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El extraño caso de la estatua parlante: «Ariel» y la retórica magisterial del ensayo latinoamericano

Roberto González Echevarría




Navegando en aguas de origen y ceniza.


Pablo Neruda                


Los ensayos de este libro giran en torno a la relación entre el concepto de cultura y la idea de lo literario en la América Latina moderna. El argumento principal, que implícita o explícitamente se presenta en estas páginas, es que el concepto de cultura opera como una ideología que ha dotado de significado a la literatura latinoamericana, mientras que la literatura latinoamericana moderna emerge, por su parte, de la pugna por desestabilizar esa relación, aún en el caso de los textos que más abiertamente parecen promoverla. Mi propuesta es que el concepto de la cultura en la Latinoamérica moderna -abarcando desde las formulaciones de Sarmiento hasta las de Fernández Retamar, aproximadamente- se compone de una constelación de tropos que aspiran a contener y a controlar los textos literarios latinoamericanos, vinculándolos a una serie de significados predeterminados. Aunque el alcance de esta constelación metafórica es considerable y sus manifestaciones externas han evolucionado a través de la historia, su función estructural como repositorio fehaciente de significados permanece constante. Como repositorio de significados, el concepto de cultura ha constituido históricamente una importante fuente de autoridad a varios niveles, que incluyen, desde las proclamas emitidas por instituciones culturales subvencionadas por gobiernos pertenecientes a todo el espectro político, hasta el trabajo de los más respetados ensayistas, críticos e investigadores, preocupados por el asunto de la identidad nacional y continental. Lo que me interesa aquí es la función del concepto de la cultura en la elaboración de la literatura, en la conceptualización y la práctica de la idea de lo literario, y no en lo concerniente a las otras instituciones mencionadas, aunque me parece que un estudio de éstas resultaría muy fructífero. El concepto de cultura es un componente fundamental en el funcionamiento de la literatura como institución. Si sustrajéramos, además del concomitante corolario relativo a la identidad nacional, el concepto de cultura del discurso literario latinoamericano, éste enmudecería casi por completo.

Sin embargo, la literatura latinoamericana, en vez de contribuir a la elaboración de un coherente concepto de cultura, se constituye en el proceso de desmantelar semejante concepto, fundamentándose en una estructura contradictoria, negativa, que se transmuta, a su vez, en su característica más sobresaliente y positiva. Quisiera demostrar en este libro cómo es que este proceso subversivo, paradójicamente auto-constructivo, se ha manifestado. Me gustaría mostrar cómo es que los textos ensayísticos de la tradición latinoamericana moderna articulan la singularidad de la literatura latinoamericana de un modo que la misma literatura contradice, y cómo lo que resulta auténticamente peculiar y único de la literatura latinoamericana surge de este complejo y contradictorio proceso. (Me propongo permitir que ciertas nociones ideológicamente fundadas sobre lo que la literatura latinoamericana es o debe ser intervengan en este proceso, liberando así una fantasmagoría de figuras en una tensa y conflictiva interacción que no es sino el resultado de un proceso de auto-afirmación y auto-negación dialéctica.)

Hablando al nivel más llanamente descriptivo, mi proyecto se funda en un concepto de la literatura latinoamericana que podría bosquejarse en los siguientes términos. Una clase social específica concibe la literatura latinoamericana como un vehículo para articular e implantar sus creencias y hacerlas dominantes. Dentro del contexto literario, estas ideas fundacionales proclaman, por una parte, la existencia de una subjetividad individual orgánica coherente, que procura establecer su singularidad y expresarla a través de los símbolos que ella misma crea; por otra parte, asumen la existencia colectiva de una serie dada de códigos a través de los cuales esos símbolos, ese discurso del ser, logra articularse y comunicarse con otros. No podríamos, a cabalidad, describir esta clase social en términos de una burguesía al estilo europeo, pero sería legítimo aseverar que los más fundamentales conceptos de auto-legitimación de esta clase se encuentran vigentes en América Latina y constituyen su base ideológica1. Esa noción del ser y esos códigos son creación de esta clase social, y a menudo se encubren bajo los conceptos de espíritu y naturaleza, con el «espíritu» representando una suerte de inteligencia universal de la que todo individuo está dotado y que le permite, por lo tanto, interpretar la realidad, mientras que la «naturaleza» figura como un sistema de signos cuya pertinencia es avalada por la colectividad. La circularidad lógica inherente a este proceso no debe ser soslayada al intentar comprenderlo. Una clase social inevitablemente recurre a estos conceptos como parte de su proceso de auto-concepción y consolidación. Algunas de estas invenciones ostentan un carácter eminentemente político, como sucede en el caso del derecho natural cuando es invocado para garantizar los derechos de propiedad, pero abarcan mucho más que lo puramente político (en la acepción más común del término), en tanto que aspiran a regular y codificar no sólo las relaciones sexuales, sino hasta incluso la metafísica.

La literatura latinoamericana extrae de la historia de América Latina -historia que debe ser entendida como discurso generado por la literatura misma- un gran acopio de lo que yo denominaría «temas». Todos ellos se ocupan, de un modo u otro, del problema de la legitimidad y la singularidad de la propia literatura latinoamericana, esto es, de las condiciones de posibilidad de una literatura latinoamericana. Estos temas se elaboran a partir de los dos presupuestos básicos que mencioné antes: el ser y la cultura. Les doy el nombre de «temas» en tanto que constituyen potencialidades que preceden a la práctica. Una vez integrados a la obra literaria, se convierten en lo que llamo «mitos» literarios. A diferencia de los temas, los mitos ostentan un carácter crítico, ya que sus manifestaciones se hacen posibles dentro del marco de la contradicción, de la ambigüedad y de la auto-negación. Las más importantes obras literarias latinoamericanas -tanto las analizadas en este libro como algunas otras- incorporan estos mitos, que analizaré con algún detalle más adelante. Las obras de segundo rango meramente reflejan los temas: movilizan un lenguaje descriptivo que deja intactos los diversos elementos contrastantes que los temas activan, convirtiéndolos en una verdadera «mitología de la escritura», esto es, en los textos que integran la corriente principal del discurso literario latinoamericano.

Lo que deseo es establecer una analogía entre algunos de los mitos que integran la literatura latinoamericana y los tópicos que Curtius identificara como constitutivos de la literatura clásica y medieval tardía. No hace falta decir que las diferencias entre lo que me propongo hacer aquí y el monumental proyecto de Curtius son contundentes. En primer lugar, la literatura que él analizó no estaba acuciada por el ansia de novedad y originalidad, mientras que la literatura moderna, particularmente la latinoamericana, se ve impulsada por el anhelo de ser nueva y diferente. Además, los tópicos de Curtius configuraban una especie de temario, extraído de un depósito de conocimientos generales comúnmente aceptados sin cuestionarse, mientras que yo aspiro a identificar una serie de figuras generadas por la problemática misma del conocimiento y su relación con la literatura. Mi intención es encontrar la unidad secreta en la literatura latinoamericana, la clave de sus variadas articulaciones, que se hace visible sólo en el momento en que la unidad inicial es descartada y las diversas narrativas emergen como productos del proceso dialéctico de afirmación y negación.

En este libro estudio algunos de los mitos derivados a su vez de los dos mitos básicos relativos al ser y a la colectividad: la figura del maestro, poseedor y transmisor del saber cultural; la figura del dictador, dueño del poder absoluto e hipóstasis del autor; la figura del autor mismo, capaz de filtrar la voz «primitiva», inarticulada, del otro y convertirla en un texto inteligible, paradójicamente dotado de autoridad por el silencio del otro (e. g., Johnny y Manuel Montejo en «El perseguidor» y Biografía de un cimarrón, respectivamente); el mito de la naturaleza, y más específicamente, de la tierra como fuente de sentido y autoridad, junto al mito correlativo del exilio, un aislamiento de la tierra que, a través de la prueba de la separación y el retorno, dota supuestamente al individuo de una visión más auténtica. Por su misma naturaleza, estos mitos no son estáticos ni susceptibles a la nueva descripción, como si fueran algo inerte, sino dinámicos y coadyutorios en sus propios procesos de autoanálisis. El nuestro es, por así decirlo, un instrumento hermenéutico cuya utilidad se revela en la práctica, no en su propuesta expositiva. Se trata de una herramienta hermenéutica que desmantela aquello que pretende interpretar, y que sugiere que su significado se encuentra en el mismo proceso interpretativo. Lógicamente, podría decirse que la cultura latinoamericana, como se perfila a través de su literatura, no es sino este simultáneo proceso de autoconstitución y desmantelamiento.

No estoy proponiendo, por supuesto, que América Latina no tenga una cultura propia, y mucho menos que no exista una relación significativa entre la cultura y la historia latinoamericana. Lo que afirmo es que la cultura y la literatura se configuran mutuamente como elementos necesarios dentro de un proceso de formación ideológica. Aun en los casos en los que, al hablar de «cultura», uno simplemente pretende hacer referencia al sistema de signos mediante el cual una comunidad organiza y comunica sus valores y creencias en un momento dado de su historia, ha de resultar más bien evidente para cualquiera que viaje por América Latina o por las regiones dominadas por hispanos en los Estados Unidos que no se encuentra en Saint-Germain-des-Prés o en Washington Square.

