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ArribaAbajoCapítulo IV


   Gloria llamaba a la pena
a la cárcel libertad,
miel dulce al amargo acíbar,
principio al fin, bien al mal.


(GÓNGORA.)                


Las herraduras de los caballos, las voces del populacho, las imprecaciones de unos, la aprobación de otros, llenaban de confuso murmullo la plaza de San Francisco. Solían romper la oscuridad de la noche las luces de las hachas de viento que giraban y se cruzaban de una parte a otra.

-Ya está usted libre, gracias a todos los santos, señor caballero -dijo uno de los dos hombres que habían sacado a Carlos de la cárcel-: encomiéndese su merced a los talones, y Dios le ayude.

Con estas palabras le dejaron entre el gentío y desaparecieron.

Empezó a caminar, dificultosamente el caballero, apoyándose en la espada del capitán, la misma con que se había herido desesperadamente un pie en la pelea, de la cárcel. Pudo llegar, no obstante el dolor y pérdida de sangre, hasta la fuente del otro lado de la plaza, y se sentó junto a ella resignado a sufrir las calamidades que le estuviesen preparadas. Reclinó la cabeza en la taza de la fuente, y se quedó como aletargado. Advirtiendo esta circunstancia uno de los muchachos ociosos que por allí andaban, le acercó al rostro la luz de su hacha, la apagó al instante en la fuente misma, se quitó la capa, cubrió con ella al caballero, y maldiciendo al inventor de las cárceles, dio a correr por la que llaman hoy calle de Génova.

Ya para este tiempo, el infatigable capitán, que tan bizarramente se había batido en la cárcel, tenía junta la tropa que dejó anteriormente de guardia en el patio, y a la cabeza de los que no eran necesarios para contener los presos y de algunos caballos que acababa de enviarle el gobernador, marchó a la plaza de San Francisco sin acordarse de que tenía el brazo roto. Mandó usar profusamente las culatas de los fusiles y plano de las espadas y dispersar la gente a toda costa. Esta providencia dejó amoratadas y negras huellas en los miembros de muchas personas pacíficas, pero de tardos movimientos, que no podían despejar tan pronto como los verdaderos cómplices del Niño.

Ya relucían las espadas de los soldados cerca de la fuente adonde yacía nuestro caballero. Carlos abrió los ojos y conoció que no le era posible escapar ya la tropa llegaba volverían a llevarle a la cárcel, y tendría un crimen más de que responder. Probó en vano a levantarse, y se resolvió al fin a darse preso sin agravar su causa con inútil resistencia. Un hombre pobremente vestido se llegó a él en este instante, y saludándolo en voz baja por sin nombre, antes le dio que le ofreció ayuda. Con fuerza superior a la que su apariencia prometía, alzó a Carlos en sus brazos y le puso sobre una flaca mula que del cabestro traía. La debilidad de Carlos contribuyó a dilatar esta operación, dando a la caballería tiempo para llegar a la fuente. Amenazaron con las espadas a aquel sospechoso grupo, y fueron a rodearlo, cuando tocó el hombre mal vestido los hijares de su bestia; que salió a escape con nuestro héroe. Siguiéronle a galope tendido los soldados; pero tal era la rapidez del fugitivo animal que antes de pasar dos calles ya no oía la tropa ni el ruido de sus herraduras.

Admirado de la velocidad de su carrera, y vacilando al mismo tiempo en la silla, continuó Carlos huyendo algunos minutos. Al considerarse ya libre refrenó su mágica mula un poco, pero sin hacerle cambiar la dirección que ella de por sí llevaba. De allí a poco tiempo volvió la esquina de una callejuela, cuando un hombre que parado en ella estaba se apoderó del cabestro.

-¡Alto con mil de a caballo, señor nostramo! No le atraviese usted los hígados a su criado humilde. ¿Qué, no me conoce usted todavía?

-Sí conozco -contestó Carlos-, e infiero por la voz es usted aquel mismo mancebo que me llevó una carta a Aznalcóllar.

-El mismo para servir a Dios y a su señoría -replicó el del mensaje tomando la cuerda de la mula y echando a andar delante de ella-. El mismo mancebo. Quizá se conserva aún en la memoria de su señoría que la graciosa cortedad de mi nariz fue causa de que me llamasen las gentes el Chato, nombre que yo he ennoblecido con mis hechos.

-Y dígame usted, señor Chato -preguntó el caballero-: ¿adónde piensa usted llevarme?

-A un sitio seguro, señor nostramo; adonde pueda su hidalguía curarse. Porque ha de saber usted que yo vine esta tarde con el Niño, vi a mi ilustre amo el noble Tragabolos con la quijada cerca del bolsillo; me puse junto a él, y me le llevé sano y salvo y en un triunfo en estos brazos que ha de comer la tierra. Me dolía el alma al acordarme de usía; pero el Chato no tiene más que un cuerpo, y este cuerpo es de su amo Tragalobos. Sin embargo, le envié a vuestra merced dos hombres, mandándoles que antes volviesen sin las cabezas que volver sin su señoría.

-En efecto, ellos me sacaron de la cárcel, me llevaron a la plaza...

-Y le abandonaron como cobardes, aunque no sabían que estaba su merced herido. Pero por sí o por no, no han de seguir ni cinco minutos más entre los servidores del Niño. Nosotros, señor caballero, somos todos valientes. El que una sola vez se acobarda no merece estar entre nosotros. Pero ya tenía yo entre ojos a los dos tunos. Habían peleado bien y mucho; se veían libres y en la calle, los hago yo volverse solos a la cárcel, sacan a su señoría, suena el tambor del capitán, y salen de estampía, como saldrán sus almas para el infierno, abandonando a su merced como hubieran abandonado a su padre.

Chato hizo alto, y tocó dos o tres veces un agudo pito.

-Pues señor -continuó-; pasé como iba diciendo, me entiende usted, por cerca de la fuente, cuando vi un bulto extraño -Chato repitió su silbido-. Y como iba diciendo, descubrí a su señoría chorreando sangre. Maldije la mano que a tan buen caballero había herido, le cubrí a su merced con mi capa; corrí por mi buena mula... pero ya está aquí. Dios la bendiga.

En efecto, se había aparecido en la calle a los silbidos de Chato una mujer de éstas que suelen pasearlas por las noches vestidas de rabiosos colorines. La siguieron Chato y Carlos por un confuso laberinto de retorcidas callejuelas, dio dos palmadas, y se abrió una puertecilla pequeña. Tomó Chato en los brazos al caballero, y entró con él en la casa, y atravesó un piélago de tinieblas, siguiendo al oído la dama, que decía unas veces, «bajad la cabeza», otras, «subid tres escalones, bajad ahora cinco», etcétera, hasta conducir a Carlos a lo que parecía en el tacto un jergón de paja puesto en el suelo. Suplicaron luego al señorito esperase un poco, y el Chato y la mujer se volvieron, dejándole en oscuridad absoluta.

Las violentas y precipitadas hazañas de aquel día empezaban a parecerle a Carlos odiosos crímenes, de que quería en vano disculparse. Le sugirió la razón que aquellas acciones son por lo menos dudosas, que exigen la propia apología. Estos prudentes pero tardíos pensamientos ocupaban a nuestro héroe, cuando oyó pasos cerca del sitio adonde estaba. Una luz pasajera iluminó el cuarto a través de ciertas aberturas que en la puerta había, y poco después entró una mujer con una vela de cera en una mano, y la otra levantada entre la luz y los ojos. Se aproximó cauta y silenciosamente al lecho, y creyendo que el herido durmiese:

-¡Qué hermoso muchacho! -dijo- ¿Quién ha visto una cara semejante ni en Triana ni en la Macarena? ¡Dios lo bendiga! -continuó ya más de recio, advirtiendo que Carlos no dormía.

-Dios la bendiga a usted, buena señora -replicó el joven, conjeturando por la voz y modales de la dueña que había visto correr más de las tres cuartas partes de un siglo

Puso ésta su luz en el suelo, y le pidió a Carlos mostrase sus heridas, para cuyo fin empezó francamente a quitarle los vestidos.

-¡Santa María Egipcíaca y las otras tres Marías me valgan!- exclamó al ver las heridas cubiertas entonces de congelada sangre.

Pero no se limitó su interés a simples exclamaciones: sacó una caja de instrumentos, hilas y pomadas, cuyos objetos empezó a manejar con la destreza de un esculapio. Recomendaba sus medicinas con innumerables oraciones y conjuros pronunciados en la lengua de la gitana tribu. Concluida la primer cura mandó al caballero se acostase, le trajo después una taza de excelente caldo, una tostada y un vaso de vino generoso. Reanimado ya por esta refección dio Carlos gracias a su bienhechora, que se separó de él llenándole de bendiciones, llamándole su perla y su topacio y dulce luz de sus ojos.

Muy de mañana estaba la gitana al otro día sentada a la cabecera de su rico clavel, a quien guardaba el sueño como solían las diosas de allende a sus favorecidos guerreros.

Cuando despertó Carlos se creyó del todo restablecido. Su apartamento no dejaba de asimilarse a los del patio de la cárcel, ni contenía otros muebles que su jergón, un boquirroto cántaro, y la buena gitana, si por acaso hubiera esta sido un mueble. Después de los saludos de cortesía, le dijo la gitana:

-Ya estás casi bueno, lucero mío; pero no puedes hoy moverte de la cama. Mi hija te traerá el desayuno. Trátala bien, hermoso, que es la pobrecita la luz de mis ojos.

Y salió al concluir estas palabras, antes que tuviese Carlos lugar de responderle.

A poco tiempo se apareció en el cuarto una de aquellas raras hermosuras que a primera vista cautivan los sentidos. Traía una jícara de aromático chocolate en la mano. Eran tan elegantes los contornos de su forma, tan flexibles y elásticos sus movimientos, tan suave la expresión de su rostro, tan viva y expresiva su mirada, que embelesado el caballero, dudó si un ángel en sus sueños se le aparecía. Hasta la mística sagacidad de su tribu daba a la fisonomía de la sílfide hechizos inexplicables.

-Felices días, noble caballero -dijo la ninfa ofreciendo a Carlos el chocolate con sonrisa encantadora-. Tome su excelencia este corto refrigerio, y ojalá le sea tan grato como un sueño delicioso.

-Dulcísimo como la realidad de la ventura -le contestó el admirado joven-, viniendo de tan hermosas manos.

-Bien dicen, que es su excelencia tan cortés como bizarro. Aquí le traigo una rosa. No tengo joyas mejores. Quiera Dios que en su fragancia halle sabroso regalo el caballero, que su color le alboroce, y que no le puncen las espinas.

Al mismo tiempo le entregó la rosa cubierta aún de rocío, inclinó la bella cabeza, y salió con tan leve paso que pareció más bien que se había desvanecido su imagen.

-¡Qué muchacha tan hermosa! -exclamó Carlos al verse solo- ¿Pero quién, Isabel mía, quién te iguala en elevación de alma, en gracias, en afabilidad, en sentimientos? ¡Y la he perdido para siempre!

El caballero dio un profundo suspiro, se reclinó de nuevo en su lecho, y se entregó a mil melancólicas reflexiones, hijas de la situación desesperada en que se hallaba.

