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El extraño caso del estreno de «Munuza»


René Andioc


Professeur honoraire - Université de Perpignan

En l'absence de Jovellanos, sa tragédie Munuza fut jouée à Madrid pour la première fois, et imprimée, sans nom d'auteur. Curieusement, ce fut Comella qui perçut la gratification de la municipalité. Que conclure? Deux versions quelque peu différentes de la pièce circulaient. Laquelle des deux était-elle la définitive? Laquelle des deux Comella s'est-il appropriée, et dans quel état l'a-t-il laissée aux comédiens?

Estando ausente Jovellanos, se estrenó e imprimió anónima su tragedia Munuza en Madrid. Curiosamente, fue Comella quien cobró la gratifcación de la Villa. ¿Qué supone esto? Corrían dos versiones algo distintas de la obra. ¿Cuál de ellas era la definitiva? ¿Cuál de ellas prohijó Comella, y en qué estado se la dejó a los cómicos?

Because of Jovellanos's absence his tragedy Munuza was staged and printed without the author's name being mentioned. Strangely enough, it was Comella who was presented with a bonus by the City Council. What conclusions may we come to? Two slightly different versions of the same play were running at the same time. Which of them was the final one? Which of them was endorsed by Comella and in what conditions did he leave it to the actors?


Mots-clés: Jovellanos - Comella - Munuza -Théâtre - XVIII siècle - Espagne.                


B. Hi., nº 1 - juin 2002 - p. 71 à 100.                






El Munuza, antes Pelayo, de Jovellanos se estrenó en el coliseo del Príncipe por la compañía de Martínez, en cinco actos seguidos, con una tonadilla nueva y un sainete por fin de fiesta, el 8 de octubre de 1792, sin mucho éxito, a excepción del primer día de los cuatro escasos que permaneció en cartel. Por hallarse a la sazón en Asturias desde dos años atrás, no pudo intervenir el autor en los ensayos y representación de su tragedia. Esta particularidad tal vez no sea indiferente -al menos ahora, como se verá-, pues a pesar de tener ya corregida y preparada la obra para la publicación, «baxo un nombre supuesto»1 y con prólogo y notas al efecto, unos veinte años antes, en 1773, nunca se atrevió a dar el último paso adelante, ni consintió en entregársela a unos cómicos profesionales, prefiriendo montar una representación de aficionados gijoneses durante una estancia veraniega en la provincia cántabra, en 1782.

Por otra parte, se anunció en la Gazeta de 9 de octubre, al día siguiente del estreno, la publicación de la tragedia suelta, a 2 reales, sin nombre de autor -insisto en ello-, vendiéndose también unos meses después encuadernada junto con otras diez en el tomo V de una Colección de las mejores comedias que se van representando en los teatros de esta corte, en cuya portada viene ya el nombre del impresor: Ramón Ruiz, y la fecha de las obras concernidas: 17922. De manera que la edición de la suelta coincidió con la primera sesión, o más bien, debió de precederla un tanto, según ocurría no pocas veces por aquellos años: por ejemplo, El buen hijo o María Teresa de Austria, de Comella, fue impresa por Blas Román «para representar por la compañía de Manuel Martínez desde el día 7 de diciembre de 1790», estrenándose en realidad el día 9, aunque ya se podía comprar en varios puestos con alguna anticipación, según se advierte en la última página, con otras obras del mismo, salvo Los dos amigos, «esta última quando se anuncie su representación», que fue solamente el 14 de mayo de 17913.

No se me olvida que también se estrenó en la temporada anterior El delincuente honrado estando ya ausente «Jovino», el cual salió de Madrid a finales de agosto de 1790; pero ya se había editado el drama en 1787, si bien con prudente seudónimo, para que dispusieran los lectores de un texto más correcto que el publicado primero en Barcelona por uno de «aquellos impresores aventureros que andan siempre a caza de obras expósitas», esto es, de padres desconocidos, probablemente a partir de una copia anónima4.

El inconveniente de aquella circulación de papeles, fuesen obras teatrales o de otro género cualquiera de literatura, incluso impresos, era que por demasiado aprensivos o modestos quedaban expuestos sus autores a que estuviese al acecho algún «cazador» deseoso de prohijarlos indebidamente: ese tipo de disgusto le tocó al mismo Jovellanos con los dos romances de «Antioro» contra Huerta, que no vaciló Forner en atribuirse, y Leandro Moratín había de redactar más tarde unas cartas espurias e incluso una adaptación de Molière a partir de unos textos de autores sin identificar, al menos en su época.

Comoquiera que fuese, aquellas circunstancias del estreno de Munuza, si bien no corrientes, tampoco verdaderamente insólitas, podrían haber pasado desapercibidas, si el examen de los documentos de la compañía de Martínez relativos a aquel día 8 de octubre de 1792 no nos hubiera deparado a los redactores de la Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII una sorpresa mayúscula; y es que quien cobró los 25 doblones, o 1500 reales, que se pagaban por una tragedia o una comedia de teatro original, no fue, por supuesto, Jovellanos, sino, curiosamente, el entonces ya célebre... ¡Comella! El recibo, autógrafo y firmado el mismo día del estreno por el dramaturgo5, no deja lugar a dudas:

Recibí del Sr Dn Manl Gordón, Adm[inistrad]or del Propio de comedias de esta corte # Mil y quinientos rs, de vn por la tragedia intitulada el Monuza q. ha executado la compa de Manl Martínez. Madrid, 8 de Octre de 1792.

son 1 500 rs


Luciano Franco Comella                


Se dan algunos casos, no frecuentes, en que una determinada persona, un amigo o un apoderado del comediógrafo, cobra con poder de éste, y entonces, se procede a apuntarlo en el recibo firmado ante el funcionario municipal. Pero que yo sepa, no mantuvieron nunca relaciones el prócer astur y el vate vigitano, y, por otra parte, tampoco me consta que ningún folleto o artículo periodístico se refiriese al autor de la tragedia. Además, en aquella fecha estaban también ausentes de Madrid varios amigos de Jovellanos, entre ellos su secretario y más tarde biógrafo Ceán Bermúdez, que salió destinado a Sevilla en 1790, Meléndez, entonces en Ávila, y Leandro Moratín, autor, no muy grato a Comella, de la recién estrenada Comedia nueva, el cual andaba por Inglaterra y, al menos si nos fiamos de su epistolario, no debió entonces de enterarse, limitándose a mencionar mucho más tarde el título de la tragedia en el prólogo aumentado de sus comedias que publicó la Real Academia Española en 1830 así como en el catálogo de obras teatrales del XVIII que le sigue y figuraba antes ya en la edition parisina d e 1825 por Bobée. En cuanto a Cabarrús, seguía envuelto en su largo proceso a pesar de haber regresado del castillo de Batres. De manera que no se puede por menos de dedicar, o, por mejor decir, volver a dedicar, mucha atención a una larga nota de Ceán al texto de sus Memorias para la vida del Excmo. Señor D. Gaspar Melchor de Jovellanos6, la cual refuerza la impresión de extrañeza provocada por el recibo arriba citado, y es como sigue:

Después de escrito esto llegó a mis manos una tragedia impresa, titulada Munuza. No fue poca mi sorpresa quando vi que era la misma que el Pelayo, aunque con mil variaciones en los versos, y con la diferencia de llamar Ormesinda a la hermana de don Pelayo. No señala el autor el pueblo, la oficina, ni el año en que se imprimió, lo que manifiesta haber sido subrepticiamente. Es cierto que sus variantes son más acertadas y correctas que las de la antigua copia que yo saqué en Sevilla y conservo, lo que me hace sospechar que la impresión se hizo por otra más moderna, corregida acaso por el autor antes de representarla en Gijón. Pero nunca podré convenir en que Jove Llanos hubiese mudado el título, ni cambiado el nombre de la dama, porque precisamente sobre uno y otro escribió dos notas muy eruditas quando compuso la tragedia, y porque quando se representó muchos años después en Gijón, la intituló todavía Pelayo, y llamó Dosinda a su hermana. Esto pudiera probar que quien hizo estas mudanzas sin contar con el autor, ausente entonces de Madrid, intentó engañar a los que no la habían leído antes de imprimirla, haciéndola pasar por otra distinta.


Con toda probabilidad se hace eco de estas líneas Emilio Cotarelo y Mori al evocar brevemente en su Isidoro Máiquez el estreno de «la tragedia Pelayo de D. Gaspar de Jovellanos, con no pocas alteraciones, empezando por el título que fue el de Munuza», y al añadir que a su biografiado le cupo el papel del amante de «Dosinda (Hormesinda en Munuza7. En cuanto a las dos versiones a que se refiere, implícitamente para una, explícitamente para la otra, son, respectivamente, la publicada, con fines comerciales, por Cañedo en 1832 («Tragedia, titulada El Pelayo»)8 o quizás alguna de las posteriores que han seguido este texto, y la que apareció eu el tomo V de la ya citada Colección de las mejores comedias nuevas..., según se indica en una nota del estudio de don Emilio.

Por su parte, José M. Caso González, en la magnífica edición de las obras de su paisano9, analiza detenidamente el precioso testimonio de Ceán y los dos referidos textos, tratando de resolver varios problemas, entre ellos el de «si ambas versiones son de Jovellanos y cuál de ellas es la primera». Y queda «convencido» de que la de Madrid, 1792, esto es, pues, la del Munuza, es la segunda, y reproduce su texto; pero por parecerle que «la edición procede de copias de teatro y no fue cuidada por su autor», efectúa correcciones en varios lugares a la vista de la ed. de Cañedo», considerando que ésta es la «primera versión», concretamente: «acaso la ya corregida con vistas a la edición» (de 1773 que no llegó a realizarse), pues piensa, no sin cierta lógica, que el haber incluido Cañedo el prólogo y las notas que acompañaban, según también refiere Ceán, al texto de 1773 supone que tuvo a la vista un manuscrito de dicha versión, aunque no puede afirmar si los errores que contiene se deben al copista o al editor10.

Aprovechando dos manuscritos de la época, a todas luces no conocidos de Caso y custodiados en las Bibliotecas Histórica Municipal y Nacional de Madrid respectivamente, a saber, el del Munuza que sirvió para el estreno11, y otro del Pelayo, equivocadamente atribuido (aunque con signo de interrogación) a Quintana en el Catálogo de Julián Paz12 y en el que, además, aún se llama Dosinda y no Hormesinda (o por mejor decir, Ormesinda) la heroína, y comparando estos textos con los de los dos impresos utilizados por Caso -sin olvidar naturalmente la curiosa intervención de Comella-, quisiera tratar de dar un pasito adelante, si hacerse puede, en la aclaración de algunas de las dudas que suscitan la cronología propuesta por nuestro lamentado colega y parte de la argumentación en que ésta se funda.

En primer lugar, Caso propone darle a la obra por nuevo título La muerte de Munuza, pues en una de las 22 notas para la proyectada edición de 1773, publicadas por su poseedor Cañedo con una copia del texto del Pelayo, el paradero actual de cuyos originales manuscritos se desconoce, escribe efectivamente el autor: «Aunque pudiera intitular esta tragedia la Muerte de Munuza...», a lo cual hace eco la frase del prólogo, también publicado por Cañedo: «La acción sobre que escribí mi tragedia es la muerte de Munuza...». Y no anda descaminado Caso al considerar «que el protagonista de la obra de Jovellanos es el gobernador puesto por los moros», por lo que acertó en el título -prosigue- quien la llamó Munuza13. Sin embargo, no advierte el historiador que el tercer elemento que, según cree, confirma la «insistencia» de don Gaspar en este protagonismo, o sea, la nueva reiteración de que «el argumento de esta tragedia es la muerte de Munuza...», no procede del mismo dramaturgo, al menos no directamente, pues se trata del principio de un largo párrafo que ocupa nada menos que las páginas 309 a 311 en las Memorias de Ceán y que se limita Cañedo a copiar literalmente, poniéndole simplemente por título: «Argumento» para encabezar con él su edición del Pelayo14. Ceán, naturalmente, se inspiró por su parte en el prólogo y notas, que conocía, y en el texto y alguna que otra breve acotación de la tragedia, llegando incluso a reproducir al final de su descripción de la fábula de la obra la larga y algo complicada didascalia del quid pro quo coreográfico, llamémosle así, ejecutado por cuatro personajes para que no muera más que el que ha de morir. De manera que las dos -pues ya no son tres- citas escasas de «Jovino» no me parecen suficientes para justificar un cambio de título, es decir, como hace Caso, convertirlo en La muerte de Munuza. De todas formas, el historiador no afirma, como se ha visto, que fuese el mismo Jovellanos el autor de la sustitución del título Pelayo por el de Munuza, así como tampoco, ni mucho menos, de la de Dosinda por Ormesinda, un cambio que se negaba a atribuirle a su biografiado el indignado Ceán, pues el prólogo en verso destinado al estreno gijonés de 1782 muestra que seguía fiel a los primeros nombres15. Se podría añadir que el autor, después de enterarse de la representación de la Hormesinda de Nicolás Moratín en febrero de 1770, tenía menos interés aún en mudar el de su heroína: bastante le incomodaba ya el que dijesen algunos que había mucho parecido entre las dos tragedias, pues además parece deducirse del prólogo y notas que la redacción -y, supongo, las inevitables copias manuscritas a que daría lugar- de la Hormesinda fue levemente anterior a la de su propia tragedia16.