Lo que de hecho propongo es que el concepto de la cultura que presenta la literatura latinoamericana moderna para abarcar el universo latinoamericano representa más una parte del proceso de autoconstitución literaria que el reflejo de las realidades sociales y políticas de los diversos países latinoamericanos. América Latina está compuesta por una gran variedad de culturas diferentes, muchas de las cuales no tienen nada que ver con la literatura, ni como productoras, ni como consumidoras. Un científico social se vería en aprietos para considerar como pertenecientes al mismo grupo social a un paupérrimo «mojado» del suroeste de los Estados Unidos y a un culto habitante de Buenos Aires, aunque el idioma nativo de ambos sea el mismo. Las diferencias de clase en América Latina son muchas y muy radicales, e imaginar que pueden ser subsanadas con sólo apelar a una abstracta generalización filológica constituye, en el mejor de los casos, una pintoresca ofuscación académica, y en el peor, un acto de mala fe política. Aún así, y dado que la literatura está hecha de no pocos actos de mala fe, además de no pocos autoengaños, la literatura latinoamericana se ha visto obligada, desde el comienzo, a imaginar la unidad de la cultura, o a soñar con su advenimiento.

La razón de semejante constancia es histórica: Latinoamérica fue creada en los albores de la modernidad como concepto y como realidad política; esto es, emerge en la coyuntura histórica que también vio el surgimiento del problema de la identidad cultural como interrogante y como necesidad conceptual. No hay otro origen que no sea esa pregunta misma, y la literatura retorna a ella repetidamente con el propósito de dar finalmente remate al problema.

La tenacidad de esta mistificación literaria puede atribuirse en parte a la naturaleza de las relaciones entre la literatura y las instituciones de poder dentro de la sociedad latinoamericana. En este sentido, la literatura sí constituye un reflejo de la sociedad. Tanto la ideología nacionalista que ha apoyado a los diversos regímenes latinoamericanos desde la independencia, como las instituciones educativas encargadas de legitimar tales ideologías, así como las creencias más extendidas con respecto a los lazos supuestamente creados por el idioma compartido, descansan en la premisa de que existe una sólida relación entre el lenguaje, la literatura y la cultura. Cabe poca duda de que el nacionalismo como ideología fundacional representa una característica peculiar de las sociedades dependientes y marginales. Saqueadas desde el siglo diecinueve por los modernos poderes imperiales, las sociedades marginales crean fábulas acerca de su propia originalidad, inspiradas en aquellas producidas por las sociedades dominantes de las que dependen y de las que desean defenderse y distanciarse. La búsqueda de una identidad nacional y cultural se convierte en problema para aquellos países en los que la emergente burguesía local ostenta el poder, pero no el perfil definido de sus contrapartidas europeas, y donde las prácticas y valores tradicionales se están viendo reemplazados caóticamente por los residuos de las sociedades industrializadas. No hace falta ser marxista para percatarse de este hecho. El único estudio convincente y sistemático que existe de este fenómeno es, en mi opinión, El ingenio de Manuel Moreno Fraginals. Ningún estudio serio de este tipo ha sido dedicado exclusivamente a la literatura y a su relación con las miméticas e (im) potentes élites latinoamericanas, aunque se están iniciando algunos que tendrán éxito si logran despojarse de la jerga y los rituales característicos de gran parte del marxismo latinoamericano.

Mi hipótesis es que, en el inicio, existió un vínculo causal entre el problema de la identidad nacional y las relaciones de dependencia imperantes entre la emergente burguesía latinoamericana y la europea. El concepto de lo literario es un concepto occidental y burgués. ¿Por qué tendría que existir una literatura del mismo modo que existe en Europa si América Latina es tan diferente y única, como insisten los ideólogos de la cultura? Mi teoría es que el drama que se desarrolla en el corazón de la literatura latinoamericana resulta de la imposibilidad de responder a esta pregunta satisfactoriamente. La nueva entidad que intenta expresarse se ve forzada a hacerlo por medio de un lenguaje labrado por conceptos e historias caducos. La nueva entidad y la nueva literatura son esa pugna, no el resultado de ésta. También supongo que las figuras que aparecen a medida que América Latina intenta resolver estas cuestiones encuentran su origen en la especificidad histórica de Latinoamérica. Las ceremonias y la iconografía del nacionalismo en sus manifestaciones más visibles suelen ser particularmente estridentes donde quiera que éste representa la plataforma ideológica fundamental del estado. La literatura se nutre de tales rituales e iconos con el fin de someter las bases ideológicas de otros a una rigurosa prueba. Las recientes «novelas del dictador» latinoamericanas son el mejor ejemplo de este proceso, como en el caso de El derecho de asilo, un relato de Alejo Carpentier en el que el proceso de formación simbólica de una sociedad nacionalista y su vínculo con la literatura se ponen de manifiesto.

Sostengo, sin embargo, que la energía crítica que la literatura latinoamericana dirige contra tales ideologías fundacionales forma parte de un mecanismo más abarcador, implícito en toda la literatura moderna, y que es en este sentido que la literatura latinoamericana es tanto moderna como «universal». Lo es, sin embargo, dentro de una modalidad de la negación de sí que resulta mucho más intensa y dramática de lo que lo es en muchas otras partes del mundo. El concepto de la cultura está compuesto de una serie de postulados cuyos pilares ideológicos son, como hemos visto, la identidad nacional o colectiva y la auto-identidad, y cuya elaboración depende de la filología, no importa cuan difusamente esta ciencia típicamente decimonónica aparezca en los textos específicos.

El principal objeto del pensamiento latinoamericano ha sido tradicionalmente la cuestión de la identidad. Una larga tradición ensayística, hábilmente estudiada por Martin S. Stabb, Peter Earle y Robert Mead, se ha impuesto como tarea el definir qué es América Latina, lo que los latinoamericanos son y cómo la literatura revela tanto como refleja esa identidad2. Los principales textos de esa tradición, desde el Facundo (1845) hasta Calibán (1971), siempre han tomado en cuenta la literatura, dado que la especificidad y la diferencia de la literatura latinoamericana son claves para determinar la existencia y la autenticidad de la identidad latinoamericana. La orientación de esos ensayos es variada, abarcando desde una especie de idealismo neo-kantiano hasta el existencialismo y el marxismo, sin que ninguno llegue a convertirse en un sistema filosófico independiente. Los más poderosos textos de esta tradición están, sin embargo, plagados de contradicciones, y recurren insistentemente a un lenguaje altamente figurado. En resumen, como parte de su proceso de autoconstitución, elaboran lo que me gustaría denominar como una «mitología de la escritura». Tal mitología de la escritura representa una fábula fundacional alternativa en la que el núcleo aparentemente doctrinal de un texto es subvertido, como en una suerte de pesadilla edípica. La identidad colectiva o personal ha figurado como uno de los principales temas dentro de la ficción y la poesía modernas con resultados igualmente ambiguos, o sea, ha creado una mitología parecida.

Además de las mencionadas razones históricas, existe, sin embargo, un hecho fundamental: todo este proyecto de «búsqueda de identidad» está fundado en el lenguaje y, como tal, está sujeto a las complejidades propias de ese medio. El concepto de la cultura se articula inevitablemente en términos del discurso literario, lo que no sólo lo hace susceptible a la distorsión ideológica, sino que lo traduce a signos que no conducen a la síntesis y a la autorevelación, sino a la dispersión, al soslayo, al encubrimiento y al autoengaño. Es precisamente en este punto que cierto tipo de crítica, que anhela aliarse a las ciencias sociales y que gusta identificarse como marxista, frecuentemente falla, y termina denostando a los autores latinoamericanos, ya sea por motivos de resentimiento, ya a causa de un descaminado, si bien a veces sincero, fervor político. La simplista y colonialista creencia de muchos de estos críticos es que la literatura latinoamericana debe obedecer a las fórmulas que ellos proponen; insisten sobre todo, en que la literatura sea directa, que trate ciertos tópicos predeterminados y, más importante aún, que eluda las trampas del lenguaje. El caso más ingenuo y burdo es el del tan llevado y traído «testimonio». Pero la literatura latinoamericana persiste en su oblicuidad, y continúa tratando obsesivamente el problema de la identidad en términos de la sexualidad en vez de la lucha de clases, en el lenguaje de los medios de comunicación masiva en vez de la filología. Sigue lidiando con la personalidad individual en términos de la violencia patológica en vez de la política, y parece estar más interesada en el destino del macho que en el del guerrillero. Está más involucrada, en fin, con el pasado y sus efectos en el presente que con el presente como heraldo del futuro. Violenta, perversa, dedicada a la demolición de la autoridad sin proporcionar proyectos viables de orden, la literatura latinoamericana se resiste a promover ningún tipo de programa para el futuro, o a proyectar un optimismo partidista.

