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ArribaAbajoEl teatro en los medios libertarios del exilio en Francia, 1945-1960

Alicia Alted Vigil. Departamento de Historia Contemporánea. UNED, Madrid


RIVERA.-  Mario descansará ahora una temporada. Dejará en paz a sus insectos y formará parte de nuestro Teatro.

DON SANTIAGO.-  Teatro trashumante, de pueblo, en pueblo.

LALO.-  Y para las cárceles, para los asilos. Llevaremos romances y canciones, farsas poéticas, teatro de Lope y Calderón.

DON SANTIAGO.-  Y sobre todo, nuestra alegría, que será lo mejor del repertorio


ALEJANDRO CASONA, Nuestra Natacha                



Introducción

Uno de los rasgos que personalizan el exilio político de 1939 concierne a la cultura. Es de sobra conocido el hecho de que una parte muy importante de la intelectualidad española de los años treinta se viera abocada a abandonar su país. Escritores, músicos, pintores... reconstruyeron en su destierro las raíces distantes de una cultura a la que enriquecieron con las expresiones culturales autóctonas de los países de acogida. Este fenómeno es palpable sobre todo en Hispanoamérica. En Francia también se produjo, pero aquí hubo una fusión mayor entre política y cultura, considerada esta última como correa de transmisión activa de los ideales antifranquistas de los distintos grupos de exiliados. Ahora bien, la falta de unidad que aquejó al exilio político, cuyo eco estaba en la derrota sufrida y en las responsabilidades políticas de ella derivadas, se proyectó en el ámbito cultural. Así, republicanos, socialistas, comunistas y libertarios utilizaron la cultura como elemento de reafirmación ideológica en el seno de su propio grupo. De entre todos estos grupos fueron los anarquistas los que, a mi juicio, crearon una cultura de exilio más rica y plural en sus manifestaciones. Mi intención es acercarme a una de estas manifestaciones   —450→   de honda raigambre en la tradición cultural de los libertarios: el teatro.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial surgieron en las distintas zonas de asentamiento de núcleos de exiliados anarquistas en Francia grupos teatrales que, tanto por su compromiso ideológico como por su organización y funcionamiento, enlazaban con los que, en distintos momentos, habían aparecido en España ya desde finales del siglo XIX. No obstante, en el exilio este teatro se convirtió fundamentalmente en un medio de preservar la identidad de un colectivo desarraigado de su tierra. Y es que, junto a principios internacionalistas, estaba la vinculación a unas raíces geográficas, familiares y culturales que se llevaron al exilio y que se utilizaron como elementos de cohesión, de lucha y, sobre todo, de supervivencia.

El tema que se aborda aquí no ha sido objeto de ningún estudio de conjunto. En los trabajos de Lucienne Domergue y de Marie Laffranque se habla de este teatro en el marco de la actividad cultural de los libertarios en el exilio, con una especial referencia a la zona del mediodía de Francia, en donde la ciudad de Toulouse se convirtió en la capital del exilio del 39 y en el centro neurálgico de la cultura exiliada. Marlène Archet estudió lo relativo al teatro en los medios de la emigración política residente en esta ciudad en su Memoire de Maîtrise (1985). En trabajos posteriores, y junto con Frédéric Serralta, ha profundizado en aspectos parciales circunscritos a la geografía tolosana. Es evidente que el grupo teatral que tuvo una mayor presencia durante todo el periodo fue el grupo Iberia de Toulouse, pero esto no nos puede hacer olvidar la actividad de muchos otros surgidos dondequiera que hubiese un colectivo de exiliados anarquistas.

Partiendo de esta consideración, he rastreado la existencia de los grupos teatrales que se crearon en distintos puntos de la geografía francesa con el fin de elaborar una relación (soy consciente que incompleta) de cuadros escénicos que desarrollaron sus actividades en los años que van de 1945 a 1960-62. De los mismos hago una caracterización general, pero su análisis en profundidad exigiría una reconstrucción de los repertorios de obras teatrales representadas, así como un estudio de aquéllas escritas por libertarios, en su mayoría autores aficionados, al igual que los actores. En cualquier caso no se puede olvidar tanto el componente popular de este teatro como el hecho de ser un instrumento para educar y para formar en unos principios ideológicos y en una determinada manera de vivir en sociedad.

En la sección «Nuestro Teatro» de Solidaridad Obrera de 17 de abril de 1958, Aquilino Gainzarain se hacía eco de la crítica que su compañero Laureano d'Ore dirigía desde Cenit a los grupos artísticos que se debatían «en una teatralogía y en unas expansiones 'artísticas' y 'culturales' que nada tienen de visión elevada, enseñante, de superación ideológica, sino entre lo tonto y vulgar, mediocre y chabacano, que va del astracán y vodevil, al costumbrismo y comiquismo pintoresco y vacuo, que en los dominios de Franco está en todo su esplendor y que copiamos   —451→   burdamente y sin rubor, haciéndoles el tren en el exilio, con nuestra etiqueta de españoles, dejando de lado todo lo noble, elevado, digno y rebelde que integra el teatro universal, con autores y obras de una modalidad que debería ser nuestra más clara expresión del sentir artístico y cultural, como propulsores y aspirantes a un mundo mejor»811.

De acuerdo con Laureano d'Ore, Gainzarain insistía en lo que para los libertarios debía ser el teatro: un medio para exponer ideas, para la lucha cultural, «teatro de autores y tesis de alta moral de lucha y enseñanza». Era lo que él había hecho dentro del grupo artístico Amor al Arte que, a principios de los años treinta, actuaba en Toulouse en el Foyer du Peuple (cine Espoir) donde representaban El Cristo Moderno, Tierra Baja, Juan José, El médico a palos, Los malos pastores, Primero de mayo o Las hormigas rojas. A los jóvenes y niños que asistían a las representaciones les repartían gratis ejemplares de La Novela Ideal y cuentos de Mauro Bajatierra. Actores y público abonaban el importe de la entrada y lo que se recaudaba era destinado a obras de solidaridad: «Lo que nos interesaba (e interesa) era propagar las ideas de redención humana (...), no hacer llorar ni reír por sistema. Hacer pensar en lo que nos es consustancial». Así, en esta breve evocación de su actividad teatral de antes de la guerra, Aquilino Gainzarain condensaba lo que el teatro significaba para los anarquistas.

Uno de los principios claves del movimiento libertario era la dignificación y superación del individuo a través de la cultura; de una cultura que se identificaba con el pueblo porque la hacía suya o salía de él. Este carácter popular de la cultura privilegiaba los dos caminos tradicionales para su adquisición por las clases desfavorecidas y poco «ilustradas» de la sociedad: el autodidactismo y la oralidad. Y era en este último ámbito donde el teatro cumplía su papel: «He aquí sintetizado -escribía Albano Rosell en referencia a Margarita Xirgu- el valor universal del teatro como manifestación emotiva de arte y pasión: ¡La palabra!»812. Esta fuerza de la palabra se acentuaba por el contacto directo entre actores y espectadores.

De esta forma, el teatro se configuraba como uno de los instrumentos de transformación revolucionaria esenciales en la cultura anarquista. A través de él se transmitían mensajes y se educaba en los principios que debían conducir a la construcción de la sociedad ácrata. Esta idea de la función educativa del teatro implicaba una nueva forma de verlo y de hacerlo, para lo cual había que liberar al teatro de su finalidad consumista, había que cambiar toda su organización «burguesa» por otra acorde con los principios libertarios. Así, las empresas comerciales sobre las que se montaba toda la estructura del teatro fueron sustituidas por grupos   —452→   teatrales de aficionados que compaginaban los ensayos con su trabajo cotidiano. Solían representar los domingos en locales que ellos patrocinaban y en el marco de un espectáculo más amplio en el que cabían conferencias, recitales de poesía o audición de piezas musicales. Ponían en escena un drama social acompañado de una pieza ligera.

Los grupos teatrales surgían en distintos pueblos o ciudades con el apoyo de la Federación Local del Sindicato. Aunque se estimulaba la producción de obras propias, lo cierto es que la mayor parte de los repertorios de esos grupos se nutrieron siempre de autores que no eran anarquistas por militancia e ideología, aunque si tenían unas ideas en muchos aspectos concomitantes con las de aquéllos. Reconocían el valor del teatro clásico en autores como Calderón de la Barca, Shakespeare o Molière, pero sus modelos, sus clásicos, eran más cercanos: Hauptmann con su drama Los tejedores, Mirbeau con Los malos pastores o, muy especialmente, Ibsen con obras como Un enemigo del pueblo, Casa de muñecas, El pato silvestre, Espectros o La dama del mar. A juicio de Fontaura el teatro ibseniano se fundamenta en la dignificación del individuo»; es un teatro que plantea «los anhelos de libertad, los anhelos del que busca la verdad»813. Es, en suma, un ejemplo del «teatro que perdura», que no es otro que el que «ha alcanzado a interpretar lo esencial en los seres humanos»814.

También una serie de obras de dramaturgos españoles fueron consideradas como exponentes de ese teatro social o más bien «sociológico», que criticaba la estructura social desde unos postulados «científicos» y revolucionarios que permitirían ir avanzando hacia la meta ideal de sociedad. Citemos algunas de estas obras: Electra o Doña Perfecta de Pérez Galdós, Aurora o Juan José de Joaquín Dicenta, Terra baixa de Àngel Guimerà, El héroe o ¡Libertad! de Santiago Rusiñol, Fructidor o La Resclosa de Ignacio Iglesias o, como último ejemplo, El pan del pobre de González Llanas y Francos Rodríguez.