Después de dar acogida a la opinión de Ceán, quien considera, a pesar del trueque del nombre de Dosinda y del título por otros distintos, que el texto impreso de Munuza ofrece variantes «más acertadas y correctas» que el de Pelayo, Caso saca la consecuencia, ya implícita en la frase del anterior biógrafo, de que este texto es sin «la menor duda» anterior a aquél, es decir, como se ha dicho ya, que «Pelayo es la primera versión, acaso la ya corregida con vistas a la edición [de 1773], y Munuza la segunda versión», fruto ésta, si mal no entiendo17, de importantes modificaciones quizá sugeridas por la experiencia del estreno de Gijón en 1782 y efectuadas por lo mismo entre esta fecha y la de la salida de Madrid en 1790, aunque no sabe Caso cómo explicar de manera a sus ojos satisfactoria el silencio, al respecto, de Ceán y más aún el del Diario de «Jovino». Además, considera que la edición de 1792, por contener bastantes erratas, «procede de copias de teatro». Si de copias de teatro se trata realmente, el impresor Ramón Ruiz debió de aprovechar una de las que mandó sacar anticipadamente la compañía, según costumbre, con vistas al estreno; en pocos días se podía realizar luego la tirada. Pero ¿de dónde procedía el ejemplar que utilizó el copista? El recibo que más arriba se transcribe permite conjeturar, sin aventurarse mucho (aunque aventurándose un poco...), que de Comella. Sin embargo, no hay, coincidencia perfecta entre los dos textos de 1792, debido en gran parte, según parece, a la prisa e impericia del que sacó la copia destinada a la representación, pues se saltó a veces docenas de versos (faltan más de ochenta en total); aun así, sigue sin respuesta la cuestión de dónde halló don Luciano el original, o más bien la copia, que se atrevió a prohijar ante al administrador del Propio de Comedias. Porque se trata naturalmente, como ya afirma Caso después de Ceán, de la tragedia de Jovellanos, perfectamente identificable, a pesar de sus variantes bastante numerosas que, al fin y al cabo, las más veces no añaden ni restan gran cosa, de manera que, lejos de modificarla «a fondo» , como escribe Caso, no afectan ni a la economía, ni al enredo, de la obra, así como tampoco al «carácter» de los personajes ni siquiera a lo esencial de sus parlamentos, algo reiterativos (e incluso machacones), aunque sí puede comprenderse a pesar de todo la sorpresa del primer biógrafo de «Jovino». Pero ¿tratábase de la segunda versión, y eran tan «acertadas y correctas» como afirma Ceán y admite global e implícitamente Caso-, sus variantes?

No sin razón advierte éste que «aparentemente habría un argumento decisivo contra [su] tesis», pues escribe en efecto Jovellanos en su nota sexta, relativa al lugar de la acción, esto es, Gijón:

En el plan original de esta tragedia la escena estaba siempre en el atrio de Munuza; pero después [...], deseoso de venir a la verosimilitud, pasé la representación del segundo y tercer acto en un salón del mismo palacio, con lo que no se interrumpe la unidad de lugar, que sólo excluye la mudanza de la escena a largas distancias y diversas poblaciones.


Y comenta el historiador que al no indicar el texto de Munuza el cambio en las acotaciones iniciales de ambos actos, «parece que sitúa la acción de todos ellos en el atrio del palacio, mientras que en Pelayo se indica efectiva mente el cambio de lugar en los actos segundo y tercero»18. Para eludir la consecuencia que se impone naturalmente, a saber, que «de esta forma parece que Munuza es la versión primera y Pelayo la segunda», supone que se trata de «un simple olvido en las acotaciones de Munuza, porque en parlamentos de la primera escena del acto segundo queda claro que se está en un salón del palacio». No tan claro queda, en realidad: los términos que se emplean en dicho acto para designar el lugar de la acción son: «palacio» (tres ocurrencias); «habitación», o sea: «casa o paraje en que se habita», según definición del Diccionario castellano de Terreros; «mansión»; «estas paredes», de sentido análogo; es decir que los términos son lo suficientemente generales como para que pueda suponerse la escena tanto en un atrio, que forma parte del palacio, según se lee en la primera acotación, como en un salón del mismo, o, por mejor decir, un «gran salón», que nada tiene que ver con los nuestros actuales, pues era una «sala grande y espaciosa», aunque puede dudarse que un atrio sea el lugar más adecuado, o al menos tan adecuado como un salón, para colocar en él un sitial, asiento de ceremonia (si bien se llega a calificarlo más modestamente de silla) en el acto tercero de Munuza; tal vez por ello rece la acotación que tiene que haberlo «prevenido a un lado del teatro»19, aunque también se lee en la otra versión... Pero se da la circunstancia, no advertida por José Caso, de que en la escena cuarta dice bien Acmeth20 que Rogundo «se dirigió a este atrio» («a este sitio» en los dos textos del Pelayo, y también en los manuscritos de los dos apuntadores), de manera que sigue sin variar el lugar de la acción, lo cual no puede por lo tanto corresponder a una «segunda», o, por mejor decir, tercera y última, versión, ya que la primera -recuerda el propio Jovellanos en su prólogo- fue «escrita en el año de 1769, y corregida en los de 1771 y 72», que fue precisa mente cuando efectuó el autor el cambio de lugar (con la consiguiente mutación de decorado) en los actos segundo y tercero, «sin que desde entonces hubiese vuelto a ponerle la mano», al decir de Ceán21. No puede ser pues «primera versión, acaso la ya corregida», según afirma el historiador, la que conocemos del Pelayo, sino segunda. Pero puede inferirse de ello que el texto de Munuza, por no sé qué rodeos misteriosos, procede del de 1769? Ahí está el problema, precisamente, o más bien, uno de ellos.

Que en la tragedia representada en 1792 fue el atrio del palacio el único lugar de la acción lo confirma la «cuenta de lo que ha puesto el tramoyista para la traxa intitulada el Munuza», conservada entre las papeletas diarias de la compañía relativas al 10 de octubre de 1792: en ella22 se dice escuetamente que «El teatro representa una vista de ciudad y de murallas con una puerta practicable y el foro de mar, que todo vale quatrocientos rs de Vn, suma muy corta para un «teatro» también limitado a lo mínimo, como con venía para una tragedia o comedia de corte clásico. Aun así, la consideró excesiva el «autor» Manuel Martínez, proponiendo rebajarla en sesenta reales, pues «esta lista -comenta- está reducida a una sola mutación de vastidores, cada uno diferente, sin más visualidad», es decir, a un decorado único23.

Por otra parte, al referirse a las notas aclaratorias que redactó Jovellanos para el Pelayo, considera Caso que son también «aplicables al texto [de Munuza], salvo algunas de ellas»; pero en realidad son más que «algunas», pues además de las relativas al título, Pelayo, y a Dosinda (1ª y 3ª), tampoco conviene, por no corresponder a las dos copias utilizadas en 1792 respectivamente por la compañía y el impresor, la 6ª, intitulada «La escena en Gijón», por no figurar en ambos textos esta acotación, y sí en la otra versión; ni la 15, que comenta una particularidad de los astures evocada por Achmet: «Nacidos entre riscos», ya que tienen una variante los Munuzas, ni la 16 («De ella es indigno / quien al buen nombre y fama la prefiere»)24, como advierte ya Caso; ni la 20 («A adorar su sepulcro»); en cuanto a la que concierne a Achmet-Zadé, la ortografía, con «ch», tampoco se da en el Munuza, sino solamente en el Pelayo. Resumiendo: casi una tercera parte de estas notas se refiere exclusivamente al texto de esta versión, y resulta por lo tanto difícil seguir sustentando que no sea coetáneo de ellas, y por ende de todas, el Pelayo corregido en 1771-72 por don Gaspar con vistas a una publicación programada para el año de 1773.

