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ArribaAbajoLa expresión dramatúrgica de Teresa Gracia: Vida y territorio

Virtudes Serrano


Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia


Fue sorprendente el primer contacto con la escritura dramática de Teresa Gracia, a través de los textos que se publicaron en 1992396. Una mujer exiliada daría cuenta, sin duda, de su experiencia física en tierras ajenas, mostraría sus añoranzas, sus recuerdos de lo perdido. La costumbre de ir al texto en primera instancia y, sólo después de conocerlo, a las palabras que lo presentan, motivó el inicial desconcierto. En el «Prólogo al lector» que la autora antepone a Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura y Casas Viejas, indica:

No pudo ser el exilio, para mí, añoranza de una patria en realidad desconocida. Lo que escribí desde su mismo fondo (el exilio no tiene extensión en el tiempo o en el espacio sino profundidad, como si de un subterráneo o un pozo mágico se tratara) carece de descripciones de calles, de plazas o de puertos, y de recuerdos de amigos y hasta de profesores como los que se pueden encontrar en los de los intelectuales adultos que dejaron a España en 1939.


(p. 10)                


La autora salió de España, con siete años recién cumplidos, en enero de 1939; iba con su madre y se acogió al férreo cobijo de un campo de concentración francés (Saint-Cyprien), donde entraron voluntariamente y quedaron «desmayadas más que sentadas, por el dolor, sobre las maletas».   —380→   Los ojos infantiles captaron entonces unas imágenes, los miembros cansados experimentaron unas sensaciones, la mente creó un imaginario donde realidad y fantasía concurrieron para configurar una pesadilla de pasado que surge a retazos en boca de sus personajes o se delimita en el espacio onírico en el que los mueve.

El teatro de Teresa Gracia que conozco expresa más que comunica. Desde la profundidad de su lejano recuerdo de sucesos, unas veces vividos, otras referidos, extrae retazos de experiencia distorsionados por la lejanía, deformados por una mirada interior que evoca desde la madurez una infancia plagada de terribles sorpresas: «A empujones acabaron los piadosos gendarmes por internarnos en Saint-Cyprien, y caímos en unos pocos metros de arena negra y mojada» (p. 11), y María Teresa, la niña-personaje de Las republicanas, avisa: «Mamá, ése es un gendarme que nos va empujando. Nos hemos quedado las últimas»397; visiones fantasmagóricas («Yo vi, en mi niñez, los inmensos cementerios que rodeaban los campos [...]. Inmensos campos de cruces de madera, bastante pequeñas», pp. 10 y 11) poblaron sus sueños infantiles y reaparecen en la lejanía de sus evocaciones dramáticas. Angustias, otro personaje de la misma pieza, trasunto en la ficción de la madre de la autora, relata al llegar al campo de concentración: «Eran los últimos kilómetros todo un cementerio de crucecitas blancas, muy ligeritas; más no se necesitaba para prender en la tierra a uno de los nuestros [...]. No sabía qué decirle a la niña, si los habían matado o los habían puesto a morir».

De toda esta confusa realidad vivida, para Teresa Gracia el verdadero exilio se encontraba en la lejanía lingüística. A fin de salvaguardar su derecho a lo vernáculo tomó una decisión: «Recorrer las fronteras de mi idioma, día y noche, como una rata enjaulada, en el loco intento de defenderla de las miles de palabras francesas que la rodeaban» (p. 12). De esa forma, llega a afirmar: «Logré vivir en el centro de mi patria (la lengua)». Este afán pondrá en boca de Pura (personaje central de Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura) el grito revolucionario de «En nombre del abecedario, ¡protesto!»; pero el exilio territorial se cobró un alto tributo: «Me quedé sin refranes, sin modismos, sin soltura estudiantil y sin los chistes de toda una época. Tuve que limitarme a la lengua que no varía, la de la poesía» (p. 12).

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La lengua, ese territorio del que no quiere ser expatriada, le deparaba, sin embargo, algunas sorpresas. La primera de ellas fue advertir «que podía haber una forma de hablar el castellano arrogante y despreocupada (¿el habla de los vencedores?)». Sucedió cuando vio en Toulouse a tres hombres vestidos de azul, jóvenes pertenecientes a la División Azul. El hecho quedó grabado en su memoria y resurge dramatizado en Las republicanas. Después, ya de vuelta de su exilio geográfico, confiesa: «Se me hace a veces difícil leer a un poeta español de ahora, o a un dramaturgo, pues por su idioma han pasado cuarenta o cincuenta años suavemente» (p. 13).

Una de las claves del lenguaje verbal de sus personajes dramáticos será precisamente el empleo de la lengua invariable de la poesía, aquella capaz de sobrevivir a la invasión extranjera: «...Todas esas palabras a que se aferran como a una tabla de salvación que flotase por los aires a la altura de la boca, esos débiles cuerpos, presos de los franceses, bañados por entero en un idioma extranjero...»398. La lengua poética actúa como apoyo de las historias, de la explicación de las situaciones, de la configuración de los personajes. Los tonos empleados evocan a los clásicos auriseculares pero también el lenguaje distorsionado propio de las vanguardias poéticas del primer tercio del siglo XX. El universo dramático de sus piezas se desplaza desde la realidad de los sucesos a la incomprensible expresión de la imagen onírica de donde fluyen sus recuerdos. Las nociones de tiempo y espacio se ven afectadas igualmente por esta misma situación de destierro, de paso fronterizo entre lo vivido y lo soñado o, mejor, entre la objetiva referencia histórica y situacional y su reflejo tamizado por la percepción en lejanía.

El título de su obra Casas Viejas posee un referente real. El suceso tuvo lugar en el pueblecito gaditano que da nombre a la pieza, el 11 de enero de 1933, cuando un grupo de tres hombres, dos mujeres y un chico, capitaneados por un militante libertario (Curro Cruz) apodado «Seisdedos», ofrecieron resistencia a las fuerzas de la guardia civil y a los guardias de asalto que los sitiaban. La orden que habían recibido, según informa la prensa del día 13, fue: «Ni heridos ni prisioneros». Como los campesinos no cedían, se procedió finalmente a incendiar la choza donde se habían hecho fuertes. Sólo se salvaron una mujer y un muchacho; un hombre y una mujer cayeron víctimas de los disparos al intentar escapar, mientras que el resto murió en el incendio.

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«De Casas Viejas había oído hablar en mi niñez, pocos años después de los acontecimientos», comenta la autora en el prólogo citado (pp. 14-15). Y explica el suceso desde la imagen que la infancia le dejó impresa, como «una tragedia religiosa en que Dios era la tierra y no tenía, por consiguiente, bolsillos para guardar dinero». En 1973 escribe Teresa Gracia su obra, y confiesa que lo hace «meditando de antemano las palabras de uno de mis personajes ('juntos, vivos y muertos, constituimos la entera población')» (p. 15).

La complicidad con sus seres de ficción que denotan las palabras anteriormente transcritas nos lleva a considerar uno de los rasgos de lo que podíamos denominar su teoría dramatúrgica, condensada, asimismo, en el prólogo que estamos comentando, y que afecta a la construcción de los pobladores de su teatro. Este rasgo es el de la autonomía con relación a su creadora y, paradójicamente, la dependencia que ella muestra cuando habla de sus criaturas. La actitud, claro está, no es nueva. Las vanguardias de principio de nuestro siglo crearon ya la confusión de categorías, y creador y criatura pasaron a ocupar un mismo nivel, cuando no superaba el ser ficticio al que había sido su progenitor. En el caso de Teresa Gracia y sus personajes, la autora declara mantener con ellos una simbiosis que la convierte en «un simple recinto cargado de múltiples microbios, donde resuenan otras voces». Pero reconoce también haber dejado algo de sí en todos y cada uno de ellos; al comentar su relación con los personajes de La señorita Pura, explica cómo se ve representada en cada uno de ellos: «Creía sentirme [...] muy cerca de Rosa, el personaje más joven y desvalido. Después vi que era también mía la incapacidad de Pura para vivir en el presente y que quizás también llevaba en las manos los callos del 'chico de la pancarta'».

No obstante esta relación, la escritora denuncia el comportamiento rebelde de aquellos a quienes ha creado: «Ninguno de mis personajes ha querido escribir este prólogo en mi lugar, por mucho que les suplicase a todos me devolviesen la gota de tinta tibia al haber estado en su boca, que les hubiere sobrado». En otro momento se lamenta de la prolongada ausencia de personajes dramáticos que se presten a encarnar sus historias, aunque mientras los espera «me recibo a mí misma, [...] y de esos aburridos encuentros nacen poemas que lanzo a la calle desde una ventana, con la esperanza de que en alguno de ellos se pose el leve pie de un personaje de comedia o tragedia» (p. 16). Si se observa el sistema expresivo que personajes y autora manejan en los textos dramáticos a la luz de esta confidencia, es fácil advertir que todos ellos trasladan al teatro esos poemas lanzados a la calle y adheridos a sus pies.

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Otros caracteres dramatúrgicos esboza asimismo en estas breves páginas cuando explica con evidente tono lírico por qué no incluye dramatis personae en sus textos:

No porque no sepa contar, que aprendí las cuatro reglas, sino que viéndome en disposición de escribir una comedia porque alguien hubiera llamado al recinto ideal en que milagrosamente y contra mi voluntad yo misma me hallaba, y entraba en él solo o acompañado al mismo tiempo que otro se iba o se ponía a hablar con sus amigos o con el visitante principal hasta que desaparecían todos después de haberse dicho unos a otros maldades, que, de haber sido ellos hijos míos no les hubiera permitido pero también palabras cargadas de belleza que alegraban mi viejo y joven corazón, nunca recordaba yo quiénes habían entrado en el lugar ni cuántos habían sido.


(p. 9)                


Otro motivo es que al reunirse los personajes nunca se puede saber si ha llegado alguno más «que permanece invisible para mí pero no para sus compañeros». Con relación al espectador, considera inútil el proporcionarle una lista de nombres porque «el espectador no se da cuenta de cuántos amigos han ido a reunirse a esa extraña habitación de la que él constituye, con sus congéneres, la cuarta pared» (p. 9). Asimismo prefiere mantenerlo a distancia, concediéndole, indica, como nuestros clásicos hacían, «la función de juez».

La escritura dramática de Teresa Gracia oscila de lo objetivo de los referentes en los que fundamenta sus historias, al subjetivismo profundo de la estética con la que se expresa y su yo protagonizador que impregna a los personajes399, creando un universo dramático atípico en su constitución y diferente de las dramaturgias de los años en los que elabora sus primeros textos teatrales, que vienen a coincidir con la generación de autores del 68, a los que se denominó «Nuevo teatro español». A esta etapa pertenecen Las republicanas, Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura y Casas Viejas400.

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Las republicanas

Aunque, como hemos indicado, todas las obras contienen en el argumento vivencias de la autora y, en los personajes, rasgos de su personalidad, Las republicanas es la pieza que recoge sus experiencias de niña exiliada en el campo de concentración francés. Quizás la elección del tema haya hecho que este texto, con participar de los matices estéticos comentados mediante los que la realidad llega a través de complicadas imágenes y difíciles expresiones poéticas, presente mayor precisión en los elementos localizadores de índole dramatúrgica. Por ejemplo, la pieza está precisada mediante un título que concreta la tipología de sus personajes (Las republicanas): mujeres, pertenecientes al bando de los perdedores; y el plural está informando del carácter colectivo que este protagonismo posee. La presencia del nombre propio que precede a los personajes que hablan en el drama no saca a éstos, por fácil que sea individualizarlos (María Teresa), del grupo de las víctimas del destino común donde la autora los ha incluido desde el comienzo.

Antes de iniciarse el diálogo en esta pieza, una acotación objetiviza tiempo y espacio: «La acción se desenvuelve en un campo de concentración francés [...] poco después de la guerra civil, delante del mar» (p. 91). En la nota aclaratoria del título, la autora había expresado el género de su pieza («tragedia») y había facilitado las claves del nivel simbólico en el que depositará su expresión dramática: «El público [«la representación es para peces y navegantes», había indicado] recibe las palabras de los peces que se quieran ahogar sacando la cabeza al aire». Avisa de cierto engaño a los ojos que se puede producir en la recepción: «Aunque a menudo se equivoquen y pongan en labios de una lo que otra pronunció». Esta aclaración enlaza con la relación autora-personajes que describió en el prólogo de las otras dos piezas: «Un escritor no podría presentarse con el nombre de uno de sus personajes porque va cambiando de identidad con cada uno de ellos y los quiere a todos por igual». Si en La señorita Pura su voz se escucha a través de Rosa, de Pura y del chico, aquí se diversifica en las distintas voces que defienden la lengua frente a la invasión del francés:

UNA VOZ.-   (Creemos que es Micaela.)  Una cosa es poseer una lengua muerta y otra que la matemos. [...] Advierto, por si aquí algunas se las dan de cultas, que conmigo estos jueguecitos no prenden: el francés que lo hablen ellos... EL FRANCÉS, ¡PA LOS FRANCESES!

MARQUESA.-  Quería daros a entender que, de ahora en adelante, habrá que hablar nuestro desterrado idioma como desenterrándolo...

UNA MUJER.-  ¿Me tendrá que hacer de pala la lengua?

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OTRA MUJER.-  ¡Ay, duro exilio! Te han ido arrancando del silencio, mientras eras niño... con sangre entraba la letra y ahora con sangre sale...

MICAELA.-  [...]. La lengua que hablo la tengo metida tan dentro de mí, y tan cerca de la boca está, que me duele a español el aliento.


(p. 92)                


Todas y cada una de ellas cuentan las experiencias del campo y, por supuesto, la de María Teresa, personaje que focaliza la acción, porque, como trasunto de la autora y de su vivencia infantil, soporta la trágica peripecia que la llevará a buscarse:

VIEJA.-  ¡Detente!

MARÍA TERESA.-  ¿Quién eres tú? Me está llamando quien seré dentro de dos años y ¿quieres que no acuda? ¿No soy ya madre de la que he de ser, seré un día? ¿Del adulto que me espera? ¿Me puedes dar órdenes a mí que siendo niña tengo ya a una hija de veinte años? Ya la veréis un día. Necesito mucho tiempo para ir haciéndola, toda por dentro...