Junto a estas obras, las escritas por los propios libertarios, en las que dejaban traslucir los problemas sociales que les acuciaban y sus ideales de revolución; obras con una fuerte carga ideológica que incidía en la trama y estética dramáticas. Estas obras eran anunciadas en las publicaciones libertarias y se editaban de forma muy económica, lo que permitía su difusión, pues eran muy pocas las que llegaban a los escenarios y, en este caso, en un nivel local. Sólo alguna, como La mancha de yeso de Remigio Vázquez, tuvo cierta proyección nacional.

Sin detenernos en mencionar nombres, no podemos dejar de hacer referencia a las figuras de Albano Rosell y de Teodoro Monge, dos de los principales animadores de los grupos teatrales que surgieron en el exilio francés. Ambos mostraron especial   —453→   interés por la educación de la infancia. Rosell fue profesor en la Escuela Moderna de Ferrer y publicó una obra de teatro para niños: ¡Qué cosas sabe la abuelita!, cuento infantil escenificado en cuatro cuadros. También Monge mostró una especial inclinación por el teatro infantil. En una nostálgica «Ojeada retrospectiva» evocaba en CNT, en 1949, las representaciones de polichinelas del «viejo Mallén» en el Madrid de los años veinte, que no diferían mucho de las que ahora contemplaba en Toulouse. Aunque no dominaba el idioma de Molière y de Hugo, podía adivinar que las historias se repetían y en todas «hachazo por aquí, estocada por allá y palo va y palo viene» (...), «destrucción y muerte simbólicas, pero que sirven de incrustación venenosa en las almas sutiles de la infancia»: por ello era necesario cultivar el alma de los niños «con obras especiales de modernizados y abundantes polichinelas de actualidad, pero sin buscarles el lado trágico sino que, al par que deleiten, despierten en los futuros hombres nobles sentimientos y amor sin límites hacia todos los seres que habitan la tierra».

En ese devenir de influencias externas de las que se nutría el teatro ácrata, los años de la República propiciaron experiencias de teatro ambulante que contenían muchos de los postulados y planteamientos de los grupos teatrales libertarios. El Teatro del Pueblo y el Teatro de Fantoches o Teatro de Guiñol de las Misiones Pedagógicas, el teatro de La Barraca montado por Federico García Lorca o el teatro de El Búho de la FUE de la Universidad de Valencia, constituyeron distintas expresiones del acercamiento de estudiantes e intelectuales a las clases populares con el fin no sólo de distraerlas y educarlas, sino también para ayudarlas en su proceso emancipador.

De estas experiencias fue la del Teatro del Pueblo la que mayormente se identificaría con esa forma de hacer teatro de los anarquistas. Su director, Alejandro Casona, recogió en Nuestra Natacha el espíritu que había animado aquella empresa, sobre la que escribía en 1949 en una nota preliminar a Retablo jovial: «Si de alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida fue aquélla; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro fue allí donde lo aprendí».

Alejandro Casona fue uno de los autores que siempre estuvo presente en el repertorio de los grupos teatrales libertarios en el exilio. Cuando partió de España, en febrero de 1937, era quizás el escritor más popular y apreciado de su generación junto con García Lorca. Pero, a diferencia de otros autores para quienes la guerra supuso una ruptura brusca en su quehacer artístico, Casona continuó en Buenos Aires, adonde llegaba en 1939, una línea que había perfilado en la primera obra que estrenó en 1934: La sirena varada. Aquí ya jugaba con un elemento presente en su producción posterior: el lirismo simbólico, producto de la fantasía que genera la sinrazón y mediante el que los personajes de sus obras huían de una realidad fea y mezquina que les hería, en pos de los deseos que anhelaban. El desenlace de esta escapada era siempre el mismo: en su huida esos personajes acababan haciendo   —454→   frente a la realidad que transformaban mediante la poesía. En Nuestra Natacha esta dualidad contenía una cierta actitud de crítica social. En ella planteaba un problema candente en la sociedad española de esos años: la situación represiva y deshumanizada de los reformatorios para jóvenes. Pero en sus obras posteriores el contraste entre los anhelos y la realidad fue vaciado progresivamente de toda línea de compromiso social convirtiéndose en ese «simbolismo edulcorado» del que habla Ricardo Doménech.

Nuestra Natacha fue estrenada en Barcelona en diciembre de 1935 y en Madrid el 6 de febrero de 1936 en plena campaña frentepopulista. Ésta sería una de las obras más queridas por los anarquistas exiliados. El grupo Iberia de Toulouse la representaba el 29 de mayo de 1945 en la Bourse du Travail y en distintas ciudades del mediodía francés durante 1946. También fue una de las primeras obras escenificadas por el grupo Acracia de Marsella, el 6 de octubre de 1946. Otros grupos la incluyeron en sus repertorios, poniéndose en escena en varias ocasiones a lo largo de ese periodo de 1945 a 1960. Junto a esa obra, las que Casona escribió en México, Caracas, Montevideo y Buenos Aires: Prohibido suicidarse en primavera (México, 1937), Sinfonía inacabada (Montevideo, 1940), La dama del alba (Buenos Aires, 1944), La barca sin pescador (Buenos Aires, 1945), La molinera de Arcos (Buenos Aires, 1947) y Los árboles mueren de pie (Buenos Aires, 1949).

Estas obras formaron parte de los repertorios de los grupos Iberia de Toulouse, Tierra y Libertad de Lyon, Cultura Popular de Burdeos, Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias de Toulouse, Talía de Perpignan, Mosaicos Españoles de París, Arte y Cultura de Alès, Grupo Iberia de las Juventudes Libertarias de Roanne y Grupo Artístico Cultural de Clermont-Ferrand. El teatro de Alejandro Casona ejerció un especial atractivo para los actores aficionados y para el público ácrata. Sus obras eran acogidas con entusiasmo y aplaudidas al final. Pero esta actitud no fue compartida siempre por los columnistas que en Solidaridad Obrera o en CNT comentaban las representaciones, pues consideraban que la aceptación que tenía el teatro de Casona se relacionaba con un progresivo desinterés de quienes acudían al teatro por los valores de compromiso y de transformación social.

En realidad ese fenómeno estaba ligado a la propia evolución del exilio y sobre el mismo se llamaría continuamente la atención desde las páginas de ambos periódicos durante los años cincuenta. A modo de ejemplo, comentando la representación de Sinfonía inacabada a cargo del Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias de Toulouse, en el cine Espoir, R. Safon escribía en CNT el 6 de junio de 1954: «Esa comedia sentimentaloide es sencilla y agradable. Ningún problema planteado». Y en cuanto al público, poco se podía esperar «de unas butacas amorfas, sin personalidad», «de un público sin criterio, indulgente por indiferencia», de un público que no acudía para buscar «pensamientos nuevos». «Falta de interés.   —455→   Pues eso ocurre en todas las latitudes de nuestro planeta. El público viene a matar el tiempo. Quizás sea para el hombre actual el modo más adecuado a su existencia. Ni esfuerzo, ni rendimiento moral. Apatía». En otro comentario de Federico Azorín sobre la obra Prohibido suicidarse en primavera, representada por el grupo Mosaicos Españoles de París, se aludía a su romanticismo «trasnochado»: «Resulta flojo y descolorido. Lo mismo que el sentido poético, que carece de relieve y de altura»815.

La mayor parte de los refugiados que no retornaron a España en los primeros meses del exilio en 1939 o que no reemigraron hacia terceros países, se asentaron (principalmente y dejando aparte el núcleo de París) en distintos lugares del sur de Francia, por debajo de una línea imaginaria que uniría Burdeos, Clermont-Ferrand y Lyon. El centro político y cultural de esta zona fue Toulouse, ciudad en la que, tras la Liberación, los grupos políticos y sindicales iniciaron su reorganización y en donde, en un proceso paralelo, empezaron a surgir los primeros grupos teatrales merced a la labor de autores y actores exiliados. La formación de estos grupos era auspiciada por las Federaciones Locales del Movimiento libertario Español (MLE) CNT en Francia, en colaboración con Solidaridad Internacional Antifascista (SIA). Los primeros grupos comenzaron a tomar forma en los años 1945-1946: Iberia de Toulouse, Mosaicos Españoles de París, Arte y Amor de Poitiers, Amor al Arte de Béziers o Acracia de Marsella.

Siguiendo esa tradición anterior a la que ya aludimos, los grupos artísticos o cuadros escénicos se constituyeron a nivel local con el apoyo de algunos veteranos que traían de España su experiencia, como por ejemplo el caso de Iberia o del Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias de Toulouse, que se beneficiaron del conocimiento teatral de Teodoro Monge, quien en 1945 había creado en esa ciudad su Compañía Dramática. La organización de cada grupo era colectiva. los actores nombraban a un director artístico y entre todos elegían la obra que iban a poner en escena. Después de cada representación se reunían para comentar los pormenores de la misma. No cobraban nada por su trabajo y todo lo que se recaudaba en cada representación se canalizaba, a través de SIA, para ayudar a la «España oprimida» o a compañeros exiliados en situación precaria.

