo), se prestó una atención amplia y sumamente elogiosa a la obra más reciente de varios de los nuevos poetas756; en la revista Ideas de México, Max Aub dio a conocer una nutrida antología de poemas de diecinueve de ellos757; y por si todo esto fuera poco, ese mismo verano, el propio Aub dio una serie de conferencias sobre «Una nueva poesía española (1950-1955)» en el Ateneo Español de México; conferencias que, tras su reproducción parcial en el Boletín, se verían publicadas en forma de libro en 1957, bajo el título de Una nueva poesía española (1950-1955). Acontecimientos, todos ellos, que presuponían la decisión de la mayoría de los exiliados (y ya no tan sólo de una parte de ellos) de renunciar, por fin, a su supuesto protagonismo político e intelectual en relación con los intelectuales del interior.

En México observamos así, a partir de 1956, una acogida cada vez más cálida y entusiasta brindada a la nueva poesía social proveniente de la península; una acogida fervorosa que culminó en el famoso prólogo que escribió León Felipe para la publicación en México, en 1958, del libro Belleza cruel de Ángela Figuera Aymerich. Ahí, en un gesto en cierta forma ritual, el poeta desterrado se desdijo públicamente de todo lo que había afirmado tan temerariamente en 1939. «Fue éste -confesó- un triste reparto caprichoso que yo hice, entonces, dolorido, para consolarme. Ahora estoy avergonzado. Yo no me llevé la canción. Nosotros no nos llevamos la canción. Tal vez era lo único que no nos podríamos llevar: la canción, la canción de la tierra, la canción que nace de la tierra, la canción inalienable de la tierra. Y nosotros, los españoles del éxodo y del viento... ¡ya no teníamos tierra!». Según esta nueva versión de la historia, los exiliados habían fracasado, inevitablemente, en   —416→   su deber; pero, por fortuna, en el interior de España estaba surgiendo una nueva generación que sí estaba cumpliendo cabalmente con su responsabilidad: «Esa voz, esas voces...» concluyó León Felipe, «Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, [Leopoldo] de Luis, Ángela Figuera Aymerich... los que os quedásteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción»758.

Se hizo reconocimiento explícito así, por si persistiera cualquier duda al respecto, de que la antorcha de la poesía española había pasado definitivamente de manos de los desterrados a manos de la nueva generación de poetas del interior.




2. Otras lecturas (1939-1959)

Queda resumido así, en términos generales, la evolución del pensamiento, hacia el interior, de los exiliados que podríamos llamar «ortodoxos». Desde luego, no fue un bloque totalmente homogéneo; hubo importantes desajustes entre la actitud de unos y de otros; pero desajustes debidos casi siempre a la respectiva rapidez y lentitud con que un mismo pensamiento evolucionaba en cada uno de ellos. El grupo de Las Españas, por ejemplo, se adelantó a otros en reconocer la necesidad de entablar el diálogo con el interior, y alguno de sus colaboradores incluso llegó a censurar la actitud recalcitrante de otros intelectuales, como los comunistas, que seguían guiándose ciegamente por sus prejuicios o por sus intereses partidistas. «Hacer tabla rasa con todos -escribió Manuel Bonilla Baggetto-, por interés de demostrar que nada queda sano ni de valor [en España], puede ser conveniencia política, pero nunca auténtica crítica literaria»759. Palabras muy certeras; pero el hecho es que, al pasar, finalmente, a celebrar la nueva poesía social del interior, los críticos del exilio, en realidad, no hicieron más que cambiar un prejuicio por otro: en casi todos los casos siguieron confundiendo bondad literaria con la expresión de cierta actitud ideológica: lo único que había cambiado era su disposición para aceptar que dicha actitud pudiera existir y expresarse en la España de Franco. Es decir, más que en una lectura en sí de la poesía nueva, los comentarios de los críticos exiliados consistían, en los años 50 lo mismo que en los años 40, en un simple rechazo o aprobación de la voluntad política con que suponían que tal o cual poeta había escrito sus poemas.   —417→   De ahí la falta de interés, en general, en discriminar entre un poeta y otro, así como entre una obra y otra de un mismo escritor, con tal de que fuera antifranquista. De ahí también las contradicciones, por ejemplo, de un Max Aub, quien, en 1948, había dedicado un número entero de su revista Sala de Espera a celebrar la aparición en España de una poesía «soterrada» y, sobre todo, a divulgar los poemas de Pueblo cautivo, libro que circulaba entonces en España de manera clandestina y anónima760; y quien, unos seis años más tarde, al publicar su libro sobre La poesía española contemporánea, había expresado bastante reserva acerca de la nueva promoción de poetas del interior de la que el autor de Pueblo cautivo formaría parte: Hijos de la ira, a fin de cuentas, le parecía «el único libro español de poesía que vale la pena de los publicados allá»761. Contradicción muy curiosa y que volverla a darse (aunque en sentido contrario), en 1956, al convertirse Aub en el principal aliado y divulgador en México de estas voces disidentes del interior. Y, claro, no es que de 1954 a 1956 la poesía del interior hubiera sufrido un cambio notable: lo que sí había tomado un giro distinto en ese breve lapso era la percepción que el crítico tenía del movimiento antifranquista en que creía que dicha poesía se insertaba. En fin, por todo lo dicho, se puede concluir que se trataba de una lectura (la de los críticos mencionados) en la que, en general, las consideraciones estrictamente literarias no contaban para mucho. En su libro sobre Una nueva poesía española (1950-1955), Max Aub fue muy explícito al respecto. Refiriéndose a los poetas sociales confesó: «Lo que en ellos, para mí, cuenta es España, la que defienden»762.

Ésta fue la versión oficial y la más reiterada, pero ¿fue la actitud de todos? Lo curioso del caso es que los criterios en que se apoyaron los críticos del exilio a la hora de defender, la poesía social del interior (o de fustigar toda expresión poética que no se ajustara a ella), de ninguna manera correspondían a los criterios implícitos en la obra que muchos de los poetas más importantes del exilio llevaban tiempo escribiendo. Si bien es cierto que en los primeros años del exilio era muy frecuente que los poetas republicanos centraran su trabajo en España y en la tragedia que acababan de sufrir, o que incluso siguieran con la misma actitud de beligerancia antifranquista que habían asumido durante la guerra civil, también es cierto   —418→   que, con el paso del tiempo, a raíz de una lenta pero progresiva integración a un mundo nuevo y a una vida nueva, o simplemente como consecuencia de sus reflexiones sobre la tragedia vivida, muchos fueron abandonando su antigua beligerencia, buscando una poesía en que la problemática nacional solía quedar, si no olvidada, relegada a un segundo término. Como diría Emilio Prados, «España es España, pero no es el mundo»763. Es decir, a lo largo de los años 50 los críticos del exilio iban exigiendo a los poetas del interior que expresaran en sus versos una explícita preocupación política y social que ya para esas fechas había dejado de ser la nota más relevante en la obra de los poetas del exilio.

La contradicción no carece de importancia, porque nos plantea la posible existencia, al lado de esta versión oficial, de una o varias contralecturas de la poesía del interior, de signo muy distinto, realizadas por aquellos poetas exiliados que hubieran abandonado el estrecho panorama del conflicto político nacional por un horizonte más ancho, más universal. Nuestra sospecha al respecto crece cuando nos percatamos que incluso el propio León Felipe, en los mismos textos en que supuestamente establece las bases de la versión canónica, entra en contradicción consigo mismo, señalando de hecho la necesidad de que el poeta exiliado haga algo más que seguir cantando la causa perdida. «España está muerta. Muerta», había aseverado por ejemplo en 1939, en su Español del éxodo y de llanto, el mismo libro en que había identificado la sobrevivencia de «la canción» española con la sobrevivencia de los poetas republicanos. «Pero un pueblo, una patria, no es más que la cuna de un hombre. Se deja la tierra que nos parió como se dejan los pañales. Y un día se es hombre antes que español»764. Afirmación que, desde luego, no concuerda con lo expresado, años más tarde, en el prólogo al libro de Ángela Figuera, pero que deja bien perfilado el camino que iba a seguir la obra no sólo del propio León Felipe, sino también de un buen número de los mejores poetas exiliados.

¿Se trata entonces de la defensa simultánea por parte de los poetas exiliados de dos criterios distintos, uno para aplicarse a los poetas del interior y otro para aplicarse a su propia obra? Algo de eso, sin duda, hubo, como acabamos de comprobar en el caso de León Felipe; pero, con todo, lo que creo que convendría resaltar sería, al contrario, la creciente renuencia de los poetas del exilio a entrar en este juego. Puesto que iban en contra del consenso establecido, sus opiniones raras veces salían publicadas en los órganos oficiales del exilio, hecho que dificulta la tarea de recuperar dichos testimonios. Pero en todo caso, si se quiere tener una idea más completa del diálogo entre el exilio y el interior, conviene tenerlos muy en   —419→   cuenta. En lo que sigue no pretendo más que dar fe de la existencia misma de estas contralecturas, acudiendo para hacerlo a las opiniones expresadas por cuatro poetas importantes del exilio. Aunque para no dar la idea de que no hubiera crítico que se alineara con la actitud de dichos poetas, quisiera empezar refiriéndome brevemente al caso del distinguido musicólogo y crítico literario Adolfo Salazar.