(p. 103)                


La pieza está dividida en cuatro partes. En la primera van apareciendo los distintos personajes; ofrece un panorama general de la situación del campo de concentración y retazos de vida y palabra de sus ocupantes. La segunda se encuentra precedida de un título («Velorio ante el mar por los novios muertos ahogados») que singulariza un suceso luctuoso, para pasar después a describir una anécdota referida también por la autora en el citado prólogo; la prohibición de las misas a causa de las alteraciones emotivas producidas por el momentáneo encuentro de hombres y mujeres durante la celebración: «La emoción del encuentro juntaba de tal modo a las familias, que, desaparecido el párroco, los gendarmes separaban a empujones y golpes a los feligreses abrazados para mantenerlos en los campos respectivos. Fueron prohibidas las misas al fin» (p. 14).

«Campo de concentración» objetiviza el elemento temático que se desarrolla en la tercera parte, y «La metamorfosis» es el título de la cuarta y última, centrada sobre todo en el personaje de María Teresa. La conclusión de este «poema dramático», puesta en boca de Mercedes, constituye un mensaje de solidaridad y confianza: «Porque entre todos nosotros hemos de llevar una cosa en los hombros que es nuestro país, que no pesa, salvo a medida que va pasando el tiempo, contra cuya plomiza acción siempre tenemos el recurso de meternos debajo de la tierra»; y al otro personaje:   —386→   «¿Y si se me desploma encima?», ella responde: «Otro vendrá a prestar el hombro» (p. 104).




Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura

Refleja el tema del desengaño ante las ideologías. La contradicción entre las grandes palabras y las acciones ruines se expresa a través del discurso de El Líder: «Yo soy el poeta armado que de niño le daba la mano a un grillo en vez de orinar en su agujero. Se me escapó. Tendría grillos en la cabeza. Ahora soy el profeta de seis dedos, los míos, el del revólver que mata ideas con su índice de hierro y alimenta ideales en la palma de la mano» (p. 68).

El argumento se concentra en torno a la figura de Pura, representante de la autora y de sus recuerdos aunque, como se ha analizado, ella está también en el resto de los personajes. Con Pura recorre el receptor un doble camino: la vertiente que remite a experiencias de la infancia de la escritora en el exilio («Ayer, ayer... ¡Cómo corrían las nubes, huyendo de España... [...] Allá en las doradas arenas de la bermeja costa francesa donde a cientos de miles multiplicados por sus penas mirábamos los españoles el mar...», p. 35) y la que desemboca en el desencanto producido por el fracaso de las expectativas despertadas sobre la coherencia y la legitimidad de los conceptos revolucionarios. Sin embargo, los contenidos se diluyen por efecto de la estética que ha sido descrita, impregnada de un indudable regusto neovanguardista; por un cierto expresionismo que estiliza y deforma el perfil de los personajes y por las técnicas del absurdo y el surrealismo que dan soporte a su sistema expresivo: «¡Otra vez! Mis creencias han formado en mí un depósito calcáreo entreverado. Daré el blanco pulmón, irrigaré mi tez caliza a vena suelta, pero no me arrancarán un consentimiento» (p. 54).

La lucha por conservar el territorio de la lengua la llevan a cabo también los personajes de esta pieza. Pura es el punto de confluencia, pero todos se aúnan en la reafirmación del idioma; Luis gritará: «En nombre del diccionario, protesto». Como en Las republicanas, las rupturas de sistema («a vena suelta»), las imágenes irracionales («Ayer ayudé a una mosca a lavarse de la forma más sencilla: la puse a pasear por un ojo mío hasta que ella sola produjo una lágrima en la que pudo tomar un baño vivificador», p. 53), los juegos con la gramática, configuran el sistema expresivo:

EL LÍDER.-  Trátame de tú.

SEVERO.-  A mí de tuyo. [...] ¡Que no se reparta el ! El tú es tan mío como el yo...


(p. 68)                


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Pura, a pesar de su edad, transporta en su personalidad dramática una parte de la autora; Rosa, la joven que se presenta a ofrecerle sus servicios y Luis-El joven de la pancarta, también están formados de la misma sustancia y soportan la condición de víctimas. Junto a ellos, Severo, y enfrente, El Líder. Un factor determinante en el discurso de estos personajes es el tiempo (en realidad este elemento es sustancial en las tres obras analizadas). Su importancia viene expresada desde el mismo título de la obra, en el que se enlazan tres nociones temporales («mañana», «tarde», «vida»). Los personajes desarrollan otras a partir de su discurso. A la precisión de Severo de «Están dando las nueve», sucede el comentario sobre la temporalidad: «Serán las nueve en punto cuando dejen de dar». Pura considera que debe ser pagada en tiempo: «Mi salario, que yo lo hago en horas». Y se niega a aceptar «dinero por tiempo» (p. 20). Se concreta un momento de conflicto político-laboral: «En 1919 se le arranca al contubernio del tiempo con la patronal la semana de cuarenta horas» (p. 22). El Líder aludirá al «TIEMPO», como «divisa extranjera»; existe, como se ha indicado, un pasado rememorado y condicionante, el que procede de las vivencias infantiles de la dramaturga, con las que impregna el recuerdo de sus personajes.

Rosa le propondrá a Pura lanzarse «juntas a la aventura, a los tiempos que aún no se han distribuido, al porvenir», pero Pura prefiere vivir en el presente: «me siento como casada con el día», dice. El contraste entre el pasado (vejez, Pura) y futuro (juventud, Rosa) lo expresa el personaje de la chica cuando ofrece:

ROSA.-   Señorita, le doy... años de compañía. A mí me sobran todos los que aún no tengo. A usted le faltan todos los que ya no podrá tener y en cuanto a los que fueron suyos, se han ido los ingratos abandonándola a usted... cuando más falta le hacían... Ni sus 13, ni sus 25 años, por lo que veo se han quedado con usted. Es más, si se descuida, se le irá hasta el día. Así que le propongo un cambio, un reparto...


(p. 52)                


Sin embargo, será ella la que, junto con Luis, el joven sacrificado a las leyes del más fuerte, quedará sin tiempo:

ROSA.-  [...] ¡Luis! Sólo tuvimos cinco minutos para fijarnos el uno en el otro. Yo tenía cinco meses y seis días más que tú. Adiós, hasta la vista, que no me apunten horas.  (Cae muerta al lado de Luis.) 


(p. 72)                


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La mezcla de realidad y ficción propia de los mundos oníricos y subconscientes se advierte de forma peculiar en la alusión a los espacios. Unas veces son referenciales: «En la oficina». En otros, un personaje puede quitarle «a Pura suavemente el alma». Hay alguno desde el que surge el grito de «un ángel caído con cuya peluca se ha quedado El Líder». Se adivinan espacios interiores (Pura), callejeros (el de El Joven con la pancarta), oficiales (el de los discursos), etc.; pero todo está tamizado por la visión caótica de un universo en conflicto de actuaciones, ideas y lenguas.




Casas viejas

En Casas Viejas la palabra, en boca de su personaje Seisdedos, se convierte en vida, en verdad, en libertad: «Me enterraron consumido, pero afuera quedaba lo que nadie me pudo herir en vida ni quitar en muerte, lo que más vivo tenía, sigo teniendo y tendré: ¡la voz!» (p. 76). La pieza recoge el suceso antes referido de 1933. Desde esta perspectiva se coloca dentro de un amplio marco en el que se inscribe la denominación teatro histórico, como rememoración o recuperación para la escena de un suceso que tuvo lugar tiempo atrás. Desde este prisma, Las republicanas se encuentra dentro de la modalidad aludida por ser «la restitución a la historia de las historias propias expulsadas»401 y a ella pertenece igualmente La señorita Pura que, a pesar de ser una historia ficticia, se nutre de vivencias autobiográficas (historia). No obstante, es Casas Viejas la pieza que mejor se ajusta al canon del subgénero que toma la historia como fuente de inspiración. Ello no impide que la autora haga uso de un sistema de expresión lingüística para sus personajes de características semejantes a las descritas para las otras dos piezas, aunque jalonan el texto elementos distanciadores de valor referencial, como el de la precisa localización histórica, que el personaje central realiza al comienzo:

Soy Seisdedos, el de la choza. Casas Viejas, mi pueblo. El tiempo se acerca con todos nosotros al año 1933. El 12 de enero me dejó solo y siguió adelante su camino.

De mí se decía que era buen hombre y trabajador.


(p. 77)                


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o la índole histórica de algunos; es el caso del político Durruti o del propio Seisdedos.

Desde el punto de vista de su composición dramatúrgica, el subtítulo califica esta pieza de «tragedia gótica y campesina». El primer término se justifica por el suceso cruento, el final luctuoso y una cierta forma de hado perseguidor de los pobres e idealistas. Desde la perspectiva de la clase social de sus personajes y la ubicación del conflicto en un marco rural se explica el adjetivo «campesina»; sin embargo, hay que añadir aún la presencia de elementos habituales en el drama rural y en algunos dramas sociales, como son la trama amorosa entre los jóvenes y la acción del poderoso contra los habitantes del entorno campesino, con la consiguiente ruptura del equilibrio de la vida de éstos. El concepto «gótica» puede entenderse en el sentido que describe Seisdedos, al dirigirse al público al comienzo de la primera parte, pero también en el sentido de relato terrorífico, si atendemos a la situación y el aspecto de este personaje presentador (Seisdedos aparece quemado), al terror que sufren los asediados en la choza y, sobre todo, a la vivencia de ultratumba que por la presencia del personaje sufre el receptor.

La pieza se estructura en las tres partes clásicas. En la primera se plantea el conflicto en sus dos dimensiones: la política y la amorosa; en la segunda, ambas se desarrollan. La propuesta política da origen a la represión. Entretanto, Antonio, el galán, políticamente indeciso, que pretende a María Silva (Libertaria), se une a ella contra el opresor. En su entereza y resolución, María se acerca a la fuerza de algunas heroínas de ascendencia clásica, capaces de darse a sus ideales. La tercera y última parte contiene la catástrofe para los personajes; con relación al espectador, se completa en ella el proceso de implicación que diera comienzo en el momento inicial del drama con el parlamento de Seisdedos.

Uno de los aspectos más destacables de la técnica empleada por la autora en este texto es precisamente el de la alternancia implicación-distancia que efectúa con el espectador. Desde el momento en que Seisdedos sale a escena, apela a un hipotético público; justifica el título, habla de su situación («Mis carnes divididas entre el fuego y la muerte») y de sus caracteres («Mi voz refractaria»); sin embargo, el receptor no tendrá perfecta idea de todo ello hasta que el personaje no aparezca revestido con su sobrecogedor aspecto final («De incendiado, con tiras de ropa quemada pegadas a la piel»), y lo explique en toda su crudeza dirigiéndose al público: «No quiero, porque soy piadoso, haceros oír aquí nuestros gritos y daros a oler nuestro olor. Las llamas lamían nuestras heridas por bala y nos secaban la sangre que caía» (p. 121). La distancia procede de las rupturas actualizadoras   —390→   y de la cobertura poética del lenguaje. La participación se consigue mediante la metateatralidad y por la focalización de que es objeto el receptor, quien recibe la información de la reencarnación escénica del personaje torturado del que ha recibido, incluso, la posibilidad de ver a los demás seres que han dado vida a la historia dramática: «Mi mujer había muerto desde hacía ya muchos años, pero yo la seguí teniendo a mi lado y por eso la habéis visto» (p. 121).

Teresa Gracia compone desde la lejanía del recuerdo, esta vez de lo referido («De Casas Viejas había oído hablar en mi niñez»). Pero la obra, aunque posee evidentes rasgos autobiográficos (la pervivencia de la palabra es uno de ellos), al estar basada en un suceso ajeno a su experiencia directa se aleja algo de la sustancia lírica que domina las otras dos y se adentra más en los territorios del drama. Particular interés posee su reflexión metateatral sobre la condición del teatro como lugar «donde sólo los muertos pueden hablar para que escuchéis los vivos» y como «el único sitio donde la vida se cambia en muerte y la muerte en vida, y donde sólo pueden venir a exponerse las vidas amenazadas» (pp. 103 y 105).

Un complejo e interesante tratamiento del tiempo de la historia y de las historias; diversas influencias y homenajes que van desde los clásicos españoles del Siglo de Oro (sirvan como ejemplo el alegato contra el dinero -«¿No veis cómo se le rinden todas las maravillas?»- o el eco de las acusaciones de Laurencia en las de Seisdedos al público -«¡Sangre de horchata tenéis, y corazón de azúcar!»-), hasta el recuerdo de los personajes metateatrales de las vanguardias y de sus intentos de sacar al público del cómodo anonimato pasivo que le ofrece la sala, salpican la composición de esta pieza que comparte también con el teatro histórico su temporalidad mediadora, en la medida en que declara poseer la intención de intranquilizar las conciencias de los posibles receptores.

Al recuperar la obra dramática de Teresa Gracia se rellena un hueco en el panorama de nuestra cultura y se proyecta una nueva mirada sobre la historia que nos ha precedido. Es nuestro deseo que esta breve aproximación a algunos de sus textos teatrales contribuya a colocar a la autora y a su obra en el lugar que les corresponde, el de la dramaturgia en lengua castellana, y a hacer posible por ello que ambas (autora y obra) se instalen en el territorio perdido.