Como recuerda Juan Montiel, del grupo Iberia de Toulouse, ensayaban por la noche, después del trabajo, y todo lo que hacían en los ensayos de fraternidad, de juego, lo transmitían al público, «no solamente con la obra sino con nosotros mismos. Y claro, en esos momentos en que estaba la nostalgia de España y sin noticias de muchos, pues durante dos horas participaban y olvidaban sus problemas»816. Montiel fue el único miembro del grupo que había seguido estudios dramáticos antes de la guerra en la Real Academia de Declamación, Música y Buenas Letras de su ciudad   —456→   de origen, Málaga. Con una extraordinaria veta cómica, fue uno de los miembros más activos del grupo. El resto de los actores en este caso (y lo mismo ocurría en la mayoría de los grupos) eran aficionados. Esto, unido al hecho de las condiciones en las que muchas veces debían ensayar y al escaso tiempo del que disponían para preparar una obra, explica la importancia que revestía el apuntador escondido detrás de la «concha». En los comentarios aparecidos en Solidaridad Obrera o en CNT eran frecuentes las alusiones a su marcada presencia, pues en ocasiones se oía más su voz que la del actor que titubeaba en su papel817.

La temporada teatral comenzaba en octubre-noviembre y solía terminar en junio. Casi todos los grupos hacían «jiras» por distintas ciudades de su entorno. Las representaciones tenían lugar los domingos o con motivo de determinadas conmemoraciones, en especial la del 14 de abril o la del inicio de la Revolución Española. Normalmente, los lugares donde ensayaban y representaban las obras eran salas pequeñas de barrio o locales de la organización francesa afín, como en Toulouse la Bourse du Travail. También en esta ciudad la CNT francesa cedió a sus correligionarios españoles un barracón que durante la Segunda Guerra Mundial había albergado a refugiados españoles que trabajaban en la industria bélica. Este barracón fue reformado e inaugurado en abril de 1949 con el nombre de Salle Fernand Pelloutier (Teatro del Cours Dillon para los españoles). Además de las representaciones teatrales, se dieron aquí clases, se pronunciaron conferencias, se organizaron exposiciones... y durante varios años el Cours Dillon fue el centro cultural de los libertarios en Toulouse.

El espectáculo se concebía como la reunión de una gran familia en donde se realimentaban ideas y sentimientos que daban sentido al propio exilio a la vez que se procuraba la distracción. Iban los hijos de los refugiados, que se ponían delante, frente al escenario, y eran corrientes las llamadas al orden de los pequeños por parte del «espíquer» (speaker) que presentaba y animaba las representaciones. Era un teatro eminentemente participativo y lo usual era que, tras la obra dramática, se representara como «fin de fiesta» un juguete cómico o bien actuara algún solista. En alguna ocasión tuvo lugar «un gran concierto lírico». Con el transcurso del tiempo ese «fin de fiesta» se fue ampliando con variedades que iban desde los solistas que recitaban, cantaban, tocaban un instrumento o contaban chistes y chascarrillos a las rondallas, coros o grupos de bailarines. No solía faltar un cuadro flamenco.

En la evolución de estos grupos teatrales se pueden distinguir dos épocas. Una primera abarca los años de 1945 a 1948-49. La otra, toda la década de los cincuenta hasta su desaparición en torno a 1960-62, aunque esto no quiere decir que no   —457→   hubiera representaciones teatrales esporádicas, organizadas por algunos de los grupos en años posteriores. La primera etapa se corresponde con la época en la que el exilio político tenía todavía fuerza debido a la imagen favorable que se generó hacia los republicanos españoles al final de la Segunda Guerra Mundial. Eran años de esperanza en los que se pensaba en un inmediato retorno a España. Esto reavivaba el espíritu de compromiso y de reorganización política y tenía su cabal expresión en el ámbito de la cultura. Las «jiras», los mítines y conferencias, las representaciones teatrales... contribuían a reagrupar identidades en el seno de un colectivo político y reafirmaban la militancia. Un repaso al repertorio de obras que ponían en escena los grupos teatrales que estaban surgiendo nos puede servir de ejemplo. Así, entre 1946 y 1948 el grupo Acracia de Marsella representaba las siguientes obras: Nuestra Natacha, Los semidioses de Federico Oliver, Los malos pastores de Octavio Mirbeau, ¡Abajo las armas!, adaptación escénica de la novela del mismo título de Berta de Suttner; El Primero de mayo de Pedro Gori, Polos opuestos de Vicente Artés y El Cristo Moderno de José Fola Igurbide818.

Había, pues, una preocupación porque el teatro respondiera a postulados ácratas tanto en su organización como en las obras que se representaban. Esto último revestía especial importancia y llevó a la Sección de Cultura y Propaganda del MLE-CNT en Francia a constituir, en mayo de 1947 y a propuesta del grupo artístico Inquietudes de Marsella, la Comisión de Relaciones de los Grupos Artísticos con el objetivo primordial de «crear una biblioteca o archivo de obras teatrales» que estuviera al alcance de los distintos grupos artísticos ya que, debido a lo reducido del repertorio de obras de que se disponía, algunos grupos habían tenido que suspender los ensayos y las representaciones y otros «están obligados a poner en escena argumentos de una pobreza social enorme; sainetes y comedias algunas incompatibles con nuestras ideas: teatro mitinero y caduco que nosotros debemos renovar (...) [con] la realización de un verdadero teatro social moderno, como elemento primordial de propaganda ideológica en el exilio y cuyos fines directos tendrán su continuación a nuestro regreso a España». Además, para estimular esa renovación teatral había que propiciar la producción propia, de ahí que la Sección se hiciera eco de las sugerencias del grupo Acracia de organizar un Certamen Literario de Teatro Social, a la par que un concurso de Cuadros Artísticos819.

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Con fecha 15 de agosto de 1947 la Sección de Cultura y Propaganda publicaba las bases para participar en un «Concurso de Arte Teatral y Lírico». Según se disponía en la base primera, se aceptarían «toda clase de piezas literarias y literario-musicales que, inspirándose en la base tercera, se ajusten a la escena, a las veladas y al micrófono». La condición impuesta en esa base tercera era «que las obras presentadas a concurso puedan ser incorporadas al Teatro Social por su contenido emancipador, humanitario, humorístico y lógicamente revolucionario». Los envíos de obras debían dirigirse, antes del 30 de noviembre, a Juan Puig Elías, Secretario de la Sección, en la sede de la CNT de la rue Belfort de Toulouse820. El jurado que se constituyó para seleccionar las obras lo componían el escritor Antonio García Birlán, Teodoro Monge, el actor José Dot, Paquita Galcerán, profesora de música y compositora, y Juan Puig Elías. El primer premio del concurso fue para el drama en cuatro actos Que en España empieza a amanecer de Ceferino R. Avecilla, periodista y dramaturgo que había nacido en Valladolid en 1880. El segundo premio lo obtuvo la farsa poética en un acto Claro de luna de Gregorio Oliván, a la sazón director artístico de la Compañía de Teodoro Monge. El tercero, la obra de José Sanjurjo Monólogo de la guitarra herida821. La representación del drama de Avecilla tuvo lugar el 18 de julio de 1948 en el Teatro del Capitol de Toulouse. En ella participaron actores del grupo Iberia, del Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias, que estaba formándose, y de la Compañía Dramática de Teodoro Monge; todos bajo la dirección de este último.

En los orígenes del Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias esta presente un factor que iba a marcar el teatro de los libertarios en el exilio a lo largo de los años cincuenta. En ese año de 1948 Francia reabría su frontera con España, cerrada el 1 de marzo de 1946 tras el fusilamiento de Cristino García y de otros nueve guerrilleros por el gobierno de Franco. A partir de entonces y al socaire del progresivo reconocimiento internacional del régimen franquista, ambos países regularían sus relaciones políticas y económicas por medio de convenios bilaterales. En lo que a nosotros nos interesa, esto se iba a traducir en una afluencia ininterrumpida durante los años cincuenta y sesenta de emigrados económicos que llegaban a Francia procedentes del país vecino, donde se habían criado. El contacto con la comunidad de refugiados políticos en las regiones donde se asentaron produjo distintas actitudes, pero evidentemente incidió en un colectivo que en estos años ya había entrado en fase de extinción por fallecimiento de sus miembros, naturalizaciones o incorporación a la colonia de emigrados económicos. A este fenómeno se unió el relajamiento del entusiasmo de la militancia ante el fracaso del anhelado retorno y las divisiones políticas que tenían escindidos a los exiliados en el seno de sus propios grupos.

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A la altura de 1948 esa «tibieza» en la militancia ya era palpable en los medios libertarios y esto es lo que reprochaban los miembros del Grupo Artístico Juvenil a sus mayores, mientras reivindicaban la necesidad de reavivar la lucha política en contacto con sus compañeros del interior de España. En consonancia con ello la cultura debía contribuir a reforzar el compromiso. Los principales animadores del Grupo Juvenil fueron Blanca Giménez y Teófilo Navarro, que habían pasado a Francia cuando el éxodo de febrero de 1939. Navarro no había tenido ninguna experiencia teatral, al contrario que su mujer, vinculada al teatro por tradición familiar. La primera obra que estrenaron fue El hombre no está solo de H. Neihmann, en el Cours Dillon, el 3 de diciembre de 1950. Estuvieron representando hasta 1962 y, aunque su objetivo era la puesta en escena de obras «comprometidas», en varias ocasiones tuvieron que hacer concesiones a un público que reclamaba también obras divertidas e intrascendentes. Éste iba a ser el principal problema que empezó a aquejar al teatro en los inicios de los cincuenta.

En 1951 Fontaura señalaba el hecho de que, llevados de la costumbre un tanto rutinaria, «se echa mano de cualquier obra representable, sin pararnos a considerar el que responda o no con nuestra finalidad de libertarios. Obedece a que olvidamos que 'nuestro teatro' deber ser 'teatro social'»822. En la misma línea y con motivo de la inauguración de la temporada teatral 1950-51 con la representación por el grupo Iberia del juguete cómico La casa de los milagros, en la sala Fernand-Pelloutier, «abarrotada de público»; un «espectador de 4ª fila» recomendaba a la dirección del grupo que escogiera «con más atención las obras que pone en escena, ya que si bien no existe un teatro específicamente libertario, no hemos de conformarnos a ver en nuestra propia casa sainetes que hagan ver con simpatía a dos vagos que se vuelven creyentes por un azar valorado en dos duros»823.