En noviembre de 1946, en el diario mexicano Novedades, Salazar publicó dos artículos sumamente sugerentes sobre «La última hora en la poesía española»; es decir, referentes a los nuevos valores surgidos en los primeros años de la postguerra765. Los artículos son instructivos, en primer lugar, porque dejan ver que, ya para 1946, no era tan imposible que un español exiliado en México estuviera informado sobre la evolución registrada en la poesía del interior. Salazar señala haber recibido, entre otros, los primeros volúmenes de la colección «Adonais», editados en Madrid por Juan Guerrero Ruiz, así como ejemplares de la Antología de poetas españoles en lengua castellana, de César González Ruano, y de la Historia y antología de la poesía castellana, de Federico Carlos Sainz de Robles, libros ambos publicados en España en 1946, y la relevancia de cuyas páginas para el conocimiento de la poesía última del interior es comentada, serena y equilibradamente, por Salazar en el primero de sus dos artículos. Por otra parte, en estos trabajos Salazar comenta (y celebra) la llegada a México, en visita personal, de uno de los poetas más jóvenes de la nueva promoción, Carlos Bousoño766. Apoyado tanto en sus propias lecturas como en la abundante información que Bousoño ha llevado consigo a México, el crítico exiliado ofrece luego un interesante resumen de las distintas vertientes del nuevo romanticismo que, según él, los poetas de esta promoción han seguido al levantarse en contra del neoclasicismo de los poetas «garcilasistas» de la primera hora. Con todo, Salazar no cree haber descubierto ningún genio poético, pero sí demuestra haberse asomado a la obra de estos poetas con una curiosidad muy viva y con una voluntad exenta de cualquier presuposición rígida y dogmática. Desde un principio, señala que esta poesía ha surgido limpia no sólo de «adulaciones políticas», sino de todo «sentimiento político, sea como sea su color», pero no ve en ello motivo alguno para que se le censure. Actitud, desde luego, diametralmente opuesta a la que entonces se consideraba como ortodoxa entre los republicanos   —420→   desterrados en México.

Otro caso excepcional fue el de Manuel Altolaguirre, un poeta que ya desde fechas muy tempranas en el exilio demostró su renuencia a empuñar criterios estrechamente políticos para prejuzgar la nueva poesía surgida en España después de la guerra. De él, por ejemplo, es una reseña sumamente elogiosa, publicada en enero de 1948, del libro Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre; reseña que contrasta notoriamente con la nota fría y displicente de María Dolores Arana, publicada unos meses antes en Las Españas. A diferencia de la exiliada vasca, Altolaguirre no sólo no tiene inconveniente en olvidarse de las duras realidades políticas y sociales para sumergirse en la rica construcción poética que es Sombra del paraíso, sino que incluso afirma, sin tapujos, que el libro le parece «la más alta expresión de la poesía lírica de nuestra época». Lejos de refugiarse en un estéril esteticismo (que era la crítica formulada por María Dolores Arana), la poesía de Aleixandre, según esta lectura del poeta malagueño, sí habla de los sufrimientos y esperanzas del hombre, pero lo hace en un sentido más profundo y más universal que el discurso de la poesía explícitamente comprometida con una causa política específica. De ahí, finalmente, el carácter representativo y ejemplar que ve en el libro: «Ningún poeta como Vicente Aleixandre representa el espíritu poético de su época. Él canta por todos nosotros. Su tremenda encina, de resonantes hojas, tiene sus raíces en nuestros corazones»767.

Esta invitación a renunciar a las viejas consignas no sería, por cierto, la única que Altolaguirre haría por estas fechas. Todavía más atrevida, si cabe, fue su decisión de preparar una antología de la poesía de Gerardo Diego, un poeta, como hemos visto, vapuleado por los republicanos del exilio por haberse alineado con Franco. Publicada en 1948, la antología llevaba un prólogo entusiasta en que Altolaguirre nuevamente se rehusó a seguir los esquemas maniqueos que ya se habían vuelto de rigor entre sus compatriotas del exilio, atendiendo exclusivamente a lo que para él eran los valores poéticos de la obra seleccionada768. El gesto era significativo, consecuente con la actitud de alguien que creía en la urgente necesidad de superar las antiguas divisiones ideológicas, tan férreamente defendidas por los españoles de uno y otro bando. Pero, desde luego, se trataba de una actitud entonces bastante excepcional entre los republicanos del exilio; cosa que, por cierto, quedaba reflejada en el hecho de que tanto la antología de Diego, como la reseña sobre Aleixandre, se habían publicado dentro de la órbita, no de los españoles, sino de los mexicanos: la antología, en la Secretaría de Educación Pública; la reseña, en Tiras de colores, una pequeña revista literaria editada por un grupo de jóvenes escritores   —421→   mexicanos.

Otro caso excepcional fue el de Juan José Domenchina, quien en 1950, en la revista mexicana Mañana, publicó una serie de artículos sobre «La actual poesía española en España». Dentro del marco que hemos establecido resultan excepcionales, no sólo por el amplio conocimiento del tema que demuestran tener, sino también por el enfoque que el poeta aplica al hacer sus comentarios. Y es que, al igual que Altolaguirre, Domenchina renuncia explícitamente a juzgar a los poetas del interior desde un punto de vista político o ideológico (lo cual no impide, desde luego, que su lectura tenga de todos modos una orientación ideológica muy específica). En su opinión, los poetas de uno y otro lado están unidos, por arriba o por debajo de las diferencias políticas, gracias a su común arraigamiento en un mismo espíritu nacional: «la cohesión espiritual de lo español genuino -insiste- está lograda con un mortero tan sólido, que, en rigor, los líricos hispánicos, residan donde residan, permanecen en los hondones de España y constituyen, estrechamente unidos por el aglutinante del dolor, una única entidad indivisible». Llevado por esta fe, Domenchina no encuentra dificultad alguna en celebrar no sólo la poesía de postguerra de Aleixandre y de Alonso (viendo en Hijos de la ira, por cierto, una poesía más bien existencialista que de protesta social), sino también la de Gerardo Diego y de otros poetas católicos (Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero y Leopoldo Eulogio Palacios), que encarnaban, como el propio Domenchina señala, un claro «retorno a las maneras tradicionales y a la emoción religiosa»769'124.

Si bien tanto Domenchina como Altolaguirre se rebelan en contra del embargo impuesto desde el exilio sobre la poesía del interior surgida durante los años 40, Luis Cernuda, en cambio, se niega a sumarse a la aprobación incondicional que, ya bien entrada la década de los 50, se extendía a la poesía social. Su opinión al respecto la resumió en sus Estudios sobre poesía española contemporánea, libro escrito en México, pero publicado en Madrid en 1957. La mayor parte del libro, como era natural, se va en comentar la obra de los poetas surgidos en España antes de la guerra civil (desde Campoamor y Bécquer hasta la generación del 25); sin embargo, en un último capítulo Cernuda sí ofrece algunas «Consideraciones provisionales» sobre lo que llama la «Continuidad hasta el presente». En estas breves páginas, soslayando cualquier tipo de juicio a priori, ofrece algunos comentarios, primero, sobre el grupo conformado por Rosales, Vivanco, Panero y Muñoz Rojas, en quienes descubre muy poca novedad expresiva frente a las innovaciones de la generación anterior;   —422→   los escasos cambios, en todo caso, serían, según él, más bien «de temas que de técnica». luego pasa a ocuparse de las promociones más recientes, hacia cuya obra Cernuda es más bien reservado; aunque los pocos comentarios que sí se permite formular, no parecen reflejar mucho entusiasmo al respecto. Reconoce (y lamenta) la represión política bajo la que estos poetas tienen que vivir y crear; pero no por ello cree que se deba perdonar la estrechez de visión que, según él, se encuentra en la poesía producida por ellos («No hallo en ella -se queja- casi nada que indique contacto con la poesía escrita hoy en otros países y su efecto primero es el de una lírica enteramente doméstica»); como tampoco cree que la presencia en esta poesía de ciertas voces de protesta deba ser tomada necesariamente como algo que garantice su calidad estética («No pretendo -insiste- que dicho tipo de poesía valga literariamente más que los otros cultivados hoy por los jóvenes»)770.

Como otro ejemplo de la misma disidencia de Cernuda frente a la poesía social, tan celebrada por los críticos ortodoxos del exilio, conviene citar también una carta que el poeta, en octubre de 1957, le escribió al poeta y crítico del interior José Luis Cano, invitándolo a colaborar en la Revista de la Universidad de México: «Aquí interesa saber algo sobre el trabajo de algún escritor reciente y significante de por ahí. Sobre la poesía actual están llenos de confusión, gracias a los dos libros de aquel cretino de Max Aub (de quien la guerra civil os libró) sobre poesía española, donde no dice sino las necedades mayores; sus elogios van a los poetas que él cree metidos en critica social-política. Y dice a esta gente que Celaya y Crémer son dos grandes figuras de la poesía española actual. Un estudio tuyo sobre ese tema sería interesante y conveniente»771. Independientemente del tono insultante esgrimido, seguramente provocado en parte por las opiniones sobre Cernuda que expresara Aub en su libro sobre La poesía española contemporánea772, la carta de Cernuda demuestra, con todavía mayor claridad que sus Estudios, que no todos los exiliados en México compartían la misma opinión sobre la poesía del interior.

