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ArribaAbajoIntroducción

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ArribaAbajoEscena y literatura dramática del exilio republicano español de 1939

Manuel Aznar Soler


GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona


Conmemoramos durante este año 1999 el sesenta aniversario del inicio del exilio republicano español de 1939 [Aznar Soler, 1999a]. Un exilio político de los vencidos en una guerra civil provocada -no lo olvidemos- por un golpe de estado militar fascista contra la legalidad democrática republicana. Un exilio que fue el resultado de una tragedia fratricida soldada con la cifra literaria de un millón de muertos, a los que hay que añadir ese medio millón más de españoles antifascistas que hubieron de atravesar la frontera francesa en febrero de 1939. La muerte de Antonio Machado el 22 de febrero de 1939 en el pueblecito francés de Collioure constituye todo un símbolo de la tragedia histórica a que fue condenado nuestro exilio republicano.

En 1939 la derrota militar de la II República española significó la ruptura de un espléndido proceso cultural que hemos convenido en llamar el proceso de nuestra Edad de Plata [Mainer, 1981]. Como consecuencia de la derrota, la intelectualidad más cualificada hubo de exiliarse entonces y, entre esa España Peregrina, sin duda nuestros mejores novelistas, poetas o dramaturgos, para quienes el exilio constituyó una experiencia larga y dura pero también, para muchos, fecunda y enriquecedora. Y, entre ellos, repito, la mayoría de nuestros mejores hombres y mujeres de la escena española republicana [Aznar Soler, 1995], a los que habría que agregar aquellos «niños de la guerra» que, con el tiempo, llegarían a ser figuras relevantes en sus países de exilio: actores como Edmundo Barbero, Augusto Benedico o Miguel Maciá; actrices como María Casares, Magda Donato, Ofelia Guilmáin o Margarita Xirgu; críticos como Enrique Díez-Canedo; directores escénicos como Álvaro Custodio, José Estruch, Ángel Gutiérrez, Alberto de Paz o Cipriano de Rivas Cherif; dramaturgos o escenógrafos como Salvador Bartolozzi, Manuel Fontanals, Eugenio Granell, Gori Muñoz, Santiago Ontañón, Miguel Prieto o Alberto Sánchez.

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I. El drama escénico de la dramaturgia desterrada

Si el teatro es, por su propia naturaleza, un arte social, el exilio fue para la continuidad de nuestra tradición escénica un hecho radicalmente dramático [Monleón, 1984c]. Teatro exiliado, teatro vencido y des-terrado que, al faltarle la tierra de sus escenarios, perdía toda posibilidad de contacto con su público natural, el público español. El drama de nuestra dramaturgia desterrada implica, por tanto, problemas no sólo de lugar y tiempo sino también de público. Veamos.


1. Un teatro des-terrado sin escena

En cuanto al lugar, el des-tierro significa para el teatro la pérdida de la tierra, es decir, de la escena, la pérdida de sus escenarios naturales. En este sentido, no debe extrañarnos que Madrid y Barcelona dejasen de ser en los años cuarenta las capitales teatrales españolas para ser sustituidas por Buenos Aires [Diago, 1994 y 1995] y México [Aznar Soler, 1997]. Así, por ejemplo, en el Teatro Avenida de Buenos Aires se estrenaron durante la década de los años cuarenta obras de mucha mayor calidad literaria y escénica que las representadas en el Teatro Español de Madrid, obras que significaban la continuidad de nuestra mejor tradición teatral republicana, heredera de Valle-Inclán y de García Lorca, ambos fallecidos en 1936: el primero de muerte natural y el segundo asesinado por la barbarie fascista. Ambos dramaturgos fueron considerados «rojos» por los vencedores de camisa azul y ambos, lógicamente, estuvieron prohibidos total o parcialmente por la censura franquista durante los años cuarenta. Y ambos fueron condenados durante muchos años más a ese limbo del silencio y del olvido que fue el precio no de la paz sino de la Victoria.

Para probar la superioridad de la escena exiliada sobre la franquista baste mencionar tres estrenos memorables en el Teatro Avenida de Buenos Aires: el 8 de junio de 1944 El adefesio, de Alberti; el 3 de noviembre de ese mismo año 1944 La dama del alba, de Alejandro Casona; y el 8 de marzo de 1945 La casa de Bernarda Alba, de García Lorca. Y recordemos, por ejemplo, que El adefesio, de Alberti, fue estrenado en dicho Teatro Avenida de Buenos Aires (Avenida de Mayo, 1222) por la Compañía Española Margarita Xirgu, con escenografía sobre bocetos de Santiago Ontañón, y con el siguiente reparto de lujo, por orden de aparición en escena: Amelia de la Torre (Uva), María Teresa León (Áulaga), Edmundo Barbero (Bión), Margarita Xirgu (Gorgo), María Gámez (Ánimas), Isabel Pradas   —13→   (Altea), Gustavo Bertot (Mendigo 1), Miguel Ortín (Mendigo 2), Eduardo Naveda (Mendigo 3), Jorge Closas (Mendigo 4), José M. Navarro (Un hombre del campo) y Alberto Closas (El que nadie espera). Ahora bien, para que El adefesio de Alberti pudiera estrenarse en Madrid hubo que esperar hasta el año 1976, muerto ya el dictador: concretamente, hasta el 24 de septiembre de 1976, día en que José Luis Alonso dirigió en el Teatro Reina Victoria de Madrid el estreno español de El adefesio, con la presencia -tan significativa como simbólica- de la actriz exiliada María Casares, hija de Santiago Casares Quiroga, que interpretó el papel de Gorgo que Margarita Xirgu había encarnado en 1944, aunque con la ausencia -igualmente significativa y simbólica- del propio Rafael Alberti. Porque, en efecto, Rafael Alberti, por ser militante del Partido Comunista de España, no pudo regresar a España, junto a María Teresa León, hasta el 27 de abril de 1977 y, por lo tanto, seguía siendo todavía un exiliado político en aquel primer año de la transición democrática.




