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El extraño caso de «La Sirenita»

Antonio Rodríguez Almodóvar





Seguro que si mucha gente leyera la versión original de este famoso relato de Andersen se sentiría extrañada y presa de una oscura desazón. Suele ocurrir con las historias completas de cuentos tradicionales, manipulados por la cultura burguesa. En el caso de La Sirenita, el autor danés fabricó una mixtura de tal calibre, que sus numerosos adaptadores -Walt Disney incluido- han sentido la necesidad de modificar muchos de sus elementos sustanciales; principalmente, para dotar al relato de un final feliz, más cercano a las reglas del cuento maravilloso, que Andersen rehuyó deliberadamente, con tal de llegar a una conclusión edificante, pseudomística y de dudoso gusto.

En esencia, el cuento narra la aventura emancipadora y amorosa de la sexta y más pequeña hija del rey del mar, un monarca viudo que es dominado por su madre, en realidad la verdadera reina. En una excursión a la superficie, la Sirenita se enamora de un bello príncipe. Por causa de una tormenta, este naufraga y es salvado por ella, que lo besa, pero sin lograr revivirlo. Las olas los conducen a un lejana playa, donde la Sirenita debe abandonar a su amor, por no ser humana. El príncipe es entonces socorrido por una muchacha, que sí logra reanimarlo. Él cree que es su salvadora y se enamora de ella. La Sirenita, deseosa de estar con él, pacta con una bruja, también marina, el modo en que puede adquirir dos piernas y, si logra que el príncipe la ame, conseguir también un alma inmortal, de la que carecen las sirenas. La bruja le otorga un objeto mágico, consistente en un bebedizo -en realidad sangre de su propio pecho- con el que la Sirenita emprende su aventura humanizante, abandonando definitivamente al padre, abuela y hermanas. A cambio de la ayuda recibida, ha de perder su hermosa voz. Cuando el príncipe la conoce, ya es una muchacha muda -que también sangra por los pies al andar- pese a lo cual traba una muy estrecha amistad con ella. (En realidad cohabitan en una excursión al bosque, aunque sólo se insinúe). Él, sin embargo, continúa enamorado de la que cree fue su salvadora, que, casualmente, es la princesa que sus padres le tienen destinada para casarse. En efecto, es con esta con quien contrae matrimonio, obispo de por medio. La Sirenita duda si matar a la novia usurpadora con un cuchillo que le ha entregado la bruja. Al final, no lo hace, sino que arroja el cuchillo al mar. Como no ha logrado el amor del príncipe, tampoco alcanza un alma inmortal. Pero en recompensa por sus sufrimientos es convertida por Dios en «hija del aire», un vago ser intermedio que sí puede conseguir ese alma, pero sólo si continúa haciendo buenas obras y sufriendo, esto particularmente, cada vez que llore por causa de los niños malos y desobedientes.

Para llegar a un relato de tan alta sofisticación, Andersen aplicó, desde luego sin saberlo, la fórmula kantiana que esbozábamos el mes pasado, según la cual, cuanto más se aleja el artista de alumbrar lo sublime, por contraste y cercanía con lo bello, más necesita mezclar los ingredientes menos valiosos del arte, a saber, el sentimentalismo -la pena- y la imaginación desbordada, o aleatoria. Y lo hizo apurando su propia fórmula de escritor romántico conservador: mezclando el folclore con la religión hasta extremos narrativamente ineficaces. Pero sobre todo transformando la acción de lo maravilloso, que en los cuentos orales desemboca en un amor logrado y feliz -experiencia plena de la condición humana-, en elemento cristiano-sobrenatural, que minusvalora el amor humano y obliga a sufrir para alcanzar la salvación eterna.

Despiece.

Para escribir La Sirenita, Andersen mezcló a capricho aspectos de tres cuentos principales (además de otros muchos elementos folclóricos sueltos, particularmente de las historias de Baba-Yaga, la bruja del bosque), pertenecientes a la rica tradición oral europea: Blancaflor, La hija del Diablo; El príncipe encantado y La princesa muda. De la primera, tomó el carácter independiente de la Sirenita, que necesita huir de un ambiente matriarcal incestuoso. Del segundo, la condición pasiva y un poco boba del personaje masculino, liberado por una activa heroína. Del tercero, la mudez de la princesa, en castigo a sus caprichos, pero que al final recupera el habla, también por la acción liberadora del amor. Cualquier parecido con los originales...





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