Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[637]→  

ArribaAbajoExilio y andadura creativa: mi experiencia en las letras españolas y francesas

Jacinto Luis Guereña


De entrada, la pregunta: ¿quiénes, cuántos, ahora mismo, en horas mucho más sosegadas de la historia, evocan y con adhesión de memoria, lo que fue el exilio y, más aún, la odisea del exilio literario en Francia?

Hoy, lógicamente, hasta puede creerse problema elucidado. Pero...

Aparte la capa común de la derrota, aquel entonces tan lleno de sorpresa negativa y de demencia natural ante la actitud de la Administración francesa, «acogiéndonos» tal como se nos acogió, ¿cómo borrar las humillaciones y heridas que nacían, precisamente en el país de la Revolución de 1789, a nosotros, los combatientes del Ejército Republicano Español, que éramos emblema y cuerpo militarmente constituido? No puede comprenderse nada si no se adentra en el análisis de esa cruel realidad.

El trayecto desde que se cruzó la frontera en la zona catalana, pudiera indicarse, a grandes rasgos, del modo siguiente:

- estancia en los campos de alojamiento (así, púdicamente, denominados oficialmente); la evacuación hacia Hispanoamérica;

- integración en Compañías de Trabajadores, al entrar Francia en guerra con el tercer Reich, nazi;

- pasar las mil calamidades de la ocupación en Francia, y con participación en la Resistencia y anhelo necesario de la victoria de los Aliados;

- el desaliento en 1945, y junto con el desengaño, la urgencia de buscar solución para vivir y sobrevivir;

- tras ese itinerario, de pocos o muchos años, según los casos, el horizonte español fue cambiando de luz o de sombra conforme a peripecias históricas de orden general y, evidentemente, personal.

¿El exilio, casi por definición, y al ir para largo, presupone la pérdida y el olvido por desmoronamiento del lenguaje y de las tradiciones, o es la llamada «Integración»   —638→   al país como es el caso de Francia? En el fondo, ambas referencias se han ido reuniendo, la confluencia es palpable. En la mayoría de los españoles, en los refugiados de 1939, la gran erosión reside en el empobrecimiento del idioma de España (sin que ello se refiera a adquirir el dominio del idioma galo, que aún a estas alturas es muy deficiente). Sin entrar en otras consideraciones, es fácil comprobar, y ha habido encuestas, ya tardías, que han intentado aportar respuesta concreta a esa observación. El nivel de formación social y cultural nunca destacó por su alta calidad. Lo que desde ese fatídico febrero de 1939 ha ido alcanzando buena reputación se llama capacidad de trabajo, la clásica imagen del español sufrido y trabajador. Con virtudes tan magníficas como la honradez y la fidelidad.

La gran incógnita del idioma galo, las múltiples alusiones a su dificultad, aunque se excluya la particular fonética. Entonces, ¿qué ambiciones literarias podían forjarse y con vistas a realizaciones prácticas de escritura? Francia no se quedaba en mero tránsito, y al residirse en su tierra, el escritor o quien soñaba con serlo, y con esa aspiración a ser publicado en Francia, obligatoriamente tenía que escribir en francés, es una exigencia normalísima. Me refiero a una escritura directa y sin que se tradujese. Esta situación es diferente.

Por los azares siempre imperativos, como se sabe, vivir se encauza al día. Fue nuestra biografía, al quedarnos en suelo galo. No podíamos ir todos a otro país. Ése fue mi espejo, y como lo asumí, puedo dar su relato.

Antes de ir al meollo de mis recuerdos, y como fulgente antología imposible de arrinconar entre cenizas y despojos, me permito homenajear a todos los escritores y poetas del 39, del exilio esencial y demoledor de ilusiones, con dos textos de una pareja poética que conoció las desventuras y venturas de nuestro ir fuera de España. Hélos aquí, de Enrique Díez Canedo, estrofas de «El desterrado»:


Todo lo llevas contigo,
tú, que nada tienes.
Lo que no te han de quitar,
los reveses,
porque es tuyo
y sólo tuyo,
porque es íntimo y perenne,
y es raíz, es tallo, es hoja,
flor y fruto, aroma y jugo,
todo a la vez, para siempre.
(...)
Nadie podrá desterrarte;
tierra fuiste, tierra fértil,
y serás tierra, y más tierra
cuando te entierren.
No desterrado, enterrado
serás tierra, polvo y germen.



  —639→  

De una mujer, Ernestina de Champourcin, léanse unos versos que también contienen dolor y tristeza y desconsuelo, el denominador común del destierro de 1939, literario, y en general, el inmenso latir y zozobra de todos:


¿Y ese gajo de luz es el último acaso?
¿Cuántas capas de sombra
hasta la luz entera?
¿Es acaso vivir este andar sin camino
y acogerse a una triste claridad pasajera?
Este gajo de luz intermitente, mudo,
que levanta esperanzas
y aumenta ceguedades,
¿por qué se nos ha dado
como brote engañoso
y brote de pupilas
que ya apenas existen?
(...)
Gajo de luz tan blanco, tan de oro,
una nueva presencia cada día,
no te quiero perder pues eres todavía
la tabla de luz viva
que aleja mi naufragio.



Nuestro exilio, una mayoría joven y apasionada. Tras la lucha por la libertad de España y, por fuerza, del mundo, tres intensos años, ¿pudo alguien llegar a fantasmas y fabulaciones y así imaginarse hacinado en corrales de arena al aire libre del invierno marítimo, aunque fuese mediterráneo, y con cuerpo a la intemperie? Por si fuera poco, al cabo de escasos días, ya podíamos leer que una cierta prensa del país nos insultaba públicamente calificándonos de «facinerosos» y «bandidos» y «ladrones» entre otras lindezas. Recapacítese, ahora, y piénsese la gran crueldad que se impuso a nuestra admiración por un país que había sido cuna y teatro de realizaciones de la Revolución de 1789. No hallábamos la más mínima justificación, y nos dolía todo, como a Unamuno, la filosofía de vivir y soñar, con España y el mundo dentro de la sangre, nos dolía la vergüenza del modo de recibirnos y con la idea que conllevaba de escarnio y desprecio. No por parte directa del pueblo galo, y se pudo comprobar sin tardanza. Pero actuaba el Gobierno francés, y no se portó bien con nosotros, combatientes antifascistas que, pese a todo, al cabo de pocos meses estaríamos a su lado en lucha contra el enemigo común, llamárase Franco, Mussolini o Hitler.

¿Cómo tejer redes sólidas y atinadas con los recuerdos?

Es la forja del exilio en sensibilidades que no se predisponían a ello, y es la forja del sufrimiento, aunque siendo combativa, y se demostró, como Arturo Barea ya lo   —640→   haría en su trilogía que lleva ese título, La forja de un rebelde, y que murió en exilio londinense. Una rotunda definición de tragedia. Nuestro lote. ¿Cuál sería nuestro encaminamiento? ¿Y la duración fuera de casa? ¿Ni miedo ni desconfianza? El mito se coló por nuestras fisuras, había que vivir en la espera, y con las maletas, la esperanza, nunca deshecha.

El exilio, la palabra afilada, desconocida prácticamente por muchísimos, el extrañamiento, y el contraste, que ya empezó con grato aunque hosco enigma por la carretera gerundense, tras los bombardeos de Figueras, en donde estuve con mi compañía, y luego -¿no era el 12 de febrero?- en varios camiones que nos acercaban, y creo que en mala suerte a la frontera, aquel derroche de luz, nos pareció paraíso que en La Junquera ardiesen las luces y luego en una plaza ajardinada en Perpignan iluminada. Y eso duró entre día y noche un par de días, angustiosos, tensos, casi a no sabiendas de lo que hacíamos. Un fulgor nocivo. Éramos una juventud en acendrada pasión de resistencia y muy rica de aventura, parafraseando así lo dicho en palabras garcíalorquianas respecto al torero Ignacio Sánchez Mejías. Inolvidable aquel horizonte y aquel invierno y ya todo a partir de entonces, la realidad destructora de nuestros justificados ensueños, que nos demostrarían, a todos y cada uno, individualmente, que Antonio Machado tenía razón y que el camino hay que hacerlo al caminar; y el poeta, triste desgracia de su admirable sacrificio, estaba muriéndose ya en tierra gala a unos kilómetros tan sólo de donde nos hallábamos. También se subrayó adecuadamente que el vivir nos deformaba, las circunstancias nos anillaban y nos definían. El destierro, la derrota nuestra, España en el corazón, sentir nerudiano y muy dentro de nuestro hervir y latiente oleaje, España en la tristeza, ¿perdiéndose, perdiéndonos? Exilio, el sí y el no, tiempo de desgarros. Y para la creatividad, aún nada, aquel periplo germinaba, entrojábamos el dolor del desaliento.

De todos modos, se reaccionó lo mejor que se pudo. Y recuerdo que tras la noche, sobre la hierba fría y húmeda de Perpignan, se nos puso en fila para ir a... ¿hacía dónde iríamos?; y desde Elne a la playa, a las arenas solitarias de Argèles-sur-Mer, la lenta y larguísima fila de los españoles combatientes y vencidos y no poseedores de nada salvo de esperanza. Entonces fue conocer a la figura clásica del orden público galo: el «gendarme». Sólo decían: «allez». Yo pasé la frontera no del todo desnudo, me abrigaba con un abrigo verdoso y en el macuto llevaba la Historia de la literatura de Valbuena Prat, que conservo, una obra, creo que era Filosofía, de John Dewey, y la última paga como oficial, en billetes ¡ay! y no acierto a saberlo, ya sin valor en tierra gala. También unas hojillas, preludio de poemas o ya construidos en estrofas, mis poemas que luego irían saliendo en libro, Poema del dolor y de la sonrisa de España, y en el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles, y mi poemario llevaba el signo editorial de mis utopías: lo relativo a Méduse. Medusa.

  —641→  

Para darle aire a estos recuerdos, sin unidad de crónica relatada, cabe acelerar lo que cuento. Veámonos en el escenario, en aquella inmensa área arenosa y fría. Con la presencia desastrosa del viento. Algo que, por ejemplo, yo ignoraba: las ráfagas heladas del norte, el aquilón, y que allí era la dirección tramontana, el mistral del golfo. Yo conocí tres alojamientos, con los exiliados, unos cien mil reunidos bajo la custodia de soldados senegaleses a caballo y unas alambradas para aislarnos: éramos el Ejército del Ebro, realidad irrepetible, las unidades militares de gran prestigio con Modesto y Líster y Tagüeña como mayor vergüenza para quienes nos humillaron así. Eran los Campos. Hubo muchos en aquella zona, yo conocí tres: Argelès-sur-Mer, Saint Cyprien, Barcarès. Cuchillos de verdad, y muy afilados. Nunca fue «parada y fonda», no había morada y no había yantar. Con total lógica, la escritura se quedaba de lado. Mental y emocionalmente, la memoria recogía materiales, se escribían notas, se realizaban croquis y dibujos. ¿Qué más? La espera. Lo urgente, lo abrasador: ¿qué pasaría con nosotros y adónde iríamos a parar? La ansiedad con energía indetenible. Así, el vuelco de los sentimientos hacia España: familias, seres queridos. ¿Qué podría ser? La invención de invenciones, y surgió el «bulo», hasta incluso en unos cuadernos que vi y eso fue en el Campo de Gurs, el cuarto domicilio que yo iba a conocer como ciudadano de Vasconia. A todos nos quemaba la españolidad. Lo doloroso, esas realidades eran como espejismo, lenguaje sin alma presente, sin la misma España. Nada ni nadie nos tranquilizaba, vivir era nuestra lumbre y nuestra combustión, Gurs se alzó como un suspiro hiriente, el poeta Aragon así lo interpretó, y esta espina, simbólicamente, tenía validez en cualquiera de los numerosos Campos de concentración en Francia y asimismo en Argelia.