El libro de Cernuda, al publicarse en Madrid, causó mucha polémica y, de hecho, constituyó el mentís más evidente al consenso aireado en ámbitos más bien oficiales. Sin embargo, no quisiera terminar sin referirme a otro poeta exiliado, Emilio Prados, que, al igual que Cernuda, veía con mucho recelo el fervor que se había despertado alrededor de la nueva poesía del interior. Como se sabe, con la excepción de una sola nota escrita durante la guerra civil, Prados nunca publicó textos de   —423→   crítica literaria. Sin embargo, gracias a su correspondencia, que por fortuna está empezando a ser recopilada con toda la atención que merece, sabemos que la poesía social de los 50 le resultaba francamente irritante. Como dejó ver en mayo de 1959, por ejemplo, en una carta escrita a José Sanchis-Banús, lo que más le exasperaba era la idea, acuñada por Vicente Aleixandre en 1950 en su Discurso de ingreso a la Real Academia, de que «poesía es comunicación»; idea ésta que se había convertido en algo así como la bandera de los promotores de la poesía social:

Ahora hablan todos de que «la poesía es comunicación». Comunicación es el medio, pero ¿qué es lo que hay que comunicar? Confunden la comunión (que no han podido dar ni ser) con esa otra palabra tan fea que huele a Ministerio... Con esto verá que, si no estoy conforme con mi poesía, menos lo estoy con la de ellos, y hoy mucho menos.



Sería, desde luego, muy difícil ofrecer una explicación sucinta de lo que Prados entendía por «comunión», aunque él mismo nos da alguna pauta al respecto en la misma carta, cuando a continuación agrega: «Vuelvo a vivir los años de juventud que me hicieron alejarme de todos, a buscar en mi la vida de todo y abrirla, dejándola ahí como una granada madura». Soledad, pasividad, vulnerabilidad: el poeta está abierto a los demás, desde luego, pero no en el sentido político reivindicado por los poetas sociales. De hecho, nada más lejos de Prados que la combatividad discursiva, que el deseo de ejercer un poder, aunque fuera solamente verbal, en que, según él, se sostenía la actitud de dichos poetas. De ahí las duras palabras con que termina su reflexión sobre el tema:

No sé; cuando oigo hablar de comunicación, de mayorías etc., me parece que todo es falso y encubre un deseo, aún mayor que el de los «puros», de sentirse por encima de todos, «no a la altura de las circunstancias», como diría nuestro don Antonio, al que no dejan tranquilo ni en su muerte773.



La última frase encierra una alusión, desde luego, a Antonio Machado y a los distintos homenajes organizados en esas fechas por los nuevos poetas españoles para conmemorar el vigésimo aniversario de su muerte. Al juzgar por este último fragmento de su carta, Prados creía que estos poetas se equivocaban al querer identificar al autor de Campos de Castilla con su propia poética. Es decir, rechazaba no sólo la obra de los poetas sociales, sino también la lectura que éstos ofrecían de la tradición española en que buscaban insertarse.



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3. Conclusiones

Para terminar: creo que los fragmentos que he citado del pensamiento del crítico Adolfo Salazar, así como de los cuatro poetas exiliados (Altolaguirre, Domenchina, Cernuda y Prados) nos permiten ver el diálogo entre el exilio y el interior bajo nueva luz. Al contrario de lo que la versión canónica nos daría a entender, no hubo consenso entre los intelectuales exiliados en México en cuanto a la relación que debería existir entre política y producción artística, como tampoco lo hubo (y por ello mismo) en cuanto a los criterios que deberían pesar a la hora de acercarse a la poesía del interior. Asimismo, más que de una sola contralectura, habría que hablar de lecturas múltiples; porque si los escritores citados tuvieron en común una misma oposición a distintos aspectos de la lectura ortodoxa, en la crítica de cada uno subyacía una manera distinta de entender la poesía y su posible vinculación con la realidad histórica. (Nada más lejos de la nostalgia patriótica y el tradicionalismo religioso de Domenchina, por ejemplo, que el radical antiprovincialismo poético e ideológico de Cernuda.) Los diversos comentarios, es cierto, no nos proporcionan ninguna interpretación innovadora de la poesía del interior de estos años; pero en su divergencia frente a la interpretación que entonces se consideraba políticamente correcta, sí nos ayudan a entender mejor la naturaleza misma de la poesía producida por los poetas exiliados, así como a percibir con más claridad las presiones ideológicas bajo las cuales trabajaban.

Por otra parte, creo que la exposición que acabo de hacer también puede ayudarnos a comprender por qué el diálogo entre los poetas del exilio y los del interior, al que los trabajos de Aub y de León Felipe de 1957 y 1959 parecían apuntar, no prosperó. Y es que los intelectuales antifranquistas del interior, al aceptar al pie de la letra la versión politizada divulgada por los intelectuales del exilio y, al asumirla como propia, desde luego pasaron por alto la rica variedad y pluralidad que la poesía del exilio entonces ofrecía. La mejor prueba de esta comedia de errores fue la famosa antología de Veinte años de poesía española (1939-1959) que publicó José María Castellet en 1960. Preparada con el fin de rescatar la poesía social (o realista) como la línea conductora de la poesía de postguerra de uno y otro lado del Atlántico, la antología dejó fuera a la mayor parte de los poetas del exilio; no se incluyeron poemas ni de Emilio Prados, ni de Juan José Domenchina, ni de Manuel Altolaguirre, ni de Moreno Villa, ni de Juan Gil-Albert, ni de Francisco Giner de los Ríos, ni de Ernestina de Champourcin..., ni tampoco del Premio Nobel Juan Ramón Jiménez. En su polémica introducción Castellet se apoyó, en parte, en el libro sobre La poesía española contemporánea de Max Aub, así como en los Estudios sobre poesía española contemporánea de Luis Cernuda, dando así a entender no sólo que su manera de enfocar el tema coincidía con los valores defendidos por los exiliados, sino también que estos valores eran de una sola pieza; estrategia no sé si mañosa   —425→   o simplemente ingenua, pero que, en todo caso, desembocó en una distorsión tan grotesca de la realidad como la de presentar a Cernuda (a quien sí se le incluyó en la antología) como uno de los principales representantes de la poesía social propugnada por Aub. Es decir, los criterios poéticos defendidos por los exiliados más politizados, al ser asumidos por los críticos del interior, llevaron a una visión totalmente errada de la poesía efectivamente producida en el exilio; error del que la crítica española apenas está empezando ahora a salir.

Finalmente, espero que este trabajo habrá demostrado el carácter equívoco del dilema planteado por León Felipe en sus dos famosas (y contradictorias) afirmaciones sobre la canción y sus supuestos (y cambiantes) dueños exclusivos. Desde luego, aunque la lucha antifranquista pareciera recaer primero sobre unos y después sobre otros, la poesía en sí no era propiedad de nadie. Como ha escrito Tomás Segovia, en unas palabras luminosas sobre el tema: «da lo mismo que la canción sea de León Felipe o de Ángela Figuera mientras la Palabra no sea de ninguno de los dos. Es en efecto el poeta el que pertenece a la Palabra y no al revés»774. Conviene señalar esto último, puesto que, en el momento de hacer entrega formal de la antorcha republicana a los poetas del interior, surgieron algunas voces censurando el que los poetas exiliados no se hubieran mantenido más fieles a la canción. «De este lado -insistió León Felipe en su prólogo al libro de Ángela Figuera- nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesarlo: de tanta sangre a cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y de tanta injusticia... no brotó el poeta»775. Max Aub también fue muy enfático: «los desterrados dieron de sí lo que podían dar, que el recuerdo se ordeña y seca, unos parecen no acordarse ya, otros cantan paz cuando lo que queremos es guerra. Otros hablan de oídas. No es de ellos la culpa: no se puede sufrir más que de adentro y hace cien años que nos echaron»776. Es decir, no les culpa, pero sí cree que los poetas exiliados han fracasado. Censura ésta que sería absurda seguir haciendo nuestra. Los poetas a los que León Felipe y Max Aub aquí critican, con el paso del tiempo, efectivamente renunciaron a la canción aquella; pero al hacerlo, al transfigurar la voz de la Tierra y de la Patria, se mantuvieron fieles a la Poesía y a la Palabra, fidelidad y transgresión que dejaron a la larga un legado mucho más rico y más fructífero de lo que muchos de sus contemporáneos sin duda hubieran sospechado.





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ArribaAbajoArturo Serrano-Plaja, poeta del exilio y de la muerte

Emilia de Zuleta. Universidad de Cuyo. Mendoza



1. Un caso paradigmático

En otras ocasiones he procurado establecer y describir procesos generales, perspectivas de conjunto que permitan comprender y explicar el vasto fenómeno histórico del exilio español en la Argentina. Esa visión en general puede desdibujar la complejidad y riqueza que encierra la materia estudiada: hechos, casos, situaciones e historias individuales quedan reducidas dentro de las hipótesis, conceptos y categorías orientadoras de una búsqueda y una interpretación con sentido.

