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El género gótico. ¿Génesis de la literatura fantástica?1

Miriam López Santos





La novela gótica surgió a la sombra de la Inglaterra del Siglo de las Luces, cuando el rechazo a lo sobrenatural en la vida cotidiana, se tradujo también en una férrea condena de su uso literario y estético. Una serie de escritores (Horace Walpole, Clara Reeve o Sophia Lee, primero y posteriormente Ann Radcliffe, W. Ireland, William Beckford, M. G. Lewis o Ch. Maturin, que fijaron sus convenciones genéricas), sin embargo, tomando conciencia de género frente a otros dos subgéneros, cuyo nacimiento podemos considerar paralelo (sentimental e histórica), y en un acto de rebeldía, se lanzaron a la aventura de escribir algo nuevo que viniera a transgredir las normas establecidas por los principios estéticos de la preceptiva clasicista. Frente a la razón buscaron lo irracional y, ante la necesidad de optar por nuevas fuentes de inspiración y nuevos públicos, acudieron al miedo. En este empeño, entonces, recogieron el bagaje cultural heredado (y le aplicaron una buena dosis de elementos fantásticos.

Y quizás por ello, desde su origen la novela gótica ha mantenido una estrecha relación con el denominado género fantástico2. Gran parte de la crítica (Todorov Caillois, Jackson Siebres o Roas, entre otros) sostiene que en la base de todo este género que «se origina hacia 1800» (Jackson 1981: 79) encontramos, indudablemente, a la literatura gótica y que por lo mismo se debería considerar El castillo de Otranto (1764) como la primera manifestación literaria de dicho género fantástico3. El problema surge a la hora de establecer el verdadero vínculo que existe entre ambos, porque el punto de vista del que se parte al sostener esta afirmación es efectivamente el fantástico y no se tiene en cuenta la riqueza y la ambigüedad que envuelven a la novela gótica clásica4. ¿Dónde incluir entonces el modo gótico?, ¿se puede considerar lo fantástico como paralelo a lo gótico?, ¿podremos, acaso, circunscribirlo a una pequeña parte de ese todo que es lo fantástico? o, por el contrario ¿no se encontraría, aplicando ciertos análisis, ni siquiera englobado en el mismo? Por ese motivo, proponemos un estudio que parta de la ficción gótica y, a partir de este, un análisis de las relaciones y los puntos en común entre ambos géneros literarios, aunque siempre teniendo en cuenta, como veremos, que la novela gótica adolece de determinadas premisas, más que necesarias, imprescindibles, que impiden la completa identificación con este movimiento y que justificarán nuestra posterior teoría.

A grandes rasgos podemos afirmar que aquella reflexión generalista sobre la novela gótica como inicio del género fantástico se sustentó y aún se sustenta en el hecho de que este sería el primer movimiento literario que tomó consciencia, en relación con los elementos maravillosos o fantásticos, de la idea de realidad. Frente a la literatura maravillosa (narraciones mitológicas, novelas de caballerías o relatos milagrosos) en la que el elemento transgresor, que era visto como un milagro, se encontraba inmerso en un mundo paralelo al nuestro y regido por sus propias reglas, la ficción gótica experimentó un cambio profundo que solo puede explicarse en virtud del siglo en el que se desarrolla5. En efecto, la segunda mitad del siglo XVIII se caracterizó, bajo la filosofía del Neoclasicismo Ilustrado, por el reinado absoluto de las leyes de la ciencia y por un desproporcionado culto a la razón, que acabaría por imponer definitivamente el racionalismo como única vía de comprensión y de explicación del hombre y del mundo (Roas, 2001: 24)6. La primera consecuencia no se haría esperar: las supersticiones y los milagros se contemplaron como una transgresión del paradigma explicativo de lo real, lo que trajo consigo, como hemos visto, un rechazo a lo sobrenatural en la vida cotidiana y una profunda censura de su empleo estético7. El nuevo tratamiento de lo sobrenatural exigía, de acuerdo con estos nuevos principios estéticos, un distanciamiento de los mecanismos de lo maravilloso que se sustentara en el respeto a una realidad objetiva.