Éstos son los recuerdos, zarpazos que nunca han cesado a lo largo de los años. Hablo de quienes estuvimos «concentrados», nosotros con nuestro dolor a cuestas. Y asimismo con la cultura esparcida en ansias de conocer: leer, hablar, trabajar. ¿Era la vida auténtica? Tal vez no, pues hubo bastante gente que no llegó a conocer los Campos, la suerte de su lado y el hecho que ya es tradición de que sin disponer de padrinos a uno no se le bautiza. Ley excéntrica y nociva, pero concreta y comprobable. Siempre. Por eso, el dolor en las fisuras de la memoria. Las estrofas escritas entonces y después, más bien posteriormente. Entrojando emociones, y más aún en la poesía de verdad. Escribir, y no la arena olvidadiza y borradora. Lo increíble: sería olvidar la memoria. O, y algunos ya lo intentaron entonces, memorizar el olvido. Con esta temática en auge, por pura necesidad, cito a dos poetas y con adentramiento convergente. Por un lado, Memoria del olvido, de Emilio Prados (México, 1940). Y por otro lado, Olvido de una memoria, de Jacinto Luis Guereña (Madrid, Devenir, 1995). Atándose los cabos en semejanza de circunstancias de la sensibilidad injustamente malherida. El exilio, sin saberlo entonces, sería memoria, manantial en variaciones de la memoria.

  —642→  

La estancia, nunca dorada ni muchísimo menos, en los Campos. Aquella pléyade de ciudades movedizas, porque a los refugiados se les exigió moverse, desplazarse. Y en la banda mediterránea: Argelès-sur-Mer, Saint Cyprien, Barcarès, y Bram y el Fuerte de Collioure, y Rivesaltes, y Gurs, y Agde, y Vernet, y Récébédou, y Septfonds, y algún lugar que otro, mencionándose ahí los Campos de internamientos y Campos de castigo. En esta geografía iba a desarrollarse nuestra vida, con ánimos y desmoralizaciones al mismo tiempo. En lo relevante, entre trabajar culturalmente y en escribir y aguardar respuesta. Respectivamente, la FUE y la FETE, por ejemplo, y el SERE y la JARE (organismos españoles para emigrar a Hispanoamérica). Se iban desmoronando las ilusiones del regreso a España, sólo en la imaginación tenía autenticidad lo dicho por Azorín, «vivir es volver» (el reverso, acaso, de lo que el escritor conocía, en idioma galo: «partir, c'est mourir un peu»). Era, en el fondo, un exilio casi carcelario, más de lo mismo. Y por de pronto, rota la comunidad libre y utópica de nuestros sueños, fraternidad atenazada. Había que coger las riendas de la urgencia, anhelábamos vivir, pero ¿cómo? Además, a ver si lo que daba el día, incluyendo a sus noches, nos hacía más leve el tiempo, como ya pregonó Cervantes respecto a su época. Y ni siquiera el sol, en esta región gursiana, lluviosa y húmeda, nos apadrina. Los escritores, los artistas, ¿qué hacían, qué podían hacer? Acaso, refrendar el verbo del negrinismo combatiente: resistir. ¿Cómo conseguirlo en los Campos?

Francia, para los vuelos de libertad y reorganización del vivir, era «tránsito», o «pasillo», a medida que pasaban las semanas y seguíamos allí. Sin ir a España, y el plazo de posibilidades se acabó en seguida: el primero de abril se nos declaró vencidos y, oficialmente, acabada la guerra. ¿Un muy cercano horizonte de segunda guerra mundial, como lo proclamaron Negrín y Álvarez del Vayo?

Mientras, la cultura, y dándose clases, estableciendo cursos de dibujo y de canto en algunos islotes, como en el sector vasco, la comunidad de «Gernika Berri». Fundé, con entusiasmo, el Club-Escuela, y con periódico mural. Como trabajaba en el Secretariado Francés del campo, en ficheros sobre todo, pude utilizar papel y máquina de escribir, material muy útil en tareas educativas. Otros hicieron lo mismo, y nacieron Boletines, modestos, pero con prosa y poesía en verso, y dibujos, y caricaturas. Desde luego, era desnudez en creatividad. ¿Totalmente?

Pude salir del Campo de Gurs. Para mí, empleo «rural». Aunque muy pronto, clases, y con alumnos judíos y franceses, en el sencillo local de «Albergues de la juventud», en Pau. Con rapidez, Francia organizó las Compañías de Trabajadores Extranjeros, y yo fui uno de ellos, el T.E. matricule 103, del Grupo 526 (Oloron). La suerte vino de l'École des Roches, prestigiosa escuela privada, y reinstalada allí dans les B.R. Yo conocía de nombre la educación de esta escuela, y su director, al decírselo, se quedó asombrado. El resultado práctico: diez años como profesor, en Maslacq,   —643→   1940-1950. Allí conocí al obispo de Vitoria, refugiado por antifranquista en Francia. Iban surgiendo con mayor ahínco, descartado el viaje a Hispanoamérica, otras perspectivas. Y así, el hogar, casándome (con una maestra francesa) y con poesía escrita tanto en castellano como en un incipiente ejercicio francés.

No puedo decir que todo iba a ser coser y cantar. En Francia, desde luego, y soy afirmativo, no lo fue nunca, se viviera donde se viviera. ¿Y la ocupación nazi, y la Resistencia, entre otras cosas? Hubo muchas cosas. Vuélvase a la experiencia de revista y ediciones Méduse-Medusa. Había que afianzarse en el idioma galo. Fue mi objetivo. Los números de Méduse están ahí, y destaca el número a García Lorca. Muchos años después, fui invitado a hablar de poesía española y de la mía por La Maison de la Poésie, sufragada por el Ayuntamiento de París, y allí, tuve la satisfacción de ver «mi» revista en una vitrina. Luego, o en aquel entonces, con la Liberación de Francia, por mediación de Jean-Paul Landsberg, filósofo judío (muerto en un Campo nazi) se me ofrecieron las páginas de Esprit, revista que dirigía Emmanuel Mounier. Salió mi poema-homenaje a José Vitrini, y como gustó, me pidieron otro poema, dado en otro número y también gustó. Ya escribía directamente en francés. Y Méridien, y Horizon, y Signes, y Sources, y La Tour de Feu, etcétera, me fueron acogiendo. Más tarde me enteré que una revista de prisioneros galos en Alemania publicó en Francia, liberados, un número donde había una poesía mía, traducida (Toulon, con Bernard Jourdan). De intensa satisfacción fue verme, como un poeta de expresión francesa, en las revistas Europe, y Poésie Seghers y en La Nouvelle Revue Française, la celebérrima revista. El número especial, «Écrivains espagnols en exil» de la revista Soleil (Alger, con Emmanuel Roblès) y en lista impresionante de autores: «Vicente Lloréns. Rafael Alberti. Jorge Guillén. Luis Cernuda. Juan Ramón Jiménez. Antonio Aparicio. José Herrera Petere. Jacinto Luis Guereña. José Bergamín. Federico García Lorca. Antonio Machado. Miguel Hernández. Arturo Serrano Plaja. y con ilustraciones de Pelayo; Clavé; Flores; Domínguez; Parra», y este número es justo orgullo. Fueron saliendo libros, en francés: Mémoire du coeur, L'Homme l'Arbre l'Eau, Ode pour la grande naissance du jour, Loin des solitudes, Poème pour Louis Parrot, Guitare pour la Nuit, Florilège Poétique, amén de figurar en antologías y estudios antológicos (en Hachette; Cherche Midí, por ejemplo). Y la reciente antología 100 poèmes sur l'exil (Droits de l'Homme, 1993, París). También Soupçons (Rivière échappée) y tres libros con pintores: Une vie y Orages de l'apaisement, con Théo Kerg (y su traducción al alemán), y Divertimento, con Mentor (en francés).

El derrotero en castellano fue más reducido, inevitablemente. Tras los libros Poema del dolor y de la sonrisa de España y de Memoria de invierno (ambos, en Ediciones Méduse-Medusa), estuve dando artículos de índole literaria a mi amigo Sánchez Guerra y él los distribuía en prensa extranjera, su Prensa Intercontinental, junto   —644→   a Pérez de Ayala y otros. La trayectoria poética, en Boletín de la UIE (Unión de Intelectuales Españoles) y en Deportación Española (de Le Patriote Résistant, 460, febrero de 1977) y Unión (Rodez, con Roberto Madrid). Destaco siempre los cuatro números de Méduse, y aunque en primeras pruebas se hizo el número cinco dedicado a Antonio Machado, no salió (falló el dinero, y el impresor hizo lo demás: rechazar). Un recorrido afanoso, pero con poco resultado impreso, y fue así para todos, lamentablemente. Era prácticamente casi imposible editar poesía española en Francia, entonces, por falta de dinero y falta de difusión. Nadie ayudaba, porque a nadie le interesaba. Además, falta de renombre «ya hecho» entre los autores. ¡La obra se iba creando y permanecía inédita! Sólo se vieron modestos cuadernillos, de artesanía, y en ocasiones con «tiradas» de un par de docenas de ejemplares. Yo, por mi parte, señalo las dos antologías bilingües que hice, y con su introducción en Marabout (Bruselas, 1969) y en Seghers (París, 1977). Luego, fui publicando prosas y poemas en Hispanoamérica (entresaco El Nacional, México; El Nacional, Caracas; Revista Nacional de Cultura, Caracas; Árbol de Fuego, Caracas...).También, en proyección dentro de España, mis traducciones de Baudelaire y Verlaine (ambos libros en Visor), Jules Superville (Plaza & Janés), R.G. Cadou (Adonais), Francia en ocho poetas (Toro de Barro). Esta vertiente, en España, parece excluirme del tema «andadura creativa en Francia», la sustancia del exilio literario. Al menos en la primera etapa, sin venir a España. Situación doble y creo que bastante excepcional, como escritor coetáneo en castellano y en francés. No suele ser frecuente: y la biografía, por lo tanto, se completa, recíprocamente. Es mi caso, hasta hoy, y lo seguirá siendo hasta mi muerte.



  —[645]→  

ArribaAbajoTres viñetas

Rafael Martínez Nadal



Primera. Don Miguel de Unamuno en el King's College de la Universidad de Londres (20 de febrero de 1936)1017

Y algunos de los presentes se preguntarán -y con razón me preguntarían-: ¿y qué tiene que ver Unamuno con este Primer Congreso Internacional sobre «El exilio literario español de 1939»? Tres motivos parecen justificar el aparente atrevimiento: fecha de la que fue última conferencia dictada por el famoso rector de la Universidad de Salamanca (texto que se daba por perdido), contenido de su oración y el hecho de que don Miguel de Unamuno fue el primer gran exiliado en el interior de la España franquista. Pero oigamos las primeras palabras del maestro en aquel King's College de Londres.

-¿Qué es lo que yo voy a decir aquí de esa no sé si mal llamada generación del 98 de la cual, al parecer, me quieren hacer a mí responsable? ¿Qué es lo que hemos hecho? Palabras, nada más que palabras.

Así, con intencionada alusión a Hamlet, empezó don Miguel de Unamuno la primera de dos conferencias que se suponía iban a versar sobre «La generación del 98 y sus sucesores», uno de los temas que le había sugerido el profesor Antonio Pastor, a la sazón jefe del Departamento de Español del King's College de Londres y verdadero organizador y responsable del viaje de Unamuno a Inglaterra.