La cultura es memoria, y la memoria se funda en el lenguaje. El único modo de acceder a la mitología literaria latinoamericana es precisamente a través del lenguaje de la literatura, pero el precio de ese recorrido es la aceptación de la naturaleza inherentemente subversiva de ese lenguaje, en el cual hasta las más caras creencias son cuestionadas y los argumentos más convincentes puestos en tela de juicio. La literatura emana de ese inframundo donde las sombrías figuras de la negación y la transformación desfiguran todo concepto fundado en la autoridad y la tradición. Mi intención es asomarme a este infierno. El día que llegue -si es que llega- el paraíso utópico de la crítica ingenua, cuando el lenguaje haya sido redimido de su demoníaco poder de mediación, será posible pasearse sin temor entre las humeantes ruinas de esa región infernal. Hasta entonces, toda versión de ese inframundo constituye necesariamente una perversión. He elegido denominar esas versiones como una mitología de la escritura porque inevitablemente entrañan fábulas en torno a los orígenes de la escritura, y porque están atestadas de contradicciones, de violencia y figuras simbólicas, como en los cuentos de hadas. Es por eso que, a pesar de la precisión histórica que persigo y del saber que deseo generar, mi crítica interpela a estos textos como textos, esperando, de paso, que esa tarea desconstructiva se evidencie en mi propia escritura. En este sentido, un eclecticismo programático, en sintonía con el de la propia literatura, constituye el núcleo de mi aproximación.

En uno de los ensayos que aquí presento propongo que uno de los relatos fundacionales de esa mitología de la escritura es el que establece un vínculo entre el autor, la autoridad y la figura del dictador. Intento demostrar en ese ensayo que el surgimiento de la figura del escritor, quien no ostenta más poder de autoridad que el de la negación, disuelve el nexo entre autoridad y voz. En la mitología de la escritura relativa a la figura del dictador, el vínculo entre identidad y escritura queda deshecho. La especificidad de la cultura y de la literatura latinoamericana se cuela, como quien dice, por la puerta de servicio, encarnada en el personaje que representa la autoridad: el dictador / autor derrocado.

Las asociaciones históricas y lingüísticas de esa figura con el machismo hispánico son demasiado obvias como para explicarlas aquí. Remontándose hasta la España arábigo-germánica, pasando por los caudillos, comandantes en jefe y generales de la América Latina moderna, la figura del dictador representa claramente la autoridad paterna. Se trata de la misma autoridad que subyace en la tradición ensayística. Después de todo, el dictador, como encarnación de la voz y el poder, constituye un análogo del lenguaje y la cultura, principales campos de la actividad ensayística. Con esto quiero decir que la voz es portadora del saber a través de la peculiaridad del lenguaje, siendo éste el último objeto de la filología, que a su vez constituye el fundamento científico de aquel saber y del discurso que legitima la autoridad, vinculándola a fuentes y a orígenes.

Dentro de la tradición ensayística, la voz de la autoridad y el poder no asume la máscara del dictador. La figura que preside el género del ensayo es la del maestro, cuya tarea es sondear las profundidades del lenguaje y la historia con el fin de articular la voz de la cultura y hacerla apta para la diseminación, esto es, convertir esta voz -pura, autóctona- en fuente de autoridad. No es accidental, por supuesto, que muchos de los autores de la tradición ensayística fueran o sean literalmente maestros y que, en algunos casos, como el de Sarmiento, tuvieran una influencia significativa en la fundación y organización de los sistemas educativos de sus países (de los autores estudiados en este libro, dos no sólo fueron educadores influyentes, sino que eventualmente asumieron la presidencia de sus respectivos países: Sarmiento, de la Argentina, y Gallegos, de Venezuela). José Martí, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, Roberto Fernández Retamar y muchos otros ensayistas fueron o son educadores y pedagogos. Incluso un poeta-ensayista como Octavio Paz ha ejercido, con frecuencia, como profesor, y La expresión americana de José Lezama Lima constituyó, inicialmente, un ciclo de conferencias. El mismo trasfondo académico es compartido por otros escritores como Cintio Vitier, René Marqués, Jorge Mañach y muchos otros. El texto de Vitier Lo cubano en la poesía también fue, en principio, una serie de conferencias. El ensayo en torno a la cuestión de la identidad cultural ha estado mucho más en contacto con el estado y sus instituciones educativas que la poesía y la novela. Algunos de estos ensayos, como los de Rodó y Henríquez Ureña, han tenido un impacto profundo y directo en la educación. La búsqueda de conocimiento que caracteriza al género ensayístico representa una actividad de una índole más claramente social que en otros géneros literarios.

Muchos de estos ensayistas han ocupado, asimismo, puestos gubernamentales. Fernández Retamar es el director de Casa de las Américas, el órgano oficial de la institución que lleva el mismo nombre; Octavio Paz fue embajador de México en la India y Alfonso Reyes lo fue en el Brasil. A través del ensayo, el problema de la identidad cultural, o sea, de la formación de un concepto de cultura que sea el soporte de la literatura latinoamericana, conjuga las corrientes políticas contemporáneas con el pensamiento político y social general.

Pero simplemente porque el ensayo haya tenido, en el contexto de la problemática de la identidad, un contacto más estrecho con la formulación del concepto de cultura, de una ideología de la homogeneidad cultural, no se desprende que la mitología de la escritura no aparezca para perturbar la placidez de las aulas, la quietud de los anfiteatros o el cordial intercambio del seminario. Aun cuando el ensayo haya hecho su aparición bajo la tutela institucional de la pedagogía, se ha visto obligado a crear, como condición de su propia posibilidad, una armazón ideológica que rápidamente evidenció inquietantes asociaciones figurales. El ensayo, en contraste con una pieza teatral o un soneto, no tiene forma fija -no se convierte en literatura con simplemente ser él mismo-. Como la novela, el ensayo tiene que hacerse pasar por otra cosa, contradictoriamente reconociendo, al mismo tiempo, que no es lo que aparenta ser. El ensayo puede fingirse carta, confesión, conferencia, seminario, discurso, artículo científico o diario. En el ensayo, la persona del autor, bajo la divisa del nombre propio, arma un espectáculo en el que la posibilidad de persuadir depende del rol que él o ella haya adoptado y del espacio ficcional en el que la representación toma lugar. Dado que el ensayo presenta tan insistentes reclamos de saber y verdad, tendemos a ignorar los dispositivos retóricos a través de los cuales se articula y manifiesta. Demasiado tiempo y energía han sido desperdiciados en discutir los aciertos estilísticos del ensayo, mientras se descuidaba el asunto de su autoconstitución ficcional. ¿Quién se ha molestado en investigar las implicaciones de la postura asumida por Ortega y Gasset en El espectador? ¿Se le ha ocurrido a alguien analizar los presuntos géneros de los ensayos de Unamuno? ¿Por qué no tomar en cuenta el elemento narrativo del ensayo, su trabazón ficcional, su armazón retórica y poética? ¿Por qué son los cuentos de Borges como ensayos, y viceversa?

Si hay un rasgo característico del ensayo es que, en él, el escritor explora un problema a la vez que pone de manifiesto su propia presencia y estructura de pensamiento. Los dos principales ingredientes del ensayo son, pues, el sujeto que explora y el proceso de exploración mismo. Pero como el ensayo no es un tratado científico y como no existen fórmulas retóricas fijas que prescriban cómo puede o debe llevarse a cabo el proceso de exploración, es necesario conjurar una ficción adecuada al caso. La elaboración del nexo entre las intenciones declaradas del sujeto en pos de presencia y verdad, y de la ficción diseñada para llevar a cabo esa búsqueda, constituye la principal actividad figural de la ensayística.

Los tropos socialmente producidos por esa actividad están históricamente determinados, del mismo modo en que la figura novelística del dictador, que representa una figuración del autor, está social e históricamente determinada. En el seno de la tradición ensayística latinoamericana, esa figura ha encarnado en la figura de autoridad pedagógica del maestro, ya que, hasta hace poco, la educación, como parte de la ideología liberal sobre la que se fundan las modernas naciones latinoamericanas, era considerada como la respuesta a los problemas que sobre su propia forma de existencia y futuro enfrentaba el continente3. La dicotomía entre civilización y barbarie, propuesta por Sarmiento como motor principal de la historia latinoamericana, aún sigue viva dentro del proyecto pedagógico de una revolución tan radical como la cubana, en la que el proyecto más urgente, una vez derrocado Batista, fue una campaña de alfabetización. El poder dictatorial existe porque -se piensa- las masas carecen de suficiente educación. La lectura y la escritura erradicarían la violencia. Una novela como Doña Bárbara de Gallegos ilustra la inestable relación entre el poder arbitrario y el lenguaje. Existe, por supuesto, una contradicción en esa novela, que analizo en el capítulo 3 de este libro: la presencia autóctona, telúrica, es analfabeta, sus manifestaciones externas son orales, mientras que el conocimiento ideal reside en la escritura y la lectura. Esta oposición constituye el centro de la polémica entre Sarmiento y Rodó, aunque no es detectable en la superficie de los textos. Lo que es importante señalar, sin embargo, es que la búsqueda del «conocimiento» y la «presencia», términos cuya síntesis arrojaría como resultado la identidad cultural, toma lugar dentro del contexto de una ficción pedagógica, el drama de las aulas en el que la lectura y la escritura representarían supuestamente una liberación, aunque a costa de la misma cultura que la literatura está intentando definir. En términos generales, el moderno ensayo latinoamericano es producto del calor seminal que dimana de la fricción producida por lo que constituye, desde el comienzo, un insoluble dilema en el centro mismo del pensamiento occidental desde, por lo menos, el siglo dieciocho.