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ArribaAbajoSender: Novela y teatro

Gregorio Torres Nebrera


Universidad de Extremadura



1. Sender novelista y dramaturgo: los vasos comunicantes

Con algún esporádico adelanto en la República y en la Guerra Civil, y sobre todo con una gran preocupación por difundir entre nosotros las ideas piscatorianas del teatro político (ahí están sus interesantísimos artículos que compusieron el libro Teatro de masas en 1932, amén de otros varios no recogidos en libro y que atienden a diversos aspectos, como el teatro mexicano, el teatro soviético o el teatro español de su tiempo, con algún comentario concreto sobre la obra lorquiana Yerma, publicado en La Libertad del 5 de enero de 1935), Sender acabó alcanzando un papel de cierta importancia en el teatro español del exilio, al sumar a sus muchas novelas una media docena de obras teatrales. Pero estas obras, teniendo en cuenta la marcada dedicación del escritor a la narrativa, se perfilan en ocasiones con una particularidad que es la que voy a comentar en el presente trabajo: son textos dramáticos breves que se inscriben desde un principio o acaban insertándose en el interior de novelas, procurando establecer lógicamente una interrelación entre el texto teatral y el texto novelístico que le sirve de marco estructural. Así pasa, como enseguida mostraré, en una de sus Tres novelas teresianas, en El pez de oro y En la vida de Ignacio Morel. Un modo de tratar sus textos que ha sido comentado por algún autor moderno, como Ignacio Martínez de Pisón, que (a propósito de uno de estos trasvases curiosos que enseguida comentaré) habla de «ese vicio de Sender [...] esa afición suya por readaptar, fundir y reformar sus propias obras»402.

Y hasta tal punto al autor aragonés le complace la fórmula, que en otras tres ocasiones efectúa una combinación algo distinta: redacta de   —392→   nuevo en forma de relatos textos anteriores escritos inicialmente como obras teatrales: así ocurre con la «pieza de urgencia» La llave (que se representó en una sesión de teatro de guerra, junto con otros dos títulos de Dieste y de Alberti) y con la titulada La fotografía, y, de forma más especial, con la conversión de la obra Hernán Cortés en la novela dialogada Jubileo en el Zócalo. Sólo me ocuparé en esta ocasión (en lo referente a esa segunda «manera») del segundo ejemplo citado, además de analizar las otras tres piezas incluidas en las respectivas novelas mencionadas. El relato La llave merecería la pena conectarlo y compararlo con el original de la pieza corta -bastante difícil de localizar, al parecer, incluida la versión inglesa de la misma, The Key403-, y que además de incluirse, convertida ya en cuento, en el mismo volumen de 1960 en el que se editó el relato La fotografía de aniversario (vide más adelante), se recogió y desarrolló en la segunda mitad (capítulos VII a XII) de la «tardía» reescritura de La saga de los suburbios (Bajo el signo de Escorpión)404. Y debe quedar para otra ocasión el sugerente análisis comparativo entre Hernán Cortés y Jubileo en el Zócalo. Sólo recordaré aquí y ahora que la pieza histórica (México, Quetzal, 1940), inspirada en la Crónica de Díaz del Castillo, se reelabora en la novela de 1964, en la que doce de sus veintinueve capítulos -los que figuran en posición par- corresponden a escenas de una representación teatral que se realiza ante Cortés y los suyos, en la gran plaza del Zócalo de la antigua capital azteca, con motivo de la celebración («jubileo») de las paces entre España y Francia, quince años después de la Conquista: esa representación no es sino la misma pieza -en lo esencial, pero con no pocas variantes, supresiones y añadidos, desde luego- con la que Sender había casi inaugurado su literatura de exilio. Es un asunto que da para mucho, y que tengo proyectado tratar en próxima ocasión.



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2. Teresa de Cepeda asiste a un auto sacramental

Fue la figura de Teresa de Jesús uno de los primeros asuntos que Sender se inclinó a novelizar y desde luego la primera dentro de la faceta de relatos históricos que practicó con alguna frecuencia. Libre interpretación, pero respetuosa con la biografía oficial de la santa, de algunos momentos de la vida de Teresa fue la materia de su temprano libro El verbo se hizo sexo (1931), que luego reescribió con algunos añadidos y no pocas supresiones en otro libro ya del dilatado periodo de exilio, Tres novelas teresianas (1967). En la primera de ellas, La puerta grande405, Sender reconstruye a su modo (y por supuesto tomando pie en la Vida de la santa, capítulos cuarto y quinto) un episodio de la juventud de Teresa, cuando la muchacha duda entre los deliquios del amor humano y la llamada del amor divino, cuando empieza a conocer la dulzura y el amargor de la vida conventual (todavía como etapa de educación de muchacha cristiana, sin pensar en los votos monjiles) y cuando una grave enfermedad la devuelve, para su restablecimiento, al pueblecito castellano de Becedas, al amparo de unos familiares cercanos, para someterse al tratamiento de una curandera, y en donde tiene ocasión de conocer a dos personajes harto curiosos (y esto ya forma parte de las novedades parciales de la segunda versión frente a lo que ofrecía la primera): el sacerdote don Lope (que sí figura en El verbo se hizo sexo, pues ya lo menciona, aunque sin nombre, la santa en su autobiografía), pecador de la carne, y un extraño y algo extravagante anciano que se hacía llamar don Quijote (aparición metaliteraria que naturalmente faltaba en el texto del 31). Al primero le añade ahora Sender su prurito de escritor, que había cuajado en la redacción de un auto en versos latinos que habría de representarse en la fiesta del Corpus, si bien traducido al castellano, descabalgado a prosa corriente y moliente, e interpretado en el atrio de la parroquia por las propias gentes del pueblo. A ese auto, de idéntico título al de la novelita, asistimos junto con la futura santa, su familia y el Caballero de la Triste Figura en un paradigmático ejemplo de pieza teatral inserta en un relato406.

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Sender ha imaginado una pieza de asunto bíblico, al modo barroco, a través de su autor vicario, el sacerdote pesimista ante el mundo que es el padre Lope, enfermo de muerte407 y que no ha procurado en su auto sino escenificar el símbolo de la «puerta grande» que «fue su obsesión hasta el final». Para ello se recurre al pasaje bíblico de la destrucción de Sodoma, del ultimátum que Jehová dicta al pueblo pecador a través del hombre justo Lot y la soberbia de su mujer408, que acabó convertida en estatua de sal (ella que gustaba definirse como «la sal de la tierra»)409.

Un misterioso personaje que ostenta marcada joroba, del que se dice que pertenece a la marginada secta samaritana, ha llegado a casa de Lot para pedir auxilio porque ha sido perseguido por sodomitas que exigen su entrega. Lot intenta protegerlo pese a los consejos contrarios de su esposa y del Jerarca, que pretende imponer su orgullo de casta y sus maneras autoritarias. De pronto el jorobado se desprende del manto que lo cubre y aparece debajo del tosco sayal un hermoso ángel anunciador de la justicia divina sobre Sodoma y de la intención de salvar a Lot y a los suyos. Hasta aquí Sender sigue con bastante fidelidad lo relatado en el Génesis, 19, y se separa de la fuente justamente al final del texto, cuando enlaza con otro referente distinto, como podría ser Calderón y el auto Los encantos de la culpa (antes encontramos el mismo recurso en una de las farsas procedentes del Códice de autos viejos), pues, como en dicho auto calderoniano, Sender hace comparecer en escena a los cinco sentidos del hombre, fuera de él mismo, convertidos   —395→   en personajes que llevan por cara sendas caretas que representan iconos simbólicos de tales sentidos: una gran oreja para el oído, un enorme ojo para la vista, etc.410. Pero ¿qué significado tiene el título de la pieza La puerta grande? Se trata de una imagen que impacta la potente imaginación de la santa desde el comienzo de la «primera novela», cuando escuchó en la homilía de la catedral a un sacerdote que distinguía entre la puerta grande de la sensualidad y del pecado, por la que tan fácil era pasar, y la «puerta estrecha», la de la virtud, tan difícil de atravesar, pero tras la cual estaba el premio de la beatitud y la salvación eterna. Y luego recuerda la misma imagen en sus conversaciones con el sacerdote, que lleva en sí el anuncio del pecado, de la muerte y de la aniquilación, como una Sodoma en pie. Don Lope afirma que la vida en la que tanto ha creído antes la siente como una inevitable destrucción -de ahí el motivo bíblico que elige para su auto- y siente por ello que la vida propia y ajena -la de cuanto le rodea, incluida la de la joven Teresa- es su agonía, porque ante todo el buen don Lope ya había perdido toda fe y toda esperanza: un total desahuciado corporal y espiritual. Don Lope es -a juicio de Sender- una víctima del hechizo de mujer, iniciando así el motivo de una cierta misoginia que abarca como denominador común todas las piezas examinadas en este artículo sobre una parte de la dramaturgia senderiana. Y enuncia el personaje, entre sus razonamientos, la metáfora que persigue ilustrar en el auto que se ha propuesto escribir: «La necesidad de hacer el mal gozosamente yendo a las cosas por la puerta grande, la puerta de la voluptuosidad» (p. 50). Por ello los cinco sentidos que acompañan y ayudan al Ángel en su misión protectora de Lot y los suyos, y a la vez anunciadora de la tragedia que borrará Sodoma de la faz de la tierra, no ofrecen otra piedad que la muerte, porque esa muerte es el reverso inevitable (parte posterior del disfraz de todos y cada uno de los cinco actores que salen a escena vestidos de los respectivos sentidos) del goce mundano de esos sentidos: los cinco sentidos, como en Calderón y como en Alberti, son los diversos caminos que nos conducen cuesta abajo -fácilmente- hacia esa puerta grande411. Son los mejores aliados de la Tentación.

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Una peculiaridad interesante de la pieza, sólo posible desde su imbricación en un relato que le sirve de marco, es la de permitirnos asistir simultáneamente a dos espectáculos, el de la misma representación del auto de don Lope y el que están interpretando -con sus risas, sus emociones, sus deseos de implicarse en los entresijos de la representación en tanto que fingimiento- los espectadores del pueblo: dos frentes que el narrador sabe atender muy bien en unas acotaciones que se abren en abanico para ser, además de acotaciones convencionales para el movimiento escénico, relato de la simultánea recepción de la representación. Así, por ejemplo, la larga acotación que casi ocupa entera la página 89, en la que Sender utiliza la primera mitad para describir el vestido y la apariencia de los cinco personajes que encarnan a los cinco sentidos, y la segunda mitad para apercibirnos de la expectación y malsana curiosidad que suscita en el atento y concurrido auditorio la aparición de tan extrañas figuras, sobre todo porque al ir cubiertas sus caras con las máscaras alusivas a los sentidos que representan, «los campesinos de Becedas no podían ver quiénes eran aquellos convecinos suyos y eso les excitaba su curiosidad». Como el conocer a un actor aficionado concreto por debajo del disfraz del personaje que encarna conlleva una mirada distanciada, e incluso hilarante, sobre la escena: así ocurre con la figura del Jerarca, que ha de aparecer como abusivamente engreído, y en definitiva resulta de lo más ridiculizado, porque los aldeanos asistentes a la función litúrgico-teatral han identificado al odioso personaje con un burlesco vecino de Becedas: «Entre el público de campesinos y pastores la canción ha levantado risas. El que hacía el papel de Jerarca había sido siempre tomado a broma en la aldea» (p. 80). Por cierto que este personaje (que falta totalmente en la fuente bíblica, y es por tanto el hallazgo teatral más significativo de la pieza) evoluciona desde su presencia y comportamiento, entre fachendoso y esperpentizante, a un convencido de la justicia divina, cuando el Extranjero (Ángel) le ciega para que vea profundamente en su interior. Es el poder de la mirada, que tendrá gran importancia en la pieza siguiente: «No molesten al Extranjero, que yo respondo de que es un verdadero mensajero de Jehová. El averiguarlo me ha costado la luz de los ojos» (p. 85).




3. Dos (o tres) enfoques para una fotografía de aniversario

La pieza titulada La fotografía, que su autor calificó de «comedieta», se publicó en el número 60 de la muy importante revista mexicana Cuadernos Americanos (septiembre-diciembre de 1951, pp. 276-293). Su argumento   —397→   se centra en un tema muy querido para Sender cual es el de la culpa y su expiación, que en este caso se resuelve en el diálogo confesional entre dos esposos -Teodosio y Rosario- el día de su vigésimo aniversario de casados. El marido se precia de ser un fotógrafo artístico que se afana en captar con el objetivo de su cámara las almas, los auténticos interiores de sus fotografiados, por lo que ese día no encuentra ocasión propicia para retratar a su mujer, porque intuye que la persona que tiene delante del objetivo ofrece una personalidad afectada, disfrazada, enfatizada, hipócrita: falsa y vacía, dicho en dos palabras. Toda la pieza, pues, gira en torno a la tensión dialéctica entre los esposos hasta el momento final en que, habiendo aflorado buena parte de la verdad oculta (que el lector-espectador tiene que aquilatar del todo para sí, pues se desvela tan sólo a medias palabras, con la sugerencia más que con la evidencia), es posible ya hacer esa fotografía, o sea, es posible proceder a radiografiar la verdad que corre por debajo de las apariencias más convencionales. Por ello el marido se empeña en que la mujer se vaya despojando de una serie de elementos externos -las joyas, las ondas del peinado, la expresión demasiado afectada- que le vayan acercando hacia la verdad que le preocupa y que pretende descubrir con su objetivo, sobre todo el espinoso asunto de la fidelidad o infidelidad de la esposa.

Paralelamente a lo indicado, cobra importancia el motivo del tiempo que hace irretornables las cosas, que las cambia y las degrada inexorablemente, aunque se intente fijarlas, congelarlas -falazmente- en una fotografía, porque lo que se congela es el cadáver del tiempo412 («No eres ya una novia. Ni yo un novio aunque nos pongamos los trajes de boda. Ha llovido mucho desde entonces», p. 276). Y junto a ese sentimiento universal de fugacidad de lo perecedero, la sospecha del hombre acerca de una posible infidelidad de su mujer (se adelanta así un asunto que Sender acabará desarrollando en la obra larga El lugar donde crece la marihuana413, que al fin no   —398→   es sino la versión dramatizada y actualizada de la novela cervantina El curioso impertinente). Y es que todo el diálogo de los esposos acaba polarizándose en torno a dos asuntos, uno del inmediato pasado y otro del inmediato futuro: la muerte en extrañas circunstancias (tan extrañas que habían suscitado la sospecha de un asesinato) de un amigo de ambos, Gustavo (presente en la escena a través de la fotografía que se observa en un lugar destacado del estudio, orlada de un crespón negro), y el anuncio de una extemporánea y culpable maternidad (culpable porque parece ser el resultado de un adulterio), pues sabremos que a Teodosio, el fotógrafo y marido, se le había diagnosticado esterilidad.