Aquella tarde, a la misma hora, la Facultad de Teología celebraba la segunda de sus dos conferencias anuales en memoria de Frederick Denison Maurice, el teólogo y erudito inglés del siglo diecinueve. A derecha e izquierda del hall de entrada, sendos encerados indicaban con grandes letras rojas el lugar de celebración de los dos actos. En el primero se leía:GRAND HALL HIS GRACE THE ARCHBISHOP OF YORK ON PERSONALITY IN THEOLOGY AND ETHICS; en el segundo:LARGE THEATRE SPANISH LECTURE by PROFESSOR UNAMUNO.

  —646→  

Día de gala en el Colegio. Profusión de levitas, calzones cortos y medias negras. Profusión también de personalidades cívicas: un ministro del gobierno, el Lord Mayor y el Mayor de Westminster, tres embajadores de habla española...

En el departamento de español no las teníamos todas con nosotros. La teología anglicana, ¿restaría mucho público a uno de los más declarados enemigos de toda teología? Los muchos alzacuellos anglicanos, morados o negros, ¿vencerían a aquel famoso alzacuello azul oscuro que era el jersey de lana, alto de cuello que usaba Unamuno? El tema de la personalidad en la teología y en la ética, ¿despertaría más interés que oír al hombre que había dedicado largos años de meditación al problema de la personalidad humana? Unos minutos antes de empezar los dos actos todavía se veían algunas sillas vacías en el Grand Hall, pero en el Large Theatre el público se sentaba por las escaleras o se apretujaba de pie por las entradas laterales o detrás de la última fila de asientos.

-Palabras, sí -insistía Unamuno-, porque en el mundo del pensamiento la palabra es la única creación posible. Toda mi obra no ha sido otra cosa que un esfuerzo por llevar a mis lectores la conciencia del contenido ideológico y pasional de cada palabra.

Hablaba sin notas, con las manos cruzadas a la espalda, o engolfadas en los bolsillos de la abierta chaqueta, o colgadas de las solapas. Hablaba en tono menor, pausadamente, y la voz débil, envejecida, imponía silencio.

-Claro que otros intentaron también, a su manera, despertar conciencias, y como yo, antes del 98, y no sólo en la Península. Ahí está en América Rubén Darío, entre otros, sobre todo el Rubén de la última época, el Rubén de Cantos; y entre nosotros, el inolvidable Ganivet, y tres o cuatro de los llamados krausistas, aunque por el nombre y capillita tenga yo mis reservas. Sí, antes del 98 éramos ya unos cuantos los que soñábamos con «un nuevo florecer de España».

Yo había anotado ya las frases transcritas, pero profesores y alumnos esperaban, lápices en mano, importantes aclaraciones a un tema que salía con machacona insistencia en los cuestionarios de exámenes. El colega que se sentaba a mi lado había sabido resumir en breve fórmula todo lo que el orador había dicho hasta aquel momento: «Generación del 98 = palabras».

-Soñábamos -seguía Unamuno-, pero era un sueño vela, porque ahí estaba el asesinato de Rizal, y la guerra de Cuba, y la semana trágica de Barcelona.

Casual o intencionadamente el verbo soñar desvió lo que parecía rumbo inicial de su meditación. Discurría ahora sobre la historia política y literaria de la España del siglo XX, enjuiciaba con dureza hombres y sucesos, abundaban afirmaciones que se encuentran en sus ensayos y artículos, pero entre aparentes contradicciones y paradojas se dibujaba la línea central de lo que se proponía decir aquella tarde. Para Unamuno, al menos para el Unamuno del 20 de febrero de 1936, España vivía   —647→   en permanente estado de guerra civil porque el español rehúye la verdadera y santa guerra civil: la que cada uno lleva, o debe llevar, dentro de sí, con su otro yo.

-Yo me levanté en aquel marasmo espiritual, y levanté mi voz sobre la garrulería política y teológica para avivar la conciencia de la personalidad de cada español.

Y unos minutos más tarde:

-Y aunque yo he explicado repetidas veces eso que llaman paradojas mías, por ejemplo, lo de paz en la guerra y guerra en la paz, todavía no lo han entendido o no lo quieren entender. Es la paz que encontró Jacob luchando con el ángel; la que encontró Sócrates luchando con su demonio; la que Prometeo y yo hemos encontrado luchando con el buitre del pensamiento.

Unamuno llevaba hablando unos cuarenta minutos y su voz, lejos de desfallecer, parecía rejuvenecida. Nadaba en el silencio y el silencio le exultaba. El profesor Pastor, sentado al lado del orador, frente al público, escuchaba con imperturbable gesto de atención, aunque los dedos jugaban incesantemente con la cadena de oro de su reloj. Ramón Pérez de Ayala, embajador de España en la corte de San Jaime, medio dibujaba una sonrisa, pero el constante movimiento de su pierna cruzada traicionaba el nerviosismo... ¿En qué pararía todo aquello?

-A veces me pregunto si, a pesar de todo, no habrá sido de 1875 a 1923 cuando España ha vivido un periodo de relativa paz en la guerra, porque lo que ha venido después es el preludio de la guerra cainita.

Ese después era para Unamuno la dictadura de Primo de Rivera, «porque -decía- allí empezamos los españoles a no oírnos a nosotros mismos, señal de que se va a sacar afuera la guerra que se debe guardar dentro»; era la caída de la monarquía; era la República, y remachaba: «otro sueño de una España mejor que nos va a despertar en el último acto de la tragedia».

La meditación llegaba a su término. Inclinaba la cabeza, lentamente pronunció sus últimas palabras:

-No hemos sabido asomarnos al alma de la mocedad española y esa juventud es hoy masa que sigue a los energúmenos de ambos lados que predican y encienden la guerra civil. Yo me he negado ya a hablar en público en España porque ahora nadie oye allí a nadie. El español ha confundido el gesto con el esfuerzo. Unos saludan así (y levantaba el puño en alto) y otros saludan así (levantando el brazo en el saludo fascista). Y España se hunde.

Y tras larga pausa:

-De otros sueños y despertares de la generación del 98 hablaré la próxima semana.

Siguió la ovación más entusiasta y sostenida que yo recuerdo haber oído en la Universidad de Londres. Aplaudían al hombre y a su obra, pero ¿le habrían entendido?   —648→   En las cuartillas de mi colega seguía viéndose, como única anotación, la fórmula «Generación del 98 = palabras».




Segunda. Don Miguel de Unamuno en YE OLD COCK TAVERN

Aquella misma noche, los alumnos de español del King's College habían organizado una cena en honor del conferenciante. El lugar, Ye Old Cock Tavern, la dickensiana taberna de Fleet Street. Unamuno, su traductor inglés, Crawford Flitch, Ramón Pérez de Ayala, Antonio Pastor y varios más, recorrimos a pie los quinientos metros que separan el King's de la vieja taberna del Gallo.

El salón de la planta baja, con sus delgadas columnas que fingen sostener las gruesas y bajas vigas de madera encerada, agradó a don Miguel, pero el agrado se convirtió en deleite al subir al primer piso y ver las paredes cubiertas de viejos grabados, reliquias literarias y retratos de Pepys, Dickens, Thackeray, Tennyson y otros escritores que frecuentaron la taberna. Más de cien comensales, puestos en pie, ovacionaron la entrada del viejo Rector. G. J. Bruton, estudiante del último curso, ofreció el banquete:

- Después de tanto leer y discutir El sentimiento trágico de la vida, Niebla y El Cristo de Velázquez, ha sido para nosotros motivo de particular satisfacción encontrarnos al fin con el Unamuno de carne y hueso.

La sinceridad del tono y el ligero acento inglés dignificaban lo obvio de la alusión.

-Nada podía haberme agradado más -empezó Unamuno-, que verme ahora rodeado de jóvenes estudiantes y de amigos ingleses y españoles, en esta vieja taberna del viejo Londres que tantos recuerdos me trae de mi infancia; porque Dickens fue una de mis primeras lecturas y los personajes de Dickens, y los lugares de Dickens fueron para mí tan familiares, quizá más familiares, que las personas y lugares del Bilbao de mi niñez.

Siguió hablando de sus lecturas inglesas y haciendo gala de sus conocimientos del Londres literario, pero pronto volvió a los temas españoles y a los autores del 98. Su discurso fue una continuación de la conferencia del King's, en cierto sentido de carácter más literario que la conferencia, pero las alusiones políticas no podían faltar.

-Nuestra función en la vida pública, como dije antes, fue la de despertar conciencias. Esto lo pudimos hacer nosotros porque mantuvimos siempre nuestra independencia y libertad, al margen de los llamados intereses de partido -¡de partido!- o de gobierno.

Ramón Pérez de Ayala, que no parecía dispuesto a tolerar una repetición de lo ocurrido en el King's, bromeaba en voz alta con sus vecinos de mesa, interrumpía al orador y le llamaba amistosamente al orden.

  —649→  

-Ramón -dijo Unamuno-, usted me interrumpió porque no quiere que diga lo que voy a decir.

Nuevas interrupciones amistosas, pero con eco de tertulia madrileña. Pérez de Ayala, escritor y novelista todavía no bien estudiado, el sin par conversador, descubría, a veces, una faceta de señorito de provincia en Madrid, señorito de café, copa y puro.

-No tenga usted cuidado, Ramón, usted sabe que yo le aprecio y yo sé que usted comparte lo que voy a decir. Hay momentos en la historia de un país en que es preciso decir verdades que no agradan y estas verdades sólo las podremos decir los escritores libres. Pero no seguiré por este camino.

El discurso terminó sin nuevas interrupciones y Unamuno, cogiendo a Pérez de Ayala del brazo, salió de la Taberna del Gallo en medio de otra gran ovación.

De la segunda conferencia de Unamuno, dada el 27 de febrero, no conservo ninguna nota. Entre una y otra conferencia tuvo lugar el viaje a Oxford. Al regresar alguien le preguntó qué le había parecido la ceremonia de concesión del grado honorífico en la universidad oxoniense.

-¡Que los ingleses no saben pronunciar el latín!

Otro quiso saber la impresión que le había producido la vieja ciudad universitaria.

-Es también un impresionante bosque de piedras, pero me quedo con el mío, el de mi Salamanca.

Se ha lamentado la pérdida del texto de las conferencias que Unamuno dio en Inglaterra. No hay tal pérdida porque no hubo texto. Es lógico suponer que Ramón Pérez de Ayala no informaría detalladamente de lo que aquí dijo el viejo Rector, y que tampoco lo harían a sus respectivos periódicos los corresponsales de prensa que asistieron a los actos. La única versión oficial del paso de Don Miguel de Unamuno por Londres es la que se encuentra en las notas del departamente de español del King's College, correspondientes al año académico 1935-36. Dice así:

During this term also (lent Term) the Deparment was honoured by the visit of the veteran Rector of the University of Salamanca, Don Miguel de Unamuno, who spoke his introspective monologues (rather than lectured) before an enthusiastic and tightly packed audience.

The Union Universitaria... on the occasion of the visit of Professor Unamuno, organised a dinner at the Old Cock Tavern1018.



Buen ejemplo de cómo la verdad no está reñida con la discreción.



  —650→  
Tercera. Ilsa-Arturo Barea

Cuando Ilsa Barea dio a luz a su marido, nadie, en el reducido círculo que tuvo noticia del acontecimiento, hubiera podido imaginar que aquel tímido, balbuciente infante llegaría a ser, en muy pocos años, escritor de fama mundial, autor de una trilogía cuya primera novela, La forja de un rebelde, fue inmediatamente traducida a casi todos los idiomas europeos, y su autor, durante una veintena de años, el novelista de lengua española más traducido, leído y comentado1019.

La cosa empezó en 1941, en Wood Norton, la vasta propiedad que bordea y domina el «shekspiriano» río Avon, finca cedida por su dueño, el duque de Orléans, al gobierno inglés para servicios de guerra. En tan plácido retiro, en los claros del bosque que dan nombre al lugar, el Ministerio de Información había levantado variedad de prefabricados barracones, futuro albergue de los servicios de la BBC destinados a algunos países europeos, a Latinoamérica, al numeroso equipo de radioescuchas, a toda la misteriosa Y Unite y a todo el personal técnico necesario para actividades que durarían las 24 horas del día1020.

