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ArribaAbajoCapítulo III



   But nothing could a charm impart,
To soothe the stranger's woe;
For grief was heavy at his heart
Aud tears began to flow.

   His rising cares the hermit spied,
With answering care apprest:
«Aud whence, unhappy youth», he cried,
«The sorrows of thy breast?».





   Nada calmaba los males
del extraño, ni el despecho,
y salió el dolor del pecho
de lágrimas en raudales.

   Y el eremita, afligido
de su aflicción y amargura.
«¿De dónde tu desventura,
triste mancebo, ha nacido?».


(GOLDSMITH.)                


Ya era más de medio día antes que hubiese observado Carlos por el cansancio de su caballo que llevaba corrida mucha tierra, y que se había salido del camino. Tal iba su cabeza. Se levantó sobre los estribos, alargó el cuello en todas direcciones, espoleó al caballo hasta subir a todas las colinas cercanas, pero ni descubrió choza ni rebaño, ni oyó siquiera el ladrido de un perro. Hasta las aves habían callado sus trinos, opresas por la abrasadora efulgencia de los cielos. Todo era calma. La naturaleza, como si la devorase una fiebre ardiente, respiraba con trabajo su bochornoso y sofocador aliento, potente apenas para mover las hojas de los árboles de los bosques. Los rayos del sol quemaban sin lustre a través de una atmósfera densa, que se enardecía al descomponerlos cubriéndose de un matiz rojo y deslumbrador. Fatigadísimo el viajero, y viendo que lo estaba aún más su caballo, se apeó al pie de una encina, junto a la cual corría un manso arroyuelo.

Gracias a la tía Diega, halló sus alforjas bien provistas de combustible, y junto a ellas un saquito de cebada para el caballo. Considere el lector juvenil y robusto qué tal quedaría el pastelón de la dicha tía Diega después del primer envite de nuestro caballero. Entregado a su demolición y exterminio el hombre físico, se entretuvo el hombre intelectual en la edificación de varios castillos en el aire, tan hermosos y pausibles cual suelen salir de la imaginativa de un ingeniero de sus años. Le pasaron luego por la vista, como en un panorama, sendas hileras de antecesores gloriosos, conjurándolo con autoridad adusta y sepulcral a que no profanase la dignidad de sus nombres. Al mejor de ellos hubiera querido Carlos tirarle a la cabeza su cantimplora. Isabel, triste y abatida, pero demasiado orgullosa para confesar su dolor, se le presentó reclinada sobre un tronco figurando la primer persona del lienzo. Detrás de ella se descubría al padre Narciso, el recuerdo de cuya imagen añudó luego la garganta de nuestro caballero, que clavando en tierra el cuchillo maquinalmente, se preguntó repetidas veces a sí mismo: «¿Por qué tomaría Isabel parte por el padre Narciso en la disputa de esta mañana?». Dejando sin resolver esta cuestión, y acordándose de la gitana del día antecedente y del viaje del momento, pasó a otras preguntas. «¿Por qué ha de ser mi palabra -decía- menos sagrada que la de ninguno de mis antecesores? ¿Ha faltado alguna vez un Garci-Fernández a su palabra? Yo le preguntaré esto a mi padre, y él me dirá si he de ser yo el primero que se manche con tan grave falta». En estas y otras reflexiones invadió sensiblemente sus miembros un plácido y profundo sueño.

Dos horas pasaría entregado al descanso, cuando le despertó la súbita impetuosidad de un fuerte viento que se levantó en las montañas. Velaban el cielo voluminosas nubes, despedía la tierra densos vapores, y corría más veloz y henchido el arroyo. Deseando hallar abrigo contra la tormenta que amenazaba, montó a caballo, y al empezar la marcha cayó repentinamente el viento. Empezó el distante horizonte a encenderse en relámpagos, que multiplicándose y extendiéndose rápidamente por todos los ángulos del cielo, brillaba éste como devorado por un fuego general y espantoso. Profundos y prolongados truenos reverberaban en las montañas y parecían arrancarlas de sus cimientos. Se derramaban mangas de eléctrico por toda la tierra, que envolvieron súbitamente las florestas en ondulantes llamas, mientras el silbido aterrador del rayo se oía a veces desde lejos, despedazando su furia poderosas rocas, y reduciendo a polvo las más robustas encinas. Cerca de una hora duró este conflicto sublime de los elementos. Empezaron luego las nubes a disolverse en copiosa lluvia. Se inundaron los valles: los receptáculos de las cimas de las montañas rebosaron, y precipitándose las aguas por las vertientes y laderas, arrastraban consigo los arbustos, las piedras y los troncos. En el progreso de esta escena de ruinosa magnificencia empezó el velo de la noche a extenderse por el hemisferio oriental, y no tardó muchos instantes en cubrirse de tinieblas el potente furor de la naturaleza.

No le quedaba a nuestro caballero más alternativa que la de pasar aquella terrible noche a la intemperie en el punto donde se hallaba, o salir a buscar refugio sin dirección fija por entre torrentes y precipicios. A pesar de las muchas dificultades que le ofrecían la aspereza del terreno y la oscuridad absoluta de la noche, logró bajar a lo que parecía un valle, y dejó a su caballo la elección del camino. Continuaba lloviendo sin intermisión alguna, y apenas podía ya moverse caballo ni caballero; cuando oyeron indistintamente un ladrido lejano. Espoleó Carlos de nuevo, y al fin tuvo el gusto de ver a sus pies un perro que le festejaba, y poco después le deslumbró la luz de una linterna sorda, presentada repentinamente a su rostro. La traía en la mano un anciano vestido de ermitaño, que exclamó al ver al jinete:

-¡El Señor sea loado! Ya hace mucho tiempo que está el pobre Comosellama haciéndome ver con sus ademanes y ladridos que andaba algún viajero perdido por estos montes. ¡Tremenda tempestad, señor caballero! Pobre asilo es el mío; pero se ofrece con gusto.

-Gracias mil, piadoso ermitaño, le sean dadas a Dios, que me ha concedido hallaros, que en verdad que bien he menester vuestro favor y hospedaje.

-En la hora de la tribulación, como en la de la ventura, demos siempre las gracias al Señor.

-Amén -replicó el caballero.

Y ayudados de la linterna y de los esfuerzos de Comosellama; llegaron no sin algún trabajo a la ermita.

Estaba ésta erigida en el esqueleto de una torre morisca; protegía uno de sus lados una grande cascada, y una fuerte pared de pizarra el otro. Había dentro caballerizas bastante espaciosas, adonde acomodó Carlos su caballo, sorprendiéndole sobremanera al hacerlo el ver allí aquella misma mula tuerta y coja, las señas de cuyas mataduras no podían equivocarse; aquella mula misma cuya resurrección había presenciado en su montería. Preguntó Carlos al ermitaño de dónde se había hecho con tan buena alhaja.

-No es mío ese animal -contestó el solitario-; aquí le trajo hoy un mozo, gitano al parecer, que me pidió le tuviese en la cuadra hasta que volviera él con medicinas para curarlo. La tempestad habrá impedido su vuelta.

Con esto pasaron ambos a un cuarto comparativamente limpio y cómodo, que hacía de dormitorio, comedor y sacristía, adonde el buen anacoreta habló así:

-Por demás sería el decirte, hijo mío, que el fiel cristiano está obligado por medio de ayunos, vigilias y penitencias, a combatir, y, con el favor de Dios, vencer las tentaciones de la carne. Pero todo tiene sus límites. Un pobre pecador, un simple gusano de la tierra no ha de tener la soberbia de creerse superior a la naturaleza de que el Todopoderoso se dignó revestir su alma. La edad y circunstancias de las personas merecen consideraciones diversas. Un viejo como yo, que ha pasado sus días en el amargo cieno de los pecados, debe pensar sólo en llorar por ellos y tratar de merecer con el arrepentimiento el perdón. ¿Pero por qué imponer a tan gallardo mozo como tú la estrechez de sus reglas? Yo nada tomo de noche por mi parte: tú, hijo mío, tendrás un banquete, no de lujo, pero sí limpio y de sustancia, que voy a prepararte.

-No se moleste su caridad -contestó Carlos a este largo discurso-, que aún ha de haber ahí algunas cortezas en las alforjas.

Y así diciendo, sacó a plaza muchas de las sabrosas provisiones de la tía Diega. Le ayudó el eremita a cenar, pero haciéndolo tan sobriamente, que o ejercía de verdad la abstinencia, o debía ya de haber cenado. No fue el banquete de los más alegres, porque el solitario parecía hombre serio y meditabundo, y el joven estaba distraído a fuerza de desagradables pensamientos. Acabada la cena, preguntó el eremita a su huésped por qué estaba tan triste, ofreciéndose a darle el consuelo que pudiese. No respondió Carlos con melindres o laconismo, sino que dando salida a cuanto tenía en el pecho, se quejó de la suerte, del mandato paterno, de la importuna nobleza, de su familia, y hasta de las costumbres del siglo, en una arenga de desmesuradas dimensiones. No era esta locuacidad propia de su carácter, que aunque de pocos años, no le faltaba reserva a nuestro caballero; pero hay momentos en que hablaría un hombre, si pudiera, hasta por los codos. Escuchaba el solitario con urbana atención aquella historia, bien fuese porque le complaciera la novedad del lenguaje, bien porque le lastimasen las desventuras del mancebo tan galán y bien dispuesto. Secas ya las fauces de éste, y falto de aliento y resuello, hubo de pararse un momento para cobrarlo, cuando dijo el anacoreta:

-¿Conque, después de tanta ternura y de tanto cariño, no has de obtener la mano que deseas?

-¿Y pudiera yo dar tal sentimiento a mi anciano, a mi buen padre?

-¡Dios no lo permita! Ya, hijo mío, preveo yo el objeto de tu viaje a Sevilla. Penetro en el fondo de tu corazón, y leo en él la resolución que llevas. Pero considéralo bien, hijo mío, y no te engañes a ti mismo, ni quieras engañar al cielo. Piensa y medita con profunda reflexión antes de profesar en la orden santa bajo cuyas reglas quieres acabar tus días; reflexiona, digo, si viene la vocación de arriba, o es hija de un impulso momentáneo. El orden de capuchinos...

-Yo no pienso, buen padre, meterme a capuchino, ni me ha pasado por la mente tal idea. La iglesia pide a sus ministros virtud es que yo no tengo. Mi viaje a Sevilla es sólo para cobrar dos o tres mil ducados que debe el rey a mi padre.

-¡Tres mil ducados! -exclamó sorprendido el anacoreta-; pero, ¿qué entiendo yo de tanta plata? Y a eso vas, y sólo a eso, y luego te vuelves en paz de Dios a tu casa.

-Si Dios quiere -contestó Carlos.

-Así lo hemos de esperar de su misericordia. Pero ¿qué tienes, hijo, en ese brazo, que parece que no te hallas?

-Un araño, por no decir herida, que, sin embargo, me incomoda más que medianamente.

-Alabo tu paciencia. ¿Y a cuándo aguardas a decirlo? ¡Vaya, vaya, que tienen los mozos cosas increíbles! -dijo esto deshaciendo las vendas del brazo y exclamando-: ¡Pues a fe que la inflamación es corta! Da gracias al cielo; joven imprudente, de que tenga yo aquí cierta medicina que te curará en dos o tres días. -Y mientras fue a buscarla lamió asiduamente Comosellama la dolorida parte-. Y en cuanto a vendas limpias ¿qué haremos? -dijo, vacilando, el anacoreta, después de haber aplicado su curativo- Pero ¡ya caigo! -añadió-, y gracias a San Benito que me lo ha traído a la memoria. Una devota de nuestra Señora del Carmen me hizo admitir a la fuerza el otro día un pañuelo que para nada me sirve. Espera un momento.

Se ausentó de nuevo, y de allí a un instante volvió con un rico pañuelo de batista, que sin admitir excusa alguna le puso sobre la herida. Tenía el pañuelo impreso en cada esquina un escudo de armas con corona de marqués, y admiró Carlos entre sí la modestia del solitario, que no había hecho en toda la noche la más remota indicación de sus relaciones con tan principales señoras.

Acabada la cura, se tendieron caballero y ermitaño cada uno sobre su tarima, donde pasaron lo que quedaba de la noche. Al salir el sol siguiente despertó el anacoreta a su huésped, presentándole un plato de calientes migas que le tenía dispuesto. A la pregunta del caballero, respecto al camino real, contestó que se necesitaría viajar deprisa toda la mañana para llegar a él a mediodía; añadiendo:

-Y si andas después cinco leguas cumplidas, oirás las dulces campanadas de la Giralda.

No sólo rehusó el ermitaño aceptar recompensa alguna por su hospitalidad y rico pañuelo, sino que acompañó a Carlos hasta una majada, desde la cual le enseñó el camino, que se veía serpear por la distante montaña. Allí se despidieron ambos con pruebas de mutua cordialidad.




ArribaAbajo Capítulo IV


   Va el amante hacia su amada
cual sale chico de escuela,
y al juego gozoso vuela.
Mas se ausenta de su amada
como a la escuela va el chico,
perezoso y calladico.


(Traduc. de SHAKESPEARE.)                


Seguía Carlos el camino de Sevilla haciendo almanaques, como lo quiere la frase castellana, mientras su amigo Alberto decía para sí en la cascada de Aznalcóllar:

-Visto está ya que Eugenia no viene hoy. Lo menos son las dos de la tarde, y desde las diez que me estoy derritiendo la mollera al sol. Algo debe de haberla sucedido, porque ella es más puntual que un reloj... ¡Pobre muchacha!, ¡qué susto debió pasar con la tormenta de anoche! Vamos, yo pensé que el cielo se venía abajo. Por ella más bien que por mí ofrecí el septenario a la Virgen de las Aguas, para que nos librase de rayos y centellas; gracias a Dios que tenía yo mi escapulario puestecito y le encendí la lamparilla a Santa Bárbara, que si no, no habría faltado un rayo que me buscara debajo de los siete colchones en que envainé los huesos. Pero nada, no viene. Primera vez que me falta a la palabra. Pues un beso la he de dar en castigo donde quiera que la coja. Isabel tendrá la culpa, y entonces no hay que decir que ella ha sido: el amparo de mi pobre Eugenia desde que murió su madre. ¡Ay, qué mujer la tal viejecita!, ¡aquello era una manteca!, ¡qué madre! Ojalá la de Isabel se le pareciera, pero no hay quien le hable con aquel rostro áspero y gesto de vinagre, que le conjuran a uno desde una legua. Pero... ¡Gracias a Dios que allí vienen! ¡Acabáramos!

Bajaban, en efecto, por una colina Isabel y Eugenia, con sus búcaros.

-¡Hijas de mi alma, y qué caras os vendéis! -les dijo Alberto al acercarse a ellas, y luego en particular a Isabel- ¿Qué es esto, hermosa mía? ¿Has llorado? ¿Qué tienes, cara de lirio? ¿Le ha sucedido algo, Eugenia?

-Cosas de su madre -replico ésta con voz afligida.

-Mimitos serán de la hija -replicó Alberto-, que ya sé que la señora Andrea quiere mucho a su Isabelita, y no la había de hacer llorar. ¡Mira qué cara ésa! ¡Qué colores! ¡Ah, que no estuviera aquí el pobre Carlos!

Eugenia le pidió al galán entonces la concesión de algunos momentos de silencio.

-Desde luego -contestó el joven-, con tal de que tú rompas el tuyo.

-Y tanto como lo romperé, que Isabel y yo tenemos un favor que pedirte.

-¿Favores a mí, ídolos míos? -exclamó Alberto con alegre sorpresa- ¿A mí, cuya vida es más vuestra que la menor cinta de vuestros propios mantos?

Y viendo que continuaban silenciosas:

-¿A qué aguardáis? Habla, pues, Eugenia; tú, Isabel; cualquiera de vosotras, ambas juntas, y no me hagáis esperar más.

Preludió Eugenia su discurso con varias observaciones sueltas, pero no acertaba, valiéndonos de la frase de Solís, a formar cláusulas enteras sin que tropezase la lengua en palabras que no se dejaban entender. Fue la sustancia antes insinuada que expresa de su arenga, que la señora Andrea, madre de Isabel, solía pasarse, los días enteros fuera de casa, y querían ambas amigas agradecidísimas a Alberto si quisiese este observar sin interrupción la dicha casa, y entrar en ella con tanta frecuencia y detenerse tanto tiempo como lo hiciera el padre Narciso, molesto e impertinente visitador; añadiendo que les hiciese el obsequio de llevar con paciencia toda indirecta desagradable de la señora Andrea, pues no podrían nacer éstas de mala voluntad, sino de causas cuya explicación no era entonces necesaria.