Como cualquiera que esté familiarizado con la historia del ensayo latinoamericano habrá adivinado al leer las páginas anteriores, me estoy encaminando hacia un análisis de Ariel de José Enrique Rodó, el ensayo fundacional de la moderna tradición ensayística latinoamericana. En términos de su influencia en el pensamiento y la literatura de América Latina -de hecho, en la historia de América Latina- sería difícil imaginar un texto más importante4. Mi interés en Ariel sin duda le debe, en parte, algo a ese hecho, pero, como pronto se verá, también a la forma en la que, en este ensayo, las figuras (tanto personajes como tropos) dominantes en la tradición latinoamericana se manifiestan en todo su poderío, esto es, en todo el esplendor de sus relaciones contradictorias. Aunque tan vilipendiado como reverenciado, el texto de Rodó nunca ha sido analizado de un modo que revele su latente energía textual. Esto es lo que me propongo hacer tanto en un sentido histórico como textual, además de examinar cómo es que uno de sus tropos clave reaparece, aunque invertido, en cierto texto de un muy contemporáneo e incluso radical autor, Severo Sarduy. Lo que me propongo hacer aquí -como con Sarmiento en el ensayo sobre la novela del dictador- es mostrar cómo el texto de Rodó contiene una fábula fundacional cuya influencia (aun mientras está siendo denigrada) se extiende hasta nuestros días. El concepto de la cultura latinoamericana que, junto a su concomitante idea de la literatura, ostensiblemente propone Rodó es obsoleto, pero aún así, al formularlos, el escritor uruguayo puso en movimiento un psicodrama subtextual y subterráneo que aún perdura.






ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspes sustentado.


Fray Luis de León                


Ni bien apareció publicado Ariel en 1900, su influencia arrolló al mundo de habla hispana. El ensayo de Rodó fue reimpreso, glosado y debatido por toda América Latina y España. Se crearon sociedades para discutir las doctrinas que propugnaba, y aparecieron numerosos comentarios en publicaciones tanto académicas como periodísticas. La situación histórica era propicia. España acababa de perder Cuba, Puerto Rico y las Filipinas en una guerra contra los Estados Unidos que demostró de forma decisiva que la antigua metrópoli estaba fuera de sincronía con el mundo moderno. ¿A cuál de los mundos pertenecía América Latina? ¿La ataban todavía sus raíces hispánicas al Mediterráneo, o acaso estaba su futuro vinculado al de la nueva república del norte, que engullía sus territorios y proclamaba un nuevo estilo de vida? ¿Era América Latina americana o latina? Sarmiento había viajado por los Estados Unidos y había decidido que la Argentina, cuando menos, iba a ser «americana» en el sentido que se le da a la palabra en los Estados Unidos. Martí, el primero, y después Rodó, disintieron vigorosamente, aunque por razones distintas. La solución revolucionaria de Martí tardó largo tiempo en encontrar adeptos. Pero el llamamiento de Rodó a diferenciarse de los Estados Unidos mediante un retorno a la tradición europea se convirtió prácticamente en culto. El suyo fue el primer y más abarcador proyecto para la constitución de una identidad latinoamericana. La oposición entre Rodó y Sarmiento, como la que existe en la tradición europea entre Platón y Aristóteles o Vico y Descartes, persiste en el núcleo del pensamiento latinoamericano. Aún hoy día, no sólo ensayos como Calibán de Fernández Retamar, sino novelas como El recurso del método de Carpentier rinden homenaje a este debate, replanteándolo en la elaboración del personaje principal, ubicando diversos momentos de la acción en lugares que aluden al Facundo de Sarmiento (Nueva Córdoba), y sobre todo, dándole a los hijos del dictador nombres shakespereanos. Los hijos del dictador, en el universo paródico de la novela de Carpentier, son como los muchos hijos espirituales de Rodó esparcidos por América Latina.

El Ariel está subdividido en seis breves capítulos, precedidos de una introducción igualmente breve en la que se «pone en escena» el texto. Dentro del último capítulo, (aunque sin separación, si no quizás espacial, del cuerpo del ensayo) hay una coda en la que el montaje introductorio reaparece. El escenario de este tan influyente ensayo es, muy apropiadamente, un salón de clases. Un viejo maestro, apodado Próspero por sus estudiantes, preside la última sesión de un curso en el estudio, atiborrado de libros, del maestro, un espacio dominado por una estatua de bronce de Ariel. El maestro habitualmente se sienta junto a la estatua; de ahí, el nombre que le han dado sus estudiantes. Invocando a Ariel como «mi numen» -esto es, como el espíritu que lo anima- el maestro pronuncia un discurso (los seis capítulos del texto) dirigido a los estudiantes, indicándoles cómo han de poner en práctica sus conocimientos, cómo comportarse en la vida y qué escollos deben evitar.

El trasfondo ideológico de este discurso ha sido más que adecuadamente estudiado por diversos investigadores y no requerirá, por lo tanto, mayor discusión. La filosofía de Próspero constituye, en su nivel más aparente, una llamada a la espiritualidad frente al pragmatismo y utilitarismo norteamericanos. Las fuentes de Rodó son diversas, pero Gordon Brotherston establece definitivamente, en su extraordinaria edición, el predominio de ciertos pensadores franceses como Renan y Fouillée. Fundamentalmente, Rodó exalta una supuesta tradición de espiritualidad latina, de desinteresada contemplación humanística, como vía para conducir la mente hacia el placer moral de la plena manifestación de sus poderes latentes. Su ficción pedagógica -el ensayo está dedicado a la «juventud de América»- está compuesta de tres tesis fundamentales: la imitación de lo bello y lo bueno; la constitución de una subjetividad centrada en un ideal de belleza y virtud; la creación de una élite de individuos educados, capaces de guiar a otros no tan afortunados en su capacidad para el desarrollo espiritual, o sea, una suerte de espiritualismo darwiniano -predominarán y guiarán los espíritus más fuertes-. Al final del discurso, los iluminados estudiantes abandonan la biblioteca del maestro en un éxtasis perturbado tan sólo por la presencia de la muchedumbre, que abarrota las calles por las que aquéllos se alejan.

En un continente en el que la muchedumbre está a menudo compuesta de gente cuyo origen racial sería más bien difícil descubrir en el valle del Loira, donde las élites han demostrado su rapacidad más que su ilustración, el mensaje de Rodó eventualmente adquirió visos sumamente polémicos, aunque al principio la «juventud de América» acogiera con entusiasmo sus ideas. En cierto sentido, el Ariel proponía una emancipación de la invasora ideología del capitalismo, junto a la posibilidad de fundar una identidad americana que, si bien no revolucionaria, al menos podría delimitar su territorio negándose a colaborar con el agresivo imperialismo estadounidense y europeo de aquel período. Rodó había reconocido que las fuerzas desatadas por la revolución industrial ahora campeaban irrestrictas por el continente, devorando los restos del viejo imperio español en nombre de los nuevos poderes políticos y económicos. Los estudiantes que, a través de toda América Latina, escucharon el mensaje de Rodó, entendieron este aspecto de la cuestión, y muchos actuaron en consecuencia.

Con el pasar del tiempo, sin embargo, el elitismo de Rodó se hizo odioso. El último episodio de rechazo es el Calibán de Roberto Fernández Retamar, un ensayo en el que, desde la perspectiva de la Revolución cubana, se denuncia la ideología del Ariel, y en el que el monstruo shakespereano es presentado y defendido como un símbolo más apropiado del pueblo latinoamericano. Sesenta y ocho años después de su publicación, difícilmente podría el Ariel haber mantenido su vigencia ideológica. Lo que sí ha conservado, sin embargo, es el poder seductor de su estructura tropológica.