Pues bien, en uno de aquellos barracones se instaló todo el equipo necesario para el trabajo del personal hispano-lusitano y, en barracón vecino, parte del numeroso equipo de radioescuchas. En este último trabajaba Ilsa Barea; en aquél, quien esto cuenta. La comunicación, por razones de trabajo, era frecuente y cordial. Pero un día, Ilsa me pide ayuda para hacer frente a un curioso problema de orden doméstico-cultural. Mas, ¿quién, cómo era Ilsa Barea?

La recuerdo algo entrada en carnes, estatura media, cuarentona, braquicéfala. La recuerdo rubia-castaña. Debió de ser atractiva adolescente. De ella sólo sabía las generalidades que el sabelotodo español contaba de otros radioescuchas: «Todos son judíos centroeuropeos, todos políglotas, todos inteligentes, todos, o casi todos, extrostkistas». Lo que yo iría descubriendo era una mujer, sin duda, muy inteligente, culta y aseverativa; muy al tanto de lo que en política, literatura y las artes «se llevaba» en los círculos más avanzados de Europa y América; muy consciente también de que el mundo que habíamos conocido finalizaba con la guerra que vivíamos. Mujer del aquí y ahora, en el trabajo y en el hogar. Sin disimulos ni rodeos con la mayor naturalidad me dio cuenta del problema y de la intención que tenía; un castellano casi perfecto, pero gutural, acentuaba el carácter insólito de su historia.

  —651→  

Debido al fuerte shock que sufrió durante el primer bombardeo rebelde sobre Madrid, Arturo, su marido, amén de cambios idiosincráticos, se había convertido, de la noche a la mañana, en escritor, al decir de Ilsa «de fuerza y originalidad notables» pero, como autodidacta que era, Arturo carecía de la más elemental formación cultural y de lecturas apropiadas. «Cuando esté mejor quiero que le conozcas», pero, de momento, lo que quería era una lista de unos treinta libros españoles que, en mi opinión, constituyen lectura mínima de todo español medianamente culto1021.

Consciente del frágil tesoro que tenía en sus manos, Ilsa multiplica sus funciones y cuidados. Intuitiva pedagoga y analista, sabía también ser esposa y madre, cuidaba su alimentación, adivinaba sus estados de ánimo, le protegía de fobias, miedos y extraños. Pero, ¡qué feliz, también, qué exultante Ilsa cuando en la intimidad hablaba, muy ocasionalmente, cierto, de los progresos de su marido!

Todas las mañanas, antes de ir a Wood Norton, ella le dejaba preparado el trabajo del día: sobre la mesa, el libro o libros que tendría que leer, a mano siempre el diccionario de la lengua española, la variedad de lápices y plumas; el cuaderno para anotar lo que se le ocurriera; notas que luego, a la noche, después de la cena, serían motivo de conversación y comentarios. «Pero lo mejor -insistía Ilsa- es oír a Arturo expresar, en su lenguaje tosco, las más agudas, inesperadas observaciones. «Tan fuertes, tan vívidas y vividas que ahora todas las noches voy tomando notas en inglés de lo que él me cuenta en español. Luego me las revisa nuestra compañera de casa y van quedando páginas de una posible autobiografía de Arturo escrita en un idioma que él no conoce».

Fructífera, ejemplar colaboración. Ilsa regala a Arturo todo lo que a él le falta para ser escritor y Arturo, sin darse cuenta, vierte todas las noches la mítica lluvia de oro que ella recibe absorta en lenta gestación del fruto de ambos sueños, criatura que luego, «Toma -parece decir al sorprendido esposo y padre-, toma tu hijo, que es sólo tuyo», con la alegre generosidad de la mujer que cree haber dado a luz al hijo prodigio. Sueño, tal vez secreto de algunas madres.





  —[652]→     —[653]→  

ArribaAbajoFragmentos del relato Los lugares del tiempo

Francisca Perujo


Acogerse al recuerdo, a las imágenes que han quedado en la memoria. Pero, ¿han quedado las imágenes solas? No sería posible. Quién sabe cuántas maneras, cuántos atributos se les han ido añadiendo. También borrando, claro. Aunque creo que hay un momento en que esa memoria se fija, al llegar a no sé qué punto, y, a partir de entonces, juraríamos que es así exactamente lo que fue. La realidad es nuestra imagen. No hay otra verdad más que esa que ha prevalecido, la que hemos hecho nuestra y nos ha ido haciendo.

Crecíamos para otro mundo. Hoy no sé para cuál, porque ninguna realidad visible o que, partiendo de esto que tenemos pueda imaginarse, se asemeja a aquel ideal, a aquella esperanza que se iba alimentando con la vida de cada día. El acto que pudiera parecer menos importante, o la manera de realizarlo, tenían el mismo referente absoluto, como en un acuerdo tácito natural, el mismo códice supremo, que no pesaba si no se infringía. ¡Ay de quien lo hiciera!, porque entonces se levantaban voces con explicaciones exhaustivas que iban dando a cada cosa su valor, su jerarquía, para mostrar la responsabilidad de la falta mediante esa lógica.

Aprendimos muy pronto que lo que podía presentarse como insignificante no lo era, que representaba algo mayor, que era correlativo de todo el universo. Aprendimos que el camino habría de estar plagado de asechanzas, de apariencias engañosas, que podría ser espinoso y áspero, pero que ése era el nuestro.

A pesar de la presencia de la guerra, materia cotidiana, tajo abierto la nuestra y la que veíamos caminar por los mapas de los mayores, quizá sólo la profunda convicción de la bondad originaria fundamental del hombre, de su ser criatura, podía sostener aquella educación que se apoyaba únicamente en el ámbito familiar con tal irrenunciable adhesión vital. Porque crecíamos compartiendo con igual adhesión aquel nuevo mundo que nos rodeaba, exuberante como las pencas que les sallan a los bananeros, con la perra, el venadito, el tejón y el jabalí, viviendo de modo natural, ineludible, el tiempo dilatado de aquel lugar sin utopías, eterno en su quietud, donde nada se alteraba ni se explicaba nada, aunque alguien llegara diciendo una   —654→   mañana: «Dicen que ayer noche hubo una balacera por allá por las bodegas...». Aquel nuevo mundo donde se respetaba el remoto código del cacique como un mandato de Dios, de reglas tan antiguas, altas y seguras como el vuelo de los zopilotes.

Entre estas dos maneras de aceptar el mundo fuimos entrando en la vida. Ambas presidían inevitablemente, en medidas y modos diversos, nuestros días.

El tiempo se iba poniendo en las cosas. En el prado donde jugábamos, en el traje de baño con el delantero a rayas de colores, en los tordos negros que llenaban el nogal, en los indios descalzos de piel oscura y calzón blanco, en los puestos del día de mercado, en la casa del obispo, en el venadito, en el patio de la escuela con las niñas formadas cantando el himno nacional, en las mujeres con la cabeza cubierta por el rebozo y los pies desnudos, en la botica del papá de Loti, en la esquina del café de chinos con su enorme ventilador de aspas, en el naranja del cielo al acabar la tarde, con el churrero y las bandadas de cotorras, en la mermelada de naranja y papaya que hacía mamá, en los cerros quemados de olor a miel, y en muchas cosas más. Éstas eran las que teníamos en los ojos, las que nos rodeaban, y en ellas se iban poniendo las horas, los días, el tiempo, y el tiempo en la memoria.

Pero había otro tiempo que no se fijaba en colores, paisajes, sabores ni miradas. Horas que no podíamos consumar. Era el tiempo vivido en el continuo conversar de los mayores, recordando, describiendo, discutiendo, hablando, en fin, de lugares, de personas, de cosas, que sólo podíamos imaginar. A veces este imaginar se apoyaba en fotografías con figuras, rostros y escenarios que quizá no habríamos de ver nunca, pero que también habrían de ser tiempo nuestro, memoria nuestra, acaso con igual o más intensa presencia, aun imaginada y distante, porque sostenida por la sugestiva fuerza de la evocación, del saber que aquello era el origen y por la laceración de sentirlo perdido, arrebatado. La existencia de este otro tiempo era cierta. No eran sólo las palabras con referentes lejanos, inalcanzables, eran mis padres, mis tíos, mis abuelos y algunos objetos, muy pocos en verdad, pero para nosotros llenos de signos representativos, como si los animara una vida propia, perdurable. Los grandes mapas de Europa atestados de letras y colores que se extendían sobre la mesa del comedor, fueron una especie de puente testimonial, porque, en su abstracción, contenían algunos nombres que recurrían en las conversaciones, y había en ellos un pedacito, con una forma muy clara, de donde sabíamos que habíamos salido.

Aquellas fotografías, muestras concretas de personas y lugares, fueron adquiriendo tal vida, que hubiéramos podido dibujar o describir muchas de ellas como habiendo asistido a su momento originario. Veíamos nuestra casa antes de la guerra, el camino de la evacuación, los campos y el refugio en el valle del Loira, el barco y la llegada a Veracruz, Éste era el tiempo intangible, el tiempo convocado. Y   —655→   de éste teníamos en nuestra todavía pequeña memoria sólo algunos recuerdos clavados. Lo demás, o muy vago, o abigarrado. Pero la conciencia del despojo, simplemente de haber tenido que dejar el lugar propio, de haber perdido nuestro espacio, estuvo en el comienzo y desde el comienzo en nuestros días, tiñó todos nuestros tiempos, cualquier tiempo. Fue por ello el fondo de la memoria, el hueco más hondo, adonde no se llega por la razón y que domina todo sentir, todo pensar y todo quehacer.

Este sentido tan temprano de desarraigo, de lo provisional en ámbitos pasajeros en medio de la Huaxteca exuberante, con su naturaleza generosa de plantas y animales muy cercanos, y en nuestra misma casa, con una humedad cálida, gestadora de tantos mosquitos, de verdes sensuales y ocasos llameantes, habitada por esa digna pobreza indígena, resignada e intemporal, y otro acento en la lengua, y otra lengua, y la diaria referencia a lo que ocurría lejos, tan lejos que sólo lo veíamos en puntos de colores, no sé cómo podría sintetizarse. De esa fractura tan antigua y tan actual, tan cotidiana y desnuda, pero de tonos tan cargados, no hay síntesis posible. Hay memoria. No es algo a lo que se escapa. Se sublima, acaso.

El comedor, con su tapanco alto, recogió las largas sobremesas de los días de fiesta y las más cortas, igualmente intensas, de muchas noches. Bastaba con los de casa, pero a menudo había alguien de fuera, y cuando venían los amigos que estaban en Ciudad Valles, refugiados como nosotros, la comida se juntaba con la cena. Todos la misma pasión, una laceración apenas mitigada por una esperanza: la guerra en Europa, que podría llegar a ser, creían, la liberación de España. La guerra perdida era nuestro presente, y lo que todavía habríamos podido ser era esa otra guerra, también nuestra, que corría ya por muchos caminos que se seguían paso a paso, azules, rojos, verdes, y que se señalaban en los mapas acribillados de alfileres de cabeza amarilla, negra, blanca, donde, sobre las letras menuditas, resaltaban otras más grandes: Francia, Polonia, Italia.

Sobre España no se ponían alfileres, pero un día el abuelo me indicó con el dedo dónde habíamos vivido nosotros en aquel mapa. Era sólo un puntito a la orilla del mar y detrás estaban dibujadas unas montañas.

-Va a hacer cuatro años que salimos de casa... -dijo el abuelo.

Y yo, señalando los copetes tupidos de la sierra de Tamazunchale, más allá de los cerros:

-¿Se veían las montañas como aquí?