La novedad del hijo ilusiona momentáneamente al retratista, que lo vive como la gran ocasión de reordenar una vida que siente como profundamente fracasada («me gustaría creer que en la vida hay algunas cosas que merecen la pena», p. 285), pero el espejismo dura poco, lo que tarda en recuperar una parte del pasado, de su pasado, en la imagen rediviva de un matrimonio recién formado que acude a su estudio para fijarse en las instantáneas de sus fotografías psicológicas. En cierto modo advertimos, por detalles que se repiten («yo también tuve mi foto de primera comunión»; «me mirabas el día de la boda lo mismo que miraba el novio a su amor»; «también tú pediste al fotógrafo los negativos», pp. 287-289), que en la historia del nuevo matrimonio se reproducirá muy posiblemente el hastío y la frustración del que ya está dando indicios de caducidad. La ilusión del hijo anunciado queda reducida a una última ironía, casi un sarcasmo, que acentúa definitivamente la falsedad sobre la que viven los esposos: Rosario, la mujer, había pensado ponerle a su hijo el nombre -extraño nombre- que le había sugerido el amigo (y verdadero padre) Gustavo: Hipoclorito, que es el nombre con el que se conoce una de las soluciones que se emplean para revelar los negativos impresionados. O sea, el hijo putativo del fotógrafo no es sino una proyección más del mundo de mentiras que artísticamente crea Teodosio. El fotógrafo que siempre anheló buscar la verdad oculta con el objetivo escrutador de su cámara, tiene que rendirse a la evidencia del fracaso, de que lo han ido rodeando seres y seres que sólo han posado -han fingido- ante su objetivo, que era realmente ciego, pese a su jactancia de penetrar las apariencias e impresionar la verdad. Por ello acaba asumiendo su fracaso de bucear en la verdad y acepta él también posar -con la hipocresía de la felicidad de un matrimonio feliz que espera la llegada del primer hijo- en la fotografía de aniversario, fotografía que une, en el venal fingimiento, a una asesina y a un consentido, en un escorzo final que parodia la evangélica página de la Anunciación («Callan. Se miran en éxtasis. Teodosio ofreciendo la flor en   —399→   una actitud casi religiosa. Se oye el ruidito de relojería del disparador automático. Inmediatamente después cae despacio el telón», p. 293).

Esta sugerencia algo irreverente y algún otro detalle de menor importancia faltan o se cambian en la reescritura de esta comedieta en forma de relato que Sender editó en 1960, en una colección de cuentos largos encabezados por La llave (Montevideo, Alfa, 1960)414. Porque en esencia se cuenta lo mismo en las dos versiones, y la diferencia fundamental de la novelita frente a la obra teatral radica en las posibilidades informativas que aporta la narración frente a lo escueto del diálogo escénico (si bien es verdad que en no pocas ocasiones se presenta como discurso indirecto libre del narrador lo que es diálogo en la primera versión). Lo que sí aporta el relato, y no está más que sugerido levemente en la versión teatral, es la importancia que tiene el estudio de fotografía y sus paredes llenas de fotos antiguas de diversas gentes que un día posaron ante el «objetivo psicológico» de Teodosio415. Así se potencia el motivo del poder escrutador de la mirada (de tantas miradas heladas en el plano sepia de la foto antigua) que desea llegar -tan cervantinamente- a la profundidad de los seres y sus historias, que a veces se abren como terribles abismos ante nuestra curiosidad impertinente, como la mirada de Teodosio.

El duelo verbal a que se reduce esa sesión fotográfica nos lleva a uno de los motivos temáticos preferidos por Sender, como adelantaba al principio de este apartado: la culpa y su expiación416. La culpa de ambos -adulterio/crimen y esterilidad/complicidad- y el miedo a reconocer la verdad de frente, sino tan sólo al sesgo de un objetivo fotográfico que acaba plasmando las mentiras permanentes que somos.

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Todavía una información complementaria acerca de este texto: en la segunda edición de la novela Una hoguera en la noche417 (la primera se había publicado en varios números de la revista Lecturas en 1923), que es un relato ambientado en la guerra de Marruecos (hecho histórico que Sender conoció bien, como pone de manifiesto en su primera gran novela Imán) en el que el novelista vuelve a recrear esta historia del fotógrafo y su esposa, cuando amplía sensiblemente el capítulo XI del primitivo relato con el desarrollo de la biografía del teniente Ojeda, que tras pasar tres noches de orgía con la bella Dayedda, en el morabito, le da por recordar cosas de su pasado, o más exactamente «de la vida de sus padres». Y adormecido por el humo del hachís que fuma, Ojeda reconstruye vagas imágenes de sus progenitores, para demostrarse una vez más la gran verdad que ha oído cantar a una esclava mora en el lupanar: que el amor es inseparable de la muerte, además de comprender por añadidura quién había sido su verdadero padre biológico. Y recuerda una lejana confidencia de su padre («Yo maté a tu madre. Pero antes ella había matado también a su amante») y sobre todo el estudio de fotografía donde había transcurrido su infancia, todo él cubierto de fotos de recién casados y del «retrato ampliado de un hombre con marco dorado y un crespón de luto en un ángulo. Era un amigo de la familia que había muerto. Fue una muerte todavía inexplicada». Basta de más referencias, que el lector, si gusta, puede prolongar fácilmente con ir a ese texto senderiano de asequible consulta en cualquier biblioteca. Durante veintinueve páginas (de la 93 a la 121) de Una hoguera en la noche Sender vuelve a reescribir aquella historia de la fotografía de aniversario, que empezó siendo breve texto teatral en las páginas de los Cuadernos Americanos418.




4. El mal viento del puritanismo fanático

No muy distinto del procedimiento enmarcador de la pieza teatral La puerta grande, en el centro de la primera «novela teresiana», es el que sigue   —401→   Sender para justificar la inclusión de otro auto de análogas resonancias bíblicas, titulado El viento, en los capítulos noveno y décimo de la larga novela histórica El pez de oro419. La novela trata fundamentalmente de la figura del zar Alejandro I, durante su estancia de placer en París, una vez derrotado y desterrado Napoleón Bonaparte, y del viaje de regreso a San Petersburgo, para desaparecer misteriosamente de la escena política (el mismo Sender recuerda en una nota prologal que lo que le ha atraído fundamentalmente del personaje ha sido su misterio, la intriga que adorna la vida «y sobre todo la muerte, es decir, la desaparición del emperador Alejandro I, a mediados del siglo pasado», p. 405). Precisamente los dos capítulos en los que encontramos el auto en cuestión se sitúan en una etapa de ese viaje, en el palacio de los Condes de Darisbad, y surge el asunto a raíz del retrato que se manda hacer, y para el que posa, la baronesa Valerie Drüdener, amante de Alejandro. El pintor que prepara el retrato resulta ser -otra coincidencia con La puerta grande- un fraile rodeado de cierta personalidad enigmática, del que se sabe bien poco, que además es autor de una pieza escénica algunas veces representada, pero con harto desagrado de los ministros de la Iglesia evangélica. Alejandro muestra gran curiosidad por conocer el auto que ha escrito el enigmático frère Jean, y ya que no tiene ocasión de verlo representar -a diferencia de la escenificación que se le brindaba a Teresa en Becedas-, escucha la lectura que a dos voces le hacen la dama y el fraile (cada uno de una mitad) de un texto que había sido primeramente escrito «en verso esloveno», pero traducido a humilde prosa alemana, y que se había interpretado en ocasiones -comenta su autor- como una sátira contra el protestantismo germano.

El argumento del auto enlaza plenamente con el pasaje bíblico del fallido sacrificio de Isaac a manos de Abraham (Génesis, 22) -también ejemplificado en otro texto del Códice de autos viejos-, mezclado con una visión bastante crítica del excesivo y alienante puritanismo luterano que identifica hasta lo máximo sexo y voluptuosidad con pecado, y por el contrario interpreta el dolor y el sufrimiento como un don del cielo que nos hace directos merecedores de la gloria eterna.

Jonathan es un joven tullido por heridas de guerra que vive desesperadamente su circunstancia de enfermo al que ninguna mujer aceptaría salvo   —402→   por ofensiva piedad, y que se consume en una ardiente pasión amorosa por la bella muchacha que ha ido a cuidarle como enfermera y que ha huido por maniobras y mentiras del pastor protestante, padre del muchacho. Jonathan se enfrenta al sentido dogmático y a la vez resignado de su progenitor, que entiende la desgracia de su hijo no como tal, sino como un designio divino, como la venturosa señal que servirá para purificar su pecaminosa inclinación al pecado de la carne. Jonathan se queja amargamente de la guerra antinapoleónica en la que se ha visto implicado y que sólo ha traído ventajas políticas a los grandes poderes constituidos -y entre ellos al zar de las Rusias- y dolor a anónimas víctimas como él. Con esa referencia, en el texto del auto, a quien es precisamente oyente de su lectura, se logra implicar un texto en el otro, relacionar directamente la pieza teatral con su marco narrativo.

El muchacho alimenta la esperanza de ser un día un hombre normal, casado con la mujer que espera, si bien su padre se propondrá impedir ese proyecto de futuro, porque cree en la malignidad esencial de esa ilusión.

De pronto el relato bíblico de Abraham se impone sobre el argumento de la pieza (el Pastor insiste en que cada noche escucha la voz de Dios y que éste, para ponerlo a prueba, le ha exigido que le entregue todo lo que posee y goza):

Quiere que le dé mis glorias terrestres, que pierda el amor y la reverencia de las gentes. Quiere que sacrifique dos cosas: mi amor paternal por ti y el respeto de los demás, cayendo en lo más hondo de la abyección y haciendo que todos me miren con repugnancia y que yo tenga vergüenza de mi propia presencia y de mi nombre.


(p. 595)                


Es decir, como Jehová a Abraham, su Dios le pide el asesinato de su propio hijo. Y la locura asesina del viejo pastor, que cree oír en el fuerte y constante viento el mandato de la voz divina, se empareja con las tendencias suicidas de su hijo: ambos están encerrados en una soledad que los destruye; ni uno ni otro tienen la mujer en la que reintegrarse en la perfecta unidad cósmica, con la que sentir el placer de un momento carnal que cuando acaba -lo grita convencido Jonathan- «seguimos soñando vanamente en esa reintegración y oyendo el viento en las chimeneas y en los árboles» (p. 596). Con estas palabras Sender introduce en la pieza teatral el motivo del elogio erótico de la pasión y del sexo, que es importante en la novela en la que se inserta y en toda la obra senderiana. Sin ir más lejos, análoga defensa del amor frente a la hipocresía social y puritana,   —403→   que lo considera pecado, es lo que se plantea en otra obra teatral del mismo autor: Don Juan en la mancebía (1968).

La segunda parte del auto se ofrece en el capítulo siguiente, tras un leve descanso en la lectura del texto y cambio de lector, descanso que el novelista aprovecha para poner en boca de Alejandro I unos comentarios personales que vuelven a suponer un enlace más entre texto teatral y texto narrativo: el zar, que se había visto implicado en el asesinato de su padre Pablo I, encuentra en el ejemplo que escucha la justificación moral de su presunto parricidio, pues también él sospechó que podría ser víctima de la locura de su progenitor, al creerlo hijo ilegítimo (y esta alusión a la paternidad cierta o engañosa nos devolvería a la historia de La fotografía), porque -se plantea el personaje a la vista de lo que está escuchando- «matar al hijo o matar al padre parece que entra en el orden natural... y en el divino» (p. 596). La lectura del texto continúa y de nuevo asistimos al debate entre el pastor protestante y su hijo acerca del oscuro e inescrutable sentido de la voluntad divina, a la que se muestra ciego obediente el pastor y rebelde -porque en ello le va la vida y su pasión por Pamela- Jonathan («Que Dios goce de sus glorias y yo de las mías, y si no, que se hunda el universo», p. 600). A través del diálogo teatral Sender trasluce ciertas preocupaciones personales, como la crítica de una religión que puede matar en nombre de sus dogmas, la incomunicación que asola a veces el mundo en el que nos desasimos (la niña que ríe idiotamente ante los gritos de auxilio del muchacho, porque es sordomuda) o la injusticia fanática en la que se basa el hecho fundamental de la religión cristiana: que un Padre dejara sufrir y morir en una cruz a su Hijo amado. Unas interrogantes que también había hecho suyas el propio Alejandro bastantes páginas antes en la novela: «Si aquello le sucedía a Jesús, el hombre más bueno y más sabio del mundo, el hijo predilecto de Dios en quien Dios se complacía, ¿qué podíamos esperar los demás hombres, príncipes o mujiks? Y aquello le hacía pensar a Alejandro en misterios solamente entrevistos y nunca aclarados» (p. 448).

El pastor se esfuerza en que su hijo alcance la resignación de la que él está imbuido para que acepte su propia inmolación, y le argumenta que será el modo de purgar la culpa de haber matado en la guerra (como había hecho Alejandro, con la provocación de la derrota de Austerlitz que tantas víctimas había dejado sobre el campo de batalla): nuevo eco de ambos textos. En paralelo, el padre quiere alcanzar la experiencia fértil y fanática del dolor, que hasta ahora no le ha sido brindada, al matar al hijo que tanto ama.

Obligado por la pauta del relato bíblico, Sender hace que Jonathan se salve de su inmolación con la llegada del ángel salvador en forma de Pamela,   —404→   y el disparo que iba a recibir en su nuca el inválido lo acaba dirigiendo el Pastor contra el perro guardián que ha atacado bárbaramente a la muchacha; así el animal doméstico viene a ser el correlato del cabritillo con el que Abraham satisface finalmente las exigencias sacrificiales de Yaveh en el Génesis, 22, 13.

Una vez más la literatura senderiana, tomando pie en la Biblia, aborda el doble motivo de la culpa y la expiación (con su variante de la verdadera naturaleza del mal y del bien), enlazando así con el debate sobre ese doble sentimiento que va sintiendo y analizando el zar Alejandro a lo largo de toda la novela en la que se inserta la pieza teatral El viento.