A pesar de coincidir las opiniones de los dos biógrafos de Jovellanos acerca de una redacción del Munuza posterior a la del Pelayo, Caso rechaza la hipótesis, formulada por un Ceán algo despistado ante el impreso recién descubierto, de una «corrección» efectuada en el texto del -ya corregido Pelayo para el estreno de Gijón en 1782, prefiriendo proponer el período que va de 1782 a 1790, si bien le parece por una parte curioso el silencio de Ceán y el del diario de «Jovino» a este respecto, así como, por otra, no concluyente el argumento ex silentio... Efectivamente, de la lectura del prólogo podría sacarse la impresión de que no parece éste rigurosamente coetáneo del texto de la tragedia, digo: del de finales del bienio 1771-72 o principios del 73. Esta última fecha, y también la de las notas, proceden de Ceán, por lo que ambos textos parecen dar lógicamente remate a las correcciones efectuadas en la tragedia en el citado período y a las que se refiere el propio Jovellanos en dicho prólogo. Pero ¿tratábase del texto definitivo? Mientras usa don Gaspar exclusivamente la primera persona de singular en el prólogo y la breve introducción que precede a las notas, en éstas alterna de manera algo anárquica la primera de singular con la de plural mayestático (o tal vez de modestia); tampoco parece ser título definitivo: Notas para aclarar algunos pasajes de esta obra, probablemente de Jovellanos pues viene seguido de un epígrafe, aunque también lo pudo añadir, o completar, Cañedo. En cuanto a epígrafes, los versículos de los Macabeos con que se pone fin al prólogo no son ninguna nueva cita de «autoridad», sino en realidad otro legítimo epígrafe, el cual, por lo mismo, no está en su debido lugar, pues no tiene su contenido la más mínima relación con las últimas frases de dicho prólogo, y sí en cambio la tiene, y muy estrecha, con el argumento de la tragedia, ya que la ilustra y ennoblece por evocar la lucha de la pequeña tropa de Judas contra el ejército de invasores sirios e impíos. Como era lógico, pues, encabeza la cita bíblica el texto del Pelayo manuscrito de la Biblioteca Nacional, incluso antes de la lista de «Actores» (aquí: personas, sin nombres de intérpretes).

Además, como decía, al recorrer algunas frases del prólogo, se podría pensar que ha transcurrido más tiempo del que se viene suponiendo entre la fecha de redacción de la tragedia y la de las correcciones por una parte, y, por otra, la del mismo prólogo; declara en efecto el autor: «escrita en el año de 1769, y corregida en los de 1771 y 72, sale ahora a ver la luz pública»; «Confieso que antes, y al tiempo de escribirle [el Pelayo], leía muchísimo en los poetas franceses...»; «La acción sobre que escribí mi tragedia»; etc. Como máximo, no debió de mediar un año cabal entre la última fecha, 1772, y la del frustrado intento de publicación; pero también puede que se refiera Jovellanos a la primerísima redacción de su obra, y en este caso, ya son cuatro... De todas formas, si menciona únicamente el autor a «las personas que leyeron el Pelayo en el año de 69», es que aún no se ha dado a conocer, fuera, como es de suponer, del entorno reducido de don Gaspar, el texto corregido y destinado a la imprenta para 1773; tampoco escribiría don Gaspar que su juicio «se arreglará al del público», ni que por dedicar su tragedia al héroe de la nación espera que sus «paisanos y compatriotas25 sean los aprobantes de [su] trabajo» si la fecha del prólogo fuera posterior al estreno gijonés de 1782, y a la del prólogo en verso del mismo año redactado al efecto; además, la nota 22 se refiere a V[oltaire] anteponiéndole significativamente una M, esto es, «Monsieur» («Señor»), y el escritor galo murió en 1778.

En cuanto a las variantes de las dos versiones, resulta en cambio a primera vista difícil, por no decir prácticamente imposible, utilizarlas para tratar de establecer la anterioridad de una version con relación a la otra, pues no disponemos más que de unas copias y unos textos no exentos de erratas, algunas de las cuales dificultan incluso la inteligencia del sentido de los versos correspondientes, y para más inri, no tenemos ninguna seguridad de que todas sean de la cosecha propia del autor, en particular las de la tragedia que se estampó y estrenó anónima (si bien no tal para el administrador del Propio de Comedias...) en el Madrid de 1792, poco menos de un cuarto de siglo después de su primera redacción y estando ausente el autor, y habida cuenta además del escaso respeto con que trataban los papeles tanto los censores como los «autores», cómicos y copiantes de las compañías.

De los cuatro textos que poseemos en la actualidad, el más breve es, con mucho, el del estreno, con sus 2333 versos frente a los 2417 del impreso por Ruiz, 2439 y 2428 para los Pelayos, el manuscrito y el de la edición Cañedo respectivamente, en los cuales comienza el acto tercero con una escena de 34 endecasílabos entre Dosinda e Ingunda que falta en los otros dos, y que se habrá de comentar adelante; además, se suprimieron en la representación, como puede observarse gracias a los corchetes marginales y lo recapitula acto por acto el apuntador en la portada del manuscrito, 602 versos, esto es, más de la cuarta parte de la tragedia26 lo cual, digámoslo de pasada, tampoco cambia gran cosa, de manera que se redujo lo declamado en el teatro a unos 1730 endecasílabos.

De lo que sí podemos estar seguros, es de que el himno a la libertad que constituyen, y pudieran haber constituido también en 1808, los cuatro versos de Pelayo: «Y tú, noble inquietud de los mortales, / tú, dulce libertad, ven y embriaga / nuestro fiel corazón en [con] tus dulzuras; / infunde un santo ardor en nuestras almas», si bien sonaba muy exaltante y acorde con la ideología oficial en boca de un restaurador de la patria en los años setenta27, cobraba en cambio en 1792, en el peor momento de «psicosis antifrancesa» en que le tocó gobernar al conde de Aranda28, un sesgo no muy grato a unos oídos más que nunca maltratados por el eco de las proclamas de allende el Pirineo; por ello se convirtió la «dulce libertad» en un inofensivo y tan traído como llevado «amable pundonor». Y no puede ser lógicamente Jovellanos el autor de la modificación.