-Pero, ¿qué pullas me ha de echar a mí la señora Andrea? Pues ¿hay vieja de más buen alma en todo el pueblo? Algo regaña, pero ése es su genio.

-Cierto -respondió Isabel-; mi pobre madre es la mejor de las mujeres; pero está tan nerviosa y enferma, que me tiene su salud en continuo sobresalto. Cree ver visiones...

-Pues ahí está el toque- interrumpió Alberto-; en que con estas calores aquella cabeza, ya usted me entiende. Pero Dios querrá que se alivie en refrescando el tiempo. ¡Lo que es lástima es que no tenga a lo menos cien hijas tan resaladas y amables como la que tiene!

-Ten juicio, hombre, por Dios, que no eres tan niño -dijo Eugenia-; y prométenos que no faltarás de casa de Isabel hasta la vuelta de Carlos.

Entonces se paró, Alberto, contoneando el cuerpo y adornando los labios de una sonrisa que significaba: «¡Yo sé mucho!», le preguntó con vivo semblante.

-¿Y piensas tú que no he conocido yo adónde van a parar esas súplicas y visitas? No es la pobre de la señora Andrea la que os escuece sino los preceptos y reglas del padre Narciso, de que queréis hacerme a mí donación gratuita. ¡Gracias, generosas! Pero allá me tendréis de día y noche con cara, no digo yo de palo, sino de bronce, para las pullas de la señora Andrea; y con oídos de mercader para las homilías del padre Narciso. ¿Qué más queréis?

-No esperábamos de usted menos, señor hidalgo -dijo Eugenia.

Y casi al mismo tiempo exclamó, con voz trémula, Isabel:

-¡Mi madre!

A todos sobrecogió algo la noticia, y mucho la posición particular de la señora Andrea. Estaba en la cima de una breña, con las manos fuertemente cruzadas y el pecho exhalando amargos sollozos. Acudieron los tres a su ayuda; pero ella los repulsó con un movimiento de indignación violenta; y levantando las cruzadas manos y clavando en el cielo la vista, descubrió la agitada frente y cana y descompuesta cabellera. Bajó hasta el suelo parte del manto, y se vieron oscilar sus formas, tal vez a impulsos del dolor, y despecho que sus palabras manifestaban.

-¿Así cumples, hija ingrata -gritó al ver a Isabel-, los preceptos de tu infeliz madre? ¿Tanto me aborreces que ya quisieras verme en el sepulcro? ¡Ángeles del cielo, inmaculada y bendita Madre de Dios, tened misericordia de una desventurada! La venganza, divina me hiere por tu mano, Isabel...

No pudo decir más. Cayó desmayada en los brazos de su hija, que con una rodilla en tierra, los ojos anegados en lágrimas y el pecho en amargura; estaba, pidiéndole se apaciguase y condoliese de ella. Cuando ambas se recobraron un poco, les ayudaron Alberto y Eugenia a volver a su casa.

La noche iba extendiendo en tanto sus oscuras alas sobre las andas del Guadalquivir, y no se distinguían claramente los objetos, cuando llegó Carlos al Patrocinio, remoto barrio de la entrada de Triana. Le detuvieron los guardas, como es uso entre nosotros, a ver sí llevaba en las alforjas alguna manufactura extranjera de los dominios de Aznalcóllar; se abrió camino con un par de pesetas, y un momento después estaba ya en el mercado. Abundaban en este toda clase de provisiones, y frutos de verano, amontonadas en diferentes rimeros, con pintoresco desorden. Acompañaban las voces de los regatones, las que despedían desde las esquinas las gitanas cantando la prez de sus melados buñuelos. Una multiplicidad de luces que giraban y corrían presurosas de puesta en puesto daba más vida a la escena. En medio de esta animación y bullicio sonó una campana y quedó el mercado en repentino y profundo silencio. Todos los circunstantes se descubrieron; pronunció una voz fuerte y rotunda «la oración»; y después que cada uno hubo acabado su rezo, se repusieron los sombreros, y continuó con ardor nuevo la compra, venta, estruendo y vocerío. Al volver Carlos su caballo para salir del mercado, le hizo tropezar involuntariamente contra un hombre que por acaso estaba junto a su estribo. Se detuvo para pedir perdón de aquella impensada tropelía; el hombre contestó que no tenía de qué perdonar, y que él, al contrario, pedía al señor don Carlos Garci-Fernández le excusase por haber interrumpido su camino. Se mezcló al acabar estas palabras con el gentío del mercado, dejando a Carlos no poco sorprendido de ver que ya le conocían tan circunstancialmente los trianeros.

Enfrente del mercado, resplandeciente con multitud de fanales y vistoso con el movimiento de mil flámulas y gallardetes se veía el puente de barcas, bajo el cual fluye el Guadalquivir en plácida grandeza, coronado de viñas, olivos y naranjos. Acopiaban entonces sus muelles las mercancías y productos más preciosos de todos los ángulos de la tierra. Del puente pasó Carlos a su fresca alameda, que lleva a la capital de Andalucía. La suntuosa puerta de Triana, cuyo arco reposaba en los dora dos chapiteles de cuatro robustas columnas, no es indicación inoportuna de las maravillas que la ciudad encierra.

Suelen dedicar los andaluces al descanso y los placeres, amén de algunas horas del día, todas las de la noche. Parece por consecuencia. Sevilla en las de verano el jardín voluptuoso de un sueña juvenil, según es la pureza y fragancia del aire, la luz, música y frescura que todas las casas emiten. Fue Carlos a parar a una de las menos agradables, a saber, la posada del Caballo Negro, hospedería general de los habitantes de Aznalcóllar.




ArribaAbajoCapítulo V



    ¡Qué es ver a tanto matón
arqueado y puesto al olio,
con sombrerazo de a folio,
ostentando el espadón!

    ¡Qué es ver a tanta gitana
decir la buena ventura,
y hacer pontífice a un cura
que apenas tiene sotana!


(LOPE DE VEGA.)                


Apenas habría estado Carlos esperando unas dos horas a la mañana siguiente en la entrada de la tesorería de ejército, cuando se abrió parcialmente la mampara de la portería, y se apareció en la abertura un suizo, sargento de inválidos y portero de aquel establecimiento. Soportaba este funcionario parte de su dignidad en una pierna común de carne y hueso, y parte en una de madera con su virolilla de hierro en la punta. Le dijo a Carlos con palabras breves, ásperas y chapurradas, que la señoría del tesorero no daba audiencia por haber feria en Santiponce, y sin más razones le dio, como suele decirse, con la puerta en los ojos.

Por falta de mejor ocupación, y deseo de gozar de los placeres del día, salió nuestro joven a caballo para Santiponce, sin olvidar la banda misteriosa de la gitana. No eran las ferias de entonces, y mucho menos las de Andalucía, un desapacible y pobre mercado del que muchos se volvían cabizbajos con el resto de su hacienda, habiendo malbaratado la demás. Las cinco o seis millas que hay desde la capital hasta el pueblo donde la feria se celebraba estaban cubiertas de carruajes, caballos y grupos de gente alegre. La más principal iba, como es de suponer, elegantemente empaquetada en desmesurados coches de prolija y apelmazada estructura. Cubrían las doradas cajas con hojas, flores y cañas verdes, para que imaginasen los que habitaban dentro que gozaban grande frescura y comodidad en el tránsito.

Las familias de no tan alto rango se contentaban con ir en carretas; pero carretas de tales dimensiones y grandiosidad, que en comparación de ellas eran enanos los coches de los nobles. Ornaban también el exterior de las carretas frondosos ramos y cañas, y el interior y los bueyes que tiraban de ellas infinidad de cintas, espejos, flores, cortinas de Damasco, cascabeles y campanillas. Menos culta esta gente, pero más alegre y bulliciosa que la hidalga, llevaban en continuo movimiento castañuelas, panderetas y guitarras sin número, cuyas voces se mezclaban con las de los cantores y con el chirrido de las ruedas en que iban levantados aquellos fantásticos pensiles. Multitud de jinetes cubría también el camino; unos en gozosa y suelta tropa, otros escoltando los coches o las carretas; éstos puestos de majo, de señores y magnates aquellos. Hase de agregar una variedad crecida de no descritos peones que eslabonaba la procesión. Vendía limonada el uno; imitaba el otro al estudiante pobre, tal vez con harta precisión en la escasez; seguían éstos el verboso misticismo de las gitanos, pasaban aquellos en juegos y saltos sus cinco millas, y manifestaban todos una uniformidad de vehemente y sincero contento, que no conoce hoy España, sino por faustos recuerdos.

Las ruinas de Itálica, sobre las cuales está fundado Santiponce, trajeron a la memoria de Carlos la bella composición de Rioja que tan viva y tiernamente las describe. Por fortuna de los concurrentes a la feria, pocos de ellos eran anticuarios ni literatos, y a ninguno importaba un bledo que hubiese sido Santiponce lo que ya no era ni había de volver a ser nunca. Siguiendo las huellas de otros jinetes, puso Carlos su caballo en seguridad, y tomó posesión de la silla vacante que había en un cuarto, adonde cinco o seis personas se entretenían con otros tantos platos de diferentes viandas. La puerta de la calle, pues con perdón del señor Munárriz nos es permitido describir inversamente, la flanqueaban dos verdes celosías, indicativas de ser aquel edificio tienda de barbero todo el año y fonda los días de feria. Había varias cosas extrañas dentro de aquella sala, y entre otras un perro que estuvo acariciando a Carlos desde que entró en ella con la amabilidad más constante. Preguntó nuestro caballero, extrañando tan fina simpatía, a un hombre vestido de negro que enfrente de él estaba, si era suyo aquel animal.

-Ni siquiera tengo el honor de conocerlo, señor caballero -respondió el del vestido negro, con vivaracha faz, boca risueña y aire de sacristán legítimo-. ¿Ha notado acaso vuesa merced, señor caballero, en mi figura o porte alguna semejanza con las del cuadrúpedo?

-Sólo, señor licenciado, el buen humor y la afabilidad con los extranjeros.

-En verdad, señor nuestro, que si se considera el lugar y el tiempo, poco tiene de rara la sensibilidad del alano. Bien sabido es lo que se refiere del hidalgo que hallándose en el mismo caso en que está ahora vuestra señoría, a saber, acariciado por un desconocido can en la tienda de un barbero, hubo de pregunta a la barbera por qué se manifestaba el animal tan cariñoso.

-Es muy afable el pobrecillo -respondió la del rapista-, y quiere mucho a nuestros parroquianos, porque durante la tonsura se aprovecha de los pedacillos de carne que le caen de la cara. Tal es el estado del presente barbarismo. ¡Felices los que vivieron en los días en que virgines tondebant barbam et capillum patris!

El juvenil caballero había examinado atentamente durante el anterior discurso la forma, tamaño, color y fisonomía del perro, semejantes en todo a las del que distinguían al del ermitaño que le acogió la noche de la tormenta. Pero como no podía el animal hacer ninguna otra prueba de identidad, se contentó con dar a su instintivo cariño tan generoso premio como permitían las provisiones de la huéspeda.

Entró por aquel tiempo en la tienda un hombre como de cincuenta años de edad, o tal vez de sólo cuarenta y tantos, que reconoció a Carlos al verlo, y le preguntó por su padre, con quien parecía tener bastante intimidad. Cubrían las carnes del preguntador chaqueta y calzón de terciopelo azul bordados de plata, y casi cubiertos de botones de muletilla del mismo metal y de prolija y vistosa filigrana; chaleco corto de raso amarillo; faja de seda roja; sombrero redondo de blanco castor e inmensurable diámetro; botines de cuero; y una capa, en fin, de crujiente seda, que terciada bajo el siniestro brazo, ocultaba en parte la estupenda empuñadura de su tizona. El traje y conversación de este hombre denotaban a la legua uno de aquellos ricachones de la antigua calaña, a quienes llamaban ciertas gentes traficantes de trigo, y otros ladrones, usureros y caribes. Manifestó más que medianos deseos de vender a Carlos cierta partida grande de trigo que debía su padre suministrar al gobierno. No era la sagacidad mercantil una de las cualidades distintivas de nuestro caballero, a quien, sin embargo, no faltaban nociones acerca del precio y calidad de los granos. Después que hubo el traficante despachado a varias personas que vinieron a hablarle, uno para la compra y otros para la venta de este artículo, salió de la barbería con nuestro joven, le prometió darle más barato que a otros les vendía el trigo ínfimo el mejor candeal del mercado, y le admiró en fin con la vasta riqueza de sus almacenes. Entraron ambos, llevando muestras de varias clases de trigo, en una casa adonde había de rematarse, y, en la fraseología del mercader, remojarse el trato.

Un cuarto de hora habrían estado los recientes conocidos tratando amistosamente de sus negocios, cuando dos de varios hombres ebrios que allí estaban asieron a Carlos súbita e inopinadamente, el primero por el brazo derecho y el segundo por la empuñadura de la espada. Al mismo tiempo le sacó del bolsillo otro de la partida una bolsa de pelleja de lobo que contenía algunas onzas. Puso nuestro caballero el pie derecho en el estómago del que tenía la espada con fuerza y vigor tal que le dejó tendido en tierra sin conocimiento. Despidió de sí con increíble ímpetu al otro; desnudó el acero, y alcanzó en la puerta y abrió la cabeza en dos partes al que se llevaba su bolsa, que él recobró con calma, si bien admirado de reconocer en el ratero el mismo personaje vestido de negro que tanta verbosidad manifestó en la barbería. Volvió entonces el mancebo la espada hacia el resto de los rufianes, que sorprendidos de la no esperada actividad y brío de su pichón, indicaron más pusilanimidad que cinco o seis hombres debieran. Salió también al aire la formidable hoja del mercader de trigo, pero vibrando de modo que no era fácil colegir a qué partido daba ayuda. En esto se abrió de repente la puerta de la sala, y entró la justicia a dar fin a la contienda.

-¡Alto a la justicia! -gritó el jefe de randa- ¡Asesinos! ¡Cobardes! ¿No os avergonzáis de ir tantos contra un rapaz como éste? ¡A la cárcel con todos!

A cuyas palabras se pusieron algo cadavéricos los rostros de los bravos, volvieron al suelo las puntas de las espadas, y se quedaron todos sin palabra ni voz.

Carlos, con una sonrisa entre compasiva e iracunda, pidió por ellos, diciendo que no creía tuviesen otra intención que la de ejercitarse en la esgrima.

-¿Conque es juego todo esto -preguntó el cabo de ronda mirándolo de través- y yo soy un podenco y no sé lo que me hago?

-Lejos de eso -contestó Carlos-; pero suponga usted que yo, que soy la parte agraviada, no quiero de quejarme de la injuria.

Se adelantó entonces el mercader, y quitándose su dilatado castor rectificó lo que Carlos había dicho, añadió que era todo un pasatiempo, y suplicó al cabo pidiese algo para la ronda.

-¿Conque se han empeñado ustedes en que yo soy un mocoso? -dijo con su mirar atravesando el de la patrulla-; pues señores, yo les haré a ustedes ver que ya me han salido las barbas; a los míos me los llevo yo conmigo de juro; y también a este señor hidalgo si no se planta ahora mismo en mitad de esa calle.

-A mí -respondió Carlos alteradamente-, no puede usted llevarme consigo por capricho ni antojo propio. Yo no he cometido ningún delito; y mientras tenga la espada en la mano no me llevarán consigo todos los alguaciles de España.

Le echó el hombre de la justicia otra de sus miradas diagonales; y luego con sosegada voz le dijo:

-¡Palabras de pocos años! Si vuestra merced, señor mancebo, es, como me parece, hijo de buenos padres, no se degrade permaneciendo más tiempo en una casa infame, y en sociedad más infame todavía. Den gracias todos estos señores a la generosidad mal empleada que vuestra merced manifiesta. Ellos y yo somos conocidos muy antiguos, y sé que su trato no es el que a vuestra merced conviene. Ya que no quiere deponer contra ellos, como debía, para que pudiese yo librar la feria de esta peste, márchese en buena hora, y tengamos en paz la fiesta.