5. De un Fabliau en un liceo francés

La fallida novela senderiana En la vida de Ignacio Morel fue el texto por el que la literatura del ilustre novelista exiliado se recuperaba plenamente para el mercado librero español (junto con el éxito y popularidad que supuso la novelita La tesis de Nancy) al obtener el Premio Planeta en la edición de 1969420. Una tan sólo enhebrada -y por momentos deshilachada- historia que mezclaba la «novela negra» y el relato psicológico, en la que asistimos a los vaivenes dubitativos de un borroso personaje, oriundo español, profesor de literaturas clásicas en un liceo provinciano próximo a París, y que dejándose llevar por sus fantasías eróticas y por sus deseos de plasmarlas en posibles novelas, se ve metido en un grave conflicto moral, al fallecer en la cama de un hotelucho de citas la mujer casada con la que ha mantenido una ocasional aventura amorosa421. Pero si no es, desde luego, uno de los títulos que permanecerán de la larga trayectoria novelesca del autor aragonés, sí nos sirve para comentar un último ejemplo de la actividad teatral senderiana enmarcada en un relato y subyacente a él.

La pieza en cuestión se titula Los cuatro enanitos y su texto se reparte en dos momentos, al comienzo de la novela y en sus últimas páginas, y el análisis de su contenido e intencionalidad es objeto de más de una conversación a lo largo del relato (como en la pieza anterior), de modo que   —405→   no sólo asistimos a la lectura pública del texto (ya que no representación), sino también a las diversas opiniones que suscita entre los oyentes de la sesión de lectura -como en el caso de El viento- y cómo influyen en el ánimo de su autor tales opiniones, incitándole a prolongar el final del mismo, cosa que llega con el término de la novela, en función -claro está- de los avatares que han alterado gravemente la monótona vida provinciana del profesor Morel.

Acerca de la fuente argumental de Los cuatro enanitos que había seguido conscientemente su autor, el propio narrador nos da la pista cierta: un fabliau medieval francés. «Ignacio se había asegurado antes escribiendo aquella tragedia para marionetas, o comedia o drama sobre uno de los fabliaux de la Alta Edad Media» (p. 11), y lo hace por mera prudencia -o cobarde pusilanimidad, pues como un gran pusilánime e inseguro de sí se nos aparece Morel-, ya que el novel autor «no se atrevía aún a destapar la caja de Pandora de su fantasía, sino que siguió una pauta ya sabida. Era más seguro. Y había en aquello un homenaje a la tradición francesa, en la cual comenzaba a sentirse integrado» (p. 11). (El personaje, por su condición de hijo de españoles exiliados, procuraba integrarse plenamente como un ciudadano francés más, desde su inicial condición de meteco.)

Es el mismo Sender, último responsable de la invención de la «tragedia para marionetas», quien realmente está defendiendo la diferencia entre la fuente tomada como base argumental y la libre y original versión adoptada (sería, en escala reducida, el proceso que se había intentado en la pieza larga El lugar donde crece la marihuana, adaptando a la sociedad norteamericana de la frontera con México el cañamazo argumental de la novela cervantina El curioso impertinente): «También es verdad que esa pauta del fabliau no la siguió fielmente. No había en Los cuatro enanitos una sola frase, una sola palabra tomadas del fabliau. Todo era suyo menos el esqueleto, menos la estructura» (p. 11). Un personaje como Morel, de talante débil y asustadizo («cierta cobardía física» le atribuye el novelista), que necesita siempre sentirse al pairo de cualquier contingencia que lo saque de su cotidiana tranquilidad, quiere también iniciar su obra literaria bajo el tutelaje «de una gloriola ya establecida» (p. 12). Como en esa tradición del fabliau francés predomina el motivo del adulterio femenino y sus, en ocasiones, curiosas consecuencias, no ha de extrañar pues que el alevín de escritor y de amante se fije en un argumento antiguo que unía burla femenina y tragigrotesco final, porque Morel había reflexionado que, cumplidos ya los treinta años, «una amante, lo que se dice una amante al estilo de la tradición galante francesa, no la había tenido aún. Y creía que le hacía falta para completar su educación mundana» (p. 13). Y por supuesto   —406→   que logró tenerla cuando menos lo esperaba, y aquella aventura acabó en el mismo escorzo tragicómico que había ideado para su moderna versión de un fabliau del siglo XIII.

Pero, ¿de qué fabliau estamos hablando? Los cuatro enanitos sigue de cerca la historia de «los tres jorobados» -Des trois boçus (par Durand)-, recogida en la monumental recopilación de A. de Montlaigon y G. Raynaud Collection générale et complète des fabliaux, publicada entre 1872 y 1890422. Morel-Sender acentúa el componente grotesco que ya había en los jorobados del texto original, convirtiéndolos en enanos (creo que se superpone el recuerdo del cuento de Perrault «Blancanieves y los siete enanitos»), pero mantiene esencialmente los ingredientes fundamentales del fabliau: casamiento por interés entre desiguales -hermosísima muchacha y deforme esposo aunque tan inmensamente rico como celoso (orden social, falso, que pretende unir lo que está radicalmente distante)-, el deseo que tiene la esposa de superar el encierro al que la tiene sometida su marido, invitando a otros jorobados para que la diviertan con sus cantos; regreso inesperado del jorobado-marido, obligando a la mujer a esconder a los tres menestrales jorobados, que había introducido secretamente en su aposento, en sendos arcones, junto al fuego, lo que provoca la muerte por asfixia de los mismos, y la seducción de un pobre mozo de cuerda (el instinto) para que la ayude, por un puñado de monedas, a deshacerse de los tres cadáveres. Mientras el convencido ayudante de la siniestra burla lleva el cadáver del primer jorobado hasta un río próximo, la mujer le prepara el segundo, al que ha vestido de forma idéntica al primero, haciéndole creer al poco avispado cómplice que no ha cumplido su parte del compromiso, pues el muerto sigue en el mismo lugar; de forma similar procede para desasirse también del tercer cadáver, lo que provoca la furia del mozo, que al regresar finalmente a la casa para reclamar la recompensa prometida, y encontrarse con el jorobado-marido, lo mata sin esperar a más, creyéndolo el recalcitrante muerto que por cuarta vez ha regresado, con lo que la liviandad de la esposa acaba en total tragedia bufa, en muertes grotescas, como lo es también en el fondo el fallecimiento de madame Marcelle de Saint Julien en un hotelucho parisino después de un vulgar encuentro amoroso con el tímido y maniobrero Morel. Si cambiamos los jorobados del fabliau por cuatro enanos -en el caso de la obrilla senderiana- tendremos una réplica total, en lo esencial, del relato medieval francés. Sender introduce varios detalles de su cosecha, como   —407→   que todo ocurre en la víspera de la inmediata boda de la muchacha y el acaudalado enano, combinando así el interés materialista de la dama (a la que la criada le aconseja que cambie de marido) y el morbo erótico que la situación comporta. Junto a ello no olvida ciertos rasgos de humor, como que al enano le corresponda uno de los nombres más largos entre los censados («Nabucodonosor»; y en alguna ocasión el diminutivo «Nabucodonosorcito»: una necesaria pausa para respirar en medio de la articulación del nombre), o la actualización de aspectos complementarios, como que los tres baúles ahumados a la lumbre se cambien por las emanaciones de anhídrido carbónico del motor de un coche encendido en una estrecha cochera.

Es el final -el añadido en las últimas páginas de la novela, 254 y siguientes- lo que más diferencia el nuevo texto de su antecedente medieval, pues se proyecta sobre él toda la delirante aventura del seductor de vía estrecha y provinciana que ha resultado ser el tímido profesor Morel. Y lo que iba para aprovechable vaudeville con marcados matices misóginos, se torna pieza de tinte surrealista, algo anacrónico, atendiendo las sugerencias que le hace en diversas ocasiones un extraño personaje, el argelino Darbeilda, que no comparte el desenlace de la farsa tal y como lo ha fijado -en coherencia con el modelo que sigue- el autor Morel. Darbeilda rechaza la verosimilitud que preocupa a Ignacio (éste es un hombre puntilloso en los detalles, amén de pusilánime y desde luego prudente hasta la cobardía), y atendiendo su sugerencia, Morel acaba por imaginar, en una especie de estrambote de su comedieta, que los malos deseos y los peligros por los que Morel se cree asediado emergen como cucarachas blancas y ratones grises que ha ordenado colocar bajo el velo de la novia «un hispanoargelino fronterizo», añadiendo a continuación la larga «letanía de la venganza, la que el argelino escribió un día para la mujer del diablo» (p. 255): se trata de una antiletanía que, lejos de piropear el modelo femenino, lo insulta; es la particular manera que tiene Morel de conjurar, en privado acto de brujería literaria, los poderes de las mujeres por las que se ha sentido amenazado, casi destruido, y por las que Ignacio Morel se había sentido atraído y desgraciado a la vez. Es su modo de tapar con aparente odio el amor que no se sacia nunca. El amor con su ineludible compañera, la destrucción: lo que le obsesionaba a aquel cura pecador con el que se topó la joven Teresa en Becedas o al fanático pastor protestante que se creía orgulloso intérprete del pensamiento divino. Una vez más la literatura como ritual terapéutico de enfermos del alma y de la mente, de difícil curación.





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ArribaAbajoEl solitario de Concha Méndez (1938-1945)

James Valender


El Colegio de México


Las obras teatrales de Concha Méndez que corresponden al periodo del exilio abarcan los años 1938-1945. En cierta forma representan una continuación natural de la trayectoria dramática iniciada por ella en los años anteriores a la Guerra Civil. Dicha trayectoria venía caracterizada por la creación, por un lado, de un teatro psicológico, de corte vanguardista, representado por su drama El personaje presentido (1931), y, por otro, por un teatro infantil, de factura más tradicional, encarnado en obras como El ángel cartero (1931), El pez engañado (1933), Ha corrido una estrella (1934) y El carbón y la rosa (1935). El teatro de exilio de la autora se alimenta de ambas corrientes; aunque, dicho esto, hay que reconocer que la amarga experiencia de la guerra y del exilio sí dejó su huella (y difícilmente podía ser de otra manera) en las obras escritas por Concha Méndez a partir de 1936.

Y digo a partir del año 1936 porque Concha Méndez fue, en efecto, uno de los numerosos intelectuales republicanos que padecieron la experiencia del exilio mucho antes de que la Guerra Civil se terminara en abril de 1939. Con el fin de salvar de los peligros de la guerra a su hija Paloma, quien contaba entonces con apenas un año y medio, hacia finales de 1936 o principios de 1937 Concha Méndez abandonó España para refugiarse primero en Inglaterra y luego en Bélgica. Durante todo este tiempo no dejó de escribir poesía: poemas meditativos o exaltados, en los que aludía a sus primeras experiencias como refugiada a la vez que reiteraba su firme adhesión a la causa republicana. En el verano de 1938, persuadida por su marido Manuel Altolaguirre, volvió a España, concretamente a Barcelona. Ahí permaneció hasta la caída de Cataluña hacia finales de enero de 1939, fecha en que retomó su vida de exiliada, refugiándose esta vez en París. Es decir, para Concha Méndez la Guerra Civil representó un periodo en que dos estancias en España (más o menos, de julio a diciembre de 1936   —410→   y de junio de 1938 a enero de 1939) se alternaron con una experiencia bastante larga de obligada residencia fuera de su país.

En el transcurso de la guerra la dramaturga escribió dos piezas breves, ambas en verso: El nacimiento, concebida, en un primer momento, como el prólogo a «un drama poético en tres actos» titulado El solitario (1938); y Las barandillas del cielo (1938), una comedia para guiñol escrita con la finalidad de reivindicar la causa de la República. En el archivo de Concha Méndez también se conservan borradores primitivos de otros tres proyectos teatrales suyos que datan de este mismo periodo: El duelo de la razón, un «drama en cinco actos», cuyos borradores están fechados en «Oxford-Bruselas. 1937»; A través del espejo, una «obra teatral en cuatro actos», que data de 1937; y La estrella inquieta, una obra sin fecha (pero que seguramente corresponde a estos años) y que se identifica simplemente como «poema dramático». Resultaría arriesgado intentar resumir el sentido de proyectos como éstos, que no llegaron a cuajar plenamente; sin embargo, en términos generales, se puede decir que los borradores de las tres piezas inconclusas proponen diversas discusiones sobre la moral pública y privada: sobre la libertad del individuo (y sobre todo de la mujer) frente a las exigencias del otro: de la pareja o de la colectividad.

Exiliada en La Habana, Cuba, donde pasaría los cuatro primeros años de su nueva vida americana (1939-1943), Concha Méndez escribió dos piezas, otra vez en verso: la segunda parte de El solitario (1941) y La caña y el azúcar (1942), una comedia infantil identificada por su autora como «alegoría antillana». Cabe señalar que, al publicarse la segunda parte de El solitario, el texto que antes se anunciara como prólogo, «El nacimiento», ahora se identifica como la primera parte de la trilogía. Todo parece indicar que la tercera y última parte de El solitario también la empezó a redactar en La Habana; sin embargo, no la dio por terminada sino hasta agosto de 1945, cuando ya llevaba más de dos años viviendo en la ciudad de México. Con la terminación de El solitario, Concha Méndez parece haber dado por cerrada también su carrera como dramaturga; en adelante se dedicaría casi exclusivamente a la poesía, aunque, retomando una vieja aspiración suya, también incursionaría un par de veces en el campo del cine.

En su conocido ensayo sobre «Nuestro teatro», publicado en septiembre de 1937 en la revista Hora de España, Manuel Altolaguirre seguramente hizo bien en identificar a Concha Méndez con el «teatro dormido» de la España de entreguerras; es decir, en incluirla en el repertorio de «lo que pudo ser y no fue por la maldita podredumbre del ambiente vital que durante   —411→   tanto tiempo hemos respirado»423. En efecto, de las cinco piezas de Concha Méndez escritas antes de la guerra sólo una, El ángel cartero, fue escenificada; asimismo, sólo tres (El personaje presentido, El ángel cartero y El carbón y la rosa) llegaron a publicarse424. La obra escrita a partir de 1936 tampoco corrió mejor suerte: ninguna pieza fue representada, mientras que sólo los tres textos que componen El solitario se editaron425. Aunque en este último rubro, sí cabe destacar la reedición en La Habana, en la imprenta La Verónica, de El carbón y la rosa (1942), obra publicada por primera vez en Madrid, en 1935.