La ideología y la vigencia política no son los únicos elementos que han caducado en el ensayo de Rodó. Tal vez su aspecto más obsoleto sea su estilo. Los florilegios retóricos, el cúmulo de alusiones, el tono melifluo y el regodeo oratorio del Ariel resultan apenas tolerables hoy día. Mientras que Martí y Sarmiento, en virtud tal vez de su irrefrenable apasionamiento, produjeron una prosa que todavía puede disfrutarse, la de Rodó suena trillada, hueca y edulcorada. La actitud paternalista que Rodó asume a través de la figura de Próspero ante «la juventud de América» hace del Ariel un texto aún más anacrónico. Las figuras que el ensayo puso en escena todavía rondan la imaginación literaria latinoamericana, pero la prosa de Rodó de ningún modo puede servir de modelo para los escritores de hoy. Si esto es así, sin embargo, ¿cómo podemos dar cuenta de la presencia del Ariel en la literatura latinoamericana moderna? Me atrevería a sugerir que la importancia del Ariel se debe no sólo a la versatilidad de las figuras explícitamente puestas en escena, sino también a la forma en la que estas figuras se traban en un intercambio polémico por debajo de la superficie del ensayo, por debajo de la costra de la espesa retórica decimonónica de Rodó. Es este apasionante drama el que cautiva la atención de los escritores modernos, aun de aquellos abiertamente hostiles a Rodó.

Los elementos fundamentales del drama que se despliega en el Ariel adquieren sus caracteres distintivos como resultado de la contradicción que existe entre el escenario en el que se desarrolla y el tema manifiesto del ensayo, entre el género que aparentemente asume y su ejecución concreta, entre el sentido de lo que Próspero propone y la imagen de la interioridad que proyecta y ofrece como ejemplo. En este punto, la violencia irrumpe en la serena superficie del Ariel, anticipando, en su propio autodesmantelamiento, las críticas más radicales a las que Rodó ha sido sometido en la literatura latinoamericana más reciente.

Aunque Próspero se refiera a las anteriores reuniones en el estudio marcado por la «noble presencia de los libros» como «nuestros coloquios de amigos», y aunque, haciéndose eco de un tópico de fin de siglo, aluda a Grecia como habiendo recibido como regalo de los dioses, desde su nacimiento, «el secreto de su juventud inextinguible», no sé de ningún crítico que haya prestado atención al hecho evidente de que la identificación genérica del Ariel es con el diálogo clásico. Una vez que se toma en cuenta el decorado, es imposible negar la apariencia dialógica del ensayo: el maestro (Sócrates, sin duda, como se deduce del tono levemente paternalista), rodeado de sus discípulos-amigos en una informal, aunque organizada, sesión. El mismo tipo de sesión prefatoria abre algunos de los diálogos platónicos, que también suelen terminar con una narrativa de clausura como la del texto de Rodó. El ejemplo que primero se nos ocurre es, por supuesto, el de El Banquete de Platón, que también tiene el aire de un intercambio definitivo sobre un asunto importante, una suerte de despedida. En el texto de Rodó hay algunos vestigios de diálogo, como cuando Próspero parece estar contestando preguntas o dudas de los estudiantes, pero, por supuesto, no hay diálogo como tal.

El apelar a la tradición dialógica en el decurso del ensayo es significativo en varios sentidos. Por una parte, es sorprendente que Rodó, por medio de esta estrategia, esté regresando a los orígenes mismos de la tradición ensayística. Como Ciriaco Morón Arroyo ha argumentado convincentemente, el ensayo aparece como una ramificación del diálogo clásico en el siglo XVI5. Al igual que los interlocutores del diálogo, el ensayista podía «hablar» desde una perspectiva admitidamente personal, en forma casi íntima, a un público específico. Si en el diálogo la verdad, se supone, emergería como resultado de la dialéctica entre distintos puntos de vista, en el ensayo nacería del encuentro entre la mente del escritor y la del lector. Aunque proyecte un aire de oralidad e intimidad, el ensayo es, rigurosamente, producto de una cultura permeada por la imprenta, esto es, por la escritura.

No considero este retorno a los orígenes del ensayo como una estrategia inocente por parte de Rodó. Con el correr de los siglos, la función de este origen dialógico se ha perdido. El ensayo persuade utilizando varios dispositivos retóricos y, sin duda, también a través de la misma autoridad del escritor, cuya firma acompaña al texto con el fin de identificar al autor o autora como miembro de un grupo social dado. En el Ariel, Rodó abandona esta postura francamente autoritaria en favor de una estrategia que restaura el efecto dialógico del ensayo. Parte de la estrategia radica, por supuesto, en que dentro de la ficción del Ariel la voz del maestro aparezca enmascarada. No es Rodó quien le habla directamente al lector, sino Próspero quien, a su vez, supuestamente participa en un diálogo y quien, en última instancia, alega ser el portavoz de otro: Ariel. Las polémicas desatadas por el Ariel a lo largo de cien años hacen difícil abrirse paso por la maraña de disputas abiertamente políticas para dar con los mecanismos por medio de los cuales el texto se presenta a sí mismo ante su público. Sería difícil sostener, sin embargo, que estas mediaciones sean insignificantes. Una vez que hemos tomado cuenta de ellas, se hacen embarazosamente obvias. La ficción fundamental del Ariel es que se trata de un diálogo, no de un discurso; de un seminario, no de una conferencia.

Hay razones históricas para este recurso a la tradición clásica, razones que sin duda están vinculadas a la atmósfera modernista del ensayo. Pero por debajo del decorado -y el decorado, como veremos, es de suprema importancia- el retorno del ensayo a los orígenes del género constituye un acto de ejercicio de poder sobre el lector. Los únicos hablantes del texto son Próspero, un narrador en tercera persona que monta la escena, y Enjolrás, el estudiante, que cierra el ensayo con una alusión a las estrellas. Hay un efecto dialógico en el Ariel, pero la única voz es la del maestro quien, mediante el truco del montaje dialógico, asume una posición tanto magistral como magisterial. Dada la situación, el lector del Ariel se encuentra siempre en statu pupillari y, por lo tanto, aunque situado dentro de una estructura dialógica, es necesariamente mudo. El recurso a la forma del diálogo es una manera de situar a la audiencia, de colocarla en una posición subordinada con respecto al hablante. Aunque ostensiblemente la forma dialógica parecería promover la dialéctica, lo que realmente posibilita es una entronización de la voz del maestro, un despliegue monofónico, un discurso, en resumen, que estratégicamente fomenta la impresión de un efecto polifónico: magister dixit, magister dicta.

El recurso a la tradición dialógica en el Ariel es también significativo en un sentido que penetra aun más directamente hasta el problemático núcleo del ensayo. Al elegir a Ariel como símbolo de los ideales que deseaba marcasen a la «juventud de América», Rodó estaba apelando no sólo a la elevación implícita en la figura, sino también a su identificación con el aire, el espíritu, la voz. El aire es el conductor de la voz, y el diálogo supone el uso de la voz para alcanzar la verdad por medio tanto de la dialéctica como de la expresión del espíritu. Durante el «montaje escénico» del ensayo, Ariel es descrito como un «genio del aire, que representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu» (pág. 10). Próspero, en las frases inaugurales de su discurso, invoca a Ariel cuando implora poder de persuasión para su voz: «Invoco a Ariel como mi numen. Quisiera ahora para mi palabra la más suave y persuasiva unción que ella haya tenido jamás» (pág. 10). La asociación entre voz, espíritu y aire, en contraste con aquella entre cuerpo, piedra y utilitarismo, es clara. El espíritu vaporoso será transmitido a través de la voz y, en la voz del maestro, la verdad les será comunicada a los estudiantes. Aunque claramente le corresponda a Derrida el crédito de haber llevado a cabo la escisión entre la voz y la verdad en tanto elementos inseparables en la tradición occidental, no hace falta, en realidad, invocar al autor de La voix et le phénomène para percatarse de la presencia de tan problemática díada ideológica en el Ariel. La misma figura del geniecillo shakespeariano, cuyo nombre se deriva, por supuesto, de la palabra aire, es suficiente para establecer esta asociación que, junto el retorno del texto al diálogo, refuerza aún más la insinuación de que la verdad, el espíritu, la esperanza y todo lo bueno habitan las modulaciones de la voz del maestro.