Carlos envainó su espada, dio al alguacil gracias, con el sombrero en la mano, por su buen consejo; y entregándole dos duros para que refrescase su gente, y arrojando otros dos para el mismo fin a los matones, salió altivamente de la casa, y una hora después del lugar.

Aquí nos es preciso apologizar por nuestro héroe. Entre otras faltas, pues no era esta la sola de que adolecía, participaba un tanto de aquel espíritu jaquetón de su tiempo, que se desdeñaba de tomar parte por la justicia en querella alguna, y aun solía apalearla si venía a pelo. Tengamos presentes aquellas costumbres para disculpar en la persona los defectos del siglo.




ArribaAbajoCapítulo VI

Nueve o diez veces pensé agujerearlo por aquí, por debajo de las costillas.


(SHAKESPEARE.)                


Brillaban ya a la vista de Carlos los azulejos de la torre de Aznalcóllar, adonde volvía después de acabados sus negocios, sin perdonar la espuela, sin dar paz a la mano, ni a la imaginación tampoco. La vuelta de un amante es siempre suceso serio en los anales de la juventud; viene llena la fantasía de anticipaciones, dudas y recuerdos, y el pecho de temor, de esperanza y de impaciencia. Hacían más importante esta agitación para Carlos la repugnancia con que miró Isabel su viaje, y los pronósticos tristes de su padre; y se avergonzaba de sí mismo al recordar que le había hecho precipitar su marcha una gitana decrépita, burlándose así de su credulidad y sencillez. En estos pensamientos iba embebecido, cuando se le presentó delante Pedro, el negro, manifestando con descompasados gestos cuánto se alegraba de verle. Tenía el dicho Pedro la habilidad de poner los pies en el fuego sin quemárselos; era, como ya hemos visto, horrible su catadura; ignorábase su domicilio, y pocos entendían sus palabras; aglomeración de coincidencias que le habían exaltado en la opinión de los lugareños al alto rango de aliado del demonio, si ya no era el mismo Satanás viviendo allí de incógnito. Todos se mofaban de sus palabras, y ninguno las oía con indiferencia. Contestó este individuo a las preguntas de Carlos, que estaba buena la gente del lugar, con especialidad su padre, su amigo Alberto y el cura. De Isabel no quiso hablar palabra expresa; pero dio a entender con las suplidas que el padre Narciso la había visitado mucho en aquellos dos o tres días, y pensaba hacerla mudar de morada. El cómo había venido a noticia del negro aquellas circunstancias era difícil de adivinar. La comunicación de ellas no dulcificó en lo más mínimo el ánimo de nuestro viajero.

Halló al llegar a su nasa a la tía Diega regañando con los criados, indudable prueba de estar su padre en el campo, pues es de advertir que se aprovechaba la sagaz dueña de la ausencia del señor para poner en orden la familia, cuyo manejo entraba de nuevo en su confusión natural a la vuelta del condescendiente amo.

Dejar el caballo y la casa y entrar en la de Isabel fue la obra de un momento. Pero, ¿quién podrá pintar su sorpresa al ver el cambio que en tan corto tiempo había sufrido su amada? Marchita la frescura de su tez, pálidas las mejillas, abatido el semblante y desconcertado el ánimo. En vano quiso disimular su agitación con festivas preguntas y palabras; sus lágrimas manifestaron la turbación del pecho.

-¿Qué tienes, Isabel mía? -exclamó Carlos tan sorprendido como pesaroso-: dime, Isabel, ¿qué te aflige? Habla, sé franca conmigo; y si en mi mano estuviese hacerte dichosa, la vida misma inmolaría gustoso por ver tu dulce sonrisa.

Isabel respondió sólo con gemidos, cuando a merced de unas cuantas piruetas se introdujo Alberto en la sala, lanzándose en los brazos de su amigo. También entró Eugenia a felicitarlo, aunque en menos estrechos términos. Sin volver Carlos estas cortesías con mucha prolijidad, se apresuró a preguntar a Alberto qué había sucedido, y por qué estaba Isabel tan afligida.

-Lo que yo sé decirte -contestó Alberto con su ligereza habitual-, es que tú te has dejado el meollo en la feria. ¿Soy yo, por ventura, adivino para saber lo que la niña tiene?

-Olvida por un instante ese atolondramiento si eres mi amigo -replicó el caballero-; y dime qué ha pasado en esta casa.

-Nada, Carlos, sosiégate -contestó Isabel con turbación mal disimulada.

-¡Extraña tenacidad! -exclamó Alberto, al tiempo mismo con sincera sorpresa- Vamos; perdió sin duda el juicio. O si no, ¿cómo imagina qué hayan de tener más razón ni causa las lágrimas de la mujer que la cojera del perro? Y sin embargo, la chica parece que está, en efecto, apurada. ¿Qué tienes, vida mía?

-¡Todo lo sé! No hay que hacer más preguntas -dijo Carlos con reprimida pero apasionada voz, sentándose y reclinando en la mano el abatido semblante. Luego continuó en voz detenida baja:

-¡Un infame! ¡Un malvado!, valiéndose del carácter de que no es digno... Pero yo le habré atravesado el corazón antes de que se acabe la noche.

Se levantó al acabar estas palabras, asió con ademán violenta el sombrero y la espada, y se dirigió hacia la puerta, adonde le detuvo Isabel con débil pero poderosa mano.

-No, Carlos -le dijo-; ni éste es el momento, ni esa la condición en que debo yo permitirte que te apartes de mí. No una, sino mil aflicciones tengo que iré contándote a su tiempo, que podrán tal vez remediarse, y que no ha de calmarlas la violencia. Sosiégate y escucha.

Carlos obedeció maquinalmente, pero sin que en lo más mínimo se mitigase su enojo. Ardían en su imaginación y en su pecho las palabras indirectas del negro, que coincidiendo con apariencias y circunstancias en sí insignificantes, no le dejaban duda de que fuese Isabel objeto de una baja asechanza. Recobró, pues, su asiento, pero con expresión tan amenazadora y sombría, que se refugió Eugenia instintivamente junto a Alberto, y exclamó éste asombrado:

-¡Virgen de los Dolores!, ¿qué es esto que nos pasa?

La entrada de otra persona cambió el carácter de esta escena.

-Deo gracias -dijo el padre Narciso, visitante de que hablamos, acomodándose en una silla.

Le recibieron los jóvenes con fría y despegada urbanidad. No agradó mucho al reverendo la presencia inesperada de Carlos; aun cuando tampoco tenía contra él animosidad particular alguna. Picó, pues, y encendió un cigarro, y se puso a fumar muy despacio en el profundo silencio que por cerca de un cuarto de hora había reinado. Al fin le rompió el padre, dirigiéndose a Carlos con estas palabras:

-Vamos, señor caballero: ¿qué tal se ha divertido en la feria? Pues tan galán mozo no habrá dejado de ser uno de los concurrentes.

-Muy bien -contestó el joven, con inaudito desabrimiento.

Extrañó el padre Narciso aquel tono, pero no dándose por entendido, continuó así la conversación:

-Pero ya no valen nada las ferias. En mis tiempos, antes de que yo tomara el hábito, cuando no había esos cochecitos de ahora en que va un hombre sofocándose, sino una buena carreta del tamaño de una plaza, entonces sí que se podía ir a una feria, y chanza va, y pulla viene, que era aquello ahogarse de risa. Y todo a lo honesto y como Dios manda.

Después de otro largo intervalo de silencio continuó el padre Narciso.

-Pero, ¿qué tiene, señor caballero, que parece que se ha tragado el molinillo?

-Un vehemente deseo -respondió Carlos- de que su reverencia me deje en paz y se dirija a quien guste de responderle.

-Parece que le desagrada mi voz o mis palabras -replicó el fraile, con el resentimiento que debieron producir las de Carlos.

-Tal vez ambas cosas -respondió el joven.

-Pues para eso hay el remedio de que coja su sombrerito y se marche adonde yo no estuviere.

-Mejor estaría a su paternidad hacerlo que aconsejarlo.

-Pues si quiere que lo haga, señor barbilindo -exclamó el religioso con alterada voz, habiéndose ya agotado su paciencia-, lo haré en cabeza ajena. Y si no fuera mirando a Dios, ya le habría cogido por un brazo y arrojádolo, no digo por la puerta, sino, por la ventana.

Carlos se levantó pálido y casi ciego de ira, cogió la silla que tenía junto; pero al mirar a Isabel volvió a su posición y dijo con templado acento:

-Hágame, padre, el gusto de moderarse, y no comprometerme a un disparate.

-¿Cómo disparate? ¿Piensa acaso amenazarme? ¿No respeta mi carácter? Pues sepa el niñuelo soberbio que ya he cumplido con Dios oyendo sus insultos y cumpliré con el mundo pateándolo, como merece, si se me atreve.

-Aunque niño -dijo Carlos, con una compostura que sólo de la pusilanimidad o del extremo furor podía ser hija-, le haría a su paternidad arrepentirse si intentara llevar a efecto tal castigo. Véngase conmigo adonde no incomodemos a nadie, y podremos hablar más despacio y con más calma.

-¿Yo? ¿Y a qué santo irme yo con el rapaz? Él es quien se ha de ir a recoger a casa de su padre, si no quiere que vaya por la justicia y le haga salir a la fuerza. ¿Cómo se entiende venir así a perder a las niñas inocentes del pueblo? ¡Afuera, digo!

-Templanza, padre, templanza -exclamó Carlos de nuevo.

-¡Afuera digo! -replicó el padre- o tendremos un escándalo.

Y cogió a Carlos del brazo para conducirlo a la puerta.

Hasta aquí llegó la tolerancia del caballero. Se levantó, arrojó con férrea mano a su adversario de espalda s contra la pared opuesta. No se levanta un tigre más furioso del terreno adonde le lanzó la trompa del elefante, que el fraile de su caída. Desenvainó la espada de Alberto, que casualmente vio junto, y tiró dos o tres formidables estocadas al pecho de Carlos. Las paró, con el brazo izquierdo el caballero, desnudó con el otro su propia espada, y centelleando la vista, y muda de ira la lengua, se precipitó sobre su adversario, y casi en el instante mismo estaba éste en tierra bañado en su propia sangre.

Elevada Isabel a un entusiasmo sublime en vista de aquella escena calamitosa, abrazó a Carlos, y estrechándolo a su seno, y alzando al cielo la vista:

-¡Esa sangre -exclamó- acaba de desunirnos para siempre! ¡La maldición del Altísimo herirá la frente del matador de su ministro! ¡Huye, mi bien amado! ¡Huye, ídolo mío! El corazón de tu Isabel te acompaña; huye...

Una convulsión violenta sofocó su discurso y la hizo caer sin sentido en los brazos que la estrechaban. Selló el mancebo la entreabierta boca de Isabel con sus ardientes labios; y confiando a Alberto tan preciosa carga, salió maquinalmente a la calle, con la desnuda y cruenta espada en una mano, y cubriéndose con la otra los ojos y la frente, traspasada de dolor.

Las voces y quejidos que de la casa salían llamaron la atención de los vecinos, y se habían ido juntando muchos de ellos a la puerta. Hubiera tal vez disputado la salida de cualquiera otro fugitivo que Carlos, que fiera y resueltamente pasó por entre la turba; y se recostó en la esquina de la calle como si amara el peligro o en su turbación no le conociera.

Al principio de este fatal suceso había visto Alberto sobrecogido de pánico terror, y pasmado de que su protector y amigo tratase de tal modo a un ministro del altar. Se disipó, empero, el miedo al acrecentarse el peligro; y aunque consideraba a Carlos como un réprobo, que por siempre debía quedar separado del seno de la Iglesia, pudieron con él más la amistad y la gratitud que los otros sentimientos; y obrando con celeridad propia de aquella emergencia, y con tino superior a lo que ofrecía la superficialidad de su carácter, condujo a otro apartamento a la trémula y desmayada Isabel, casi arrastró en pos de ella a Eugenia, arrojó un búcaro de agua fría en el rostro de aquélla, y sin esperar las resultas de su medicamento, corrió a casa del cura, le contó en brevísimas palabras aquel caso lamentable y desapareció con velocidad increíble.

Salió al par suyo el venerable sacerdote, y vio con dolor a su discípulo reclinado todavía en la pared con la misma desesperada compostura.

-¿Qué has hecho, infeliz? -le dijo vertiendo algunas lágrimas- ¡Sígueme! Alzó Carlos la vista al que le hablaba, como si despertase de un agitado sueño, pero no pudo resistir la mirada de su preceptor; y derramando abundantes lágrimas y tratando en vano de reprimir sus sollozos, siguió al virtuoso maestro como sigue el león a su bienhechor.

Andaba ya por este tiempo el alcalde del lugar juntando sus mirmidones, y no tardó en presentarse a la puerta del cura; pidiendo con poca atenta autoridad la persona de don Carlos. Se quejó el cura desde el balcón de la poca cortesía con que se intentaba allanar su casa. Duró esta disputa poquísimos instantes, porque a pesar del respeto que a don Juan Meléndez de Valdecañas tenía con razón toda la gente del pueblo, y a pesar de la consideración de éste por su discípulo, era tan justa la demanda del alcalde, que fue preciso concederla. Abrió, pues, la puerta el mismo cura para recibir a la justicia. Encerraba el alcalde, en un cuerpo chico y gordo, una de las almas más simples del lugar. Una corta cantidad de pundonor y una cantidad inmensa de orgullo que su bastón le inspiraba, bastaron apenas para hacerle entrar por aquella puerta que tanto había deseado ver abierta. Al fin se determinó a pasar los umbrales, protestando en alta voz que jamás había conocido el miedo. Se adelantó, pues, por un zaguán estrecho y oscuro; pero viendo que nadie le seguía, y acordándose de que le habían dicho que aún tenía el reo la espada en la mano, volvió atrás para reprender con valiente aspereza la cobardía de su gente, que halló envueltas en una ruidosa, confusa y general escaramuza. Había acontecido que el herrero del pueblo, hombre de temida proeza en todas las cercanías de Aznalcóllar, pasase por la calle al tiempo de abrirse la puerta del cura. Juzgando que nadie podía acabar tan bien como él una peligrosa hazaña, empezó a separar la gente para abrirse camino entre ella, estrujando a pisotones los callos de unos, y deshaciendo a otros los ijares a codazos. Ansioso de llegar, si era posible, antes que el mismo alcalde, siguió avanzando con ímpetu, derrocó el bulto del escribano y le hizo besar la tierra. Probablemente habría este hombre pacífico perdonado la injuria, en obsequio del miedo que al injuriador todos tenían, a no haber visto las manchas negras que el delantal del empujador había dejado a su rica capa de grana. No llegaba su mansedumbre a tanto; y asomándole al descarnado y pálido rostro cuanta sangre atrabiliaria tenía en su cuerpo, acomodó tan solemne puñada entre la boca y la nariz del herrero, que le bañó en sangre ambas facciones. El arrepentimiento del escribano fue tan pronto como su cólera; la venganza del herrero tan pronta como el agravio. Descargó éste un tremebundo puñetazo, retiró aquél la cara para que no le cayese encima, y vino a dar fondo la negra y forzuda mano del herrero en el siniestro ojo del maestro de escuela, que por malaventura asomó en aquel punto la cabeza a ver de qué se trataba. En todo un mes ira volvió el pedagogo a ver por aquel lado más que estrellitas. Creció en tanto el tumulto tomaran parte éstos por maestro y escribano; aquéllos por el impávido herrero; y parecía que temblaba la tierra a puntapiés y coces, y que llovía puñadas el cielo. Pudo al fin el alcalde apaciguar la tormenta, y entró con toda su comitiva en casa del cura, sin dejar estancia, rincón ni alacena que no examinase. Viendo que eran inútiles sus pasos, y que no estaba Carlos en la casa, salió con su gente para continuar las diligenciasen otra parte.