La apertura hacia la realidad se había producido, sin embargo no bastaba con que el mundo que nos presentara la novela fuera real, era preciso una realidad que respetara la cotidianidad del lector si el elemento transgresor pretendía desestabilizar sus límites y cuestionar la validez de sus reglas. Es decir, un mundo perfectamente reconocible para que la irrupción en él del componte sobrenatural originara el efecto deseado. Por ello, la literatura fantástica, como apuntara David Roas, en su deseo de «poner en duda nuestra percepción de lo real» (Roas 2001: 24), exige un mundo lo más «cercano a la realidad que pueda existir, convirtiéndose el realismo en una necesidad estructural en todo texto fantástico» (Roas 2001: 24).

Ahora bien, ¿es posible encontrar esta fidelidad a la realidad del lector en las novelas góticas? O dicho de otro modo, ¿consiguen respetar estas ficciones aquella exigencia estructural? Y si no es así ¿como podemos justificarla?, ¿a qué remite? En primer lugar, debemos partir de la consideración del lector de la época para poder comprender la verdadera génesis de las novelas góticas. Si bien, como queda dicho, las supersticiones y los milagros habían sido arrinconados por los preceptos de la razón, lo sobrenatural pertenecía aún al horizonte de expectativas del lector; fantasmas, monstruos y demás fenómenos y seres infestos se conservaban latentes en la memoria colectiva como restos de un pasado lejano y oscuro. Los narradores góticos, en el deseo de experimentación con los terrores humanos y ante la falta de referencia directa en su mundo diario, vieron en aquel pasado un marco perfecto para el desarrollo de sus tramas. Y así lo justifica el propio creador del género cuando apunta, en su prefacio a la primera edición de El Castillo de Otranto, que acontecimientos de este tipo (se refiere a acontecimientos sobrenaturales o extraños), así como la creencia en toda especie de prodigios, estaban profundamente arraigados en «aquellos tiempos de oscuridad» (Walpole 2007: 31), tiempos, en los que, continúa, existía un cierto aire «milagroso»8.

En este tipo de narraciones góticas, por tanto, imperó siempre una lejanía temporal con respecto a los hechos narrados, que, cuanto menos, podemos afirmar, entra en conflicto con aquella necesaria «percepción de lo real» exigida por el relato fantástico. Las historias góticas se desarrollaban siempre en un tiempo pasado, remoto y oscuro, siendo en la mayoría de las ocasiones un pasado medieval que, por lo general, nunca aparecía determinado con precisión, lo que dotaba a estas novelas de cierta áurea legendaria o «milagrosa», que dijera Horace Walpole. En la literatura fantástica de nuestros días, por contra, hallamos tan solo mínimas alteraciones en la realidad cotidiana del texto, que se presenta como perfectamente identificable para los lectores, que experimentan, por ello, la misma sensación de inquietud que los personajes, al reconocerse en los lugares y situaciones que se muestran.

Resulta evidente que lo fantástico va a depender siempre de lo que consideramos como real y lo real deriva directamente de aquello que conocemos (Roas 2004: 40-41). Evidentemente esto supondrá que nuestra realidad no es la misma ni nuestras creencias coinciden con las que convivían y asumían como propias los lectores del siglo XVIII. No obstante y a pesar de que los testimonios de la época y la propia génesis del relato apuntan a que el efecto buscado por los narradores góticos pudo haberse conseguido9, no podemos sino cuestionarnos hasta qué punto podría el público inglés de finales del XVIII, en el que se asentaban ya las bases del Nuevo Régimen, entender como próximas, como cercanas o familiares a su mundo estas narraciones cuanto menos legendarias, emplazadas en tiempos de oscuridad, en ambientes mediterráneos, en tiempos de la temible Inquisición. Todo debía haber cobrado un perfume irremediablemente arcaico que acabaría por distanciar automáticamente al receptor de ese universo ancestral, si ya no anormal, al menos difícilmente identificable como réplica de su mundo cotidiano. Es decir, aquella época remota de las novelas góticas en que se desarrollan los acontecimientos, distanciada de la del lector, dificultaba la relación que se establecía entre su propia experiencia y el mundo de la narración y tendía a naturalizar lo sobrenatural, impidiendo que se lograra la oposición tajante y necesaria entre «lo natural» y «lo sobrenatural» sobre la que se construye el efecto fantástico, se desvanece entonces esa ilusión de lo real que Barthes denominara efecto de la realidad (1970)10, pues, al fin y al cabo, el receptor no reconoce ni se reconoce en aquel espacio.