No deja de llamar la atención, al principio del acto segundo de Munuza, el cual, como queda dicho, sigue desarrollándose, como los otros cuatro de la tragedia, en un lugar único que es el atrio del palacio, una incoherencia que no se da en el Pelayo y que tampoco puede atribuirse en mi opinión a don Gaspar. En los actos primero, segundo y tercero es de día (Munuza, en el segundo, quiere que se preparen sus bodas «antes que el cielo / se cubra con la sombra de la noche»; en el tercero dice que todo está preparado para el «próximo himeneo», el cual aún no se realiza ni se ha de realizar); y en el cuarto, se apunta que es de «Noche»29, como confirman por otra parte los primeros versos de Suero en todas las versiones y las hachas que llevan los soldados; queda además fuera de duda que desde ese atrio, en que «se supone la escena», se pueden ver la ciudad y la marina: al empezar el acto quinto, poco antes de retirarse los moros que llevaban aún las hachas, pues «este día [...] empieza ya a anunciarse / con luz serena»30, el héroe asturiano se presenta en dicho atrio y se dirige a su «Gigia ilustre», «mirando al Fuerte y a la Ciudad»; de donde se infiere que todo el escenario tiene entonces una iluminación, digamos, «normal», y así también, por consiguiente, en los tres primeros actos. Ahora bien: si resulta verosímil que, al recobrar el conocimiento en el «gran salón» del acto segundo de Pelayo adonde la han traído desmayada sus raptores, califique Dosinda de «mansión odiosa», sin más pormenores, el nuevo lugar de la acción, no lo es el que en Munuza, esto es, en el atrio, pueda agregar su «alter ego»:


Por todas partes el pavor y el miedo
se ofrecen a mis ojos, donde envía
la triste luz un resplandor funesto...31


Con toda evidencia, es ya la lobreguez lo que convierte a la «mansión» de simplemente «odiosa» en «horrible», por lo que Ormesinda vuelve a la vida, según repite, para este «nuevo horror», mientras que para Dosinda, en cambio, la emoción no pasaba de simple «susto». Es decir que se busca más que en la otra versión, por medio del diálogo (pues no disponemos de más indicaciones didascálicas), un determinado efecto destinado a conmover al público (también se repite la voz «funesto»), igual que, por ejemplo, en muchas comedias patéticas prestan apoyo a la mímica determinadas palabras del diálogo que la comentan, para intensificar la emoción del concurso (o, en nuestros días, una banda sonora de risas en off superpuesta a la película televisiva nos indica, por si fuéramos unos bobos, cuándo conviene celebrar la supuesta comicidad de un lance). Digámoslo de otra forma: a diferencia de la correspondiente de Pelayo, esta escena de Munuza trata de provocar una impresión análoga a la producida por un ambiente de tipo carcelario32, que no puede ser por definición el de un salón, ni lo es, pues del atrio se trata, ni podía por lo mismo fingirse el desarrollo de la tragedia entera a media luz...33. Un ambiente, pues, y, más aún -ya que la lobreguez tenía obviamente que sugerirse más que figurarse efectivamente-, una terminología correspondiente, de que carecen al parecer los demás actos, a pesar de ser idéntico el lugar de la acción, y que en cambio se encuentran, no creo que casualmente, en varias comedias contemporáneas de un Comella: la «mansión horrible» (también calificada de «sitio horrendo», «mísero seno del horror», «tenebroso centro», «calabozo funesto») forma parte del decorado de Federico segundo en Glatz, o la humanidad, estrenada unos meses antes que el Munuza, en mayo de 1792, por la misma compañía; al empezar la jornada tercera, se descubre una «pieza horrible de la cárcel, en la qual entrará alguna luz por dos rejas que habrá a la derecha...»; dos años antes, en diciembre de 1790, el Manuel Wolf de El buen hijo o María Teresa de Austria está preso -dice- «en este sitio triste / donde el horror habita, / y apenas le penetra / la luz hermosa del naciente día»; en febrero del mismo año, se clausuraba la temporada con otro estreno, Cristóbal Colón, en cuyo acto segundo estaba preso el almirante en la «lóbrega noche» de una «horrible mansión triste»; al poco tiempo, en diciembre de 1795, el Nicolao de Los hijos de Nadasti y el general húngaro quedan encerrados en un subterráneo, «horroroso sitio», o, dicho con estupendo hipérbaton, «en este de horror abismo», pues «es inútil / buscar luz en estos sitios / tenebrosos», etc.34 ; por último, a « la prisión oscura de sus antros», entiéndase: las grutas en que se ponen a cubierto los guerrilleros asturianos en Pelayo, corresponden «sus horribles antros» en la otra versión.

Tampoco me parece seguro que los dos versos: «¿Quándo (oh, ciega ambición de los humanos) / triunfará la virtud de tus esfuerzos?», declamados por Rogundo en el acto primero de Munuza y que faltan en Pelayo35, reflejen, según palabras de Caso36, «preocupaciones de Jovellanos posteriores [a la que él considera primera versión], que enlazan, por ejemplo, con las dos sátiras A Arnesto (1786 y 1787)»; la idea se repite en una réplica de Ormesinda en el acto tercero bajo la forma: «La ambición vive siempre muy distante / de los pechos virtuosos». En primer lugar, y a diferencia de las diatribas noblemente indignadas de los citados poemas, no se apunta aquí a una determinada categoría social, sino que son máximas o sentencias de alcance mucho más general, por no decir trivial, y, por lo mismo, más impreciso, aunque, al parecer, se relacionan con el proyecto que abriga Munuza de «elevar un trono soberano / sobre las tristes ruinas de su [la] patria», según refiere Rogundo. En semejante contexto bélico y de opresión, ¿a qué viene invocar a la «virtud», concretamente como remedio a la ambición de un opresor37, cuando cuatro versos escasos más abajo, además, se vuelve a hablar de «virtud», traicionada por el gobernador?... En el teatro comellano -y de una manera general, por cierto, en el drama sentimental- abunda ese tipo de quejas o lamentos morales en estilo declamatorio en que se contraponen el vicio y la virtud, en forma las más veces admirativa o interrogativa: «... si bien supieran / las ambiciones los daños / que al infeliz acarrean, / contentas con lo que tienen / era fuerza que estuvieran»; «¡Oh! ¿quándo de la ambición / la tiranía soberbia / escuchará los clamores / de la humanidad...?»; «Si los ricos emplearan / lo sobrante a sus riquezas / en socorrer la virtud, / tan ultrajada no fuera, / y no lograría el vicio / tanta parte de sus rentas» (El buen hijo o María Teresa de Austria); «¡edad de la inocencia! ¡feliz tiempo! / que el fraude y el engaño se ignoraba [...]; / que ningún interés movía al hombre!» (Los amantes de Teruel); «¿...quién no ha de sentir / ver entronizado el vicio /, y la virtud abatida / por los soberbios e impíos?»; «Siempre vivirá cautivo / el ánimo, esclavizado / a los infaustos caprichos / de la maldad, del antojo / o del poder?» (La Jacoba); «¡que no lleguen / nunca a conocer los ricos / que defraudan a los pobres / lo que consumen en vicios!» (tercera parte del Federico segundo); «¡Oh, qué caro el favor vende la suerte / al corazón que está de virtud lleno!» (Ino y Temisto); ¡Ya se ha acabado en la tierra / la honradez, ya no hay palabra, / ya no hay nada...» (El hombre singular o Isabel primera de Rusia); etc.