Pero cada caso tiene, naturalmente, perfiles propios, y aunque la incorporación de nuevos casos permite vislumbrar la articulación de un sistema dentro del cual los elementos comunes se potencian mutuamente, es evidente que los aspectos singulares sobresalen con pleno volumen insertos en aquella base de generalidad.

He optado por el examen de uno de estos casos, el de un poeta, Arturo SerranoPlaja, nacido en El Escorial en 1909, y que vivió su destierro en Chile, Francia, la Argentina y los Estados Unidos. Y, sobre esta base, procuraré, luego, establecer algunas conclusiones.

Arturo Serrano-Plaja, como muchos españoles del exilio, reanudó fuera de su patria su labor literaria y la completó tras un fugaz retorno. Compartió con aquéllos el destino común del escaso reconocimiento de su obra dentro de la Península, y es significativo que a la hora de su muerte se hiciera más hincapié en su conversión religiosa que en los méritos de su producción, rica y variada, pero poco conocida en España777. Ni siquiera la publicación posterior de un volumen de homenaje, integrado por valiosas contribuciones, logró impulsar el rescate de este escritor injustamente postergado778.

Sin embargo, Arturo Serrano-Plaja al salir de España en 1939, pocos meses antes de cumplir veintinueve años, había definido su personalidad literaria y una presencia   —428→   destacada en el campo intelectual español. Dejaba detrás dos primeros libros, Sombra indecisa (1934) y Destierro infinito (1936), donde la impronta del 27 y de algunos contemporáneos como Alberti, Cernuda, Neruda, no alcanzaba a desdibujar una voz propia. Luego, con El hombre y el trabajo (1938), inauguraba un rumbo de poesía social confirmando líricamente el compromiso militante que lo había llevado al Partido Comunista. Nada menos que Antonio Machado, de quien él era buen lector según lo acreditan su visión del paisaje y de las figuras de campesinos, pastores y arrieros, hizo el elogio de este libro singular, un canto minucioso a las labores y los oficios, estructurado en contrapunto de campo/ciudad, guerra/paz, esperanza/desesperanza, sobre el mapa de una España estremecida por el sufrimiento asumido austeramente. «Porque hoy la poesía vuelve a humanizarse, y hemos de reconocer, otra vez, que apenas hay poema que no deba algo a la musa de carne y huesos señalada con singular encomio por el maestro Darío», escribía Machado al reconocer a este «soldado-poeta» «a la altura de las circunstancias». Y agregaba: «Quien pretenda cantar la guerra debe vivirla»779.

Y, en efecto, Serrano-Plaja había vivido la guerra, primero en el campo ideológico y, especialmente, en los Congresos de escritores antifascistas de París (1935) y Valencia (1937). Del primero derivó una polémica suya con José Bergamín, y en el segundo tuvo a su cargo la lectura de la Ponencia colectiva de los escritores españoles, donde se alertaba sobre las contradicciones simplistas entre lo puro y lo revolucionario elemental780.

Vivió también la guerra en el frente del Ebro y, luego, su secuela trágica en el campo de concentración francés de Saint-Cyprien, de donde fue rescatado para instalarse en Perpignan y Poitiers y, luego, salir hacia su destierro americano en Chile y la Argentina, «destierro infinito» decía el título premonitorio de su segundo libro, desde un enfoque existencial Ahora conocería otro destierro donde su lírica, articulada sobre un eje semántico inicial, la vida como peregrinación hacia una muerte temida o apetecida, se enriquecería en la experiencia buscando constantes transformaciones temáticas y expresivas.



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2. Del destierro al exilio

Pocos rastros dejó en su obra el tránsito por Chile, salvo la anécdota de un cuento con terremoto, El valle del Paraíso, publicado en la revista De mar a mar en diciembre de 1942, y el hecho de que su cuento Del cielo y del escombro aparezca fechado en Santiago en 1941781.

Su inserción en Buenos Aires fue rápida y pronto alcanzó niveles importantes, tanto dentro del grupo de exiliados como fuera de él. Francisco Ayala ha señalado esa peculiaridad del ambiente porteño: «Hasta cabría decir que no hubo nunca una separación tajante entre el grupo de exiliados y la gente del ambiente local»782.

Serrano-Plaja, que antes había colaborado en La Gaceta Literaria, El Sol, Hora de España y en otras publicaciones españolas, ahora lo hace en Sur y, sobre todo, en las revistas literarias fundadas por exiliados y argentinos. Aparece como secretario de De mar a mar y publica allí artículos de crítica literaria, reseñas y el relato antes mencionado. Y reaparece en Correo Literario y en Cabalgata con poemas, relatos, artículos de arte, entrevistas y traducciones.

Pero ya antes hemos dicho que no halló su espacio en aquel paisaje urbano de Buenos Aires ni en el de la pampa, «(...) sin confirmación del hombre, sin la dimensión histórica que da su peculiaridad al paisaje europeo». Ni reconoció en esa idea del tiempo como «tardanza de lo que está por venir», que aparece en Martín Fierro, su propia concepción del tiempo. Y tampoco el nacimiento del hijo americano fue suficiente para el arraigo783.

Cerrando esta etapa, ya muy próxima su salida de la Argentina en 1945, edita su libro Versos de guerra y paz en la colección Paloma de la editorial Nova, una de las que fundaran los exiliados. Lo encabeza una selección de sus libros anteriores y lo completan una serie de Sonetos y otros poemas escritos fuera de España. «Quería ejercer una disciplina mayor en mi poesía a través de la forma, el soneto. Pero luego la sentí como una experiencia decepcionante», recordará más tarde784.

«Ya no tengo ni pueblo ni bandera / ni hermano ni esperanza. Queda solo / un esperar confuso y convencido / dispuesto gravemente (...)», escribía en 1938. Y el esperar confuso sigue siendo nota dominante en la poesía de esta nueva etapa del vivir desterrado: «En alta mar lloramos y ahora en tierra / nuestro amoroso llanto desterrado»785. Es éste el libro del destierro donde la mirada se vuelve atrás en vano,   —430→   y sólo percibe hacia adelante senderos desiertos, la vida como sueño y la muerte como una sombra deseada.

Entre tanto iba cumpliéndose un proceso íntimo por el cual el desterrado se iba convirtiendo en el exiliado a medida que se ahondaba la ruptura temporal y la progresiva disolución de la esperanza anclada en el pasado. Hemos citado antes a María Zambrano como autora de esta distinción entre ambas experiencias, destierro/exilio, próximas pero diferentes. El destierro, decía, hace sentir la expulsión, pero comienza el exilio cuando el desterrado siente la distancia «y la incierta presencia física del país perdido». Y concluye: «Entra a ser tan sólo, desposeído de toda pretensión de existencia»786. Esta distinción, basada en la oposición ser/existir es, sin duda, deudora del existencialismo, influencia dominante en Buenos Aires y en toda América durante los años en que los exiliados padecen su adaptación.

La recepción del pensamiento existencialista en Buenos Aires, con la traducción casi inmediata de las obras de Sartre, Camus y sus exégetas en las editoriales Losada y Sudamericana, coincidía, por otra parte, con la relectura existencialista de Unamuno hecha por americanos y por españoles exiliados787. Unamuno ya aparecía abundantemente citado en la Ponencia colectiva leída por Serrano-Plaja en 1937, y ahora integraría, junto con otras lecturas y relecturas, las bases de una intensa revisión con fundamentos religiosos, filosóficos y lingüísticos. Porque, como ha señalado Michael Ugarte, la experiencia del exiliado lo conduce, además, al diálogo consigo mismo sobre la naturaleza y los problemas del registro de la realidad, y por eso su discurso resulta con frecuencia demasiado rico, ambiguo, pluralista y alusivo788.

«Le veo trabajar con furia, con desesperación y constancia», decía Rafael Alberti en 1942, al comentar su libro Del cielo y del escombro en la influyente revista Sur789. Lo siguió haciendo en Buenos Aires y, a partir de 1946, en París, según se advierte en la paulatina transformación de su poesía, reunida luego en versión francesa, Galop de la destinée, y en forma definitiva en Galope de la suerte, publicado por Losada en 1958 en su colección Poetas de España y América, dirigida por Guillermo de Torre.

Los temas dominantes de la muerte y del destierro se estructuran ahora en formas abiertas y símbolos constantemente renovados. La vida como sendero, configuración tradicional de la lírica de todos los tiempos, resulta nueva en su asociación antitética con la suerte como corcel que galopa: «A veces el sendero que nos queda / son leguas carreteras a la muerte / corridas al galope de la suerte -corcel que de su afán hace vereda»790.

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El hombre es el peregrino que carga su zurrón, «gravoso saco roto ya sin dueño», «talego de pesares». «Quisiéramos llegar, mas ya no importa / ni el sitio de morir ni la manera», «la patria es una cáscara vacía», dice el hablante lírico en versos trágicos donde la esperanza del retorno parece clausurarse y el desterrado se siente definitivamente exiliado, alienado. Ha perdido su espacio añorado y desconoce como ajeno su espacio actual. Antes hemos dicho que con ello ha perdido también su sentido del tiempo, y ahora volveremos sobre el tema.

