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ArribaAbajoEl Caudillo, tragedia inédita de Segundo Serrano Poncela

Francisca Montiel Rayo. GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona


Como hiciera en ocasiones anteriores, el 11 de junio de 1965, en carta enviada desde su exilio en Caracas, Segundo Serrano Poncela anunciaba a Max Aub que estaba ultimando la redacción de una nueva obra que había titulado El Caudillo880. No se trataba de otro ensayo literario ni de una de sus narraciones -trabajos y creaciones que actualmente resultan difícilmente accesibles al lector interesado y al estudioso, no sólo por haberse editado buena parte de ellos en América, sino, lo que es mucho más grave, por el olvido institucional y editorial en el que, todavía hoy, se mantiene en España a los escritores del exilio republicano de 1939881. En El Caudillo, Serrano Poncela ensayaba por segunda vez el género teatral, pues otra obra dramática, Esa verde salamandra, compuesta en 1958 e inédita también, había supuesto su primera incursión en una categoría literaria por la que sintió especial atracción y que, una vez concluido El Caudillo, no volvería a intentar más882. Durante varios   —522→   años, la obra suscitó en Serrano Poncela recelos diversos. Al entusiasmo inicial con el que se refería a ella en la carta enviada a Max Aub a la que he aludido, se sobrepondría después el escepticismo. Interesado en su publicación, envió el texto a las editoriales mexicanas Siglo XXI, primero, y, más tarde, a Joaquín Mortiz, donde Max Aub venía publicando. Era al dramaturgo Max Aub al que le solicitaba entonces su parecer: «¿Querría usted leerle y al mismo tiempo opinar si es publicable? Yo lo envié ahí -le escribía en una carta fechada el 21 de septiembre de 1967- después de tres años de encarpetado, en un momento de euforia que pasó. Pueden reactivarla o remitirla». La correspondencia entre ambos escritores, interrumpida en 1969, no contiene el juicio que Serrano Poncela esperaba, como tampoco se mencionan las causas por las que las casas editoras a las que había sido remitido el original no accedieron a darlo a la luz883.

Sin embargo, ni las dudas acerca de su valor ni la imposibilidad de publicarlo consiguieron debilitar el interés que Serrano Poncela sintió por El Caudillo. Porque poco antes de morir en 1976 hubo de hacer, al menos, una revisión de la obra. Conocida la defunción de Francisco Franco, Serrano Poncela situó la acción dramática en la primavera de 1975, meses antes de aquel 20 de noviembre con el que acababan los ya históricos cuarenta años durante los que se prolongó su dictadura. El tiempo transcurrido había confirmado la muerte del personaje, que su autor presumía no muy lejana al escribirla, e invalidaba en parte las razones que lo llevaron a componerla. A pesar de eso, Serrano Poncela, fiel a la idea original, sólo retocó algunas de las referencias temporales que aparecen en el texto, y, aunque caracterizó al anciano general con las señales del deterioro físico que las fotografías de la prensa de la época no pudieron ocultar, no alude al periodo total de su mandato, sino a los veinticinco primeros años de su gobierno, aquellos «veinticinco años de paz» que tan impune como teatralmente osó conmemorar en 1964, meses antes de la finalización anunciada de la obra884.

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El eco internacional de la celebración de aquellos fastos pudo actuar como detonante o como coadyuvante en el proceso de composición de El Caudillo. Un cuarto de siglo de exilio había supuesto para los republicanos alejados de España un tiempo más que sobrado durante el que pensar y sentir, al compás de los acontecimientos, diversidad de opiniones e impresiones. El gobierno de Franco, reforzado internacionalmente en 1950 por la decisión de la O.N.U. de cancelar un acuerdo de 1945 por el que se condenaba al régimen español, podía prolongarse hasta la defunción del dictador. Esta extendida y razonable convicción, que desvanecía las ya exiguas esperanzas de los exiliados, contribuyó a perfilar la visión de España que Serrano Poncela fue forjando durante su largo destierro y sobre cuyo futuro reflexionó en El Caudillo. ¿Cómo evitar que el dictador se perpetuara en el poder? Serrano Poncela partió de la consideración de Francisco Franco como el autoerigido mito de un pueblo que estaba obligado a aceptarlo, que lo había soportado ya durante demasiados años. Era, por tanto, su peculiar «héroe», un héroe cuya trayectoria se proponía revisar con la ayuda de un modelo literario, el de la tragedia clásica griega885. Conceder al dictador la dignidad de héroe clásico no respondía, por tanto, a intenciones meramente estéticas; revelaba la valoración de la figura de Franco y el paralelo análisis de la realidad española que el desterrado Serrano Poncela fijó en El Caudillo y que, a tenor de su interés por la obra, no habría de modificar ya.

En evidente parentesco con Edipo Rey, de Sófocles -y las interpretaciones psicoanalíticas difundidas a partir de la lectura de Freud-, y de la trilogía de Esquilo, La Orestíada886, Serrano Poncela sometió al protagonista a un juicio del que se proponía extraer reveladoras conclusiones. Se trata del único juicio posible, el que pudo tener lugar en la conciencia de Franco en un supuesto momento de preocupación o debilidad del «héroe». Semejante planteamiento argumental exigía una dramaturgia compleja que Serrano Poncela quiso hacer compatible con los elementos constitutivos de la tragedia, con el respeto a los preceptos aristotélicos. Estructurada en cuatro grandes partes, esta moderna tragedia se inicia con una suerte   —524→   de prólogo en donde el personaje principal («ojos fatigados y nebulosos, flácida piel, descarnada calavera, el rictus de la boca triste e indiferente», según podemos leer en una larga acotación inicial [p. 1]) se encuentra en su despacho del Palacio de El Pardo -profusamente descrito también-, a las cuatro de la tarde de un día de abril de 1975, como se ha dicho. Allí recibe en audiencia a tres religiosas, a las que ofrece, para sus obras de «alivio de la pobreza y la protección de la ancianidad desvalida» (p. 4), mucho más de lo que le solicitan. Se trata de un donativo personal, su «acumulación pasiva de riquezas; pasiva e innecesaria» (p. 7), es decir, todos los regalos que, como jefe de Estado, le han hecho durante su gobierno. La verdadera intención de Franco será revelada de inmediato por una de las monjas: el Generalísimo siente cercana la muerte y quiere acallar su conciencia. Ése será su error, con el que se producirá la mudanza de su hasta ahora segura fortuna. La desgracia del héroe se prolongará así durante el resto de la tarde, breve periodo temporal en el que discurre el drama.

La pesadilla de Franco comienza con la entrada del coro (parodos), parte que Serrano Poncela titula «Las Moiras» porque las tres religiosas, a las que el «héroe» ha invitado a salir tras calificar su actuación de inaceptable impertinencia, se convierten en su mente -sacudida por la impresión que acaba de recibir- en Cloto, Átropos y Laquesis, las Hijas de la Noche. Su presencia le recuerda que ha llegado la hora de revisar el pasado. Cubiertas sus caras con «máscaras blancas con dorado relieve provenientes del utillaje sacro de la tragedia griega» (p. 11) -que les confieren un aspecto joven y terrorífico-, y provistas de sus simbólicos husos, se dirigen al Caudillo individualmente o de manera conjunta, y siempre en verso, configurándose de este modo la parte lírica de la tragedia (stasima). Las tres manifiestan su intención de «aguijar» la conciencia de Franco, obligándole a hacer balance de su vida. Son «los preparativos que reclama ese viaje en la barca sin remo» (p. 14). Así, el presente en el Palacio de El Pardo y la recreación de algunas escenas pretéritas de la vida del personaje se alternan mientras Las Moiras observan en silencio esos episodios, para reaparecer al término de los mismos, dialogar sobre ellos con El Caudillo y expresar su lamento (commos). Sus costumbres, revisadas a la luz de sus acciones pretéritas, lo califican y, como a Edipo, pueden proporcionarle el autoconocimiento que decidirá su futuro. Pero Serrano Poncela no se propone una original investigación sobre la personalidad del dictador, una novedosa biografía. La trayectoria vital y los rasgos de su carácter que se recrean eran ya conocidos, o, al menos, fácilmente deducibles. Serrano Poncela los reúne para justificar su verdadera intención, que se revelará al final de la obra. Así, observamos la desmesurada ambición militar del personaje desde que era teniente coronel en África; sus también desmedidos deseos de poder, satisfechos poco después de la sublevación, cuando se procuró la jefatura de la España insurgente con la constitución del partido   —525→   único, que se plantea en la conversación que mantiene en Salamanca con Ramón Serrano Súñer, el cuñadísimo, el 18 de abril de 1937, fecha de la reunión del Consejo Nacional de Falange, tras el que, pese al nombramiento de Manuel Hedilla como jefe, Franco se otorgaría el mando político. El final de la guerra se reproduce en una escena localizada en Burgos el 25 de marzo de 1939. En ella se destaca la premeditación con que Franco quiso asegurarse el futuro, al exigir la rendición incondicional de los republicanos. El 19 de mayo de 1940, un año después de su victoria, asiste al conocido desfile anual. En el altar mayor de la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, donde se celebra un solemne Te Deum, pedirá a Dios, a quien el «pacificador» ofrece una espada, ayuda para conducir al pueblo español a su gloria. Serrano Poncela se detiene en enjuiciar al «héroe» por haber promovido la muerte, el odio y el masivo destierro de sus compatriotas al finalizar la contienda. Átropos lo considera culpable, y quiere que lo reconozca cuando lo increpa: «(...) ¿Qué hiciste, qué fruto / produjo la fría matanza, los fuegos que un día prendieron los tuyos / los otros y todos? En torno a la hoguera danzaron salvajes. / Millones de hombres, danzaron tres años y después sólo tú administrabas / la Paz, el trabajo, el olvido. Tú eras vencedor y Caudillo. / Tribunal y verdugo, portador de la rama de olivo, del bálsamo / el azote, la cadena y el libre volar de los vientos» (p. 44). Las Moiras le recuerdan que su paz fue «la paz del miedo» (Laquesis, p. 49), «la paz de la renuncia» (Cloto, p. 50), Ia paz del rebaño» (Átropos, p. 50). Pero las imprecaciones de Las Furias, su propias cavilaciones, no consiguen más que demudarlo: «Apoyándose en los codos sobre la mesa, esconde también la frente entre ambas manos y se aprieta las sienes, cerrados los ojos, contraído el ceño, temblándole la flácida piel de la garganta que una respiración agitada hace temblar. Los escasos cabellos, sobre sus orejas, se han alborotado; su cerviz late, se le han hundido los hombros. Es, en verdad, una ruina sin el esplendor ficticio que concede a las ruinas humanas el aparato público del poder» (p. 53). Porque el Caudillo hallará en todo momento justificación a las acusaciones que se le imputan: su intransigencia militar era necesaria para hacerse respetar; nadie pudo compartir con él el mando de la nación porque él era el elegido; la represión estaba encaminada a atajar el peligro del comunismo. Nos hallamos ante la hybris, el orgullo y la obstinación del héroe, quien se niega a aceptar, pese a las advertencias de Las Moiras, pese a las tribulaciones de su propia conciencia, que debe llegar al reconocimiento de sus numerosas faltas. El hacedor de la «cruzada» esgrimirá entonces una excusa coherente: sólo rendirá cuentas ante Dios.