Dos o tres gitanas visitaron aquel día al herido, y le curaron y asistieron con mucho agasajo, diciéndole, además, que el ama de la casa había tenido precisión de salir, y no volvería hasta muy tarde. En efecto, ya era de noche, cuando la madre y la hija entraron en el cuarto resueltas a exorcizar la melancolía del huésped. Se valieron para conseguirlo de mil medios. La voz de la doncella, más armoniosa aún que las proporciones de su contorno, ondulaba en el oído del caballero con vibraciones de dulcísima melodía; sus dedos por las cuerdas de la guitarra con más delicioso efecto que en el arpa de Eolo las alas suaves de los céfiros. Pero ¿qué encantos pueden penetrar el pecho en que derrama el dolor su ponzoñoso cáliz?

-¡Ay de mí, noble señor! -dijo al fin, suspirando, la ninfa, y conociendo la ineficacia de sus cadencias- No agrada la música a su señoría: ¿qué podré yo hacer para complacerlo?

-Esa música, hermosa niña, parece música del cielo, y encantaría al que no fuese tan infeliz como yo soy. Perdonadme mi distracción y tristeza...

-¡Tan triste a los veinte años! -exclamó interrumpiendo la madre- Pues qué, ¿no tiene mejor novia que la melancolía un mancebo cuyos labios hacen pálidas las rosas, cuyos ojos son más brillantes que las lunas de enero? ¿Qué te aflige, ídolo mío?

Tenía la voz de esta mujer cierto metal tan noble, que fijó la atención del caballero. Miró con particular atención a la gitana; pero tenía ésta la cara tan cubierta, y era el cuarto tan oscuro, que le fue imposible distinguir su fisonomía. Tuvo, pues, que contentarse con oírle contar muchos cuentos de encantadoras y duendes de que al parecer deseaba la vieja pasar por heroína.

Aún no había del todo amanecido al día siguiente, cuando vino la buena anciana a tomarle el pulso, y registrándole que hubo las heridas le declaró capaz de acometer el viaje.

-¿Adónde? -preguntó Carlos.

-A un sitio más seguro, en que hallarás amigos que te aconsejen -replicó la vieja, añadiendo en voz alta-: ¡Violante!, ¡Violante! Tráeme los vestidos, hija mía.

De allí a poco entró la hermosa Violante con un desmesurado par de tijeras de esquileo, y cogidos con ellas, para librar de tal abominación, sus lindas manos, el lío de trapajos más sucios que jamás ofendiera vista humana. Lo arrojó todo en el suelo, y salió de entre los harapos y fue rodando por el buen trecho una cajita redonda, llena de oscuro y craso betún. Carlos retiró los pies con una especie de veloz instinto para que el tal botecillo no se los manchara. Esta acción causó grande risa a la vieja.

-¿Tan delicado es usía de estómago, señor caballero? -preguntó entre carcajadas la octogenaria-: ¿Por cuánto se pondría en la cara ese ungüento?

-Voluntariamente por cosa ninguna -replicó el caballero.

-¡Pobre muchacho! -continuó la abuela-: Y muchísima razón que tiene, que es pecado mortal tiznar ese cutis de leche y rosa. Pero no tengas miedo, hijo de mis entrañas, que yo te daré una medicina que te quite las señales como con la mano.

Y diciendo y haciendo, empezó la vieja a ponerle a Carlos sobre sus vestidos todos aquellos trapos y jirones, y a pintarle la cara de oscuro con su ungüento. Le puso también al cinto las desmesuradas tijeras, le peinó el cabello recogiéndoselo hacia atrás, y llenándoselo de aceite, según la moda gitana; le echó por los hombros una raída y grasienta capa y le acomodó casi todo un sombrero redondo en la cabeza.

-Esa espada tan hermosa -dijo a Carlos cuando le vio ya ataviado-, debajo de la pañosa.

Y luego a su hija:

-Tráeme una cornucopia, Violante, para que se mire el señor.

Carlos dudó de su identidad propia al verse en el espejo, tan completamente le había transformado la gitana.

-Ahora, hijo mío, arribita conmigo -dijo- la maga-; y tú, Violante, quédate aquí arreglándome el cuarto.

-No saldré yo de él -interrumpió Carlos- sin manifestarle a usted mi agradecimiento. Hágame usted el favor de aceptar en señal esta bagatela.

Y al mismo tiempo le puso en la mano su reloj de oro. Recibió este cumplimiento la maga con una mezcla de admiración y enfado.

-¿Y qué -le dijo retirando la mano, me quiere usted quitar el gusto de hacer una acción buena? Guárdese usted la repetición, señor noble.

-Yo no pretendo pagar el beneficio, sino sólo reconocerlo -dijo Carlos-. Recíbala usted, y será un nuevo favor que le deba.

-¡Conque no ha de gozar, el pobre ni del gusto de hacer un beneficio! Guárdate tu joya y no me mortifiques. Sígueme, que el tiempo se acaba, y con él la vida.

Los rasgados y expresivos ojos de Violante habían brillado sobre el mancebo mientras duró este dialogo. Matizaba el rubor sus mejillas, y humedeció una lágrima sus negras y largas pestañas.

-Noble caballero -exclamó Violante, temiendo que la dilación perjudicase a Carlos-: hágame usted el obsequio de darme esa joya.

-No pudiera yo hacer cosa más grata -contestó entregándosela el caballero-. Y así aumente tu ventura, hermosa niña, al par del tiempo que la manilla señala.

Tomó el reloj Violante, y se le entregó a su admirada mamá, suplicándole lo aceptase por entonces, y se lo volviese al caballero en un día más dichoso.

-¡Amén! -replicó entusiasmada la maga- ¡Acepto la joya, y con más gusto el agüero, hija de mi alma!

Y aplicó los secos labios a la mejilla transparente de Violante, que ruborosa y confusa desapareció del cuarto.

La anciana se dirigió entonces hacia la puerta, pero deteniéndola Carlos le presentó una banda que acababa de sacar del pecho, y le preguntó si la conocía.

-¿Y es posible -exclamó la gitana en admiración perfecta- que me hayas reconocido a través de tantos disfraces?

-Sí, señora. Desde que me susurró usted al oído el único secreto de mi corazón, secreto que a nadie había yo revelado, y en el que apenas me atrevo a pensar yo mismo, su voz de usted ha resonado sin cesar en mi alma, y no puedo olvidarla.

-Maravilla del cielo, prodigios -exclamaba la vieja-: ¡no haberme visto más que una vez, un solo instante, herido como estabas en la caza, y así acordarte de aquello! En quince días no dormiré sólo de pensarlo. Todo lo sé. Me consta, dulce visión de mis ojos, que fuiste a Sevilla. Sé tus aventuras, sé que te fue inútil mi banda. Yo hice lo que pude por mi parte para satisfacer tu deseo, pero aunque superior a la gente común del mundo, también tiene límites mi influencia.

-La banda fue, pues, inútil.

-Hijo de mi alma, yo te la di condicionalmente. Junto a ti estuvo tal vez quien pudo hacerte feliz, pero no quiso.

-¿Y no bastarán mis suplicas para que usted ceda?

-¡Imposible!, mi poder no alcanza a tanto. Pero se pasa el tiempo. Sígueme, alma mía, sé discreto y no desmayes.

Poquísimo satisfecho del resultado de esta conversación, siguió Carlos a la vieja por un intrincado laberinto de pasajes y escalerillas falsas, hasta llegar a una trampa de madera, por la cual salió a la tienda de un herrero. En ella le entregó su conductora a varios mozos gitanos que le esperaba, y montando todos en jumentos empezaron a caminar en alegre tropa. Además de las de sus heridas, tenía Carlos la diversión de oír a todos sus compañeros de cabalgada decir mil gracias en gitano, lengua que él entendía tan bien como la siríaca.




ArribaAbajoCapítulo V


   Yo, que fui norte de guros,
enseñando a navegar,
a las godeñas en ansias,
a los buzos en afán,
enmoheciendo mi vida,
vivo en esta oscuridad
monje de zaquizamíes,
ermitaño de un desván.


(QUEVEDO.)                


Salieron los gitanos por la puerta de la Macarena, tiraron a la izquierda, y se dirigieron hacia Triana, atravesando los solitarios campos que rodeaban la ciudad. Hizo Carlos varias preguntas a sus guías, pero no pudo entender las respuestas, por ignorar la jerigonza gitana. Aunque no tenía nuestro caballero adonde refugiarse en las cercanías de Sevilla, casi le parecía más acertado correr otra especie de peligros, que el de continuar en la compañía en que iba, ni deber por más tiempo a aquella gente seguridad y amparo. Poseído, pues, de estas imaginaciones, detuvo su jumento y se despidió en buen español de los gitanos. Uno de ellos, que hasta entonces había querido dar a entender que no entendía otras palabras que las de su jerga, se acercó al caballero y le preguntó sorprendido si tenía acaso dónde refugiarse, y si podría andar a pesar de su pie herido.

-Tal vez me será fácil hallar una guarida -respondió Carlos-, y en cuanto a este animalejo, yo daré su valor ahora mismo...

-¡Qué, si no es ése el ítem, señor noble! -repuso el gitano- Nosotros llevaremos a su merced ilustre a la única ratonera en que no puede el gato echarle la uña. En separándose usía de nosotros, no tarda dos horas en volverse a ver en chinela, ni dos días sin que me lo cuelguen por debajo de la barba.

-Yo sabré impedir ese desastre -replicó Carlos.

-Señor caballero -exclamó el monitor-: cuidado con caer en la segunda locura. Una basta para la vida de un hombre, aunque viviera más que el viento y usía ya ha cometido la que le toca. Si en otra ocasión hubiera seguido mi sabio aunque pobre consejo, no le hubiera servido de tuétano a los calabozos sevillanos. Nunca en los peligros abandone su merced a los que están prontos a morir por él.

-¿Y me hará usted el favor de decirme -preguntó Carlos con bastante curiosidad- qué consejo suyo es el que yo he despreciado?

Iba a responder el consejero, pero echó un voto perfectamente esférico, que no siempre han de ser redondos, y empezó a talonear al asno. No fueron, empero, el voto ni el taloneo ocasionado por acción ninguna reprensible del humilde cuadrúpedo, sino porque absorto en la profundidad de su discurso se había metido en la boca el encendido clavo de un monstruoso puro que iba fumando. Limpios los labios de ceniza, y repuesto el cigarro, continuó así nuestro Cicerón:

-Usía, noble señor, debe tener, como parece que a mí me sucede, los ojos de esa cara nada más que por adorno. Aún no sabe usía con quién habla, ¡cuerpo de Barrabás! ¿Quién puedo yo ser, atendida mi discreción, sino el mismísimo Chato, el que llevó la carta de su merced a Aznalcóllar, y el mismo mancebito que le libró no hace mucho a lomo de la famosa mula ex-cabalgadura de los padres mercenarios? Ojitos por adorno digo.

-Ni los de un lince -contestó Carlos, examinado al orador atentamente-, hubieran podido descubrirle a usted al través de esa costra de betún que lleva en la cara. Hasta la nariz me parece más larga de lo que solía.

-Según eso, me atrevería yo a apostar mi puñal contra un cigarro a que no conoce usía a aquellos dos caballeros que van allí descalzos montados en otros tantos burros.