En 1956 y 1957 se publicaron en Solidaridad Obrera y CNT una serie de artículos en los que se polemizaba sobre la situación del teatro y de los grupos de aficionados. Eran sus autores J. Cánovas (Bobini), Laureano d'Ore, «Mingo», Albano Rosell, Amado Martínez, J. Padrós y Aquilino Gainzarain. Todos coincidían en el alejamiento de los grupos artísticos de ese modo de hacer teatro característicamente libertario, pero argüían distintas causas y, mientras unos trataban de explicarlo como algo a lo que se habían visto abocados los propios grupos ante las exigencias del público y la necesidad de recaudar dinero para fines solidarios, otros criticaban la dejación de esos mismos grupos que, con su postura, contribuían a desvirtuar lo que debía ser para ellos el teatro. En suma, una polémica que ponía en evidencia el hecho de que «los tiempos habían cambiado», pues por mucho que lamentaran la postergación de obras de «teatro social», lo cierto es que el público confraternizaba,   —460→   se divertía y aplaudía festivales de «variétés» como el que tenía lugar en marzo de 1958 en la «espaciosa» sala de fiestas de Saint-Fons, organizado por la CNT y las Juventudes Libertarias de Saint-Priest, «a beneficio de SIA y Pro-España oprimida». Entre el público había gentes de la «emigración social española» que, con su presencia, daban muestras de solidaridad.

En la primera parte del festival el grupo artístico Tierra y Libertad de Lyon puso en escena la pieza cómica en un acto El bigote. En la segunda y tercera partes destacaron las intervenciones de la bailarina Lilí Sarto, del Niño Moreno con su guitarra, del compañero Flores recitando la «Balada de los heridos» de Gregorio Oliván, del compañero Conesa («que a justo título apodan el 'rey de la risa'») con sus parodias de María de la O y Ana María la Fea, del tenor Juan Padro...: «Finalmente merecen una mención especial los geniales Estrellita de España y su primito, 'bailadores de tronío', de seis y siete años de edad, con sus insuperables y acertadas interpretaciones de las zambras 'El gitano Señorón' y 'La Tani', que fueron la nota más simpática del conjunto y los que hicieron desbordar el entusiasmo y aplausos de la sala». Ese mismo día por la mañana se había pronunciado una conferencia sobre «Influjo y declive de las ideas sociales»824.

A principios de los años sesenta la decadencia de la actividad teatral era una realidad sentida en el ambiente de los exiliados veteranos que habían hecho la guerra o les había cogido de niños. Sus hijos y nietos habían participado de pequeños en los espectáculos teatrales, pero ahora, integrados en la sociedad francesa, no recogían la antorcha de algo que habían vivido y consideraban de forma muy distinta a sus padres. De esta manera, el teatro de los refugiados libertarios en el exilio se fue desvaneciendo al igual que éste, pero también es cierto que este teatro hundía sus raíces en toda una tradición de cultura ácrata y, como tal, forma parte de un patrimonio que nunca desaparecerá.




Fuentes y bibliografía


1.- Documentación

- Programas de representaciones teatrales y fotografías conservadas en los archivos personales de: Juan Montiel (Grupo Iberia, Toulouse), Teófilo Navarro y Blanca Giménez (Grupo Artístico Juvenil de las Juventudes Libertarias, Toulouse), Pepita Carpena (Grupo Acracia, Marsella).

- Programas de representaciones teatrales, fotografías e informaciones sobre el grupo Cultura y Solidaridad de Narbona, el grupo de Bram y la compañía Amor   —461→   al Arte de la Colonia Española de Béziers, proporcionadas por EmilioValls, Dalia Sanz y Armand Vilamosa (Béziers).




2.- Entrevistas

- Teófilo Navarro y Blanca Giménez (Toulouse, abril de 1992 y junio de 1993).

- Juan Montiel, Plácida Aranda, Rosa Laviña y Aurora Gutiérrez (Toulouse, junio de 1993).

- Pepita Carpena (Marsella, mayo de 1996)




3.- Publicaciones periódicas

CNT Boletín Interior del Movimiento Libertario Español en Francia. Segunda época. Toulouse, semanal. Consultados, 1 (17 de marzo de 1945) a 762 (6 de diciembre de 1959).

Solidaridad Obrera. órgano del Movimiento Libertario Español en Francia. 11 región (MLE-CNT). París, semanal. Consultados, 38 (14 de junio de 1945) a 867 (2 de noviembre de 1961).

Solidaridad Obrera. Suplemento Literario. París, mensual. Consultados, 1 (enero 1954) a 96 (diciembre de 1961).

Cenit. Revista de Sociología, Ciencia y Literatura. Toulouse, bimensual. Consultados, 1 (enero de 1951) a 244 (diciembre de 1985).




4.- Bibliografía

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AA. VV.: Exilios. Refugiados españoles en el mediodía de Francia. Audiovisual y Guía de comprensión (189 pp.), Madrid, UNED, 1994; audiovisual de 52 minutos de duración en doble versión en español (VHS) y subtitulada en francés (PAL).

Archet-Serralta, Marlène: Le théâtre à Toulouse dans les milieux de l'emigration espagnole (1945-debut des années 60), Mémoire pour la Maîtrise d'Espagnol, Université de Toulouse-Le Mirail, 1985, 95 pp.

Doménech, Ricardo: «Aproximación al teatro del exilio», en José Luis Abellán, coordinador, El exilio español de 1939, IV Cultura y literatura, Madrid, Taurus, 1977, pp. 185-246.

  —462→  

Domergue, Lucienne y Laffranque, Marie: «L'exil des libertaires espagnols: ruptures et fidélité», en L' Espagne face aux problèmes de la modernité, Actes du Congrès de la Société des Hispanistes Français, Rouen, 1984, pp. 164-175.

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Dougherty, Dru y Vilches de Frutos, Mª Francisca: El teatro en España. Entre la tradición y la vanguardia, 1918-1939, Madrid, CSIC-Fundación Federico García Lorca-Tabacalera S.A., 1992, 513 pp.

Litvak, Lily: Musa libertaria. Arte, literatura y vida cultural del anarquismo español (1880-1913), Barcelona, Antoni Bosch, 1981, 449 pp.

Mateu, Juan: Don Juan Tenorio «El refugiao», «Drama cómico en cinco actos nada más para no cansar el público», edición, introducción y notas de Frédéric Serralta. Con la colaboración de Juan Montiel, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1995, 149 pp.

Oliva, César: El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, 490 pp.

Ruiz Ramón, Francisco: Historia del teatro español. Siglo XX, Madrid, Cátedra, 19773, 589 pp.

Serralta, Marlène y Frédéric: «Teatro del exilio español en Francia: el caso de Toulouse (1945-1962)», en Actas del I Encuentro franco-Alemán de Hispanistas (Mainz, 9-12 de marzo de 1989), Frankfurt am Main, Vervuert Verlag, 1991, pp. 144-151.

Urales, Federico: El castillo maldito. Étude préliminaire par Lucienne Domergue y Marie Laffranque, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1992, 259 pp.





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Anexo

Relación de cuadros escénicos o grupos artísticos promovidos por las Federaciones Locales del MLE-CNT en Francia, en colaboración con Solidaridad Internacional Antifascista (SIA)825

Acracia, Marseille (Los semidioses, tragicomedia, Federico Oliver; CNT, 16 de noviembre de 1946).

Amanecer, Bagnères de Bigorre (La real gana, juguete cómico, Antonio Ramos Martin; CNT, 27 de mayo de 1949).

Los Amigos del Arte, Mazamet (Morena Clara, comedia, Quintero y Guillén; CNT, 11 de marzo de 1951).

Amigos del Arte y de la Cultura, Givors (El gran galeoto, drama, José Echegaray; Solidaridad Obrera, 19 de noviembre de 1959).

Amor al Arte, Béziers (La actividad de este grupo no aparece reseñada en ninguno de los dos periódicos. La primera representación de la compañía, de la que se conserva el programa, fue el drama Juan José, de Joaquín Dicenta, el 10 de enero de 1946).

Arte y Amor, Poitiers (La afición, juguete cómico, Antonio Ramos Martín; CNT, 12 de abril de 1947).

Arte y Cultura, Alès (La barca sin pescador, comedia, Alejandro Casona; CNT, 20 de marzo de 1955).

Cultura Popular, Bordeaux (Como buitres, drama, Manuel Linares Rivas; CNT, 15 de marzo de 1947).

Cultura y Solidaridad, Narbonne (¡Justicia humana!, drama social, José Pablos Rivas; Solidaridad Obrera, 1 de mayo de 1958).

Despertar, Brive (Amor de madre, drama; Solidaridad Obrera, 1 de noviembre de 1956).

Federico Mistral, Perpignan (Deixa'm la dona, Cisquet, comedia, Arturo Casinos; CNT, 7 de junio de 1953).

Floreal, Lourdes (Polos opuestos, drama social, Vicente Artés; CNT, 16 de octubre de 1949).

Grupo Artístico Cultural, Clermont-Ferrand (La real gana, juguete cómico, Antonio Ramos Martin; Solidaridad Obrera, 12 de abril de 1956).