Dentro de los diversos proyectos teatrales que emprendiera Concha Méndez en el exilio, destaca sobre todo la trilogía de textos que conforman El solitario: además de ser su única obra del exilio que fue publicada, constituye, sin duda alguna, el esfuerzo teatral más sostenido que llevara a cabo (y no sólo en esos años, sino incluso a lo largo de toda su carrera como dramaturga). De acuerdo con las indicaciones que hiciera la propia autora al publicar la tercera y última parte de la trilogía, los tres momentos del drama se titulan «Nacimiento», «Amor» y «Soledad». La primera publicación de estas tres partes de la obra data de 1938, 1941 y 1945, respectivamente; pero es probable que la redacción de cada una no coincida exactamente con estas fechas. En una conferencia dictada en La Habana en junio de 1939, Altolaguirre citaría extensos fragmentos de la segunda   —412→   parte de la trilogía, dando a entender que, en los primeros meses del exilio, la redacción de este texto ya se encontraba, si no completamente terminada, al menos bastante avanzada426. Sobre las fechas de la elaboración de la obra, debe tomarse en cuenta también lo que Concha Méndez señala en una importante conferencia, «Historia de un teatro», que escribió, también en La Habana, en 1942. Ahí señala cómo, después de terminar Ha corrido una estrella, escribió

el comienzo, o sea un acto, de una obra que puede representarse por sí sola como teatro de cámara, o unida a otra obra breve y hasta otra segunda más. Para mejor explicación, se trata de una trilogía, aunque yo le llamaría más bien tríptico, término pictórico, pero, creo yo, más adecuado para expresar lo que representa. Esta obra se titulará El nacimiento. La que le sigue, también escrita y publicada, lleva por nombre El solitario y la tercera está a medio escribir y sin título todavía. La expresión de las tres es en verso y si bien son para adultos, también pueden representarse para niños de mayor edad.427


En lo que sigue, y con el propósito de destacar mejor la forma en que la autora fue profundizando en el tema que quiso dramatizar, empezaré por comentar cada una de las tres partes separadamente.

Publicada en plena Guerra Civil, «Nacimiento» no rebasa su propósito inicial de «prologar» el drama que había de seguir: en la soledad del campanario de una vieja torre abandonada, nace el protagonista de la obra, El Solitario. Las Horas salen de un reloj, primero una a una, en espera de su nacimiento, y luego todas juntas, para celebrar su feliz llegada; mientras tanto, La Campana emite buenos augurios para el futuro del niño. Carente de tensión dramática, este «prólogo» ofrece, sin embargo, una graciosa variación sobre uno de los motivos predilectos de la autora, introducido ya en El ángel cartero: el de la natividad. El breve texto sirve también para establecer el marco alegórico en que la acción propiamente dicha   —413→   se va a desarrollar, así como para introducir algunas de las principales preocupaciones temáticas de la obra: el amor y la soledad, el tiempo y el destino humano, temas, todos ellos, presentes en el teatro de Concha Méndez desde su obra primeriza, El personaje presentido.

En el segundo momento, «Amor», El Solitario se nos presenta como un adolescente que habita, ya no una torre, sino un faro. Angustiado por el tiempo, cuyo paso implacable parece barrerlo todo hacia el olvido y la nada, El Farero busca en el amor un modo de salvarse, una forma de trascender el tiempo. Una voz, la de La Soledad, intenta convencerle de que las relaciones humanas son ilusorias; de que haría mejor en permanecer fiel a su amor primero: a la soledad. La voz de La Luz, que se presenta como la madre de El Farero, intenta combatir esta influencia. Y de hecho, la causa del amor es la que prevalece; en esta segunda parte de la trilogía, al menos. En el transcurso de una tempestad, llega al faro una sirena que está enamorada de El Farero y de quien éste, a su vez, enseguida se enamora. Ante la felicidad de los dos enamorados, La Luz augura un futuro de «besos contra besos / amor y alegría» (II, 48). Es El Tiempo, sin embargo, quien tiene la última palabra, y su profecía resulta mucho menos risueña, ya que contempla, al contrario, «un río de lágrimas / por donde desfilan / barcos funerales, / naves de desdichas, / bajeles de luto, / entre dos orillas / de negros cipreses / que nunca terminan» (II, 48).

En el tercer momento de la trilogía, «Soledad», se dramatiza el desenlace de esta relación, desenlace que coincide con el triste fin que tanto La Soledad como El Tiempo han pronosticado. Por el obsesivo deseo de posesión que la caracteriza, la vida del amor se le había vuelto intolerable al protagonista (ahora convertido de El Farero en El Solitario): «dominé al amor hasta matarlo», confiesa, «porque hice del amor mi único centro» (III, 32). Al comenzar esta última parte de la obra, la ruptura ya se ha llevado a cabo: toda la acción consiste, por lo tanto, en las vacilaciones que se registran en el ánimo del protagonista, que se presenta ahora arrepentido de su decisión, ahora convencido de que ha hecho lo correcto. Los atractivos de la independencia espiritual se simbolizan de nuevo en la figura de La Soledad, quien, haciendo alarde de su libertad lo mismo que de su integridad moral -«¡Soy Soledad, o espejo en que se miran / los que a encontrarse, al fin, se han atrevido!» (III, 40)-, va ganando cada vez mayor ascendiente sobre el ánimo del protagonista, hasta finalmente imponerse.

Aunque la obra termina dejando constancia del triunfo de la soledad sobre el amor, creo que sería un error ver en El solitario una reivindicación a ultranza de una vida entregada a la soledad. Aquí no estaría de más recordar la preferencia de la propia Concha Méndez por el término «tríptico»   —414→   para definir su obra. Más que trazar la evolución de una problemática humana hasta su resolución final, las tres partes de la trilogía retratan un mismo problema visto desde tres ángulos distintos... Y lo retratan como insoluble: el hombre nace para el amor, pero también para la soledad, y puesto que ninguna de estas dos formas de vida le satisface enteramente (el amor le quita su libertad, la soledad lo sume en la irrealidad de una vida más soñada que vivida), su existencia se debate trágica e inútilmente entre uno y otro extremo. Más que ofrecer una solución al conflicto, lo que la autora ha querido hacer, al escribir su obra, ha sido presentar el dilema en sí, es decir, recrear la tensión que puede darse entre dos caminos de acción opuestos, representativos a su vez de dos éticas encontradas. En este sentido conviene tener muy en cuenta la nota que escribió Concha Méndez para acompañar la publicación de la tercera parte de la obra:

Oscar Wilde nos dice que «siempre matamos lo que más queremos»428. El ser se sumerge en su soledad, que es su propia muerte, por lo mismo que es su propia vida. Y vida y soledad vienen a traducirse, en suma, en la misma cosa. El amor es lo que fluctúa entre la muerte y la vida, con su razón de ser, pero sin ser más que una luz en el camino.


(III, 31)                


Si bien la autora empieza por resumir la acción de su obra como una especie de «suicidio» del ser, de un ser que se sumerge en la soledad como quien se entrega a la muerte, la nota finalmente resulta mucho más equilibrada: lo que importa a fin de cuentas (parece decirnos) es el amor, esa luz que fluctúa entre los atractivos de la vida compartida y la llamada de la soledad. Fluctuación dolorosa y constante, que se resume muy bien hacia el final del tercer momento de la obra, cuando el protagonista exclama:

Entre mi sombra y mi luz
estoy en continuo duelo.
Y se irá mi juventud
sin encontrar un consuelo
para mi doble inquietud.

(III, 41)                


  —415→  

El solitario representa en cierta medida una reelaboración de la temática dramatizada por Concha Méndez en El personaje presentido, comedia en la que la búsqueda del amor -«esa agitada marcha al encuentro de otro ser, complemento y justificación del propio ser»- desemboca igualmente en una amarga confirmación de la imposibilidad de dicha aspiración y en una recaída en la soledad más absoluta. «Todos en la vida buscamos un amor, el amor nuestro», explica Sonia, la protagonista de esta comedia primeriza. «Como lo buscamos con afán, llegamos a encontrarlo. Pero suele ocurrir que ese ser que nuestro corazón elige, no es a nosotros a quien busca, sino a otro ser que es el amor suyo. Así, la vida es una larga cadena de desacuerdos, de inadaptaciones. Y así, todos y cada uno, nos movemos en un caos de imposible solución»429.

En El solitario se dramatiza el mismo conflicto, aunque el tratamiento desde luego ha cambiado. Si El solitario resulta una obra mucho más profunda que El personaje presentido es, antes que nada, porque refleja una visión más compleja de la vida humana y, sobre todo, una conciencia más sensible a los límites de la libertad individual. Mientras que Sonia, la protagonista de la obra primeriza, hace alarde de una libertad absoluta, que convierte sus decisiones (de viajar, de casarse, de divorciarse, etc.) en meras determinaciones caprichosas, carentes de significación espiritual, el protagonista de El solitario, en cambio, se sabe sujeto a fuerzas que lo rebasan: «Bien sé que mi existir no es sólo mío» (III, 41). La decisión de romper con el amor se presenta, por ejemplo, como una determinación que El Solitario se ve predestinado, hasta cierto punto, a tomar: su carácter, tan impuesto como su nombre, lo lleva a ello: él es El Solitario y finalmente actúa de acuerdo con esta cualidad esencial.

Por otra parte, conviene destacar la valoración muy diferente que en las dos piezas se le da a la soledad. Si bien para la protagonista de El personaje presentido la soledad no es más que un vacío espiritual («¡Nueva York! ¡¡Nueva York!!», musita Sonia en sueños. «Ya estoy en Nueva York. Y en Nueva York, como en todas partes, el mismo vacío del alma..., el mismo desasosiego en el corazón..., la misma soledad... ¡La misma angustiosa soledad!...»)430, para El Solitario dicho estado representa una fuente de fuerza espiritual inconfundible: «Ampárame», le pide a La Soledad, «que eres /   —416→   mi amor permanente. / Todo lo he dejado / por pertenecerte. / Eres tú mi mundo, / mi sueño, mi amada» (III, 43).

La combinación de estos dos atributos -el carácter inevitable o fatal de la acción asumida por El Solitario, por un lado, y la valoración de la soledad como único estado que permite la trascendencia espiritual, por otro- nos permite descubrir la presencia en esta obra de madurez de un tercer aspecto que está ausente de la obra de juventud: la de la tensión entre las exigencias de la vida y las exigencias del arte. Porque, aun cuando no se haga explícita la caracterización, El Solitario reúne, en efecto, todos los atributos del poeta o artista romántico: enamorado de la soledad, es también el visionario que percibe una verdad superior y que se dedica a perseguir esta visión, empujado a ello por una fuerza fatal, también superior a su propia voluntad individual.

No por nada, en el segundo momento de la obra, El Solitario se desdobla en El Farero, un hombre cuyo trabajo, por un lado, lo aparta de la vida de los demás seres humanos y, por otro, le confiere una visión privilegiada que le permite advertir y orientar a los demás. Es decir, la figura de El Farero encaja perfectamente en esa tradición romántica que tan bien analiza M. H. Abrahms en su ya clásico estudio titulado The mirror and the lamp. Puesto que no se trata de un motivo muy común en la tradición española, cabe pensar que al desarrollar esta figura, Concha Méndez se haya inspirado en el «Soliloquio del farero» de Luis Cernuda, un poema, por cierto, que ella y su marido habían dado a conocer en Londres, en 1934, en el primer número de su revista 1616. El monólogo del farero de Cernuda también se estructura alrededor de la relación tensa entre la soledad y el amor («Te negué por bien poco», dice el farero, dirigiéndose a su soledad; «Por menudos amores ni ciertos ni fingidos...»); aunque, al final, el texto abre sus horizontes para hacer explícito lo que en la obra de Concha Méndez sólo se insinúa de manera tácita: la equivalencia entre el farero y el poeta. Curiosamente, si Cernuda establece esta equivalencia, es precisamente con el fin de subrayar la función social que, según él, cumple el farero/poeta desde la soledad de su faro/torre de marfil:


Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aun cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
—417→
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.431


Cernuda parece proponer aquí, como propondría años más tarde Albert Camus, la reconciliación de dos términos aparentemente contrapuestos: «solitario» y «solidario». Todo parece indicar que una preocupación parecida también acompañaba a Concha Méndez a la hora de escribir su tríptico. En «Historia de un teatro», la conferencia sobre su obra que escribió en La Habana en 1942, Concha Méndez se ocupó, entre muchos otros temas, del deber del escritor en el momento tan difícil que todos vivían entonces; un momento en que toda huella de vida civilizada parecía a punto de desaparecer a raíz de una sangrienta guerra mundial sin antecedentes en la historia de la humanidad. Frente a esta angustiante situación, la autora no dudó en recomendar el retraimiento, pero un retraimiento entendido no como simple evasión del mundo, sino al contrario, como una determinación de cultivar en soledad los valores espirituales que habían de inspirar y estructurar la sociedad del futuro:

Actualmente todo creador tiene un gran enemigo: la Guerra. Asistimos al mayor desequilibrio que sufrió la humanidad. De aquí saldrán, sin duda, fórmulas nuevas para toda manifestación de vida. Ni perdamos de vista al enemigo, ni a lo que vendrá después. Frente a lo primero el artista no puede hacer sino resistir encastillándose en sí mismo; frente al segundo, o sea el porvenir, éste debe otear en todas direcciones. El hombre se salvará de la hecatombe por lo que tiene de espíritu. Que para esa hora de la salvación, tengamos algo que ofrecer en su beneficio y para su reconstrucción.