-Ganaba usted el cigarro, señor Chato.

-¡Dios nos bendiga! ¡Y no le llaman a su merced el ciego! Pues no son más que los dos frailecitos capuchinos que ayudaron a salir de trabajos a su señoría y al tío Tragalobos. Aquí cada uno se viste de lo que debe. A ellos les tocó ponerse la túnica y capucha, y con ese disfraz y las barbas postizas se metieron en la cárcel con la comitiva del arzobispo. El cómo se portaron no hay para qué decirlo.

-Con mucho valor se condujeron. Pero dígame, señor Chato, ¿adónde vamos ahora?

-Cada paso de los jumentos nos separa dos tercias del peligro. Espolee su señoría y no quiera saber más. Las paredes tienen oídos: ¿Quién sabe si los tendrán también los árboles? Y a fe que no tendría gracia que se viniese a descubrir por su parla que no es usía de nuestra especie.

Poco después de este diálogo sacó uno de la cabalgada una bota de aguardiente, que pasó de mano en mano recibiendo amorosísimo saludo de todos los cabalgantes. No quiso Carlos llegarla a sus labios, excusándose con no tener costumbre de hacerlo.

-Vaya, señor; una gotita -le decía Chato, que iba ya encendiendo otro cigarro-; una uvita nada más, y créame usía, el aguardiente es una de las buenas eles, porque también las hay malas, como su merced mejor sabe.

-Como yo ignoro, señor Chato.

-¿Cómo que yo ignoro? ¿Un caballero que apostaría a que escribe de corrido casi tan bien como yo, escolar además con su cacho de latín, y no saber medicina?

-Ni una palabra de ella. Y aunque la supiera, ¿qué tienen que ver las eles con la medicina?

-¡Pues no, que no tendría! -contestó el transformado bandido, estirado y orgulloso como un maestrillo de escuela. Sepa su excelencia que lo que sobran son eles de las cuales liberanos Domini. Eles que cada una de ellas, señor caballero, bastaría a dar muerte a la estatua del rey don Pedro; pero como antídoto y ultraveneno hay otras eles saludables, que darían vida al pedestal de la misma estatua.

¿Pero qué eles son ésas? -preguntó Carlos-; que hasta ahora, señor Chato, ni una sílaba entiendo de lo que va usted explicándome.

-Pues señor, a las obras de misericordia, y a enseñar al que no sabe. Sepa su nobleza, que la peor de las eles malas es la Ley. Ella extermina al pobre diablo que hace uso de su libre albedrío al paso que sanciona y protege la licencia de los poderosos. La lascivia, que llaman amor los señoritos es la segunda de perniciosa, porque con frecuencia pone a un hombre honrado entre las garras de la Ley. Litigio es otra de las elecitas, o más bien el huerto de donde la Ley saca sus legumbres, la fuente en donde bebe. Sigue luego la labor, que ha de ser de abominable, pues la aborrecen aún más que la Ley muchos hombres. La locuacidad es otra de infame; del mucho decir saca la Ley su partido. Y por no cansar, diré que la Lepra es otra de las eles malas, porque al que coge no le deja escapar de manos de la Ley. Pero allá van las eles consolatorias, manantial de bien y ventura; sin ellas, no valdría un pito la vida. Tenga su ilustrísima siempre Licores de los más fuertes, que dan alegría al triste y aumentan el gozó del alegre. ¡Libertad!; sin la cual ¿qué los tesoros del opulento, la salud del robusto y la sabiduría del filósofo? También tenga suyos Lagares, con los olivos de la aceituna y la tierra de los olivos, y no olvide ni el Largo ni el Lienzo, que es triste figura la del hombre libre hambriento y sin camisa, y que no tiene un terrón sobre que caerse muerto. Finalmente ha de tener el hombre bastante Lugar para hacer lo que se le antoje, o para no hacer nada, que pierde la Libertad su hermosura cuando hay que consumirla en el azadón y el arado. Éstas son las principales medicinas que tomadas a tiempo.

A este punto de su farmacopea gritó súbitamente el nuevo Hipócrates:

-¡Cuerpo de mi padre! ¿Qué es lo que veo? Mire su merced, por mi vida, mire a quién tenemos allí.

La atención y vista de todos los jinetes se dirigió por el dedo de Chato hacia el objeto de su sorpresa y de su risa:

Un caballo de dimensiones colosales se había estacionado pertinazmente a la orilla del río, cerca del puente de Triana. Se podía decir del animal que ossa atque pellis totus erat; y a más a más que el tal ossa tenía solidez y superabundancia extraordinaria. La estructura del caballero que le montaba era análoga a la del bucéfalo; poca carne, casi ninguna, y exuberancia insólita de huesos. La edad del jinete tres duros y pico, como suele decirse; su traje negro alimosquino y la apariencia eclesiástica. Ya se sabe que no hay para la gente maligna y de perniciosa intención espectáculo más jocundo que el de un hombre de iglesia en singular batalla de cualquier especie. Chato y sus camaradas hicieron alto para divertirse desde lejos a expensas de la equitación del caballero. En vano aplicaba este las espuelas a los inmensos y descarnados ijares del perverso animal; no respondía el bruto a cada envite más que con una cabezada; como quien acusa el recibo; pero quedaban las piernas tan fijas en la arena como las pirámides de Egipto. Desmontó el del negro vestido; le pasó la mano por el erecto, inmóvil y dilatado cuello, volvió a encaramarse, espoleó de nuevo los duros flancos, se empezó a echar sobre el arzón delantero con repetidos movimientos, a ver si lo seguía el caballo, y al fin, siendo todo inútil, le arrojó la brida sobre el pescuezo y cruzó los brazos en señal de desesperación.

-¡Bien sacado ese caballo! -exclamó Chato entre las risotadas de sus amigos-; ¡voto a tal que parece que nació el señor puesto ya en la silla!

Y viendo que ni siquiera se sonreía Carlos, le preguntó Chato cómo estaba tan serio, y si conocía al jinete. Cuando dijo Carlos que no, se renovaron las carcajadas de Chato, y exclamó:

-¡Barrabás me lleve si no le regalo yo a usía un par de anteojos! ¿Es posible, señor caballero, que no conozca ni aun al escribano de su propio pueblo?

Confesó Carlos la falta de sus ojos, y vio que no era otra, en efecto, aquella especie de estatua ecuestre que la del idéntico escribano de Aznalcóllar, de purpúrea y memorable capa. Venía a Sevilla este digno miembro del consejo aznalcollariense a pedir justicia contra la justicia de su lugar, que rehusaba satisfacerle el valor de la dicha capa perdida, según él con énfasis decía, en el servicio de Su Majestad.

-Por mi vida que voy a hacerle un buen servicio a su señoría -exclamó Chato apretándose con una mano el sombrero y picando con la otra su jumento-: Una buena acción, aunque sea el demonio -dijo, y salió galopando hacia el inmoble cuadrúpedo del escribano. Este pendolista vio venir a Chato en su ayuda con placer increíble, imaginándolo gitano, y acordándose de la habilidad de esa gente para el manejo de testarudas bestias. Afírmese su reverencia en los estribos, empezó a gritarle Chato desde lejos, dando, a entender que le creía hombre de iglesia:

-Aprieta bien las rodillas y yo le haré al jaco que nos baile aquí un fandango punteado.

-Con un minué me daría yo por satisfecho, buen joven -respondió el escribano en su solemnidad.

Llegó Chato, acarició, picó y aun aporreó atrozmente al animal estupendo, pero sin obtener resultado.

-Pues sepa su reverencia -dijo Chato que si no hago yo andar a este cementerio, no hay en España quien lo menee. Si su paternidad quiere, yo le diré un conjuro de los míos que le haga volar por esos aires.

-Con un conjuro que le hiciese andar por el suelo me daría yo por satisfecho, buen joven -replicó el huesudo con inaudita austeridad.

-Pues en el nombre de San Cleto, de San Crispín y San Judas -dijo Chato.

Y empezó a susurrar un ensalmo junto a las aguzadas orejas del caballo.

Lo que caricias y espuelas, amenazas y varazos, no habían podido lograr en un cuarto de hora, ¡oh, maravilla!, lo consiguió Chato en menos de un minuto con su secreto. Alzó el caballo los brazos con tanta fiereza, que parecía habérsele infundido en las eminentes venas todo el espíritu de la raza árabe. Le hizo, en efecto, la inspiración de Chato tirar coces, hacer corbetas, dar salto de carnero; y después de depositar al desventurado escribano de cabeza en la fangosa orilla del agua, salió por aquellos campos al escape, aligeró como el Pegaso cuando llevó a las Musas las doradas tablas del vate frigio. Chato y compañeros se divertían viendo desde el puente aquella escena, y al hombre de la Ley arrastrándose fuera del agua. Al fin le dejaron sentado en la arena, la ancha barba descansando en las manos y los codos en las rodillas, contemplando con triste visaje la milagrosa velocidad de su cabalgadura.

Muchos fueron los comentos con que ilustró Chato esta burla tan cruel como ridícula.

-Sepa su alteza -le dijo a Carlos- que como yo iba fumando un puro, y tenía la puntilla con un clavo de fuego que decía comedme en la mano izquierda, cuando vi que todos los medios eran ineficaces, le dejé caer muy chuscamente la puntilla dentro de la oreja al señor jaco, para que avivara las otras oraciones y encantos que le decía, las cuales cuanto las acabé de pronunciar, ya ve usted que salió el caballo hacia la puerta del Arenal, más ligero que un galgo...

Con éste y otros cuentos de Chato llegó la cabalgada a una remota callejuela de Triana. Silbó el Chato a la puerta de cierta casilla medio caída, un muchacho respondió desde adentro, y después de cambiar algunas palabras en la jerga gitana, abrió la puerta y entraron Chato y el caballero. Los recibió fríamente una vieja en un cuarto sucio y medio derruido; mas habiendo reconocido al Chato, le pidió ayuda con afable rostro, y entre ambos levantaron parte del enladrillado suelo. Había debajo una trampa, por la cual se metieron ambos visitantes. Llegaron a una bajada estrecha hasta para una sola persona, e interrumpida por barras de hierro que el Chato quitaba y reponía diestramente. Los condujo este incómodo pasaje a una pequeña caverna en que había algunas personas fumando y divirtiéndose. También estaba allí un mastín, que obstruyó por algún tiempo con sus caricias la entrada de Carlos. No pudo el caballero reconocer a ninguno de los individuos que le recibieron, por estar todos ocultos en una espesa nube de humo, al través de la cual podía penetrar apenas la roja y débil luz de un candil. La amistosa voz de Tragalobos, saludando al caballero, disipó todas sus dudas respecto a la sociedad en que se hallaba. El indomable Niño dio también a Carlos un estrecho abrazo, y la tía Machuca, embajadora y amiga de Tragalobos, también lo estrechó a su seno y le dio algunos besos con desagradable ternura.

-Muchísimo me alegro, buen señor -dijo Tragalobos-, de verle a su merced aquí salvo y seguro. Su curandera de su señoría nos ha dicho que no son las heridas más que arañones y que lo que hubo allí de malo fue la mucha pérdida de sangre. Las mías tampoco valen un bledo. Ésta de la quijada me atormenta un poco, pero como el hueso está enterito, ¿qué importa? Ya está el chirlo cosido, y en una semana estará bueno.