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Grupo Artístico SIA, Castres (Cobardías, comedia, Manuel Linares Rivas; CNT, 11 de marzo de 1951).

Grupo Artístico SIA, Montauban (Tierra baja, drama social, Àngel Guimerà; CNT, 5 de mayo de 1957).

Grupo Juvenil de las Juventudes Libertarias, Orléans (Luz frente a las tinieblas, drama social, Fernando Claro; Solidaridad Obrera, 5 de julio de 1956).

Grupo Juvenil de las Juventudes Libertarias, Toulouse (El hombre no está solo, H. Neihmann; CNT, 10 de diciembre de 1950).

Grupo Iberia de las Juventudes Libertarias, Roanne (La real gana, juguete cómico, Antonio Ramos Martín; Solidaridad Obrera, 23 de junio de 1955).

Grupo Iberia, Toulouse (Nuestra Natacha, comedia, Alejandro Casona; CNT, 30 de mayo de 1945).

Inquietudes, Marseille, barriada de Saint Henri (Pecado sin perdón, drama, José Alvarado; CNT, 27 de noviembre de 1949).

Mosaicos Españoles, París (El sexo débil, juguete cómico, Antonio Ramos Martín; Solidaridad Obrera, 30 de diciembre de 1945).

Nueva Aurora, Carcasonne (Las hormigas rojas, drama, Eugenio Montelis; CNT, 29 de abril de 1951).

Nuevo Día, Venissieux (Quién me compra un lío, comedia; CNT, febrero de 1952).

Primero de Mayo, Grenoble (El muerto es un vivo, comedia; Solidaridad Obrera, 16 de mayo de 1957).

El Progreso, Saint Étienne (El tío político, comedia; CNT, 11 marzo de 1951).

Renovación, Tarascon (Tierra baja, drama social, Ángel Guimerá, Solidaridad Obrera, 14 de julio de 1955).

Fuente: Solidaridad Obrera (París, 1945-1961) y CNT (Toulouse, 1945-1959).

Superación, de las Juventudes Libertarias, Montpellier (Soltero y solo en la vida comedia; Solidaridad Obrera, 2 de febrero de 1956).

Grupo Talía, Perpignan (¡Una limosna por Dios!, comedia; CNT, 4 de marzo de 1951).

Tierra y Libertad, Lyon (¡Abajo las armas!, adaptación escénica de la novela de la Baronesa Berta de Suttner; CNT, 25 de mayo de 1946)826.





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ArribaAbajoLa España de Franco en el teatro de José Ricardo Morales827

Nel Diago. Universitat de València


Comparada con la de otros dramaturgos del exilio, la obra dramática de José Ricardo Morales ha sido juzgada por muchos críticos e investigadores como bastante atípica. Y ello debido a la falta total de referencias, en sus textos dramáticos, al turbulento mundo hispánico de procedencia (la República y la Guerra Civil) o a la ausencia de cualquier nota de nostalgia o de fantástica idealización de la España perdida. Un planteamiento, a mi modo de ver, equívoco y en el que, inconscientemente, ha caído también el propio Morales. Así, por ejemplo, cuando en 1973 José Monleón le preguntaba si el hecho de que el tema del «regreso» no apareciera en su producción dramática podía deberse a que Morales se había exiliado muy joven, nuestro dramaturgo le contestó:

Supongo que sí. La nostalgia corresponde a quien ha perdido mucho porque ha vivido mucho. Pero para quien la vida es aún proyecto, la situación es distinta: tiene que hacer las cosas sin que domine la sensación de haber perdido algo828.



La juventud, pues; el no tener tras de sí una vida ya hecha, es lo que desmarcaría el teatro de José Ricardo Morales del resto de la dramaturgia española del exilio.

En otro lugar, y mucho antes829, al establecer la diferencia entre teatro del exilio y teatro en el exilio, nuestro escritor abundaría en la distinción de su corpus dramático:

Aclaremos. Ninguna de las obras que lo constituyen trata concretamente   —466→   el tema del desterrado de un país específico, ni de las circunstancias en que este hombre quedó desarraigado de su tierra y lugar. Hay, como se sabe, «profesionales» de cuanto se quiera, y entre ellos, como no podía ser menos, existen los del destierro, hechos lamentación pura por lo perdido -su tierra- y vueltos exclusivamente hacia el pasado, que es, también, parte de su pérdida. El destino de tales personas queda, en fin de cuentas, reducido a la consabida «estatua de sal» de quien mira exclusivamente hacia atrás. (...) No es, pues, el mío un teatro del exilio que viva de la nostalgia del pasado, en lo que tal nostalgia tiene, literalmente, de «dolor» y «regreso» al punto de partida temporal y espacial.



Por tanto, la obra de Morales sería, efectivamente, producto del exilio, consecuencia del distanciamiento, de la lejanía, de la incertidumbre del escritor extrañado, desarraigado, pero sin que medie nostalgia alguna.

Ahora bien, nada nos permite concluir que los restantes dramaturgos que compartieron la derrota y el exilio del 39 actuaran de otro modo. Difícilmente puede creerse que las obras escritas en América por Alberti, Casona, Grau, Castelao, Dieste o Custodio, pongamos por caso, estuvieran transidas por la añoranza. Cada escritor desarrolló su universo particular, su estilo personal. Sus temáticas, habitualmente, poco o nada tuvieron que ver con ese sentimiento de nostalgia, de lamentación, que apuntaba Morales. No quiero entrar en si sus textos fueron como fueron a consecuencia del exilio, aunque es sabido que lo que Casona compuso en América bien lo hubiera podido hacer en la España de los vencedores, como luego se demostraría. En todo caso, ninguno de ellos quedó reducido a una «estatua de sal».

Profesionales del destierro, como apuntaba Morales, pudo haberlos en otros géneros literarios, pero en la literatura dramática sólo un autor respondería a ese retrato: Max Aub. Ahí sí caben todos los términos antes referidos: «nostalgia», «lamentación», «dolor», «regreso»... Y muchos otros. Pero Aub sí fue, en el terreno de lo dramático, un caso atípico.

Sea como sea, no deja de ser curioso que José Ricardo Morales y Max Aub afrontaran la creación literaria en el exilio de manera tan diversa, siendo así que el nombre del primero, en sus orígenes como creador, estuvo estrechamente ligado al segundo. Valencianos ambos de hecho, si no de nacimiento, Morales se inició teatralmente en El Búho, grupo universitario que dirigía Max Aub. Antes del destierro, Morales tendría ocasión de conocer algunos de los textos de Aub, tanto los vanguardistas como los de circunstancias, así como de participar en algunas experiencias teatrales de El Búho que luego le servirían de modelo a la hora de crear, junto a Pedro de la Barra, el Teatro Experimental de Chile. El exilio, sin embargo, los distanciaría definitivamente, hasta el punto de crear cada uno por su lado dos dramaturgias radicalmente disímiles, como alguna vez señaló José Monleón:

Si José Ricardo, según él mismo ha explicado reiteradamente, hacía del   —467→   destierro el origen de una visión distanciada de su entorno, de un extrañamiento que contribuyó a su percepción de lo «absurdo» del comportamiento humano, Max Aub volvió una y otra vez a temas vinculados a la vida española, a veces incluso del modo puntual que corresponde a sus idealizadas dramatizaciones de la resistencia armada contra el régimen franquista o a sus atormentadas «vueltas» imaginarias al país de sus dolores830.



Una visión, ésta de Monleón, que, en cierto modo, convertiría las producciones dramáticas de Aub y de Morales en paradigmas de la escritura teatral del exilio.


Una excepción: Los culpables

Toda regla, sin embargo, tiene su excepción. En el caso de Max Aub baste recordar que su obra de mayor éxito, la más representada (incluso fue llevada al cine), Deseada, para nada encajaría con la imagen de escritor comprometido que nos revela el grueso de su producción.

Algo similar, aunque en dirección inversa, ocurrira con José Ricardo Morales, quien, en 1964, publicará Los culpables, una de esas «idealizadas dramatizaciones de la resistencia armada contra el régimen franquista», que parecieran patrimonio exclusivo de Max Aub.

Inédita en los escenarios y nunca recogida en libro831, Los culpables, subtitulada «esbozo dramático», tiene todas las trazas de ser una pieza maldita. Aunque no hable de ella despectivamente, como sí hizo Max Aub, repetidamente, con respecto a, Deseada, es evidente que Morales no le guarda mucho aprecio, como demuestra el hecho de que nunca haga referencia a ella, como si se sintiera «culpable», valga la paradoja, de haberla escrito832. Si alguna vez le preguntan por ella, responde lacónicamente:

Esa obra está al margen de todas las demás. Es otra cosa. Es una obra casi fotográfica. Es quizá la única obra política que he hecho833.



Y es que José Ricardo Morales, perfecto conocedor, como es lógico, de su propia obra, y poseedor de un lúcido juicio estético, sabe muy bien que no parece éste un texto literario por el que merezca ser recordado. Al menos, esa es la opinión de los pocos críticos que alguna vez se han ocupado de él. Principalmente José Monleón, quien, ya en 1969, señalaba que con este «esbozo dramático»,

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Morales ha intentado una tragedia directa, desprovista de las reflexiones que solían circular por su teatro. Ha asumido el «aquí y ahora» del teatro comprometido. Pero los resultados no han sido buenos y, vistos en el contexto general de su obra, aparecen con una juvenil crispación, con una violencia epidérmica, sin la demoledora gravedad de sus excelentes obras en un acto834.