(p. 18)                


El solitario habría sido uno de los primeros resultados del encastillamiento que aquí anuncia la dramaturga. El propósito de la obra: indagar en las pasiones humanas que dan pie a los grandes conflictos humanos; indagar en ellas para así evitar, en lo posible, que los mismos conflictos se vuelvan a dar. Lo cual se traducía a su vez (puesto que era el caso que más   —418→   de cerca le llegaba) en una especie de diagnóstico del alma del pueblo español. Es decir, cabe ver en El solitario no sólo una alegoría sobre el amor y la soledad, sino también una reflexión sobre el problema nacional.

Es, por cierto, en este contexto en donde hay que entender, según creo, el carácter netamente «tradicional» que reviste la configuración literaria y teatral de la pieza. En el prólogo que escribió para la segunda parte de la trilogía, además de resaltar el «tremendo sentido del tiempo» que permea el texto, María Zambrano también insistió en colocar la obra «bajo la sombra y amparo de la más firme tradición de nuestro Teatro»; lo cual, como luego agregó, significaba, antes que nada, el ejemplo de Calderón de la Barca (II, 15). Zambrano mencionó el auto sacramental El gran teatro del mundo, que sería, sin duda, uno de los antecedentes más evidentes de la forma alegórica que adopta la pieza de Concha Méndez; pero también cabría invocar La vida es sueño, y más precisamente la figura de Segismundo, cuyo famoso soliloquio sobre el sentido fantasmal de la vida, emitido desde la soledad de una torre, encuentra más de un eco en las décimas que recita El Farero desde la soledad de su faro.

El solitario es una pieza rica en intertextualidades. Como hemos visto, algunos de los ecos nos remiten a la obra de Luis Cernuda. Otros ecos parecen llegarnos más bien de Jorge Manrique, cuya famosa meditación sobre el tiempo y la muerte, «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir...» (versos también glosados en su momento por Antonio Machado y Manuel Altolaguirre), es invocada y luego corregida por El Solitario en sus propias meditaciones sobre el tema: «Nuestras vidas no son ríos / ni nuestro morir el mar...» (II, 23). En otros momentos, cuando El Destino, por ejemplo, intenta persuadir a El Solitario de que renuncie al amor: «Vuelve dormido hacia el feliz pasado; / vuelve a aquel ser que ayer ya no querías...» (III, 33), la voz que se oye, parece más bien la del Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza: «Yo soy aquel que ayer no más decía...». Es decir, la tradición que proyecta su sombra sobre la redacción de la pieza es tanto moderna como antigua. Sin embargo, no cabe duda de que el marco principal en que El solitario busca insertarse es el del teatro y de la poesía del siglo XVII: Calderón de la Barca y (sobre todo en la tercera parte de la trilogía) Quevedo.

Si bien esta raigambre barroca le presta a la obra de Concha Méndez una gravedad clásica que sorprende, sobre todo a quien previamente haya disfrutado del delicioso desparpajo vanguardista de El personaje presentido, hay que entender que dicho tono es, de nuevo, fruto de las circunstancias en que la pieza fue escrita. Todo parece indicar que, al encontrarse desterrada, aislada por lo tanto del contacto directo con su sociedad, la   —419→   autora buscó orientación e inspiración espirituales en los valores encarnados en la tradición literaria y artística de su país; experiencia que habría compartido, por cierto, con muchos de sus colegas del exilio. Para explicar la tragedia que todos acababan de sufrir, no había recurso mejor (pensaba Concha Méndez) que acudir a la literatura española de los Siglos de Oro, y sobre todo a su teatro. En otro fragmento de su «Historia de un teatro», la dramaturga escribió lo siguiente:

Para comprender la psicología de los pueblos no hay como entrar en su producción teatral; en ella está viva su alma, hablándonos por boca de sus personajes y de los hechos de los mismos. En el mundo que mueve nuestro Calderón de la Barca, en sus Autos sacramentales y en La vida es sueño -hallazgo de título como no vi igual-, está la esencia más profunda del alma de España. Su obra es el símbolo de lo español. De la representación y lectura de sus obras, yo he salido como de un baño de luz. Para mí la vida es sueño y también soledad, tema esencialmente español y por lo tanto universal.


(p. 15)                


Al hacer explícita la relación que ve entre la tradición literaria teatral y la «esencia más profunda del alma de España», Concha Méndez también deja ver el trasfondo ideológico de su trilogía. En efecto, si la soledad es el gran tema de El solitario es (entre otras cosas) porque la autora cree ver en la soledad la clave para entender el problema nacional. El español (según Concha Méndez) es como Segismundo: en lugar de vivir la vida, la sueña. Atrincherado en su soledad, el español se entrega a su fantasía: «El español -dijimos- es un ser solitario. Y lo es gracias al don de su fantasía, que le llena de imágenes su mundo interior» (p. 20). Esto, nos asegura Concha Méndez, no siempre es malo, pero sí lo es desde el momento en que la soledad enajena al individuo de sus prójimos. Y éste, por desgracia, suele ser el caso del español. Es decir, a diferencia de Cernuda (y de Camus), Concha Méndez cuestiona la posibilidad de reconciliar la vida solitaria con la vida solidaria. Según concluye en otro momento de su conferencia: «Todo español es un eterno solitario, por eso le es tan difícil la convivencia» (p. 16).

Esta conclusión resulta bastante pesimista, hay que decirlo, en cuanto (como la obra de varios de los autores del 98) presupone la existencia de un alma nacional que obligue a los españoles a estar permanentemente reñidos entre sí; pero es una conclusión que la dura experiencia de la guerra y del exilio, por lo visto, le había dictado a Concha Méndez, como también se la había dictado a muchos otros exiliados. Sea como fuere, esta   —420→   preocupación ideológica le confiere a la trilogía un doble fondo que enriquece al conjunto, la reflexión sobre el orden privado abriéndose así para revelar una meditación más general sobre el orden público.

Ejemplo de teatro en que la destreza literaria y poética se compagina con la penetración psicológica, El solitario constituye no sólo una pieza clave en la trayectoria de Concha Méndez como dramaturga, sino también una contribución notable al teatro español escrito en el exilio. Ojalá llegue algún día a representarse, para que se puedan apreciar no sólo los valores literarios e ideológicos de la obra, sino también sus ricas posibilidades como espectáculo teatral.



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ArribaEl teatro en lengua francesa de autores exiliados españoles

Phyllis Zatlin


Rutgers, The State University of New Jersey (EE. UU.)


El teatro de los exiliados españoles en Francia, sobre todo en los primeros años después de la Guerra Civil, es teatro en castellano o catalán: teatro hecho por los exiliados para sus compatriotas sin pretender llegar al público francés. En cuanto a esta labor teatral, en concreto en cuanto a la que se desarrolló en Toulouse desde 1945 hasta principios de los años sesenta, tenemos el valioso estudio de Marlène Archet432. Por su parte, Francisco Torres Monreal, en su importante tesis doctoral sobre el teatro español en Francia desde 1939 hasta 1973, se centra únicamente en las puestas en escena en francés para determinar hasta qué punto se podría hablar de «penetración» o «integración» de autores españoles en el escenario del país vecino433. Los repertorios de los dos escenarios, el de los emigrados mismos y el del mundo teatral francés, son muy distintos. Torres Monreal identifica ochenta y cinco montajes de obras españolas en París y provincias; los autores más representados -García Lorca (35) y los clásicos del Siglo de Oro (37), entre los cuales destacan Cervantes (14) y Calderón (11)- ni siquiera aparecen en las listas de Archet. En los años estudiados, hay tres puestas en escena de Valle-Inclán en francés, pero no hay ninguna en Toulouse en español. De los autores exiliados de renombre, tema de nuestro estudio, sólo uno, Alejandro Casona, se encuentra en los dos compendios; además de su gran popularidad entre los grupos españoles434, hay tres montajes de obras suyas en francés entre 1945 y 1959. Por otra parte, Torres   —422→   Monreal descubre cuatro montajes en francés de obras de Rafael Alberti, un autor al que, de acuerdo con los informes de Archet, en esta época los grupos de Toulouse no ponen en escena435.

Hoy en día, ¿quiénes son los dramaturgos españoles del siglo XX más conocidos en Francia? Sin duda son García Lorca, Fernando Arrabal y, últimamente, Valle-Inclán. No son éstos los autores que trataremos aquí. Nos interesan, en primer lugar, los autores de la llamada España peregrina: Alberti, Max Aub y Casona. También tendremos en cuenta el teatro en Francia de Carlos Semprún Maura, cuya familia se exilió durante la guerra, cuando él era niño.

Quedan fuera de los límites de nuestro tema otros autores de teatro españoles que se fueron más tarde, auto-exiliados por una variedad de razones relacionadas con la falta de libertad de expresión y la falta de posibilidades económicas en la España franquista. Es el caso, por ejemplo, de Arrabal, José Martín Elizondo y Agustín Gómez Arcos. Aunque cada uno de ellos ha escrito un teatro variado y distinto, se podría decir que los tres son autores de un teatro transgresivo que rompe con las convenciones realistas. Arrabal, quien se trasladó a Francia en los años cincuenta, es el único autor español vivo que ha logrado la plena integración en el teatro francés, además de ser el que ha logrado más fama universal. Entre los autores de teatro contemporáneos tanto de España como de Francia, actualmente Arrabal es el más representado en el mundo. Martín Elizondo se trasladó a Francia en los años cuarenta; dirigió Amigos del Teatro Español, un importante grupo teatral en Toulouse, antes de empezar su carrera como autor. Sus obras de teatro, que se representan en los dos idiomas, pueden calificarse de populares, pero de tendencia expresionista y experimental con gran énfasis en lo visual. Gómez Arcos ya tenía fama de dramaturgo antes de dejar España en los años sesenta; luego escribió algunas obras de teatro en francés, pero en su país adoptivo logró mayor fama como novelista. Volvió al escenario español en 1991 cuando Carme Portaceli dirigió Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas, sátira grotesca escrita en 1972 y ya montada varias veces en la traducción francesa de Rachel Salik.

Desde la perspectiva francesa, España ofrece ejemplos atractivos de «teatro popular», un teatro totalmente opuesto a las rígidas convenciones del   —423→   neoclasicismo gálico o a la pieza bien hecha. Se suele incluir en la categoría -ya sea entre las cincuenta piezas extranjeras publicadas por la casa editorial L'Arche en su «Répertoire pour un théâtre populaire», o entre los textos que salieron en la revista Théâtre Populaire del mismo Théâtre National Populaire (TNP)- no sólo comedias del Siglo de Oro, sino también obras de Lorca, Valle-Inclán y Alberti. El énfasis sobre el teatro popular en la posguerra se encuentra en el TNP de Jean Vilar y en los centros regionales de teatro, que se destacan durante la descentralización de la cultura francesa a finales de los años sesenta.

Después de su trágica muerte, Lorca se convirtió en figura mítica y su teatro se representó con frecuencia en Francia. Con Alberti se trató en vano de crear otro mito paralelo: el de un gran escritor que se encontró sin patria por su ideología. «Pero del exilio a la muerte, la distancia era inmensa. Las comparaciones con Lorca no favorecieron a Alberti» [Torres Monreal, 1976, 47]. Después de comentar varias puestas en escena de El adefesio y El trébol florido en los años cincuenta y sesenta, Torres Monreal concluye que el teatro de Alberti ha desaparecido del escenario francés.

Le repoussoir (El adefesio, traducción de Robert Marrast), dirigido por André Reybaz, se estrenó en 1956 en el festival de Arras. Tras una larga gira por provincias, llegó a París, donde provocó una reacción crítica dividida. Torres Monreal aclara que el éxito comercial continuado de Lorca en la Francia de la posguerra se relacionaba con «la españolada», la explotación de los estereotipos andaluces, y que las obras de Alberti, al igual que las de muchos otros autores españoles, no se prestaban fácilmente a este juego [1974, 2, 539]. Sin embargo, Le trèfle fleuri (El trébol florido, traducción de Marrast) llamó la atención de grupos experimentales y hubo tres montajes distintos en 1958, 1960 y 1964, pero la reacción crítica resultó más bien hostil, «llegando incluso al insulto personal» [Torres Monreal, 1974, 48].

No obstante, Torres Monreal se equivoca respecto a los años posteriores a su estudio. El teatro de Alberti no desapareció del escenario francés, sobre todo entre los grupos experimentales que sin duda reconocieron y siguen reconociendo los valores poéticos, las poderosas imágenes y la belleza fantástica que señala con entusiasmo Paul-Louis Mignon en su historia del teatro en el siglo XX [283]. Es más, los textos de Alberti se consiguen fácilmente en Francia y hay una relación directa entre el número de montajes de una obra y la accesibilidad del texto. Quince años después de la época estudiada por Torres Monreal, el catálogo de la Librairie Théâtrale en París incluye la edición de L'Arche de Le repoussoir y otros dos tomos de teatro de Alberti con seis obras más.

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En 1984, se estrenó en Francia una nueva versión de Le repoussoir. Ésta se basó en la revisión del texto que hizo Alberti para el estreno tardío en España de El adefesio en 1976, treinta y dos años después del estreno mundial de la obra en Argentina. Huelga recordar que María Casares, famosa actriz del teatro francés, volvió por fin a su patria tras cuarenta años de exilio para encabezar el reparto español y que Alberti, por ser miembro del Partido Comunista, tampoco había regresado antes a España. Por su parte, el montaje parisiense en el teatro Daniel Sorano de Vincennes reflejó la influencia de emigrados argentinos: dos de los tres directores de la Compagnie Persona nacieron en Argentina y la compañía se organizó precisamente para fomentar la comunicación entre los teatros de Francia y los países hispanos.

En la historia más reciente del teatro de Alberti en Francia sobresale Noche de guerra en el Museo del Prado, una obra que se publicó en 1956 en Buenos Aires, donde vivía entonces el autor exiliado. La obra no se representó en un escenario francés hasta 1974, pero hubo un proyecto anterior. Según Alberti, Pierre Debauche, quien dirigió Le trèfle fleuri en el teatro Daniel Sorano en 1964, pensaba también poner en escena Noche de guerra en el Museo del Prado; al considerar el texto una protesta contra cualquier movimiento reaccionario, a Debauche se le ocurrió usarlo como comentario sobre el Mayo del 68 en París [Bernat, 67]. La obra de Alberti, con sus referencias intertextuales al arte y a la historia política de España tanto en el siglo XX como en el siglo XIX, junto con la creación de personajes que salen de los famosos cuadros del museo madrileño, se presta a un espectáculo impresionante, lleno de efectos visuales y brechtianos. De hecho se cuenta que el propio Bertolt Brecht conoció y elogió la obra.