-Pero dígame, noble mancebo -preguntó el Niño-, ¿de dónde ha salido esa espada tan brillante?

-Me la regaló el capitán que nos disputó con tanto arrojo la salida de la cárcel.

-Quiere usted decir el diablo encarnado -añadió el jefe de los bandidos-, pues si acaso hay hombres con siete vidas como se dice de los gatos, uno de ellos es el tal capitán.

-Cinco veces -dijo Tragalobos poniéndose la mano en la quijada- le apunté a boca de jarro al pecho, cinco casualidades milagrosas le salvaron la vida.

-Gracias a esas cinco extraordinarias circunstancias -dijo Carlos- que protegieron a un caballero que cumplía con su obligación tan bizarramente.

-Mucho me place de que sea usted de mi opinión, jovencito -replicó Tragalobos- y más aún haber hallado entre la azucarada caballería de Sevilla un hombre tan hombre como el capitán. Pero, ¿es posible, señor don Carlos, hablando de otra cosa, que sea usted tan ingrato, que ni siquiera le haya hecho un cariño al pobre Comosellama, que se le está desviviendo ahí a los pies? Vaya un cariñito, caballero -continuó Tragalobos, imitando con absoluta identidad la voz y gestos del ermitaño de la cascada que acogió a Carlos la noche de la tormenta.

Oyó el joven la imitación y pregunta con bastante sorpresa, y le preguntó jovialmente a Tragalobos si era el real espíritu en persona, o sólo su enviado o representante. Resonó la caverna con las carcajadas de cuantos estaban en ella, y dijo el Niño después de desahogarse:

-Yo voy a revelarle a usted todo el secreto, por ser caballero que lo merece. Tragalobos no puede ni debe hablar tanto mientras tenga las vendas por la cara. Él fue quien le encontró a usted por acaso la noche de la tormenta cuando se volvía a su ermita. Nosotros, los que tenemos esta peligrosa carrera, necesitamos un almacén que también sirva de punta central, maestrazgo o refugio en una súbita retirada. Una barba blanca, una túnica y capucha convierte en ermitaño a cualquiera, y con especialidad a nuestro venerable Néstor (observe usted mi condición, señor don Carlos), el excelente Tragalobos, que habiendo en su mocedad servido a los jesuitas de Granada, sabe varios piadosos discursos de memoria, y también seis u ocho sentencias en un latín que él descuartiza, y cuyo sentido conoce tan bien como si estuvieran en chino. Su ermita, cuyas obras subterráneas son dignas de los romanos es el edificio a que solemos llamar nosotros el nido de Tragalobos.

-Si como no puedo hablar, pudiera -dijo Tragalobos-, vería el señor Niño y compañía qué tal manejo yo el latín.

-Es un Cicerón, ahí donde usted le ve -replicó irónicamente el Niño-, pero para abreviar, su inútil conversación de usted acerca del dinero que iba a recibir en Sevilla, unida a varios informes recogidos de cierta vieja, nos sirvieron a nosotros de motivo y guía para buscarle a usted en Sevilla; salió el mismo ermitaño en la comisión, fue a Santiponce, y por si usted escapaba de las contingencias de la feria, puse mi guardia real en el camino de Aznalcóllar para sorprenderle a la vuelta a su lugar. En Santiponce fueron ustedes a ver trigo, que le pertenecía a él tanto como las nubes del cielo, excepto por los privilegios de nuestra orden. Usted se acuerda cómo acabó la aventura. Pues sepa usted, para que admire la generosidad de nuestra gente, que trotó Tragalobos cerca de cuatro leguas aquella noche para informarse de todo, y librarle a usted del mal. En efecto, de allí adelante sólo nos mantuvimos en el camino para darle a usted auxilio si alguno necesitaba. Le vimos llegar libre a su pueblo, y nos retiramos paso entre paso; cuando aquella noche se apareció usted entre mis valientes guerreros, de quienes yo me había separado un corto espacio. Con la oscuridad no pudieron reconocerlo, hasta que Chato, el mejor de mis escuderos, le conoció a usted en la voz, mandó parar el fuego, y le ofreció a usted, según me ha dicho, refrigerio y hospedaje.

-Esta explicación -dijo Carlos- me ha sacado de la maravilla extrema en que me tenía el que hubiese aquel general reclamado en la cárcel como suyo el pañuelo con que el tío Tragalobos en su carácter de ermitaño me había vendado el brazo.

-La mano pecadora que junto a la quijada tengo -dijo Tragalobos- fue la misma que se apoderó de todo el equipaje del señor general Landesa. No le dejamos, por más señas, ni un trapito con que cubrirse las espaldas. Pero basta de sencilleces. Hablemos de cosas de más importancia.

-Todavía no -interrumpió el Niño, levantándose-. Mis escuderos me esperan. Adiós, señor don Carlos. Escuche usted la experiencia de Tragalobos antes de adoptar ninguna medida decisiva. Pero sea lo que quiera lo que usted determine, cuente siempre para llevarlo a cabo con cien corazones bien dispuestos y con mil onzas de oro. Mis promesas son pocas y cortas, pero sinceras. Adiós, señores.

Y bien embozado en su capa salió el Niño de la caverna.

-Ahora, a nuestro negocio -dijo Tragalobos-. ¿Qué piensa su señoría hacer para de aquí en adelante?

-Aún no tengo determinación fija -respondió Carlos-: ¿puedo permanecer aquí por dos o tres días?

-Sí, todos los que su señoría guste -respondió la tía Machuca echándola de ama de casa-; y en ninguna parte estará más seguro.

-En tal caso -continuó Carlos-, querría escribir pidiéndole consejo al cura de mi lugar; éste vería a mi padre, y entre los dos podrían combinar lo que más creyeran.

-¡Bien pensado y con juicio! -dijo Tragalobos-, siempre que no sea un pícaro ese cura. No hay que fiarse de santos, si no está usted mal con la vida.

-Éste no sé yo si será santo -contestó el mancebo-, pero sí sé que entre los hombres no hay otro mejor cristiano ni más virtuoso. Mientras su respuesta llega, querría también saber la suerte de una señorita cuyo destino me interesa mucho más que el mío.

-Dios nos asista y nos favorezca, señor caballero. ¡Mal haya la mejor de ellas! Para nuestra ruina y nuestra muerte nacieron. Y, sin embargo... ¿Ve usted ese asqueroso demonio que tiene junto? Pues ésa es mi dulce tormenta, y vieja y todo no la cambiaba yo por el imperio del gran turco. ¿Con que ello es que ni prisiones ni desgracias han podido endurecerle a su merced el pecho?

-Creo que antes me le han suavizado y enternecido.

-Pues, señor, su alma en su palma. Busquemos esa niña; pero el hallarla es lo que me parece a mí imposible.

-Y a mí facilísimo, con perdón sea dicho -dijo el hasta entonces silencioso Chato-. La tía Rodaballos encontrará a la señorita de este caballero, aunque estuviese cautiva en una mazmorra de Berbería.

-¡Bien dice el rapaz! -exclamó Tragalobos-: Siempre he pensado yo que era Chato mozo de brillantes caídas. Discípulo mío al fin. Manos, pues, a la obra. ¡Arriba, Manuela Machuca! Dile a la tía Matapulgas que nos traiga papel. Aquí está mi tintero. Para ser mío no es tan malo. A traernos a la tía Rodaballos, señor Chato. Este nene sí que tiene manos para escribir. Sepa usted, señor don Carlos, que fue Chato cuando Niño oficial de escribano, y escribe letra de molde mejor que la de los libros, y le hace a usted su firma mejor que usted mismo.

Salió Chato contentísimo de oírse elogiar tanto, pues era mancebo a quien no faltaba su quantum de vanidad, y continuó Tragalobos:

-La tía Rodaballos es admirable encantadora; vendrá esta tarde, y haré en obsequio de usted cuanto pueda. Cuando sus cartas de usted estén escritas, irán a Aznalcóllar en el bolsillo de un hombre de confianza que no volverá sin las respuestas. Si otra cosa podemos hacer por su señoría, dígala; y sus palabras se obedecerán tan pronto como las de un rey. Entre tanto, comamos, bebamos y alegrémonos, que es la vida corta y no ha de gastarse en ociosa tristeza.




ArribaAbajoCapítulo VI



   Amor poderoso en cielo y en tierra,
dulcísima guerra de nuestros sentidos,
¡oh, cuántos perdidos con vida inquieta
      tu imperio sujeta!

    Con vanos deleites y locos empleos,
ardientes deseos y helados temores,
alegres dolores y dulces engaños,
      usurpan los años.

   Tirano violento de tiernas edades,
el bien persüades y al mal precipitas,
el fin solicitas del mismo a quien quieres:
       ¡Tan bárbaro eres!

    Huid sus engaños, haced resistencia
a tanta violencia, ¡oh locos amantes!
que son semejantes al áspid en flores
       los vanos favores.


(LOPE DE VEGA.)                


Cinco días habían pasado desde que envió Carlos su mensajero a Aznalcóllar y cinco días desde que la madre Rodaballos comenzó sus encantos para descubrir el retiro de Isabel. Aquellos cuyas almas son capaces de concebir violentas pasiones, y que han sufrido en la juventud su fuego, pueden imaginar la impaciencia y aun desesperación en que viviría Carlos todo este tiempo; los de corazón tibio y lacio no podrían figurarse tamaños padecimientos por más que se describiesen. Ya se creía abandonado del mundo todo, ya no escuchaba los consejos de la filosofía práctica de Tragalobos, cuando volvió de Aznalcóllar el enviado y le dio una bolsa de oro; y una carta de don Juan Meléndez de Valdecañas, su tutor y cariñoso amigo. El pliego decía así:

«Mi querido Carlos: Tengo en mi poder las cartas que me enviaste para tu padre y para Alberto. Ambos han salido de Aznalcóllar para negocios que te convienen. No puedo negarte el consejo que me pides. Sal de Sevilla y de sus cercanías, sin demora alguna, pues tal vez tendrás en esa ciudad enemigos poderosos. Vístete de estudiante, cambia de nombre, empieza a viajar por España, ve a adonde haya universidad. Supongo que estarás mejor informado que yo de los pormenores relativos a la misteriosa fuga de Isabel. Su madre, cuyo entendimiento, según se dice, no estuvo nunca muy sano, padece ahora una aberración completa. Te aconsejo con el mayor ahínco que huyas del trato con esta familia. Me es doloroso añadir, que según la opinión pública, no es su carácter irreprensible. En la crítica posición en que te hallas, tus conexiones con esta familia pueden arruinarte del todo y traerte consecuencias y resultados que tiemblo de pensar en ellos. Este esfuerzo conozco que dejará una penosa impresión en tu alma pero te debes a ti mismo y a tu familia el conducirte como hombre. Apura varonilmente el amargo cáliz que te ha de salvar. Los viajes son buen específico para las enfermedades morales. Tómalos para la tuya y vendrá el día en que te admires de la vehemencia de tus sentimientos actuales y contemples en paz desde el seguro puerto las pasadas tormentas. En el carácter de estudiante no está mal visto viajar a pie. Te aconsejo sigas este método, no menos útil para el cuerpo que para él ánimo.