2. Un teatro sin público

El teatro des-terrado fue condenado, por lo tanto, a la incomunicación respecto a su público natural: el espectador español. Aquellos estrenos argentinos y mexicanos es cierto que contaban con la complicidad de los propios espectadores del exilio republicano y de un sector de aquellas sociedades americanas respectivas, pero eran lógicamente silenciados e ignorados por la España franquista. Así, poco a poco, entre la niebla y la distancia, fueron constituyendo un referente mítico para los espectadores españoles de la oposición antifranquista. Naturalmente, los vencedores querían silenciar y borrar de la memoria colectiva aquella tradición republicana y, en la práctica, consiguieron cortar la comunicación entre teatro exiliado y oposición antifranquista. Por ejemplo, el 25 de abril de 1969 la actriz Margarita Xirgu murió en Montevideo. Pues bien, así que hubieron pasado treinta años de exilio, ninguna prueba más contundente, a mi modo de ver, de este patético proceso de desconocimiento y mitificación que este editorial publicado en las páginas 8 y 9 del número 108 (mayo de 1969) de la revista Primer Acto, refugio de la memoria colectiva y de los españolitos antifranquistas amantes del teatro y de las libertades democráticas, esto es, herederos naturales de nuestra tradición teatral republicana:

Los que escribimos en Primer Acto no hemos visto a la Xirgu. Nadie de los que hemos accedido al teatro en estos últimos treinta años hemos   —14→   visto trabajar a la Xirgu. No sabemos cómo era sobre un escenario, aunque nos ha sido citada en mil ocasiones. Incluso hemos tenido que preguntarnos alguna vez si una parte considerable de su fuerza no sería, precisamente, su ausencia, su automática e inevitable conversión en mito.

¿Cuál ha sido la lección de la Xirgu para todos los que no la hemos visto? Porque lo normal es que la fuerza de los actores llegue hasta donde llegan sus espectadores. Trascender ese horizonte exige algo especial. No basta la ausencia. El tiempo acaba con eso. Y el recuerdo de la Xirgu no acababa.

Creemos que lo que ha hecho de la Xirgu una figura fundamental dentro del moderno teatro en lengua española ha sido la coherencia de su trabajo. Y esto sí ha sido posible advertirlo, incluso no siendo sus espectadores. Lo deducimos de sus repertorios, de su representación de los clásicos, de su apoyo a los que fueron nuevos y jóvenes autores contemporáneos, de los discípulos levantados en América, de esa ola de respeto que le ha seguido hasta su tumba. Una tumba lejana de las escenas españolas y de las voces mal templadas que le obligaron a marcharse en el 36 para no volver nunca más.






3. Un teatro fuera del tiempo

Cuando una obra de nuestro teatro des-terrado ha podido, a partir de 1975, estrenarse o representarse en España, es decir, superar el drama del lugar (reconquistar la tierra de los escenarios) y el drama del público (reconquistar a los espectadores de la sociedad española), se ha podido vivir con toda su crudeza el drama del tiempo, esto es, la experiencia del des-encuentro entre el teatro exiliado y el espectador español actual. Naturalmente, siempre hay excepciones: el caso, por ejemplo, del San Juan, de Max Aub, que hubo de prorrogarse el año pasado en el Teatro María Guerrero de Madrid ante el éxito no sólo de crítica sino también de público. Pero San Juan constituye más bien la excepción a la regla del relativo o espectacular fracaso de nuestro teatro exiliado, un fracaso generalmente más de público que de crítica. Es decir, este teatro resulta en muchos casos -para el gusto dominante entre el público actual- hijo de su época y de su contexto histórico y político y, por lo tanto, un teatro a veces desfasado y anacrónico para la escena española actual. Lo cierto es que, por una serie de razones varias (por su propia índole estética o por su mismo desfase histórico), este teatro parece no interesarle demasiado al público español   —15→   actual o le interesa tan sólo como documento histórico, memoria de una tradición literaria y escénica que no pudo ser.

Ahora bien, este teatro desterrado está condenado también a lo que José Monleón ha llamado un «segundo exilio». En efecto, Monleón censura «la falsa identificación entre el teatro y la sociedad española» y defiende que nuestro público teatral, mayoritariamente conservador estética e ideológicamente, ya había exiliado antes de la Guerra Civil a la mayoría de nuestro teatro desterrado en 1939, con la excepción significativa de Casona, al que, tras su vuelta a la España franquista, volverá a integrar durante los años sesenta como un hijo pródigo que regresa al redil de la escena española [1989b, 65]. Monleón sostiene, por tanto, que «el exilio congregó a una serie de escritores que aspiraban a un teatro distinto como parte de la concepción de un país distinto» [1989b, 64] y que, de este modo, si bien durante la década de los cuarenta «el exilio articula en América Latina un teatro intelectual y poéticamente muy superior» al teatro español bajo la dictadura franquista, al fin y al cabo «nuestros dramaturgos exiliados no hicieron otra cosa que prolongar en América el exilio teatral que ya padecían en España» [1989b, 65]. Los casos de Max Aub, Bergamín, Dieste, María Teresa León y un largo etcétera servirían para probarlo. Pero, debido a la confusión conceptual entre este «segundo exilio», que se refiere a un problema estructural de la escena española, y el «segundo exilio» cronológico (el de los antifranquistas que, como protesta contra la dictadura, eligieron voluntariamente el exilio en los años cincuenta o sesenta: por ejemplo, Arrabal o Gómez Arcos), creo que sería mejor acuñar el concepto de «doble exilio» o «exilio doble» para referirnos a esta cuestión estructural a la que nos remite la sugerente hipótesis de Monleón.




4. Hacia una historia de nuestra escena exiliada

Reconstruir la actividad escénica del exilio teatral es otra asignatura pendiente de nuestra investigación sobre el tema. Desde luego, América es, por razones obvias, el espacio fundamental de nuestra escena desterrada y algunas capitales americanas como Buenos Aires [Diago, 1994 y 1995] o México [Aznar Soler, 1997] se constituyen en capitales de nuestro exilio teatral. Pero si en el caso argentino contamos con algunos trabajos, tanto sobre el teatro en lengua castellana como catalana [Arbonés, 1976; Gibert i Bairaguet, 1997] y gallega [Iglesias, 1970; Pérez Rodríguez, 1991 y 1996], y si en el caso mexicano también disponemos de algunas aproximaciones parciales [Martínez, 1959; Mendoza López, 1982 y 1983; Monleón,   —16→   1983a, 1983b y 1983c; Sampelayo, 1975; Schumidhuber, 1992; Tavira, 1994], incluida la del teatro en lengua catalana [Mengual Català, 1997b], carecemos hasta la fecha -salvo alguna excepción como la de Uruguay [AA. VV., 1987], en donde trabajó muchos años José Estruch [Eines, 1984; Guerenabarrena, 1986a, 1986b y 1990; Marichal, 1987a y 1987b; Ortiz, 1990; Rojo, 1986-1987; Trancón, 1990]- de trabajos sobre países tan importantes como Chile [Morales, 1990], Colombia, Cuba, Puerto Rico o Venezuela, en donde se desempeñaron personalidades tan sugestivas como las de Eugenio Granell [Navarro de Zuvillaga, 1997], José Antonio Rial o Alberto de Paz [Castillo, 1992; Mena, 1993].