Rechazadas Las Parcas en su conciencia cristiana como interlocutoras válidas, Franco retornará al estado de vigilia -señalado por el sonido insistente de un simbólico reloj- mientras las figuras femeninas recobran su original aspecto para abandonar la sala. El Caudillo es ahora atendido por su secretario y su médico, quien le   —526→   administra un estimulante, Solo otra vez en su despacho, la luz y el sonido del reloj señalarán el camino inverso al recorrido momentos antes: el personaje se traslada nuevamente de la realidad al sueño. Se inicia así la segunda parte, titulada «Conversación con Satán». Del tapiz que preside la estancia, última visión del protagonista, surge la figura de un moderno diablo, quien recita unos versos antes de su irrupción en escena y va a continuar la labor emprendida por Las Moiras, no desde el ámbito pagano que éstas representan, sino desde su condición religiosa, cumpliéndose así la exigencia que el «héroe» se ha autoimpuesto. Será a partir de este momento el adversario de Franco, su acusador, su fiscal imaginario, el instrumento de la justicia, como Dios lo es del amor; actuará a modo de corifeo de la tragedia griega. Los nuevos episodios que se suceden constituyen en esta sección, la más extensa de todas, el pathos, el sufrimiento creciente del héroe.

Franco declina la invitación de llamar a un defensor porque desconfía de todos cuantos pudieran acudir en su ayuda. Será él mismo quien se exculpe. Por esa razón, Satán iniciará el agon, el enfrentamiento dialéctico con el acusado, actuando como un psicoanalista. El héroe, «tendido como estás sobre el lomo de tu propia conciencia» (p. 83), según le dice Satán, va a ser visto, a la vez, como culpable y víctima, víctima en su caso de sí mismo. Aparecen de este modo los complejos que, generados en la infancia, forjaron su carácter; se descubre su incapacidad para sentir el amor; sus justificaciones de la crueldad de la guerra; su defensa de la represión posterior; las causas de su negativa a participar en la segunda guerra mundial. Nuevamente Serrano Poncela, como hiciera por boca de Las Moiras, reprochará al acusado su desinterés por la reconciliación: «He aquí el texto que debió ser tu primer decreto: «Españoles, la guerra ha terminado. Las armas se han depuesto. Sólo tengo un programa que ofreceros: desmemoriarnos. Vamos a levantar sobre bases más justas el vivir colectivo. Repartiremos la pobreza, el sufrimiento y el olvido. El vencedor no gozará de privilegios»» (p. 99). Sin embargo, Franco sólo promovió «el presidio o el destierro. Y en casos benévolos, la indiferencia y el desprecio cuando acá volvían» (p. 106). A pesar de las acusaciones, El Caudillo repite mecánicamente los logros de su mandato; considera que su pueblo, entusiasmado por los beneficios del desarrollismo económico, es feliz, aunque, ingrato con su «conductor», no agradece sus desvelos. Por tanto, debe seguir gobernándolo hasta su muerte. Su orgullo, presunción y soberbia le dictarán una nueva línea de defensa: además de Dios, sólo admitirá el juicio de la Historia.

Esta obstinación del «héroe» obliga a Satán a iniciar con él un viaje. Situada la escena a partir de ese momento ante la desnuda losa abierta que Franco dispuso para sí en el emblemático Valle de los Caídos, ambos se encontrarán desde entonces, como en La Divina Comedia, entre los muertos. Buena parte de los más de cuarenta personajes que componen la obra desfilarán ahora ante El Caudillo para   —527→   juzgarlo desde lo que fueron y lo que representan. Un nuevo Franco, convertido en personaje, encabezará el cortejo, mientras El Generalísimo lo contempla. Es un bufón que evoluciona en escena «alegre, rijoso e irreverente» (p. 115). Es el Francisco Franco reprimido por el que quiso y consiguió ser El Caudillo, que ahora se ve liberado por momentos; la viva imagen de sus contradicciones. El personajillo le reprochará su castidad: «Fuiste un frígido (...) Un frígido repleto de inhibiciones y complejos (...) Te has perdido algo de lo mejor. ¿Y a cambio de qué? Violaste a un país, es cierto. Poseíste a todo un pueblo. Claro que la posesión fue metafórica. Digo, ¡tremenda metáfora!» (p. 115). Sustituyó la vida por las oraciones: «Soy soberbio y rezo; soy cruel y rezo; soy aburrido y rezo. Rezo porque tengo que vivir. Rezo porque tengo que morir. Rezo a todas horas» (p. 116), dice el bufón al recrear el pensamiento de El Caudillo. Abraham le recordará más tarde que su primer apellido es de origen judío; el papa Pío XII lo alabará por haber hecho de España la reserva espiritual de Occidente, mientras el cardenal Segura, por su parte, lo culpará de incompetencia y fariseísmo por no haber construido un verdadero estado teocrático. El catolicismo del régimen ocasionará, entre los testimonios aportados, la primera controversia.

Aparecerán asimismo otras personalidades de la historia que lo habrán de juzgar como estadista. Felipe II, con quien se inicia la Leyenda Negra de España, resultará ser el modelo que Franco siguió en su anacrónica trayectoria: «¡Extraña pareja! Solo que aquél fue original y éste es un calco borroso» (p. 125), dice Satán en un aparte. Hitler lo tachará de traidor. Maquiavelo lo considerará, más que un verdadero príncipe, «un buen político. Diluido en caldo de provincia pero bueno. Un cacique de altura» (p. 133). La elocuente figura de otro monarca español, Fernando VII, integrará una ronda a cuyo frente se sitúa Valle-Inclán, y que está compuesta también por un ciego, el enano Pablillos, Girolamo Savonarola, el rey de espadas de la baraja y la tarasca. Las figuras grotescas danzan al son de una música ramplona y el dramaturgo gallego anuncia la intervención del ciego, quien recitará el Romance del Caudillo Ramón. El general detendrá al vulgar rapsoda, pero Valle-Inclán no renunciara a explicar su presencia allí. El gobierno de Franco es la continuación de su inconcluso ciclo de El Ruedo Ibérico: «Tú has sido el principal protagonista de un esperpento que no podré escribir jamás pero sí representar en el plano astral, o mejor dicho, espectral donde me han acomodado. En tu biografía encontrarán los poetas de tiempos futuros dos faces complementarias: la faz de la tragedia y la faz de la broma y el humor negro. ¡Qué problema para la poética de Aristóteles! Yo me inclino, por carácter, a subrayar la segunda con el arte de mis muñecos imaginarios» (p. 150). Para el personaje Valle-Inclán la tragedia de Franco no era tragedia; era el esperpento. Para Serrano Poncela, como se propuso realizar en El Caudillo, «por carácter» y por convicción, si lo fue. Los espectros valleinclanianos iniciarán la representación de una farsa, un juicio dentro del juicio -teatro   —528→   dentro del teatro- en el que condenarán al acusado, a quien proponen castigarlo con penas propias del teatro de guiñol: «Mil azotes propongo con la cola de gato (p. 156); sobre esta plataforma le untaremos de brea. / Contemplará in aeternum su sacrosanto ombligo» (p. 157), dirá Pablillos. Cuando El Caudillo siente que la fatiga, la indignación y la inseguridad le atenazan; cuando vuelve a constatar que está solo, no puede sino realizar la autognosis que Satán le propone y que él rechaza, o bien aceptar el fallo que le impongan, extremo éste que le llena de temor. Pero como la anagnórisis derivada de la revisión de su pasado no es posible en tan particular «héroe», y han sido desechados los jueces y testigos que han tomado parte en la vista preliminar, sólo cabe un último recurso: será el pueblo español, víctima directa del tirano, quien lo juzgue.

Una espesa niebla y los gritos desesperados de Franco, que reclama más tiempo de vida, dan paso a la tercera parte, titulada «El Gran Juicio». En una torre circular, cinco personajes enmascarados monologarán sucesivamente. Son El Desilusionado, El Ideólogo, El Oportunista, El Vencido y El Vencedor -la representación de España, que ahora se dispone a juzgar al «héroe». Lo absolverán, lógicamente, tanto El Vencedor -quien no sólo afirma «poseemos la verdad que conceden la victoria y el paso del tiempo» (p. 182), sino que amenaza a cuantos pretendan destruir la obra de El Caudillo- como El Oportunista, que prefiere el régimen conocido a la incertidumbre que podría derivarse de su ausencia. Sin embargo, El Vencido, que no olvida ni perdona, que espera que el reloj de la historia, detenido el 18 de julio de 1936, se vuelva a poner en marcha, y El Ideólogo, quien denuncia sus prácticas reaccionarias, lo condenan. El Desilusionado, finalmente, no emitirá voto alguno «porque lo pasado, pasó. No hay que volver a ello. Es un fantasma» (p. 180). Cree, por tanto, que debe ser el propio caudillo quien decida. La intervención de Satán promoverá el diálogo entre los cinco personajes, pero es un diálogo que no concluye porque no hay acuerdo entre ellos, como sucede en la conversación que mantiene en un café madrileño un grupo de españoles en la tercera de Las Vueltas de Max Aub887. La coincidencia no es casual. Serrano Poncela leyó la obra dramática que el autor mismo le había enviado mientras escribía El Caudillo, como le reconoció a Aub en carta del 11 de junio de 1965: «La tercera «vuelta» es un documento sociológico y una estupenda exposición dramática conversacional (...) Me ha venido muy bien para ambientar los finales [de El Caudillo]». Hay que precisar, sin embargo, que la deuda contraída con la creación de Aub era puramente formal; la idea que subyace en El Caudillo había sido expuesta por Serrano Poncela con anterioridad y de manera reiterada en la correspondencia que venía manteniendo con Aub888.

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Una «súbita oscuridad» (p. 187) nos devolverá al espacio inicial, el despacho de Franco en el Palacio de El Pardo. Allí, un Caudillo nuevamente despierto será conducido por su secretario y su médico a sus habitaciones. Ha concluido la pesadilla del «héroe». Al mutis de los tres personajes se sucede la intervención final de Satán (éxodo). Esta última parte, «El Veredicto», contiene los resultados de la reflexión sobre el futuro de España que llevó a Serrano Poncela a componer El Caudillo. El imaginado juicio ha sido un juicio imposible. El «héroe», como el autor ha querido evidenciar, nunca renunciará motu proprio a ejercer su poder omnímodo. Esa certeza lleva aparejada otra más terrible aún: la necesidad, la urgencia de intervenir en el presente de España, la imposibilidad de aguardar la llegada de un futuro mejor. La ocasión de juzgar a Franco que han tenido los cinco personajes que representaban a treinta millones de españoles ha sido desaprovechada. A ellos, responsables últimos de la situación del país, al parecer de[ autor, van dirigidas los minutos finales de la obra. El sentido de los versículos del Apocalipsis que se proyectan en un gran telón blanco que desciende sobre el escenario refuerza las últimas palabras de Satán:


Tú, pueblo tranquilo, reposa en paz. Reposa o decide:
Agita las aguas del tiempo. Retorna al pasado.
Abre las arcas de la guerra. Impulsa o espera.
Sean tu voluntad, tu proyecto, tu sueño.
Los pueblos soportan sus caudillos; los caudillos
que se merecen. Los pueblos hacen y deshacen caudillos.
(...)
Si tú que sufriste la carga y el duelo respondes con silencio,
¿dónde queda tu sabiduría?
Palabras son de sabio:
Si tú que pagaste denario por la prueba respondes con silencio,
¿dónde queda tu sabiduría?


(pp. 194-195).                