-Desde casa no. Se veía el mar, como desde el barco, ¿no te acuerdas, en el barco?

-Sí, sí, en el barco... ¿Está muy lejos, verdad, abuelo?

-Sí, está muy lejos.

Todos hablaban. Se discutía la ilusión y se volvía a lo que había ocurrido, a si   —656→   hubiera podido ser de otro modo, a cómo habría sido. E iban apareciendo las personas, los lugares. Había nombres que se decían más a menudo y de algunos hasta podría contar la historia. A otros los veíamos retratados con papá y los tíos en las fotos de los frentes y de los campos. Unos nombres se pronunciaban con rabia y desprecio, otros con respeto y dolor. Y recurrían los hechos entre los «si se hubiera», y entre los compartidos «puede ser», «todavía» y «veremos ahora». Prevalecían los condicionales, no cabía otra cosa, para algo que estaba tan lejos o que aun consumado no se aceptaba. Y sé que en muchos lugares entonces se hablaba de lo mismo. Se esperaba. No había más. Nadie se resignaba.

La noche llegaba con su habitual tibieza. Las voces se entremezclaban alrededor de la mesa. El tejón solía asomar su trompa sabuesa desde el tapanco, y con las manitas echaba briznas de paja y polvillo de madera sobre los que hablaban, no sé si queriendo jugar con aquellas voces o recordarles que era tarde y él quería dormir. El tío se ponía de pie y, con la mano y la cabeza levantadas, mirando hacia arriba:

-¡Ya está otra vez! ¡Baja, baja, cabrón...!

Afuera, en el hueco silencio del campo, bajo la tejavana, los mosquitos y las pequeñas mariposas nocturnas no sabian renunciar a la luz de las lámparas. Lejos, muy lejos, como si vinieran también de un lugar muy distante, se oían acordes y quejas de otras pasiones. En un tañido suave: «...hace un año que yo tuve una ilusión...» y, con más arrebato: «...aquella que va río abajo... me roba la calma...».

Desde la hondonada del valle la última llama de azafrán iba menguando detrás de los cerros apretados. Pasaban muy altas las bandadas de cotorras gritonas y en su vuelo afanoso parecía que tocaran las copas de los nogales. La tierra había exhalado ya los vapores más cálidos y dejado en el aire la humedad tibia de cada atardecer.

Salíamos a jugar al prado de zacate, grande y verde frente al corredor abierto, y en la memoria inmenso. Era nuestra mejor hora. Medio desnudos, hasta la cena no había límite. Yo con el traje de baño que me regalaron las francesas cuando salimos de Onzain para embarcarnos, ¿Para qué entonces un traje de baño? Porque casi cualquier cosa, menos lo indispensable, estaba de más. Pero algunos objetos siguen caminos inesperados. Me gustaba mucho aquel traje, con su espalda roja y su delantero a rayas de colores. Había hecho nuestro mismo viaje y, para siempre, aquella plenitud.

El abuelo salía también al caer la tarde a sentarse en su sillón de mimbre delante de la galería. Fumaba su puro al fresco de la primera oscuridad, mirando cómo los cerros se iban perdiendo y en los nogales ya opacos se escondían los tordos. Fumaba y recordaba. Su tiempo era eso. Fumaba y apoyaba las manos, una sobre otra, en la vara nudosa de higuerilla que era su bastón. Y a veces iba a verle aquel Palmiro, que para todos así se llamó, aunque ése no era su nombre. Se sabía muy poco de él, sólo que vivía cerca de allí, en Palmira.

  —657→  

Llevaba muy calado el tejano y solía ir ya entre dos luces, casi anochecido, desde aquel día que llegó preguntando por don Constantino, nuestro casero, y se encontró con don Guillermo.

-¡Ah!, ¿es Usted de los españoles que llegaron apenas...?

Don Guillermo se puso en pie:

-Hace ya tres meses...

Y Palmiro:

-¿Y le gusta por acá, señor...?

Don Guillermo: - Sí, me gusta, vivimos tranquilos...

Palmiro: -A mí me encantaría de veras, señor, ir a su tierra, para ver a todos esos reyes con esos trajes tan bonitos como se ven en las barajas, como de toreros... Yo vivo lejos, señor, pero vengo seguido acá por diferentes mandados... ¿Que me daría Usted licencia para pasar a platicar un ratito?

A don Guillermo la guerra y Saint-Cyprien le habían traído muchos años y aquellas fiebres. Con los lúcidos ojos entristecidos:

-Venga cuando quiera. Yo suelo sentarme aquí todas las tardes... A tomar el fresco. Hace demasiado calor en este pueblo..., pero esos reyes que dice usted no se ven más que en los naipes. Toreros sí, de sobra...

Y miraba a los ojos bajo el tejano asombrado por su interés, porque sólo oía en aquel rostro a una amable máscara inescrutable.

-¿Ustedes son españoles, verdad...?-, nos dijeron cuando llegamos. -Aquí viven otros españoles. Hay uno que vende churros y otro que es agente viajero... Bueno, y los de la Casa Roncal...

Los de la Casa Roncal eran una pareja de navarros con muchas hijas, que tenían una tienda de telas así llamada para mayor memoria. Quién sabe cuántos años llevaban en México, sostenidos por el miedo recóndito a la antigua pobreza y la inquebrantable militancia de la fe verdadera. Eran los gachupines del pueblo. España había exportado pobres durante siglos y los que en México dejaban de serlo, se convertían en gachupines. Los Roncal no llegaron a ricos, pero habían lamido casi ese dulzor que tanto dignifica, ya para entonces desmoronado, y del que les quedaba aquella tienda y el recuerdo y la bíblica referencia a la hacienda El higo, que, decían, había señoreado un valle de mezquites. Pasaban los días detrás del mostrador, entre los anaqueles de percales y los rollos de manta que vendían a los indios, y misas diarias, octavas y novenas.

Los otros dos de que nos dijeron eran Valverde y el churrero. Valverde solía venir a casa alguna noche y se quedaba a las largas sobremesas de la cena. Era un castellano alto y canoso, con gafas, que tiraba a duras penas como viajante de comercio. Había logrado salir de España cuando Primo de Rivera, pero, ni conquistador ni encomendero, no pasó de trajinar en el traqueteo de los autobuses destartalados que   —658→   iban parando en cada pueblo y en cada ranchería, con aquel calor pastoso, entre huacales de pollos, ollas de pulque y tenates de chiles y tabaco.

Y el churrero... el churrero velaba su nostalgia todas las tardes. Todavía claro, se oía su pregón, primero lejos: «...churros malagueeeñooos...», que alargaba las últimas sílabas y se iba acercando, hasta que llegaba al portón de casa. Sobre la cabeza una bandeja grande y al hombro la tijera en que la apoyaba cuando se detenía. «-Sí señora, que son muy buenos, que son churros malagueños...», y echaba a hablar con la abuela. Había sido pinche en Málaga, pero de eso hacía mucho tiempo. Nunca se supo qué guerra lo había llevado allí, pero no la nuestra.

Nosotros no sabíamos qué habríamos de ser para el pueblo, y por eso españoles, preliminar a cualquier distinción. Que no éramos gachupines, que no habríamos podido serlo, entonces por lo menos, por origen y circunstancias, por las razones que allí nos tenían, era claro. Pero, en otros caminos, tampoco Valverde ni el churrero habían llegado a serlo. En nada representaban a aquel colonial «padre conquistador, hijo encomendero, nieto pordiosero», renacido a los ojos mexicanos en el emigrante conquistador económico.

Todavía no sabíamos que nos habrían y habríamos de llamarnos para siempre refugiados, ni que el participio o adjetivo, como se quiera, que debiera denotar una temporalidad provisional, habría de ser para nosotros la definición de una peculiar nacionalidad, de una historicidad que no podría ya abandonarnos nunca, despegársenos nunca.

Y Palmiro volvió. No se sabía cuándo, pero volvía. Se levantaba un poco el tejano para saludar al abuelo y le pedía permiso para sentarse junto a él, en el otro sillón igual. Decían en casa: «-Qué hombre curioso..., dicen que fue cuatrero...», pero alguien había dicho: «-Ese hombre debe muchas, señor...». Y el abuelo no entendía.

Bajo un cobertizo techado de palma, donde acababa el prado, se enciende una luz que oscurece más el cielo. Habían salido ya las luciérnagas y los grillos no permitían el silencio. Las crestas tupidas se iban borrando para volver a asomarse después con las estrellas.

-Pues sin duda, don Guillermo, tuvo que estar muy dura la bola allá en su tierra para que un hombre como Usted haya venido a dar hasta acá.

- Dice Usted ¿la bola?, ¿qué quiere decir..?, querrá decir las cosas, la guerra..., claro. Y con la voz gris: -Por fortuna para Usted, no puede imaginarse lo que ha sido...

- No crea, don Guillermo. También acá estuvo muy fuerte... Si le digo que, mire usted, yo nací una noche que la luna estaba grande, grandota y muy brillante. Decía mi madre, que en paz descanse, que uno no podía mirarla porque luego ya no veía nada. Y pa'entonces ya era tiempo que unos pasaban p'arriba y otros p'abajo, y de vuelta p'acá otra vez... Y eso eran muertes y muertes... No ve que éste es el camino   —659→   p'al Norte y pa' la capital...

-¿Cuándo pasó eso que Usted cuenta, Palmiro? ¿Qué año era?

-No me acuerdo qué año. Pero yo de chico no vi otra cosa... Mi madre me dijo que también a mi padre lo habían matado en la bola. Yo no lo conocí... Pero ni se imagina Usted aquello, don Guillermo... No le digo las veces que llegaban acá los federales..., y luego los otros... Colgados y más colgados...

-¿Quiénes eran los federales?

-Pues los del gobierno. El ejército... ¿qué ustedes también peleaban contra el gobierno?

-No, Palmiro, no. Qué dice Usted... nosotros defendimos al gobierno, pero el ejército...



  —[660]→     —[661]→  

ArribaAbajoLiteratura y política

Luis Alberto Quesada


La Argentina es un país de grandes dimensiones. Los espacios dominan y llevan en su seno los temblores de las cosas pequeñas. Lo grande y lo pequeño dificultan la comprensión de sus contradictorios comportamientos.

La Pampa, al compás del trote de caballos, se mece con suavidad en el tiempo. La nostalgia aflora con las sombras y el llanto de emigraciones, de sueños rotos, de dictaduras y desapariciones... y, en Buenos Aires, en sus conventillos y esquinas, se desgranan las notas del tango.

A este país, entre los nubarrones y las muertes de la derrota del pueblo español y escuchando el retumbar de los cañones de la Segunda Guerra Mundial, llegan en la cubierta de algunos barcos, o a través de sus fronteras, refugiados políticos de España. Traían, escondidos en sus bolsillos y en sus cabezas, el ululante viento de la derrota, de la persecución, y las ráfagas de una tragedia.

Al hablar o escribir de ella aparecían las chispas identificatorias de los cuarenta años de dictadura del general Franco, «Caudillo de España por la Gracia de Dios».

Tal vez en España el exilio estuvo siempre presente porque en su historia fueron, no frecuentes sino constantes, las expulsiones, las represiones, los destierros. Y afortunados los que lo lograron, ya que el estar fuera del país significó liberarse de la tortura, de la cárcel, de la muerte.

Al lado de los nombres relevantes de Federico García Lorca y de Miguel Hernández están decenas de escritores y centenares de miles de mujeres y hombres sencillos: desconocidos mártires que formaron legiones enterradas en el olvido de una época en la que el exterminio sangriento de los «rojos» fue la práctica común y diaria del gobierno fascista de España.

Toda la vida, desde el nacer, está impregnada de política, así como el discurrir de los hombres en no importa qué sociedad.