En el poema titulado La cita791, esta ruptura de la continuidad del tiempo, o tiempo desterrado, se expresa en forma reiterativa a través de sucesivas resemantizaciones:


Metido estoy en tiempo sin medida
-la vida no se mide, que nos pesa-
y es éste callejón y sin salida.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No son horas ni días, son rebaños
de escuálidas semanas espectrales,
de meses que en manadas forman años.
Son siglos perezosos, animales
de hueso cavernario y vespertino
y mito de recuerdos prenatales.
Son un grano de arena en el destino
de un tiempo sin reloj y sin arena
que por mi cuenta corre, peregrino.



Rebaños espectrales, grano de arena de un tiempo sin reloj y sin arena, es decir, sin medida y sin materia, inhumano porque el hombre está hecho de tiempo medido y encarnado. Por ello se pierde toda referencia y toda pertenencia: «Desarraigado vivo, deshermanado espero/ escribo desquiciado y descuajado aguanto / el peso de mi patria, como un saco de llanto, / y el vivo deshijarme -si al arrancar no muero», dice otro poema, «Otoño», de 1947. La repetición del prefijo privativo des avanza desde sus combinaciones habituales hasta las más insólitas para expresar la magnitud del despojo: desarraigado, deshermanado, desquiciado, descuajado, deshijado.

Paulatinamente, en formas abiertas, el discurso poético va forzando los límites de la competencia del lector, tanto por la inclusión de imágenes y símbolos insólitos como por la transgresión lingüística que incorpora, en un contexto original, las lecciones de Quevedo, Unamuno, Neruda y Vallejo. El proceso culmina en Lo que le sobra a la sepultura, muertos desconocidos y españoles vivos de hambre, donde el discurso desborda en las formas de la prosa poética o del versículo. De «insólita materia» hablará luego Serrano-Plaja, y a ella recurre en estos textos que asocian   —432→   intertextos inesperados para reforzar la eficacia del mensaje poético. Desde la glosa de las fórmulas del ritual católico, hasta los dichos populares y estructuras coloquiales, sometidos a amplificaciones o sustituciones parciales entre violentos y sorpresivos deslizamientos de códigos diversos.

Por momentos se insinúa en este libro la apertura posible a la dimensión religiosa: «Por la gracia de Dios» se titula, sugestivamente, el último poema, fechado en París en 1956.

Esta evolución se acentúa durante la década de los sesenta en poemas de gran dinamismo, donde mediante el juego de distancias y puntos de vista se desmonta y rearticula el sistema imaginario. Pensamos en poemas como «Vogüé», publicado en la revista Cuadernos en 1960. Vogüé es el nombre del pueblo del sur de Francia donde el poeta pasaba sus vacaciones, pero el sentido simbólico de su descripción se desvela desde los primeros versos:


Un farellón, Vogüé, tajado sobre un río.
Un farellón, Vivir, y al pie la muerte792.



Vogüé / Vivir, la equivalencia es explícita y a partir de ella el vasto símbolo se construye y deconstruye con gran movilidad. Vogüé, choto que mama piedras «acurrucado en la peña cuaternaria», y su río al pie: «(...) te ves, te reconoces, / te miras en Vogüé como en espejo», como primera articulación simbólica subordinante. Y, a partir de ella, varias estructuras subordinadas: 1) las casas de piedra «son las cosas», «lo de siempre»; 2) una torre es «tu orgullo-ya inútil»; 3) un castillo es «tu castillo interior» de «Aquel tiempo», que «ya sólo es apariencia y dentro ruina»; 4) una ermita es «un recuerdo ruinoso» de una fe abandonada. A continuación, una segunda articulación subordinante, tiempo / río, y sus subordinadas: 1) las campanas del pueblo dan las horas «esperando la última que mata»; 2) dar la hora es un río y el tiempo es como un cauce; 3) bajo el puente Heráclito espera «con su traje de baño, / con su cara de griego», para emitir su mensaje; 4) «por más que corras, nunca, / jamás podrás nadar de nuevo en esas aguas»; 5) «jamás te morirás dos veces en tu vida / porque una sola basta, si es la tuya». Tercera articulación simbólica: «Mi casa está en Vogüé, que no en España», y sus núcleos subordinados, continentes de un doble mensaje: el primero, para la Madre España, «Te lo digo en voz baja: mi casa es la Pedriza»; el segundo, para Vogüé, por si escucha: «si he de morir en Francia, / aquí está mi querencia».

Poema de andadura solemne, en versos de catorce y siete sílabas, quiebran su discurso la aspereza y el coloquialismo, la colisión entre los tópicos de sus imágenes genéricas y sus imágenes insólitas, y el contraste entre la tercera persona descriptiva y la primera y la segunda del autodiálogo.

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En ese mismo año de 1960 y en la misma revista Cuadernos, publicada en París como órgano del Congreso por la libertad de la cultura, internacional liberal a la cual estuvieron vinculados muchos españoles anticomunistas, Serrano-Plaja rompe «limpiamente, con una motivación clara e ideológica con el comunismo. Tal es el sentido de su artículo «Arte comprometido y compromiso del arte», donde define la función de este último de la siguiente manera: «(...) expresar de un modo personal una realidad dada para todos». Y deslinda enérgicamente: «O dicho de otro modo:entre el compromiso del arte y el arte comprometido -en cualquier otro compromiso que no sea el suyo propio- va toda la diferencia que va de lo vivo a lo pintado»793. Había perdido a España y empieza a no creer en el mundo de la revolución, recordará quince años más tarde794.




3. El exilio como destino humano y los retornos

Después de ese gesto vendrán otras rupturas. En 1961 se traslada a los Estados Unidos, donde enseña en varias universidades. El exilio, que va asumiendo como destino humano universal, cobra sentido pleno en lo que podríamos llamar sus retornos, el primero el de su conversión religiosa. Simultáneamente, completa la explicitación de su poética, que él fundara en Picasso, el esperpentismo y sus raíces comunes en las diversas modalidades de deformación intencionada que tantas raíces tienen en la tradición española.

Ya en 1945 identificaba ese desgarro en la pintura de Goya y acertaba a deslindar entre sátira y esperpento: en la primera hay algo didáctico que la inferioriza y la hace subalterna a su objeto; en el segundo, «una expresión angustiosa que tiende a crear sus propias formas, que llegan a ser independientes de su primera motivación satírica»795. En esta etapa de los años sesenta, analiza lo que llama «anovelamiento» de una actual poesía española que usa de una insólita materia para resolver el conflicto entre el sentir y el decir. Tomando ejemplos de J.R. Jiménez, Machado, León Felipe, Larrea, Vallejo, Dámaso Alonso, Lorca, Alberti, Cernuda, Neruda, registra sus vocablos dominantes y con ello establece una «radiografia poética» de la poesía contemporánea796.

En su poesía de esa etapa se acentúan las direcciones temáticas y expresivas anteriores. El exiliado es ahora el peregrino, el hombre arrojado en el mundo, el   —434→   perro que espera las migajas que caen de la mesa de su Dueño. Tal es el tema unitario de La mano de Dios pasa por este perro (1965), que caracterizará «como el libro del sentimiento filial y de la dignidad. Cuando vuelvo a Jesucristo, me siento indigno y filial, así pues me siento como un perro, metafóricamente, claro»797. El primer poema, «La llamada telefónica», comienza con un acróstico cuyas letras iniciales son DIOS, tres veces repetido con variantes en un crescendo angustioso que culmina sin respuesta. En el resto del libro el hablante lírico sigue adoptando el punto de vista de ese perro cargado con su talego de pecados. la serie se cierra con otro poema simétrico del primero: «Dentro de la gravedad; segunda llamada telefónica y el Señor está comunicando». El perro que pregunta por su Amo «a grito / herido» y no recibe respuesta, seguirá llamando.

Este libro, que fue publicado en España en 1965, dentro de la prestigiosa colección Adonais, pudo preparar un posible reingreso de su autor al canon literario vigente y al campo intelectual respectivo. Su retorno se produjo en 1967, pero como en el caso de otros exiliados, el encuentro con otra España -otro espacio que no era el atesorado por la memoria y la nostalgia-, y de otro tiempo que no era Aquel tiempo de que hablara en Vogüé, no fue feliz. Tampoco había lugar para el exiliado que volvía y que no pertenecía ya a ninguna capilla ideológica ni estética. Había perdido a sus viejos camaradas de militancia política y la etapa de la poesía social y religiosa dejaba ahora su lugar a un nuevo cosmopolitismo estético que abrevaba en el cine, la plástica, el surrealismo y en la lección de poetas americanos como Borges o Paz.

Volvió a los Estados Unidos en 1968 y siguió escribiendo poemas testimoniales de balance autobiográfico que, en buena parte, no han sido recogidos en libro. De ellos ha dicho acertadamente Enrique Martínez López: «Lo escrito en estos años (1968-1979), diverso en la forma es, sin embargo, lírico en la índole en cuanto responde, de modo más o menos pronunciado, no a objetivos artísticos o académicos contemplados a distancia impersonal, sino a interrogantes metidos en la entraña de la existencia de Serrano como personal»798. En la antología final, Los álamos oscuros (1982), publicada después de su muerte en 1979, se dedica el máximo espacio a Galope de la suerte, y es justo que así sea porque se trata de su libro más valioso, del cual nacen las líneas principales de su lírica posterior.