La catarsis que Serrano Poncela pretendía resulta elocuente. Las conclusiones que se derivan de El Caudillo tendrían que tener repercusión en el público. Así, la elección de la tragedia como el género más adecuado para desarrollar sus intenciones podría haber constituido un acierto del autor. Pero, como se deslizó en el propio texto, Serrano Poncela sabía las dificultades que entrañaba su puesta en escena889. El Caudillo es, por consiguiente, una obra dramática imposible desde su concepción.   —530→   Si toda pieza teatral se crea para su representación, la que escribió Serrano Poncela no podía contar más que con un público quimérico, y no el público al que, paradójicamente, está dirigida. La finalidad perseguida en ella -la exhortación al pueblo español- no podría alcanzarse nunca mientras persistieran las condiciones que la hacían urgente y necesaria. De poder representarse en España, su contenido dejaría de tener sentido; mientras su argumento estuviera vigente, no podría ser puesta en escena en el país. Sólo por esa razón conviene aceptar que el autor la considerara en el momento de su composición «teatro para leer, novela dramatizada»890, pese a ser, formalmente, una obra dramática de pleno derecho cuya calidad, como puede deducirse de las dudas que le suscitó al propio Serrano Poncela y de la envergadura del propósito, no es notable. El teatro fue, quizás, la gracia que no quiso darle el cielo. «A mí me hubiera gustado escribir teatro; supongo que hay un nervio especial que no poseo -o cuando menos no lo he descubierto y ya dudo en hacerlo», confesó a Max Aub después de escribir Esa verde salamandra y antes de emprender la escritura de su segunda y definitiva obra dramática891.

El valor de El Caudillo, superado el interés que pueda suscitar la incursión de Serrano Poncela en el género teatral, se cifra en su contenido. El Caudillo es la reflexión sobre España que Serrano Poncela realizó desde su irreversible destierro. Una firme visión de España que explica el apego a una creación que contenía, al mismo tiempo, problemas obvios. Una visión de España, también, profundamente polémica, envés en cierta medida de la imagen de los españoles en el destierro que Max Aub había ofrecido en el relato «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco»892. El deseo, la necesidad que tuvo este expatriado, quizá uno de los que más fuertemente sintió el desarraigo del destierro, o con toda probabilidad uno de los que más descarnadamente lo expresó -recordemos sólo una novela suya, Habitación para hombre solo893-, desdibujaron en su mente la realidad española de aquellas décadas. Al escribir las palabras finales de El Caudillo antes citadas, Serrano Poncela pareció olvidar que si el exilio fue una insufrible condena, también fue dura la resistencia antifranquista que llevó a muchos españoles a las cárceles o a la muerte. Recordemos que el 2 de marzo de 1974 eran ejecutados a garrote vil el anarquista catalán Salvador Puig Antich y Heinz Chez, o que el 26 de septiembre de 1975 Franco firmó cinco sentencias de muerte que serían cumplidas al amanecer   —531→   del día siguiente. Recordemos, ahora que se cumplen 20 años de la muerte real del general Franco que Serrano Poncela imaginaba cuando escribía El Caudillo, que todavía debemos volver a aquel oscuro tiempo para explicar el presente de España, condicionado por una transición política en la que la sombra del dictador fue, por desgracia, demasiado alargada. Recordemos y comprendamos asimismo que Segundo Serrano Poncela, profundamente dolorido, fue un republicano español exiliado en 1939 que en los años sesenta, cuando escribía El Caudillo, había llegado al certero convencimiento de que, mientras viviera Franco, no podría regresar a España894.



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ArribaAbajoLa reconstrucción del mito en el teatro de Alejandro Casona

Carmen Núñez Esteban. I.B. Duc de Montblanc, Rubí


«Creo que el sueño es otra realidad tan real como la vigilia»895.



Cuando nos acercamos a la figura de Alejandro Casona desde la perspectiva de un Congreso sobre el exilio literario español, surge inmediatamente el reflejo ya lejano de la polémica que su regreso a España suscitó allá por el año 1962: desde el punto de vista ideológico, ¿era en realidad Casona un escritor exiliado?

Si atendemos a su peripecia personal, la respuesta no puede ser otra que afirmativa. En el año 1934, cuando estrena su primera obra importante -La sirena varada, premio Lope de Vega de 1933- Casona es un autor ligado al pensamiento de izquierda liberal, corriente en la cual también podían incluirse los escritores e intelectuales ligados a la Residencia de Estudiantes o influidos por el espíritu renovador de la Institución Libre de Enseñanza. En aquel momento sus señas de identidad mostraban una formación librepensadora, un matizado distanciamiento de las creencias religiosas, un sentido pedagógico y moral de la obra literaria y, en lo artístico, una cierta nostalgia del macrocosmos modernista.

Su integración durante los años de la República en la tarea de las Misiones Pedagógicas no fue más que la reafirmación de esas señas de identidad que, por otra parte, caracterizaban a la mayoría de la juventud pensante de la época:

(...) Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquélla; si algo serio he aprendido sobre el pueblo y el teatro, fue allí donde lo aprendí (...)896.



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(...) Era un teatro como el que pasa en la carreta del Quijote: sencillo, montado casi siempre en la plaza pública, con un escenario levantado con maderas toscas por los propios muchachos artistas (...) y en pocos momentos estábamos ya en función, regalando a aquella pobre gente olvidada un poco de recreo y bienestar espiritual (...)897.



Esa misma necesidad de un compromiso personal de difusión de la cultura entre las gentes del pueblo es detectable en la orientación de sus primeras obras, sobre todo en la que le dio mayor fama, Nuestra Natacha (1936), y antes, como director del Teatro ambulante o Teatro del Pueblo -cargo para el que fue nombrado en 1931 y que ejerció hasta 1936-, en las adaptaciones teatrales de dos fragmentos de la tradición literaria clásica: Sancho Panza en la ínsula y Entremés del mancebo que casó con mujer brava.

Ese compromiso personal, más ideológico que político, más ético que militante, es el que aleja a Casona de la España beligerante. Decepcionado por la incapacidad de la República para oponerse al oscurantismo de la Santa Alianza entre la Iglesia y la Espada, el dramaturgo emprende en 1937 el camino de un doble exilio: el físico, que romperá en 1962 para asistir al estreno en Madrid de su obra más emblemática, La dama del alba, y el interior, el de la negación de la realidad como aceptación de lo evidente; un viaje cuyo inicio podemos rastrear ya en sus primeras obras pero que se reafirma a partir del alejamiento vital de su tierra.

La lejanía, que no la separación. A diferencia de otros escritores del exilio, Casona traslada a América su mundo dramático, un mundo que allí acabará de perfilar con las características de universo hermético, de microcosmos no sujeto a las limitaciones del espacio y del tiempo, de «realidad caleidoscópica»898, y a la vez, como suprema paradoja de lo aparente, de simple y puro juego teatral.

Cuando en 1962 regresa para estrenar en el teatro Bellas Artes de Madrid La dama del alba, lo hace como escritor del exilio. Su éxito, el «festival Casona» que desencadena, provocan el rechazo de la crítica joven y políticamente posicionada:

(...) Casona, el maldito y exiliado Casona, había vuelto para decirle al público que el «realismo» de que hablaban ciertos jóvenes autores y críticos era una plebeyez cuando no una muestra de ingenuo dogmatismo. ¿Cómo sorprendernos, entonces, de la acogida que le fue dispensada? (...)899.



Con la perspectiva de los años hoy podemos entender cómo el teatro de Casona fue juzgado bajo la óptica de una cierta traición histórica, por parte de críticos   —535→   como R. Doménech, J. Monleón y Á. Fernández Santos, los cuales quizás no tuvieron en cuenta que el bagaje con el que regresaba el dramaturgo ya había empezado a elaborarse antes de abandonar el país en el año 37. Como tampoco valoraron -la rápida asimilación del teatro de Casona por el régimen franquista tuvo la culpa- que la sombra del dramaturgo asturiano alentaba en el simbolismo de los personajes ciegos de En la ardiente oscuridad y El concierto de San Ovidio, de A. Buero Vallejo, o cuánto de casoniana negación de la realidad evidente había en el planteamiento dramático de La Fundación, obra posterior del mismo autor, que sí era aceptado en aquel momento como escritor comprometido con la denuncia y la crítica socio-política.

También resulta notorio que Casona estaba presente en algunas de las obras de los entonces llamados autores «escapistas». En las comedias de Jardiel, E. Neville, López Rubio, Ruiz Iriarte -por citar sólo a los más notables-, e incluso en las de M. Mihura, el mejor de todos ellos, el juego entre realidad y fantasía es una de las claves dramáticas más evidentes. ¿Cómo no pensar en los dos personajes femeninos que plantean el conflicto en La tercera palabra, cuando leemos el inicio de Maribel y la extraña familia de Mihura?

A. Casona regresa por lo tanto de su exilio físico. Exilio que se había iniciado cuando en 1937 llega a México para, a los pocos meses, estrenar Prohibido suicidarse en primavera. Caracas, Montevideo y Buenos Aires serán las etapas de su andadura americana, muchas veces justificada por su ligazón -a la manera benaventiana- con las compañías teatrales españolas, como la de Margarita Xirgu.

Llegados a este punto surge la necesidad de definir lo que hemos dado en llamar el universo hermético de Casona. En efecto, y como he señalado con anterioridad en esta misma comunicación, el Casona transterrado aportará a través de sus obras la visión de un mundo en permanente conflicto entre ensueño y realidad.

Para analizar sus características vamos a fijarnos en tres obras que presentan una cierta unidad de planteamiento dramático. Son, por orden cronológico, La dama del alba (1944), La tercera palabra (1953) y La casa de los siete balcones (1957).

Hemos hablado de universo hermético y, en efecto, es hermético el mundo dramático de las tres obras porque Casona lo modela a partir de la reconstrucción de un mito ligado a sus propios orígenes. Mito primordial -la nostalgia del Paraíso- que el dramaturgo objetiviza en su propia nostalgia de la Asturias natal. De ahí que las tres obras se desarrollen en un único escenario atemporal: la casa solariega, como referente de un mundo natural no contaminado por la civilización.

Las acotaciones con que se inician las tres obras muestran cierta similitud en la concepción del espacio dramático: «Planta baja de una casa de labranza que trasluce limpio bienestar» (DA), «Porche de una vieja casa de campo con fondo de montañas» (TP) y «La casa de los siete balcones, solar de mayorazgos» (SB)900. La descripción   —536→   de la escena abunda en la presencia de adjetivos recurrentes como «limpio», «sólido» y «rústico». Esas similitudes contribuyen a crear, mediante la trasposición de espacios, el escenario único -cuya proyección es la montaña, refugio del misterio último- donde se planteará el drama.

Reconstrucción de un mito que lleva aparejada la certeza de que su propio hermetismo es su salvaguarda. Mundo marcado por leyes propias -las de la Naturaleza- que no debe ser pervertido por nada externo, que siempre resultará ajeno, foráneo, no propio. Un mito que Casona construye a partir de la concepción del mundo rural primigenio como el único donde el hombre puede plantearse sin disfraces su relación con los grandes misterios: Dios, la Muerte y el Amor.

Para desvelar el misterio, Casona escoge el mito poético. Si Valle-Inclán concibe su ciclo mítico en Las comedias bárbaras como un territorio dominado por las pasiones que destruyen al hombre, Casona reconstruirá un mundo poético formado por un permanente juego de oposiciones que sostendrá una realidad cambiante, origen del conflicto. Nos encontramos pues ante un teatro de reflexión poética, de idealización estilizada -que esconde en su metáfora inmediata la presencia de valores absolutos sustentados en criterios culturales o ideológicos-, de difuminación de la realidad en una multiplicidad simbólica que sin embargo la contiene.

Los círculos dramáticos de realidad y transrealidad se superponen a la hora de plantear el conflicto. Así, vemos que en las tres obras el mundo rural aparente proyecta en su interior la negación de la realidad como término inequívoco. Y la imagen que representa esa negación está ligada a la palabra. En La dama del alba, el silencio y la metáfora sirven para definir la trama; silencio de Martín de Narcés -el único que conoce la auténtica verdad-, metáfora en la elisión de los nombres esenciales, Angélica -símbolo de la esperanza en lo imposible-: y La Peregrina, eje poético de la obra, guardiana del Tiempo y medida de éste.