Y el gran ejército de poetas y escritores, al cual nos referimos hoy, desposeídos de su libertad y lanzados a otras tierras, tenían a flor de piel su justa y enarbolada protesta.

  —662→  

A la política le ocurre que los poderosos no quieren hablar de ella, la niegan, aunque esté en sus prácticas. No quieren que los de abajo la practiquen. Por eso, al andar por el mundo se hacen los distraídos, miran debajo de sus mesas y dicen que en sus despachos no la han visto...

Antonio Machado nos habló de ese tema cuando dijo:

Desconfiad de aquellos que os dicen que no intervengáis en política; porque la harán ellos en perjuicio vuestro.



En la Argentina, desde los primeros momentos del exilio, existen dos grupos fundamentales de escritores y ciudadanos:

1) Los que continúan la lucha contra Franco.

2) Los que no creen en el pueblo como factor determinante para la derrota del Régimen.

Los primeros viven inmersos en la trama antifascista de los contactos con otros hombres, que son los que desde abajo sujetan las vigas y armazones de las estructuras de la lucha. A ésta, le prestan su voz y su pluma.

Los segundos, confían en las cancillerías de los llamados países democráticos que ahogaron la República al crear «la no-intervención», la ultimaron a puñaladas con la junta de Casado y, posteriormente, pese a los sacrificios de los republicanos en todos los frentes de la Guerra Mundial, pactaron con Franco.

Los primeros gastan su tiempo y se exponen. Los segundos hablan con torcidas interpretaciones y en el acto anual del 14 de abril, tiran serpentinas discursivas de caídas armoniosas y lentas.

Y muchos de ellos se esconden bajo el débil argumento de que «como exiliados no pueden intervenir en política en el país que les ha dado albergue».

Por supuesto, en los dos sectores hay diversidad de matices y variantes.

Téngase en cuenta que la Argentina ha sido un país de dictaduras constantes. En 1943, Pedro Ramírez sube al poder y en ese ambiente, en 1944, se edita el Romancero General de la Guerra Española. La selección de poemas y el prólogo son de Rafael Alberti. Gori Muñoz hace la portada y seis ilustraciones interiores. Abarca a todos los poetas de la guerra. Tres años después, en 1946, se edita Imágenes de España. Las fotografías son de Juan Sadelman y colaboran los escritores Rafael Alberti y Lorenzo Varela, con poemas; y R. Dieste y Alejandro Casona con prosas. Los cien primeros libros numerados llevan la firma de los autores de los textos y dos dibujos originales, uno de Luis Seoane y otro de Colmeiro.

La dictadura argentina llama a elecciones en 1946 y gana Perón. Un año más tarde, en 1947, los antifascistas de abajo y de arriba organizan «La Fiesta de la Poesía» y logran juntar, en el escenario de la Federación de Sociedades Gallegas, a Pablo Neruda, Nicolás Guillén, León Felipe, Rafael Alberti, María Teresa León y un   —663→   poeta argentino que no he podido precisar si fue Raúl González Tuñón, González Lanusa o Córdoba Iturburu. Anunciado el acto, fue prohibido; y, sobre el filo, luego de numerosas gestiones, autorizado bajo la promesa de los organizadores de no tocar temas políticos fuera de los poemas.

Cuando León Felipe recitó «Las Coplas del Gran Conserje Pedro», después del silencio, estalló el delirio.

Cuentan que León Felipe comenzó a decir unas palabras; y María Teresa, que era la presentadora, le tiraba de la chaqueta para que no actuara fuera de lo convenido. León Felipe le retiró la mano y más o menos dijo: «Yo hablo contra las dictaduras allí donde esté, aunque en ellas me encuentre». La ovación estalló de nuevo.

Al unísono de estos actos, se venden bonos de ayuda a la lucha de España, se organizan reuniones semiclandestinas y clandestinas en centros españoles y en casas particulares, y, en la mayoría de los casos, María Teresa era la anfitriona.

En abril de 1949, María Teresa y Rafael salen para el Congreso Mundial de la Paz.

Lorenzo Varela dirige el periódico Pueblo Español, en el que el Juan Panadero de Rafael sale a la calle. Colaboran en él, además, María Teresa, Jacinto Grau, Pedro Olave, Miguel de Amilibia, Miguel Viladrich, Luis Seoane, Salvador Valverde y Clemente Cimorra, entre otros.

El periódico es suspendido en varias oportunidades y Lorenzo Varela llamado al Departamento Central de Policía y, al final, el peronismo lo prohíbe... Pues bien, al mes o así sale España Independiente.

Juan Panadero dedica su copla a José Gómez Gayoso y Antonio Seoane, salidos desde la Argentina clandestinamente a luchar en España y que han sido detenidos y asesinados.

«La caja de mi guitarra / no es caja, que es calabozo, / penal donde pena España»... «Me hirieron, me golpearon / y hasta me dieron la muerte... Pero jamás me doblaron!».

El periódico Crónica Española, dirigido por Carlos Rodríguez, es clausurado e igualmente España Independiente y, más tarde, Noticias de España.

A mi llegada a la Argentina en 1959, se crea la Organización para la Amnistía de los Presos Políticos de España y Portugal, de la cual, desde el primer momento, fui Prosecretario. Hay, en ese momento, un paréntesis de democracia limitada bajo la presidencia de Arturo Frondizi; pero éste, ante presiones militares, al poco tiempo decreta «El Plan Conintes» que recorta todas las libertades constitucionales.

A los militares ni siquiera les convence y dan un nuevo golpe de Estado.

Como ejemplo de lo que pasaba transcribo la siguiente noticia del diario Clarín, correspondiente al 20 de octubre de 1962 y cuyo titular informa de un «Grave incidente en la Facultad de Derecho: Heridos de bala. Fue en el acto denominado Homenaje a España». Y sucedió que, tras «una orden emanada de las autoridades   —664→   de aquella casa de estudios, relativa a que no permitiría hablar en el acto al poeta Rafael Alberti y al señor Luis Alberto Quesada (los otros dos oradores admitidos eran José Pifarré y Luis Jiménez de Asúa, que pertenecía a esa casa de estudios) se armó una batahola y durante la refriega se efectuaron disparos con arma de fuego y resultaron heridos varios estudiantes».

Y el diario La Prensa del mismo día, dice: «El incidente se había iniciado mientras hablaba el señor Pifarré. Irrumpieron entonces en el aula uno (...) un grupo de veinte personas que, profiriendo vítores a Franco, Rosas y a la Falange, arrojaron una bomba de gases lacrimógenos... Durante la persecución se escucharon varios disparos y algunas personas cayeron heridas».

Pese a todo, se programa por Emigdio Pérez, Alberto Portas, José Domínguez y varios otros, la organización del Homenaje a Rafael Alberti en su sesenta aniversario. En el restaurante del Automóvil Club Argentino hablamos Enrique Azcoaga, Eduardo Blanco-Amor, Alejandro Casona y yo, y recitan algunos actores. Se hizo una exposición de liricografías y, en el Teatro Odeón, una función de ballet español ofrecida por los hermanos Pericet, la cual fue inicialmente prohibida y luego autorizada con la condición de que no hubiera intervenciones políticas. La vigilancia y la actitud policial asustaban a la concurrencia. No obstante, llenamos el teatro.

En el Uruguay, Teatro Solís de Montevideo, se hizo otro acto de homenaje a Rafael, en el que hablaron Jesualdo por Uruguay; Vendrell, por Brasil; y Alberto Portas, Molinari y yo, por Argentina.

Dentro de este panorama, la Organización para la Amnistía de los Presos Políticos de España y Portugal, siguió adelante. Con diputados, y senadores de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, hay una reunión en Santiago y se forman las delegaciones para dos conferencias, la primera en Brasil y la segunda en el Uruguay. A la del Brasil el Gobierno argentino no me da el visado correspondiente y a la segunda, acudo como Secretario.

Además de los periódicos mencionados, existen otros como:

Galicia, de la Federación de Sociedades Gallegas, fundado en la década del veinte y que lo dirigieron, entre otros, Eduardo Blanco-Amor, Alfredo Baltar, María Victoria Valenzuela y Arturo Cuadrado.

España Republicana, el más antiguo de los diarios republicanos españoles en la Argentina, que fue muy importante durante la guerra; y, posteriormente, vivió un largo período de «Guerra fría» que abandonó, bajo la dirección del periodista Antonio Salgado, en las postrimerías del régimen de Franco. Es entonces cuando se crea en Buenos Aires un Consejo Coordinador en donde estaban representadas todas las fuerzas políticas.

Euzko Deya, vocero del nacionalismo vasco católico, en el que colaboraba Pedro Basaldúa, representante del Gobierno Vasco, y que dirigen los hermanos José María y Pedro Irujo.

  —665→  

Opinión Gallega, órgano del Consello de Galicia, fundado por los diputados gallegos Alfonso Rodríguez Castelao, Ramón Suárez Picallo, Elpidio Villaverde y Antonio Alonso Ríos. Identificado con el partido galleguista, fue muy proclive al entendimiento de las diferentes fuerzas gallegas. Colaboraron en él, Ramón Valenzuela Otero, Benito Cupeiro, Manuel Puente, Avelino Díaz, Moisés da Presa, Rodolfo Prada, José Abraira y Segundo Pampillón.

El triunfo de Arturo Illía en julio de 1963 restituye la democracia. En ese periodo viene a la Argentina Marcos Ana y se hace en el Luna Park un acto con 22.000 espectadores, en donde habla el legendario socialista argentino Alfredo Palacios. Con él y otros oradores, damos conferencias y entrevistas a la prensa con repercusiones importantes... La Embajada de España se mueve con su vocero de prensa Ramos, quien acusa, falsea, desmiente nuestras afirmaciones y, prácticamente, hace una campaña de desprestigio contra nosotros. Arturo Illía dura poco: le hacen huelgas los sindicatos peronistas y muchos de los dirigentes sindicalistas, de acuerdo con los militares, ambientan un nuevo golpe de estado y sube a la presidencia el General Onganía.

Prohíben la Organización para la Amnistía, en donde en los meses anteriores me ponen en la Secretaría un policía de «vista». Se declara ilegal la organización progresista y antifranquista vasca Euzko-Chocoa y se inicia la persecución de nuestros escritores. Una noche van a buscar a Miguel Ángel Asturias y lo detienen. Informamos a María Teresa y a Rafael y se les aconseja que se escondan. Cuando llega la policía a la casa, está Aitana sola. Husmean y se van.

El mundo transmisor de abajo funciona. Las noticias llegan a muchos lugares y la palabra hermosa, solidaridad, se complace de su éxito: ponen en libertad a Miguel Ángel Asturias y la dictadura «se disculpa». Sin embargo, sigue golpeando: en la llamada «Noche de los Bastones Largos» apalean a los estudiantes universitarios de la Facultad de Ciencias Exactas y, por supuesto, a sus profesores, entre los que están el matemático Manuel Sadovsky (Premio de la Legión de Honor) y mi hijo, Luis Alberto Quesada-Allué, biólogo y doctor en química (que visitó las cárceles de España todas las Fiestas de la Merced, desde los ocho meses hasta los 17 años) y que entonces era y sigue siendo hoy profesor en la Facultad mencionada.

Prohíben también la publicación de La Encina Raíz de España, de la que soy director.

Como se ve, hay una diferencia fundamental entre los exilios de países con dictaduras casi constantes y aquellos en que fueron invitados de honor o que gozaron de periodos amplios de democracia.

Todos creemos que Rafael y María Teresa deben marcharse, ya que están en peligro permanente. Lo sentimos, pero así debe ser y salen para Roma. En el avión, al lado de su asiento, había una carta de Juan Panadero. Les decía que se quedaba con nosotros cumpliendo su promesa de luchar hasta el fin de la dictadura de Franco y de restituir   —666→   la libertad en España.