Se podría objetar que el iniciarse el acto tercero de Pelayo con una primera escena que, como queda dicho, falta en el correspondiente de Munuza puede argüir a favor de la anterioridad de aquella versión, por no ser infrecuente, sino más bien corriente, la supresión, en el repaso o corrección de una obra, de varios pasajes tenidos por imperfectos o superfluos, máxime si se tiene presente el límite que no debe rebasar su representación en el marco de una función completa. Al parecer, según Ceán, ésta no fue principal preocupación de Jovellanos, el cual se negó a entregar su tragedia a una compañía profesional. Por otra parte, como se ha visto, la diferencia entre las distintas versiones impresas y manuscritas, tal vez exceptuando el Munuza del estreno prohijado por Comella, ronda la veintena de versos, o poco más, y ni siquiera prescindiendo de la citada escena primera de la otra versión quedan sensiblemente modificados estos datos. Curiosamente, donde la desigualdad es algo más llamativa es entre el acto cuarto del impreso y el correspondiente del manuscrito de Munuza, pues aquél tiene 45 versos más que éste (474 frente a 429). Además, la referida escena primera de Pelayo, cuyas únicas protagonistas son Dosinda y su confidente Ingunda, la hace necesaria en cierto modo, como también ocurre al principio del acto anterior, la «mutación» de salón, únicamente ideada por Jovellanos para mayor verosimilitud, pues ya se ha visto la impresión de rareza que en Munuza provoca, como debió de advertirlo el autor, la colocación y permanencia de la joven raptada y apetecida en el atrio, esto es, a la entrada, de un palacio; y al empezar el acto, a pesar de haberse postergado los intermedios (tonadilla y sainete) para el final de la función, tampoco resultaba ocioso un breve repaso, por Dosinda, a la situación desesperada en que se encuentran tanto ella como Pelayo y Rogundo, aunque no fuera más que para estimular la memoria del público. Y todo ello puede explicar también en alguna medida la ausencia, es decir, probablemente, supresión por superflua e inútil, como contrapartida, de la que en Munuza es escena nona y última del acto anterior, consistente en un mero monólogo declamatorio del gobernador en diez versos, el cual queda sustituido simplemente por tres, de mayor concisión, que también definen la disyuntiva que a todos se les plantea, y vienen ya agregados al final de la escena octava -convertida por lo tanto de penúltima en última-, a manera de conclusión del parlamento del mismo personaje, y del acto38. Y se advertirá por otra parte que en Pelayo nunca aparece Dosinda sin Ingunda, menos cuando sale ésta de palacio a cumplir una orden de su señora, como al final de la escena primera del acto segundo, por lo cual es errónea, tanto en el Munuza manuscrito como en los impresos de Madrid y Barcelona la mención de su permanencia en las escenas siguientes, pues debió de regresar en la quinta con Rogundo, a quien fue a avisar; en el acto tercero de Munuza, en cambio, no se menciona a la confidente durante las cuatro primeras escenas, siendo así que «debería estar presente», según comenta con razón Caso39, y tiene que estarlo efectivamente, cuando menos al final de la cuarta, pues gracias a una acotación nos enteramos en ésta de que la hermana de Pelayo «cae como desmayada en los brazos de Ingunda», según el impreso, o «se hecha a los brazos de Ingunda», en el manuscrito; de manera que durante todo aquel acto tercero, no hacía ésta más que un papel de personaje mudo, por no decir de metemuertos, ya que su única intervención consistía en abrirse de brazos; mientras que la versión de Pelayo sí le permite, al iniciarse el mismo acto, volver a desempeñar, como en el anterior, el papel activo de confidente que le destinó el autor40. Por ello no resulta muy convincente la hipótesis formulada por Caso de que «Jovino», al corregir la que él considera primera versión, olvidase a Ingunda en la versión supuestamente corregida, pues, como se acaba de ver, no la olvidó, a no ser que saliese sin llamar la atención en algún momento entre la escena segunda y la cuarta; y quien debió de olvidarla fue probablemente un copista en una determinada etapa de la circulación de la obra manuscrita. En cambio, vemos que en el correspondiente acto de Pelayo, después de la escena primera que falta en Munuza y en que Dosinda le pide a Ingunda que no se aparte «de este sitio» (probablemente para tranquilizarse), la confidente sigue en el escenario («Munuza, y las dichas.»), por lo que a partir de la tercera, aunque no se menciona ya su nombre, se «supone presente», como apunta Caso, es decir que la cómica que hacía su papel debió de apartarse a un lado41, y seguir luego a Dosinda cuando a ésta se le ordena que vuelva a su cuarto; sólo que la acotación correspondiente reza escuetamente que Achmet «entra por otra parte con Dosinda», sin que de Ingunda se trate; pero en algún momento tenía también ella que salir de escena: se puede observar en distintos lugares de la obra que faltan más acotaciones relativas a evidentes mutis de personajes, como por ejemplo la de Pelayo al final de la escena octava del acto tercero o la de Dosinda al concluir la séptima del segundo. Prescindiendo pues de estas leves anomalías, repito que probablemente atribuibles a un copista distraído más que al mismo autor y que por otra parte no podían plantearles ningún problema a los representantes, la economía de los actos segundo y tercero en Pelayo parece más equilibrada y más lógica, y resulta, según me parece ya evidente, de una corrección de la otra versión por Jovellanos, y no a la inversa.

Por último, y contra lo afirmado por Ceán, las numerosísimas «variantes» de Munuza no siempre son más correctas que las de Pelayo, y resulta dificilísimo saber si en cada versión son obra del autor o de los copistas sucesivos; las evidentes equivocaciones o descuidos que presenta un texto no siempre quedan confirmados en el segundo de una misma versión; incluso se pueden advertir unas pocas coincidencias entre el manuscrito de una y el impreso de la otra; algunas de esas variantes suponen, en un momento imposible de determinar, que tal o cual de los copistas manifestó una información histórica bastante mediocre, comparada con la que tenía Jovellanos acerca de la biografía del héroe astur: a éste,


      de Cantabria
le avisan que la guerra en sus estados
ha vuelto a renacer; que Eudón y Pedro,
émulos de su gloria, aspiran ambos
a usurpar de Vizcaya el Señorío;
y aunque los naturales a Pelayo
se conservan muy fieles, su presencia
es allí indispensable...


Esto, en Cañedo y en el manuscrito afín42; véase ahora lo que pudo oírse y leerse en 1792:


      de Vizcaya
le avisan que la guerra en sus estados
ha vuelto a renacer, que Eudón y Pedro
(nobles de aquel país) conspiran ambos
por lograr del Ducado las insignias,
y aunque los naturales... (etc.)