En La tercera palabra, Casona plantea un conflicto pedagógico901: la ley natural frente a la civilización. A través del proceso educativo de Pablo, proyección poética del mito del hombre natural libre, el dramaturgo configura las contradicciones permanentes de lo que llamamos cultura. De nuevo el silencio y la metáfora dimensionarán la situación. Tras el silencio de Marga, la educadora que oculta su temible verdad, se esconde la imposibilidad de enseñar el sentido exacto de las palabras, si éstas son sólo elementos convencionales y no experiencias vitales definitivas. Y la metáfora es Pablo. Construido como personaje-símbolo, Pablo aprende a interpretar la realidad como lenguaje cifrado, desvelado a través de palabras esenciales: Dios, La Muerte y el Amor, esa tercera palabra que da título al drama.

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En el sustrato ideológico de la obra aparece con nitidez la influencia de la propia formación del autor. Maestro de profesión, su primer contacto con el teatro lo tiene a través de la escenificación de leyendas populares en el Valle de Arán, su primer destino como educador. Allí formará con sus alumnos una pequeña compañía de teatro, «El pájaro pinto», que le permitirá poner en práctica algunas de las ideas que caracterizaban el aprendizaje de los jóvenes maestros de entonces. Entre ellas -y resaltamos sólo aquellas cuya presencia resulta evidente en las obras que estamos analizando- la concepción de la educación como un proceso ligado al conocimiento de las leyes naturales, a la salvaguarda de la libertad del ser humano por encima de cualquier sistema y al acercamiento a las ideas trascendentales a través de un pensamiento libre de imposiciones dogmáticas.

La influencia de pensadores como Diderot y sobre todo Rousseau -el Emilio resulta paradigmático en la confección de la personalidad del protagonista Pablo-, junto con la presencia no explicitada de las voces de librepensadores como el Abate Marchena o C.F. Volney -autor de la famosa obra Las ruinas de Palmira, libro de cabecera de muchas promociones de maestros-, modelan la intencionalidad de Casona a la hora de construir un soporte de ideas que justifique el conflicto y trascienda el puro juego teatral. Porque a través de la ironía, el humor y el lenguaje poético -que de alguna manera soterran la evidencia del contexto ideológico-, aparece ante nuestros ojos un retazo no mencionado de ese mundo mítico que Casona se esfuerza por reconstruir.

En La casa de los siete balcones el silencio está personificado en Uriel. Atenazado por una realidad que le oprime, y cuyo principal referente es la figura del padre, su negación del lenguaje será signo de identidad con una realidad paralela, a la que sólo pueden acceder las sombras de sus seres queridos y tía Genoveva. Esta última, genial constructora de mundos simultáneos, posee la única clave para descifrar el enigma de lo aparente, la única palabra capaz de conmover el mundo: «ombú». Y cuando esa palabra es pronunciada, la realidad mezquina y codiciosa de los otros personajes desaparece para ceder su lugar a la confirmación de la esperanza: el ensueño se hace realidad. Pero la metáfora que es Uriel no tiene cabida en el nuevo mundo creado y por medio de la palabra escapa allí donde sabe que existe la felicidad recuperada. «No» será su única palabra y su negación a aceptar la realidad.

La figura de tía Genoveva, uno de los grandes personajes del teatro de Casona, nos trae a la memoria el drama de F. García Lorca Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. Personajes ambos -Rosita y Genoveva- modelados a partir de su rebeldía interna frente a la verdad. Personajes que escapan a la asfixia social a través de la negación del tiempo y de la desesperanza. Si la metáfora lorquiana de la «rosa mutábile» describe el drama de Doña Rosita, en la obra de Casona serán los   —538→   abanicos y los árboles símbolos propios de la realidad de Genoveva.

Hemos hablado del juego de opuestos como soporte de la transrealidad y, aunque sea brevemente, resulta significativo comprobar cómo la citada oposición deviene de alguna manera en desdoblamiento o proyección de símbolos poéticos encarnados en personajes. De entre todos ellos, el símbolo supremo: la Peregrina. La dama errante que gobierna el tiempo y que, sin embargo, desearía tener corazón para amar y cumplir con su condición femenina. Sus lamentos por la inexorabilidad de su destino, su abandono ante los juegos infantiles, su deseo de vida, de calor, y de la existencia de una fuerza más poderosa que pudiera detener sus pasos, son los elementos poéticos más conseguidos de la dramaturgia de Casona. Y la mejor prueba del juego de opuestos en su proyección simbólica. Pues la Dama del Alba contiene en su configuración dramática su propia esencia destructora -acude puntualmente a sus citas-, pero al mismo tiempo también desea sentir la vida como parte de sí misma.

Frente por frente, el ser humano. El dominio de la verdad es su espacio vital, ya sea porque se siente ligado a las leyes de la Naturaleza o porque, conocedor del engaño, lo silencia o lo rechaza. Y a su alrededor, la esquematización poética de las pasiones, fuerzas destructivas de las cuales sólo es posible escapar a través de la transrealidad.

(...) Yo vivo en el teatro y cuando llegué a América me encontré con un problema. ¿Podía plantear en una sociedad que apenas conocía una dramática de las contingencias? ¡No! Hube de apoyarme en lo que es permanente y universal en el hombre. Por otra parte, yo estaba en casa ajena y no podía denunciar, instruir.. Tenía que escribir el teatro del amor, del odio, de la venganza... Por eso se me puede acusar, con razón, de estar desligado del dato contingente, pero no del hombre (...)902.



Estas palabras de Casona intentaron en su momento justificar su creación de un mundo poético ajeno al momento histórico. Quizás, desde la lejanía del tiempo, todavía seamos capaces de rescatar su indudable talento escénico y concebir su realidad poética como un simple y puro juego teatral, metáfora amable de la realidad vital. Del tiempo que le tocó vivir, otros sin duda hablaron con más claridad.



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ArribaAbajoImplicaciones biográfico-existenciales en el teatro de Max Aub: el tema del exilio en Los trasterrados

Veronica Orazi. Università di Firenze


Las resonancias íntimas que se transparentan en las páginas del hombre de letras cuya existencia ha sido marcada por el exilio se adivinan a menudo a lo largo de la obra de Max Aub.

Las cuatro piezas de Los trasterrados (A la deriva, Tránsito, El puerto, El último piso), breves, sumamente incisivas, sugieren aspectos apenas esbozados que estallan, en su significación existencial, a pesar -o gracias- a su concisión, por sus implicaciones políticas, ideológicas y humanas. Estos textos nos ofrecen una visión caleidoscópica, en que se combinan indistintamente los temas íntimos del hombre que va a dejar su país (El puerto), que lo ha dejado ya (A la deriva, Tránsito), que sigue permaneciendo en el exilio desde hace largos decenios, acompañado por la misma esperanza, levemente ofuscada -sólo en apariencia- por el paso del tiempo (El último piso).

Los trasterrados, en el análisis de su estructura textual y de sus implicaciones literarias y humanas, nos describe el drama del exilio según la voz de uno de sus testigos. Su íntima conexión con la habilidad compositiva del autor, con la capacidad de 'construir' la pieza teatral, encajando imperceptiblemente en cada intervención un elemento nuevo, componiendo ante nuestros ojos un ejemplo de perfección estructural, exalta la significación biográfico-existencial del texto, cuyo inmenso valor lo representa la resonancia existencial. El hombre, antes que el escritor, vive dramática y profundamente la terrible experiencia del destierro, transfundiendo en la escena, en los actos y en las palabras de los personajes retratados, el sentimiento trágico, la aparente resignación, las palpitaciones más íntimas del alma humana.

En cada pieza el autor articula de manera diferente una estructura, que viene a constituir el soporte literario adecuado a la expresión de las distintas realidades interiores del individuo, arrastrado por los eventos hacia el alejamiento forzado de su tierra. Este soporte se vuelve pronto consubstancial al factor humano, inseparable del   —540→   núcleo de experiencia individual.

Cada acto único sugiere una visión diferente, un aspecto distinto de la compleja dimensión interior y de sus resonancias más profundas, descubriendo las polifacéticas y contradictorias posturas emotivas frente al evento epocal que el destierro representa. El análisis de la estructura textual evidencia la naturaleza específica de cada pieza, subrayando su unicidad.

En A la deriva903 la caracterización del ambiente sugiere una atmósfera de tristeza y desolación: la escena tiene lugar en el cuarto de un hotelucho, de noche. Al levantarse el telón no hay nadie en la escena y una luz amarillenta ilumina sin fuerza la habitación. Todo es triste: los enseres, el papel en las paredes; quizá llueve, afirma Aub en la acotación inicial.

El acto único narra la historia de dos personajes, un hombre y una mujer que, unidos en el pasado, se perdieron de vista para volver a encontrarse casualmente en París, en vísperas de la segunda guerra mundial. Obligados a dejar su país y refugiarse en el extranjero, él perseguido y encarcelado, ella resignada a prostituirse, su encuentro inesperado desencadena reacciones distintas. Al principio recuerdan los días pasados, su vida; luego vuelven a su triste realidad presente, irremediablemente distantes ya uno de otra. En esta diferencia estriba el núcleo del drama existencial, en que se desnuda a un alma lastimada por la llaga siempre abierta del destierro.

La técnica compositiva se fundamenta en el gradual descubrimiento de datos que van enfocando una dimensión pretérita olvidada, pero que pone de manifiesto, gracias a una concatenación de preguntas en apariencia insignificantes, una red invisible que relaciona a los dos personajes.

Así pues, en el recorrido que del pasado lleva a la actualidad contingente de la representación desfilan, concretándose en el final, las íntimas transformaciones y sufrimientos que esbozan dos aspectos distintos y opuestos de un drama interior.

la estructura textual se articula en una serie de indicaciones que nos descubren lentamente la identidad de los dos protagonistas: algunas de ellas son claras y se refieren a los dos personajes por separado; algunas son comunes, relativas a ambos; otras son simples alusiones que, de todas formas, sugieren más información. Finalmente, volvemos al presente de la actuación escénica con la descripción de los sentimientos y de la situación actuales de ambos protagonistas. El autor abre un resquicio a través del que podemos escudriñar dos figuras todavía confusas, pero que van adquiriendo un perfil más definido, permitiéndonos entrever cada vez con mayor claridad los bultos indistintos encontrados al principio.

En este punto aparece la primera información que vincula al hombre y a la mujer. Los dos personajes -en apariencia independientes- llegan a coincidir en   —541→   algo; su vida aparece condicionada por coincidencias que los acercan, aunque todavía no sea posible saber exactamente hasta qué punto. A este primer momento de coincidencia sigue más información relativa al hombre. De repente se verifica la agnición.

Sigue la segunda parte, caracterizada por el menudear de noticias comunes al hombre y a la mujer: los datos que el autor nos proporciona atañen a ambos personajes, que acaban por coincidir definitivamente en el pasado. Ya no subsiste divergencia alguna -al menos en los antecedentes pretéritos- entre el hombre y la mujer. El encuentro improbable se vuelve real. Empiezan los recuerdos de un pasado lejano, que aclaran definitivamente la historia de los dos protagonistas, proporcionando al mismo tiempo un indicio sobre el desarrollo sucesivo: «Si no nos hubiésemos metido en política», dice María, introduciendo la llave de lectura de los episodios sucesivos, uniendo al mismo tiempo las vertientes humana y social, dos caras de un empeño político nunca renegado.