Esta falta de equivalencia entre la realidad el texto (el mundo real que nos presenta, el pasado medieval) y la del lector (siglo XVIII o XIX) se traduce, asimismo, a nivel discursivo en una pérdida de la verosimilitud que llamaremos contextual. El mantenimiento de la verosimilitud11 fue una de las primeras preocupaciones de lo fantástico; al precisar de un mundo real, necesitaba afirmar su propia existencia, su propia verdad. El relato fantástico debía esforzarse entonces, por manifestar a cada pasaje esa verosimilitud12, ofreciendo al destinatario los elementos para que este lo aceptara como verificable, «porque la realidad, siendo un hecho incontrovertible, puede permitirse el lujo de ser inverosímil, pero el texto fantástico, intrínsecamente débil, por lo que se refiere a la realidad representada, tiene la necesidad de probarla constantemente» (Campra 2001: 174). De ahí, la continúa insistencia de sus autores en el respeto a la misma. Sin embargo, en la novela gótica, la verosimilitud contextual se quiebra, gracias no solo el distanciamiento de las coordenadas espaciotemporales del texto con respecto a las del lector -que produce un desfase entre el (tiempo del) mundo (extradiegético) aludido por el narrador y el de su posterior lectura-, sino también por la falta de una localización espacial demasiado precisa. La referencia a lugares concretos, acontecimientos históricos, nombres reales o descripciones minuciosas de personajes o ambientes resulta demasiado tenue como para poder mantener esta verosimilitud, cuestionando, de esta manera, el proceder de la novela gótica en función de la estructura del relato fantástico.

Deberíamos entonces considerar que la verosimilitud intrínseca a la ficción gótica, alejada del texto fantástico, se logra no por la identificación del lector con la realidad cotidiana sino por la sensación de realidad que pretende ofrecer el autor al lector al presentarnos la realidad del personaje, lejos del reconocimiento de las coordenadas espaciotemporales. Considera Rodríguez Pequeño (1995: 134) que, entendida de esta manera, la verosimilitud de las narraciones góticas no vendría dada por la realidad cotidiana cuanto por la relación que mantiene esta con el autor y con el texto13.

Analizada con detenimiento, la verosimilitud interna al texto que defienden Rodríguez Pequeño y Pozuelo Yvancos, demanda, para el caso de la novela gótica y en su vinculación con lo fantástico, ciertas precisiones que, de nuevo, la alejan del proceder clásico de la literatura fantástica. En el relato gótico, frente al fantástico puro14 en el que no es la transgresión la que se tiene que esforzar por ser creíble, sino el resto del texto, los narradores tratan de someter a la verosimilitud al hecho sobrenatural y, en ese intento, el que acaba por perderla es el conjunto del texto15. En efecto, la credibilidad textual de las novelas góticas, debido a este procedimiento, pende de un hilo en muchas ocasiones, porque la línea que separa lo creíble de lo increíble se mantiene siempre difusa, gracias sobre todo a las explicaciones forzadas de los sucesos fantásticos, impuestas por la lógica de la Ilustración, a las que recurren insistentemente las novelas del gótico femenino sentimental, o racional16. En el relato fantástico, al contrario, la secuencia final revela, no los hechos de por sí, cuanto la naturaleza de estos, y no proporciona una explicación exhaustiva, sino que deja entrever algo de luz. Como consecuencia, en el momento en que se justifican los acontecimientos sobrenaturales en la novela gótica se pierde no solo el anhelado efecto de lo fantástico17, sino también la «naturalidad convencional de la organización de los contenidos narrativos» (Campra 2001: 176)18; es decir, las reglas de causalidad, que de manera motivada organizan nuestro mundo y que deben por lo mismo organizar el texto, se quiebran. Al enfrentarse al relato gótico, cualquier lector, ya fuera contemporáneo a la obra o actual, está predispuesto, apoyado en convenciones psicológicas, sociales y culturales, a emitir un juicio de verosimilitud ante los acontecimientos reales, por un lado, y ante el hecho fantástico, por otro. Sin embargo, el desvanecimiento de este último en razonamientos del todo absurdos e incomprensibles, que no entran dentro de nuestros esquemas mentales al uso, rompe, del mismo modo que lo hacía con la contextual, con la que denominaremos verosimilitud textual19 (explicada por Julia Kristeva20), distanciándose, de este modo, del proceder clásico de la literatura fantástica.