Buenos Aires se convirtió durante los años cuarenta en capital del teatro español republicano y en ella, destino de la secular emigración gallega -desde Blanco-Amor a Seoane o Castelao [Iglesias, 1970]-, se exiliaron a partir de 1939 dramaturgos tan relevantes como Alberti, Casona, Dieste, Grau, María Teresa León o María Martínez Sierra. Aunque, en este sentido, merece obviamente una mención especial la trayectoria escénica en el exilio americano de Margarita Xirgu [AA. VV., 1988a y 1988b; Burgueño y Mirza, 1988; Guansé, 1963; Pérez Coterillo, 1983; Rodrigo, 1988, 1989, 1991 y 1992], que trabajó e influyó tanto en la escena argentina [Oteiza, 1990] como en la uruguaya [AA. VV., 1987] o en la chilena [Morales, 1992b].

La presencia del exilio teatral español en la escena mexicana no fue tan relevante como en otros ámbitos artísticos. Sin embargo, no olvidemos las trayectorias de escenógrafos como, por ejemplo, Salvador Bartolozzi -director, junto a su mujer, la actriz Magda Donato [Rodrigo, 1999], del Teatro Pinocho, clave para el desarrollo del teatro infantil en México [Espina, 1951]-, Manuel Fontanals [Sampelayo, 1975] o Miguel Prieto [Sánchez Vázquez, 1997]; de directores escénicos como Simón Armengol, Rafael Banquells, Rafael López Miarnau [Mendoza, 1982], Lorenzo de Rodas o Manuel Pomares Monleón, que estuvo al frente del Teatro de la Universidad Veracruzana; o de críticos y ensayistas como Enrique Díez-Canedo [Fernández Gutiérrez, 1984 y 1993; Jiménez León, 1998] o Eduardo Ugarte [Ríos Carratalá, 1995a y 1995b]; o de actores y actrices como Edmundo Barbero [Alonso de Santos, 1980-1981; Anónimo, 1980-1981], Augusto Benedico [García, 1986; Joven, 1983], Ofelia Guilmáin [González, 1956] o Miguel Maciá [Mendoza, 1982]. Pero son, sin duda, Cipriano de Rivas Cherif y Álvaro Custodio las dos personalidades más relevantes de nuestro exilio teatral en la escena mexicana.

Rivas Cherif, el director de escena más prestigioso de nuestro teatro republicano, tras su experiencia carcelaria en la España franquista [Aguilera Sastre y Aznar Soler, 1999], llegó a México el 3 de octubre de 1947 para   —17→   reemprender de nuevo, con su incombustible pasión teatral pero ya con cincuenta y siete años, su ejemplar trayectoria escénica [AA. VV., 1989]. Tras diversas puestas en escena de clásicos españoles como Cervantes o Calderón, en 1948 crea su tercera y última TEA, sigla esta vez que significa Teatro Español en América y que nace bajo el lema de «nada español nos es ajeno». Rivas Cherif vuelve a trabajar en su exilio mexicano con la actriz Magda Donato, con Miguel Maciá -actor formado por Rivas Cherif en el penal del Dueso [Aznar Soler, 1989]- y descubre en el abogado Augusto Pérez Elías al actor Augusto Benedico. Tras un paréntesis en Puerto Rico (1949-1952) y Guatemala (1953), Rivas Cherif regresó a México a fines de 1953, en donde siguió representando -hasta el 23 de diciembre de 1967 en que falleció- espectáculos «a solo de bululú» [Aguilera Sastre, 1998; Rivas, 1989]. Por su parte, Álvaro Custodio, miembro del teatro universitario La Barraca durante los años de la II República [Miras, 1983], que regresó a España en los últimos años de la dictadura franquista [Santa-Cruz, 1983] y que murió en 1992 en El Escorial [Morán, 1992; Robles, 1992], llegó a México en 1944 procedente de Cuba. A partir de 1953, año en que fundó el Teatro Español de México -que en 1960 pasó a denominarse Teatro Clásico de México-, dirigió numerosas puestas en escena de obras del teatro clásico español, pero también de dramaturgos exiliados como León Felipe [Aznar Soler, 1997; Maxwell, 1971, 1974 y 1987].

Si la historia de nuestro exilio teatral republicano en la escena americana es un tema aún por reconstruir, no se puede decir que el panorama europeo sea mucho mejor. Salvo el caso de Francia, es necesario investigar la trayectoria escénica de nuestro exilio teatral en Inglaterra -donde escribe y estrena, por ejemplo, José García Lora- o en la antigua Unión Soviética [Aznar Soler, 1999b], en donde la labor literaria de César Arconada o la dirección escénica de Ángel Gutiérrez [Arce, 1986; Bodelón, 1994; Guerenabarrena, 1988; Monleón, 1985; Santa-Cruz, 1991 a] merecen una atención mayor. En Francia [Aznar Soler, 1998b], tras los años de la Segunda Guerra Mundial, se reanudan las actividades escénicas de nuestro exilio teatral, principalmente en París [Torres Monreal, 1974 y 1976], pero, sobre todo, en Toulouse, con los grupos libertarios Iberia (1945-1963) y Grupo Juvenil (1948-1962) o el grupo socialista Tomás Meabe [Archet, 1985; Zatlin, 1990; Serralta, 1991]. Empiezan a aparecer en París publicaciones como Espectáculos, «Boletín de la Federación Española de la Industria de Espectáculos Públicos» de la UGT (1946-1947), o Galería (1945), «Revista española. Espectáculos, arte, literatura», años en los que Adelita del Campo tuvo un protagonismo destacado [Rodrigo, 1999]. Ya por entonces la actriz María Casares, autora de Résidente   —18→   privilegiée [Casares, 1980] -libro escrito a partir de la experiencia de su retorno a España en 1976 para interpretar el personaje de Gorgo en el estreno español de El adefesio, de Alberti [Monleón, 1990; Pereda, 1976], libro que, pese a estar escrito en lengua francesa, puede considerarse «como parte integrante del corpus de la escritura autobiográfica española» [Grillo, 1998]-, colabora en todas las actividades culturales del exilio republicano en que se solicita su presencia. Aunque carecemos aún de un estudio monográfico sobre su trayectoria escénica, que sorprende tanto más -tras su muerte en París el 21 de noviembre de 1996- si recordamos la especial pasión que siente la bibliografía francesa hacia el género biográfico, disponemos de un breve esbozo de su trayectoria teatral [Ortega, 1997] y de algunas entrevistas que nos permiten conocer las ideas teatrales [Monleón, 1990; Soriano, 1988] de «la primera actriz de Francia» [Monleón, 1997a], hija de Santiago Casares Quiroga, gallega de nacimiento pero francesa por exilio, que representó como actriz en lengua francesa varias veces en la España democrática [Vilà i Floch, 1985], acaso la última en el papel de doña María en las Comedias bárbaras, de Valle-Inclán, puestas en escena por el Théâtre de la Colline con dirección de Jorge Lavelli [Pérez de Olaguer, 1991], una actriz que murió mientras ensayaba El cerco de Leningrado, de José Sanchis Sinisterra.