Ya no se trata de la lección «histórica» de Jovellanos (véanse sus notas 2ª y 10ª); además, lo que viene entre paréntesis, de tipo aclaratorio, supone que el texto va dirigido ya a un público no bien informado de la historia antigua de Asturias y suena un si es no es a comedia heroica de tema extranjero. Lo mismo puede decirse de las que llamaré «niñeces y mocedades»43 de Pelayo y de su educación marcial, evocadas por el «Xefe de la guardia», el cual parece algo menos enterado en Munuza que en la otra versión. Poco antes de concluir el acto segundo de ésta, el último parlamento de Achmet evoca en unos veinte versos, con una aprensión que equivale a un elogio al enemigo, la rudeza y ardimiento varoniles de los asturianos, «criados entre riscos» (expresión que, como queda dicho ya, viene en la versión de la tragedia corregida en 1771-72, y no en el texto de Munuza); y la evocación, procedente, según Jovellanos, de Estrabón y otros, es más larga y pormenorizada que la de 1792, y supone además un conocimiento directo del terreno, «lleno de precipicios y angosturas»; la de Munuza, fuera de la dudosa eufonía del «golpe de sus mazas y sus chuzos» y de su brevedad, rebasa los límites de la verosimilitud, pues si bien tiene Acmeth, por voluntad expresa del autor44, un papel de consejero prudente, llega a declarar ante su jefe que la causa de los moros es «injusta» y llevan los asturianos «la razón en favor suyo», eco muy imperfecto, al parecer, de los versos: «...el miedo / y el horror lidiarán en favor suyo», con los que en Pelayo se prevé acertadamente la superioridad y ventaja de una minoría de guerrilleros sobre un ejército invasor. Y ¿quién sabe si la mayor insistencia en las proezas de los antepasados astures no respondía ya a la intención de representar la obra ante un determinado público, para quien se escribió el famoso prólogo en verso de 1782?...

Pienso además que el «patriota fiel» de los dos Munuzas (y el «patrio tan fiel», que se le escapa al redactor del manuscrito de la Biblioteca Nacional...) corresponde menos al vocabulario del dramaturgo Jovellanos que el «patricio fiel» del impreso de Cañedo45. En cuanto a las simbólicas «colas africanas», opuestas al león de los estandartes cristianos al principio del acto quinto, no son africanas sino turcas46, como advierte ya Caso en una nota a pesar de conservar esta voz en su edición, de manera que, de los cuatro textos que tenemos a la vista, es la lección del Pelayo de Cañedo la única correcta: «las lunas africanas», metáfora confirmada por la Hormesinda moratiniana («con el rojo pendón de lunas llenas»), garantizada además por una larga tradición literaria (y por la comedia antigua, repuesta con cierta regularidad, La mejor Luna africana) y por el mismo gobernador de Gijón, el cual, por medio de su matrimonio con la heroína, quiere ver «enlazados / de nuevo los leones y las lunas»; fuera de que tampoco pueden haber salido Suero y algunos ciudadanos por la «puerta de la marina» -pues no hay más que una puerta, que es la del castillo-, sino por la «parte» de aquel sector47, y en este caso, la acotación de la edición Cañedo también supera a la de los otros tres ejemplares.

A los moros se les califica también de africanos, berberiscos, sarracenos, árabes, alarbes, agarenos, incluso -cómo no- infieles, pero la lección: «moriscos»48, que se da en los dos textos de Munuza, no puede ser riguroso equivalente, pues dicha voz se considera solamente adjetivo en el Diccionario de Autoridades y en el de Terreros, con la acepción de «perteneciente a moros», y como nombre, naturalmente, designa a los que fueron bautizados cuando la «restauración de España»; de manera que el anacronismo contribuye también, por muy poco que sea, a descalificar esta versión frente a la del Pelayo. Y, a pesar de la admiración que expresa «hacia sí », esto es, aparte49, el probo Acmeth por las «almas grandes» de los «altivos Españoles», sin dejar de ser fiel a su causa, suena también bastante raro el colectivo «tostado berberisco» con que designa a sus correligionarios, frente al correspondiente «árabe fogoso» de Pelayo50. Resuelto ya a morir, el héroe astur expresa en esta obra el deseo de que su «inocente sangre» permita «espiar todas las culpas / de la patria»; en Munuza, y ello se debe seguramente al manejo de un copista, da un alcance más universal a su «sacrificio», pues con no poca inmodestia, y a costa de un giro algo pleonástico y una leve claudicación gramatical, exclama: «Recibe ¡o cielo! / en sacrificio mi inocente sangre./ ¡Ah! pueda ella expiar todas las culpas / que irritan vuestro ceño...»

Y por último, al final de la escena 7ª del acto IV, la única didascalia a un tiempo lógica y totalmente comprensible de los cuatro textos es la del Pelayo manuscrito: «Munuza se retira por el fondo del theatro, y Kerim entra al castillo pr la puerta que sale a la escena, dejando en ella alguno de sus soldados, el qual le dará aviso [esto es: yendo a avisarle por dicha puerta] luego que Suero y los demás parezcan sre. el theatro», o sea, en la siguiente, al final de la cual, por haberle ido lógicamente a avisar el centinela, vuelve a salir Kerim, pudiendo empezar así la escena nona.

De esta tragedia, calificada, sin más y creo que con motivo, de «regular» por Caso, pueden retenerse unos cuantos versos, entre ellos un parlamento de Pelayo:


      El inconstante
capricho de la suerte eleva un día
lo que al siguiente sin razón abate.
Un corazón virtuoso nunca debe
ceder a estas mudanzas. Los cobardes
se humillan al destino; pero el Héroe
sufre inmóvil su alhago y sus embates si.51


Pero al que tenga más inclinación a la lírica que al heroísmo en posición de firmes y con la mirada clavada en el horizonte, quizás mejor le convenga la autojustificación de la actitud, más oportunista, eso sí, de un Munuza lector de Esopo, o más bien, digamos, de La Fontaine por mediación de Jovellanos:


      ... y como suele
doblar la frágil caña a los embates
del recio vendaval su dócil cuello
mientras un soplo asolador deshace
toda la pompa del robusto roble,
cedí yo a la invasión de los Alarbes52.