La pérdida de la verosimilitud textual implica en su proceso, asimismo, el sacrificio del elemento transgresor y, aunque sea cierto que el efecto de lo sobrenatural se mantiene vivo a lo largo del relato hasta su desenlace final, la literatura fantástica es el único género, como apuntara David Roas (2001: 8), que no puede funcionar sin la presencia de lo sobrenatural21, entendiendo por sobrenatural, como sabemos, aquello que transgrede las leyes que organizan el mundo real. Así, los misterios que guarda Udolfo o Mazzini (Ann Radcliffe) o el castillo medieval de «sir Philip», protagonista de la novela de Clara Reeve, The Campion of Virtue, A Gothic Story, como tantos otros castillos y palacios que aparecen en las novelas de Charlotte Smith, Regina Maria Roche, Anna Laetitia Aikin Barbauld, Ann Fuller, Charlotte Dacre o T. J. Horsley-Curties o Sarah Green, frente a lo que narrador y personajes pretenden hacer creer en nada se asemejan a lo sobrenatural o fantástico; ningún fantasma se esconde tras ruidos, crujidos, voces de ultratumba o extrañas apariciones. Todos los hechos aparentemente sobrenaturales son pasados por el filtro de la razón al recibir una explicación exhaustiva, racional y realista22, pero inverosímil y contraria a la causalidad general del texto, por lo que nada queda suelto a la imaginación del lector, efecto fundamental, como queda dicho, que deben experimentar las narraciones fantásticas (López Santos, 2009). Y lo que fuera creado con la pretensión de ser «inexplicable» («no se puede explicar») acaba por convertirse en «inexplicado» («puede explicarse»), procedimiento que aproxima el relato gótico más a la novela policiaca clásica que a la narración fantástica tradicional23.

Bien es cierto, por otra parte, que esta verosimilitud textual sí se respeta en una facción de la novela gótica, la que la crítica ha denominado precisamente sobrenatural o de polo masculino y a la que nosotros preferimos referirnos, bajo un criterio unificado, con el apelativo de irracional. Frente a la anterior caracterizada por un marcado racionalismo, la irracionalidad irrumpe en el texto a través del elemento transgresor que no se justifica al no necesitar explicación lógica alguna, entendiéndose como una unidad que rompe con el orden establecido. De esta manera, el elemento transgresor no precisa de sometimiento a la verosimilitud y el conjunto del texto, por lo mismo, no la sacrifica. En El castillo de Otranto y en El Monje de Lewis el yelmo gigante o el fantasma que persigue insistentemente a Ramón de las Cisternas24 se entienden como elementos extraños a la cotidianidad de los personajes que se aceptan como un proceso de transgresión de la realidad.

Esta doble tendencia no responde sino al debate que en el marco de la novela se originó entre el respeto y el ataque a los preceptos ilustrados imperantes y que se materializó en el conflicto entre racionalismo e irracionalidad, dos polos opuestos cuya lucha literaria supo plasmar en sus páginas, más que ningún otro movimiento, la novela gótica25. Y aunque es cierto que podría establecerse una separación en el seno de la ficción que distinguiera entre lo que hemos dado en llamar novela gótica racional y novela gótica irracional, no parece demasiado operativo enfrentarlas en un intento de vincular esta última al género fantástico, porque consideramos que el elemento sobrenatural, desde este punto de vista, aunque importante para el desarrollo de la trama y para el mantenimiento de la lógica narrativa, es siempre accesorio y aparece subordinado a la verdadera esencia de la novela gótica, que no es otra que el miedo, el juego que, más allá de la transgresión, el autor establece con protagonista y lector a base de hurgar en los terrores que recorren nuestras conciencias y nuestras pesadillas diarias y que estos acceden a tomar partida. Es decir, los elementos sobrenaturales no constituyen la misma razón de ser de la obra narrativa sino que pasan más bien a convertirse en parte integrante al servicio de la arquitectura terrorífica. Y cuando la transgresión de la realidad desaparece o pasa a ocupar un lugar secundario, como es el caso, por otra función (Roas 2004: 44), que en la novela gótica sería el efecto del miedo, la sensación de lo sublime, el relato acaba por perder su consideración de fantástico.