Críticos posteriores (Ricardo Doménech835, César Oliva836) abundarán en esta línea: Los culpables es una obra «interesante como testimonio político» (Doménech) o «no exenta de tendenciosidad» (Oliva), pero que cabe descartar por su «tonalidad naturalista» (Oliva) o por su «estilo realista» (Doménech), que el autor abandonará posteriormente.

Juicios, todos ellos, posiblemente certeros, pero que no nos ayudan a comprender la gestación de la obra ni a ubicarla dentro de la dramaturgia de su autor. Convendría, pues, matizar algunas de las afirmaciones que sobre ella se han vertido, comenzando por las de Monleón, artífice involuntario de la valoración negativa que Los culpables arrastra hasta el presente.

Para el crítico valenciano, Morales se había dejado llevar por la idealización, típica de los desterrados, y había trazado una fábula maniquea, poblada de héroes (los vencidos) y villanos (los vencedores). Los problemas narrados y la atmósfera retratada poco tenían que ver con los reales de la España de 1964: desarrollismo, neocapitalismo, apertura turística, crecimiento incontrolado de las grandes ciudades, emigración, etcétera.

Desde luego, no es mi intención practicar aquí y ahora un análisis detenido del texto. Pero sí quisiera apuntar un detalle: los supuestos «héroes» de Los culpables no son sólo víctimas inocentes, alguna vez actúan también sacrificando sin escrúpulo alguno a sus compañeros en aras de la Causa; por contra, los villanos no son seres monolíticos, férreos: vacilan, tienen dudas sobre su actuación y, en algún caso, acaban por ser víctimas ellos también del sistema político. Por otra parte, el reproche que hace Monleón, en el sentido de que la realidad española de ese momento iba ya por otros cauces, es algo verdaderamente irrelevante. Morales no se había propuesto en modo alguno retratar la España del momento, que no conoce bien desde su lejanía chilena (no regresará a su país de origen por vez primera hasta 1967, tres años después). La acción de la obra está contada no sólo desde el distanciamiento   —469→   geográfico, sino también desde el cronológico, pues transcurre veinte años antes, en 1944, cuando la presencia del maquis, de la resistencia armada contra el franquismo, era una realidad constatable837.

En un artículo posterior838, Monleón insistirá en el carácter idealista de la pieza y sugerirá que, para entender con corrección lo acontecido en el bando republicano, sería menester recordar las divergencias habidas entre las diversas fuerzas políticas que lo integraron. Cosa que es verdad, pero que nada tiene que ver con Los culpables, que sólo toca el tema de nuestra Guerra Civil tangencialmente y que, insisto en ello, carece de la pretensión de ser una fotografía de la realidad española. Tanto es así que la obra ni tan siquiera está situada en España, sino, como reza la acotación introductoria, «en un país imaginable». Por supuesto que a la hora de «imaginar» tenemos que pensar en España: la toponimia, la onomástica, las referencias a una guerra civil recién concluida, a una guerra mundial en activo, a una República extinta, todo nos mueve en esa dirección. Pero la localización geográfica no es determinante, como no lo es la Rusia zarista en Los justos (1949) de Albert Camus, obra con la que, en cierta medida, emparenta Los culpables. Y es que no son estrictamente temas históricos los que aquí se tocan, sino problemas morales derivados de la acción política.




Una obra no tan rara

Lejos de ser un aerolito, ajeno por completo al corpus dramático de Morales, Los culpables se nos aparece hoy como una obra que en muchos aspectos es solidaria con el resto de su producción. Al igual que en su teatro primero, también aquí observamos la presencia de temas y recursos como el conflicto de la pérdida de identidad, la psicología de los personajes, el lenguaje irracional o el humor (puestos en boca de Gonzalito). En cierto sentido, Los culpables guarda relación con el conjunto de piezas que representan «al hombre perdido en su mundo». Es más, las palabras que el autor dedica a otro de sus textos, Bárbara Fidele, son perfectamente trasladables a éste. Según Morales, la obra

expresa la incierta relación que cabe establecer entre nuestras intenciones, nuestros actos y las consecuencias imprevisibles, derivadas de éstos839.



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Pero Los culpables también cabe relacionarla con su producción posterior, con esa línea de teatro político (no fue ésta, ni mucho menos, su única obra de asunto político), de denuncia de los abusos del poder, en la que se encuadran piezas como La grieta (1963), Cómo el poder de las noticias nos da noticias del poder (1969), La imagen (1975) -que, por cierto, tiene mucho más que ver con la España de Franco que Los culpables-, o Nuestro Norte es el Sur (1979). Obras en las que los excesos del poder, como señaló el propio autor840, se asocian a la violencia castrense, tal y como sucede en el texto que nos ocupa.

En definitiva, Los culpables no es una obra tan excepcional en la trayectoria de Morales. Es tan sólo un esbozo, un experimento de teatro realista, influido posiblemente, más que por el ejemplo de Max Aub, a quien Morales hacía años que le había perdido la pista841 por el del existencialismo francés (no hay que olvidar que nuestro autor trató personalmente por esa época a Sartre y Camus). Experimento que no tendrá continuidad, en lo que al lenguaje escénico se refiere, y que cabe entender como una búsqueda estética similar a la de su teatro primero, que tampoco guarda una unidad de estilo. Baste recordar que su primera producción, en algún caso como antecedente, ha sido relacionada con Valle y Lorca (Burlilla...), con Ionesco (El embustero en su enredo, La vida imposible), con Sartre (Bárbara Fidele) o con Albee (El juego de la verdad). Y es que en febrero de 1964, a pesar de contar ya con 48 años, José Ricardo Morales estaba todavía lejos de haber alcanzado su madurez como creador. Había abandonado el teatro diez años antes, y acababa de regresar, si no a la práctica escénica, a la que nunca volvería, sí a la literatura dramática. En esa vuelta probó fortuna con diversas formas estéticas, las encarnadas por La grieta (1963), Prohibida la reproducción (1963-1964) y Los culpables (1964). Las dos primeras contarían con larga descendencia, forjando así su teatro sobre la deshumanización del hombre por la técnica y su teatro de denuncia, satírica en la mayoría de los casos, de los excesos del poder. La de Los culpables, sin embargo, quedaría en una vía muerta842.

En cualquier caso, del mismo modo que Max Aub demostró con Deseada que podía, si quería, escribir un teatro de corte benaventino y fácil éxito, Morales, con Los culpables, pese a las deficiencias estructurales de la pieza, que las tiene, pondría en evidencia que también él, de haberlo querido, hubiera podido desarrollar un teatro realista no muy lejano al que por entonces se desarrollaba en España (Buero Vallejo, Sastre). No ocurrió así y todo quedó reducido a eso, un «esbozo dramático». Pero un esbozo con entidad dramática más que suficiente y que, en modo alguno, merece ser condenado al ostracismo.





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ArribaAbajoMax Aub y Agustín Gómez-Arcos, dos dramaturgos del exilio español con un grito de estopa en la garganta

Víctor Manuel Irún Vozmediano. Madrid


Max Aub y Agustín Gómez-Arcos, cada uno a su manera, cada uno en su momento, fueron, y posiblemente lo siguen siendo, dos de los más grandes dramaturgos españoles del siglo XX, represaliados por la reciente historia de nuestro país. Del primero nos ha quedado una ingente producción dramática a la altura de la de cualquiera de los principales innovadores del género en los últimos tiempos (un Brecht, un Beckett, ponemos por caso); del segundo, un buen ramillete de obras representadas -y no todas- con agónicos esfuerzos, con todo tipo de problemas de censura, incomprensión, a los que hubo de enfrentarse en el franquismo póstumo, más ulteriores problemas de «desclimatización» cuando por fin han podido ser representadas en democracia (de esto hablaremos más adelante en nuestra exposición).

Sin querer trazar aquí precipitadas semblanzas comparativas entre dos dramaturgos de diferente talla pero de muy parecida voz, o mejor dicho, de muy similar «grito» -el grito de estopa que anunciaba León Felipe para el poeta prometeico-, sí que nos gustaría aprovechar modestamente la oportunidad que se nos brinda en este Congreso para seguir buscando junto a tantos otros los eslabones perdidos de esa gran cadena de la dramaturgia española que quedó truncada con la llegada al poder del franquismo, esa cadena que engarzaría a los grandes dramaturgos de la generación de la República (o generaciones anteriores), caso de Valle Inclán, Lorca o el propio Max Aub, con los dramaturgos que se elevaron -ya en medio de las brumas totalitarias posteriores- hacia un teatro «de verdad, un teatro a la altura del que verdaderamente se merecía España (llámense Alfonso Sastre, Buero, Lauro Olmo, Arrabal o nuestro Agustín-Gómez Arcos, sin ir más lejos). Es decir, un teatro donde se combinan en proporciones adecuadas y complementarias originalidad y tradición, vanguardia y experimentalismo con vuelta a las raíces.

El teatro de Max Aub ha sido ya estudiado por insignes investigadores de nuestras letras843 (si bien es cierto que siempre con las limitaciones implícitas de acercarse a   —472→   textos, en muchos casos, jamás representados y, por tanto, no «culminados» en su lógico ciclo). El de Agustín Gómez-Arcos, en cambio, sigue siendo, creemos, bastante desconocido hoy en día844 no ya sólo por el público en general, sino por buena parte de la crítica actual, que suele preferir en muchos casos volcarse hacia otro tipo de dramaturgias más acordes con los tiempos que corren -tiempos de descafeinamiento cultural, regresión a conservadurismos que creíamos superados y adscripción a modas norteamericanas de dudosísimo gusto ético-estético, etcétera.