Cuando tan precipitadamente abandonó Alberto al cura, corrió a casa de su amigo, ensilló el mejor caballo que había en la cuadra; le llevó a una arboleda no distante de los jardines del cura, y escalando las landas de rodillas pidió al sacerdote hiciese huir a su amigo a la fuerza, si por bien no quería. Carlos no se sometió, empero, a las amonestaciones de su tutor hasta que le prometió éste proteger directa y eficazmente a Isabel. Abrazó a aquel digno ministro del Altísimo, y le besó mil veces con ardor y ternura la mano que tantos beneficios le había dispensado, y siguió a Alberto, el cual cuando vio a caballo a su amigo pareció respirar con más desahogo, y le presentó el poco dinero que poseía. No necesitaba Carlos de este auxilio, por tener consigo el que había traído de Sevilla. Pidió encarecidamente a Alberto protegiese a Isabel, sirviese de hijo a su anciano padre, le consolase y se acordara siempre... Pero no pudo proseguir. Ya se había refrescado su mente; ya empezaba a conocer el horror de su situación y las consecuencias de lo que había hecho; y súbita y desesperadamente picó el caballo y se internó en el monte.




ArribaAbajoCapítulo VII

Yo soy uno a quien los golpes viles y las bofetadas del mundo han enfurecido tanto, que haré sin pesar cuanto pueda para agraviar al mundo.


(Macbeth.)                


La agonía mental del fugitivo era tan aguda que caminó muchas millas envuelto en un estupor supino y casi ajeno de todo lo que de estaba pasando. Quebraba a veces este sueño del alma la imagen de Isabel, a quien veía apartarse de él dándole un adiós eterno. La forma de su anciano padre, doblada por el peso de la aflicción, parecía ocupar su vista, y resonar a sus oídos las quejas y reprensión compasiva de su tutor. El dolor de sus amigos, la alegría de sus adversarios, el oprobio del público, aguzaban sus remordimientos y pasaban por el inflamado cerebro con mil amargas asociaciones. Después de otro intervalo de abstracción absoluta, le parecía ver en tierra la imagen convulsiva, cadavérica del padre Narciso; humear la sangre derramada por sus hábitos; oír sus últimas palabras y roncos quejidos:

-¡Eterno Dios! ¿Qué es lo que he hecho? -exclamaba el prófugo con cierta especie de delirio- ¿Es cierto, por ventura, que acabo de dar muerte al hombre a cuyas manos se dignaba des a tender el mismo Dios del cielo? ¡Cuánta debió ser mi ceguedad cuando creí manchado con delitos de impureza un hombre de su carácter! ¿Quién, sino yo, pudiera imaginarse que a sus años querría solicitar y destruir la virtud de Isabel una persona que la ha visto nacer, que tan relacionada está con su madre, que sólo pasa en el pueblo algunos días de medio en medio año? ¡Otro sentido tenían sin duda las palabras de Isabel! Y si hubiera sido mal o pudo haberse arrepentido: ¿pero qué arrepentimiento será bastante para deshacer mi crimen? El cielo, ¡malhadado de mí!, debió dejarme de su mano, y caí al faltarme su ayuda en este precipicio horroroso».

Iba el joven entregado a tan amargas consideraciones, cuando gritó una voz desde la espesura:

-¡Alto allá, so pena de la vida!

-¿Y a quién tengo de hacer alto? -preguntó, con resuelta voz, el fugitivo, sorprendido de la celeridad de seis perseguidores.

-¡Al rey! -replicó la voz- Apéate de ese caballo, o mueres en este punto.

Era la noche oscura, no se discernían apenas los objetos; pero el ruido de muchas voces que sonaron en varias direcciones hizo conocer al caballero que le tenían rodeado por todas partes. Resolvió morir allí o abrirse paso; y embistió para ello al frente con la espada desnuda.

-¡A él, muchachos!, ¡fuego! -dijo la voz que le había mandado hacer alto.

Y súbito silbaron algunas balas junto a su cabeza.

-¡Alto el fuego! ¡Abajo las escopetas; y nadie toque a un gatillo! -gritó por el frente otra voz más cercana, y el fuego cesó inmediatamente- Así me gusta -continuó la voz-, y al que me mueva una escopeta le levanto la tapa de los sesos. Señor don Carlos, pase su señoría: libremente, o deténgase si más le agrada. Pero en caso de que por cortesía quiera tomar un bocado o refrescarse los labios con una uvita de buen Jerez, levante el dedo, y son suyas nuestras botas.

-Señor desconocido -replicó Carlos-, no me admira menos vuestra urbanidad que el conocimiento que tiene de mi persona y nombre. Lo que le agradecería mucho, si pudiese suministrármelo, sería un trago de agua y un puñado de cebada para este caballo.

-El agua, señor caballero -repuso la voz-, le llenará a usía el cuerpo de ranas; apéese si gusta hacerlo, y trataremos su persona como la de un príncipe, y la de su jaco como la de un obispo.

Confiado en la buena voluntad de aquella gente desconocida, y abandonado como lo estaba a la desesperación, se apeó el caballero, y le rodeó desde luego un grupo de hombres bien armados y de malísima apariencia, que le recibieron, empero, con grande afabilidad. Poco después sonó un distante silbido a que respondieron con otros los del grupo, y diciendo algunos: «¡El Niño!», se adelantaron a recibir la persona que así se llamaba. Éstos le informarían del nombre y calidad de nuestro mancebo, pues extendiendo el Niño la mano a su llegada le saludó por su nombre, y le suplicó con modulada y sonora voz montase a caballo y se sirviese acompañarle con su escolta a lugar más cómodo que el cielo raso. Estaba ya la noche muy avanzada; no tenía el caballero adonde refugiarse, y la necesidad le hizo admitir con agradecimiento la oferta de aquel célebre bandido. Montó a caballo con la indiferencia o endurecimiento que suele acompañar los primeros instantes del crimen, y salió a trote largo en la sociedad del Niño y de sus gentes. Casi media hora habrían caminado sin hablarse una sola palabra, cuando intimó el bandolero a Carlos que estaba concluido el viaje. Se detuvieron los caballos, dio el capitán un silbido, y poco después se vio iluminar el campo por un fogonazo encendido al parecer en la cima de una alta roca.

-Todo está seguro -dijo el capitán, apeándose y pidiendo a su huésped hiciese lo mismo.

Recogió todos los caballos uno de los hombres, y los demás subieron a la roca por una escala de cuerda que les echaron desde arriba. Por medio de esta peligrosa ascensión, en la cual se hubiera desnucado nuestro hidalgo a no haber sido por el buen pilotaje del capitán, llegó la partida a una espaciosa plataforma. Pusieron las armas en tierra, y sitiaron bizarramente una formidable ensalada de pimientos y tomates, flanqueada de chorizos y carne fiambre, y protegido el frente y retaguardia por dos abultados pellejos de manzanilla.

Mientras hacían los bandoleros plena justicia al mérito de su banquete, examinó Carlos la fisonomía de su huésped a la luz de dos antorchas, de tal modo situadas que no se viese su resplandor desde la llanura. Diego Corrientes, o séase el Niño, tan célebre en los romances de los ciegos, no tendría a la sazón más de veintiséis o veintiocho años. Su semblante no presentaba facción alguna notable que indicase el rostro de un temido bandolero. Su cabello y barba era rubio claro, sin inclinarse en lo más leve a rojo. Los reveses y las dificultades habían dejado su pesarosa huella en una frente plácida, por naturaleza, y dispuesta a la alegría. Sus facciones, interesantes; si no del todo clásicas, estaban animadas de continuo por una sonrisa que ocultaba su palidez y les daba franqueza y descuido. Sus ojos, que despedían a veces miradas vivas y fogosas como el relámpago, parecían en general la mansión de la paz. No era, en fin, creíble que hombre de aspecto tan afable y halagüeño hubiese adquirido la triste celebridad de Diego Corrientes. Se reía alegre entre sus súbditos, bromeaba familiarmente con ellos, y acompañándose con la guitarra cantó los males del amor en un romance con tan impresivo sentimiento y buen gusto, que inspiró a sus asociados la melancolía de su alma, y les hizo abandonar el feroz contento a que después de la cena estaban entregados. Pero no queriendo dejar la gente tan abatida, cambió de música y asunto, aunque los cantares festivos no se acomodaban tanto a su voz y fino alborozo. Acabada la fiesta mostró el capitán a su huésped un receso de la roca que para lecho le tenía destinado, y se entregó toda la gente al reposo.

Bien venida fue la luz de la nueva aurora para el caudillo de los bandidos, cuyo sueño habían repetidamente quebrantado los suspiros y sollozos de Carlos. El horror y la desesperación asediaron toda la noche el espíritu de nuestro mancebo, y antes que el primer rayo del sol dorase la cima de la roca, salió de su caverna a respirar la brisa matutina con desalentado corazón y descompuesta e inflamada mente. Le había precedido el capitán, a quien halló dando ya instrucciones a sus bandidos. Recibieron éstos las órdenes con sumisión atenta, y bajaron al campo por la escala que después retiró el capitán, quedándose solo con Carlos en aquella inaccesible guarida. Saludó entonces a su huésped, encendió fuego y se puso a preparar el almuerzo para la gente, cuya vuelta esperaba fuese pronta. Se paseaba, lleno de perplejidad, el juvenil caballero por la plataforma, incapaz de formar plan alguno de conducta, y sin saber en qué emplear la vida que empezaba entonces. En esta agonía de ánimo pidió así consejo al bandido.

-¿Qué es lo que he de hacer de mí mismo, capitán? Sáqueme usted, por amor del cielo, de este combate y aflicción que postra mi entendimiento.

-¿Que yo le aconseje? -preguntó el capitán maravillado de aquella inesperada súplica-: Por vida mía, señorito, que no bastan mis luces para aconsejar acerca de situaciones que ignoro. Parece, por el semblante y la vigilia, que asedian a su merced dificultades; pero sin saber cuáles sean, malos fundamentos tendría el consejo.

-¿Y cómo sabe usted entonces mi nombre?

-Porque interesa a las personas de mi profesión, señor caballero -replicó el capitán- saber los de muchas gentes, así como su rango y fortuna. No van más allá mis indagaciones.

Es de advertir que hubiera podido ocurrir en aquellos felices tiempos en España la muerte de un asentista, médico o abogado, sin excitar grande indignación en el público; pero la de un religioso se habría mirado con tal horror por todas las autoridades civiles y eclesiásticas del reino, que hubiese necesitado el perpetrador de alas para escapar del condigno castigo. Conocía Carlos el peligro en que estaba, y creyó oportuno oír el consejo de un hombre tan acostumbrado a evadir persecuciones como el Niño; y mientras el bandido, con una rodilla en tierra, aventaba el fuego con su sombrero redondo, le contó el joven su reciente y funesta aventura con una intensidad de sentimiento cual la narrativa exigía. Lejos de escuchar el capitán con indiferencia aquella historia, brillaban en su semblante ciertas indicaciones del placer con que se representaba en su imaginación la tragedia. Al llegar a la catástrofe tiró el sombrero por alto con exclamaciones de: «¡Bien, por vida mía!», complaciéndose en tan acerba pintura, como si fuese la muerte de un fraile el más chistoso acaecimiento del mundo. Pero pasó pronto aquella violenta alegría, y vuelto el semblante a su natural y plácida compostura, dijo después de un instante de silencio:

-El demonio mismo no es capaz, señor caballero, de discurrir medios para salir avante en tal negocio.

Empezaron luego a contraerse y dilatarse alternativamente las facciones del capitán; fijó la vista en el fuego, y descansando en las manos la frente, se entregó a la meditación por algunos instantes. Al fin se resolvió la rigidez de su fisonomía en un sonreír lleno de esperanza, y exclamando que la hazaña era brillante, prometió al caballero ponerle en seguridad.

-¿Y cómo? -preguntó Carlos- ¿Por qué medios?

-No puedo contestar definitivamente ni entrar en explicaciones -contestó el bandolero- hasta la vuelta de mis infanzones.

Y siguió con la anterior indiferencia cuidando de sus guisos. Después de algunos instantes preguntó a su huésped:

-¿Y cómo, señor mancebo, se llamaba la reverencia cuyo pellejo su merced ha horadado?

-Un tal padre Narciso...

-¡San Antonio! -dijo interrumpiéndole con admiración el bandolero-, ¿Un hombre fornido, alegre de cascos, que solía ir todos los años a Aznalcóllar?

-El mismo -contestó el caballero-, ¿y usted, señor capitán, le conocía?

-¿Y quién no? ¡Por Santiago bendito! ¡Ya acabaste, confesor estupendo de mi gavilla! ¡Quién finara como tú, no en alta horca, no por férreo retorcido garrote, no por bala ministril ni soldadesca, no por aguzado y buido puñal, sino batiéndose en duelo de espada como hombre de pro o antiguo caballero! Al fin pagaste tu deuda, y estás ya libre de trabajos. Pero se acabó mi oficio de cocinero, y siento en verdad que no podamos ir a echar un paseo por mis jardines. Y mira el caballero sorprendido como si no creyese que soy yo propietario. ¿Cuánto va a que no piensa su merced, señor mancebo, que soy yo más que un salteador desaforado?

-Me pesa responder -contestó Carlos- que justificaría esa sospecha lo que del Niño tengo oído, y aun más lo que he visto.

-Pues le engañaron a su merced de medio a medio rumores y apariencias. No soy yo menos que un noble infanzón que no vive ahora, en esta edad miserable, sino allá en tiempo de los moros. Por supuesto que tengo tierras, ganados y bosques sin número; pero el rey y los viles cortesanos se han declarado enemigos míos como lo fueron Alfonso y sus ministros de mi compañero el temido castellano Cid Ruy Díaz de Vivar. También él se vio obligado a pelear toda su vida por la conservación de su patrimonio, compuesto de una casa vieja y dos o tres campos medio quemados; y he aquí en lo que yo le saco ventaja al Cid Ruy Díaz. A mí no me gusta envejecer como los árboles sin moverme de un sitio; y aborrezco, además, los insectos domésticos; por eso me vengo a dormir en la frescura de los campos y en medio de mis posesiones rurales, las cuales se pueden ver desde esta roca. Note, señor bueno, la extensión de todos estos campos y montañas, y se admirará cuando sepa que todo eso es mío. ¿No se acuerda de aquel arroyo que preñado de peces pasa a una legua de Aznalcóllar? Pues es uno de los más mezquinos que riegan mis terrenos. Así ocupo mi trono gobernado gloriosamente la España, no obstante el encono de mis rivales. Gozo de mis dominios tan plenamente como el supuesto rey de Madrid, pues por buen estómago que Su Majestad tenga no podrá encerrar en él más de una porción limitada del trigo de sus vasallos, por abundosa que sea la cosecha, y no me ha de faltar a mí el trigo que necesite el mío aunque sea en un año de hambre.

Continuó el capitán enumerando en extravagante vena sus vasallos, ciudades, ejércitos y opulencia, pero no tardó en agotarse su buen humor, y quedó, como otros reyes, oprimido al parecer de pesar en su propio trono. Un esfuerzo repentino y vigoroso le volvió a su tranquilidad ordinaria, y continuó con sarcástico acento:

-¡Males de reyes, señor don Carlos! ¡Una conspiración! Mi conciencia se atreve a rebelarse contra mí, ¡contra mí, que gozo por derecho de inmemorial posesión de señorío! Pero me quiero conducir noblemente con la bruja y no quitarle la vida. Ese aspecto, esa voz y figura, señor caballero, me recuerdan tan vivamente la sola persona que en este mundo me ha querido con sinceridad, que desde que le vi a usted me avergüenzo de mí mismo, y me siento, cual nunca, abatido y desgraciado.

-También yo, señor capitán, oiga con harta sorpresa ese lenguaje en boca de un hombre de quien no debería esperarse. Mejores de lo que se piensa deben haber sido sus principios...

-Se los diré si quiere saberlos.

-Lo tendré a favor especial -replicó Carlos, cuya tolerancia había perfeccionado su reciente infortunio, haciéndole sentir vivamente la simpatía que se debe al verdadero arrepentimiento.