Los años posteriores siguen inmersos en dictaduras y peronismo. Éste, bajo el gobierno de Isabel Perón, organiza los grupos parapoliciales de las Tres As y los asesinatos y las desapariciones comienzan. Igual que cuando Frondizi, no contentan a los militares, que toman el poder e instauran una de las dictadura más sangrientas de la Argentina. Son exterminados 30.000 «desaparecidos», torturados antes, violadas las mujeres, desaparecidos sus hijos.

En lo que podemos, colaboramos con los cónsules españoles para ocultar y proteger a los perseguidos. Y, en otros casos, lo hacemos por nuestra cuenta.

Yo tengo que estar varios días escondido y luego, por consejo de José Luis Dicenta, que era cónsul de España, salgo para Madrid hasta que me avisan para que vuelva.

Se hicieron homenajes a Federico García Lorca, desde el 30 aniversario de su asesinato, el 40 y el 50. Este último ya en democracia, con el apoyo de todas las entidades de la cultura argentina, al no aceptar yo determinadas presiones para «que no se hablara de crímenes»; y, paralelamente a la Comisión oficial, presidida por Alfonsín y el Embajador de España, creamos la Comisión Popular de Homenaje a Federico, que adhiere a la otra, pero que organiza otros actos por su cuenta. En el 40 Aniversario, hace el cartel el pintor López Claro. En el 50 Aniversario, el pintor Carpani hace el póster del retrato.

Por último, señalar que los escritores argentinos Bernardo Canal Feijóo, Fermín Estrella Gutiérrez, Luis Emilio Soto, el doctor Erro, Florencio Escardó, Raúl González Tuñón, Córdoba Iturburu, Lanusa, así como los actores más representativos, nos demostraron una solidaridad permanente, sin que la democracia les proporcionara luego una sonrisa.

Logramos la condena del franquismo por la Cámara de Diputados y un homenaje de la misma a Federico García Lorca en uno de los periodos democráticos.

Fui designado por la Sociedad Argentina de Escritores y la Federación de Sociedades Gallegas como representante de la Argentina para asistir a los actos de homenaje, en San Pablo, a Federico García Lorca.

Cuando llega la democracia en España, es el Instituto de Cultura Ibero-Argentino, creado por entonces y que yo dirijo, el que recibe a la Delegación Española, encabezada por el general Gutiérrez Mellado, y soy yo, designado por las entidades antifranquistas, el que hace uso de la palabra en el cierre de los actos de la Universidad de Belgrano y, posteriormente, en el banquete de despedida en el Club Español.

En la actualidad, a petición de ese mismo Instituto, que sigo dirigiendo, se ha aprobado por la Municipalidad de Buenos Aires poner el nombre de Federico García Lorca a una calle, sin que todavía se haya designado cuál.

  —667→  

Hemos organizado desde 1978, el aniversario de la proclamación de la Constitución Española, actos con un gran contenido artístico y social, habiendo sido en la mayoría de ellos el director de escena, el joven catalán, de más de 80 años, Francisco Amó.

El 15 de octubre pasado asistí como testigo de un juicio ético contra el fascismo. Vinieron representantes de varios países iberoamericanos y yo lo hice en nombre de España.

Todo lo expuesto son «pantallazos» muy generales; pero que creo sirven para formarse una idea del exilio literario y político en la Argentina, desde 1939 hasta nuestros días.

Los conceptos de nuestros mejores poetas nos señalan el camino participativo y coincido con Leopoldo de Luis cuando dice: «Un poeta no es un mero testigo, ni un notario. Es, además, protagonista inmerso como hombre en las circunstancias que impulsan sus poemas y muchas veces los padece».

Coincido con Antonio Machado cuando dice: «De nada serviría la inteligencia si sólo sirve de pasatiempo».

Aplaudo a Jorge Guillén, que señaló: «La putrefacción de la encerrona estética no fue nuestro pecado».

Coincido con León Felipe cuando afirmó: «No hay más que una causa, la del hombre y por ahora la miseria del hombre».

Y por último, me identifico con Bertolt Brecht, quien reflexionó: «Somos pocos los que luchamos contra la vileza. Esperamos al menos, que los espectadores se avergüencen».

Soy, en fin, amigo de todos los hombres que lucharon y luchan por un mundo mejor. Los exilios existen por razones políticas y los escritores, en general, tienen que intentar despertar a quienes engañan los poderes de turno. Y cuando esos poderes toman las formas implacables de las dictaduras, tienen que obedecer a su inteligencia y luchar contra ellas sin descanso. Mis 17 años de cárcel, uno y medio de campos de concentración y mi última condena de «Extrañamiento Perpetuo», de la que fui amnistiado con la democracia, me inducen a luchar por la libertad y decir que, en este estadio concreto de la humanidad, el futuro del hombre tiene que ser poético y para que sea poético tiene, necesariamente, que ser colectivo.

Y termino con estas propuestas para que sean examinadas, si corresponden, por el Comité Organizador:

1) Que este Congreso envíe una carta de protesta al Gobierno de Nigeria, por los asesinatos y los fusilamientos de los defensores de los Derechos Humanos en ese país, y se solicite al Gobierno de España que rompa las relaciones diplomáticas con el citado gobierno, salvo que decreten el indulto y la libertad de los acusados que permanecen con vida.

  —668→  

2) También me agradaría que se enviara una carta a las autoridades máximas de la Iglesia Católica Apostólica Romana, para que nos informen si el General Franco fue Caudillo de España por la Gracia de Dios.

3) Propongo también, que el año que viene, al cumplirse el 60 Aniversario del comienzo de la sublevación fascista en España, se solicite al poder que corresponda, que se den los nombres de las personas ejecutadas por el régimen de Franco, se estudien las causas de sus condenas y se solicite al clero español borrar de las paredes de las iglesias los letreros que ésta puso cuando sus jerarquías lucharon al lado de los fascistas.

Nada más. Y muchas gracias.



  —[669]→  

ArribaAbajoTestimonio del exilio

Roberto Ruiz


Mi primer exilio comienza el 27 de enero de 1939, fecha en la cual mi familia y yo cruzamos la frontera. Íbamos a pie y con lo puesto; los escasos bienes que habíamos logrado sacar de nuestra casa de Madrid los habíamos abandonado en el camino. Agobiados por la impedimenta, fatigados por la marcha, y amenazados por la aviación, nos refugiamos en una casa de campo, cerca de Pontdemolins, y allí se quedó todo. La dueña nos dijo: «Os lo guardaré hasta que volváis». Espero que alguien lo haya aprovechado.

En Francia, muchos españoles se acogieron a la tutela de diversos organismos políticos y benéficos. A nosotros nos amparó la Masonería: mi padre era masón. Mi familia fue a dar a un campamento de vacaciones, en una aldea de los Cévennes; a mí me prohijó un matrimonio obrero de Béziers, y más tarde ingresé de pensionista en un colegio de Agde, ciudad famosa en la Edad Media como obispado de la Septimania. A corta distancia de Agde había un campo de concentración de españoles que visité más de una vez, junto con varios masones franceses que llevaban libros y cigarrillos a los internados.

Al terminar el curso, me reuní con mis padres y hermanos en el campamento de los Cévennes. Pero aquella etapa no había de durar mucho tiempo. En septiembre, tan pronto como se declaró la guerra, vinieron por nosotros los camiones de la gendarmería. A mi padre le llevaron al campo de Saint-Cyprien, y de allí a una compañía de trabajo. A mi madre, a mis hermanos y a mí nos recluyeron en el campo de Ceilhes-et-Rocozels, donde pasamos siete meses.

En comparación con lo que se vio después, el régimen de Ceilhes era benigno. Los guardias móviles que nos custodiaban nos trataban con relativa benevolencia, y hasta a veces con simpatía. Nuestros enemigos eran el hambre, el frío, los piojos, y su terrible secuela, el tifus. Dormíamos en sacos de paja sobre tablones, y comíamos fideos con algún tropezón de carne coriácea. Las estufas del barracón no funcionaban bien, y todas las ventanas estaban rotas. El tifus apareció muy pronto, y aunque no alcanzó proporciones epidémicas sí arrambló con varios desdichados.

  —670→  

A mediados de abril tuvimos la suerte de sacar pasaje para la República Dominicana. Nos reunimos con mi padre en París, y salimos de Le Havre el primero de mayo de 1940, en el vapor Delasalle. Llegamos a Puerto Plata el 16 de mayo, el mismo día en que los alemanes cruzaban el Mosa. Un mes después Francia se había rendido. En el viaje de regreso, un submarino alemán torpedeó y hundió el Delasalle.

En Santo Domingo estuvimos ocho meses, ocho meses de aventuras y desventuras.Conocimos los deleites de la colonia agrícola, pomposo nombre con que se designaba a un ruedo de barracas enclavado en la selva, y aunque éramos refugiados, sin dinero ni casa ni ropa ni documentación, aprendimos a compadecer a muchos habitantes del país que vivían peor que nosotros. Allí empecé, a mis catorce años, a ganarme el condumio, primero como escribiente del Registro Civil en Santa Cruz del Seibo, y luego de mancebo de botica y recadero de tintorería en San Pedro de Macorís.

Acabó aquella pesadilla en enero de 1941, con nuestra mudanza a México. En México amueblamos una vivienda modesta y recobramos cierta dignidad. Pero lo que ganaba mi padre en un comercio, y mi madre cosiendo «para dentro y para fuera», no subvenía a las necesidades de una prole quíntuple. Yo, como el mayor de los hermanos, tuve que ponerme a trabajar. Trabajé siete años en una fábrica de dulces y chocolates, y un año en una casa de importación y exportación. En la dulcería, cuyos dueños y empleados principales eran españoles, conseguí «hacer carrera». Entré de mozo de almacén y llegué a ser jefe de ventas y publicidad. Con el tiempo tal vez habría alcanzado la gerencia o subgerencia. Pero ya me roía el verme de la literatura. En 1944 empecé a escribir versos. En 1948 los entregué a las llamas, y me pasé a la prosa narrativa. El primero de enero de 1949 abandoné el mundo de los negocios por el del arte, como Paul Gauguin, aunque a diferencia de Gauguin no emigré a las islas del Pacífico: me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras, y traté de ganarme la vida con traducciones y clases particulares.

Por estas fechas me agregué a un grupo de jóvenes, españoles en su mayoría, que editaba la revista literaria Presencia. Allí publiqué mis primeros cuentos; allí refrendé mi vocación de escritor y aprendí un sinnúmero de cosas útiles. Desgraciadamente, la revista murió de inanición, como muchas; sus integrantes se dispersaron, unos hacia el anonimato y otros hacia el éxito. Presencia, no obstante, ha quedado en los anales del exilio como uno de los esfuerzos intelectuales más serios y más firmes; por mi parte diré que mi deuda con la revista y con el grupo es y será incalculable.

En junio de 1950 me contrató el Mexico City College, una pequeña universidad fundada y dirigida por norteamericanos, para dar clase de literatura española y francesa. Nunca olvidaré mi primera lección, sobre la poesía de Bécquer. Al concluir, a   —671→   la hora en punto y con la última frase de mis apuntes, comprendí que las letras y el aula iban a ser mi hábitat perpetuo, y no me he equivocado.

Mi estancia en el MCC me puso en relación con el sistema universitario norteamericano, y esto me llevó a dar un paso decisivo para mi vida y mi carrera. En 1952, ya titulado en Filosofía, examiné seriamente la situación política y económica de México, y decidí trasladarme a los Estados Unidos. El proyecto no carecía de inconvenientes: aislamiento, separación de la familia, y sobre todo desarraigo de la lengua castellana. Pero bien mirado, el desarraigo no podía ser tan hondo. Yo pensaba dar clase de gramática y literatura española; tendría que vigilar y refinar mi propio uso del idioma tanto como el de mis alumnos. Las magníficas bibliotecas norteamericanas me facilitarían libros que en México no estaban a mi alcance. Supuse, y el tiempo me dio la razón, que en los Estados Unidos trataría y conocería a otros intelectuales españoles. Y además llevaba el firme propósito de seguir escribiendo; en cuanto lo permitieron las circunstancias empecé a escribir a diario, costumbre o vicio que he mantenido hasta la fecha.