De este modo, si la intención de todo texto fantástico es suscitar en el lector una cierta inquietud o angustia ante la posibilidad de que lo irreal irrumpa en el mundo cotidiano26, lo que caracteriza a toda novela gótica es el miedo, superpuesto al resto de elementos que la componen y estructuran, «que debe aparecer siempre y estar presente en cada pasaje de la historia» (Lovecraft 1984: 11)27. De hecho la psicología, tal y como confirma Delemeau, distingue claramente entre miedo y angustia, las dos manifestaciones básicas del sentimiento de amenaza en el ser humano: «El temor, el espanto, el pavor, el terror pertenecen más bien al miedo; la inquietud, la ansiedad, la melancolía, más bien a la angustia. El primero lleva a lo conocido; la segunda a lo desconocido. El miedo tiene un objeto determinado al que se puede hacer frente. La angustia no la tiene, y se vive como una espera dolorosa ante un peligro tanto más temible cuanto que no está claramente identificado: es un sentimiento global de inseguridad. Por eso más difícil de soportar que el miedo» (Delemeau 1989: 31)28.

La última sensación, el desasosiego, se consigue en la literatura fantástica con la irrupción obligada del componente sobrenatural, frente a la primera que dispone en la novela gótica de numerosos recursos para su obtención. La ficción gótica, en su pretensión última, recurrió a todo el repertorio conocido de elementos para representar lo horrible, lo sangriento, lo doloroso y el resultado fue una literatura hecha de atmósfera, atmósfera irrespirable: espacios tenebrosos, paisajes sublimes, descripciones horribles y agobiantes, escenas macabras29, porque más que transgredir o problematizar nuestra concepción de lo real, su principal objetivo para provocar terror era polemizar sobre los temas tabú, aquellos que tenían que ver con los deseos anulados por la religión, los que eran reprimidos por la luz de la Ilustración o simplemente los que no encajaban en los esquemas mentales al uso del lector neoclásico (la maldad humana, los deseos ocultos, las perversiones sexuales, el contacto con el más allá, desarrollados ampliamente en las novelas de Lewis y Maturin)30.

El terror es entonces, más que una opción, un exigencia en la novela gótica31. Todo el relato está destinado a generar este efecto terrorífico: elementos macabros, crímenes horrendos, arquitectura sublime, -elementos, como hemos visto previamente, que pertenecían al horizonte de expectativas del lector (Roas 2003: 10)-. Y se construyen las narraciones en torno a esta sensación, pues como se pregunta Rodríguez Pequeño (195: 137), «¿Podría existir el género gótico si el lector no experimentara temor al leer las obras a él pertenecientes?» La sensación de terror -más o menos intensa- es el requisito que debe cumplir, por encima de cualquier otro, toda novela inserta en este género32.

No obstante, el empleo desmesurado de idénticos mecanismos para lograr suscitar el miedo en el lector, que supieron aprovechar con relativa facilidad los narradores góticos, sería lo que, paradójicamente, al convertirse en fórmula, y dejar, por tanto, de impresionar, de provocar asombro y pavor en el lector, tendría que evolucionar, a través ya del relato fantástico, abriendo el paso a la experimentación con nuevos componentes que, al hurgar en los miedos más cotidianos, provocaran más desasosiego que auténtico terror. Al desgaste de la vieja fórmula, debemos añadir, asimismo, el cambio de visión de la realidad. Lejos habían quedado ya las supersticiones, los fantasmas de la inquisición y el importante peso de la religión católica. Esta nueva visión del mundo ponía en evidencia no solo el viejo orden sino los abundantes restos de aquellas ancestrales creencias; las supersticiones, no bastaban para asustar a un nuevo lector nada crédulo, porque, al fin y al cabo, el hombre del nuevo milenio solo siente angustia ante aquello que no entiende y que se escapa a la disposición lógica de su mundo cotidiano33.