Pero el ensayo crea aún otra constelación de asociaciones alrededor de la figura de la voz. El espacio interior desde el cual se proyecta la voz del maestro está también hecho de aire. Allá, en los pliegues más recónditos de un ser cuya arquitectura tendremos la ocasión de examinar en detalle, «Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio vigilaba en ella la castidad del aire dormido» (pág. 36). En este íntimo recinto, «flotaba como una onda indisipable la esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser» (pág. 37). En el interior de su refugio, el rey «soñaba, en él se libertaba de la realidad...; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis...» (pág. 37). Este interior es el lugar donde aire, voz y verdad habitan; es la brisa adormecida, la onda de aire, la región transparente, casta e impoluta del espíritu. «Onda de aire» es una expresión curiosa. Onda sugiere sonido, «la onda sonora» generada por sus vibraciones, pero aquí «onda de aire» denota la ausencia de sonido. Se trata sólo de aire, pero la frase sugiere, sin embargo, sonoridad. La contemplación del ser, la constitución del ser, ocurre dentro de esta indiferenciada, transparente, casi inexistente substancia en la que la reflexión-reflejo no puede ser verdadera. Aquí el ser puede manifestarse plenamente, la identidad se funda en una casta indivisibilidad, en una inviolable autopresencia. Existe una obvia identificación entre la figura alada de Psique y Ariel, cuya efigie es descrita en las primeras líneas: «La estatua, de real arte, reproducía al genio aéreo en el instante en que, libertado por la magia de Próspero, va a lanzarse a los aires para desvanecerse en un lampo» (pág. 10). Del maestro emana la verdad bajo la airosa figura de Ariel para impactar el núcleo espiritual de los estudiantes y ponerlo en movimiento con sus vibraciones. Guando los discípulos se alejan, «[d]e su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno» (pág. 127). No puede haber duda sobre la naturaleza transcendental de esta vibración, de la emanación de estas oximorónicas ondas de aire. En la conclusión, el único hablante además de Próspero, el discípulo Enjolrás -cuyo nombre proviene de Les misérables de Víctor Hugo- se refiere a las estrellas, y a cómo esparcen su luz sobre las masas de los no iniciados en los mismos términos usados para referirse a la diseminación de la palabra del maestro: «Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y obscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador» (pág. 128, énfasis mío). La voz del maestro vibra con una verdad que encuentra su origen en Dios, el sonido se ha convertido en luz divina.

El desplazamiento de la metáfora del sonido a la de la luz no es sino una transformación menor dentro de lo que se revela como el surgimiento de una serie de figuras contradictorias que socavan la autoridad del maestro, y que corren paralelas al entronamiento de su voz como portadora de la verdad. El más íntimo centro del maestro, su corazón, resuena y vibra: «A su hospitalidad [del palacio del rey] acudían lo mismo por blanco pan el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros» (pág. 34, énfasis mío). Aunque podría parecer aberrante pensar en una placa sonora como una suerte de irreductible oxímoron, resulta difícil no verlo en esos términos dentro de la estructura tropológica del ensayo. De la placa sonora emanan vibraciones que eventualmente se convierten en aquéllas de las estrellas, vibraciones que a su vez irradian sobre las masas para iluminarlas. El corazón del maestro no es un centro gaseoso donde se genera y libera el espíritu para viajar en forma de moduladas y continuas ondas de aire, sino un núcleo duro y metálico sobre el que las vibraciones de otros rebotan y se devuelven, transformadas. Aunque metálico, sin embargo, el corazón del rey es sensible, lo que implica no sólo que reacciona a los estímulos externos, sino también que es tierno. El corazón del rey es a la vez duro y blando, mudo como el metal, pero también capaz de vibrar con el sonido. Puede curar los corazones heridos con su sonido y su suavidad, pero también es capaz de herirlos con sus duros y metálicos filos.

Este centro metálico está ubicado en los más íntimos repliegues del alma del rey, donde el aire es casto y sereno. Desde el centro metálico emanan ondas de sonido que sugieren una ininterrumpida y armoniosa conexión con otros, pero el núcleo mismo del alma está desgarrado, dividido y en conflicto con la atmósfera que lo rodea en el lugar más recóndito de la interioridad del rey. La arquitectura de este extraordinario recinto constituye la parte más sugestiva del ensayo de Rodó, y la más pertinente para mi lectura del texto. Como morada del ser, o quizás como representación misma del ser, este edificio, mitad palacio y mitad madriguera, es uno de los más sorprendentes paisajes interiores de la escritura de Rodó y de la literatura latinoamericana en general.

La parábola del «rey hospitalario» se cuenta, ostensiblemente, para ilustrar y dar fuerza a la idea de Rodó de que, aún cuando se encuentre esclavizada por preocupaciones materiales, el alma puede conservar su «libertad interior», esto es, su libertad de razón y sentimiento. Nadie, que yo sepa, ha encontrado la fuente de esta historia, si es que de hecho existe. Dentro de la ficción del ensayo, Próspero dice que extrae el símbolo de lo que nuestras almas deben ser de «un empolvado rincón de [su] memoria». Lo más cercano a una fuente posible son los Siete castillos del alma de Santa Teresa, una elaborada arquitectura interior cuya inspiración la mística española probablemente halló, como propusiera Luce López Baralt en una conferencia pronunciada en Yale en 1981, en fuentes arábigas. Si éstas fueron, de hecho, las fuentes, un Oriente mucho más real que el invocado por Rodó se cuela por la puerta trasera, en la forma de un vínculo textual.

En cualquier caso, la historia del rey «patriarcal» está ubicada en el «Oriente indeterminado e ingenuo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos» (pág. 34). Es claramente en una atmósfera propia de Las mil y una noches que la historia se desarrolla, en una especie de Oriente victoriano. No debe olvidarse que, en esta ficción del ser, el protagonista es un rey, no importa cuan magnánimo y hospitalario. Como en el caso de la más autoritaria figura del dictador, el poder es el ingrediente principal en la constitución del ser. Pero lo que resulta en realidad notorio no es el rey en sí mismo, sino su palacio, cuya más reciente (per)versión es el palacio del dictador en El otoño del patriarca de García Márquez, que también tiene vestigios de Las mil y una noches.

El exterior del castillo bulle con la actividad de la gente y de la naturaleza, en tanto que viajeros de todas partes del mundo se dan cita para intercambiar mercancías o participar en diversas formas de entretenimiento, bajo la mirada paternal del viejo rey. El exterior de este palacio, sin embargo, no constituye el rasgo más sorprendente en esta elaborada hipóstasis del ser. En el interior, el rey posee una cámara reservada para su uso privado, que representa las regiones más profundas de su ser.

Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la mirada vulgar -como la «perdida iglesia» de Uhland en lo esquivo del bosque- al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta, sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada del concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de sus sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire dormido. La luz, que tamizaba esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de un ambiente celeste. -Nunca reinó tan honda paz; ni en oceánica gruta, ni en soledad nemorosa-. Alguna vez, -cuando la noche era diáfana y tranquila-, abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo... -Y el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se liberaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en el se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis...


(págs. 36-37)                


Sería difícil imaginar un más sólidamente amurallado y acorazado ser interior, un más extraño recinto o representación del ser que este monstruoso castillo, que recuerda los grabados de interiores de la edición Hetzel de Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Hasta las menos extravagantes imágenes visuales del edificio tendrían que tomar en cuenta la discordante mezcla de estilos. Los pórticos recuerdan las formas griegas clásicas -las cariátides, sobre todo- y no necesariamente formas orientales, mientras que la palabra alcázar, que se usa en lugar de castillo para referirse al edificio, es, por supuesto, de origen árabe, lo que inmediatamente evoca filigranas, numerosas columnas delgadas, arcos de herradura y un laberíntico diseño interior. Dentro de esta ya de por sí extraña construcción, uno debe entonces imaginar un segundo, masivo recinto rodeado de mármol, con pesadas puertas flanqueadas de cariátides, techado de madreperlas -dos valvas intrincadamente labradas que se abren al cielo como una concha gigantesca.

Al igual que la placa sonora, este ornado edificio -que contiene el aire dormido desde el cual, sin embargo, se emite la voz del maestro en ininterrumpidas vibraciones- es una figura compuesta; más que la ligereza del espíritu o la suavidad de la voz, el edificio evoca el peso y el espesor de la piedra; en vez de un intercambio libre y generoso, representa una postura defensiva, una exclusión. Ningún intercambio dialógico, sino un recinto en el que el edificio, como una concha, cobra sólida forma alrededor del vacío. Sólo los más ornados interiores imaginados por Julio Verne para albergar a sus obcecados protagonistas pueden compararse con el castillo del rey hospitalario: el interior de la nave que viaja hasta la luna, el interior del sumergible del Capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino. El ser, ese ser monstruoso en el que la autoridad está investida, está escudado de la naturaleza, aislado del mundo, merced de los más lujuriantes artificios.

En cierto sentido, este elaborado edificio traiciona el carácter estratégico del recurso a la voz. La voz no es sino una estratagema, ya que la de Próspero no es meramente persuasiva sino magisterial, aun regia. Es una voz que intenta inscribirse, sellarse, esculpirse, troquelarse sobre sus oyentes. No es mera textura sino una architextura cuya hipóstasis es la arquitectura imaginaria conjurada para envolverla. En el comienzo, en los párrafos iniciales que describen la escena, el narrador se refiere a la voz de Próspero como una «firme voz, -voz magistral, que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu, bien la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe incisivo del cincel en el mármol, bien el toque impregnante del pincel en el lienzo o de la onda en la arena...» (págs. 10-11). Al final del discurso, como hemos visto, los estudiantes parten llevando consigo esta voz: «De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno» (pág. 127). La «suave palabra» aparece transformada aquí en «lamento del cristal herido»; el cristal herido es la placa metálica, emitiendo vibraciones después de ser golpeada, sólo que el golpe en este caso se transforma en una especie de incisión o herida: la arquitectura del ser desde la cual emerge la voz magisterial, la voz misma, tiene agudos filos en vez de contornos suaves y vaporosos. Todas estas figuras utilizadas para representar la voz, muy en contradicción con el intento de presentarla como gentil mensajera de la verdad, culminan en el último ejemplo empleado por Próspero en su discurso. Esta ilustración, junto a la parábola del rey hospitalario, constituyen los pilares retóricos del ensayo, los polos magnéticos hacia los que las diversas fuerzas activas en el texto se ven atraídas y donde chocan.