Vivo en Norteamérica, en mi segundo exilio, desde hace más de cuarenta años, con algún paréntesis residencial en España y en México. He enseñado en varias universidades; actualmente (1995) estoy de profesor visitante en Harvard. En este país he escrito casi toda mi obra, la publicada y la inédita, y aquí entablo todas las noches, como Jacob con el ángel, mi combate singular con el idioma y con el estilo. El español es la lengua oficial de mi casa; mi mujer y mi hija, norteamericanas, lo hablan a la perfección.

¿Qué papel ha desempeñado el exilio en mi trabajo literario? Un doble papel, y de gran importancia. Un compañero mío de generación ha dicho que el tema del exilio no predomina en nuestra obra. Naturalmente, no estoy de acuerdo, y puedo aducir como ejemplo mi propio caso. Mis primeros cuentos y mi novela El último oasis tratan del exilio casi exclusivamente. Lo que ocurre es que yo entendí muy pronto que el exilio como temática debía dejarse atrás, a fin de evitar el anquilosamiento en la autobiografía, género de principiantes o de aficionados. En cambio, debía y podía permanecer, y hasta perpetuarse, como estilo, como condición, como prisma o filtro de todas las intuiciones. Éste era el puente que nos enlazaba con la gran literatura moderna y con la mentalidad del siglo XX, que es el siglo de la enajenación y del extrañamiento. Paso a paso fui evolucionando del tema del exilio a la visión exiliada del mundo. Comprendí que el destierro no sólo era un hecho histórico, sino también un castigo judicial, y que como tal podía cotejarse con otras penas, con otras reclusiones, incluso reclusiones de signo contrario, centrípetas y no centrífugas: la cárcel, el cuartel, el sanatorio. Todos estos motivos los he utilizado en mi obra narrativa como analogías o metáforas del exilio; casi todos mis personajes son proscritos, marginados o expulsados, cuando no de la sociedad, de la historia,   —672→   de la lógica y hasta de la literatura.

En suma: el exilio, simple, doble o múltiple, ha afectado radicalmente mi existencia y la de miles de españoles. Ninguno puede mantenerse imparcial ante este fenómeno. Hay quien lo ensalza y quien lo aborrece, quien lo deplora como una mutilación y quien lo celebra como una apertura de nuevos horizontes. Lo que no se puede hacer es negar su trascendencia. En términos sociales y culturales, el exilio de 1939 es el momento crucial de la historia española contemporánea.







  —[673]→  

ArribaAbajoApéndice


ArribaBarcelona, memoria del exilio

Jesús López Pacheco1022


Si los países pudieran tener dos capitales (¿y por qué no?: cosas más raras se han visto en este siglo desconstructor), en España, sería Barcelona sin duda la ciudad que compartiría las funciones de capital con Madrid (un poco como ya ocurrió prácticamente con Sevilla, cara a América, en los siglos auríferos).

En cierto modo, al final del 95, Barcelona ha actuado ya como esa hipotética cocapital de España al hacerse cargo y ser la sede de dos importantes iniciativas. Una ha sido muy aireada por los medios de difusión, y con razón, pues ha dado lugar a la creación de una nueva zona de seguridad y cooperación en este mundo de inseguridad y competencia. La Conferencia Euromediterránea, en la que han participado representantes de alto nivel de los quince países de la Unión Europea y de los doce países costeros al Este y Sur de la cuenca mediterránea, se clausuró con éxito mediante la firma de la «Declaración de Barcelona», que prevé importantes acuerdos de cooperación política, económica, social y cultural. A la clausura sucedió al día siguiente la inauguración de un múltiple «Foro Civil Euromed», primera e inmediata consecuencia de la reunión política. Y esta inauguración corrió a cargo del Príncipe Felipe de Borbón, master en Relaciones Internacionales por la Universidad de Georgetown. Los mil participantes -escritores, artistas, profesores, técnicos, empresarios...- escucharon al Príncipe criticar el hecho de que, en Occidente, «han primado demasiado los bienes materiales sobre los culturales», y poner como ejemplos de actitud intelectual al escritor magrebí Ibn Jaldun y a Ramón Llull. El nuevo «espíritu de Barcelona» que está surgiendo de estos actos es, además, en gran parte, un triunfo de la diplomacia española y una confirmación del papel de puente entre continentes por encima de océanos y mares que España ha tenido a lo largo de su historia. Barcelona ha sabido ser en esta ocasión la capital mediterránea y tricontinental de España.

  —674→  

La otra importante iniciativa realizada en Barcelona y casi por las mismas fechas, no ha sido tan aireada -apenas si «briseada»- por los «mass media». Y, sin embargo, se puede decir que el acontecimiento en cuestión -pues de tal se trata- ha convertido a Barcelona en la capital moral de España. Al famoso elogio cervantino («Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros...»), habría que añadirle en esta ocasión un nuevo término especialmente ennoblecedor: Barcelona, memoria del exilio.

En esta doble ocasión barcelonesa no han «primado» -para volver a citar al ilustre licenciado por Georgetown- los intereses materiales sobre los culturales, sino muy al contrario. Porque si la Conferencia Euromediterránea ha sido un evidente ejercicio de las tres virtudes humanistas principales -fe, esperanza y humanidad-, no menos lo ha sido, aunque de otra manera, el Primer Congreso Internacional sobre El Exilio Literario Español de 1939, celebrado en la Universidad Autónoma de Barcelona (Bellaterra), con la colaboración del Ministerio de Educación y Ciencia, la Generalidad de Cataluña y el Ministerio de Cultura. Muy justificadamente, en la inauguración del Congreso intervino -junto a las autoridades académicas- el embajador mexicano1023. Más justificación habría tenido aún la intervención de algún representante del Gobierno español, que seguramente hubiera sido, por socialista y por demócrata, compañero o pariente ideológico de muchos de los escritores evocados (entre los que abundan, por lo demás, altos ejemplos de actitud intelectual). Pero no creo que sea a los organizadores, a los miembros del GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario), a quienes haya que achacar la extraña ausencia.

Durante cinco días, en dobles sesiones simultáneas, mañana y tarde, fueron presentadas más de cien ponencias y comunicaciones sobre aspectos y autores del vasto exilio impuesto a las literaturas peninsulares por la guerra civil del 36-39 y sus consecuencias. Los profesores, estudiosos y escritores que las presentamos procedíamos de los principales centros universitarios y de investigación de España, y de otros diez o doce países. El prestigio internacional de muchos de ellos ha quedado aún más realzado por el tema y los motivos de sus desvelos y esfuerzos. Contribución importante a la calidad de los trabajos ha sido, asimismo, la del grupo de jóvenes investigadores y doctorandos que han participado en el congreso y han demostrado que sabían estar a la altura -intelectual y moral- de las circunstancias.

Además de las sesiones de investigación, información y crítica, hubo otras en las que se ofrecieron intensos testimonios personales de los protagonistas del exilio literario asistentes. Se celebró también una velada teatral y poética, con el estreno de un monólogo dramático de José Ricardo Morales publicado en Chile en 19681024; en   —675→   el recital participamos principalmente poetas que «heredaron» la condición de exiliado de sus padres o pertenecientes al «segundo exilio»1025, es decir, el que siguió produciéndose a lo largo de todo el franquismo (yo englobaría ambos casos -en homenaje a Miguel Hernández, a quien la cárcel y la muerte impidieron exiliarse bajo la denominación de «el exilio que no cesa», pues, en efecto, no cesó prácticamente hasta 1975, como no cesaron hasta entonces la represión, los procesos, los encarcelamientos e incluso fusilamientos que tanto «estimularon» a convertir el «exilio interior» en exilio «exterior» o real).

He procurado no dar nombres, pues hacerlo habría significado escribir casi otro «catálogo de las naves» homérico, con innúmeros y esforzados héroes de la literatura y la dignidad humanas. Épica fue, desde luego, la odisea múltiple de los vencidos que, en muchos casos, supieron convertir su derrota en triunfos literarios y culturales. Porque lo que empezó siendo una trágica hemorragia nacional -tras la terrible hemorragia no metafórica de la guerra-, acabó siendo, «también», la mayor transfusión de vida y cultura que un país ha hecho, y a medio mundo, en este sanguinario y desangrado siglo. Y no se puede olvidar que la transfusión que hizo la España democrática de los años 30 lo fue también de dignidad, de coraje y sacrificios, pues fueron miles los republicanos españoles que, casi sin pausa, continuaron luchando por la democracia en Europa, muriendo muchos en los campos de batalla o en los de exterminio nazis, pero también llegando algunos a entrar al frente de los liberadores de París.

¿Se puede permitir un país desperdiciar este «capital-cultura» (para aplicar la expresión financiera que, tan significativamente, se está popularizando)? Y lo mismo hay que preguntarse respecto al «capital-democracia», etcétera, que «acumularon» los exiliados españoles y que, bien «invertido», tanto «interés» podría producirle -precisamente por su desinterés- a la nueva sociedad española, otra vez democrática, sí, pero todavía insegura o, al menos, perpleja, cuando no apática.

Esto es lo que ha venido ocurriendo desde la transición, desde que empezaron a ponerle a la juventud como modelos a banqueros elegantes que pronto habrían de pasar del banco al banquillo: desperdiciar en buena medida una gran riqueza moral, literaria, cultural, de experiencia humana. Eso, y más; y peor aún, porque ha sido en buena parte deliberado: «Papá, no me cuentes tus 'guerritas'» o «¡las guerritas del abuelo!», suelen decir (creyendo que así crean «capital-simpatía») quienes piensan que la inconsciencia y la ignorancia son el trivio y el cuadrivio de una   —676→   juventud sana y moderna (o posmoderna, para los que tienen fijación con los prefijos). Lo aclaró perfectamente, en 1991, un antiguo exiliado, el historiador Nicolás Sánchez-Albornoz, actualmente director del Instituto Cervantes; contestando a la pregunta de un periodista, afirmó que a los exiliados no se les había hecho justicia, y explicó: «Durante todo el proceso de la transición se han querido olvidar muchas cosas, y los exiliados formaban parte de lo que se quería olvidar: una presencia en algunos casos molesta».

Acabado ese periodo de tránsito, la situación no parece haber cambiado excesivamente. Es como si, para muchos, la democracia se basara en la desmemoria, en la inconsciencia. Y lo hace más grave aún el hecho de que estos desmemoriados, cómplices de la memoria rota del exilio y de quienes la siguen rompiendo, abundan precisamente entre los que menos razones tendrían para olvidar y hacer olvidar. Traigámosles a la memoria, para que empiecen a ejercitarla de nuevo, la frase más citada de Jorge Santayana: «Those who cannot remember the past are condemned to fulfil it».

Al famoso verso de Cernuda, en diálogo con su tierra, «¿Qué ha de decir un muerto?», ha contestado cumplidamente su propia obra, aunque el dramatismo personal de la pregunta no haya perdido su escalofriante resonancia (a mí me sigue resonando con la voz y la música de Paco Ibáñez). Pero la obra de Cernuda es una de las contadas recuperaciones, más o menos completas, del inmenso caudal literario del exilio español. Ya que no ellos mismos, las obras de otros, de muchos otros, siguen diciéndole a su país, a su cultura y a sus gentes, aquel verso que Pedro Garfias escribió en 1939, rumbo a México, a bordo del Sinaia: «España que perdimos, no nos pierdas».