Como dije al comienzo, el estudio cabal de su obra aún está por hacerse, a pesar de que ya existen valiosos enfoques parciales. Sólo un mayor desarrollo de la teoría de la literatura del exilio, según las líneas esbozadas por autores como José Luis Abellán y Michael Ugarte799, y una labor de investigación tan atenta a lo general   —435→   como a lo particular, permitirá -en su caso y en el de otros exiliados-, una lectura contextual y comparativa de fecundos resultados.

Sugeriré, a modo de ejemplos, algunas cuestiones que para mí misma han quedado pendientes de reflexión y de investigación de este caso paradigmático.

En primer lugar, el problema del compromiso ideológico, ya en crisis, que Serrano-Plaja arrastra desde España, y que se desencadena casi veinte años después. ¿Qué influencia puede haber tenido en su desarrollo la circunstancia de su exilio primero en Buenos Aires y, luego, en Francia y los Estados Unidos, y no en México? Sólo el estudio comparativo de los campos intelectuales e ideológicos respectivos y de los factores gravitantes en cada uno de ellos, en relación con las circunstancias biográficas, podría dar respuesta a este interrogante.

En segundo lugar, es posible profundizar en el tránsito desde la condición de desterrado a la de exiliado a que antes me he referido acogiendo la distinción de María Zambrano, y en sus fundamentos posibles en la reflexión sobre la dialéctica ser/ existir, intensificada en el marco del existencialismo vigente por aquellos años en América. La utilización de un método de análisis comparativo de configuraciones poéticas propuesto por Óscar Caeiro para el estudio de poetas alemanes y españoles, podría resultar fecunda si se enfoca sobre un núcleo acotado y bien seleccionado de casos paralelos al del propio Serrano-Plaja800.

En tercer lugar, es preciso encarar un examen más preciso de los desplazamientos del exiliado, a partir de su primera salida de España, confrontándolos con ejemplos análogos. El rastreo de circunstancias y direcciones, movimientos de ida y vuelta; la determinación de periodos, fechas y contactos con figuras de la España interior y de la España peregrina, todo ello en relación con la evolución de su obra y de su poética, permitiría componer una biografía intelectual de valor paradigmático.

En cuarto lugar, queda pendiente el problema del lenguaje poético, tan inteligentemente planteado por Serrano-Plaja como un proyecto colectivo de búsqueda de un discurso apto para las nuevas experiencias, a través del entronque con una tradición de ruptura de la lírica contemporánea, hispánica y no-hispánica.

Asimismo, y esto abre otra perspectiva de análisis más audaz y difícil, pero quizá ineludible, habrá que abordar el fenómeno del reencuentro que, en esa tradición renovada, se produce entre poetas españoles situados en una y otra orilla. Las afirmaciones acerca de una supuesta desvinculación total y de una mutua ignorancia entre ambas no resisten las pruebas concretas en sentido contrario. Existió un importante diálogo de lectura, sobre todo entre las élites, múltiples viajes de personas y de libros en uno y otro sentido desde etapas bastante próximas a la finalización de   —436→   la guerra civil, y sobre todo, hubo mediadores que construyeron puentes eficaces de comunicación. De todo ello existen innumerables testimonios801.

En síntesis, creo que no es aventurado afirmar que el reconocimiento de esos paralelismos, divergencias e interrelaciones, articulados en un inmenso corpus, nos descubrirá ese espacio literario común, que aún está por definirse, donde convergen la poesía de la España interior y la de la España peregrina.







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ArribaAbajo14.- Teatro

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ArribaAbajoLos exilios de un hombre de teatro: Cipriano de Rivas Cherif

Juan Aguilera Sastre. IPFP Inventor Cosme García. Logroño


La aventura vital de Cipriano de Rivas Cherif (Madrid, 1891 -México, 1967)802 se eleva a su máxima expresión artística en una dilatada trayectoria como director de escena que compendía lo más valioso y duradero de su polifacética dedicación a la cultura española de nuestro siglo. Su vocación teatral le arrastró, desde la juventud hasta el final de sus días, a una actividad «más que incansable, incontenible», en certera apreciación de Enrique de Rivas803. Desde su primer montaje en 1918 (Fedra, de Unamuno, en el Ateneo de Madrid), su apasionada dedicación a la escena fue asentándose sobre la base cada vez más firme de sucesivos ensayos de teatro de vanguardia en la década de los años 20 (Teatro de la Escuela Nueva, El Mirlo Blanco, El Cántaro Roto, El Caracol) hasta una definitiva consolidación durante los años 30 en iniciativas de más altos vuelos, entre las que ocupan un lugar capital las cinco inolvidables temporadas al frente del teatro Español de Madrid con Margarita Xirgu (1930-1935) y la creación del Teatro Escuela de Arte (la TEA) en el escenario del María Guerrero (1933-1935). Ambas experiencias, por encima de otras suyas de menor relieve, revelan en toda su magnitud la altura de sus miras: el deseo irrenunciable de renovar la cultura teatral española a través de una lucha permanente por la dignificación de la escena desde una concepción eminentemente artística del hecho teatral. En este sentido, todas sus iniciativas se cimentaron en la fidelidad a ese ideal estético que pretendía unir la acción social a la expresión estética del teatro, en la búsqueda incansable de un público nuevo y en la convicción de que la   —440→   única salida válida para la necesaria reforma de nuestra escena era una escuela integral de las artes y oficios del teatro que lograra renovar desde la base todos los ámbitos de la producción teatral (actores, directores, escenógrafos, tramoyistas, iluminadores, figurinistas, músicos, sastres, maquilladores...)

Su empeño decidido en un trabajo que navegaba contra corriente de los usos imperantes en el teatro de la época topó con la resistencia del industrialismo conformista y adocenado y, sobre todo, con la inquina política del Ayuntamiento de Madrid, que en 1935 forzó su salida del Español y, a principios de 1936, le llevó como director de la compañía de Margarita Xirgu a un verdadero exilio teatral por tierras americanas (Cuba y México), preludio insospechado del que acabaría por ser su destino personal y artístico.

Resuelto a volver a España, a pesar de la oposición de la Xirgu, aceptó un proyecto cinematográfico y justamente el 18 de julio de 1936 emprendía viaje hacia un país que iba a hallar asolado por una guerra que atajó de raíz su carrera teatral. Nombrado Cónsul General de la República en Ginebra, se vio sometido a lo que él mismo llamó un «sordo destierro tranquilo» que le desvinculó, muy a su pesar, de la actividad teatral republicana durante el conflicto. Desde ese momento, su suerte quedó vinculada políticamente a la de su amigo y cuñado Manuel Azaña, en cuya compañía emprendió el éxodo definitivo de España en la madrugada del 5 de febrero de 1939, una vez consumada la derrota republicana. Iniciaba entonces una trágica peripecia personal de exiliado político cuyos detalles excederían la brevedad de estas líneas.

Ciñéndonos a su labor escénica, dos hechos merecen destacarse en este primer exilio real del hombre de teatro. Por una parte, el frustrado estreno francés del drama La corona, de Azaña, traducido por Jean Cassou y Jean Camp y que iba a ser protagonizado por Germaine Montero y la todavía jovencísima María Casares, en los primeros días de su estancia en París, en febrero de 1939804. El segundo proyecto, más ambicioso, pretendía resucitar una idea que Rivas Cherif había ensayado con gran éxito en 1928 con la bailaora Antonia Mercé, La Argentina: la creación de una compañía de ballets españoles, inspirada en buena medida en los éxitos de los rusos que por todo el mundo había exhibido el genial Serge Diaghilev. Colaborador fundamental en el empeño fue Gustavo Pittaluga, por entonces Secretario de la Embajada republicana en París. Otros nombres que aparecen como probables en la futura empresa son Enrique Casal Chapí, Salvador Bacarisse, Salvador Bartolozzi y su esposa, Magda Donato. En una carta escrita desde su residencia francesa en Collonges-sous-Salève (Alta Saboya) el 6 de junio de 1939805 Rivas Cherif le propone a Pittaluga   —441→   preparar inicialmente «doce bailetes» para el programa de los tres primeros espectáculos con que podría iniciarse la empresa, organizados al estilo clásico en este tipo de espectáculos: «dos ballets dramáticos, es decir, con exposición, nudo y desenlace totalmente teatrales, con una acción conductora. En resumidas cuentas, lo que se ha venido llamando por los siglos ballet-pantomima. Y dos suites de danzas, más o menos espectaculares, alternando en cada programa, con los dos ballets». Proponía también varios nombres para el empeño (Le Ballet Espagnol, Le Théâtre Espagnol de Ballet, Compagnie de Ballet Espagnol, Les Ballets «Argentina», La TEA: Compagnie du Théâtre École Espagnol d'Art, etcétera) y sugería numerosos títulos para el repertorio, tanto existentes como por realizar: La romería de los cornudos, El contrabandista, El baile del Caballero de Olmedo, Iberia (de Albéniz), Las Danzas (de Granados), una Fiesta de la jota, una suite de Danzas vascas, una gran Sardana de sardanas, una Danza prima asturiana arcaica, un gran potpourri de la América Española, una revista coreográfica de Madrid (la Kermesse de Madrid), Agua, Azucarillos y Aguardiente, La dernière aventure de Don Juan, un ballet basado en Fuenteovejuna, una ópera flamenca titulada La pasión de Sevilla, etcétera. A los pocos días, el 20 de junio, hacía llegar a Pittaluga 9 ballets y precisas instrucciones para su puesta en escena en una nueva carta806, aun sin saber con qué artistas podrían contar ni tampoco de dónde saldría el dinero para financiar la empresa. Rivas Cherif, «pesimista ilusionado» en tales circunstancias, se mostraba decidido a trabajar sin pausa, «como si fuéramos a tener el dinero mañana mismo», puesto que el proyecto en su parte administrativa le parecía «claro, sensato y posible».