Decir que a ambos les une, por encima de otras cosas y como triste moneda común, el exilio (autoexilio en el segundo) y que ha sido éste decisivo en la manera de concebir la obra dramática, tanto del uno como del otro, sería constatar algo evidente, pero decirlo así, sin aclarar los términos, nos conduciría a cierto anacronismo interpretativo de atroz impresionismo crítico. Vamos, pues, a intentar plantear en este corto tiempo de que disponemos algunas cuestiones al respecto.

Más arriba indicábamos que nos habíamos marcado como tarea primordial la del rastreo hacia los eslabones perdidos de «la gran cadena de nuestro teatro nacional» -ese teatro que arrancaría definitivamente con La Celestina, que encontraría su momento culminante en el Siglo de Oro con Lope, Calderón, Tirso, etcétera, y que llegaría -tras dos siglos de meandros constantes- a nuestros días con los grandes autores de nuestro siglo, los Valle, Lorca, Buero, etcétera. Sabemos que no se puede entender el fenómeno dramático alejado de su contexto histórico, y para comprenderlo en toda su dimensión es necesario situarse en unas coordenadas temporales claras y precisas. Hacer un tipo de teatro es una manera de vivir, de pensar, de ser, una manera de expresarse con los otros. El teatro, que nació entre las más intrincadas cuevas del espíritu humano, en la «honda raíz del grito», en lo que no admite réplica, en lo «inhumanamente humano», en el dolor y la alegría de los hombres que se buscan desnudos en lo obvio, ha ido adquiriendo proteicas formas a lo largo del tiempo, adaptándose al aquí y al ahora de cada pueblo (al fin de cuentas, el teatro no es sino «la voz en off» de la conciencia de un pueblo, el que sea).,

Cuando en ciertas épocas históricas el teatro se traiciona a sí mismo y deja de ser vehículo de comunicación auténtica y directa entre las gentes, para convertirse en el recipiente-escupidera de un «establishment» que lo utiliza para afianzarse en una línea de poder adquirida, entonces ya no estamos propiamente ante el arte de lo dramático, ante el teatro, sino ante un sucedáneo grotesco y mixtificador que sólo tiene de aquél lo más superficial, lo menos persistente (el oropel y las plumas, por ejemplo).

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Con la llegada de la dictadura franquista, tuvieron que irse de España dramaturgos como Max Aub (en la primera y gran diáspora de la postguerra), dramaturgos que abogaban en cuerpo y alma por un teatro de «verdad», que estuviese preñado de inteligencia y pasión, de sinceridad, originalidad y decencia (su gran maestro, Valle, había muerto años antes, dejando una herencia decisiva para una dramaturgia que sólo surgiría décadas después). En su lugar, como es de todos conocido, la escena española se llenó de «ese falso teatro» que nada tenía que ver con la pasión, el dinamismo, esencias de lo humano en el subsuelo de los actos cotidianos. Por ejemplo, con la abusiva proliferación de un teatro mal llamado «realista» -«realista sin realidad», habría que decir como López Pacheco-, ese teatro heredero del costumbrismo más depauperado que quería ser continuador del primer Arniches, los Quintero, etcétera, o bien la «alta comedia» a lo Víctor Ruiz Iriarte -expresión fosilizada de un teatro con mucha «brillantina» pero sin ningún brillo dramático- o el posterior fenómeno Paso (lo que nos llevaría muy lejos de nuestros objetivos marcados). Mientras Max Aub escribía su San Juan, ese auténtico aguafuerte del desterrado de todos los tiempos -incluido el español-, esa obra maestra del exilio, en el «viejo solar desmantelado» el «coro de los grillos» seguía cantando a una luna henchida de hiel y sangre. No es ahora tampoco el momento de hablar de ese poeta «que se llevó la canción» -seguimos con León Felipe-, entre otras cosas porque, como reconoció el mismo poeta años después, algunos que aquí estuvieron (y a veces parapetados en sombras difusas) u otros que nacieron después supieron recrearla y volver a ponerla en circulación. Nadie se lleva nada, pues la canción a nadie pertenece en propiedad. A un pueblo se le puede poner una almohada en la boca y no dejarle respirar, incluso llevarle cerca del estrangulamiento, pero nunca se le llega a asesinar del todo (¿a quién van a dominar, entonces, los portadores de estandartes y letrinas? ¿A cadáveres?). Así pues, de los últimos balbuceos, de los estertores del pueblo que se niega a morir, surge, entre otras cosas importantes, el propio teatro «de verdad».

Agustín Gómez-Arcos, almeriense de pro, andaluz universal -otra vez-, se hizo dramaturgo cuando todavía el «gran comadrón» apretaba la almohada845. Desde sus comienzos (y la crítica más inteligente del momento así lo supo ver, los Ricardo Doménech, Monleón, todos esos francotiradores que tanto hicieron para no permitir al «comadrón» acabar sus pertinaces tareas de estrangulamiento), Gómez Arcos presentaba atisbos de un hacer dramático mucho más conectado con generaciones   —474→   anteriores a la guerra civil que a las más recientes de postguerra. Aunque, en un principio, da los palos ciegos habituales de cualquier autor novel que quiere abrirse camino, y escribe obras esencialmente inmaduras y contaminadas por el «humus» del medio en que surgían (Doña Frivolidad, fechada a mediados de los cincuenta, o su primer estreno en 1960, la obra Elecciones Generales, basada en Almas Muertas de Gogol, pueden ser un ejemplo) -por cierto, esta última obra fue la que le empezó a dar cierta fama a nuestro autor, pues se le concedió el primer premio en el I Festival de Teatro Nuevo-, no obstante ya se dejan ver y oír, como a contraluz, en sordina, ecos de una voz tremendamente inconformista, contundente -un sí es no ahogado en un «buen hacer teatro» y un lorquianismo al que todavía no ha sabido darle una voz propia (más adelante lo conseguirá). Una voz que será la característica del Agustín Gómez-Arcos posterior: el simbolismo, el expresionismo, el realismo crudo y duro, puestos al servicio de una ética comprometida con todos los que sufren la tiranía de ésos que, como diría un excelente cantor de estas bellas tierras catalanas, «sont aquí entre nosaltres... la seva rau, el fanatisme, brutalitat el seu poder».

Nuestro autor adquirirá cierta notoriedad pública con el estreno en 1964, en el Teatro Reina Victoria de Madrid, de su obra Diálogos de la Herejía (obra a la que se concedió el Premio Lope de Vega, anulado posteriormente por un evidente acto de censura). Una obra de raigambre histórica que en cierta forma podría recordar a algunas de Buero Vallejo, en la que se plantea el asunto de los «iluminados» del siglo XVII y que pretende ser un trasunto crítico de la propia realidad social española del momento, asfixiada en los tentáculos de otros «iluminados» que lo único que harían a la postre era engañar y distraer al pueblo en la lucha por conseguir mayor libertad846 (en la estela de los de antaño, y con la hipocresía de muchos que los acusaron, como antaño también). La obra -pese a un acartonamiento expresivo, una «literariedad» algo plúmbea-, es ya un texto de buen relieve crítico. Levantó la polvareda esperable y no faltaron los críticos, a sueldo del régimen, que se precipitaron todos a una a denostarla, ya que veían debajo del armazón historicista de la obra (el recuerdo concreto del episodio de los «iluminados» de Llerena, pueblo de Badajoz, donde en el siglo XVII tuvo que entrar la Inquisición a saco) una clara alusión   —475→   a la realidad del momento (lo que, obviamente, era cierto)847. Para ello basaban su estrategia en una crítica más dirigida al posible virtuosismo del autor, en los fallos técnicos, en las imprecisiones, en lo fría que había sido la puesta en escena, etcétera. Pensamos que es ahora cuando ya nuestro autor debió ser totalmente consciente de que en ese país que parecía querer salir del marasmo pese a la feroz represión constante ejercida desde el poder, nunca le sería posible expresarse adecuadamente, según su manera del ver el sentido del teatro y lo social; salvo camuflaje cobarde en el canto de una palinodia de sacristán cobarde que vuelve al redil. Gómez-Arcos empezaba a ver claro que aquí no estaba su sitio, en ningún caso. La intolerancia y la hipocresía -los dos grandes leit-motivs críticos de su teatro- le atacaban desde muchos frentes a la vez.

Y es que hay asuntos como el de la religión católico-apostólico-romana que, tratados como lo hacía Gómez-Arcos, no podían traer más que problemas en un país que presumía de ser «reserva espiritual de Occidente» por aquellas calendas.

Nuestro autor intentó defenderse con palabras como estas que siguen, que creemos también válidas para comprender el sentido general de toda su obra dramática: «No sé por qué razón el escritor es el enemigo público número uno de toda la humanidad, cuando su única razón de existir es un profundo amor a la humanidad y una pasión desenfrenada de que a la verdad se la mire cara a cara»848. De los ataques a su «lorquianismo y valleinclanismo miméticos», así como a las no muy buenas condiciones de la puesta en escena, el dramaturgo responde: «Lo que ocurrió, y esto es indudable, es que el espacio escénico devolvía al espectador una especie de espectáculo esteticista que nunca estuvo en mí mente realizar»849.