Tanto París -a cuya vanguardia se incorporan desde los años cincuenta dramaturgos como Arrabal o Gómez Arcos y en donde Jorge Semprún ha publicado obras dramáticas en lengua francesa como la reciente Le retour de Carola Neher (París, Éditions Gallimard, 1998), aún no traducida a la lengua castellana, una dramaturgia española en lengua francesa que, por su importancia, ha merecido la atención de la crítica [Zatlin, 1994]- como Burdeos, donde trabaja desde los años sesenta Manuel Martínez Azaña, son capitales importantes para nuestro exilio teatral. Pero es sin embargo en Toulouse [Serralta, F. y M. 1991], capital del exilio republicano español en Francia, en donde se realiza el estreno europeo de Los árboles mueren de pie [Serralta-Archet, 1992], de Casona, un autor exiliado en Argentina. Y es en Toulouse en donde el Grupo Artístico Iberia estrena con gran éxito el 1 de noviembre de 1958 Don Juan Tenorio, «El refugiao», de Juan Mateu [Serralta, 1995 y 1998]. Y es que el mayor interés teatral entre 1945 y 1960 reside, sin duda, en los grupos vinculados al movimiento libertario, de los cuales se han podido documentar puestas en escena de hasta 29 grupos diferentes [Alted Vigil, 1998]. Por su parte, la figura de José Martín Elizondo y la trayectoria de los Amigos del Teatro Español (ATE) de Toulouse merecen una mención relevante [Aznar Soler, 1998d].

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Los estudios sobre escenografía son, naturalmente, los más exiliados en la bibliografía de nuestro teatro desterrado y no precisamente por la falta de calidad artística de sus protagonistas. Así, dos escenógrafos desarrollaron en los teatros americanos, particularmente en los bonaerenses, una dilatada y valiosa actividad escénica que debiera recuperarse: me refiero al valenciano Gori Muñoz [Peralta Gilabert, 1998] y a Eduardo Ontañón [Gómez Díaz, 1990; López Sobrado, 1992; Monleón, 1989a], quien nos ha dejado un libro de memorias titulado Unos pocos amigos verdaderos [Ontañón, 1988]. Muy lejos de América, en los teatros de Moscú, el escultor Alberto Sánchez, exiliado en la antigua Unión Soviética -en donde residía también César Arconada, dramaturgo estrenado pero cuya obra dramática, por ejemplo Manuela Sánchez, permanece inédita [Aznar Soler, 1999b]-, realizó también numerosos trabajos escenográficos para las puestas en escena de nuestro teatro clásico y contemporáneo que, felizmente, han comenzado a estudiarse [Martínez Roger, 1995].






II. La literatura dramática exiliada

El problema de la recepción de nuestro teatro exiliado en la sociedad democrática española, desde El adefesio en 1976 al reciente San Juan, de Max Aub -estrenado en el Teatro Principal de Valencia y representado después en el Teatro María Guerrero de Madrid durante el pasado año 1998-, constituye un tema de investigación que, sin embargo, no es el que aquí nos ocupa. Porque lo que nos interesa ahora prioritariamente es hablar no de teatro, de representación escénica, sino de literatura, de la literatura dramática exiliada. O, dicho de otra manera: si el drama escénico de la dramaturgia desterrada es una cuestión de extraordinaria complejidad porque implica cuestiones políticas, económicas y profesionales cuya solución escapa a nuestras posibilidades, al menos los investigadores, profesores, editores y estudiosos podemos y debemos posibilitar el conocimiento y la divulgación de las obras que constituyen esa Biblioteca de nuestra Literatura Dramática Exiliada. Es decir, podemos y debemos intentar colectivamente la solución al drama literario de nuestra dramaturgia desterrada, esa asignatura pendiente de nuestra sociedad democrática cuyo aprobado resulta bastante más plausible que el del drama escénico. En este sentido, el propio José Monleón alude a «ese poblado censo de la dramaturgia irrecuperada o, quizá, como teatro, irrecuperable» [1998], es decir, afirma que el exilio teatral acaso resulte irrecuperable como hecho escénico pero en absoluto como hecho literario porque está claro que esa Biblioteca   —20→   de la Literatura Dramática Exiliada es perfectamente posible. Por tanto, ¿cuál es el estado de la cuestión de los textos de nuestra literatura dramática exiliada? ¿Cuáles las obras que un lector interesado puede encontrar ahora mismo en una librería española? ¿Y cuáles son los principales estudios e investigaciones que sirven para ayudarnos a leer mejor esas obras de nuestra literatura dramática exiliada?


1. Hacia una historia de la literatura dramática exiliada

Carecemos aún de una historia de nuestra literatura dramática exiliada que actualice antiguos y meritorios trabajos que, por lo tanto, mantienen todavía su vigencia e interés. Me refiero, por ejemplo, a los trabajos pioneros de Pérez Minik [1961], Doménech [1966, 1977 y 1980] y Ruiz Ramón [1980, cuarta edición] o a los posteriores de Wellwarth [1974], Heming [1975], Berenguer [1977], Rodríguez Richart [1979], Pérez Standfield [1986], Oliva [1989] y Rosa María Grillo [1996]. Algunos investigadores se han interesado por la presencia de los mitos clásicos en nuestra literatura dramática exiliada [Ragué Arias, 1993], así como por el tema de la guerra civil [Bertrand de Muñoz, 1992; Elizalde, 1986]. También, por el contrario, han interesado los temas americanos en el drama del exilio [Zelaya Kolker, 1985]. Por su parte, Monleón ha dedicado varios trabajos a analizar la condición trágica del exilio [1984], ha hablado del concepto de «segundo exilio» [1989b] y ha sostenido que la dramaturgia del exilio republicano es «una dramaturgia irrecuperada» [1998]. Bien es verdad que una síntesis panorámica sólo será posible cuando contemos con estudios monográficos de calidad no sólo sobre los dramaturgos sino también sobre actores y actrices, críticos, directores escénicos o escenógrafos y cuando, por otra parte, podamos leer el corpus completo de esa literatura dramática. Mientras tanto, los autores de una primera nómina de la Biblioteca de la Literatura Dramática Exiliada en lengua castellana [Aznar Soler-Mengual-Ortego-Santa María, 1995] hemos decidido publicar en este libro colectivo una actualización de la misma, en donde corregimos y completamos con nuevos nombres y datos aquel ensayo de un primer borrador.