»Escríbeme de los varios puntos en que te halles, omitiendo tu nombre; pídeme cuanto necesites, y al momento te proveerá de ello tu maestro, que como padre te quiere.

Don Juan Meléndez de Valdecañas.

P. D.: Te envío con tu mensajero... onzas de oro para que empieces los viajes...».



-¿Quién hubiera creído -dijo Tragalobos después de oír la carta- que hubiera tanto talento y sanidad de alma en el pobre cura de un lugarejo? Obispo hacía yo a su reverencia. Eso sí que se llama hacer bien sin sermones ni pelucas. En mi pobre dictamen, mientras más pronto se conforme usted con su consejo, mejor gallo le cantará.

-Así debo hacerlo, con valor y resignación. Pero abandonar a Isabel ignorando su paradero...

En este instante se oyó la voz de la tía Rodaballos en su descenso por el oscuro pasaje; y poco después apareció en la cueva.

-¿Qué noticias? -preguntó Carlos en visible agonía de ánimo- ¿Ha sabido usted algo?

-Cosas que son peores que no saber nada -replicó la tía Rodaballos, hembra que el lector ha visto dos veces, una dando cierta misterios a banda a nuestro caballero, y otra curándole y divirtiéndole en compañía de su hija Violante.

-Explíquese usted, por Dios bendito, tía Rodaballos -exclamó el joven, en una especie de frenesí.

-Ten constancia y fortaleza, labios de coral. Malos informes me han dado. Aún no sé de fijo adónde se halla. Pero toma este lío, ahí tienes una sotana y manteo de estudiante. Toma también esta guitarra, y antes que sea más tarde salgamos en busca de la perdida oveja. El sombrerito echado a la cara. Pero mira, lirio mío, que no vienes conmigo si no me juras bajo la fe de caballero obedecerme en cuanto te mande, que todo ha de ser para tu bien.

-Sí, juro mil veces -respondió Carlos, acomodándose los negros arambeles.

-Mira que has de obrar como hombre, ídolo mío, que hay malas nuevas, y presumo que te han abandonado.

Al oír estas palabras se le cayó a Carlos el manteo de las manos, pero se recobró inmediatamente, y continuó vistiéndose con exterior compostura, mientras se representaba él mismo en su mente, ora borrando con sus labios las lágrimas de Isabel, ora atravesando el pecho de algún seductor infame. Su transformación concluida, se ocultó la espada bajo el manteo, se colgó del cuello la guitarra y siguió a la encantadora tía Rodaballos.

Aún duraba entonces entre los pobres estudiantes de España la costumbre de salir de romería en las vacaciones de verano a correr la tuna, como solía decirse, para recibir de la caridad los medios de alcanzar la sabiduría. Cambiaban sus equívocos latines; música y chuscadas, por lo que se les quería dar por ellas. Algunos caballeros y jóvenes pudientes acostumbraban también, atraídos por la holganza de aquella vida, juntarse con las caravanas de estos doctos de la legua, y su concurrencia ennoblecía hasta cierto punto la especie. En este carácter atravesó Carlos muchas calles de la ciudad, precedido y bien aleccionado por la tía Rodaballos. Hizo alto el caballero en la esquina de una estrecha callejuela de la parroquia de San Bartolomé y, mientras observaba atento los movimientos de su conductora, repasaba el diapasón de su guitarra. Paseó dos veces nuestra buena vieja la calle, asomándose a todas las casas y ofreciendo sus cintas, blondas y pañuelos. El sonido de la guitarra había entre tanto sacado a sus portales respectivos todas las noticieras de la callejuela; a una de las cuales se dirigió con especialidad la tía Rodaballos. Era esta vecina de cuerpo corto y fornido, como de dos veces veinte años, fresconaza; empero, ojos vivos y sabidilla sonrisa. Carlos se fue acercando hacia la casa, morada según creía de su Isabel, y como por instinto seguía hiriendo las cuerdas de su instrumento mientras hablaban así la gitana y la andaluza.

GITANA.- ¿Nada más que tres reales por estos pañuelos? Pues si parecen de batista, mi hermosura. (Aquí se quitó la dama los espejuelos de cuerno.) Cinco reales daría yo ahora mismo por ellos.

ANDALUZA.- ¡Cinco reales, Jesús mío, y parecen de estameña! ¿Y medias finas no trae usted hoy?

GITANA.- Aquí hay un par, niña mía, que se lo podría poner la reina. Pero, ¿qué está usted mirando con esos ojillos traidores? ¡Ay, Dios mío, qué cuervo! Sigue tu camino, jovencito y no me quites esta parroquiana. Nada más que tres pesetas me da por este par de medias.

ANDALUZA.- ¡Tres diablos colorados! ¿Siembro yo las pesetas como la albahaca?

GITANA.- Puede ser que usted las siembre, niña mía, sino que no nacerán. Pero, ¿dónde está la otra jovencita? Su hermanita de usted me las comprará, que, como me llamo María Rodaballos, otro par como éste no lo ha, de ver en Sevilla. Dígale, usted que salga aquí.

ANDALUZA.- ¿Conque usted, también la conoce? Como ya hace tiempo que no nos vemos...

GITANA.- Sí que la conozco. Llámeme usted a mi flor.

ANDALUZA.- Sí, la flor del berro. Yo no sé qué le encuentran bueno.

GITANA.- No es tan hermosa como usted, alma mía, pero no es tampoco mal encarada. ¿Por qué no me la llama usted?

ANDALUZA.- ¿Cómo la he de llamar, si hace ya un siglo que se huyó de mi casa?

Una palidez mortal cubrió las mejillas de Carlos y no salieron ya de su guitarra más que rotas y desentonadas voces.

GITANA.- ¿Y volverá hoy, carita de rosa?

ANDALUZA.- Nunca, si Dios quiere, volverá ella a pasar mis umbrales. ¿Usted sabe lo que me ha pasado a mí con la tal niña? Primero vinieron a hablarme y empeñarse conmigo para que la recibiera en mi casa como a niña desvalida. Luego me pidió ella que mantuviera la cosa en secreto, como si estuviera excomulgada. Usted sabe lo buena que yo soy, que tengo un genio como una malva. Pero, amiga mía, le dio a la niña por entrar y salir, por ir y venir, y vuelta a salir, y dale, de modo que parecía un jubileo. Pues, señora mía de mi alma, yo tenía esto secreto, excepto con mis conocidas y vecinas, que son todas muy silenciosas; aunque no hay nadie sin falta. Así vivíamos en paz cuando una mañana se me presenta un caballero que parecía un serafín. Blanco, rubio, vestido de negro; pero no piense usted, todo sedas y terciopelos, y bordaduras de plata, y plumas como la nieve ondulando de su sombrero22. Pues señora mía, con aquella gentileza que siempre usan los nobles con el bello sexo, me preguntó por la señorita Isabel, vino la niña, y ambos entraron en la sala baja, dejando la puerta entreabierta. Yo apliqué el oído al agujero de la llave, pero como no soy curiosa no pude enterarme de lo que trataban. Yo le digo a usted la verdad, miedo me hubiera a mí dado de estar sola con tan hermoso caballero por más de una hora. Al fin salió el conde, que conde debía él de ser por lo menos, me dio una pieza de oro, y salió de casa. Al cuarto de hora, mulas y látigos, ruedas y coches en nuestra pacífica calle, un escándalo, tía Rodaballos. Todas las vecinas salieron a la puerta, cuando he aquí otra vez mi conde que sale del coche de camino, entra en casa, toma de la mano a la damisela, se zampan los dos dentro solitos, y le mandan al mayoral que avive, y sin darme los buenos días salieron por esa calle hacia la puerta de la Macarena, que no parecía sino que las mulas llevaban a Barrabás en el cuerpo. Por más señas, que cuando salió la primera vez el conde se le cayó del bolsillo al darme el dinero un papelito que yo le puse el pie encima con mucho saber para que él no lo viera. Era una carta muy tierna del conde a Isabel; aquí la he de tener. (La infatigable historiadora buscaba en tanto por las profundidades de su faltriquera el referido billete.) Ésta es, Perico el monaguillo me la ha leído muchas veces, que se saltan las lágrimas. Por más señas, que aquel día fue cuando se fugaran los presos de la cárcel. Lástima que no sepa usted leer, tía Rodaballos. Estudiante, ¿quiere usted hacernos el favor de leérnosla?

Carlos tomó el papel con trémula mano. Era una de sus cartas a Isabel, una de sus más fervorosas efusiones:

-¡Y así expone -exclamó a media voz- la ternura de mis sentimientos a la vista, tal vez a la mofa de otra hombre!

-¿Qué es eso? ¿Qué tiene este pobrecito estudiante? Socórralo usted, tía Rodaballos. De necesidad está espirando el pobrecito, ¡y un muchacho tan hermoso!

Y con estas palabras se entró en casa para traer pan y vino al objeto de su benevolencia. Todas las vecinas de la calle rodearon al desfallecido estudiante. La tía Rodaballos se ofreció a cuidarlo con encanto, y abriéndole la mano pronunció varias palabras de su algarabía, y concluyó exhortando al paciente a que fuera a buscar la fortuna que le esperaba muy lejos de Sevilla.

Carlos se retiró lentamente sin esperar a la caritativa dueña, que con un vaso de vino en la mano salió a contemplar desde la puerta la solemnidad con que volvía la esquina el estudiante.

Aunque demasiado caballeroso para acusar a Isabel de sus desgracias, no podía ocultarse Carlos así mismo que la impetuosidad de su afecto había debilitado su ánimo, haciéndole concentrar toda la energía propia en un solo objeto. Resuelto a vencer la flaqueza de su corazón, dejó con firme paso los arrabales de Sevilla, y miró con momentáneo desdén aquellas murallas que poco antes fueron domicilio de su querida. Con no menor celeridad llegó hasta Alcalá de los Panaderos, desde cuyas pintorescas colinas no pudo menos de volver los ojos a Sevilla. Aún se oían débilmente las campanas de la catedral. Ya el sol se había ocultado. Las torres y cúpulas de la ciudad parecían receder y ocultarse gradualmente tras el velo de la noche, y al fin desaparecieron del todo. Carlos dio un eterno vale a aquella triste perspectiva, y siguió adelante sin dirección ni objeto.




ArribaAbajoCapítulo VII

Las más noches duerme de portante, y asentado en una silla ronca a sueño de dar audiencia; come y cena de aparecimiento y pierde el juicio.


(QUEVEDO.)                


A eso de la medianoche llegó nuestro héroe a una posada pequeña en que descansó hasta por la mañana. A pesar de la calor intensa del otro día, lo pasó todo viajando sin acodarse más que de su interna angustia y de sus perdidas esperanzas. Puede una alta excitación mental prestar fuerza al cuerpo y hacerle resistir entre extraordinaria fatiga, sin exceptuarlo, empero, de las leyes comunes de la Naturaleza. El cansancio agobia y detiene al amante como al desapasionado; y Carlos conoció que no era incansable cuando ya estaba algunas millas más allá de Carmona y enfrente de la posada de Los Tres Galgos. Era grande hablador el dueño de este establecimiento, y después de celebrar el aseo, tamaño, comodidad y blandura de sus camas, y la abundancia, limpieza y sanidad de sus comestibles, dijo a Carlos que no tenía a la sazón ninguna cama desocupada que ofrecerle, ni más víveres que pan y cebollas. De ambos ingredientes le mandó el necesitado caballero componer una cazuela de sopas de la especie llamada de gato, y por no haber otra venta en muchas leguas se resignó a pasar la noche como pudiese.