Es decir, las dos grandes acusaciones que se hicieron a la obra de Gómez-Arcos, imitación de modelos manidos («yermismo» se llegó a decir) y un «tono desagradable y amoral», estaban condicionadas en buena medida por las propias circunstancias en que se estrenó la obra -tanto de «ambiente» como de mise en scène- más que en la obra misma (el que esto escribe ha leído el texto y hablaría más que de «yermismo mimético» de una recreación personal de temas concomitantes con los del granadino, que no dejan de ser, por otra parte, los viejos temas de siempre en la España carpetovetónica vistos por otro andaluz inconformista). La inmadurez de la obra está más bien, como señala Ricardo Doménech, en que la «crítica es más de individuos que de sistemas», ya que el conflicto no acaba de plantearse de una manera más abierta, y se queda atrapado en la personalidad anómala de unos personajes excesivamente «cargados de auto-responsabilidad», y, por otra parte, en lo ya apuntado anteriormente: cierta redichez de expresión que anquilosa y dilata la acción dramática literaturizándola en exceso (estos «defectos» los irá limando cada   —476→   vez más Agustín Gómez-Arcos, y en sus dos grandes obras maestras posteriores, Los Gatos (1965) y Queridos Míos, es preciso contaros ciertas cosas (1966), se puede decir que han sido totalmente superados).

Respecto a la falta de «moralidad», ésa era una acusación que no podía sonar sino como el eterno anatema de un poder reaccionario y corrupto que no quería ver más allá de sus narices, y de un sector rancio del clero español (el más numeroso e influyente, por desgracia), acomodado en una «muy buena moral» -la moral morral, que Ángel Samblancat bautizó sabiamente-, defendida con garrote vil y fusilamientos periódicos desde arriba.

Todo este «paréntesis» lo hemos trazado para presentar un poco más a un Agustín Gómez-Arcos en esos momentos críticos en que debía estar preparando el petate del autoexilio; emulando a Fernando Arrabal, autor con el que guarda también ciertas semejanzas escasamente estudiadas por la crítica850.

A Gómez-Arcos no le echaban a patadas como a Max Aub y tantos otros escritores del primer exilio, el exilio «por antonomasia», diríamos. Corrían tiempos diferentes, pero el fariseísmo seguía sin poder aceptarlos en su comunidad. Y él no estaba dispuesto a venderse o adaptarse.

En su siguiente obra de auténtica relevancia, Los Gatos (1965), todos los valores apuntados hasta ahora afloran en todo su vigor: crítica a la hipocresía, a la tiranía con una lenguaje compacto, bien labrado, rudo y bronco en ocasiones; una imaginería brutal llena de expresionismo y primitivismo (en esto habría que situar a Gómez-Arcos en la órbita de otro dramaturgo andaluz de gran calidad: José Martín Recuerda. De hecho, obras como Las salvajes en Puente San-Gil, incluso Las Arrecogías del Beaterío de Santa María la Egipciaca, guardan grandes relaciones con Los Gatos o Queridos míos)851. La escritura aquí si que se da la mano con la del viejo Aub, el Aub de No, San Juan o Las Vueltas, tersa y tensa, sabiendo atrapar el secreto de la esencia dramática del hombre en su relación con los demás; la negación de la Bestia al Ángel.

A nuestro autor ahora sí que no le queda más remedio que marcharse. Esa «Pura»   —477→   de Los Gatos, nueva Bernarda Alba redimida, es el mejor símbolo de una España que asesina, depura, niega lo mejor de sí misma, para alimentar el hambre atrasada de «esos gatos rabiosos» que arañan en lo más profundo de la carnicería ancestral de un pueblo que no superó nunca el teocentrismo medievalista mas que para revestirlo de antropomorfismo divinizante. La España de Pura es la España que no admitía a Gómez-Arcos en su seno, la misma que había expulsado a Max Aub (y en otras épocas a Goya, a Blanco White, a Jovellanos...), la que niega la reflexión y el amor del hombre, su libertad prístina; la que convierte en azufre y ceniza todo lo que toca.

Su siguiente obra852, Queridos Míos, es preciso contaros ciertas cosas (1966), era directamente un «atrevimiento suicida» para cualquier autor que aspirara a circular libremente» (es un decir, esto último) en el teatro español de la época. Y ante tanta censura, tanta amenaza reiterada, tanto miedo y oprobio, Agustín Gómez-Arcos emula a los exiliados del 39 y se va hacia el Norte (por suerte, ya en Francia no había campos de concentración y París, como a casi toda esa emigración de los años 60 -nos referimos a la emigración «intelectualista», claro está, no a la otra, la que primordialmente se fue a buscar el pan-, pudo servirles como segunda patria, en donde sí podrán madurar y evolucionar como escritores y personas).

Dos voces, la de Aub y Gómez-Arcos, que por encima de diferencias de fuste, de intención, comparten tonalidades comunes en la acritud, la brillantez, la amargura; desde el aguafuerte goyesco (Queridos míos puede ser perfectamente ilustrada con los Caprichos de Goya) al esperpento de Valle (Aub reconoció muchas veces la maestría del gallego; Gómez-Arcos lo ha sabido asimilar en la construcción de muchos de sus personajes, auténticas máscaras que tienen el doble perfil del Ubú de Jarry y el Max Estrella de Valle). Los dos se dan la mano en la revitalización de los clásicos (el primer Aub, el anterior a la Guerra Civil, es verdadero maestro en la actualización de Cervantes, Molière: ahí está su Jácara del Avaro, entre tantas obras que revierten la tradición para convertirla en un lenguaje dramático actual); y tampoco deja de ser significativo que los dos dramaturgos se sintieran atraídos por el conflicto social de dos novelistas rusos en dos de sus grandes obras: Almas muertas de Gogol-Agustín Gómez-Arcos y La Madre, de Gorki-Max Aub. (Crítica social y fuerte tono poético son características de la prosa rusa anterior al estallido del «realismo socialista» totalizador y ambas cosas son las dos caras esenciales en los quehaceres literarios de nuestros dos autores).

Teatro «del bueno», «original porque vuelve al origen», vanguardista porque empieza por luchar desde lo más retrasado de la retaguardia (La Celestina es el detonante   —478→   dramático de toda la tradición crítica del teatro español); siguen hoy en día los personajes de Aub y Gómez-Arcos «en busca de un público y un contexto», un lugar donde puedan realizarse plenamente.

La relativamente fría acogida de los dos últimos estrenos de Gómez-Arcos en Madrid habla a las claras de que el público actual, su sensibilidad y su gusto -en líneas generales- va por otros «derroteros». La fuerte ola esteticista -vacua por dentro-, el consumismo arrollador en el que sólo se busca un divertimento banal o, como mucho, una ligera conmoción que pueda superarse sin problemas con una buena cena post-representación, son dos hándicaps negativos contra los que debe luchar un teatro pleno, combativo, como el de nuestros dos autores.

Astracán, revista, vodevil, comedia costumbrista (al estilo «años 80», ese teatro tan subvencionado por un poder político, un público y una crítica esta vez teledirigidos por focos de poder muy democráticos, un «realismo de pacotilla» donde suele aparecer una juventud que se droga, que no ama como antes, y se moraliza sobre ella, etcétera), han vuelto a acaparar amplios sectores del gusto de un público medio de teatro, que dice tener bastante con las guerras televisadas como para ir a ver más desastre y conflictos.

Y claro, la voz ronca, contundente, de Aub, o la agónica, espeluznante, certera, de Gómez-Arcos no encuentran un sitio entre ese público mayoritario (no hablamos aquí de las Salas Alternativas; ni del teatro «alternativo» en general, que es harina de otro costal, y merece capítulo aparte). Esperemos que las cosas cambien para bien de nuestro teatro y que se deje la lentejuela guardadita en el arcón (o, por lo menos, que se saque moderadamente), y que entren de una vez por todas ésos dramaturgos por la puerta grande, la que se merecen.

Mientras la jibarización cultural llevada a cabo desde estos medios de comunicación de masas, sea tan influyente, nosotros nos mostramos escépticos al respecto. Pero olvidar a estos autores es «morir por cerrar los ojos» y, por lo menos, a los que nos gusta el teatro, la literatura (incluso vivimos de difundirla en instituciones, sean del nivel que sean), o los que por exceso de dignidad prefieren dedicarse a otras cosas lejos de las instituciones pero la siguen amando locamente, no podemos callar y debemos seguir luchando para que estos autores (y tantos otros, Arrabal, cómo no, entre ellos), ocupen el lugar que merecen.

Que no cese el grito de estopa en la garganta de los que no nos creemos que vivimos en el mejor de los mundos, y que sigamos todos tras la estela de Aub y Gómez-Arcos clamando por un mundo más justo.


Nota a posteriori

Creemos que la trayectoria «triunfal» como novelista en lengua francesa de nuestro autor quedaría para un estudio mucho más profundo y de mayor calado que la   —479→   mera aproximación crítica que ahora hemos intentado hacer.

Respecto a la controvertida obra dramática Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas (1972) -estrenada en Francia, y en España en 1991 en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas: (los casi veinte años de distancia entre ambos estrenos son, de por sí y sin más explicaciones, bastante elocuentes)-, decir simplemente que es la más que posible culminación de su obra dramática -en un texto de una densidad y originalidad sin iguales- y que responde a un estado de creación en el que el autor se ha liberado ya absolutamente de cualquier «tic» de un teatro mínimamente convencional, y que tal vez le sirvió como canto del cisne a un dramaturgo que, por decirlo con sus propias palabras, quiso abandonar la creación dramática el día en que se dio cuenta «de que ésta había dejado de ser un arte de la palabra viva, un arte combativo, conflictivo, para convertirse en una estética. La estética me horroriza, es el grado cero del arte».

Sin duda alguna, Interview es su obra más «esteticista», malgré lui. Pero de un esteticismo donde se refleja toda la ética de un luchador inconmensurable, una ética necesaria para colocar la voz del hombre -convertido en personaje escénico- entre el clamor de «viejas poleas de sangre que ahora truenan por doquier», en este mundo de dolor y miseria para tantas gentes.





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