Voy a comentar el estado de la cuestión investigadora sobre nuestra literatura dramática exiliada siguiendo el orden alfabético de autores, y lo inicio, por tanto, con Rafael Alberti. Disponemos de ediciones rigurosas de algunas de sus principales obras dramáticas, tanto de De un momento a otro y El adefesio [Torres Nebrera, 1992] como de Noche de guerra en el Museo del Prado [Torres Nebrera, 1991], y se han publicado también   —21→   algunos estudios monográficos sobre su obra dramática [De Diego, 1998; Doménech, 1972; Doreste, 1975; Hermans, 1989; Marrast, 1967; Monleón, 1990; Popkin, 1976; Torres Nebrera, 1982 y 1989]. Sin embargo, el teatro de María Luisa Algarra, salvo alguna aproximación a Casandra [Nieva de la Paz, 1997], obra publicada por la revista Primer Acto, está aún por estudiar. La obra dramática de Manuel Altolaguirre ha merecido la atención crítica en estudios generales [Torres Nebrera, 1977; Valender, 1989] o más específicos sobre obras como Amor de dos vidas [Hernández, 1988]. Por su parte, Manuel Andújar reunió ocho de sus obras dramáticas en un tomo de Teatro (Jaén, Diputación Provincial de Jaén, 1993), que ha interesado hasta el momento a algunos críticos [Bolaños Donoso, 1987; Rodríguez Richart, 1998].

Fernando Arrabal, auto-exiliado e integrante por tanto de una segunda generación, es un dramaturgo de proyección internacional que, sin embargo, ha visto cómo algunas de sus obras representadas en España han provocado polémica o han fracasado espectacularmente. Su literatura dramática ha sido objeto de estudios globales [AA. VV., 1979; Berenguer, 1977b; Isasi Angulo, 1974a; Moreau Arrabal, 1979; Serreau, 1979; Steen, 1988; Torres Monreal, 1981] y, antes de la publicación de su Teatro completo [Torres Monreal, 1997], se editó un volumen I de su Teatro completo [Berenguer, 1979] y, en tomos sueltos, obras como Pic-nic. El triciclo y El laberinto [Berenguer, 1977a], El cementerio de automóviles. El arquitecto y el emperador de Asiria [Taylor, 1984], En la cuerda floja o la balada del tren fantasma [Vicente Mosquete, 1985] y ocho piezas con el título de Teatro pánico [Arrabal, 1968; Torres Monreal, 1986].

El caso de Max Aub me parece muy representativo de la aún insuficiente recuperación de nuestra dramaturgia desterrada. Así, por ejemplo, de las seis obras de su Teatro mayor [Aznar Soler, 1995c; Glass, 1978; Irún Vozmediano, 1998] sólo San Juan [Aznar Soler, 1998a], El rapto de Europa [Naharro-Calderón, 1999] y No [Llorente Gracia, 1997] pueden comprarse hoy en librería. En espera de esa magna edición de sus Obras completas, más de veinte volúmenes que va a ir publicando la Diputación de Valencia, otras obras de su Teatro mayor como Morir por cerrar los ojos [Doménech, 1967; Shaw, 1996; Venegas Grau, 1998], Cara y cruz o La vida conyugal, así como la práctica totalidad de su teatro en un acto, sólo pueden leerse actualmente en la ya vieja edición de su mal llamado Teatro completo (México, Aguilar, 1968), inencontrable además en librerías. Es cierto, sin embargo, que la investigación sobre su obra, iniciada ya durante los años de la dictadura franquista [Bosch, 1963; Borrás, 1975; Buero Vallejo, 1973; De Quinto, 1964; Doménech, 1967; García Lora, 1965;   —22→   Hoyo, 1968; Isasi Angulo, 1974b; Marra-López, 1963; Monleón, 1971; Pérez Minik, 1961; Soldevila Durante, 1974], ha avanzado considerablemente en estos últimos años con estudios de conjunto [Doménech, 1977; López, 1976; Monti, 1992; Moraleda García, 1989a, 1989b y 1996; Monleón, 1980a, 1983d, 1984a, 1984b, 1992; Oliva, 1989; Soldevila Durante, 1999] o parciales sobre su teatro en un acto [Moraleda García, 1989a], por ejemplo sobre sus monólogos [Orazi, 1996], como el Discurso de la plaza de la Concordia [Aznar Soler, 1993], o sobre obras que plantean el tema del exilio como Los trasterrados [Orazi, 1998], concretamente Tránsito [Aznar Soler, 1998e; Rodríguez Richart, 1979], o Las vueltas [Monti, 1998]. Algunos críticos han estudiado sus estrenos argentinos [Diago, 1996], españoles [Bartrina Martí, 1996] o mexicanos [Adame, 1996; Gutiérrez Vega, 1980] o se han interesado por temas como el judaísmo [Vicente, 1991], los espacios escénicos [Ortego Sanmartín, 1996] o los personajes femeninos de su teatro exiliado [Pedraza Jiménez, 1996]. Puede decirse que Max Aub es el autor exiliado por el que se interesan en la actualidad un número mayor de críticos e investigadores, el escritor cuya bibliografía ha aumentado más espectacularmente en los últimos años. Sin duda que a ello ha contribuido poderosamente la publicación de las Actas del Congreso Internacional «Max Aub y el laberinto español», celebrado en 1993 en Valencia [AA. VV., 1996], así como las iniciativas y proyectos de la Fundación Max Aub, cuyo Archivo-Biblioteca se halla en Segorbe a disposición de los investigadores interesados.

La obra dramática de José Bergamín, que ha interesado a la crítica [AA. VV., 1989 y 1997; Alonso de Santos, 1980; Dennis, 1989; Monleón, 1980b; Penalva, 1983 y 1985] pero que permanece prácticamente inédita para el espectador español [Heras, 1989a y 1989b; Monleón, 1983a], sigue necesitando de una edición completa y rigurosa. La hija de Dios y La niña guerrillera, cuya primera edición mexicana apareció en 1945, fueron reeditadas por la madrileña editorial Hispamerca en 1978 y se leyeron en un ciclo de teatro exiliado en 1983 [Alonso de Santos, 1983b; García Pintado, 1989; Monleón, 1997b]. Y aunque aspectos como la historia de Don Lindo de Almería [Dennis, 1988], su estancia en Uruguay [Grillo, 1995], sus tragedias [Bergamín, 1963; Santa María, 1997], o sus protagonistas femeninas [Santa María, 1998] han sido estudiados con rigor, otras muchas cuestiones que plantea su «teatro peregrino» [AA. VV., 1989] quedan aún por analizar.