-No espero -continuó el bandido- que mi narrativa excuse aunque pueda mitigar tal vez la infamia de mis crímenes. Seré breve: «Era mi padre un honrado labrador de Extremadura. Ya habría llegado a los cuarenta a la época de mi nacimiento. Su mujer, gruesa y saludable matronaza, casi de la misma edad, logró fama en Almendralejo por la ecuanimidad de su ánimo. "¡Cuidado con esa paciencia, mujer mía!; acostumbraba a decirle mi padre, porque si te cae al suelo habrá sin duda temblor de tierra". Labraba mi padre por arrendamiento una heredad del marqués de Rascarrabia, señor inquieto y acre, cuya benevolencia bajaba en copiosos raudales hacia los pobres, pero como los aguaceros de verano, entre relámpagos y truenos. Mis padres no eran el último ni el menor objeto de su generosidad, y los infelices, en la gloria de su comparativa afluencia, gozaban del dulce sueño de criarme para la iglesia. Esta ilusión deliciosa, a que el marqués ayudaba por su parte, los fortificó en su parsimonia, esperando por medio de una frugalidad extrema juntar medios para presentar a las aras un nuevo ministro. Pero no había la naturaleza dotado al futuro clérigo de un solo sentimiento o cualidad propia de ministerio tan alto. Yo soy, de por mí, el ente más ligero y alegre que paseó jamás por las tierras glutinosas de Extremadura, y no había entonces sombra en mi cabeza de aquella pensativa melancolía que inclina a las meditaciones religiosas. El tiempo y los sufrimientos internos han cambiado mi natural en esta parte. Todo inquietud y todo fuego, era mi vida un romance continuo. Manejaba a los quince años con precisión inaudita la escopeta y la espada; temían mi cólera los valientes del pueblo; y los amantes odiaban la dulzura de mi voz y la voz de mi guitarra. Sólo en la gramática latina reconocía superiores. Necesitaba entonces con frecuencia ir en casa del marqués de Rascarrabia, cuyo caballero tenía dos hijos mayores que yo, y una hija algo más joven. Su belleza no era de mujer, sino de ángel. Tenía cuanto... perdonad, caballero, mi ternura. Al fin yo no soy más que un hombre, y las heridas de mi alma demasiado profundas y enconadas para poderlas tocar impunemente. ¿Qué dirían mis compañeros si así me viesen? ¿Reconocerían a su capitán? Pero ya pasó: continuemos. La vista de la hija del marqués me inspiró dolor gusto, o tal vez ambas cosas; el hecho es que nos enamoramos uno del otro. Era nuestra pasión tácita e inocente sentíamos ambos sus efectos, la necesidad de conservarlos en la reserva más sagrada. El rubor que nos encendía el rostro al vernos era nuestro lenguaje. Sabíamos instintivamente que se levantaría una tremenda oposición contra nuestras inclinaciones tan pronto como éstas se descubriesen, y que sólo en la discreción descansaba la esperanza. Si aquel cariño, aunque infantil, ardiente, hubiera permanecido oculto, gozara yo ahora del amor de mi Lucía, feliz en mi estimación propia y en la del mundo. ¿Mas cómo podía existir tan peligroso secreto? Harto pudimos lograr con que no lo descubriesen en más de un año ni la experiencia del padre, ni la malicia y astucia de los hermanos. Dieciséis cumplí yo el día en que con no sé qué pretexto entré en casa del marqués y por primera vez no vi a Lucía detrás de los vidrios de su ventana. La fisonomía de los criados indicaba nuevas desagradables. Estaba yo lleno de maravilla, temiendo tanto hacer una pregunta como continuar callado, cuando vino el marqués en persona a disipar todo el misterio. Sin fundar en causa alguna su mal trato, me insultó, me dio de palos con su caña y me echó a empujones de la casa. Yo sé por experiencia que rara vez es el valor otra cosa que la disminución del miedo. Tan natural este último al hombre como al bruto. Empújese al más noble caballo hacia el borde de un precipicio, y se verá él ojo aterrado, la crin erizada y las dilatadas narices respirar horror a la proximidad de la muerte. Jamás he sentido yo semejante depresión de espíritu ni una sola vez en toda mi arriesgada vida. Yo amo el peligro. Yo he arrojado un árbol al través de dos rocas divididas por un insondable precipicio, y me he deleitado en correr por él de la una a la otra parte, jugando así sobre los bordes de la misma eternidad. Usted ya sabe, si lee los romances de los ciegos, cuántas veces he atravesado solo, con la espada en la mano, las calles y plazas públicas de populosas ciudades. He visto la admiración pintada en el rostro de los espectadores, que ignoraban la fuerza increíble de estos delgados brazos. No fue, pues, la cobardía la que enervó mi mano, impidiéndome levantarla contra el marqués. Fue, sí, la gratitud, la reverencia, y la seguridad de que no podía hacer polvo al hombre que me creía pusilánime.

No puedo comparar a ningún sufrimiento terrestre la amargura que se derramó en mi alma cuando perdía a Lucía. Juré dar pábulo al rencor del marqués y de sus hijos; y pues que tan vilipendiados se consideraban porque yo me había también creído hombre digno de una mujer, pues que era indigna mi mano de recibir la de Lucía, quise azotar su orgullo con verdadero y prolongado motivo de vergüenza. Un arraigo mío, solo amigo que he tenido en mi vida, contuvo mis violentos proyectos. Su voz y presencia se parecen mucho a las vuestras, y esta casualidad me ha hecha recordar mis infortunios. Desgraciadamente tuvo mi amigo que ausentarse de Almendralejo pocos días después de mi expulsión de casa del marqués; los designios de venganza que apenas había él apaciguado volvieron a arder con más intensidad en mi pecho. Pero ardían secretamente, y no había instante que no me probase lo vano y ridículo de mi resentimiento. Ya estaba desesperado, abatido y casi frenético, cuando recibí una carta de Lucía. La habían llevado forzadamente a un convento, que yo escalé poco después en el silencio de la noche, pasándola del santuario a mis brazos. Por acaso tomamos un camino por el que no nos persiguieron, o fue la persecución tardía. Cambió Lucía su traje por el de muchacho, y tan cautelosa y astutamente nos condujimos en nuestro viaje, que llegamos felizmente a Aragón y nos establecimos en un pueblecito cerca de Zaragoza. Ya era casi imposible que allí nos descubriese nadie. Un día se me ocurrió la vengativa idea de escribir a los hermanos de mi Lucía participándoles la buena salud de su hermana y lo contento que su hermosura me tenía. Omití el lugar de nuestra residencia, y confié el pliego a un arriero que iba a Madrid para que le pusiese en el correo, cuyo sello extraviaría toda investigación. Empezaron por entonces a faltarnos los recursos, y trabajaba yo de sol a sol en los campos para no carecer de pan. No bendecía Dios mi sudor, ni jamás me dio el trabajo bastante para vivir sin estrechez. Pero siempre estaba contenta Lucía. En medio de nuestra pobreza me vi atacado de tercianas, y estuve enfermo bastante tiempo. Me hallaba demasiado débil para trabajar en la convalecencia, y hubiera perecido sin el cuidado de Lucía, que halló medio de proveerme de cuanto era necesario. Ya me encontraba algo restablecido, cuando al volver una tarde a mi casa vi desde lejos un caballero que salía de ella. Era Lucía hermosa por extremo. Había doblado el desconocido la esquina antes que yo llegase a ella; y no pude lograr alcanzarlo. Llegué a mi infeliz mansión, y mi mirada aterró a Lucía. "¿Quién es ese hombre?", le pregunté perentoriamente. "¿Qué hombre?", replicó ella con fingida serenidad, y luego como recordándose añadió: "Un forastero que preguntaba por el camino más corto para Zaragoza". No me satisfizo su respuesta. Muchas veces había yo suplicado a Lucía me dijese de dónde sacaba su dinero, y ella me sonreía, asegurándome que era mío lo que se gastaba; y acordándome yo entonces de sus joyas, no me permitía la delicadeza continuar mis preguntas. En esta ocasión se me ocurrió que no había en el pueblo plateros que pudiesen comprarlas, y se llenó mi ánimo de furor y de angustia. ¡Quién hubiese advertido entonces la extrema proximidad de Zaragoza! El cerebro parecía que se me despedazaba durante aquella aciaga noche. A la otra mañana me proveí de llaves maestras, y a todas horas me presentaba delante de Lucía. Si ésta no hubiese tenido aquella alma angelical, ¿cómo hubiera llevado mis sospechas? Una tarde entré de este modo furtivo en mi casa, toqué a la puerta del cuarto, pero no se abría. Puse la espalda contra la pared opuesta, el pie en el sitio del cerrojo, e hice saltar súbitamente las argollas. El primer objeto que se presentó a mis ojos fue un caballero sentado junto a Lucía. En el próximo instante yacía ya cadáver a mis pies. Expiró sin un quejido. "¡Bebe, hártate de su sangre!", dije en mi frenesí a Lucía, y le atravesé aquel divino pecho con el hierro humeante y rojo que tenía en la mano. "¡Soy inocente!", exclamó en la última agonía: "¡Viene de parte de mi padre! ¡Dame la mano, amor mío!, ¡oh Dios!". Estas fueron sus últimas palabras, y el sello de la muerte le cubrió las mejillas. ¡Ay, señor don Carlos!, ¿qué fortaleza basta para dar fin a tan horrible pintura? Estaba encinta Lucía... pero no puedo más. ¡Adelante!

Cerré el apartamento y la casa, salí al camino, arrojé del caballo abajo al primer jinete que vi en él; hice sin intermisión cerca de diez leguas, me apeé en una venta, cambié el mío por el mejor caballo de la cuadra, seguí atravesando en él leguas, rápido como la tormenta; troqué de nuevo montura a la fuerza, y así continué por algún tiempo.

En esta época miserable de mi vida no tenía yo mucho más de diecinueve años, y ya contaba veinte antes de recobrar la razón. Apenas me acuerdo de lo que me sucedió en el período de mi delirio. Sé que en cuanto me vi aliviado dispuse volver a Almendralejo y visitar a mis padres. Me disfracé, emprendí y completé el viaje. Mi padre y el marqués habían muerto de pesar, y me estremezco al acordarme de que vi a mi madre pidiendo limosna de puerta en puerta. Me di a conocer, y recedió aterrada de mí, pero volvió luego trémula a ocultarme bajo el despedazado manto, y a protegerme en el peligro en que me consideraba.

Alguna; furia del infierno guiaba sin duda mis pasos. Yo a lo menos creo que sí, porque fui la noche misma de mi llegada a visitar al nuevo marqués. Pregunté por él y me introdujeron en su estudio. Cerré por dentro la puerta, descubrí mi rostro, y le pregunté con desesperada resolución que adónde estaba su hermana. Me contestó con serenidad maravillosa que por una desgraciada casualidad había llegado a saber que se hallaba conmigo cerca de Zaragoza; que pidió a un pariente suyo de aquella ciudad persuadiese a Lucía a volver a su casa, entrar en un convento, o sancionar con el matrimonio la alianza vergonzosa que había contraído que le contestó este sujeto dándole parte de haber socorrido la mucha miseria en que halló a Lucía y su consorte, y esperaba que todo aquel negocio se acabaría sin escándalo alguno; y finalmente, que pocos días después se habían hallado muertos a estocadas su hermana y su pariente. "Gracias -le dije- por la noticia"; y me dirigí hacia la puerta. "No, señor", dijo el marqués, con una fría y amarga mirada deteniéndome el paso. "No hay que salir todavía. Ya llegó la hora de la venganza". Desnudamos las espadas, y fue el marqués víctima de su enojo. Salí del cuarto, y me separaban ya algunas leguas del pueblo antes, que se sospechase aquel sangriento hecho. He aquí los primeros pasos de mi carrera. Juzgad si puede volver, a elevarse jamás al estado de hombre el que ha caído en tan profunda sima de crímenes. Escarmentad en mi cabeza, noble mancebo, y no cometáis más delitos, para no llegar a ser lo que yo, un tigre, un infame forajido». Esta confesión ha aligerado mi pecho. Gracias por vuestra paciencia en escucharme. Menester es que me revista de mi gesto de bandido, porque ya oigo por abajo los alanos.

Se levantó el capitán, respondió a los silbidos de su gente, y les echó las escalas para que subiesen.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Aquí amanecían, acullá comían: unas veces huían sin saber de quién, y otras esperaban sin saber a quién. Dormían en pie, interrumpiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces.


(CERVANTES.)                


Volvieron de la expedición los bandoleros con abatidos semblantes y miradas llenas de adversas nuevas. Bajaron la vista al encontrar la de su capitán, como si le pidiesen consuelo y patrocinio. Oyó el Niño con exterior indiferencia la doliente narrativa de su segundo, pero le tocó a lo vivo la novedad de que el tío Tragalobos estaba en manos de la justicia.

-¿Adónde le prendieron? -preguntó el capitán con indicaciones del mayor interés y dolor- ¿Se ha descubierto el nido?

-El nido, no -replicó el cronista-, porque le prendieron en Sevilla.

-¡Gracias a Dios! Algo había de salir bien. ¿Hay alguna otra noticia buena que acabe de contentarnos?

-El señor de Bruna -continuó el heraldo- ha ido a pasar una semana a su quinta.

-¡Toma ese doblón en albricias! -exclamó el capitán con animadísimo rostro- ¡Primera acción buena que el malvado del juez ha hecho en toda su vida! ¡Salir el sanguinario magistrado de Sevilla en esta coyuntura! ¡Oh suceso tres veces feliz para tu garganta invaluable!, ¡Tragalobos! ¿Quién podría salvar tu vida preciosa si el tirano presidente estuviese aún en Sevilla?

-¿Pero qué hace al caso -preguntó uno de la partida- que se haya ausentado el señor de Bruna? En diciendo que vuelve a la capital, tendrá el gusto su señoría de ver columpiarse al tío Tragalobos:

-¡Antes que tal vea -gritó el capitán con terrorífica voz y fiereza-, sabré yo sacarle los ojos de la cara y llenarle los huecos con brasas encendidas! Pero cumplamos con lo que el proverbio reza: «El muerto al hoyo y el vivo a la hogaza»; pues como dice el buen Sancho: «Tripas llevan pies, que no pies tripas»

Se sentó la gente alrededor de las viandas; y cuando el capitán hubo invocado el nombre de Jesús, le dieron tan buena carga como debía esperarse de gente que acababa de hacer una cabalgada de tres o cuatro leguas. Hablaron en el almuerzo de los medios y dificultades de enviar socorros a su lamentado amigo Tragalobos; pero a merced del pellejo de vino, pronto se hizo la conversación varia, ruidosa y confusa.

Mientras así vociferaba la gavilla, dijo su jefe a Carlos:

-Por la palabra de un perseguido rey, noble mancebo, qué no sé qué hacer de vuestra merced. Media hora ha tenía yo un amigo que te hubiera puesto en Portugal sin que lo viesen ni los gorriones; pero acaban de prenderlo como oís y está ahora adonde permanecerá probablemente hasta que lo saquen a hacer gestos a los plateros de la plaza de San Francisco; quiero decir, a los que tienen las tiendas enfrente del sitio de la horca. Pero, ¿adónde preferiría ir el señor don Carlos, a Gibraltar o a Portugal?

-Es para mí absolutamente lo mismo; aunque antes de mi final partida querría ver, si es posible, a una persona de mi lugar.

-Veremos -respondió el capitán-. ¿Tiene usted algún amigo íntimo en Aznalcóllar?

-Tengo muchos -dijo el joven-. Muchos amigos -repitió el bandido como quién lo dudaba-: Por supuesto usted sabe escribir. Aquí tiene mi tintero, aquí papel bastante, y lo más qué yo puedo hacer es que se entregue su carta a la persona de Aznalcóllar que usted designe.

Carlos se apartó a escribir, y el capitán volvió hacia su gente:

Chato!-dijo llamando a uno de ellos-: ¡Chato!, ¿qué demonios de los infiernos charlas ahí de toros y tablados? ¿Estás sordo? Conténtate con el tablado que te preparan a ti de balde, no en la plaza de toros, sino en la de San Francisco, adonde irá la gente a verte hacer habilidades.

-A vernos, quiere decir mi capitán -respondió el Chato-, que también vendrá él a la función conmigo.

-No ha de ser así, señor nariz meñique, que tú sabes más que una zorra, yen toda razón me colgarán a mí diez años antes.

-¡No permita Dios que vea yo naufragar a mi capitán desde tierra firme! Adonde a él lo cuelguen, allí morirá su Chato!

Carlos levantó la vista para ver aquel verboso bandido, y le reconoció al punto.

-Menos palabras y más viveza -continuó el capitán-. Ponte al hombro tus sacos de alhucema y alpiste, y ve a vender a Aznalcóllar: Tienes que entregar una carta. Al caso. Vamos aquí, Caracortada. Te irás más pronto que el viento, que no te sienta la tierra; ¡vuela! y no vuelvas a mi presencia hasta saber si el señor de Bruna está bueno o malo, si se pasea, a qué horas lo hace, y qué gente tiene en la quinta. ¡Al avío! ¡Choricero! Corre sin perder un instante al nido del tío Tragalobos, y a la cueva con todo lo que valga algo. Ustedes tres, caballeros, al monte de Nuestra Señora de las Aguas, y que no se ría segunda vez el administrador de vosotros. ¿Estamos todos listos? A nuestra patrona la Virgen Santísima del Carmen, para que nos ampare en esta peligrosa vida.