Arreglado ya este asunto, se sentó en un banco del patio a esperar su cena, entreteniendo el apetito con una corteza de pan, no desemejante en impenetrabilidad, color y peso a un pedazo de mármol oscuro. También le puso delante el huésped una botella de vino, que hubiera podido, según su acidez, equivocarse con vinagre vaporado. Mientras allá entre si analizaba aquel mendrugo, discurriendo acerca de la sustancia que tan grande tenacidad había dado a sus partículas, resonó el acento del huésped desde la puerta de la venta en tono de disputa o querella. Acababa probablemente de asaltar a otro desgraciado con la enumeración de sus provisiones, pues que una enojada voz le respondía:

-¿Y qué derecho tiene usted para descarriar al pobre y cansado extranjero ennobleciendo con los títulos de fonda y posada este su infernal latibulum? ¿Quién puede posar en él? ¿No fuera más honrado echar al suelo esos tres galgos contrahechos que ahí tiene colgados, y levantar en su vez por enseña, hambre, laceria y muerte?

-Señor caballero -vociferaba iracundo el huésped-; personas tan buenas como su excelencia han solido dormirse sobre las pajas como el proverbio lo enseña. Yo soy un hombre de bien. No puedo dar lo que no tengo. No es culpa mía que sea mi venta tan famosa que acudan aquí los viajeros como las moscas al panal.

-Sí, para morir en él -gritaba el invisible argumentista: Dormir sobre paja, pase. Pero dígame el señor campo; ¿quién puede dormir en pajar ni en alcoba con un estómago totalmente vacío?

-Hoy es viernes, señor caballero, y cualquier cristiano puede ayunar en honor de nuestra Señora de los Siete Dolores. Ahora mismo tengo dentro de mi casa a un doctor, tal vez será canónigo, que va a pasar la noche a pan y agua, y está como una sonaja de contento. El caballo no puede más, entre su señoría, que ya buscaremos por ahí una raja de queso con que engañar al hambre.

-Durum telum necessitas! -replicó el viajero.

Y las herraduras de su caballo insinuaron al mismo tiempo que se había rendido a la fiereza del huésped.

Un momento después entró en el patio y empezó a pasearse por él hablando así en voz sonora:

-Las generaciones de los hombres te bendigan, clásica Italia, cuyos albergi con tanta hospitalidad reciben, refrescan y confortan al cansado viandante. Gloria a ti también, ¡oh Francia! Las musas huyen de tus bosques, pero tienen tus hôtels, el peor de cuyos ragouts vale más que la más sublime inspiración de Caliope con toda la filosofía y efusiones amorosas y científicas de sus ocho hermanas.

Carlos volvió la vista hacia aquel exclamador desconsolado, pero no pudo verle el semblante. Por debajo del sombrero descubrió una rica, rubia y rizada cabellera que sobre el manto ondulaba. Se dejaba ver también la dorada contera de su espada; y las espuelas, al parecer del mismo metal, indicaban que su traje interior correspondía con la esplendidez de la capa y el sombrero. Se desembozó el incógnito, y aun se dejó caer sobre un banco con agilidad y elegancia, que hubiera dado honra a un gladiador moribundo. Al reclinarse se abrió la capa, y brilló la cruz de San Juan en el pecho del famélico caballero. Después de algunos instantes de silenciosa impaciencia habló así al huésped:

-Hola, señor ventero, ¿podrá usted en caridad favorecerme presentándome a ese señor letrado, deán o canónigo, cuya suerte es tan infausta que le ha traído a pasar aquí esta noche?

-¡Qué genio tan bromoso tiene su señoría! -exclamó con risa de jimio el de la venta.

Y, luego, señalando a Carlos:

-Allí está el reverendísimo bien ocupadito con aquel humeante plato de sopa.

-¡Sopa! -repitió el caballero- con un profundo suspiro, dirigiéndose hacia Carlos.

Nuestro héroe también se levantó y saludó cortésmente al extranjero.

-Si el banquete de un pobre estudiante -añadió al saludo- no es, como temo, demasiado humilde para un caballero, suplico a usted me acompañe en él por vía de refugio.

Los azules y rasgados ojos del sanjuanista, cuya edad apenas igualaría a la de Carlos, brillaron de gozo al oír el convite. Contestó con un elegante movimiento y apacible sonrisa, y francamente se sentó a la mesa diciendo:

-Maximas tibi gratias agimus majores etiam habemus.

Debe recordarse, como suceso muy pertinente al buen entendimiento de esta historia, que deslumbrado el ventero con la calidad de su nuevo huésped había sacado, no se sabe de dónde, cuatro chuletas o costillas, al parecer de carnero, de lo más duro, descarnado y pellejoso que jamás se puso en plato. Las trajo empero a la mesa con un gesto vanaglorioso de aquéllos que quieren decir: «¡Soy grande hombre!», y las puso entre ambos jóvenes. Fuese debilidad de brazo o embotamiento y mal corte de los cuchillos, o fuese dureza y tenacidad natural de las chuletas, Carlos se persuadió al fin de que eran incortables, y abandonó con desmayó el cuchillo. El extranjero persistió algo más en la empresa, poro al fin tuvo que imitar a Carlos.

-Está decretado -dijo suspirando no menos del cansancio que de la hambre que ha de ser nuestro fin adminículo y pésimo. ¡Paciencia! Perdone usted mi curiosidad, señor estudiante, ¿viaja usted a caballo?

-A pie, señor caballero.

-Le oigo con sentimiento incomparable. Me había lisonjeado la esperanza de gozar por algún tiempo de su sociedad de usted, y creo que pasaríamos gustosamente el camino. Su profesión y modales de usted me aseguran de su sabiduría; y aunque indigno, soy yo también amante de la literatura y de los literatos.

-Temo, señor caballero, que serían mis letras corta recomendación para su posesor.

-Modestia propia de los verdaderos doctos. ¿Y quién no será optimista? ¿Quién hubiera creído que de la angustia y dolor de irse al pajar sin cena naciese tan feliz conocimiento?

-Su opinión de usted respecto a mí, permítame usted decirlo, es tan halagüeña como equivocada...

¡Qué pronunciación! ¡Qué palabras! Esos acentos, señor estudiante, suenan en mi oído como el murmullo de la fuente oculta en lozano bosque suena a deshora al extraviado viajero sediento por los desiertos de Arabia. Yo que tengo no menos sed de conocimientos que de buen vino, no menos hambre de doctrina que de alimentos, vivo condenado a pasar noches como ésta, y, lo que es peor, entre gentes que al oírme, o no me entienden, o me acusan de pedante. No hay para mí umbrosas selvas ni bellas fuentes, sino áridos breñales, estériles rocas, fragosidad y esperanza.

-¿Y qué accidente fatal le fija, a usted, señor caballero, a tan deserta ardua? -preguntó Carlos.

-Mi nombre, señor estudiante, es Eleuterio Guzmán de Saavedra. Evidentemente no le ha oído usted nunca. Empezó mi educación en Granada, continuó en París, y se acabó en Roma. Esto digo para que no se admire usted al verme tan joven de oírme decir que estoy haciendo un viaje artístico y literario por España. Yo tengo la ambición de sacar del olvido algunos de los innumerables monumentos del ingenio, virtud y sabiduría española que yacen hoy sepultados, presa vergonzosa de la voracidad del tiempo. Éste es el objeto primitivo de mis trabajos, y tal vez debería ruborizarme al confesar que aliento la esperanza accesoria de cubrir con tan bello cendal mis obras futuras, que se vindique en ellas el carácter generoso de nuestro idioma castellano contra los insultos de tantos míseros autores como desfiguran cada día su varonil belleza, ora recargándolo de meretricios adornos acabados de llegar de Francia, ora de ornatos desechados muchos siglos hace en Roma y en Atenas.

-¡Noble empresa, por cierto, señor caballero! Por el bien de la patria y por el suyo le deseo el mejor éxito imaginable. Lo que me sorprende algo es que conociendo usted, según parece, las lenguas clásicas, y la francesa, les manifieste tan poco aprecio.

-Justísima sorpresa, en verdad. Nada más propio que después de consumirse por ocho o diez años para no entender a Homero ni a Tácito tampoco, celebre uno a boca llena las lenguas de estos señores. Lo uno, porque ya no hay lavanderas ni revendedoras que las hablen, ni se oyen en otros labios que los de los doctos han adquirido una gravedad y autoridad decisivas; lo otro, por no confesar uno que ha malogrado tanto tiempo.

-Pero las lenguas doctas, y con particularidad la griega, es necesario confesar que tienen admirable artificio y belleza propia independiente de la majestad que el tiempo les ha dado.

-Innegable. Sólo me opongo a que se les llame doctas como usted lo hace. Docto es el que tiene doctrina, el que sabe. Y como la sabiduría no es posible que dependa de los signos con que se representan las ideas, es indudable que un pensamiento elevado y profundo será tan docto expresado en romance, y aun en vizcaíno, como en caldeo o en griego; y una necedad será siempre necedad en todos los idiomas. La doctrina está en el ánimo y no en la lengua; se compone de ideas y no de los sonidos de las palabras.

-Tal vez se les llamará lenguas doctas por creerse que los libros que existen escritos en ellas contengan buena doctrina.

-Errónea idea también distinguirlas en particular con ese título si las demás lenguas están en el mismo caso.

-Pero no parece usted tampoco grande amigo de las modernas: de la francesa, por ejemplo.

-¿Y quién ha leído a Cervantes, a León, Garcilaso, a Herrera, a Quevedo; quién ha oído la deliciosa armonía de Rioja, de Lope de Vega, y aún oye la musa gálica?

-No es, en efecto, caballero Guzmán, la musa gálica la más bella de las musas. Pero aunque una feliz disposición para la poesía se considere como la primera, no es, sin embargo, la sola recomendación justa de un idioma. Inferiores en la versificación, saben rivalizar los franceses en las artes y en las ciencias a todas las otras naciones.

-Ya eso no pertenece al idioma, sino a la verdadera doctrina, a la meditación, al talento. Alzando, empero, el guante que usted arroja, me parece, señor mío, que ha de mejorar Francia sus artes mucho antes de poder eclipsar la gloria de nuestro Velázquez, de nuestro Murillo, de Becerra, de Jordán, de Berruguete, de innumerables artistas que sería prolijo enumerar. En cuanto a las ciencias, las naturales son como usted mejor sabe, las que han hecho más nobles progresos en nuestros días. Los franceses hablan mucho de sus matemáticos y astrónomos; pero si sustraen de la suma de ideas que compone esta ciencia, primero los conocimientos debidos a nuestro paisano Pedro Ciruelo, que fue a enseñarlas a París, cuando aún eran desconocidas en aquella universidad, segundo, los descubrimientos de Galileo Galiley, y, por fin, cuanto pertenece a sir Isaac Newton y a los filósofos alemanes, poco será el residuo de pile puedan vanagloriarse. En las ciencias morales y en las intelectuales no se han dado tan admirables pasos, ni les quedará grande alimento para su orgullo a los franceses si sólo han hecho ellos lo que hicieron; antes que todos, el español Luis Vives, después los ingleses lord Verulam y Locke. Los franceses han metodizado el estudio de la literatura y hecho de ella una ciencia grande, pero único mérito que en las letras han contraído. Por lo demás, ninguno de aquellos nombres que llenan el mundo, como Machiavelo, Cervantes, Newton, Homero, perteneció jamás a un francés. El autor de Enrique IV ha obtenido momentáneo aplauso en Europa; pero, ¿llegará alguna vez su frío poema, o más bien centón de los absurdos de todas las religiones, a deleitar las generaciones de los hombres con sus pensamientos, a traducirse, por ejemplo, al turco? Desengañémonos: la biblioteca sola de El Escorial contiene más doctrina verdadera que han producido hasta ahora todos los pueblos modernos de Europa.