El teatro de Eduardo Blanco-Amor, cuyas Farsas para títeres pudieron editarse durante la dictadura franquista pero no así Proceso en Jacobusland, ha merecido una atención también insuficiente por parte de la crítica   —23→   [Pérez Coterillo, 1980; Pérez Romero, 1980]. En los últimos años se publicaron cuatro obras inéditas [Pérez Rodríguez, 1993], se estudió su relación con el teatro de Valle-Inclán [Riveiro, 1994] y, como en el caso de otros escritores gallegos exiliados como Dieste, su declaración como escritor de las letras gallegas por parte de la Xunta impulsó congresos, ediciones y conmemoraciones [Fernández, 1995].

La obra dramática de José María Camps, salvo El edicto de Gracia [Buero Vallejo, 1976; Mengual Català, 1997a; Monleón, 1974] y Víznar, estrenada en 1998 por la Compañía Andrés Claramonte en la sala Isidoro Máiquez de la Universidad de Murcia con dirección de César Oliva [De Paco, 1998] y editada en su colección Antología Teatral Española [Mengual Català, 1999], está aún por reeditar en España, tanto su teatro mexicano [Mengual Català, 1998] como el teatro-documento, entre Brecht y Weiss, escrito en la antigua República Democrática Alemana. Y si la obra dramática de Luisa Carnés apenas ha despertado el interés crítico [Plaza Plaza, 1992], Alejandro Casona, autor de una obra de significación tan republicana como Nuestra Natacha, representada también con frecuencia durante la guerra civil [Fernández Insuela, 1995], es acaso el autor exiliado menos exiliado de todos los dramaturgos desterrados. Porque, en efecto, a las ediciones de algunas de sus obras, como La dama del alba [Rodríguez Richart, 1985], Los árboles mueren de pie [Díaz Castañón, 1990] o La barca sin pescador [Díez Taboada, 1986], debe sumarse una avalancha de estudios críticos sobre el conjunto de su obra dramática [Bernal Labrada, 1972; Caso González, 1955; Díaz Castañón, 1990; Gurza, 1968; Núñez Esteban, 1998; Palacio Gros, 1963 y 1966; Pérez Minik, 1961; Rodríguez Richart, 1963a y 1963b; Solís, 1982].

Tampoco la obra dramática de Luis Cernuda ha despertado excesivo interés crítico [Bodelón, 1991; Paz, 1988], al igual que la de Álvaro Custodio, ya citado antes como director de escena. Tan sólo Eva y don Juan [Méndez Moya, 1987] y Los 9 montes pelados [Oliva, 1990] han merecido los honores de la edición, sin olvidar que su trayectoria escénica durante los últimos años de su vida en el Real Coliseo de Carlos III, con puestas en escena como la de La Regenta, de Clarín [Santa-Cruz, 1983], no merece ni el silencio ni el olvido [Morán, 1992; Robles, 1992].

La obra dramática de Rafael Dieste [Aznar Soler, 1981 y 1996; Irizarry, 1980 y 1995; Vieites, 1995], en particular su Viaje, duelo y perdición (Buenos Aires, Atlántida, 1945) -reeditado facsimilarmente por la editorial madrileña Hiperión en 1979-, ha interesado a la crítica. Como en el caso de Eduardo Blanco-Amor, el hecho de haber sido designado escritor del Día das Letras Galegas, en su caso en 1995, ha contribuido decisivamente   —24→   a impulsar el estudio de su obra literaria. A ello debemos agregar sendas puestas en escena, por parte del Centro Dramático Galego, de A fiestra valdeira en 1994 y de Viaxe e fin de don Frontán en 1995 [Axeitos, 1995; Casas, 1995; Guede, 1995; Ruibal, 1995b; Simón, 1995], que han permitido aproximar su obra dramática al espectador actual. Por otra parte, además de su trayectoria biográfica [Rei Núñez, 1987], también ha suscitado un lógico interés el análisis de su teoría estética y de su poética teatral [Casas, 1997; Ruibal, 1995a], expresada en un conjunto breve pero sugerente de textos [Salvat, 1995].

Agustín Gómez Arcos es, como Arrabal, otro auto-exiliado en París de la segunda generación [Irún Vozmediano, 1998; Sánchez, 1998; Santa-Cruz, 1991c] que, sin embargo, estrenó en el Madrid de 1964 una obra como Diálogos de la herejía [Valles Calatrava, 1992] y, ya en los años democráticos, la reposición de Los gatos y los estrenos de Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas [Feldman, 1995; Pérez Coterillo, 1991; Santa-Cruz, 1991b] y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas. Al igual que Michel del Castillo o Jorge Semprún, también la lengua francesa será la lengua literaria de parte de su obra [Gómez Arcos, 1992]. La obra dramática de Teresa Gracia, otra exiliada de 1939 en Francia, es aún poco conocida y, sin embargo, Las republicanas [Díaz de Guereñu, 1984; Zaza, 1999] ha sido reeditada por la revista ADE-Teatro [De Vicente Hernando, 1998; Gracia, 1998], mientras su estreno, a cargo de la Unidad de Producción Alcores, dirigida por el propio César de Vicente, está previsto para finales de este año 1999. Sin embargo, debemos constatar el espectacular desinterés que ha suscitado en los años democráticos la obra dramática de Jacinto Grau [García Lorenzo, 1971; Novascués, 1975], a excepción de un análisis de un valioso epistolario entre el autor y Buero Vallejo, testimonio de ese difícil puente de diálogo entre el exilio republicano y la oposición antifranquista [Kronik, 1994]. Al margen de la dificultad de poder leer sus libros, más sorprendente resulta todavía la ausencia de estudios sobre la obra dramática de José Herrera Petere [Esteban, 1977; Gurméndez, 1976; Monleón, 1965].

León Felipe ha tenido algo más de fortuna crítica [García Lorenzo, 1977; Gutiérrez Vega, 1984; Martín, 1984; Maxwell Dial, 1972; Paulino Ayuso, 1980, 1983 y 1984; Ynduráin, 1984]. Estrenadas en México durante los años cincuenta obras como La manzana, No es cordero... que es cordera o El Juglarón [Aznar Soler, 1997], también esta última obra iba a representarse en Madrid durante el ciclo de teatro exiliado en México aunque su estreno, finalmente, no llegó a producirse [Alonso de Santos, 1983a; Fuente, 1983].