Dificultades de todo tipo, fáciles de adivinar, segaron los proyectos de Rivas Cherif y Pittaluga, en tanto que el estallido de la guerra mundial obligaba al primero a abandonar su residencia suiza para instalarse en Francia, en Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos, en noviembre de 1939, donde agentes franquistas, amparados por tropas de la Gestapo, lo secuestraron y condujeron a la España fascista el 10 de julio de 1940, junto con Carlos Montilla y Miguel Salvador. Durante el traslado se les iban a unir Teodomiro Menéndez y Francisco Cruz Salido. Se iniciaba así un trágico exilio carcelario, si se nos permite la expresión, que alcanzó el momento de máxima indefensión en el juicio sumarísimo que acabó con su condena a muerte el 21 de octubre, condena que sólo se vio cumplida en el trágico final de algunos de sus compañeros de prisión (Zugazagoitia y Cruz Salido), en la madrugada del 8 de noviembre. Entretanto, el 3 de noviembre moría Azaña, agravada su enfermedad y su desesperación por la sentencia del amigo. Y en diciembre se le conmutaba la pena capital por la de 30 años de prisión.

Un angustioso itinerario por varias prisiones franquistas (Dirección General de Seguridad, las madrileñas de Porlier y Yeserías, la gaditana del Puerto de Santa María   —442→   y la navarra del Fuerte de San Cristóbal) acabó en el Penal del Dueso (Santoña, Santander), donde permaneció desde el 23 de septiembre de 1942 hasta el 18 de enero de 1946, con un breve intervalo de confinamiento final en la prisión provincial de Santander. Fue esta etapa como preso político una de las más fecundas y creativas de su vida, en la que escribió miles de páginas como su Epístola a Amós Salvador, un Cuademo de la prisión de Porlier, compuesto por varios poemas y una comedia dramática titulada La venganza contra sí, la fábula alegórica ¿Qué quiere decir Irene?, el primer borrador del Retrato de un desconocido, la comedia Capicúa, un Epistolario sin correspondencia, una serie de poemas recogidos en Carmen de cármenes y la Comedia sin máscara de la Vera Paz807.

Desde el punto de vista teatral, aparte de las obras de creación citadas, dos extensos manuscritos merecen una atención especial. De una parte, sus Apuntes de orientación profesional en las artes y oficios del teatro español, escritos en el penal del Dueso entre el 8 de junio y el 27 de julio de 1945, que constituyen el mejor legado teórico, didáctico y testimonial de quien había protagonizado una de las paginas más brillantes de la práctica escénica española en el primer tercio de nuestro siglo, hoy felizmente recuperados y editados por Enrique de Rivas808. De otra, aunque inédito todavía, el manuscrito titulado El Teatro Escuela del Dueso. Apuntes para una historia, escrito entre el 27 de octubre y el 27 de diciembre de 1945 en la prisión provincial de Santander. A lo largo de sus 562 páginas, Rivas Cherif ilustra la sorprendente aventura dramática de su experiencia al frente del Teatro Escuela del Dueso, hito histórico del teatro carcelario español bajo el yugo franquista.

En efecto, la participación de Rivas Cherif en el Cuadro artístico-carcelario del Dueso, uno de tantos creados por el régimen franquista en su demagógica política propagandística, no supuso, antes al contrario, el abandono de su dignidad personal como preso republicano. Aquellos presos compartían una experiencia artística que aliviaba en parte sus penas y amarguras y que permitía, a la vez que ocupar su ocio carcelario en una actividad creadora, disminuir su tiempo de reclusión en virtud de la redención de penas por el trabajo. De este modo nació la insólita y apasionante experiencia del Teatro Escuela de Arte del Dueso, pálido reflejo de lo que, en libertad plena, había sido el Teatro Escuela de Arte en la etapa republicana. Con el amparo del director de la prisión, Juan Sánchez Ralo, Rivas Cherif se decidió a avivar de nuevo su pasión teatral en su vertiente más puramente artística y docente, salvando todas las dificultades técnicas, censorias y morales que el espacio carcelario imponía.

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Hasta aceptar la dirección del Cuadro artístico del Dueso, Rivas Cherif había participado, sin mucho entusiasmo, en el Cuadro de Porlier, dirigido por Eugenio Casal; había rehusado un nuevo ofrecimiento en el Puerto de Santa María y, con reticencias, había llegado a ser asesor del Cuadro de San Cristóbal. En el Dueso halló un ambiente más propicio y, en febrero de 1943, se hizo cargo de la dirección del Cuadro ya existente en el penal, con la puesta en escena de El fanfarrón, título que se dio a la cervantina La guarda cuidadosa. Después vinieron los montajes de La casa de la Troya, de Pérez Lugín, adaptada por Linares Rivas (mayo de 1943); El gran teatro del mundo, de Calderón (junio de 1943); ¡Es mi hombre!, de Arniches (julio de 1943); El garrote más bien dado (título original de El alcalde de Zalamea calderoniano, agosto de 1943); El retablo de Maese Pedro y Los baños de Argel, de Cervantes; Los aparecidos, de Arniches; Las aceitunas y La carátula, de Lope de Rueda (septiembre de 1943); Abén Humeya, de Martínez de la Rosa (octubre de 1943) y La leyenda de don Juan, reproducción del primer montaje de la TEA republicana, con textos de Molière, Tirso, Zorrilla y Espronceda (noviembre de 1943).

El entusiasmo creciente de los actores reclusos y los éxitos de estas primeras representaciones del Cuadro, a las que asistieron miles de reclusos y parte representativa de la élite gobernante local, animaron a Rivas Cherif a ampliar su campo de acción y a esbozar un programa de estudios y actividades que llegaron a convalidar el entonces obligatorio meritoriado. Presentado el proyecto en septiembre de 1943 ante el Patronato de Prisiones, se trataba de superar los estrechos límites puramente recreativos de los Cuadros al uso en las prisiones y de dotar a la experiencia de un cariz artístico y educativo tan singular como insólito. Rivas Cherif creó así una verdadera escuela profesional de teatro, con clases que abarcaban desde la «Técnica del actor» hasta la «Historia del teatro español», junto con el estudio de la «Teoría y práctica de la literatura dramática» y de la «Escenografía y oficios auxiliares», con talleres propios de pintura, sastrería, confección, decoración y utilería que completaban los estudios teóricos de los alumnos reclusos.

La práctica escénica continuó siendo, entre noviembre de 1943 y enero de 1945, la actividad más resonante del Teatro Escuela, en el cerrado ámbito de la prisión, con un repertorio prisionero, como sus protagonistas, de la cultura oficial: El peregrino atlante (adaptación libre de El divino impaciente, de Pemán, diciembre de 1943); La vida es sueño, de Calderón (febrero de 1944); Las grandes fortunas, de Arniches (abril de 1944); Rumbo a Cardiff y En la zona prohibida, de O'Neill (mayo de 1944); Hamlet, de Shakespeare (septiembre de 1944); Los intereses creados y Espejo de grandes, de Benavente (octubre de 1944); De lo pintado a lo vivo, de Juan Ignacio Luca de Tena (noviembre de 1944); La dolorosa, zarzuela del maestro Serrano (diciembre de 1944); La vida es sueño, de Calderón (enero de 1945). El cambio de director de la prisión, a finales de 1944, comenzó a restringir la libertad artística

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de las representaciones, brutalmente suspendidas cuando se ensayaba El mercader de Venecia. El 6 de febrero de 1945, Rivas Cherif, acusado de un fantasmagórico complot comunista, fue incomunicado y toda la infraestructura del Teatro Escuela del Dueso destruida, con lo que la intransigencia política acabó con este dignísimo modelo de «teatro encarcelado pero teatro, paradójicamente, libre», como lo ha definido con acierto Alfonso Sastre809.