-No me parece, señor Guzmán, exento de exageración ese aserto. Suponiendo, empero, que sea tan precioso como usted le hace el tesoro de El Escorial y otros de nuestra literatura, ¿qué bien producen a la especie humana? ¿Pueden acaso desentrañarse sus riquezas? ¿No son tan inútiles como el oro y la plata que existen tal vez en el seno de los Alpes o debajo de los Pirineos? En el estado actual de los conocimientos, contando sólo con lo que se ve y se sabe, y no con lo que podría saberse, me atrevería a decir que los nombres de Corneille y de Molière vivirán tanto como los de Shakespeare o Lope, y el de Montaigne tanta como el de nuestro Quevedo.

-¿Y nombra usted, señor estudiante, a Shakespeare sin levantar ni inclinar la cabeza a su memoria?

-Sólo conozco las traducciones...

-¡Ah! Ya lo supongo, que sin eso, ¿cómo había usted de comparar al creador de Otelo, de John Falstaff, de Lady Macbeth, de Ricardo III; de Enrique V, de tantos otros caracteres, gloria del ingenio humano, con otras producciones que las del mismo autor? Y en cuanto a la decadencia de nuestra moralidad y literatura acháquese a nuestra inquisición y a nuestro gobierno, y no se mancille con ello el ingenio español.

Asustado de estas palabras que le arrancó el calor del debate, volvió el señor de Guzmán la vista a ver si alguien le escuchaba, y preguntó a Carlos con los ojos si reprobaba su doctrina y si alguien la habría oído.

Cante et cogitate rem tractare» -dijo Carlos por vía de insinuación, llamando al mismo tiempo al ventero, como deseoso de cambiar de asunto o de irse a descansar.

Condujo el huésped a nuestros dos flamantes conocidos al camino, no de la gloria, ni de la fama, sino del pajar que para aquella noche les estaba destinada.

La sencillez de las camas hacía inútil el trabajo de desnudarse. Los caballeros se acostaron pacientemente; Carlos; con perfecta comodidad, cual hombre ya acostumbrado a la fatiga; pero su delicado compañero no podía acomodarse de ningún modo.

-Mucho me temo -dijo éste con dolorosa voz- no poder cerrar los ojos en toda la noche sobre este abominable lectus straminens.

-Pues yo -dijo Carlos con soporíficas y apenas inteligibles palabras- me hallo tan bien como pudiera en una culcita plumea.

Con esto concluyó el diálogo.




ArribaAbajoCapítulo VIII


   Murieron luego mis padres;
Dios en el cielo los tenga,
porque no vuelvan acá,
y a engendrar más hijos vuelvan.
Tal ventura desde entonces
me dejaron los planetas,
que puede servir de tinta
según ha sido de negra.
Porque es tan feliz mi suerte,
que no hay cosa, mala o buena,
que, aunque la piense de tajo,
al revés no me suceda.


(QUEVEDO.)                


Los primeros rayos de la mañana que penetraron por las infinitas aberturas y agujeros del pajar despertaron a Carlos, que se levantó vigoroso y refrigerado. Su infeliz compañero estaba sentado en la escalera del pajar, pálido, cansado y por demás mohíno.

-Quid te -preguntó Carlos al sanjuanista en su propia fraseología- tam mane e lecto expulit?

-¿Quién había de echarme de la cama -respondió de Guzmán con débil acento-, sino la muchedumbre infinita de cuadrúpedos que en esta espelunca infernal se aloja, y cuyas numerosas tribus convierten en un mero pasatiempo y niñería las de las langostas que desolaron el Egipto?

-¿Pero a qué cuadrúpedos alude en particular?

-A todas las treinta y ocho especies de las cuatro secciones en que «mus» se distribuye: ¡Plegue al cielo exterminarlas todas radicalmente, miocastores o ratas sombrereras, mures o ratones simples o plebeyos, y todos los ratones en general, sin olvidar las razas de dos feroces cricetis, ni de los desorejados miotalpos! ¡Plegue a Dios que todas perezcan sin exceptuar un solo individuo en ellas!

-Mucho me duele, caballero de Guzmán, que haya usted pasado tan acerba noche; y doy gracias a todas las especies del mus, que se han dignado no roerme vivo antes que amaneciera.

-¡Quién pudiera decir otro tanto! Pero vamos, si a usted le parece, a ver si este buen huésped nos quiere dar alguna cosa parecida a un déjeuner à la fourchette, exempli gratia; un déjeuner aux doigts; que lo mismo podría esperarse urbanidad en un acreedor, que tenedores en este mísero ergastulum presuntuosamente llamado posada y fonda de Los Tres Galgos.

Al llegar al patio los viajeros vieron con alegre sorpresa ocupado al huésped en asar dos pollos destinados a formar parte de su almuerzo. El genio descontentadizo del caballero de Guzmán no pudo menos de ceder a tan halagüeña perspectiva, y se sentó a contemplarla junto a la mesa de marras. Ya para entonces andaban todas las gentes que habían dormido en la venta vociferando por sus almuerzos por el patio, cada cual según su humor e importancia. Observaba el erudito caballero la lentitud con que en el asador rotaban sobre sí mismos los pollos, circuidos como el sol entre los planetas, de huevos, sardinas y chorizos. Llegó a acercarse al fuego, y apretando gentilmente el tenedor sobre uno de ellos, testificó a Carlos que, en efecto, estaba gordo y ya casi tierno.

Tal era el estado de los asuntos de la venta, cuando se oyó una ruidosa disputa hacia la parte del patio que daba al portal. Una desventurada voz se quejaba a grito herido de la vaciedad del estómago, y del apetito devorador de la boca que la exhalaba.

-Tenga usted piedad, señor ventero -decía la voz-, para con sus prójimos.

-Ya le he dicho, hermano -replicaba el huésped con férreo acento- que no tengo ni un mendrugo que darle; vaya con Dios en buen hora, siga su camino y llame a otra puerta.

-¡Todo el mundo desprecia y ultraja al pobre! ¡Perecer así de hambre en medio de la abundancia! ¡Qué haré para conservar mi vida! ¡Sin probar ayer bocado, y hoy todo el día en ayunas!

-Oiga usted, buen hombre -dijo darlos, lastimado de la destitución del quejoso-, venga usted aquí a esta mesa, y tomará un bocado conmigo.

-¡Bravo, señor estudiante! -exclamó el caballero-, usted se me ha anticipado quitándome las palabras de la boca, bien que en ella no tenía otra cosa.

Y luego, volviéndose al deplorable convidado:

-Venga usted aquí sin timidez homuncio inauspicatus. Adelántese libremente a participar con este docto letrado y conmigo de aquel par de dorados pollos que el ventero pone ahora en el plato.

Era el convidado personificación idéntica del licenciado Cabra: mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas; su andar muy despacio; y si se descomponía sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro; la habla hética; la barba grande; que nunca se la cortaba, etcétera; pero en lo que más se parecía era en la hambre. Se acercó, pues, a la mesa con mucha dificultad y rubor, haciendo a guisa de cumplimientos estrambóticas mudanzas con las piernas; e inclinando al llegar a los caballeros los huesos de medio arriba de un modo que salva la intención no habría sido decoroso, dijo:

-Dios los bendiga y los colme de bienes, que tan bien tratan a un pobre y desvalido artista.

-¡Artista! -exclamó el erudito de Guzmán, levantándose con mucha deferencia-: Tome usted asiento, y obre en todo con perfecta libertad.

En este punto, y mientras el caballero se esforzaba en hacer sentar al modesto artista, estuvo a pique de que le hiciese caer a tierra un corpulento y negro mastín que pasó a carrera tendida entre sus piernas y las del dicho artista.

-El diablo lleva el animal en el cuerpo -exclamó de Guzmán reponiéndose.

-¡Pararlo! ¡Pararlo! -gritaba desaforado el ventero.

Pero, ¡cuál se quedaría el corazón del sanjuanista, al ver que lo que llevaba el alígero can en la boca no era más ni menos que uno de los dos sabrosos pollos que para su almuerzo se habían compuesto!

-El castillo encantado -dijo sentándose con tristeza- en que mantearon a Sancho, eran tortas y pan pintado, como el mismo Sancho hubiera dicho, en comparación de esta execrable casa.

Los jóvenes y el artista se dedicaron, empero, con tan buen ánimo a limpiar los huesos del pollo que quedaba, que no tardó en decir el erudito caballero:

-Ya, señores, podemos rezar el bendito, a no ser que acometamos al periostio o capa de esa osamenta. Usted perdone, señor artista, que así le hayamos hecho ayunar.

-¡Oh señor excelentísimo! -contestó aquel mísero adepto de las artes- ¡Tanta urbanidad con un pobre! ¡Meses hay que no entran por mi boca tantos ni tan buenos bocados!

-¿Y cómo así? -preguntó de Guzmán- ¿Es posible que tanto se desprecien las artes en este país y edad de hierro, que sus profesores vayan errantes de lugar en lugar, y tengan que tomar refugio hasta en esta cueva infernal de Los Tres Galgos?

Y luego añadió a Carlos en secreto:

-¿Es esto gobernar una nación, o desgobernarla? ¡Los artistas así abandonados!

-A mí no me han abandonado, señor excelentísimo -dijo el profesor-, antes bien los alcaldes, corregidores y alguaciles, han tenido especial cuidado de no abandonarme. Siempre me tienen presente. Y así me hallo reducido a esta laceria, víctima infeliz de la persecución.

-Si un pobre estudiante puede ayudarle a usted en algo -dijo Carlos, sea usted franco y pida auxilio, que no le faltará.

-Dios se lo pague a usted, señor estudiante; Dios se lo pague y nuestra Señora de las Angustias; la sola caridad que usted podría hacerme, sería poner a mi cuidado alguna obrita de escultura.

-¡Escultor nada menos, buen amigo -exclamó alborozado de Guzmán, dando la mano al pobre artista! ¡Quién me predijera anoche tal ventura! ¿Supongo que anda usted vagando como yo en busca de antigüedades? ¿Ha visto usted aquellos cuatro preciosos fragmentos de su arte, hallados últimamente, que están hoy en Sevilla en poder del señor de Bruna?

-No; señor caballero, no los he visto. ¿Adónde se han descubierto esos fragmentos?

-En Itálica, cuyas ruinas, por supuesto, habrá usted visitado despacio y repetidas veces.