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María Teresa León, autora de La libertad en el tejado [Aznar Soler, 1995b; Estébanez Gil, 1995; Torres Nebrera, 1996], escribió también en el exilio otras obras dramáticas, algunas inéditas (por ejemplo, Sueño y verdad de Francisco de Goya o la adaptación escénica de la novela Misericordia, de Galdós), que el GEXEL proyecta publicar próximamente en un tomo de Teatro completo. Sin embargo, salvo excepciones muy contadas [Martínez, 1959], la literatura dramática de Salvador de Madariaga no ha interesado a la crítica especializada. Por otra parte, la trayectoria escénica de José Martín Elizondo, desde la creación en 1959 del grupo de los Amigos del Teatro Español (ATE) de Toulouse [Aznar Soler, 1998d] al actual Théâtre sans Frontières, sigue a estas alturas viva. Autor de una extensa dramaturgia del exilio [Martín Elizondo, 1990; Wellwarth, 1974], entre cuyas obras debemos mencionar Memoria de los pozos -obra con la que obtuvo el Premio Santiago Rusiñol en el XII Festival Internacional de Teatro de Sitges en 1979 [Berenguer, 1980]-, Picasso, reino milenario [Maestre, 1986] o Juana creó la noche [Zatlin, 1997], su estreno en España más relevante hasta la fecha tuvo lugar durante el verano de 1988 con Antígona entre muros, obra con la que obtuvo el I Premio Internacional Teatro Romano de Mérida [Ragué-Arias, 1988, 1993 y 1996; Santa-Cruz, 1988a y 1988b].

La biografía humana de María de la O Lejárraga, autora de una obra de creación que firmó con los apellidos de su marido (Gregorio Martínez Sierra) o que se publicó, particularmente la obra dramática, a nombre del mismo, constituye una historia insólita de colaboración artística [O'Connor, 1987] a la que ella misma se refirió en su libro Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (México, Biografías Gandesa, 1953) y que en lo sustancial nos resulta ya hoy sobradamente conocida [Rodrigo, 1994]. Autora de una autobiografía titulada Una mujer por caminos de España [Blanco, 1989], la obra dramática publicada a nombre de María Martínez Sierra ha merecido afortunadamente los honores de su reedición parcial [Pérez-Rasilla, 1996] y obras como Tragedia de la perra vida (Fiesta en el Olimpo) han interesado a algunos críticos [Nieva de la Paz, 1997].

Otro ejemplo elocuente de la dificultad que plantea la localización de textos -que en algunos casos imposibilita el estudio de nuestra literatura dramática exiliada- lo constituye el caso de Paulino Masip. Dramaturgo que antes de la Guerra Civil alcanzó a estrenar con éxito obras como La frontera (1932) o El báculo y el paraguas (1936), a partir de 1939 publicó tan sólo dos obras dramáticas, ninguna de las cuales llegó a ser puesta en escena [González de Garay, 1992]. Y si El hombre que hizo un milagro (1944) ha podido ser localizada y analizada [Caballé, 1987; Doménech,   —26→   1977], hasta la fecha no se había podido hacer lo propio con El emplazado (1955), obra que he analizado en el reciente Congreso de La Rioja.

El valenciano Juan Mateu es un ejemplo interesante de albañil anarquista que emigra a Francia durante los años sesenta y que, por instinto e intuición creadora y al calor del ambiente cultural del exilio republicano español en Toulouse, se convierte en autor dramático estrenado. Autor de Don Juan Tenorio, «El refugiao» [Serralta, 1995 y 1998], ojalá pronto puedan publicarse otras obras inéditas suyas como El pasaporte. La obra dramática de Concha Méndez anterior y posterior a la Guerra Civil, desde El personaje presentido a El solitario, ha interesado a algunos críticos [Miró, 1992; Valender en este mismo libro colectivo de 1999], quienes nos han recordado que esta última tuvo varias ediciones: 1938, 1941 y 1945. Así, la reciente reedición facsimilar de El solitario, «misterio en un acto» (La Habana, La Verónica, 1941), con un prólogo de María Zambrano [1998], la única en libro, no debe hacernos olvidar que existe una versión posterior, publicada en la revista mexicana América en 1945, cuyo texto es «uno nuevo, no una reedición del texto de 1941» [Miró, 1992].

José Ricardo Morales es uno de los dramaturgos exiliados menos estrenados en España [Ruiz Ortiz, 1992] pero que, sin embargo, cuenta ya con una bibliografía abundante sobre el conjunto de su obra de creación [Aznar Soler, 1992; Castedo-Ellerman, 1992; Ferrater Mora, 1969; Heming, 1977; Monleón, 1969 y 1992; Oliva, 1989 y 1992]. Además de un número monográfico sobre su obra dramática [AA. VV., 1992], que contiene un valioso «Autobiograma» [Morales, 1992a], de un extenso volumen documental [Ortego Sanmartín, 1992b] y de numerosas entrevistas [Gómez González y De Luca, 1992; Guerenabarrena, 1987; Joven, 1982], el propio Morales ha escrito textos sobre sus relaciones escénicas con el grupo teatral El Búho en España [Morales, 1993] y con la actriz Margarita Xirgu en América [Morales, 1992b]. Fundador, junto con Pedro de la Barra, del Teatro Experimental de la Universidad de Chile [Fernández, 1982], se vinculó desde temprano a la escena chilena [Fernández, 1982 y 1992] y ha sido incluido entre los «absurdistas» de aquel país [Castedo-Ellerman, 1982]. Se inició como dramaturgo en la escena americana por mediación de Margarita Xirgu [Rodrigo, 1992] y, desde su Teatro inicial [De Paco, 1992] hasta Cuatro imposibles [Ortego Sanmartín, 1995], obras como el Teatro de una pieza [Arévalo, 1992; Christensen, 1957], La Odisea [Paulino Ayuso, 1994], Orfeo y el desodorante [Novella, 1995], Oficio de tinieblas [Ortego Sanmartín, 1998; Sirera, 1992], Los culpables [Diago, 1998], El material [Ortego Sanmartín, 1998], Teatro en libertad [Mengual Català, 1992], Españoladas [Gómez González, 1992; Ortego Sanmartín, 1992a] -concretamente, Ardor con ardor se apaga [Aznar   —27→   Soler, 1998c]-, Prohibida la reproducción [Ortego Sanmartín, 1998] han merecido la atención crítica.

La colección de Literatura Dramática Iberoamericana de las Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España (ADE) ha reeditado preferentemente obras de dramaturgas desterradas. A las ya comentadas de Teresa Gracia y María Martínez Sierra debe añadirse ahora Circe y los cerdos y Cómo fue España encadenada, de Carlota O'Neill, dos de las tres obras del volumen titulado Teatro, en edición de Juan Antonio Hormigón, autor de un muy extenso y documentado estudio introductorio sobre la trayectoria biográfica, intelectual y política de la dramaturga [Hormigón, 1997].