En la tercera parte el autor nos devuelve dos personas arraigadas en su propia realidad, una realidad de compromiso por un lado -María- y de constancia por otro -Andrés-. Él se entera finalmente de cuánto han cambiado las cosas, de la transformación de sus vidas y de su actual situación. Por un momento los dos permanecen anclados al último recuerdo e, inmediatamente después, ya van a encararse a la realidad presente, de la que Andrés no acaba de convencerse todavía. El presente y sus implicaciones han vuelto a los dos personajes inconciliables ya, un abismo los separa irremediablemente. Él sigue con sus ideales, que le han sustentado a lo largo de los años; ella ha sucumbido. Es en la última parte que se realiza la plena manifestación de cuánto el exilio ha transformado a los dos. Esta decadencia ideológica más que moral, la falta absoluta de algo en que creer, desencadena la reacción del hombre, rozando el desenlace trágico.

La pieza se articula, pues, en tres partes: en la primera, se proporcionan informaciones relativas alternativamente al hombre y a la mujer, todavía dos desconocidos, unidos por casualidad. Un primer momento de transición anticipa el paso a la segunda parte, caracterizada por la coincidencia de datos que se vuelven cada vez más frecuentes: la agnición, los recuerdos de un pasado común. Los dos personajes vienen a coincidir, sus identidades se sobreponen, ya se nos presentan como una persona sola. Otro momento de transición marca el paso a la tercera y última parte, en que volvemos a la realidad presente. Los protagonistas, irremediablemente lejanos ya, se enfrentan, poniendo de manifiesto todo el contraste de dos naturalezas distintas y opuestas: una, comprometida por los eventos; otra, íntegra, firme en sus ideales. La vuelta a la realidad nos devuelve dos imágenes incongruentes, que en vez de coincidir, como en el pasado, se oponen, resultando tan inconciliables que el chirriar íntimo de sus diversidades desencadena la reacción violenta. El exilio   —542→   moldea dos tipos y sus opuestas reacciones frente al drama de una época.

En Tránsito904 la localización y caracterización del escenario -de acuerdo con el título- no tienen importancia alguna. La acción se desarrolla de noche, Emilio y Tránsito están en la cama, durmiendo. El nombre de la mujer aclara desde el principio su función en la vida del hombre, la naturaleza de la relación que se ha establecido entre ellos.

Desde la primera intervención el protagonista alude a una tierra lejana, una mujer, unos chicos. Inmediatamente después la aparición de Cruz -evocada en precedencia- se concreta como un espejismo indistinto. Empieza el diálogo entre el protagonista y su mujer, que se ha quedado en España. La admisión de impotencia del hombre, engendrada por el alejamiento, adquiere gran importancia: es otro aspecto del profundo drama íntimo que el exilio representa.

La escena sigue, descubriéndose datos y más datos, que constituyen los antecedentes de la acción. Tránsito se despierta y su intervención atenúa la figura de Cruz, confirmando su naturaleza de proyección onírica. La vuelta a la realidad aleja los pensamientos más profundos del protagonista. Ahora ya sabemos que Emilio está casado, que ha dejado en su país a su mujer y a sus hijos y que ha trabado una relación con otra mujer. Su aparente cinismo es otra nota común -junto con el idealismo- con Andrés, el protagonista de A la deriva.

Ahora ya se va descubriendo el drama existencial, que arrastra en el abismo de la falta de toda seguridad a las víctimas de una situación histórica que, aunque varíe según los tiempos y los países, siempre acarrea consigo el mismo vértigo frente a la vida. Los años, la distancia no han borrado la existencia de otra vida, pero han permitido hacerse otra nueva, que el protagonista considera «un paso, un puente, una espera». Permanecer en el exilio no puede significar quedarse en un limbo suspendido.

Luego el interrogante más dramático: «¿valía la pena tanta muerte, tanta distancia?». También las convicciones más profundas parecen tambalearse. Pero sólo en apariencia; el empeño es una condición imprescindible, el resorte más íntimo que determina las acciones de los dos hombres.

La aparición en la escena de Alfredo, ahogado por los recuerdos, nos descubre otra cara de esta incesante tensión emotiva: la necesidad de un desahogo. Pero el rescate de este momento de debilidad llega con los gestos animadores de Emilio, con la apelación al valor no sólo individual sino colectivo de su capitulación. Un exilio largo y 'victorioso' en las esperanzas del protagonista. Este destierro, aparentemente inacabable, es el resultado de una transformación que se ha realizado lentamente, cuando parecía que todo iba a resolverse en pocas semanas, volviéndose casi una condición inmutable.

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La conversación imaginaria con Cruz, ese espejismo de la emotividad, de pronto deja paso a la razón de tal exaltación emotiva: la sospecha de la muerte de su hijo mayor estalla -incontenible- en las palabras de la fantasmal silueta de Cruz. Ahora ya entendemos las visiones alucinadas del protagonista, su diálogo con la mujer, los recuerdos, la vacilación. la aparición final del hijo, Pedro, que sí ha muerto, nos anuncia el ápice del drama interior del hombre, en su dramática exaltación.

También la figura de Pedro, como la de Cruz, es fruto de la alteración anímica del protagonista. La realidad aparece con Alfredo y se afirma con Tránsito, el único elemento real en la dramática existencia del protagonista.

La pieza se estructura en tres partes: en la primera asistimos al monólogo interior, al desdoblamiento del protagonista en el largo diálogo con la imagen reflejada de su mujer. A través de la conversación descubrimos los temores, las incertidumbres, el drama del hombre exiliado, el empeño político.

A esta primera parte (que se concreta en el desdoblamiento de Emilio, que dialoga consigo mismo), le sucede la segunda, fundamentada en la realidad presente (Tránsito y Alfredo). la inconsistencia de la realidad lejana contrasta con la situación contingente del exilio, el tormento interior del hombre queda inmudado.

La tercera y última parte marca la vuelta a la dimensión 'onírica', a la proyección de las emociones del protagonista. Reaparece Cruz y descubrimos la sospecha, la seguridad ya, de la muerte de su hijo mayor, proyectado también él en el ensueño. La intervención final de Tránsito nos vuelve a la realidad y el mismo Emilio se engaña a sí mismo, diciendo que «ya pasará».

En El puerto905 la ambientación sigue sugiriendo la atmósfera de la escena: de noche, en un puerto (lugar al que se llega pero también del que se parte, precede un espacio, la mar, libre y abierto, una posibilidad de huida o simplemente de alejamiento).

La pieza se abre con el diálogo entre un vagabundo (Estanislao) y un guarda del puerto. Estos dos personajes introducen el tema, descubriendo con sus palabras el antecedente inmediato de la acción. La figura de Estanislao adquiere especial relieve, colocándose al margen de la realidad que envuelve a los demás, hecho que le permite observar críticamente y con ironía a la sociedad, descubriendo contradicciones comúnmente no apercibidas. Desde esta perspectiva privilegiada goza de la posibilidad de condenar los mecanismos que aplastan a los demás. La conversación anuncia el drama de la guerra, acercándonos al núcleo central de la obra, que engendrará la acción. A continuación aparece el protagonista, Andrés, junto con su amigo Claudio; éste representa en la economía de la pieza el recurso catalizador de la acción a través de su mujer, sólo aludida y que no aparece en la escena. Andrés está determinado a marcharse, su situación es compleja: es un coronel, hecho que   —544→   complica su posición. La sucesiva intervención del guarda indica los detalles de la huida y el valor funcional de sus palabras es imprescindible. La llegada de Marcela, la mujer con quien Andrés tiene una relación, le sirve al autor para amplificar la debilidad de Claudio, un juguete en las manos de su mujer. Cuando Marcela se va, el perfil caracterial de Claudio sigue definiéndose cada vez con mayor precisión, adelantándose su responsabilidad en el trágico desarrollo de la pieza. Ya se nos sugiere claramente la sospecha de que la mujer de Claudio haya denunciado a Andrés a la policía. La función de este personaje es pues la de determinar, a través de su mujer, el desenlace final de la acción. Reaparece Estanislao con la mujer del guarda y dos gendarmes. La figura del vagabundo se opone según las circunstancias a cada uno de ellos, en un crescendo. En el final la situación se precipita: el protagonista ha sido delatado; a pesar de todo consigue escaparse, pero Claudio es asesinado por la policía, que piensa haber justiciado al fugitivo.

La estructura textual de la pieza aparece más articulada respecto a los dos actos únicos analizados antes. En ellos las funciones narrativas y su construcción son lineales; en este caso, al contrario, resultan ambas más complejas.

En la primera parte de la obra el guarda y Estanislao aclaran el antecedente de la acción, anunciando el desarrollo sucesivo de la obra. Esta perspectiva anticipa, desde un punto de observación ideal, la absurdidad del contexto histórico-social del que Andrés decidirá huir. Ya podemos colocar la acción en un momento preciso. Ésta es la función textual de la primera parte de la obra: proporcionar los datos básicos que nos permiten identificar la situación contingente, soporte de la acción escénica, y preludiar el momento en que se desarrollará el núcleo central de la pieza.

En la segunda parte -central en la economía de la obra- aparecen Claudio y Andrés. Sabemos que éste huirá. Su integridad y la decisión extrema de marcharse por no renegar de sí mismo aparecen inmediatamente como evidentes y definen a personalidad y el carácter del hombre.

En la tercera parte el guarda nos informa sobre los detalles relativos a la huida; un papel estructural muy importante. También la llegada de Marcela es funcional a la representación: descubrir la naturaleza más íntima de Claudio, completamente sometido a su mujer. La presencia impalpable de ésta, que nunca vemos pero que condiciona de manera profunda la acción, va concretándose en la escena. En este sentido el motor de la obra lo representa ella, que llega a ser el elemento catalizador del drama final, aunque nunca aparezca en la escena. Este recurso es magistralmente empleado por el autor, quien deja en manos de un personaje inexistente el resorte de la ficción escénica.

En la cuarta parte Andrés expresa una preocupación más profunda: la incolumidad de todos los que se encuentran envueltos; se evidencia la sensibilidad hacia la colectividad, la concepción de la responsabilidad frente a los demás.

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En la quinta parte vuelve Estanislao, el vagabundo, con la mujer del guarda. Este encuentro ofrece al autor otra posibilidad de insistir en lo que este personaje representa: la crítica de un mundo que al final no tiene sentido, su función de observador externo y de crítico. La aparición de los dos gendarmes completa el cuadro, llegando el texto al grado más alto de rarefacción comunicativa: el contraste entre la libertad absoluta y la total rigidez se realiza de manera realmente perfecta desde el punto de vista expresivo.

A tanto estridor, le sucede, en la sexta parte, el epílogo. El deus ex machina -la mujer de Claudio- ha intervenido ya. La organización de la huida se derrumba bajo la intervención de la policía. Andrés logra huir y Claudio se rescata sacrificándose por su amigo.

En El último piso906 la ambientación de la pieza sugiere una vez más una atmósfera especial: es de noche, en una buhardilla, evocación de una situación extrema, al límite máximo -metafórico- a que se puede llegar.

La escena se abre cuando Lucía entra asustada, topando con Tamara. El encuentro entre las dos mujeres y su conversación descubre detalles relativos a la historia de Tamara, a sus recuerdos, su origen ruso, el largo exilio, el amor a su patria que, después de tantos años, sigue inalterado. La mujer, obsesionada por el juego, ha centrado en él su vida.

De repente, llega Concha. Lucía se marcha, dejando a las dos solas ya. Entre ellas existe una consonancia que las acerca y al poco rato descubrimos que Concha también es una refugiada. Ya es evidente el elemento de profunda comunión que hermana a las dos mujeres: el exilio. Se transparenta pues la gradual rarefacción del alma humana, llagada por el tiempo que pasa en un país lejano y extranjero. Una parte, la más íntima de cada exiliado, se va como apagando, lamida por la consunción agotadora de una espera sin fin. También los recuerdos no son los mismos: se van borrando.