-No, señor, no he visitado, y perdone su excelencia, que ésta es la primer vez que oigo tal nombre. Yo no he salido nunca de España.

-Pero sin salir del reino hubiera usted podido ver la célebre colonia romana, vulgarmente llamada Santiponce.

-¡Hola! ¡Santiponce, quiso decir vuecencia! De haber yo sabido que era ese pueblo romano y perteneciente al santo padre, ya hubiera ido como buen católico a ganar mis indulgencias visitándola.

-¡Qué santo padre, ni qué padre santo! -exclamó el caballero con harta impaciencia; y luego volviéndose a Carlos-: Tal vez no haya usted oído hablar, señor estudiante, de la irrefragable demostración con que se acaba de probar que fue Santiponce, en efecto, colonia romana.

-Confieso mi ignorancia de ese asunto -contestó Carlos.

-No es extraño; pues que descansa esta prueba en la inscripción de un fragmento recientemente sacado de las ruinas de Itálica, que dice así -y escribió en la pared con un pedazo de carbón los siguientes signos-:

..................................................

..................................................

..................... JT. GABINVS

MVCRO. C. R.

C. V. ITALICENSI

VM

-El docto señor de Bruna; magistrado de Sevilla, a quien probablemente usted conoce, traduce las dos últimas letras de la segunda línea Civis Romanus; y las dos primeras de la tercera línea, Colonice Victrices; que como usted ve, prueba con evidencia arqueológica que obtuvo Itálica de Trajano los derechos de colonia, a pesar del título de Municipio con que se distingue en las medallas anteriores al dicho emperador. Pero dígame usted, señor artista, ¿qué le parece a usted del célebre San Jerónimo de Torreggiano? ¿Han producido jamás las artes cosa más bella?

-Yo no he visto al santo bendito, señor noble.

-¿Cómo? ¿No ha estudiado usted aquella maravillosa obra de uno de los más ilustres y de los más desventurados escultores? ¿No ha contemplado usted aún, con delicia intensa de su alma, aquella sublimidad de carácter, aquella expresión viva y tan animada, aquel sentimiento de inteligencia que parece más sensible y exquisito que el de la vida misma? Pero tal vez no habrá usted estado en Sevilla...

-No, señor excelentísimo.

-Dígame, señor artista, si no es esta curiosidad excesiva, ¿en qué parte de este mundo sublunar ha existido usted desde que nació?

-Yo nací, señor, con perdón sea dicho, y no solamente nací, sino que me criaron en un lugarcito pequeño de Extremadura. Mis padres me educaban para panadero; pero tal era mi afición por el entalle y la escultura que a menudo y con frecuencia hacía de la masa figuras de la forma de pajaritos y caballos; por lo cual mi amo me castigaba mucho, y otras partes del cuerpo pagaban lo que las manos hacían. Pues señor mío de mi alma, como mi inclinación fuese cada día más furiosa por las artes, cátate ahí que me plantó en la calle, el panadero. Así, en la flor de mí juventud, me encontré, por decirlo así, coma quien dice, sin una camisa con que cubrirme las carnes, y zas, me eché a escultor de una vez. Con mi poquito de ingenio, y mi habilidad, he vivido, señor mío de mi alma, honradamente en esta profesión, aunque tampoco lo pasa como dice el refrán, a ¿qué quieres boca? Renovando santos y vírgenes para las iglesias, vivía yo como un papa por esos lugares de Dios, hasta que hace dos meses me llevó mi mala estrella a una villa de bastantes almas y muchas leguas de aquí. ¡Quién no hubiera entrado en el dichoso lugar! Los señores alcaldes me preguntaron si me determinaba a hacerles un San Cristóbal el gigante, de un estupendo árbol de caoba que hacía más de un siglo estaba en las casas consistoriales. Yo medí el madero. Quince pies de largo, seis de ancho, siete de grueso. Aunque fuera un Holofernes, pensé yo entre mí, daría de sí la madera; ella no es de las más blandas, pero no siempre ha de hacer el hombre santos de masa. Pues señor mío de mi alma, empezamos a ajustarnos, tanto más cuanto, y al fin prometí, nunca tal prometiera, darle fin al santo en quince días, por la módica remuneración de cincuenta ducados. ¡Ay de mí! ¡Quién los tuviese ahora! Pero volviendo a mi cuento, me dieron para taller un caserón, y entre no sé cuántas yugadas de bueyes trajeron arrastrando el inmenso caobal y me lo dejaron entregado. Pero aunque el santo bendito era gigante, todavía el leño me pareció monstruoso. Al fin, por darle gusto al alcalde, empecé corta de aquí, corta de allí, a irlo desbastando, y hachazo va, y hachazo viene, para irlo poniendo asemejado al milagroso santo. Tenía el hacha más filo que la hambre, y tanto corté y tanto recorté y dale, que a causa de algunos hachazos desgraciados se me redujeron de modo los materiales que ya no me alcanzaban para un gigante. Se me afligió el corazón. Fui a ver a las justicias; y pidiéndoles mil perdones, rogué a sus mercedes me dejasen hacer una Virgen María quebrantando la serpiente, pues, no parecería bien un santaza tamaño como su madre en una iglesia chiquitita. Pero era su merced del señor alcalde hombre, con perdón sea dicho, de poca caridad. Sin hacer caso de mi tribulación empezó a maltratarme, llamándome mostrenco y mal intencionado busca-vidas, que lo que yo deseaba era hacer cambiar devoción a los lugareños y venderles gato por liebre, y que no cambiaba él su San Cristóbal por todas las vírgenes del mundo. Mas en consideración a que ya estaba despedazado el madero, y a que no podía estirarse, me dio permiso para que le entallara una Virgen. Vi el cielo abierto, porque a mí siempre me ha dado por ahí. Pies para que os quiero, y empecé con mucho cuidado y aplicación a hacerle la cabeza a nuestra Señora. ¡Pero ni que Barrabás hubiese estado conmigo! La primer cara se la saqué muy larga, y había cuatro dedos de la nariz a la boca; la segunda me salió tan cariancha que no tenía barba ni por sueños, y la nariz roma y desparramada que era una compasión. La tercera no pude empezarla, porque habiéndose acortado el madero del tamaño de dos cabezas, ya el bodoque que quedaba allí no me llegaba a mí a los hombros.

-Las benditas ánimas del purgatorio me socorran -dije yo entre mí, angustiadísima el alma.

Otra vez tuve que ir a ver al señor alcalde, y recordándole con mucha sagacidad que a su merced no le gustaban las vírgenes, le pedí permiso para volver la que yo había empezado en Niño Jesús disputando con los doctores. Temí dejarme allí el pellejo:

-Ah, pícara infame y zurdo -me decía su merced-. ¿Conque quiere usted que no haya aquí devoción fija, tan pronto una cosa, tan pronto otra? Vaya y acabe ese Niño Jesús disputando; pero voto a tal que si por otro cambio vuelve, que me lo desollaré vivo como un San Bartolomé. Mucho de enhoramala el pintamonas.

Salí del ayuntamiento como su señoría puede pensar. Cogí mi escoplo y mis bártulos y corta de aquí, corta de allí; pero pensar gire yo le sacara aquel dedo tieso que tienen todos los disputantes, era pedir peras al olmo. Al fin, después de muchas noches de vigilia y de trabajo increíble, me resolví a hacerle un Niño Jesús dormidito. Para ello devasté otra poco de madera, y corta de aquí, corta de allí y dale para írmela poniendo de la forma de un infante acostado. Yo veía que iba mal, pero no podía corregirme. El diablo, sin duda, me descarriaba o tenía yo algún familiar en la mano.

Aquí derramó algunas lágrimas el artista.

-¿Pero cuál fue el resultado? -preguntaron ambos caballeros.

-Con perdón sea dicho, buenos señores. ¿Con qué cara había yo de ir al alcalde? Viendo su merced que yo no iba, vino él con toda la justicia a visitarme en mi taller. Estaba aquello hecho un mar de leñas y de astillas, pero en cuanto al árbol de caoba, Dios guarde a usted muchos años. Me llamó muchos nombres acalorados, como ladroncillo, pintamicos, tragamaderos y otros; y tomando entre el pulgar y el índice el zoquetillo de caoba que del árbol quedaba, se puso a hacer gestos, y a mirarlo; y a quejarse de verlo tan chico como si hubiera muerta algún cristiano sin confesión.

-¿Y es esto -decía su merced- lo que ha quedado? ¿Es esto lo que me has hecho, mala sangre, en vez de un San Cristóbal gigante? ¿A esto ha que dado reducido el árbol más grande que jamás vino de América, que te le mandé con bueyes al obrador, perro judío? ¿Qué ha de hacer ahora el pueblo ni el ayuntamiento de este miserable zoquete, diablo encarnado y tentador?

Así me hablaba su merced del señor alcalde, que era a la sazón el señor boticario del pueblo; a lo que yo le respondí con mucha sagacidad, y entre sollozos y lágrimas, que si quería permitírmelo, yo le haría una buena mano o majadero para el morterón de su botica. Tal dijeras. Creyó su merced que me burlaba, aunque a fe mía no estaba yo para burlillas. Me disparó a la cabeza el zoquete; arremetió a mí; escapé como pude sin un cuarto con que santiguarme, y ya hace algunos días que vivo de caridad.

-Mucho siento, señor opifex -dijo el caballero de San Juan-, que sea en usted todo ingenio para las artes, sin ninguna práctica de ellas. Tengo necesidad para la obra que estoy escribiendo de resolver ciertos problemas artísticos relativos al grupo de Laocoonte, que supongo conocerá usted tan bien como la arquitectura caldea, pues, según veo, más familiarizado está usted en sordida arte, como dice Cicerón de opijices omnes, que con las artes de los antiguos. Permítame usted, sin embargo, señor artista, ofrecerle esta bagatela, y plegue al cielo que el primer San Cristóbal que emprenda ahora se levante al primer golpe de escoplo tan robusto; formidable y desmesurado, cual lo estaba el canto mismo después de pasar el arroyo.

La insólita y no esperada vista de algunas piezas de oro infundió ánimo en el cuerpo del artista. Saltó que le crujían todos los huesos, se arrodilló y dijo:

-¿Cómo podré, señor ilustrísimo, bueno y grande, pagar merced tan señalada?

-No haciendo mi busto -le contestó de Guzmán, y luego a Carlos-: ¿me permite usted que le acompañe media hora por su camino? Siento tener que esperar aquí mis caballos y equipaje; de otro modo no perdería tan pronto el gusto de su docta sociedad.

Apareció luego el ventero, lleno de cortesías y sonrisas; y considerando que los caballeros habían pasado mala noche, y carecido de cenas y de camas, sólo les pidió el doble de lo que en razón debían. Ambos pagaron sin advertir ni cuidar del exceso, el uno por estar acostumbrado a viajar en alta estilo, el otro por no haber viajado nunca.

Acompañó a Carlos el caballero de San Juan por algún tiempo, obsequiándolo con brillantes discursos sobre la literatura, ciencias y antigüedades, que escucho nuestro héroe con atenta urbanidad. Ya bien entrada la mañana se separaron ambos, de Guzmán para volver a la venta, Carlos para seguir a la aventura su viaje.





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