Al igual que Primer Acto, la revista Pipirijaina demostró una especial sensibilidad hacia nuestro teatro exiliado al publicar obras como La muerte de García Lorca, de José Antonio Rial [Pérez Coterillo, 1978], estrenada en Caracas [Pérez Coterillo, 1979] pero reeditada junto a Bolívar a raíz de su estreno en España por el prestigioso grupo venezolano Rajatabla [Giménez, 1982]. Conocemos circunstancias biográficas y teatrales de Rial [Zelaya Kolker, 1985] a través de diversas entrevistas [Monleón, 1986], una particularmente extensa que se publicó en forma de «retrato hablado» [Cacheiro, 1995]. Algunas obras de este dramaturgo canario exiliado, galardonado en Venezuela [Anónimo, 1987] y homenajeado por la española Universidad de La Rábida [Anónimo, 1985], han sido estrenadas en España, como La fragata del sol [Alemany, 1990] o han provocado cierta polémica, como Cipango [Pérez Ariza, 1989; Santana, 1989]. Por otra parte, el andaluz Andrés Ruiz López emigró en 1957 a Ginebra, donde siguió escribiendo obras de literatura dramática, algunas de las cuales -como Ocaña, el fuego infinito [Domínguez, 1989] o Rosas iluminadas [Domínguez, 1993]- han sido publicadas.

La edición crítica del Teatro completo de Pedro Salinas [Moraleda García, 1992] incluye su obra Los santos [Cowes, 1973; Salinas de Marichal, 1981], prohibida por la censura franquista en la edición de 1957 [Marichal, 1957]. Contamos con ediciones de algunas de sus obras [Torres Nebrera, 1979] y con algunos estudios monográficos sobre su dramaturgia [Cowes, 1965; Helman, 1953; Martínez Moreno, 1990; Miras, 1990; Moraleda García, 1985, 1991 y 1993; Rodríguez Richart, 1960; Ruiz Ramón, 1975, 1991 y 1992], sobre alguna de sus obras, como La fuente del arcángel [Materna, 1986], sobre la influencia unamuniana [Hartfield-Méndez, 1992; Moraleda García, 1983; Newberry, 1971] o realizados con un enfoque comparatista [Pérez Romero, 1995]. El estreno de Judit y el tirano en el Teatro Español de Madrid, con motivo del centenario del   —28→   autor [Fernández Torres, 1992], no fue, sin embargo, un éxito de crítica ni de público [De Paco, 1993].

El teatro de Ramón J. Sender no tiene desde luego la calidad de una parte de su narrativa, pero aunque existen obras literalmente infumables como Donde crece la marihuana, otras como su temprano Hernán Cortés -reelaborado luego como novela dialogada con el título de Jubileo en el Zócalo- merecen una mayor atención crítica. Sin duda ha sido Don Juan en la mancebía, la versión senderiana del mito de don Juan, la obra mejor estudiada [González de Garay, 1997; Lavaud, 1997; Serrano, 1997]. Otro autor mucho más conocido como narrador que como dramaturgo es Segundo Serrano Poncela, cuya obra dramática El Caudillo permanece hasta el momento inédita [Montiel Rayo, 1998].

La obra dramática de Paco Ignacio Taibo I es prácticamente desconocida en España, a pesar de que se han estrenado entre nosotros al menos dos obras suyas: Los cazadores en 1966 y, con motivo de la exposición sobre «El exilio español en México», el 20 de diciembre de 1983 en el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño, Morir del todo [Alonso de Santos, 1983; Fuente, 1983; Miras, 1984; Santa-Cruz, 1984].

Como en el caso de Paco Ignacio Taibo I, la obra dramática de Maruxa Vilalta [Holzapfel, 1981; Reuben, 1995; Solórzano, 1985] es bien conocida en México y, sin embargo, apenas en España, aunque contamos con una bibliografía bastante completa sobre la misma [Reuben, 1995]. Finalmente, una obra dramática como La tumba de Antígona, estrenada por una compañía universitaria malagueña [AA. VV., 1990] y que, en versión de Alfredo Castellón, fue representada también el 16 de agosto de 1992 en el Teatro Romano de Mérida [Haro Tecglen, 1997], ha interesado a muchos estudiosos de María Zambrano [Castillo, 1983a y 1983b; Jiménez Millán, 1990; Johnson, 1977; Mesa, 1990; Nieva de la Paz, 1997; Ortega Muñoz, 1990; Ragué Arias, 1993; Romero Esteo, 1985].

Para concluir, precisemos que, aunque el avance en la investigación sobre la literatura dramática de nuestro exilio republicano es muy meritorio en estos últimos años, hay todavía muchos dramaturgos que no merecen un olvido definitivo y sí, por el contrario, la atención de la crítica y de los estudiosos. Sirvan como ejemplo los nombres de Julio Alejandro, María Luisa Algarra, Amparo Alvajar, Antoniorrobles, José Ramón Arana, Santiago Arisnea Lecea, Álvaro Arauz, César Arconada, Ceferino R. Avecilla, Daniel M. Balaciart, Antonio Barrilado Medina, Jesús Basáñez, Xavier Bóveda, Paulita Brook, Luisa Carnés, Josep Carner, María José de Chopitea, Matías Conde, Edmundo Domínguez Aragonés, José Ramón Enríquez, Álvaro Fernández   —29→   Suárez, Sindulfo de la Fuente, Fernando Gaos, José García Lora, José García Pradas, Alicio Garcitoral, Sigfredo Gordón Carmona, Julián Gorkin, Cecilia G. de Guilarte, José Herrera Petere, Francisco Martínez Allende, Manuel Martínez Azaña, Paulino Masip, Juan Miguel de Mora, Cástor Narvarte, Eugenio Navas, Santiago Ontañón, Ricardo Orozco, Álvaro de Orriols, Isaac Pacheco, Isabel de Palencia, Martín Perea Romero, Alfredo Pereña, José Antonio Rial, Celso Romero Peláez, Juan Bartolomé de Roxas (José Rubia Barcia), Víctor Ruiz Añibarro, Juan Sapiña, Tomás Segovia, Luis Seoane, Paco Ignacio Taibo, Francisco Peláez Tario o Fausto Verdial. Por tanto, suma y sigue, ya que uno de los compromisos permanentes en el proceso de investigación colectiva del GEXEL consiste en historiar la escena desterrada y en analizar la Biblioteca de nuestra Literatura Dramática Exiliada.






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