El ejemplo forma parte de la perorata o conclusión de Próspero, que se inicia con la extraordinaria declaración de que desea que sus alumnos recuerden, no tanto sus palabras, sino la estatua de Ariel colocada a su lado, no el sonido de su voz, sino la imagen visual fundida en sólido bronce. Una vez desplazado el recuerdo de su voz hacia la estatua, Próspero pide que «la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu» (pág. 125, énfasis mío). Esta petición está seguida de un nuevo relato:

Recuerdo que una vez que observaba el monetario de un museo, provocó mi atención en la leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro. Considerando la apagada inscripción yo meditaba en la posible realidad de su influencia. ¿Quién sabe qué activa y noble parte sería justo atribuir, en la formación del carácter y en la vida de algunas generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una insistente sugestión? ¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?...


(págs. 125-226, énfasis mío)                


En el contexto de las figuras que hemos venido examinando, difícilmente podría el ejemplo de Próspero ser más sugestivo. Existe una correspondencia obvia entre la placa metálica y el disco metálico, entre el cristal herido y las almas de los estudiantes sobre las que la dura estatua de Ariel va a imprimirse. La inescapable asociación entre lenguaje y moneda constituye una figura considerablemente contradictoria; en vez del fluir de la palabra, tenemos aquí la pesada, repetible, aunque divisible, materialidad de las monedas. La moneda, en contraste con el indiferenciado aire, está esculpida, fijada, escrita. Representa una unidad dentro de una serie de formas individuales, aunque repetidas. Como la placa metálica, la inscripción de una moneda es un oximorónico gráfico grito que pone de relieve el estridente drama implícito en el ensayo de Rodó, un drama fundado en el conflicto entre la verdad considerada como un compartir del espíritu y como una imposición ideológica. Como el castillo del rey hospitalario, la inscripción sobre la moneda encierra verdad, pero una verdad petrificada en las moldeadas formas de una arquitectura excesivamente ornada, o en las letras grabadas sobre el oro, como las vibraciones que emanan del cristal herido, producto de incisiones y cinceladuras. En vez de un libre intercambio de ilimitado espíritu, tenemos una acuñada e inscripta pieza de oro, la medida misma, no de valores intemporales, sino de contingentes intercambios monetarios. Transformada en una estatua de bronce y más tarde en la inscripción de la moneda, la voz del maestro se hace progresivamente más amenazadora: se ha vuelto pesada, hiriente, inscripta.

La oración que sigue inmediatamente después de la historia de la moneda indica un regreso a la estatua de Ariel, que ahora se ha convertido en un candente crisol listo para imprimir o acuñar, para herir el metal, por así decirlo, con el texto: «Pueda la imagen de este bronce -troquelados vuestros corazones con ella- desempeñar en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel» (pág. 126, énfasis mío). La violencia implícita en esta oración es extraordinaria. El troquel es el molde que se utiliza para acuñar monedas, para grabar los metales. Así, troquelar, en el sentido en que se utiliza en el texto de Rodó, tiene un sentido afín al acto de herrar a las reses, una imagen de la escritura que a menudo aparece en la narrativa latinoamericana, particularmente en la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Esta oración, que describe la forma en que la voz de Próspero va a grabarse en sus estudiantes, cierra una serie de asociaciones que agitan y perturban la engañosa calma del texto de Rodó y apunta a la sorprendente cohesión interna de una constelación de significados opuestos.

La retórica magisterial del Ariel encubre la violencia por medio de la cual pretende inscribir su doctrina y la autocrítica implícita en la división, en la distribución del material textual. Tal vez la estatua del geniecillo de Shakespeare sea, de hecho, la mejor representación del mensaje de Próspero: una sólida, dura, metálica figura de aire. Los bordes cortantes de esta imagen son los que dividen la fuente de las vibraciones del núcleo central de las vibraciones mismas, aquellas que establecen el espacio entre el casto aire del refugio secreto del rey y el mundo exterior. Estos espacios marcan el lugar de la discontinuidad y dan pie a la repetición: no ondas de aire o sonido, sino vibraciones hechas de individuales, aunque repetidas, instancias. En lugar del intercambio prometido por el marco dialógico, estos bordes marcarán el espacio de la diferencia sobre los otros presentes en el seminario. La suave voz que cura también hiere.

La elaboración que hace Rodó de esta retórica magisterial en el Ariel revela, muy dramáticamente, que la constitución de un ser americano a través de la escritura no puede lograrse sin verse sometida a un complejo proceso, que sólo a medias oculta las fallas inherentes en el proceso mismo y la voluntad de dominio que motiva tal empresa. El poder retórico para sustentar la voz magisterial consiste en hacer violencia a un otro implícito sobre el que las palabras de uno se verán grabadas. Esta lectura en el centro del influyente ensayo de Rodó aún permanece en el corazón de la tradición latinoamericana, y la aparición del proyecto de Rodó está vinculado a los primeros esfuerzos sostenidos por elaborar la idea de una literatura latinoamericana.

No es accidental que el Ariel sea casi contemporáneo de dos acontecimientos centrales en la historia de la literatura latinoamericana: la publicación, por parte de Marcelino Menéndez y Pelayo, de su monumental Antología de poetas hispanoamericanos (1893), y de la Historia de mis libros (1909) y la Autobiografía (1912) de Rubén Darío. El primero es un suceso institucional de primera importancia. Independientemente de cuan reaccionarios y eurocéntricos fueran los prejuicios de Menéndez y Pelayo, su antología concibió por primera vez un espacio literario dentro del cual la poesía latinoamericana podía existir por cuenta propia. La publicación de los libros de Darío no es, por otra parte, sino un reflejo de su propia vida como institución; esto es, Darío vivió y viajó por todo el mundo hispano como poeta latinoamericano. El contradictorio ser que pulula por el estudio de Próspero en la ficción de Rodó está emparentado con el propio ser de Darío como celebrado poeta trotamundos. Pero la fisura en el centro del Ariel, la falla crítica en cuyo interior podemos leer el surgimiento de su herido ser americano, deja una impronta en la historia del ensayo latinoamericano tan importante como el parentesco del ensayo con los escritos de Menéndez y Pelayo y de Darío. La repetición más evidente del contradictorio gesto del ensayo se encuentra en dos libros que ponen en práctica muchos de los ideales de Rodó, por parte de dos escritores que se hubieran complacido en declararse discípulos del uruguayo: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.

Los ensayos de estas dos figuras cimeras que se estudian en escuelas secundarias y universidades latinoamericanas son La cultura en la América hispánica, de Henríquez Ureña, y Última Tule y Visión del Anáhuac, de Alfonso Reyes6. Estos textos se retrotraen a la América prehispánica en busca de un origen para la cultura latinoamericana, y lo encuentran en las ricas civilizaciones que ocuparon principalmente el Perú y México. Pero aunque les otorgan a estas culturas un papel fundamental, tanto Henríquez Ureña como Reyes usurpan su capacidad de pensamiento y expresión verbal. Las metáforas a las que ambos apelan recuerdan el hipnótico drama tropológico de Rodó.

Reyes está interesado, sobre todo, en el tan fundamentalmente americano tema de la utopía, y su libro, Última Tule, es un texto de referencia inevitable sobre el tema. Reyes concibe la historia universal como constituida por una serie de violentas rupturas, que hacen que la gente añore eternamente una unidad perdida que no se encuentra ni en el pasado ni en el futuro. En la América prehispánica sucedieron cataclismos semejantes justo antes de la conquista, que fue en sí misma una catástrofe que desgarró el mundo hasta entonces conocido por los naturales del Nuevo Mundo. El concepto que sobre la marcha universal de la historia tiene Reyes es fundamentalmente hegeliano, pero la violencia implícita en su concepción de las crisis de la historia revela el mismo doble sentido de desgarrón y remiendo, de herida y cura, que vimos en Ariel. Reyes escribe en Última Tule,

En las distintas etapas recorridas, asistimos, pues, a un juego cósmico de rompecabezas. Los tijeretazos de algún demiurgo caprichoso han venido tajando en fragmentos la primitiva unidad, y uno de los fragmentos en partes, y una de las partes en pedazos, y uno de los pedazos en trozos. Y la imaginación -cuyo consejo hemos convenido en seguir para ver a dónde nos lleva- nos está diciendo en voz baja que, aunque esa unidad primitiva nunca haya existido, el hombre siempre ha soñado con ella.