Algo ha cambiado: estos exilios tan largos se vuelven una lenta agonía. Así pues el enfrentamiento de las dos figuras enseña dos fases de la evolución anímica del exiliado; el lento apagarse, la perspectiva que varía con el paso de los años. También las motivaciones políticas han pasado a formar parte del telón de fondo del drama del destierro. Ya no importa la dimensión política que lo motivó, lo que vuelve parecidas a ambas protagonistas es su sufrimiento común, factor igualador. El exilio se convierte en una marca existencial. Algo ha cambiado: la fuerza interior, la determinación parecen haber sucumbido; asistimos a la completa aniquilación de la voluntad de resistir. Pero no es así, la misma Tamara se engaña: poco después la vemos presa de una gran agitación, la esperanza vuelve improvisamente a estallar. El pasado se presenta a la memoria de la mujer en la actualización de la voluntad   —546→   de rescate..., pero de pronto la mujer recae desesperada en la postración que había precedido a este momento ilusoriamente feliz, tal vez aun más frustrada en su profunda voluntad de afirmación que, en apariencia y sólo en apariencia, parecía haberse disuelto.

Y la conclusión llega inexorable, cortante por su dramaticidad, adquiriendo en estos momentos finales el perfil de una pesadilla perennemente al acecho.

La pieza se estructura en dos partes fundamentales; la primera se articula a su vez en dos momentos. Al principio se nos presenta a la protagonista en compañía de Lucía. La función textual de la conversación entre las dos mujeres es la de introducir los antecedentes de la acción, definir la figura de Tamara, colocándola en un preciso horizonte de expectación. En un segundo momento Lucía desaparece, entra en escena Concha, quien representa el aspecto complementario de la misma complejidad anímica.

Aquí empieza la segunda parte: Concha también es una exiliada y la comparación de su situación con la de Tamara se articula en una serie de elementos comunes, evidenciando diferencias y reacciones peculiares de cada una. A pesar de las divergencias anecdóticas, la parte más íntima del alma reacciona según etapas emotivas que son esencialmente las mismas. En el exilio, a lo largo de los años, el alejamiento de su propia tierra le hermana a uno con todos los que se encuentren en la misma posición. La única diferencia la constituye el hecho de encontrarse Tamara en un estadio anímico más avanzado respecto al de Concha, por la mayor duración del exilio. La rusa aparece resignada, dice haber perdido la esperanza. Pero es sólo una apariencia: en lo más profundo late intacto el anhelo de la vuelta, de la reafirmación de un pasado que se colega a la actualidad. La esperanza resulta sólo aparentemente a punto de extinguirse, confirmándose lo único que puede resistir al tiempo, el elemento común a todos los exiliados de todos los tiempos.

Las cuatro piezas analizadas evidencian una estructura que se articula de manera distinta: en A la deriva el texto se desarrolla en tres partes; en la primera las informaciones atañen a los dos personajes, por separado, y se prepara la agnición; en la segunda Andrés y María recuerdan su pasado común y lo acaecido después de su separación; datos relativos a los dos contemporáneamente; en la tercera y última parte se regresa a la actualidad; el hombre y la mujer se oponen en el presente.

Se enfrentan, pues, dos personajes: Andrés, cínico pero firme en sus ideales y María, débil, aplastada por el peso de eventos dramáticos.

En Tránsito la acción resulta articulada de manera más compleja: las dos intervenciones iniciales tienen función de marco, luego empieza el diálogo del protagonista con la proyección mental de su mujer. En realidad, Emilio dialoga consigo mismo y la figura de Cruz realiza en la escena el desdoblamiento del hombre. Tránsito y Alfredo devuelven al protagonista a la realidad. Luego se reanuda el diálogo   —547→   de Emilio con el 'fantasma' de Cruz, hasta que, en las intervenciones finales que completan el marco, se descubre en las palabras del protagonista el drama del destierro, que sigue a lo largo de los años.

También en esta pieza se enfrentan dos personajes opuestos: por un lado Emilio, como Andrés, con su cinismo, sus ideales políticos. En esta ocasión el mensaje textual adquiere una dimensión colectiva. Por otro lado Alfredo, débil, como María, manifiesta su cansancio, su aparente voluntad de capitular, de abandonarse a la resignación y al enemigo.

En El puerto la configuración estructural de la pieza se vuelve aún más complicada, concretándose en una continua alternancia entre la parte informativa, relacionada con la realidad objetiva, y la temática interior. La obra se articula en seis partes, cuyo movimiento dialéctico define de manera cada vez más específica los distintos momentos textuales. La misma alternancia de los elementos constitutivos desarrolla el tema.

Como en las piezas precedentemente analizadas, aún en este caso se enfrentan dos personajes opuestos: Andrés vuelve a proponernos las mismas características que acabamos de observar en los protagonistas de A la deriva y Tránsito: el cinismo, la visión colectiva de la causa común. A él se opone Claudio, débil y resignado.

En El último piso, finalmente, la estructura textual aparece simplificada respecto a los casos precedentes; la complejidad se ha traducido en términos distintos: es el personaje que ha evolucionado, reuniendo en sí a las dos figuras antagónicas. Tamara (y Concha también, en cuanto representación de otra etapa del mismo exilio) marca una evolución: la debilidad, el cansancio, que antes constituían las características del antagonista, ahora las encontramos coaguladas en la misma figura. Protagonista y antagonista conviven en el mismo personaje. En Tamara se sintetizan la esperanza, el anhelo al rescate y al mismo tiempo la debilidad. En ella la tensión política se resuelve en favor de la humana. Ha desaparecido la alusión directa a los demás, puesto que ahora la protagonista representa a todos, su realidad es la misma compartida por todos los exiliados, de todos los tiempos y de todas las ideologías.

En la caracterización del tema del exilio en Los trasterrados, pues, la ambientación coloca la acción de noche. Este elemento común adquiere gran importancia: los personajes aparecen envueltos en la oscuridad, anunciando el drama, no sólo interior sino también histórico, del destierro a que son condenados los personajes en la escena.

La estructura de las cuatro piezas se va complicando desde A la deriva hasta El puerto, para simplificarse en la cuarta, El último piso. Este proceso de complicación, en que la complejidad de la estructura textual se va amplificando, resulta interrumpido por la extrema simplificación estructural de la última obra. A este fenómeno se   —548→   vincula otro opuesto: los protagonistas y antagonistas de las tres piezas (A la deriva, Tránsito, El puerto), cuya estructura se va gradualmente complicando, tienen menor profundidad psicológica respecto a la protagonista de la última (El último piso), siendo su complejidad construida a partir de la misma articulación textual. Al contrario que en El último piso, cuya estructura es simplificada, la figura de Tamara adquiere especial relieve, reuniendo en sí al protagonista y al antagonista. La dinámica de la acción y el canal de comunicación con el espectador se establecen a partir de una mayor complejidad del personaje y no a través de la estructura textual de la obra.

También en la figura del antagonista es apreciable una evolución constante. A la debilidad se juntan gradualmente características positivas que transforman a los antagonistas, en principio figuras totalmente negativas, en seres capaces de rescatar su misma debilidad, hasta llegar al personaje de Tamara, en que desaparecen las contradicciones más estridentes, para dejar lugar a una complejidad interior más sutil.

La expresión del tema del destierro en las cuatro piezas analizadas evidencia pues un desarrollo continuo. La ambientación nocturna, común a las cuatro, constituye el marco ideal para representar el drama humano. De una estructura simplificada en que se contraponen dos personajes, sin ulteriores connotaciones, pasamos a una estructura que se va lentamente complicando, en que encontramos, por un lado al protagonista dialogando con su doble, y por otro el choque con la realidad cotidiana; el texto se enriquece además con una especial profundidad al aludir a la dimensión colectiva. Sucesivamente se realiza una mayor articulación de la estructura textual en la alternancia de realidad contingente y tema interior, volviendo a afirmarse el sentimiento colectivo. Finalmente, en la última pieza analizada la estructura se simplifica, dejando a la compleja personalidad de la protagonista la posibilidad de expresar el drama interior del destierro.

La estructura textual, con sus constantes modificaciones y la gradual adquisición de profundidad psicológica de los personajes en la escena, evidencian una evolución no sólo técnica sino también expresiva de un tema profundamente radicado en la interioridad del autor, evidenciándose en toda su complejidad a lo largo de las cuatro piezas que forman Los trasterrados. Estos cuatro actos únicos, pues, nos descubren resonancias personales de un drama común que el autor deja fijado con suma maestría, pero también con gran capacidad de retratar los aspectos más recónditos del alma del hombre, acorralado por sus mismos sentimientos y tensiones interiores frente a un evento tan dramático como el largo exilio a que él mismo fue condenado.



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ArribaAbajoEl hombre en la incertidumbre en tres obras de José Ricardo Morales

Claudia Ortego Sanmartín. GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona


En Morales, que padeció una experiencia extrema de incertidumbre, la del destierro, la visión del hombre -tanto del hombre contemporáneo como, en general, del ser humano- descansa sobre dos conceptos fundamentales que suelen ir asociados: destierro e incertidumbre. Afirma el autor en 1993: «La visión del hombre como un ser en la incertidumbre está presente en todo mi teatro. Aunque la incertidumbre se encuentra en la raíz del hombre: si es pensante es porque tiene incertidumbre, las certidumbres suelen durar muy poco. La condición del hombre, expresada en muchos mitos antiguos, es la de un desterrado que perdió su paraíso. Pero el paraíso es tal porque lo hemos perdido. El hombre es un ser que añora lo que no tiene; de ahí que viva creándose paraísos»907. Es decir, por un lado, la incertidumbre está vinculada a la condición racional y reflexiva del hombre, un ser dotado de inteligencia; en este sentido, es a menudo fuente de conocimiento, puesto que mueve al ser humano a indagar y a descubrir lo que no sabe (los personajes del autor que creen estar en posesión de la verdad merecen, en principio, nuestra desconfianza). Pero, por otro lado, la incertidumbre es también la manifestación más visible de la condición de desterrado, de expulsado del paraíso, del hombre. Y es que en sus criaturas de ficción Morales proyecta su propia experiencia del destierro y la compleja y conflictiva relación que, a consecuencia de ello, ha establecido, como hombre y como escritor, con la realidad y con el mundo, una relación marcada por la sensación de extrañeza, de desprendimiento, de lejanía, de desarraigo, de perplejidad; por el sentimiento de ser «de otra parte»908. Esa manera de relacionarse con el mundo, sin reconocerlo como propio, es característica de muchos personajes   —550→   de Morales, independientemente de la fecha de escritura de los textos donde aparecen. Desde el protagonista de El embustero en su enredo (1941), instalado al finalizar la obra en un espacio fronterizo entre la realidad y la fantasía -«Haya gozo y alegría cuando me encuentro y me pierdo en este mundo de todos», son sus últimas palabras-, hasta el dramaturgo y director de Colón a toda costa o el arte de marear (1995), desorientado y confuso tanto desde el punto de vista artístico -no encuentra a su personaje- como existencial -«Afirmo que me busco sin saber encontrarme. Afirmo que me encuentro tratando de encontrarme», dice-, hay un sinfín de personajes en la producción teatral de Morales que responden, de diferentes formas y por motivos distintos, al modelo del hombre «que se encuentra... perdido» o de «el perdido en su mundo». Esta figura la desarrolla el autor en «El teatro de la incertidumbre»909, un artículo donde cifra la modernidad de algunos personajes de la literatura barroca (Hamlet, Segismundo, Don Juan y Don Quijote) en el hecho de vivir en la incertidumbre: su «hacer», dice, es «el hacer del que no sabe a ciencia cierta lo que hace, del perplejo e inseguro»910. Históricamente, pueden considerarse como el fruto del advenimiento del pensamiento moderno, el cual, frente al medieval -establecido «desde la seguridad»-, implica la «consideración dubitante del mundo», que cuestiona la «concepción 'ptolemaica', centrada, de la persona en su mundo» y «trae como consecuencia la aparición de la incertidumbre del hombre ante el mundo, al estimar la naturaleza de lo real como aleatoria y contingente»911. «El perdido en el mundo -añade el autor- sigue siendo el héroe presente en mucha de nuestra literatura», y cita como ejemplos de ésta a Pirandello y al denominado «teatro del absurdo», un teatro en el que se ha incluido a Morales y donde la formulación de la incertidumbre se exalta y extrema «hasta límites antes inexistentes, puesto que la incertidumbre del hombre contemporáneo suele llegar a extremos a los que no se había llegado nunca»912.