Tras una azarosa puesta en libertad provisional, el 16 de marzo de 1946 regresaba Rivas Cherif a Madrid, sin posibilidad de obtener el pasaporte preciso para reunirse con su familia, asentada en México desde 1941. Una nueva etapa, compartida con tantos españoles sometidos al exilio interior, se abría ante él. Apenas instalado en Madrid, trató de buscar acomodo en el mundillo teatral del momento, guiado tanto por su ilimitada capacidad de acción como por la ineludible necesidad de subsistir «contra el viento y las mareas entonces reinantes». Conrado Blanco, empresario del Lara, le permitió realizar, con una compañía improvisada de antiguos amigos (María Cañete, Alfonso Muñoz, Josefina Santaolaria, Julia Caba Alba, José Franco, Antonio Ayora, ambos excolaboradores de la TEA del María Guerrero, Miguel Maciá, Ramón Caballero, expresidiarios y actores del Dueso, etcétera) una breve temporada de verano, cuyos logros más notables fueron el estreno de un drama propio, a falta de otros posibles en tales circunstancias, La costumbre, y la reposición, ahora en estado de libertad bien vigilada, de Los malhechores del bien y Espejo de grandes, ácido homenaje a un Benavente triunfalmente recibido a su regreso de la Argentina, donde había testimoniado su adhesión inequívoca al régimen.

Algunos roces con Conrado Blanco le llevaron a abandonar el Lara y pronto halló la colaboración del agente teatral Fernando Collado y del empresario Enrique Chicote, que le permitieron aventurarse a un ambicioso proyecto artístico en el teatro Cómico en la temporada 1946-47. Asentada la compañía con la incorporación de algunos elementos notables, como su excolaboradora de la TEA Amparo Reyes, concibió una temporada en la que se anunciaron estrenos tan sorprendentes e imposibles como La casa de Bernarda Alba, de Lorca; La dama del alba, de Casona; Como tú me quieres, de Pirandello; El negro emperador, de O'Neill, o El viajero sin equipaje, de Anouilh, entre otros. La evidente osadía de Rivas Cherif sólo puede explicarse en el contexto de la delicada situación del régimen franquista, acosado internacional mente tras la derrota de los fascismos afines y declarado por la ONU amenaza potencial para la paz mundial. Hay datos fehacientes de la utilización política del falso «trabajo en libertad» de Rivas Cherif como pretendido ejemplo de la permisibilidad de una dictadura que buscaba un urgente lavado de imagen. De ahí, tal vez, la sorprendente autorización, por parte de la férrea censura franquista,   —445→   de estrenos tan impensables como los citados de Lorca y Casona, que de no mediar la comprensible oposición de la familia del poeta asesinado y del propio autor asturiano, hubieran tenido lugar en nuestro país muchos años antes de lo que finalmente se lograron. No menos comprensible fue la frustración de Rivas Cherif por la negativa de Casona y la familia de García Lorca y, de hecho, nunca llegó a asimilar la prohibición de lo que consideraba, pese a todo, un «legítimo merecimiento»810. Finalmente, la temporada se inició el 20 de septiembre con la reposición de La costumbre y apenas pudo ofrecer espectáculos escuetamente dignos, como los estrenos de No me esperes mañana, de Horacio Ruiz de la Fuente; Pim, pam, pum, de Valentín Andrés Álvarez o El asesino de Míster Medland, de Forrester. Asfixiado por un ambiente insoportablemente hostil, por el inevitable fracaso de unos ideales teatrales imposibles y por una acuciante situación personal y familiar, Rivas Cherif aprovechó la primera ocasión que se le presentó para abandonar España y, no sin sobresaltos, a mediados de septiembre de 1947 lograba embarcar en Cádiz con destino a México.

Su llegada a este país, cuya generosa acogida a los exiliados españoles de 1939 merecerá siempre el mayor de los respetos y de las gratitudes, tuvo lugar el 3 de octubre de 1947 y abría las puertas a otros 20 años de exilio, ya definitivo, de este veterano hombre de teatro de 57 años. Le avalaban un reconocido prestigio profesional y un crédito personal acrecentado por su fidelidad a sus convicciones políticas en los trances más duros. Y fue calurosamente recibido por familiares, amigos y conocidos. Sin embargo, en este su último exilio tampoco faltaron dificultades de todo tipo, derivadas de su tardía llegada -cuando la mayoría de los refugiados había logrado rehacer sus vidas-, de la ardua lucha por la subsistencia, de algunos recelos insolidarios y, sobre todo, de un ambiente teatral poco propicio.

Desprovisto de los mínimos recursos económicos y de apoyos empresariales sólidos, pronto adivinó Rivas Cherif que su trabajo en México no podía aspirar a empresas comerciales de envergadura. Estas circunstancias restrictivas y su propio talante artístico le llevaron desde un principio a retomar la fórmula del teatro experimental y vanguardista, sobre la base del teatro-escuela ensayado con éxito en etapas anteriores, con pequeños grupos de actores jóvenes que tendieran a la autofinanciación. Por eso su búsqueda de un espacio escénico para el teatro español en el ámbito mexicano se desarrolló, casi siempre, al margen del profesionalismo y de la industria teatral. Sus primeros montajes, iniciados aquel mismo otoño de 1947, fueron un homenaje a Cervantes promovido en el teatro Bellas Artes por la Unión de Intelectuales Españoles (La guarda cuidadosa y El viejo celoso) y La vida   —446→   es sueño, de Calderón, en función de gala en honor de la Unesco. Tras un fallido ensayo de temporada comercial en el teatro Fábregas, Rivas Cherif se decide a recrear, hasta 1949, la TEA, esta vez sigla del Teatro Español en América, «expresión cabal del sentimiento hispánico», que pretendió ser una compañía experimental a la que nada español le fuera ajeno. La experiencia saldó su difícil andadura con unos cuantos montajes de mérito (Esquina peligrosa, de Priestley; Mirandolina, de Goldoni; El caso de don Juan Manuel, de Agustín Lazo; Don Juan Tenorio, de Zorrilla; Los árboles mueren de pie, de Casona) y un notable fracaso económico y de público, a pesar del reconocimiento de la crítica.

Más gratificante resultó su experiencia en Puerto Rico, adonde acudió en septiembre de 1949, invitado a dirigir el Teatro Rodante Universitario, inspirado en los modelos de teatros estudiantiles ambulantes. Su trabajo se completó hasta 1952 con varios cursos de teatro y literatura española impartidos en las universidades de Río Piedras y Mayagüez y con la refundación de la TEA de Puerto Rico en el Municipal Tapia, que contó con Mona Martí y Amparo Villegas como primeras actrices. Allí puso en escena de nuevo Los árboles mueren de pie, Yerma, La malquerida, Esquina peligrosa y El alcalde de Zalamea y logró estrenar, por fin, La casa de Bernarda Alba. En 1953 amplió su actividad teatral a Guatemala, contratado por el Teatro de Arte, donde inició sus actuaciones de bululú, como actor único de todos los personajes de obras como La reina castiza, de Valle-Inclán, y el Ñaque de las bodas de oro con Talía, adaptación libre de Chalcas, de Chejov.

Su regreso a México a finales de ese año 1953 será definitivo hasta su muerte en 1967. Esta última etapa de su vida le impuso un notable retraimiento en la actividad teatral, tanto por las dificultades económicas para sus empresas como por la competencia que éstas encontraron en una iniciativa entonces emergente, el Teatro Español de México, fundado y dirigido por Álvaro Custodio. Ambas circunstancias adversas determinaron una mayor dedicación a la docencia, al periodismo, a las conferencias y a las funciones «a solo de bululú» como modos forzosos de supervivencia de su pasión teatral. Así, al margen de su empeño siempre vivo por reivindicar la figura de Manuel Azaña, plasmado en la publicación del texto definitivo de su Retrato de un desconocido en 1961 y en sus numerosas gestiones por ver publicadas las Obras completas de Manuel Azaña, destaca en este periodo su dedicación docente en el Ateneo Español de México, en la Universidad Nacional Autónoma o en la Universidad de las Américas de México, simultaneada con innumerables conferencias en otros centros culturales. Por otro lado, acrecienta su labor crítica y memorialista en numerosos artículos aparecidos en publicaciones como Novedades, Excelsior, El Nacional, Boletín Teatral y Libros Selectos. En este sentido, hay que destacar los más de 500 artículos de su colaboración semanal en El Redondel, mayoritariamente dedicados a temas teatrales, aunque también se ocupó del cine,   —447→   el ballet, la música y los toros. En ellos nos ofrece una panorámica de la actualidad teatral mexicana y mundial, a la vez que traza una amplia y lúcida memoria viva del teatro español del primer tercio de nuestro siglo, del que había sido protagonista y privilegiado testigo directo, en largas series tituladas «Calendario del aficionado», «Anales de Tito Liviano», «El teatro en mi tiempo» o «Memorias de un apuntador».

Entre tanto, sus iniciativas teatrales, condicionadas por la falta de apoyos institucionales y empresariales, fueron decayendo en sucesivos intentos, cada vez más esporádicos y reducidos. En 1955 dirigió su última compañía profesional, la Sociedad de Altas Comedias, en el teatro Sullivan; en 1956 fundó el Teatro Club de México; un año más tarde, la Asociación en pro de un Teatro-Escuela Autodidacta; y en 1961, el Aula Mínima del Teatro-Escuela de Arte. Este impenitente hombre de teatro compensó el eco decreciente de tales empeños con la íntima satisfacción personal de sus cada vez más frecuentes actuaciones «a solo de bululú», que amortiguaron su soledad artística, lúcida y serena, humilde y digna, y mantuvieron viva hasta el final de sus días su desbordante pasión teatral, animada por un espíritu siempre joven.