El que por fin llevó Noche de guerra en el Museo del Prado al escenario francés fue Pierre Constant, quien antes había sido actor en la compañía de Debauche. Se estrenó en uno de los centros regionales, el Centre Dramatique de la Courneuve. En octubre de 1974, este montaje se puso en escena en París, en el teatro de la Cité Internationale. En su crítica publicada en Travail Théâtral, Richard Monod no considera didáctica, en sentido brechtiano, esta versión de la obra de Alberti, pero sí la considera innovadora, digna de comparación con la famosa puesta en escena de 1789 en el Théâtre du Soleil.

Sylvie Caillaud ya conocía este montaje del 74 cuando decidió poner en escena Nuit de guerre au Musée du Prado (traducción de Alice Gascar) durante la temporada de 1986-1987 en el Théâtre du Nain Jaune, Centre Dramatique d'Issoudun. Le fascinó el uso de los cuadros de Goya como manera de expresar la resistencia; le pareció un ejemplo único de tal intercalación del arte en un texto teatral [Entrevista personal]. Su versión, que se   —425→   estrenó en noviembre en Issoudun y se llevó de gira por provincias, resultó todo un éxito; a finales de abril llegó al teatro de la Cité Internationale de París, donde permaneció en cartel hasta finales de mayo. Por el uso de diapositivas y la extensión del espacio escénico en la misma sala, Caillaud logró una inmersión total de los espectadores en el ambiente de la obra.

No se puede separar la historia teatral de autores exiliados de la historia personal de otros exiliados, de un tipo u otro. Varios argentinos ubicados en París -no olvidemos a los grandes directores como Víctor García y Jorge Lavelli- han contribuido mucho al conocimiento internacional del teatro español. Por otra parte, Marc-Ange Sanz, un joven director, actor y traductor francés que se ha interesado por las obras de Max Aub, es hijo de exiliados españoles. Descubrió las obras de Aub durante un viaje a España, escribió su tesis de teatro en la Universidad de Nanterre sobre el tema y, con su grupo Caprices-Compagnie, se dedicó a promocionar estas obras en Francia [Entrevista personal]. Estrenaron Le soupçonneux magnifique (1984), Mathilde ou Les morts (1985) y Wien 38 (1986). Este último será el montaje más importante de la serie; la obra y la actuación de Anne Legrand recibieron buenas críticas cuando se puso en el festival Off de Aviñón y luego, en 1987, se llevó al teatro experimental Espace Marais en París. Es una versión del emocionante monólogo, De algún tiempo a esta parte, que Aub escribió en París en 1939 para denunciar la tragedia del pueblo judío.

En 1998, la magnífica puesta en escena de San Juan (dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente) llamó por primera vez la atención del gran público en España sobre los valores del teatro de Max Aub -un cuarto de siglo después de su muerte-. Según André Camp, el crítico teatral y traductor francés, es posible que el montaje de San Juan llegue al Théâtre de l'Europe de París y así también al gran público en Francia [Entrevista personal, 1998]. Camp era amigo de Aub y hace muchos años le tradujo varias obras.

De nuestros autores de la España peregrina, Alberti, Aub y Casona, es sin duda este último el que más éxito ha tenido en Francia. Torres Monreal atribuye la «penetración incomprensible» de Casona a algún malentendido por parte de intermediarios que esperaban un mensaje progresista del autor exiliado; luego descubrieron su error y Casona desapareció del escenario francés [Torres Monreal, 1976, 8-9]. Otra vez, Torres Monreal se equivoca; es verdad que Casona ya no se representa en los grandes teatros de París, pero en los teatros escolares y de aficionados las obras de Casona, en particular sus farsas cortas, se representan constantemente. La popularidad de estas obras, basadas en fuentes clásicas, se puede comparar con la de los entremeses de Cervantes o la de las piezas para títeres de Lorca.

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En los años cuarenta, cuando se estaba promoviendo el «mito de Casona», dos de sus obras llegaron a escenarios parisienses. Se estrenaron Notre Natache (Nuestra Natacha) en 1944 en el teatro La Bruyère y La dame de l'aube (La dama del alba) en 1948 en el teatro Gaîté-Montparnasse. Es interesante notar que este último es un texto que Casona escribió en el exilio y que se había estrenado sólo cuatro años antes en Buenos Aires. En 1952 hubo un montaje de La barque sans pêcheur (La barca sin pescador) en Montecarlo. El traductor de estos tres textos fue Jean Camp, que en la misma época también estaba traduciendo obras de Lorca436. Según los datos de Torres Monreal, hubo una refundición de La barque sans pêcheur por un grupo de aficionados en los años cincuenta, un montaje de Inès de Portugal (traducción de André Camp) en el festival de Bellac en 1964 y luego un silencio total respecto a Casona.

No obstante, los datos que la Sociedad General de Autores de España le facilitó a Francisco Álvaro para su anuario, El espectador y la crítica, indican que la popularidad de Casona siguió en marcha. En las listas de Álvaro de los trece años entre 1973 y 1985, se citan setenta y dos montajes de obras de Lorca y cincuenta y tres de las de Casona. Álvaro incluye La barca sin pescador entre las puestas en escena en Francia durante doce de estos trece años, y La fablilla del secreto bien guardado, que figura durante once años del mismo periodo. Estas obras aparecen con la misma frecuencia que las obras más representadas de Lorca: La zapatera prodigiosa y La casa de Bernarda Alba. En total, Álvaro nos informa de montajes en Francia de once obras distintas de Casona. Otros textos que aparecen durante seis o más años son La dama del alba, La molinera de Arcos y El mancebo que casó con mujer brava.

Los datos de la SGAE que forman la base de las listas de Álvaro sobre el teatro español en el extranjero no indican si las obras se pusieron en su lengua original o traducidas. En el caso de Casona, sin embargo, es fácil averiguar la accesibilidad de traducciones francesas. Seis títulos de Casona se incluyen en el catálogo de la Librairie Théâtrale ya mencionado; entre éstas se encuentran las cinco obras casonianas más representadas en Francia. La misma librería publica una Collection Education et Théâtre; de las diez obras españolas de esta colección, cinco son de Casona, traducidas por Jean o André Camp. Dos traducciones más de textos casonianos se publicaron en la prestigiosa revista L'Avant-Scène Théâtre; éstas también se encuentran sin grandes dificultades.

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Las listas de teatro español en el extranjero que figuran en El espectador y la crítica, aunque bastante más optimistas que las previsiones de Torres Monreal, no dan un informe completo de la popularidad del teatro de Casona en Francia. En los archivos de la SGAE, hay noticias de muchos montajes que Álvaro ignoró437. Por ejemplo, además de las tres puestas en escena de la farsa breve Cornudo, apaleado y contento señaladas por Álvaro entre 1973 y 1985 (1973, 1977, 1978), los datos más completos de la SGAE identifican dos montajes en 1982, uno en 1984 y otro en 1985. Para la farsa casoniana más popular, La fablilla del secreto bien guardado (La fable du secret bien gardé), la SGAE tiene noticia de nada menos que seis puestas en escena en 1982, cinco en 1983 y cuatro en 1984.

Si nos limitamos a París y a los grandes centros teatrales, Torres Monreal tiene razón cuando afirma que Casona casi no se representa, pero el teatro popular del que forma parte se halla en otros lados. Según André Camp, hay miles de teatros de aficionados en Francia y éstos suelen buscar sus textos precisamente entre colecciones como la de la Librairie Théâtrale o entre obras publicadas en L'Avant-Scène Théâtre. Camp da otra explicación de la popularidad duradera de Casona en Francia: se hicieron películas de dos de sus obras principales, La dama del alba y La barca sin pescador, y estas películas se emiten de vez en cuando en la televisión. Como traductor de Casona, Camp también aclara por qué el autor exiliado desapareció de los informes de fuentes francesas. Durante su larga estancia en Argentina, cuando sus obras se tradujeron al francés, Casona cobró los derechos a través de la Société des Auteurs et Compositeurs Dramatiques; cuando volvió a España en los años sesenta, la SGAE empezó a representarlo y los archivos dedicados a su teatro en el extranjero se trasladaron a España [Entrevista personal, 1989].

Alberti (1902), Aub (1903-1972) y Casona (1903-1965) ya eran hombres maduros cuando estalló la Guerra Civil. Carlos Semprún Maura (1926) sólo tenía diez años. Se educó en Francia y, como él mismo indica, es perfectamente bilingüe:

En lo que se refiere a mis raíces nacionales -o geográficas- reconozco ser esquizofrénico. Soy un español de París. Capaz de escribir temas franceses, como españoles. Capaz de escribir en las dos lenguas.   —428→   No me duele en absoluto. A mi modo de ver, dos culturas valen más que una.


[Carta, 1988]                


Este concepto se repite en el subtítulo en el ensayo autobiográfico que acaba de publicar en España: El exilio fue una fiesta. Memoria informal de un español de París. Lejos de perder su identidad española en el nuevo país, Semprún Maura, lo mismo que su hermano mayor Jorge, dedicó años de su vida a la lucha clandestina contra Franco en España. En sus novelas y ensayos, que generalmente ha escrito en francés, suele tratar el tema de España438. Algo semejante pasa con sus muchas piezas para France-Culture y France-Inter de la radio francesa. De hecho, la obra dramática de Semprún Maura que mejor revela sus raíces españolas es Ma chanson la plus triste est espagnole (Mi canción más triste es española, título sacado de un poema de Jaime Gil de Biedma). Este excelente ejemplo de la metateatralidad y de la mezcla realidad-fantasía se estrenó en la radio en 1987.

La acción de Ma chanson la plus triste est espagnole transcurre en una casa aislada en un pueblo de España después de la muerte de Franco. Los tres personajes son Juan, autor de obras de teatro y de radio; su mujer, María; y su hermano, Pablo, que había luchado contra el régimen de Franco. Pablo había sido torturado y había muerto hacía siete años en la prisión de Carabanchel. En su visita de ultratumba, acusa a Juan de haberle denunciado. Además de aludirse a la historia política de España, Ma chanson la plus triste est espagnole desarrolla otros temas que se pueden relacionar fácilmente con muchas obras españolas: el desamor del matrimonio, la desilusión, la abulia. El complejo de culpa de Juan y los deseos frustrados de María invocan el fantasma de Pablo. De manera pirandelliana, nunca sabemos si Juan denunció a su hermano o no, o si María y Pablo fueron amantes; lo que sí sabemos con certeza es que Pablo simboliza la muerte de los sueños de la juventud.

Ma chanson la plus triste est espagnole también se representó, pero sin mucho éxito, en 1990 en el Théâtre Essaïon, pequeño teatro parisiense dirigido por José Valverde, otro hijo de exiliados españoles. Las obras de   —429→   teatro más importantes de Semprún Maura son mucho más «francesas» en sus temas y estructura. Fueron publicadas en L'Avant-Scène Théâtre y sus directores se incluyen entre los más célebres del teatro experimental en Francia. En El exilio fue una fiesta, el autor dedica un capítulo, «Algo sobre teatro», a sus colaboraciones con Jean-Marie Serreau, Laurent Terzieff y Roger Blin. Según nos dice, tuvo «la suerte de conocer el último periodo de la bohemia teatral, en París [...] ese periodo estupendo de la historia del teatro» [119].

Las primeras piezas originales de Semprún Maura son obras cortas. Sur une plage de l'ouest (Playa al noroeste, 1959) y La salle d'attente (La sala de espera, 1967) son antirrealistas y alegóricas; están relacionadas con el surrealismo y el teatro del absurdo a la vez que anticipan las dos obras de teatro más importantes del autor. En 1971, Terzieff dirigió L'homme couché (El hombre acostado), y él mismo interpretó el papel principal. Las críticas que se publican, junto con el texto, en L'Avant-Scène Théâtre 474, son todas muy favorables. Semprún Maura recuerda que descubrió «el opio del éxito, el placer egoísta de los aplausos» [1998, 121]; pero su obra de teatro más importante y más representada es Le bleu de l'eau-de-vie (El azul del aguardiente). Se trata de un diálogo entre dos hombres que habían sido amigos en la juventud, durante su lucha idealista por la reforma de la sociedad (Semprún Maura pensaba en el 68 parisiense). Han pasado los años; uno ya ha adoptado una vida convencional y el otro, alcohólico, está en paro. Este drama íntimo empieza en tono suave, incluso cómico, hasta llegar a la revelación de un triángulo amoroso oculto y las bajezas a las cuales el borracho ha llegado sin recordarlas luego.

Le bleu de l'eau-de-vie se estrenó como pieza radiofónica, con Terzieff y Maurice Garrel en los dos papeles. Cinco años después, por una serie de casualidades, la obra fue seleccionada para un montaje en el Petit Odéon de la Comédie Française, y Semprún Maura propuso a Roger Blin como director. Esta puesta en escena del 81, con los actores Maxence Mailfort y Patrick Chesnais, recibió unas críticas elogiosas; incluso se la calificó de «obra maestra». Han seguido otros montajes: en el teatro Petit-Montparnasse al año siguiente, en el festival Off de Aviñón, en 1990 en un festival parisiense de teatro hispano.

Cuando Torres Monreal hizo sus investigaciones, llegó a conclusiones pesimistas respecto al futuro del teatro español en Francia. Afortunadamente, se equivocó. Si no nos limitamos a los teatros nacionales y comerciales de París, descubrimos que no han desaparecido del escenario francés las obras de autores del exilio como Rafael Alberti, Max Aub y Alejandro Casona. Es más, ya forman parte del mundo cultural de Francia los que   —430→   fueron expatriados de niños -caso de Carlos Semprún Maura- y los hijos de los exiliados, que también promocionan lo español en Francia439.


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