(XI, pág. 77)                


América sería entonces la restitución de esa unidad destruida por los tajos del caprichoso demiurgo, la elaboración de una ficción que sane las heridas. Pero ese impulso hacia una unidad perdida en el pasado se encuentra, reveladoramente, entre las piedras de la América prehispánica, que son cualquier cosa menos un cerrar de las heridas, a menos que se apliquen algunas oportunas vendas.

En Visión del Anáhuac, uno de los más extraordinarios y merecidamente famosos ensayos de la tradición latinoamericana, Reyes propone que cada cultura es lo que ve. De esa manera, las culturas prehispánicas han dejado una profunda impresión en el alma americana, con sus pirámides, ruinas, ídolos de piedra y, sobre todo, con sus jeroglíficos. En busca de los orígenes del México moderno, de esa unidad perdida en el pasado que se ha convertido en un reflejo de la futura unidad restaurada, Reyes recorre los textos que describen la conquista hasta llegar a los jeroglíficos. Esos cortes en piedra son el origen irreductible, la poesía original de América. Pero estas líneas talladas no significan nada para nosotros y hasta podrían parecer mudas, las huellas de una monstruosa pluma garabateando al azar y sin sentido sobre las piedras. Mudas incisiones abiertas marcan el origen. Pero Reyes oye un sonido: «Óyense unos dulces chasquidos; fluyen las vocales, y las consonantes tienden a licuarse. La charla es una canturía gustosa. Esas xés, esas tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel». Sobre la piedra, la x, que es para nosotros símbolo de ausencia (la enigmática cruz al centro de la palabra México), las tlés y las chés, que no parecen contener sonido alguno, son pavorosas; cuando se pronuncian, la piedra se convierte en agua y miel, y acaricia en vez de lastimar. Es, sin embargo, una visión de piedras lo que queda grabado en el alma. Como en Rodó -como en Neruda y Paz-, las piedras hablan a través de la voz y la escritura.

El gesto de Henríquez Ureña es aun más revelador y está más en consonancia con el de Rodó: su idea es que las culturas prehispánicas fueron decapitadas por la conquista, dejando las artes plásticas como su sola contribución a la formación de la cultura latinoamericana7. Semejante vacío sólo puede ser llenado, por supuesto, por la contribución magisterial de estos dos maestros y de muchos otros que, como el venezolano Mariano Picón Salas en su De la conquista a la independencia, escriben dentro de la tradición de Rodó. La retórica magisterial sería entonces el proceso de afirmación de la cultura y del ser colocado sobre la incisión jeroglífica en la piedra, donde fue cercenada la cabeza, proveyendo así la necesaria voz de la sabiduría y del conocimiento. Otros dos ensayistas dentro de la tradición, el deslumbrante Mariátegui en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) y Lezama Lima en La expresión americana (1958), proponen que deben crearse mitos que formulen la identidad americana, en vez de tratar de hacer pasar sus ideas como verdades derivadas de la historia o de la realidad del continente. Mariátegui, después de realizar un minucioso análisis de la historia peruana que denuncia muchas patentes distorsiones ideológicas de la historia oficial, ve la necesidad de erigir al imperio Inca como una suerte de mito de comunismo natural para inspirar a las masas a un retorno al pasado, lo que a su vez las impulsará al futuro. Marxista que comienza su seductor libro con una cita de Nietzsche, Mariátegui apunta a la falla en el centro del proyecto de formulación de una identidad americana, el ser americano que pueda sentirse a gusto dentro de una colectividad americana bien definida, y decide franquearla por medio de una ficción necesaria que es obviamente contraria a los principios más fundamentales del pensamiento de Marx.

Lezama, por su parte, propone la existencia de un sujeto metafórico, un ser con el poder poético de crear una imagen de América, imagen que habrá de componerse mediante un método de asociación poética. América será, para Lezama, una «era imaginaria», una época con un carácter distintivo que puede ser descubierto por este sujeto metafórico capaz de abolir las fallas del lenguaje, un lenguaje suplementario consciente de su propia suplementariedad. La expresión americana de Lezama es el último y, sin duda, uno de los más relevantes textos en haber resultado del acuñamiento de las almas de los discípulos en el estudio de Próspero.

La más reciente vibración en habernos llegado desde la placa metálica del ensayo de Rodó es Barroco, publicado por Severo Sarduy en 19748. El introducir el libro de Sarduy en esta discusión podrá parecer disonante, pero, como espero demostrar a modo de conclusión, su versión de la retórica magisterial de Rodó resulta sumamente útil para analizar el problema de la constitución del ser americano y las repercusiones de este proceso en la escritura.

El libro de Sarduy sigue la idea de Lezama de que el barroco fue el primer movimiento artístico autóctono de América Latina y de que encierra, por lo tanto, el germen de la singularidad del ser latinoamericano y de su literatura. Barroco no sigue a Lezama más allá de esta concepción general, pero ello basta para revelar que el libro de Sarduy, continuador de la herencia de Lezama y del Ariel, se propone descubrir el ser americano y la cultura latinoamericana que lo nutre y le permite generar arte. No es necesario seguir aquí las líneas generales de la discusión de Sarduy sobre el barroco, que no resultan sino marginalmente pertinentes a nuestra discusión. Dos aspectos, sin embargo, deben ser explorados, ya que claramente resuenan de manera sugestiva con el texto de Rodó: me refiero a la concepción del ser y al comienzo del libro, a través del cual el ser es hipostasiado.

Sarduy hace girar su concepción general del barroco en torno a la figura de la elipse, una figura de supresión y elisión a través de la cual el centro -borrado- es suplantado por otro. El barroco, entonces, es el exceso que cubre el elemento suprimido, de ahí la excesiva ornamentación del arte barroco. El funcionamiento de este mecanismo es semejante al del subconsciente, según Lacan, y Sarduy lo explica en los siguientes términos:

La metáfora barroca se identificaría con un modo radicalmente diferente de la supresión, que consiste en un cambio de estructura: la represión (Verdrängung/ refoulement). Es en el plano del sistema Inconsciente donde se desarrolla íntegramente esta operación, mediante la cual se encuentran empujados o mantenidos a distancia los representantes de representaciones ligados a ciertas pulsiones. En la medida en que se identifica con una organización de la carencia -y ante todo como carencia «originaria»-, la represión pone en acción un funcionamiento de tipo metonímico que implica la fuga definida de un objeto de pulsión; pero, en la medida en que a través del síntoma deja entrever un regreso de lo reprimido -el síntoma es su significante en la economía de la neurosis-, se confunde exactamente con la metáfora.


(pág. 74)                


Síntoma y metáfora son uno, en tanto que son el producto final de una causa cuyo efecto está, por así decirlo, suprimido. El subconsciente está, pues, constituido por estos síntomas / significantes que mantienen a raya al objeto del deseo. El objeto del deseo forma el núcleo ausente en torno al cual los síntomas se congregan, constituyendo el subconsciente.

Dado que el barroco es presentado como la escuela artística americana por excelencia, y como una representación del ser americano, no creo que sea demasiado temerario decir que lo que Sarduy presenta aquí es un modelo para la constitución del ser latinoamericano. Podemos ver ahora cómo el castillo interior del rey hospitalario de Rodó, con su complicado sistema de defensas o síntomas, constituye una suerte de representación del ser americano barroco tal como Sarduy lo propone. Este sistema de defensas se despliega alrededor de un vacío, el vacío al centro del castillo, y de una herida, el núcleo vibrante y herido.

Esta correspondencia se hace más plausible si examinamos el comienzo del libro de Sarduy. El libro está organizado siguiendo el modelo del cuadro sinóptico científico, lo que quiere decir que los diversos capítulos e incisos están numerados de acuerdo con un sistema escalonado separado por puntos: 1, 1.1, 2, 2.1, etc. La primera división, sin embargo, es en dos partes, numeradas Uno y Dos. El comienzo de ambas partes está marcado por un cero, que a su vez se convierte en una representación gráfica del ser que se repite al comienzo de cada una de las mitades. Uno comienza, no con 1, seguido de 1.1 o de 2, sino con 0, un capítulo acertadamente titulado «Cámara de eco». La primera parte del segundo, Dos, se llama «Cero», aunque está numerada con un 1. La cámara de eco, apropiadamente repetida, representa la entrada al libro, el pórtico a la persona del autor, en lo que normalmente formaría la forma de un prólogo. Pero este ser está compuesto de síntomas o ecos; por lo tanto, ese ser figura aquí un vacío circundado por el 0. La cámara de ecos, en contraste con el interior del recinto del rey, es un vacío en el que todo sonido es ya siempre un eco cuyo origen ha sido suprimido. La representación gráfica es en sí misma significativa, en tanto subraya la marca, el acuñamiento del ser por medio de la distribución espacial. El libro que sigue a ese comienzo antes del comienzo, que hablará del ser americano siguiendo la tortuosa ruta de una discusión sobre el barroco, es el síntoma, el significante de la cultura americana, un significante que se erige en el hueco de un suprimido objeto del deseo, en la herida que es la violenta inscripción de la escritura.





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