En las tres espléndidas obras que aquí vamos a comentar -Prohibida la reproducción, de 1964; Oficio de tinieblas, de 1966, y El material, de 1972-, esta visión del hombre como un ser desterrado, que se encuentra perdido y se enfrenta al mundo desde la inseguridad y la incertidumbre se manifiesta de forma plena. Prescindiendo del orden cronológico, hablaremos de Oficio de tinieblas en último lugar, porque creemos que esta disposición de las obras permite realizar una lectura más reveladora: en primer lugar, evidencia las analogías, sobre todo en cuanto a concepción   —551→   escénica, entre Prohibida la reproducción y El material y, en segundo lugar, muestra una progresión en el grado de abstracción con que el autor plantea el estado de incertidumbre en el hombre. En Prohibida la reproducción la incertidumbre y el desarraigo se producen como resultado de una situación concreta: la masificación. Para Morales, ésta constituye fundamentalmente un problema técnico, puesto que atañe a la acción de poblar, una de las posibilidades que le ofrece la arquitectura al hombre para establecerse en el mundo y ser persona; en su exceso y desmesura, el poblar produce un cambio de signo en esos efectos benéficos sobre el contorno y el hombre, y esto es lo que se representa en la obra913. En El material la incertidumbre nace, en principio, de la utilización del hombre como un «material» para la elaboración de proyectos de finalidad ignorada. De una forma más indirecta que la anterior, plantea también un problema técnico, dado que muestra los efectos negativos que puede depararle al hombre moderno su inmersión en un mundo altamente tecnificado, donde los esquemas productivos y los principios que funcionan en la técnica también le son aplicados a él, aunque sea con fines no exclusivamente técnicos. Pero la pieza permite también otra lectura más existencial, que puede incluso desvincularse de la situación concreta de la que arranca. En Oficio de tinieblas la incertidumbre es ya el resultado de la pregunta sin respuesta del hombre ante el sentido de la vida y de la muerte. Es la obra de la incertidumbre por excelencia de Morales: presenta una única certeza, la de la muerte, ante la cual la vida entera se transforma en un cúmulo de incertidumbres y sinsentidos, en un «misterio» carente de trascendencia.

«La humanidad -señala la acotación inicial de Prohibida la reproducción- invadió toda la superficie terrestre. No queda ni el menor hueco vado»914. El escenario, en efecto, se muestra literalmente cubierto por una masa humana, cuya magnitud sin límites se sugiere mediante un efecto óptico de raíz pictórica: «Filas de personajes sentados en el suelo, dispuestas perpendicularmente a la visión de los espectadores, ocupan la suave ladera de una colina. Debe producirse la impresión de que existe una muchedumbre ilimitada y densa, expuesta en perspectiva caballera» (67). Hay cuatro únicos personajes individualizados y dotados de voz -Liberón, el ministro; Hilario, su brazo derecho; Ernestina, la loca vidente, y Pedro, el iluso- y un quinto personaje colectivo y mudo («Todo el mundo»), representado por «monigotes» o «figuras de arpillera». Unos y otros presentan una misma apariencia, «un tinte común: el de la amarillenta costra que los cubre de cabeza a pies» (68). El autor ha distribuido a sus personajes parlantes en diferentes filas y los ha separado por monigotes,   —552→   de manera que hablan sin verse y confunden constantemente sus voces. El propósito es que ese estado de confusión se proyecte sobre el espectador, a quien ha de costarle «distinguir a los personajes parlantes del resto» (68). Téngase también en cuenta que la obra se desarrolla «en cierta irreal semipenumbra», lo cual, además de conferirle un aire de pesadilla, favorece la visión de conjunto por encima de la individual, y que el escaso movimiento escénico -«ninguno puede irse ni moverse» (70)- se realiza siempre masivamente.

Esta delirante situación es el resultado de un absurdo «programa de superpoblación» pensado y puesto en práctica por «la planificación», un poder que actúa desde la invisibilidad y la irracionalidad absolutas, para «obtener el equilibrio requerido entre la producción y el consumo» y de este modo «dar ocupación íntegra al planeta», como argumenta Liberón en su discurso (77). Al cumplirse el ideal de «un mundo mejor y plenamente humanizado», las antiguas órdenes de reproducirse se convierten en una prohibición. Para entonces ya es demasiado tarde, y el propio éxito de la operación provoca su fatal desenlace: una «marea» humana empuja a Liberón al precipicio, tras lo cual Ernestina adopta el papel de ministro; el ciclo, es de suponer, se repetirá tantas veces como sea necesario para que se precipiten al vacío el resto de personajes vivos -sólo hay tres- y quede definitivamente mudo y muerto ese desolador «paisaje» humano.

Lo que muestra Morales en esta pieza es, según sus propias palabras, una «humanidad intercambiable e idiota, carente de particularidad alguna, de idios o idiosincrasia»915. Tanto es así que incluso Ernestina, único personaje rebelde de la obra, acaba finalmente absorbida por la masa. Pero hasta ese momento -es decir, hasta que suplanta a Liberón en su cargo- sólo ella, desde la lucidez que le confiere su chifladura, ve y denuncia lo que pasa, y sólo ella sufre, porque sólo ella es consciente de que se ha perdido entre los hombres. Se lamenta Ernestina: «Hemos llegado a la insuperable disolución del uno en todos y del todo en todos (...) Somos naturaleza, somos hombres. Somos paisaje: paisaje natural, paisaje humano (...) Todo está en todos como nada en todos...» (76). La Tierra, repleta de hombres, está paradójicamente vacía de ellos, porque la masa niega al hombre como individuo y ser humano: «No hay superpoblación mundial -afirma-. No hay absolutamente nadie. Cuanta más gente haya sobre el mundo, más vacío» (74). Pero Ernestina no se resigna a verse reflejada como parte de la masa en la plancha de esquisto, único espejo posible para reflejar a una humanidad uniforme y sin rostro: «Nos refleja en conjunto, pero no me refleja. No me sirve. No me permite reconocerme» (73). Por eso anda a la búsqueda desesperada de sí misma: «¿Dónde estás, Ernestina?», pregunta tan incansable como inútilmente. «Ernestina busca a Ernestina», y esta Ernestina   —553→   es a la vez la madre, la hija y el personaje que vemos ante nosotros, porque Ernestina se busca en su pasado y en su futuro y sólo se encuentra, perdida, en su presente. Ella, antaño una persona única y diferenciable de las demás, que se reconocía miembro de un colectivo, se ve ahora condenada a la incertidumbre y al desarraigo más absolutos, porque la masa ha eliminado sus rasgos distintivos como individuo y como ser perteneciente a una comunidad: «Ella era negra -explica-, como sus padres y sus abuelos hasta el origen de las especies. Yo la reconocía por su noble color. En el colegio nos enseñaron que había hombres negros, amarillos, rojos y blancos (...) Ahora nos distinguimos por el color de la tierra que nos cubre y nos entierra. También hay tierras amarillas, blancas, rojas y negras. Pero, ¿quién me asegura que Ernestina no esté cubierta de tierra blanca o roja? Y entonces, ¿cómo la reconoceré?» (80). De ese estar perdido el personaje es un síntoma claro su desorientación espacial. En Prohibida la reproducción, los personajes no tienen más puntos de referencia para situarse espacialmente que ellos mismos -han eliminado los que les ofrecía el paisaje, al cubrirlo por entero-; es decir, ninguno, dado que todos son iguales y ni siquiera se ven. De ahí que Ernestina no pueda diferenciar entre derecha e izquierda -una distinción característica del hombre orientado- y que cuando trate de localizar algo sobre el espacio se vea obligada a usar términos imprecisos, como «acá» y «allá».

Cabe señalar dos manifestaciones más de incertidumbre en esta obra. La primera es la desorientación temporal. Desde que los personajes entraron en filas, el tiempo se ha paralizado en un presente que permanece idéntico a sí mismo, por lo que cualquier referencia temporal resulta forzosamente vaga. Así, cuando Liberón pregunta cuántos años llevan en su lugar, Hilario contesta: «No puedo ser preciso. Más de muchos» (81). La segunda es la sensación de perplejidad y extrañeza expresada por uno de los personajes ante la situación que padecen, una sensación que se proyecta sobre los espectadores mediante un juego metateatral. Dice Pedro, al percibir la presencia del público en la sala: «Veo como si viera personas que nos ven, frente a nosotros. Ordenadas en filas, como nosotros... Codo a codo, sentadas como nosotros (...) Veo cómo nos miran, y veo que se ven, aquí, en nosotros, y no lo creen, como nosotros» (75).

En su concepción escénica, El material presenta claros paralelismos con Prohibida la reproducción. En el centro del escenario «se alza una pila de embalajes de madera, tan alta que no se aprecia su extremo superior» (145)916. También aquí el espacio escénico se prolonga más allá de las fronteras de la escena; en este caso, como la torre de cajas se halla en el centro de un «espacio abierto, sin límites», la   —554→   sensación que tiene el espectador es que aquélla ha sido condenada al abandono y al olvido, tal como realmente sucede. Las cajas, «orientadas en profundidad», muestran un insólito contenido: «Los personajes se encuentran dentro de las cajas, tendidos horizontalmente; algunos se asoman hacia los espectadores, mientras que a otros, dispuestos en sentido contrario, sólo se les ven los pies» (145). Los que nos enseñan la cara (Ponce, Gala, Elías, Bob, Lisa y Ventura) funcionan, también aquí, como representantes de un colectivo humano en su misma situación pero al que ni siquiera vemos, aunque en algún momento oímos sus voces. Esos seis personajes están distribuidos en diferentes hileras y separados por cajas; en la primera hilera está Ventura, el fugitivo, y en la quinta, por encima de los otros, Ponce, el vigilante. También en El material los personajes hablan sin verse (tienen las cabezas dentro de los embalajes) y, mucho más claramente que en Prohibida la reproducción, les es imposible moverse.

Las cajas constituyen «el material humano» con el que «ellos» -los que «trabajan», los que «construyen», los que «al hablar, deciden»- están llevando a cabo un «proyecto» de construcción cuya concreción nadie conoce. El cerebro de la operación es un tal Rostun, de identidad desconocida, y el instrumento técnico, una grúa invisible sobre la que se ha perdido el control y en la cual simboliza Morales el «inhumano destino presente» de los hombres917, un destino incierto que los condena al desarraigo y a la desposesión de sí mismos. Ponce, que asegura estar en el secreto, se muestra defensor a ultranza del proyecto y trata de convencer a los demás de su «utilidad»: «¿Qué fuiste anteriormente, Bob? Un poco de materia bruta, y nada más. Pero cualquier materia, cuando se incluye en un proyecto, queda, con ello, transformada en material. Gracias a ese proyecto, nos mejoraron: de la materia estúpida hemos pasado a ser material empleable (...) Eso te honra (...) Ya que nos incluyeron en este proyecto, tenemos un destino definido: somos útiles». «¿A quiénes?», pregunta Bob. «A nosotros. A todos. Al prójimo como a ti mismo (...) Ésa es mi respuesta» (159). Evidentemente, los argumentos de Ponce no constituyen una «respuesta» a nada, no convencen ni al resto de personajes ni al espectador, a quien el autor pone sobre aviso respecto a cualquier tipo de manipulación (política, técnica, económica, social o de otra especie) que, con la excusa de «construir» algo (podría ser un país, una ideología, determinado sistema político o cualquier otra empresa colectiva), haga del hombre una «cosa útil» y un ser privado de libertad para regir su propio destino. Porque ese otro «destino definido» que a cambio se le ofrece lo somete a una situación demencial y supone, en   —555→   último término, su destrucción y su muerte918.