Dicho esto, rezó el bandolero la salve acompañado por su gente, echó las escalas, y recibiendo las últimas órdenes partieron Chato, Caracortada, el Choricero y compañía a desempeñar sus diversas misiones.

-Mucho me temo -dijo Barbarroja a su huésped cuando estuvieron solos- que me tenga usted no sólo por un malvado, sino por un impío y un hipócrita. Pero no llega mi maldad a tanto; todos éstos son actos compulsivos por complacer a mi gente. Aborrecerían estos mastines un caudillo irreligioso. No hay uno entre ellos que no se crea especial favorito de algún Santo o Santa, que piensa vela por su seguridad, se ríe de sus gracias cuando la borrachera le ha embrutecido más de lo ordinario, y se sitúa, al fin, encima de la horca para llevarse su alma al cielo. Suelo yo dar de limosna a la Virgen hoy lo que ayer quité por esos caminos a algún padre de familia. Cada Ave María de las nuestras es una blasfemia, y no bálsamo para las llagas del alma, sino fuego que las abrasará después. Y, sin embargo, yo me siento aligerar el peso del corazón cuando rezo, y aun espero que Dios algún día... ¿Pero qué tiene usted, señor caballero, que parece que lo están devorando las penas? ¡Olvídese usted del fraile! Ya está su cuerpo descansando en la tierra y calentándose el alma en el infierno; conque no hay por qué apurarse. Yo lo conocía, y sé que ni Dios ni el rey han perdido nada con que le haya usted enfriado el cielo de la boca. ¡Vamos! ¿Y a quién se le ha escrito?

-A un amigo mío, pidiéndole esté mañana a la noche entre ocho y nueve en un sitio que ambos conocemos bien, acompañando a una señorita de quien pienso despedirme, tal vez para siempre.

-¿Despedirse, digámoslo así, por mera ceremonia? -preguntó el capitán.

-Se entiende.

-Pues no soy yo, señor mancebo, el que pronostica bien de esa expedición. Mucho tiempo me parece que va usted a tener para arrepentirse de haberla emprendido. ¿Quiere usted permitirme que haga por usted una cosa?

-Y aún le quedaré agradecido si me facilita lo que deseo.

-Pues ya está hecho. Yo iré al sitio señalado; burlaré las emboscadas del mismo Satanás si en persona estuviese en ellas; le traigo a usted la chica con buenas palabras o a la fuerza...

-No hablemos más de eso; capitán. Ni por pienso siquiera.

-Como usted guste, señor mío deseando lo mejor, ofrezco mi pobre consejo, aunque bien mirado no puedo yo emprender esa aventura, por tenerme que ocupar del pobre tío Tragalobos, a quien no querría me lo colgasen del cuello por todos los tesoros del mundo. ¿Y cómo diablos favorecerlo?

Pasó el Niño algunos minutos meditando, y al fin se levantó con repentina y grande alegría, diciendo, como el filósofo de Sicilia:

-¡Lo encontré, lo encontré, señor don Carlos! Ya no muere de ésta el valiente Tragalobos. Ya encontré medio de sacarlo avante. Adiós, señor caballero. Sí ama usted su seguridad, no se menee de esta roca hasta mi vuelta, o hasta que venga alguno de mis caballeros a decir que ya no existe su príncipe. Adiós.

El capitán se precipitó ligerísimo por la escala abajo, habiendo pedido a Carlos la suspendiese después del descenso y volviese a echarla cuando sus gentes llegaran.

Sólo detuvo nuestro mancebo la partida por el deseo de lograr un billete de Isabel, o quizá de conseguir verla, en cuya esperanza resolvió aguardar la vuelta del mensajero. Estaba el día excesivamente caluroso, y atormentado el joven por la sed y el cansancio, se retiró a uno de los recesos que encima de la roca había, adonde apagó su sed con parte de la leche que en un cántaro trajeron por la mañana los ladrones. Le convidaron al sueño la frescura comparativa de la cueva, su larga vigilia y el silencio de los campos, que apenas quebraban alguna vez las aves. Durmió profunda aunque fatigosamente, que rara vez vierte la paz su beleño sobre la almohada del que tiene en sangre el acero. La imagen cadavérica del religioso le persiguió de nuevo y le arrebató el descanso, representándole el mismo caño de oscura sangre, las mismas contorsiones y quejidos que acompañaron su caída. Una voz ronca, que parecía salir de las entrañas de la tierra, repetía el nombre de: ¡Carlos!, como si le llamara a dar cuenta de sus hechos. ¡Despertó el mancebo víctima infausta de los remordimientos, abrió los ojos, extendió los brazos en derredor, y recordando las circunstancias en que estaba salió de la caverna o receso. Acababa de ocultarse el sol en el horizonte. Se aproximó el caballero al borde de la roca, y vio debajo de ella la forma del Niño, con ambas manos ahuecadas junto a la boca pidiendo a desaforados gritos la escala. Subió el capitán, y dijo a Carlos con aspereza:

-Sepa usted, señor caballero, que aunque me llaman el Niño es algo peligrosa tratarme a mí de este modo.

-El peligro que haya -respondió el joven con altivo acento y semblante-, estoy pronto a encontrarlo, sea usted u otro quien con él me amenace. ¿Pero de qué me pide usted satisfacción?

-Pues señor -dijo el Niño cruzando los brazos y entre risueño y colérico-, ¿conque le parece a su señoría gracioso chiste el haberme tenido a mí y a mi gente rompiéndonos los pulmones a voces al pie de esta maldita roca y gastando nuestra pólvora en inútiles tiros antes que se dignara el señor respondernos?

-Pero, ¿tanto han llamado ustedes?

-¿Conque, según eso, usted lo ignora? Pues o por sordo o por muerto lo declara.

-De vida gozo y oído tengo; pero he estado dormitando un buen rato, algunas horas...

-¡Qué dormitar, señor caballero! El obispo de piedra que hace trescientos años está tendido cerca del altar mayor de Aznalcóllar se hubiera despertado y hecho ya tres mudanzas al bolero si cerca de su huesa se hubiera metido la mitad del estrépito que hemos estado haciendo ahí abajo.

-Siento en el alma, capitán, haber desacreditado mis talentos porteriles...

-¡No es eso lo que yo siento -gritó el Niño con un grande suspiro- sino el no ver sopa, asado, ni aun candela siquiera... ¿No ha sentido vuesa merced hambre con una legión de a caballo?

-Y aún la siento ahora; pero tengo infeliz mano para encender fuego, y peor si cabe para cosas de cocina.

-¡Valiente cazador por cierto! -exclamó el capitán en tono irónico mientras empezó su gente a preparar la cena. Después cambió de modo, y dijo, como pesaroso, a Carlos:

-Mal ha empezado su expedición de usted, señor mancebo. Ahí están esos tres cachorros, que según la alegría que manifiestan dejaron la bolsa del administrador tan inútil como los oídos de usted; allí está también el que fue a buscar al señor de Bruna, pero de eso hablaremos luego; Choricero está en una expedición segura y lejana; conque el único que no ha vuelto es el señor Chato. ¡Mal principio!

-¡Principio infame! -añadió Carlos- Creo que lo más conveniente será montar a caballo, ir con cierta precaución a Aznalcóllar y visitar la persona que deseo ver en su propia casa.

-Perdone usted mi curiosidad, señor don Carlos: ¿está usted todavía durmiendo?

-Me parece que no -respondió el caballero algo irritado.

-Es que el proyecto haría dudar de su vigilia. Si hubiese usted matado a don Eleogábalo de Araujo, cuyo pellejo, dicen, contiene la sangre más ilustre de Andalucía; si hubiera usted librado su lugar de escribano, barbero y boticario, y enviado el alma del maestro de escuela a enseñar el alfabeto en los profundos, aún podría volver a Aznalcóllar con moderadas precauciones; pero después de haber tocado la ropa de un fraile de otro modo que con los labios no lo haga nunca, si no quiere ocupar la posición destinada al tío Tragalobos, vide licet, el interior de la horca.

Un silbido que sonó abajo interrumpió esta conversación. Oscilaba el corazón de Carlos, y casi quedó sin resuello.

-Gracias a Dios que ya está aquí el mensajero -dijo el capitán-. ¡abajo la escala!

Y uno de los bandidos se presentó apoco después en la plataforma; pero no era éste el encargado del negocio de don Carlos, sino el Choricero, que fue al que ellos llamaban nido del tío Tragalobos. No duró mucho el desconsuelo de Carlos al ver fallida su esperanza, pues sonó algunos minutos después otra señal, y se vio aparecer al Chato al borde de la roca.

-¿Qué nuevas, buen hombre? -preguntó sin dilación el caballero- ¿Te ha dado alguna carta?

-Permítame su señoría humedecerme el paladar, señor caballero -respondió el salteador-, y luego hablaré con sentencias más breves que la alegría de los pobres.

Después de una potente libación empezó así el mensajero.

-Por supuesto que no pude dar en todo el pueblo con hombre alguno que se llamara Alberto. Ya tenía vendidos casi dos reales de alpiste, se hallaba mi comisión a los principios. Encontré el lugar consternado cual no se pensara, y hombres, niños y mujeres por las puertas y las calles, sin trabajar nadie, y todos hablando del atentado de usía. Iba ya a tocar retirada y deslizarme por ver que no había ojo que no descansase sobre mí, cuando me encontré en la plaza a un negrote que mandaba haciendo mojigangas para entretener a los muchachos. Le pregunté al saltarín adónde estaba la taberna, con la intención de entrar con él en plática y ver si me daba luz. Dicho y hecho; no me equivoqué en lo que pensaba, aunque para decir la verdad, pocas veces se equivoca el Chato. Salió el negro delante de mí haciendo mudanzas hasta la taberna, adonde se echo a pechos por mi cuenta medio cuartillo del duro, que hubiera hecho hablar a un muerto por los codos. «¿Y adónde diablos dices que está Alberto?», le pregunté con mucho saber, haciendo que seguía el hilo de una conversación ya empezada. «En la cárcel», dijo el negro. «Pues no será por su gusto», le contesté, despidiéndome de él y plantándome en la calle. De cuantos edificios hay levantados en las vastas regiones españolas, en que el sol nunca se pone, no se hallara uno adonde un caballero de mi profesión vaya a llevar un recado con más repugnancia que a la cárcel. Pero cumplí como debía un plenipotenciario del Niño. Me dirigí, a la cárcel, aunque menos hombrada hubiera sido zambullirse en la cueva de San Patricio y bailar dos coplas de seguidillas con las blanquecinas y temerosas figuras que andan dentro danzando. Estaba abierta la puerta de la cárcel, y se descubría desde afuera un zaguán largo, estrecho y oscuro. Me metí por él a la buena de Dios, y vi a la izquierda conforme entramos una reja de hierro, y al otro lado de ella al señor Alberto, cantando a la guitarra y más alegre que una noche de San Juan: «¡Bien parado, señor músico -le dije desde el zaguán-: allá voy yo»; y con la clara y sonora voz que me dio el cielo, empecé las playeras en este tono:


    No soy de esta tierra,
ni en ella nací;
la fortunilla rodando, rodando,
me ha traído aquí.



Tanto se engolfó el Chato en sus playeras, que le dijo su jefe:

-Hazte el cargo de que ya acabaste la canción.

-Mal hecho sería ese cargo -contestó el cantor- cuando en realidad no pudo acabarla. Porque en medio de la música, le guiñó al señor Alberto, que acercándose a la reja recibió el papel de su señoría y se lo metió en a manga de la chaqueta. Entonces, ya satisfecho de haber cumplido con mi embajada, rompí alegre con aquello de


eres buena moza y tienes...



-¿Y acabaste ya la copla? -le preguntó el Niño.

-No como yo quisiera -contestó el Chato-. Todo había ido hasta aquí a pedir de boca. Pero aún estaba yo trinando el «tienes», cuando se me presentan a la puerta el alcalde y el escribano: aquél, chico gordo, éste, avellanado, alto y huesudo.

-¿Qué diablos hace aquí este mostrenco? -preguntó el de la vara- ¿Piensas hallar en la cárcel parroquianos de alhucema y alpiste?

-¡Afuera, medias narices! -añadió el de la pluma-, que las tiene muy cumplidas. Los pájaros de esta jaula no se alimentan de tal grano.

-¡Dios bendiga a vuestras señorías! -les respondí con mucha humildad- Viva el señor alcalde muchos años! -«Bajo una losa»», añadí en mis adentros.

Y ya iba a pasar el umbral, cuando sentí a mis espaldas un agudo chillido y gritos de:

-¡Pararlo!, ¡detenerlo!, que viene de parte de don Carlos.

Vuelvo la cara, y me encuentro junto a una de las viejas más feas que la tierra mantiene, que era la de los alaridos. A su voz cerraron los ministriles espada en mano hacia la puerta, y heme aquí en el garlito:

-¿Conque conoces a don Carlos Garci-Fernández? -me preguntó el escriba.

-Si no escapo aquí por primo -dije yo para mí-, perdido soy.

Pero como me ha dado el cielo tanta gracia para hacer el simple, le respondí con candor admirable:

-Y cómo si lo conozco; ¡pobre señor!

Y me puse a llorar con tanta vehemencia como la hermosa viuda que lamenta la muerte de un esposo viejo, rico y asmático.

-Y tanto como lo conozco -repetí.

-¿Y adónde está? -preguntó ansiosamente el escribano.

-Eso no lo puedo yo decir -contesté con misteriosa y necia sonrisa para clavar más a su señoría, añadiendo cautelosamente a su oído:

-Don Carlos me ha dicho que le guarde el secreto.

-¿Cómo secretos con la justicia? -vociferó el escribano-; si ahora mismo no me declaras adónde está, confiesa y prepárate a morir ahorcado dentro de una hora.

-Ahorcado -empecé a gritar con dobles lágrimas-. ¡Favorecedme, Virgen de los Dolores en esta hora de quebranto!

Y me arrojé por tierra, y excedía mi aparente dolor al de un insensato octogenario que lamenta la pérdida de una esposa joven, amable y negra de ojos. Me levanté después súbitamente, preguntando entre sollozos al escriba si en caso de que yo lo dijese, descubriría su alteza a don Carlos quién era el delator:

-Ni por pienso -me respondió su señoría.

-Y si le enseño a vuestra merced adónde está escondido, tampoco se me ahorcará.

-Por supuesto que no, como lo hagas pronto.

-Síganme sus excelencias -dije yo suspirando- y pues no hay más remedio. Vamos allá.

Salí andando de puntillas muy despacito, puesto el índice de la mano derecha en los labios, y con la izquierda delante de los ojos, como los que se mueven por lo oscuro. Me llevaba cogido por el ceñidor un formidable herrero, amenazándome la rabadilla con la punta de su desnuda espada; seguían el alcalde gordo y el flaco escribano, y en pos de estos una multitud de alguaciles y mozos del pueblo.

-Venga un trago.

Había dejado yo mi jaco al cuidado de una pobre vieja que vive en casa solar, como a una milla o menos de Aznalcóllar, y me la había acomodado en un derruido portalón que dista ocho o diez varas de la casa. Estaba la buena anciana hilando a la puerta de su guarida, y es inexplicable la sorpresa que se apoderó de su alma al verme llegar de tan pintoresco modo y a la cabeza de tal cofradía. Se le cayó el huso de las manos. Preguntó trémula al alcalde por qué delito venía a castigarla; llamó a su socorro a los innumerables mártir es de Zaragoza, y a los confesores y patriarcas de la iglesia, y decía con ambas manos en la frente:

-¡Bien me lo daba a mí el corazón!, ¡bien me decía a mí el pecho: tía Jinojo, no recibas forasteros en tu casa!

Llegados a la puerta.

-Valeroso señor -dije al herrero-, vuestra merced que lleva esa espada vaya delante de puntillas; yo iré detrás y llamaré a mi amo don Carlos, y el señor alcalde, escribano y alguaciles, se quedarán a la puerta; sale él, le prende vuestra merced, y yo me voy».