Por ello, la literatura fantástica, apoyada en las coordenadas y convenciones histórico-culturales del momento, buscó en su evolución, desde el oscuro siglo XVIII hasta nuestro siglo XXI, la transgresión de la noción de realidad existente, abandonando el terror en favor de la sensación de inquietud. Así lo confirma la tesis de David Roas (2002: 44), quien defiende que la evolución del género fantástico -desde sus lejanos orígenes en la novela gótica inglesa del siglo XVIII- se ha caracterizado por una progresiva e incesante búsqueda de nuevas formas de comunicar al lector el repertorio de miedos que forman parte de su horizonte de expectativas desde el terror inicial hasta el desasosiego actual34.

En definitiva, el terror se relaciona a menudo con lo fantástico pero no es una condición indispensable35 (Todorov 1982: 47); el miedo y lo fantástico pueden coincidir, manifestarse simultáneamente, pero no de modo necesario, nunca en relación de dependencia, pues ni lo fantástico36 provoca miedo, ni el miedo produce lo fantástico37.

Esto implica que el miedo o el desasosiego pasarán a estar subordinados, para el caso del relato fantástico y frente a lo que sucede en la ficción gótica, a la transgresión de la realidad, por lo que si lo gótico exige el miedo no así lo fantástico38. Esta teoría es lo que lleva a Rodríguez Pequeño (1995: 142) a afirmar tajantemente que «la literatura de terror (y en nuestro caso la gótica) no es más que uno de los diversos géneros de la literatura fantástica», el que experimenta básicamente con la sensación del miedo.

Aún considerando la valía su estudio, tras los argumentos expuestos, no nos queda sino concluir, en oposición a seta última afirmación de Rodríguez Pequeño, defendiendo la teoría de la ficción gótica como género origen, pero independiente de lo fantástico39. La novela gótica, partiendo de lo maravilloso y legendario y apoyada en la pugna entre la preeminencia del irracionalismo o la persistencia en la razón, se configuró como género madre40 susceptible de escindirse en renovados géneros literarios con estructuras ya perfectamente fijadas y delimitadas, gracias a la riqueza de su problemática y, al mismo tiempo (y derivado de esta), a la escasa consistencia de sus mecanismos.

En efecto, cuando el estricto sometimiento a la razón ilustrada se encontró con el cultivo del cientificismo nació el género policial, de la misma manera que el triunfo absoluto del irracionalismo en la literatura posterior supondría la explosión definitiva del género fantástico, ambos de la mano del gran maestro Edgar Allan Poe41 que supo, partiendo de su formación en la ficción gótica, dar vida a estos dos nuevos géneros literarios que superarían a aquel en público, en vitalidad y en calidad literaria42. Por este motivo, si la literatura fantástica tradicional coincide en gran medida con el gótico es porque, por una parte, heredó de la misma ciertos mecanismos43 que, con el tiempo y de acuerdo con la evolución lógica experimentada por el género44, fueron relegados a un segundo plano, en busca de su propia autonomía: el terror, la arquitectura sublime o el elemento transgresor perceptible (el fantasma, el vampiro, el monstruo); y porque, por otra, reproduce la temática gótica adaptándola a los nuevos gustos y aunque algunos motivos permanecen, su significación evoluciona. Es decir, entre lo gótico y lo fantástico, como recuerda Maurice Lévy (1980: 41-48), «existe continuidad, pero no una total y absoluta identidad». Y no podemos seguir confundiendo los géneros (fantástico y gótico), de lo contrario, caeríamos en continuos errores de base.

Adscribir el género gótico, por tanto, a la literatura fantástica supondría negarle parte de su riqueza y complejidad, su esencia, en definitiva y por qué no, su legado a la historia de la literatura.






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