Como los personajes de Prohibida la reproducción, también éstos carecen de puntos de referencia espaciales y temporales claros que les permitan orientarse. Todos vienen «de allá», «del mismo lugar» (158), y tienen como única referencia temporal precisa el lejano e indeterminado día en que la grúa, contra su voluntad, los depositó ahí, uno tras otro y siempre de noche. Por eso aluden al día en que están de forma vaga: «En un atardecer de aquel otoño», «a la hora de la siesta...». A pesar de ello, como están despiertos y piensan, siguen necesitando saber dónde se encuentran. Se explica así la obsesión de Bob (el preguntón, el personaje que quiere, a toda costa, «saber») por establecer la topografía exacta de las cajas, que expresa la necesidad del ser humano de orientarse, física pero también existencialmente, incluso cuando ese conocimiento, que habrá de ser muy limitado, no aclare nada relevante respecto a la situación en que se halla. Y es que los personajes de esta pieza, y su lenguaje es clara evidencia de ello, no pueden saber con certeza absolutamente nada, aunque, como en el caso de Bob, puedan tener conciencia de su propia existencia como individuos919. Las respuestas a todas sus preguntas se resumen en una sola, que no es respuesta:

LISA.-  (...) ¿Por qué deciden siempre otros?

BOB.-   ¿Por qué nos llevan y nos traen sin proponérnoslo?

USA.-  ¿Por qué nos han metido en embalajes?

BOB.-  ¿Por qué creemos estar vivos?

ELÍAS.-  ¿Por qué nos paralizan en nombre de la libertad?

BOB.-  ¿Por qué nos discriminan en nombre de la igualdad?

LISA.-  ¿Por qué nos asesinan en nombre de la fraternidad?

(...)

ELÍAS.-  Y después la respuesta.

BOB.-  La única, segura, concluyente respuesta.

TODOS.-  ¡Porque sí!

LISA.-  Era tan agradable encontrar la respuesta...


(165)                


El material es, en efecto, una de las obras de Morales donde más rotundamente se expone la visión del hombre como un ser condenado al destierro y a la incertidumbre, una visión que arranca de la dramática y concreta situación, de manipulación y opresión, a la que se somete a los personajes, pero que se nos plantea también, en algunos momentos, como característica del hombre en general. Así, por ejemplo, las dudas de Bob sobre la esencia, real o soñada, de lo vivido, su perplejidad, ese no poder dar crédito a lo que pasa, tienen un marcado carácter calderoniano,   —556→   y nos permiten hacer una lectura más esencial y filosófica de la pieza: «¿Será posible que estemos despiertos, metidos en embalajes idénticos, fácilmente transportables, acumulados en una pila enorme de material humano, sometidos a probables proyectos de no se sabe quiénes, que nos traen y nos llevan adonde sea y para lo que sea? ¿No viviremos un mal sueño?» (160-161). En esta misma línea pueden interpretarse los comentarios que, con amarga ironía, hace ese personaje sobre el sentido de la existencia, después de que uno de esos juegos conversacionales con los que llenan «las horas muertas» haya llegado, una vez más, a «un punto muerto»: «Porque la vida, esto que llaman vida, quiero decir: la vida... En dos palabras, nuestra vida, siempre está llena de interés» (164). El sentido absurdo de la existencia se complementa con la visión de ésta como algo doloroso. Dice Bob, tras reconocer que él gritó cuando la grúa lo depositó allí: «Se grita y se llora. Se grita al nacer. Se llora al nacer. Dicen que para ensanchar los pulmones. Tal vez. Lo cierto es que se grita y se llora» (154).

Muchos de estos planteamientos sobre el hombre y la vida aparecen también en Oficio de tinieblas, un «misterio en un acto» donde Morales plantea como situación dramática «la ocasión patética de la muerte personal» y ofrece la visión de «nuestra vida como un oscuro, incierto menester, y en un desolador misterio profano»920. En la «oscuridad total», dos personajes, encarnados en dos voces, la de El Hombre -verdadero protagonista de la pieza- y la de La Mujer -su fiel compañera-, hablan, deliran, recuerdan, fabulan y sueñan; ni ellos ni los espectadores podrán establecer fronteras claras entre esos distintos planos de la realidad. La obra se desarrolla en un tiempo indefinido: es la noche de la agonía de El Hombre, su «última» noche, pero es también la noche donde confluyen todas las noches de una vida transcurrida en las tinieblas921. El espectador tiene un único referente visual respecto a la situación real de la pareja: la oscuridad. A medida que avanza la obra esa oscuridad va poblándose, mediante la palabra, de imágenes y «escenas», va cargándose de significado, hasta acabar convirtiéndose en un símbolo de la radical incertidumbre del hombre ante el sentido y la sustancia misma de la vida, y en un símbolo también de la no menos radical ausencia de salida ante la muerte -estamos ante un «misterio profano», sin dioses ni más allá consoladores. En la configuración de ese espacio escénico simbólico se superponen varias imágenes distintas: un dormitorio en cuyo lecho agoniza El Hombre, un ascensor detenido entre dos pisos, un vagón de metro   —557→   parado entre dos estaciones, una mina de «carbón y lodo», una caverna subterránea e, incluso, la sala oscura de un teatro922. Se trata siempre de espacios cerrados, estrechos, claustrofóbicos -«Diez pasos. No hay más. Diez pasos de un extremo a otro» (141)-, alejados del mundo, de la vida y de la luz. Dos de esos espacios son especialmente significativos: el metro y la cueva. Ambos implican la idea de descenso -están situados en «las entrañas de la tierra»- y se ofrecen como imágenes simbólicas del infierno del hombre; en ambos casos, los personajes «se pierden» en ellos. El metro, un elemento urbano que asociamos con nuestros tiempos modernos y el progreso, es el infierno donde La Mujer pierde a su compañero en el laberinto de galerías y túneles y, donde, como Ernestina, se pierde a sí misma entre la gente:

LA MUJER.-  Baja Orfeo al metro. Sigue largos túneles. Entra en un vagón. Allí pierde a Eurídice.  (Silencio.)  ¿Dónde estás?

EL HOMBRE.-  Contigo.

LA MUJER.-  ¿Dónde, amigo mío?  (Silencio.)  Diez horas de espanto... Sin luz, bajo tierra, en una indescriptible confusión de cuerpos como fardos: aquel horror de la fosa común.

EL HOMBRE.-  Deliras, amiga.

LA MUJER.-  ¿Por qué no me buscas?

EL HOMBRE.-  ¿Buscar? Dije delirar... Estoy a tu lado.

LA MUJER.-  Yo dije buscar. Pero no hallé más que una interminable galería de silencio y tiniebla.


(142)                


La caverna, en cambio, representa el infierno del hombre que busca desentrañar los misterios de la vida y fracasa, quedando atrapado en ellos. Es el infierno de la incomprensión y de la desesperanza: «Habíamos descendido por una sima interminable hacia la entraña de la tierra -dice El Hombre-. Quisimos conocer cómo transcurre el tiempo en la tiniebla. Y allí en la hondura, solos, envueltos en el manto de lo oscuro, de regreso al terror original de la caverna, esperamos, ¿por cuánto, cuánto tiempo?» (146-147). Morales recrea aquí la imagen del espeleólogo que se adentra en el interior de la tierra para desentrañar sus misterios y queda prisionero en ella: «una gran vena de agua» ha cortado la salida. Pero hay también reminiscencias de la caverna platónica, en la que el hombre permanece encerrado de espaldas a la luz, viendo sólo sombras. En Oficio de tinieblas, sin embargo, no hay más luz que la de las sombras, ni más espacio que el de la caverna, el lugar definitivo del hombre, su origen y su final: «El hombre que agoniza sobre el lecho, la noche entera en la tiniebla, nos ha sumido en la oscura caverna del principio, hundiéndonos a todos   —558→   en la tumba donde sufrieron y murieron sus incontables antepasados» (148)923.

La historia de El Hombre es la historia de un fracaso. Su experiencia le ha confirmado que el oficio escogido, «el de la vida», es un «oficio de tinieblas», sin salida. Así se lo había anunciado tiempo atrás su viejo y mediocre «profesor de ciencia fácil», durante aquella tediosa clase de lógica en la que el personaje decidió, o creyó decidir, su destino: indagar, a través de la palabra -está escribiendo versos cuando el profesor lo sorprende-, el sentido de la existencia. Pero El Hombre se convierte con el tiempo en el «hombre derribado» que duda constantemente de su alimento espiritual, la palabra, porque considera que cualquier intento de expresar la realidad por el lenguaje no pasará de ser una mera formulación de «frases».

Tal como se plantea en esta pieza, la vida es una experiencia dolorosa, una «carga» que parte al hombre en dos, y una experiencia solitaria, porque el hombre está siempre solo -incluso cuando le acompañan otros hombres924-, o con la «triste compañía» de los recuerdos: «Nuestra condena: vivir habitados» (137). Y es, también, un «misterio», porque la incertidumbre, el «tal vez», persigue siempre al ser humano, que vive la vida pero no la entiende:

EL HOMBRE.-  (...) Nos pasamos la vida haciéndonos la vida. Y cuando concluimos, nos preguntamos qué hemos hecho.

LA MUJER.-  ¿No la comprendemos?

EL HOMBRE.-  Al final, tal vez.


(139)                


No se entiende nada, como tampoco se elige nada; se avanza a tientas, sin un objetivo definido. Dice El Hombre, aludiendo al recuerdo pertinaz y obsesivo del viejo profesor: «Triste compañía. Inseparable visión de última hora. Inútil preguntar por qué se presentó éste y no otro. No elegimos nada (...) ¿Qué otro? Si al menos supiese yo a quién busco...» (137). Esa vida vacía de sentido está hecha de tiempo, de un tiempo muerto que debe llenarse de alguna manera: para eso están los pasatiempos, «hechos adrede para que el tiempo pase», como dice La Mujer (144). «Y porque pase -añade El Hombre-, no nos basta con vivirla: también nos la contamos con rigor» (144).Por eso «la vida es rematadamente idiota», porque «tenemos que   —559→   inventarla» (143). Esto es lo que hacen los personajes de Oficio de tinieblas: inventarse sus vidas. Y en esta invención se mezclan «escenas» vividas, recordadas, soñadas, imaginadas, y finalmente narradas. Todo viene a ser lo mismo, un «cuento continuo contado por los que no saben qué se cuentan» (145). A la duda calderoniana sobre la naturaleza real o soñada de la existencia, se añade, en Oficio de tinieblas, un nuevo elemento, el de la fábula o el cuento. Con este interrogante existencial, quizás el más extremo que haya planteado Morales en toda su dramaturgia, acaba la reflexión vital del hombre antes de sumirse en la oscura caverna del principio: «¿Son sueños las fábulas que nos relatamos por no despertar? ¿O son, tal vez, la vida, esas palabras?» (148).