-Los locos y los niños dicen la verdad -contestó el herrero con voz más áspera que la de un yunque; y a los miembros de justicia: Vosotros os quedáis todos a la puerta, pero a una voz mía adentro.

-Poco ruido, dije yo trémulo y agitado, siguiendo al herrero, y llamando a don Carlos como el que llama a una fantasma, y le pide interiormente a Dios que no venga. Mis gritos eran en balde, el señor don Carlos no respondía...

-Ahí entra la verdad de la historia -dijo el capitán interrumpiendo al orador-; ni te hubiera su merced respondido, aunque le llamaras con la trompa del juicio.

-Habríamos el gigantesco herrero y yo -continuó diciendo el Chato- pasado como dos varas de zaguán, cuando me pareció del caso cogerle repentina y fuertemente ambas piernas, y hacerle dar de cara contra el suelo. Le bailé a renglón seguido tres recias mudanzas en las costillas; alcancé de un brinco el corral; salté la tapia, y casi al instante mismo le estaba ya poniendo la brida a mi caballo en el portalón de marras. Pero no había yo contado can la ligereza de piernas aznalcollarense. Antes de que pudiese montar ya tenía junto a mí dos satélites; y, lo que parece increíble, el desmesurado herrero los había adelantado, y llegó a mí el primero con la espada en la mano y echando fuego por los ojos. Maldije la soltura de sus miembros, y aganchándome con mucha monita, cogí un puñado de tierra, se lo arrojé a los ojos le puse el pie con tal cual vigor en la boca del estómago, y le arranqué, todo en un tris, la espada de la mano. Al mozo que próximo al herrero venía, gallardo mancebo de veintidós años; le senté la toledana de plano en la mollera, y cayó echando sangre por la boca, narices y oídos. Heme aquí ya a caballo y espada en mano. Enseguida del aturdido mancebo vi venir jadeando al escribano, y conjeturé por la cara que puso al ver las desgracias de sus antecesores que hubiera él liado los derechos de diez escrituras por no haber andado tan vivo. ¡Inútil arrepentimiento! Me tiré a él, y le medí con velocísima vehemencia la distancia de la nuca a la rabadilla; pero no quedaba yo satisfecho, ni él gozaba con plenitud de la elasticidad de la hoja, por quebrar la fuerza de los golpes una rica capa de grana que llevaba puesta; por lo cual, y para que volviese al pueblo más fresco y ligero, me tomé la libertad de quitársela de los hombros, y es la misma que tengo la honra de presentar aquí a mi capitán. Ésta es la capa, y ésta la pavorosa espada del herrero. El resto de la aventura prueba la gentileza de mi caballo y no la mía.

-¡Te luciste, Chato! -dijo el capitán, dándole un hermoso cigarro de La Habana.

-¡Bien por los mozos ternes! -gritaba un bandolero.

-¡Eso es lo que a mí me gusta!: ingenio y valor unidos -decía otro.

Y todos alababan aquella hazaña, como una de las más brillantes de su abandonada vida. Carlos añadió al aplauso común una pieza de oro, que dijo el Chato guardándosela era excelente aguacero para mojar la capa, y digno de la conocida generosidad del caballero.

-¿Y da vuestra merced una onza, señor noble -preguntó el capitán-, a cada persona que le hace algún servicio?

-No alcanzan mis facultades a tanto -dijo Carlos-; pero al señor Chato le debo más de uno.

-¿Cómo a mí? -preguntó el Chato, fingiendo gran sorpresa.

-No se me despinta tan fácilmente mi cirujano -dijo el caballero- ni fue para olvidado el milagro de la mula.

-¡Voto a tal -exclamó el Chato-, que tiene su merced algo de saludador!

-Ni el menor conocimiento de la magia; pero ni hace tanto que pasaron ambas cosas, ni es mi memoria tan mala.

-Pues ya que a buen ojo no hay disfraz -replicó el Chato-, me confieso humildemente físico de su señoría y resucitador de la mula.

-¿Y qué resurrección es ésa? -preguntó el Niño, admirado de oír hablar de tan extraña maravilla.

-Por falta de tiempo -dijo él Chato muy alborozado -no he referido ya el suceso. Ustedes se acuerdan de aquella célebre mula, la cual sin igual corredora, del guardián de los mercenarios, miserable cuadrúpedo a la vista, infatigable y velocísimo en el campo. Ya hacía mucho tiempo que yo le tenía echado el ojo. Llevársela del convento a viva fuerza no era posible. Pues señor, a la estratagema. Todo el mundo sabe que no es menor mi artificio que mi valor. El pobrecito del tío Tragalobos, que es un santo para cosas de ingenio, me dio una medicina que cegase, encojase, y al parecer matara a la mula, diciéndome lo que después había de hacer para ponerla en menos de quince días tan buena como un obispo. Tomó el animal la droga; no operó pronto la medicina. Vi al día siguiente que salía el bueno del padre Narciso a caballo en ella. Me aguanté. Cayó la mula yendo por las montañas. Dejé ir al fraile; y viendo ya la bestia abandonada, fue la tía Rodaballos, que venía conmigo, a divertir y separar de mí unos cazadores que allí había, para que pudiese con libertad administrar mi antídoto. Allí vi por primera vez a este noble caballero.

-¿Y dónde para la tía Rodaballos? -preguntó Carlos con bastante curiosidad.

-No la he vuelto a ver desde aquel día -respondió Chato-; pero Dios quiera darle salud, porque aunque bruja, es una bendita, y le quiere a vuestra merced mucho.

-Gracias por la estimación, señor Chato, a usted y a ella.

-A mí gracias no sólo por la estimación, sino por más de una buena obra que vuestra merced sin saberlo me debe. Por ejemplo, la otra noche, ¿quién fue sino el Chato aquél a quien tuvo su caballo la bondad de atropellar en Triana? ¿Y qué hizo el Chato? ¿Se resintió de la injuria? Al contrario, saludó a su merced por su nombre, después de haber aplicado media docena de puntapiés a un raterillo, bajo pescador de pañuelos, que ya le tenía sacada media bolsa de la faltriquera. Y ayer noche, ¿quién sino el Chato reconoció su voz y detuvo las balas que si no le hubieran enmudecido para siempre?

Con estas y otras anécdotas se concluyó de guisar la cena; y se sentaron a la redonda los bandidos. Pero su banquete merece capítulo especial.




ArribaAbajoCapítulo IX


   ¿A dó el héroe de pecho animoso
que a tan altas hazañas se preste,
que el silencio nocturno y reposo
Y el campo explore de la adversa hueste?


(Ilíada.)                


Chispeaban los rostros de los desesperados de alegría al contemplar la proeza de Chato; y regado su contento con amplias libaciones de generoso manzanilla, brotaba, crecía y daba por fruto soeces chanzas, y juramentos y votos de estupenda rotundidad.

-¿Y el nido de Tragalobos? -preguntó el capitán al que a examinarlo había ido.

-Tan seguro -contestó el plenipotenciario -como la capa de grana del escribano de Aznalcóllar.

Esta insípida respuesta fue recibida con ruidoso aplauso.

-¿Y la plata del administrador? -interrogó el Niño a uno de los tres a quienes confió aquella empresa.

-Tan segura como el nido del tío Tragalobos -replicó el hombre-: Tan segura, que apostaría yo a que el administrador la está contando ahora mismo.

-¿Según eso, se te escapó otra vez ese pillo? -dijo el jefe, con bastante impaciencia.

-¡Qué escapar, me entiende usted, si nunca pudimos cogerle! Ya hacía dos horas, usted me entiende, que debía de haber pasado por el monte. Nada, ni sombra, me entiende usted. Estaba yo que cogía el cielo con las manos, vamos al decir, pero ya era menester largarse. Salimos a lo ancho, usted me entiende, cuando ve allí al tío Pepe el ganadero de la Puebla que venía, me entiende usted, de hacer su avío en la feria de Santiponce. «¡A él, muchachos!», y le limpiamos el cinto, usted me entiende, en menos que se persigna un cura loco.

-Pero, ¿le dejaste algún dinero y el caballo?

-Por sentado.

-¡Todos sois dignos -exclamó el capitán entonces con fervorosa voz- de vivir en mi corte y ser mis caballeros! ¡Vivan mis nobles!

-¡Viva nuestro capitán! -gritaron los bandidos con feroz entusiasmo, todos clavada en él la vista, y unos levantando al aire los brazos, y otros empuñando sus escopetas o puñales.

-Todos y cada uno de vosotros ha llenado su deber.

-¡Viva nuestro capitán! -gritaban todos con denodado ánimo interrumpiéndolo.

Se levantó el Niño, y después de dar gracias a sus compañeros, y lograr apaciguarlos, prosiguió:

-No merecería yo estar a la cabeza de hombres tan bizarros y caballeros, si no me hallara pronto a dar la vida por el último de ellos. Para mí, son mis hijos los que me sirven y sustentan, y el que a ellos les haga injuria, de mí ha de esperar la venganza. En lo más oculto de mis entrañas tenía yo la desventura de nuestro compañero Tragalobos: «¿Yo que soy el terror de los valientes y el amparo de los débiles -me decía a mí mismo-, ¿permitiré que tenga fin tan desdichado el más ilustre de mis ministros?». Agitado mi real ánimo con estas ideas, monto a caballo, atravieso campos, salto zanjas, y Caracortada, a quien yo de antemano había enviado a la floresta, me dice que hacía dos horas que estaba el señor de Bruna en su quinta. «Toma mi caballo -le respondí- y sígueme a lo largo». Descubrí la casa de campo, rodeé embozado los jardines, y le hice seña a nuestro conocido Periquillo, que está allí de jardinero. Vino el mancebo disimuladamente a la reja, y le dije que tenía que hablarle a su amo. «Pero señor, no lo irá usted a degollar», me preguntó. «Nada de eso», fue mi respuesta a Periquillo, que sabe que por la vida no faltaría yo a mi palabra, ni verter la sangre sin necesidad; descorrió el cerrojo, y se separó silbando. Un momento después estaba yo en la casa, adonde entré con una carta en una mano y el sombrero en la otra, y me dirigí al cuarto de su señoría. Por fortuna conozco yo bien aquella casa, donde pasé de muchacho una semana en un negocio a que me envió el marqués de Rascarrabia. El sitio que yo veo una vez no se me olvida nunca: así discurrí por salas y gabinetes, pasé sin que en mí hicieran alto por junto a varios criados, y levantando al fin por detrás de la vidriera una cortina, vi el temido señor de Bruna preparándose para tomar chocolate. Esperé con paciencia a que lo tuviese sobre la mesa y hubiera salido el criado. Levanté entonces silenciosamente el pestillo, abrí la vidriera, y con liviano paso me acerqué al magistrado. Continuaba él sorbiendo su chocolate, sin imaginar que junto a sí tuviese tal visita. Me embocé con la capa el rostro, desnudé el puñal, levanté el brazo, y cuando el duro hierro le relucía ya sobre la frente, saludé con moderada y urbana voz a su señoría. Sobresaltado con esta súbita aparición, habría el presidente de la audiencia alborotado a gritos la casa, a no haber oída mi nombre, que le anuncié manteniendo siempre mi posición firme y muerta como la de una estatua, y añadiendo al nombre la sentencia de muerte si daba una sola voz. Cayó su ánimo al oír decir el Niño; una palidez mortal se extendió sobre su rostro, y recibió el sillón en su espaldar el cuerpo casi exánime del magistrado. «Creo -empecé con mucha compostura y sereno acento, bajando entonces el brazo-, que teme su señoría en este punto no poder cumplir el juramento que ha hecho». «¿Qué juramento?», preguntó con trémulo labio. «Aquel que no ha mucho tiempo hizo de verme ahorcado. Pero satisfágame usía esta duda. ¿Si yo le atravieso el corazón ahora, podrá después ver mi sentencia?» Temblaba el juez en silencio; y queriendo sacarlo de su terror, le dije: «No tema su señoría, señor de Bruna; no vengo a tomar venganza, sino a pedir un favor humildemente». «¿Y qué puedo, yo hacer por ti?», me preguntó con vehemencia y renaciente esperanza. «Suplico a su señoría, que rescate su propia vida de mis manos». «¿Y cómo?». «Digo que por rescate». «Nombra la suma. Mi repetición...». «¡Bah! Todo eso es bajo, señor juez. A mí me sobra el oro y los relojes. Su señoría puede rescatar su vida con otra vida; su sangre, con otra sangre de muchísimo menos valor que la de su señoría; la de un infeliz, pobre y desconocido preso, de quien su señoría ignora hasta el nombre». «¿Ha quitado la vida a alguna persona principal?; preguntó el juez. «A nadie». «Pues yo soy entonces su padrino». «¿Y qué rehenes me dará vuestra señoría?». «Nombrarlos». «La palabra de su señoría: me basta». Entonces el juez me dio del modo más solemne su palabra de honor de que salvaría a toda costa los días preciosos de Tragalobos. Restablecido ya de su sorpresa, pasó a aconsejarme que dejase mi mala vida, etcétera. Pero si alguna vez, añadió, te ves en poder de la justicia, cuenta con la protección del presidente de Bruna21. Le di gracias por su favor; salí sosegadamente por la puerta principal, recibí mi caballo del fiel Caracortada, y me apresuré a recibir de vosotros congratulaciones por haber acabado sin sangre tan espléndida hazaña.

Tuvieron los salteadores por conveniente oír con entusiasmo la narrativa de su caudillo, y prolongar la cena en una bacanal tempestuosa que acabaron los vapores del vino cerrando todos los ojos. Dígase en prez de aquellos miserables que todos, y en particular el capitán, se manifestaron sobrios bastante para conservar imperio sobre sus cuerpos y sentidos.

-Vaya, señor don Carlos, ¿cuáles son ahora sus intenciones? -preguntó el Niño a su huésped, después que estuvieron solos en el receso.

-Ir mañana al sitio señalado, media hora antes del momento de la cita. El joven a quien he escrito, aunque de lucios cascos, ya habrá encontrado medio de informar de mi deseo a la señorita a quien deseo ver. Si mañana no atengo este gusto, ¿cuándo podré gozarlo en mi vida?

-¡Bien pensado! Vaya, como un hombre, y que nada le atemorice. Sólo le pido que nunca olvide que es mi consejo contrario a esta expedición: ¡Un fraile! No digo más. El valor aislado sirve de poco; y usted, señor caballero, carece aún de aquella astucia, de aquel pulimento en la maldad y estratagemas del mundo que hacen útil la bizarría. ¡Y frailecitos en el asunto! Estoy por decirle a usted que sería capaz el padre Narciso de resucitar sola para incomodarlo.

-¡Ojalá lo hiciera! -exclamó el caballero; manifestando con un suspiro su arrepentimiento.

-¡Generoso pecho! -dijo el bandido admirando la palabra de Carlos-; pero eso no basta. Una onza de plomo mata al más noble caballero que bajo los cielos vive.

-Mucha prudencia es ésa, capitán -dijo Carlos- para un hombre que con tan poca obra, entra solo en casa de un juez, por medio de tantos criados y atropellando tantos peligros.

-Y, sin embargo, todo eso corresponde con el sentido de mis sermones; porque, además de lo poco que mi vida vale, y que me haría gran merced el que me la quitase, yo sé cómo y cuándo entregarme en beneficio de un amigo a tales pasatiempos. Ni es tan peligroso visitar al juez, protegido por el terror de mi nombre, como presentarse en Aznalcóllar con el que usted tiene.

-No quisiera que el temor me impidiese dar un paso que considero justo...

-Nada temo yo en el mundo -dijo el bandido-, pero sigo, no obstante, los deberes del general. No creo necesario vencer peligros sin objeto alguno, sino conseguir mi objeto a pesar de los peligros. El hombre ha de hacer por sí mismo cuanto esté a su alcance. Si sólo puede ganarse la batalla con desesperada lid, arrebate el general la bandera; y láncese el primero contra las enemigas bocas de fuego, impetuoso como las balas de su propia artillería. Nada importa morir como se consiga el designio; yo digo sólo que no ha de pasarse el blanco de la prudencia.

-Si es cierto la mitad de lo que se lee en los romances impresos de las aventuras del señor Diego Corrientes -replicó Carlos-, poca precaución ha manifestado en sus acciones.