Un autor de tragedia de corte clásico no podía por menos de tratar de «ennoblecer» el texto de su obra con algún recuerdo de la literatura latina, cuyo patrocinio solicitaron también Nicolás Moratín en la Hormesinda y, más tarde, en Guzmán el Bueno, Quintana en otro Pelayo, María Rosa de Gálvez en Alí-Bek, y algunos más; la versión de Munuza nos brinda por su parte un eco de la Eneida, concretamente, de las imprecaciones de Dido abandonada por el héroe troyano, entre las que profiere Pelayo en la escena tercera del acto quinto:


...y hasta en el fondo oscuro de tu pecho
continuamente asistirá la imagen
de la pálida muerte...
....................................................................
... a todas partes
te seguirá mi sombra...53


Verdad es que, por «pálida», recuerda más esa muerte a la que «aequo pulsat pede pauperum tabernas / regumque turres»54, pero la fuente a que me refiero no parece dudosa55; curiosamente, la «sombra de Pelayo» no se evoca en la otra versión, y sólo queda la muerte, calificada menos alegóricamente de «espantosa». ¿Descuido de un copista, voluntad por parte del autor de distanciarse algo más del modelo, o de reducir el texto? El caso es que el parlamento del valiente asturiano tiene cuatro versos menos, y que, por su parte, el pasaje correspondiente del estreno se declamó sin los ocho que a la muerte se refieren. El mismo autor, en la nota 21 de su tragedia, justifica además «el extremo a que llega [al final de la escena cuarta] el dolor de Dosinda, o el entusiasmo del poeta, que le hace ver y oír las sombras de los inocentes, muertos a mano de Munuza» , alegando que «este pasaje tiene a su favor tantos ejemplares en los poetas antiguos y modernos, que nadie podrá culparle sin temeridad»; y cita a Eurípides, Racine, Trigueros y M[onsieur] V[oltaire], cuyos ejemplos prueban -comenta- «que también tiene sus éxtasis el dolor». Exclama Dosinda:


¿No escuchas los gemidos lamentables
que se oyen en el centro de la tierra?
¡Oh Dios! Del hueco de las tumbas salen
las sombras de los que has asesinado.
Yo las oigo, las veo... Mira, infame
en las trémulas manos los cuchillos
que aún gotean inocente sangre.
Revuelven frías los vacíos cráneos,
buscando a su verdugo en todas partes.
Sobre ti abren las obscuras bocas,
y fijando en tus manos execrables
la encarnizada y tenebrosa vista,
corren despavoridas a buscarte.
Ya todas te rodean, y en tu seno
van a clavar rabiosas los puñales.
Huye, bárbaro... ¡oh Dios! De nuevo se oyen
los tristes alaridos (¡duro trance!)...


Esta visión, con algunas variantes esencialmente en la adjetivación y dos versos menos (los de las sombras frías agitando los cráneos vacíos, que, con la «tenebrosa vista», recuerdan al espectro de Banquo en la escena cuarta del acto III de Macbeth), ocupa el mismo lugar en Munuza, pero tanto en esta versión como en la otra se dan algunas curiosas contradicciones, al menos para el que no logra contagiarse del «entusiasmo del poeta»: a dichas sombras se las ve a un tiempo trémulas, despavoridas, vengativas y rabiosas, y por otra parte, en Pelayo, lo hueco de los cráneos no obsta para que fijen en las manos de su verdugo «la encarnizada y tenebrosa vista»56. Unos infiernos paganos con algo de danza de la Muerte en filigrana, y unas sombras entre almas en pena o Manes57 y Erinias o Furias. Merece la pena recordar, a propósito de éstas58, que en la copia del primer apuntador Fermín del Rey se añadió, en una media cuartillita de papel pegada al folio, la siguiente ampliación del parlamento de Ormesinda:


   [Huye, bárbaro], huye..., pero en vano,
    que su furor te sigue en todas partes.
    ¡Cruel! llegará el día que la afrenta
    que has hecho a España con tu sangre labes;
tiembla este día, tiembla los rencores
del justo Cielo y una esposa amante.
¿Aún estás, fiero, aquí? [De nuevo se oyen...]


A estos versos les cupo la misma suerte que a la visión de la heroína, «encajonada» en el otro apunte del estreno y que por lo tanto no se declamó en el escenario. La nota dirigida al «escrupuloso» que pudiera sorprenderse ante semejante reacción de Dosinda muestra que Jovellanos tenía conciencia de haber alcanzado un límite59. Comoquiera que sea, su evocación de «las sombras de los inocentes, muertos a manos de Munuza» parece fundarse una vez más en el texto de Pelayo, que es la única de las dos versiones en que la heroína ve gotear la «inocente sangre» de los cuchillos.

A manera de conclusión, diré, pues, que si la cosecha, todo bien mirado, no es de las más pingües, tampoco ha resultado del todo inútil plantear una serie de problemas suscitados por la edición del para largo tiempo mejor conocedor y editor de «Jovmo», pues en primer lugar consta que fue Comella, estando ausente el autor, quien entregó, a cambio de la habitual remuneración, un texto de la tragedia recién editada anónima, intitulada Munuza, para la compañía de Manuel Martínez en 1792, la cual, según costumbre, encargó varias copias no exentas de erratas que debieron de sumarse a las anteriores, como se puede comprobar en las dos que obraron en poder de los apuntadores así como también en el texto impreso por Ramón Ruiz. Por otra parte, de entre las muchas variantes que presentan los ejemplares del año del estreno madrileño frente a los de la otra versión dada a conocer por la publicación de Cañedo, algunas son lo suficientemente concordantes como para permitir, con la debida cautela, modificar el orden cronológico propuesto por Caso, y considerar que Pelayo corresponde a la versión corregida por el autor para la edición de 1773, que no llegó a realizarse, y Munuza a otra versión menos elaborada estructuralmente y quizás también con tantas variantes en su texto por ser la más antigua y haberla por lo mismo desatendido, por no decir desechado, el autor, de manera que, de copia en copia, terminaría su carrera paralela en manos de la compañía de Martínez, con un título que, como advierte Caso fundándose en palabras de don Gaspar, encajaba mejor con su argumento. Lo cierto, en cualquier caso, es que, tanto en 1778 como en 1786, seis años escasos antes del estreno madrileño de la obra y cuatro antes del viaje del autor, esto es, respectivamente, en el tomo primero de las Obras Poéticas de Huerta y en el tercero del Ensayo de una biblioteca... de Sempere, el único título de la tragedia «harto conocida, aunque nunca impresa», según palabras de éste -y tenida en ambos casos naturalmente como de Jovellanos- sigue siendo Pelayo, y no Munuza, lo cual refuerza por otra parte la probabilidad de la intervención ajena incluso en la modificación del título, modificación que tal vez sirviese también para despistar -al menos por algún tiempo- a los aficionados a bellas letras sabedores de la existencia, o ya lectores, de la obra aún inédita desde veinte años atrás.

El citado recibo de 25 doblones firmado por Comella prueba, indiscutiblemente, que éste no tuvo más recato que algunos contemporáneos suyos en aprovechar la labor de otros (con varios añadidos y correcciones de cosecha propia). Pero en atención a que no tardó mucho un individuo del mundillo teatral, más enterado que el administrador, en atribuir la obra anónima a su verdadero autor, como se advierte en la portada del manuscrito del estreno60, conviene, después de tanto tiempo, cerrar ya los ojos ante el desliz del padre de los Federicos, sírvale además de disculpa el no ser de su puño y letra la copia plagada de errores que tuvo a la vista el apuntador segundo el día del estreno madrileño...





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