-Pues a pesar de eso -repuso el Niño-, no recomiendo yo la circunspección sólo como una conveniencia, sino como un deber. La ligereza en mis acciones, señor don Carlos, es aparente, pero no real. Yo estoy jugando al ajedrez con mi cuerpo, y no me importa más el pellejo propio, que un alfil o caballo del tablero. Pero en ambos juegos, del ajedrez y de la vida, me importa sí salir bien y no vencido. Gracias a Dios que hasta ahora no me ha desamparado la prudencia. Concedo que pocos imaginarán que tal deidad me favorece. En haciendo por mi parte cuanto pueda para ganar la partida, no me quedará escozor si recibo un jaque mate. Necesito exponer mis piezas con frecuencia; y como es la muerte esposa común de todos los hombres, ¿qué importa el día o el sitio en que las nupcias se celebren, con tal que por falta de sabiduría no se hayan apresurado?

Viendo el capitán que no había su discurso producido grande efecto, continuó así:

-Pero veo, señor don Carlos, que todo es predicar en desierto. Quiero responder con una cita al silencio con que usted me reprueba. El noble marqués de Rascarrabia, ¡pobre viejo!, gozaba de una pensión anual de diez o doce ratos de buen humor, cada uno de ocho a diez minutos. Para no desperdiciar estas raras treguas del común regaño, se había provisto el caballero desde su juventud con igual número de consejas cortas y morales, que periódicamente repetía entre enfado y enfado. Cuando llegaba a la última volvía a empezar, y se seguían los cuentos con tanta precisión y orden, como sigue el invierno al otoño, o la primavera al invierno. He aquí una de sus narrativas. Un filósofo morisco, por lo filósofo quiero decir hechicero o saludador, viajaba de reino en reino seguido por muchos discípulos. Les enseñaba a éstos doctrinas heréticas, encantos y artes nigrománticas, pues es de advertir que el verdadero filósofo rara vez es buen cristiano. Entre otras cosas raras, tenía la de empezar y concluir todos sus discursos hablando así a los vagabundos que le seguían: «¡Oh, vosotros, pillastres que conmigo venís!, sabed que lo mismo es morir que vivir». Cansado ya uno de los aventureros estudiantes de oír aquella necia proposición, le preguntó al filósofo: «Decidme, maese Alí, si el vivir y el morir todo es lo mismo, ¿por qué no os morís vos?». «Porque es lo mismo», le respondió el filósofo. Viva vuestra merced, señor don Carlos, y aun puede gozar con su señora de no imaginada ventura. Pero si pone su libertad en peligro y llega a perderla, ¿quién lo salvará de una muerte desastrada?

-Si hay peligro, estoy resuelto a arrostrarlo -contestó el caballero-; pero no creo que haya necesidad de hacer muestra de valor. Yo quiero, además, saber de mi padre, las particularidades que han ocurrido después de mi desgracia. Conozco a palmos aquellos lugares, y sé que no hay en el pueblo hombre que sea capaz de venir a prenderme. Toda la dicha de mi vida depende de este paso. Yo persuadiré a Isabel, suplicaré a mi padre la acompañe a Portugal, vendrá con ellos Alberto, y en haciéndolo con reserva...

-¡Reserva una señorita! -exclamó el capitán- Bien, señor don Carlos; siga usted su suerte. Yo le daré guías, armas, cuanto sea necesario.

Con esto deseó el Niño buena noche a su huésped, y se reclinó a dormir lo que le faltaba de ella.

No pudiendo el caballero reconciliar el sueño, se puso a la entrada de la caverna a esperar la aurora; y tan pronto como bañó ésta de rosada luz los húmedos prados, se despidió cortés y agradecidamente del capitán, bajó la escala, recibió su caballo de mano de uno de los bandoleros, que entre las breñas de una cascada le tenía escondido; y siguió a trote largo a su guía.




ArribaAbajoCapítulo X

Poco a poco, se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua allí se parecía.

-Niño, Niño -dijo con voz alta a esta sazón Don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales, que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.


(Don Quijote, parte II, caps. 26 y 28.)                


-Créame usted, señor caballero -le dijo a Carlos su guía-, que aún faltan tres cuartos de hora largos de talle. Conozco las estrellas lo mismo que los botones de mi chaleco, y me atrevo a jurar que no han dado todavía las ocho y media.

El caballero, que en una poblada floresta había estado observando también por más de una hora la lenta ascensión de las estrellas, miró el reloj a la luz del cigarro del bandido, y vio que iba, en efecto, tan perezoso coma las silenciosas antorchas del cielo. Montó a caballo; sin embargo, y se fue aproximando poco a poco a la cima de una colina, desde donde se descubrían los campos y valles de su lugar nativo. Las frentes de los cipreses y pinos se mecían argentadas por la luna nueva en el seno tenebroso de la atmósfera, revelando con su movimiento la calma y solitaria oscuridad de la noche. Miró ansiosamente el caballero hacia la cascada. Esperaba que Alberto si estaba libre, o si no a instancia suya cualquier otro amigo, harían cierta seña con un pañuelo blanco. Diez minutos habían transcurrido, cuando plateó la luna el perfil de un hombre, y flotó el blanco lienzo por el aire. Se ocultó después la forma. Sin esperar Carlos la repetición de la señal, despidió con generosa recompensa al guía, y bajó sin detenerse al valle. Oyó entonces el ladrido de un perro, que poco después estaba ya a sus pies festejándolo. Reconoció desde luego el perdiguero favorito de Alberto y siguió confiado la senda que el fiel animal le indicaba. Al atravesar el pequeño bosque que corona la cascada, descubrió con gozo inefable la blanca figura de una mujer sentada en los céspedes. Se apeó y se precipitó con brazos abiertos hacia la visión adorada. Ella, al principio sorprendida, corrió también a Carlos al reconocerlo, rodeándole con ardiente abrazo alrededor de su cuello. Una voz ronca y profunda rompió a deshora el silencio de esta apasionada escena.

-¡Abajo el asesino!, ¡Perezca el asesino! -resonaba por todas partes.

Se habían apoderado de los brazos del caballero cuatro o cinco hombres, y era en vano su vigorosa lucha:

-¡Déjame Isabel! -exclamó-; ¡déjame, amor mío, que me defienda!

A cada palabra del caballero se cerraba más el nervioso abrazo que lo sofocaba.

-¡Tú también, Isabel mía -gritó con herida voz-, tú también estás entre mis enemigos!

Y desde aquel punto no hizo más defensa. Cargado de grillos y esposas, atado fuertemente a la silla de una mula en que le montaron, y rodeado de gente armada, empezó a caminar el caballero sin saber adónde.

Un cuarto de legua habrían andado, cuando se oyeron voces cerca del camino gritando:

-¡Fuego a los traidores! ¡Al socorro de nuestro padrino! ¡Pena de muerte al que no me siga!

Con esto salió de la espesura un hombre a caballo, completamente armado, disparó un trabuco a los guardas de Carlos, y mandó avanzar a su gente. El muchacho que conducía la mula del caballero llevaba por acaso una escopeta al hombro, y a impulsos del miedo se la disparó al campeón que al socorro venía, y le pasó el pecho con la bala. Huyeron algunos guardas, prepararon otros sus armas, pero no se oyó rumor de avance ni retirada. Recobrada la perdida bizarría, mandó el jefe de expedición, que iba caballero en otra mula, que se acercase la gente a examinar y prender al hombre que había caído, sin volver a respirar ni quejarse. Le encontraron ya muerto, y se pusieron a examinarlo con una linterna, a cuya luz reconoció Carlos al hombre que acababa de servirle de guía. Dijeron los guardas que era Caracortada, salteador de la gavilla del Niño, que tenía aterrados todos aquellos contornos. Después de este accidente continuó la partida caminando sin oposición.

Mientras prosigue Carlos su jornada, disimulen una corta digresión nuestros lectores. Tal vez no se habrá olvidado la situación del padre Narciso al tiempo de la huida de Carlos, ni que Isabel estaba desmayada y cuidándola Eugenia, mientras fue Alberto en casa del cura. El subsiguiente bullicio a la puerta de este sacerdote acabó de alborotar el lugar, y no quedó en él persona que no acudiese a ver y contar las particularidades de aquel terrible caso. El guardián del convento a que el padre Narciso pertenecía se presentó, como era natural, y antes que Isabel volviese en sí hizo que se retirase al convento el cadáver en una escalera, cubierto con una manta.

Sintió toda la gente del pueblo aquella desgracia, pero nadie tanto como la señora Andrea, la madre de Isabel. Se arrancaba los cabellos, se hería las mejillas y pedía justicia por las calles con frenéticos alaridos. Cayó a la puerta de la iglesia, casi exánime y ahogada por la intensidad de su dolor. Vuelta en sí, preguntó sosegadamente por Carlos.

-No parece en todo el lugar -respondió uno de los alguaciles que salían de casa del cura.

-Prended a Alberto -replicó la señora Andrea-; él dirá dónde está.

-También Alberto se ha escondido -dijo el ministro.

-¿Y el padre de don Carlos?

-No está en el pueblo -respondieron muchos de los concurrentes al mismo tiempo.

-¡Todos! -exclamó llorando con indecible amargura la anciana, cuando importunamente se presentó Alberto.

Le rodeó la multitud preguntándole por Carlos, y le condujeron provisionalmente a la cárcel, adonde le siguió la señora Andrea con ánimo de ocultarse en el oscuro zaguán, y no perder a Alberto de vista por motivo alguno. Imaginaba que tal vez por este medio podría descubrir el paradero de Carlos. El lector sabe sus esfuerzos para que prendiese al Chato, y cómo éste pudo evadirse. La señora Andrea había seguido desde lejos la comitiva y visto la ya descrita escaramuza; y cuando percibió entre los beligerantes un hombre a caballo, que, como Santiago en las Alpujarras, desbarataba por docenas los enemigos, creyó que fuese Carlos, y llenando el aire de imprecaciones contra el asesino, se volvió con aquel sosiego externo que revela la operación interior de fieras pasiones.

-El infierno da nervio a su brazo -decía con reprimida voz-, y debilita los de los cobardes que a prenderlo fueron.

Ya venía en esto entrando por el pueblo la dolorida y triste figura del escribano.

-Apártese un poco, tía suya -le dijo-; no puede un hombre andar por el lugar con tanta vieja.

-¡Hombre! -le contestó la señora Andrea con desprecio-: ¡adelante, don cobarde, de menos ánimo que una gallina!

Sorprendido de este lenguaje, miró el escribano a la que lo usaba, y siguió sin responder palabra; cuando la hubo conocido. Pero no bastó ésta para acallar a la despiadada acusadora, que le seguía gritando con trémula voz:

-Alce la frente, señor escribano, que otros cobardes la llevan también levantada.

Chato le había quitado al escribano la posibilidad de condescender con esta insinuación. Tan de lleno, y con tan buen ánimo le había aplicado la espada a los huesos, que no podía su merced andar de otro modo que con una mano sobre la cadera y con la otra tentándose la nuca. El dolor agudo de la espalda le hacía poner un gesto a cada paso que daba, contrayendo los labios a manera de burlesca risa. Y como no había en el lugar quien se acordase de haber visto jamás animada la faz de su escribano por la más leve seña de alegría, era maravilla para el público tan inesperado alborozo.

-Padre -le dijo al escribano su hija, bigotuda doncella que ya frisaba en los cuarenta-; ¿tan gallardo corte tiene usted que necesita des figurarse?

-¿Qué vergüenza es ésta? -gritó su dulce consorte- Un hombre de tu edad haciendo por la calle muecas para divertir a los muchachos. ¡Y sin capa! Para traerme a casa un buen resfriado, tos perruna y jaqueca con el tiempo que hace. Este pícaro me ha de enterrar. Ya lleva el pescuezo torcido del catarro. ¡Ah, deshonra de la familia!

-Y así continuó la anciana con otros requiebros matrimoniales.

-¿Qué es esto? -dijo el barbero- ¿El escribano en cuerpo? La misma similitud del esqueleto de Judas Iscariote vestido para el sábado santo. ¡Levante usted esa cabeza, resalado!

-Guarde para sí sus bromas, señor rapista -dijo con dolorido acento el notario, aunque no había osado haberlas con su mujer-; lo mismo puedo yo levantar la cabeza que aquella torre con el dedo.

-¡Oh! ¡oh! -interjeccionó recalcadamente el maestro de escuela- ¡Extraña fantasía la de su merced, del señor escribano, en ir por ahí como una etcétera mal formada! Y Antoñillo también entre dos hombres y cubierto de sangre. Siempre dije yo que prender a don Carlos sería periculosae plenum opus aleae.

Con profundos suspiros, empero, se dirigió el escribano a las casas consistoriales, moviendo las descarnadas y largas piernas en fantásticos ángulos, como lo hace una araña medio estrujada. El alcalde chico y gordo, magistrado de los que ponían la señal de la cruz por firma, estaba ya instruyendo sumaria de aquel acto y tomando declaraciones. El herrero, cuya tremenda espada se había llevado el Chato, fue el primer testigo. Pero como no lisonjeaban mucho su vanidad los sucesos pasados, dijo que no estaba para dar declaraciones, y salió con áspera impertinencia por entre el gentío, sin que nadie, ni aun los muchachos, hiciesen explícitas observaciones sobre sus hinchados ojos o vacía vaina. Siguió el escribano, que por ser parte no podía ejercer en aquella sumaria su empleo. He aquí, el interrogatorio.

ALCALDE.- (Después de las generales de estilo.) ¿Habéis visto, percibido, divisado o entrevisto la persona de don Carlos Garci-Fernández?

ESCRIBANO.- No, señor.

ALCALDE.- ¿Habéis visto, percibido, divisado o entrevisto algunos de sus parientes, cómplices, socios o compañeros?

ESCRIBANO.- He visto y sentido tanto a uno de sus socios, que en el infierno vea yo nadando, que no le olvidaré en lo que me queda de vida.

ALCALDE.- Ese socio que nadar veáis en el infierno, y que visto y sentídolo habéis, ¿ha hecho resistencia a la justicia, u ofendídoos con acciones, signos o palabras de boca, u ofrecídoos dádivas para sobornaros?

ESCRIBANO.- A mí nada me ha ofrecido: lo que sí ha hecho, ¡Dios confunda sus signos y sus dádivas!, ha sido darme lo que bastara para demoler a un gigante.

ALCALDE.- ¿Os habéis apoderado de sus armas, vulgo puñales o escopetas, de sus acémilas, vulgo asnos o caballos, o sus ropas, vulgo polainas, camisas o capas para servir de cuerpo de delito?

ESCRIBANO.- (Levantándose ya, sin poder contener su furia, y dando un profundo «¡ay!») ¡Para servir de cuerpo de Satanás! (Elevando la voz otros dos puntos.) ¿Y tiene su merced conciencia para preguntarme si le he quitado la capa, cuando me ve aquí sin la mía, de militar y en cuerpo, como una cigüeña sin plumas? Mi capa de grana, ¡ay las costillas!, es lo que el infame se ha llevado, y no volverán a ver mis ojos. Cerca de treinta mil maravedises me costó en Sevilla. ¡Treinta mil maravedises digo!

ALCALDE.- ¿Y tenéis rencor y mala voluntad al dicho socio por la apropiación de la dicha capa y por la dicha oferta y dicha dádiva que os hizo, o le deseáis mal, o mala ventura?

ESCRIBANO.- Lo que yo deseo ahora son bizmas y estopas, que no venganzas. Pero si de ésta salgo con vida y los miembros no se me entumecen ni entullen, y algún día puedo ponerle la mano encima, entonces se acordará de mí.

Hasta aquí había llegado el proceso, que iba extendiendo por el escribano el sacristán del pueblo, cuando entró en la sala el guardián del convento del padre Narciso, y dijo reservadamente al señor alcalde que acababa de sugerirle la pobre de la señora Andrea se examinase a Alberto secretamente; y pareciéndole bien la idea, pidió como parte injuriada se pusiese a Alberto bajo su protección. Concedió el alcalde la demanda. Seis forzudos criados del convento se hicieran cargo de Alberto. Le registraron, y hallaron aun cerrada en su manga la esquela de Carlos. Los mismos forzudos gañanes se emboscaron, por orden de su superior, en el punto señalado por Carlos parada entrevista nocturna. La señora Andrea, temiendo la sagacidad de Carlos y queriendo prestar personal ayuda, fue también a la cascada, llevando consigo una ropa blanca que se echó por los hombros para deslumbrar al caballero. Cómo se condujo en la sorpresa ya lo han visto los lectores.



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