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ArribaAbajo Libro tercero


ArribaAbajo Capítulo I


   Honraban esta cuadra,
en cada esquina que por ella cuadra,
muchos bellos pinceles,
milagrosas pinturas del de Apeles,
cuyo rico dibujo,
el padre Ignacio de Valencia trujo.


(DR. D. JUAN SALINAS DE CASTRO, según le cita Gallardo.)                


Un espacioso salón cuadrado se presenta a nuestra vista. Era de noche. Las paredes cubiertas de estantes de libros, llenos de volúmenes, cuyo tomo indicaba fuesen de historia, astrología o polémica religiosa. Entre otras pinturas se descubría la de un antiguo lienzo colgado en la testera de la sala con la imagen de San Ignacio de Loyola, saliendo de un fondo oscuro y mirando con áspera expresión a la puerta de enfrente. Seis velas de cera derramaban su luz desde una araña en todos estos objetos. Alrededor de una grande mesa estaban varios robustos y pesados sillones con los asientos de cuero negro tachonados a la madera. Ocultaban el suelo una estera de juncos, y la mesa muchos papeles, escribanías, libros, botellas y vasos. De una pequeña puerta lateral escondida bajo un estante de libros imitados salió un hombre, se acercó muy pausada y silenciosamente a la mesa, puso el cuerpo en una de las sillas, el codo sobre el brazo de ella, la mejilla sobre la mano, y la vista en la tallada techumbre, como si se entregase a importantes meditaciones. La bien proporcionada estatura del contemplador estaba cubierta de un manto negro. La placidez de su semblante y simétricas facciones no parecía hija del desaliño o del descuido, sino de la victoria continua del ingenio y experiencia mundanas sobre la fragilidad de los hombres. Su frente espaciosa y despejada no sólo daban indicios de profunda erudición y doctrina, sino de aquellas dotes innatas que suelen dar al hombre poder sobre el hombre, dominio al ambicioso sobre todos sus semejantes. No brillaba en su audaz fisonomía el altivo espíritu que enseña al guerrero a dormitar y sonreírse al rugir de los cañones; nacía su audacia antes de la astucia que del valor, aunque tampoco manifestaban sus facciones el menor signo de cobardía. Continuó este personaje en su posición primitiva algunos minutos sin variarla ni aun después de la silenciosa aparición de otro sujeto que por lo mismo se introdujo en este salón literario.

La edad había blanqueado la cabeza del segundo alquimista, pues ambos tenían por oficio reducir a oro los metales. Era el recién entrado enjuto de carnes, cano como ya se ha dicho, y desmesurado, paso y continente. Distinguía su nariz, bastante espaciosa y encorvada, un formidable par de anteojos. Saludó con un movimiento de cabeza al que entró antes, como concediéndole cierta superioridad, y éste le hizo con la mano una ligera seña para que se sentase. Así lo hizo el segundo, y ambos quedaron en profundo silencio.

-No es -dijo después de algún tiempo el primer neocromántico, a quien llamaremos Pedro Facundo- para tratar negocios de grande importancia para lo que ahora os necesito. Mi consulta, empero, no carece de interés entre las de segundo orden. Hay, en Sevilla una joven cuya suerte está relacionada por graves circunstancias con los intereses de nuestra sociedad secreta y con los de una persona que nos es muy querida. Una señora marquesa, a quien vos, Pedro Gonzaga, conocéis, desea por motivos fáciles de adivinar en una mujer de sus años y pasiones, acoger bajo su protección a la dicha jovencita. Ésta, según parece, tiene un amante cuyo buen exterior inspiró a la marquesa el deseo de cortar semejantes amores a causa de la disparidad de la sangre, o de alguna otra razón no menos poderosa. Para efectuar la traslación de esta muchacha me ha pedido la marquesa auxilio. ¿Hemos nosotros de poner nuestro crédito en peligro por satisfacer el vano capricho de la marquesa? He aquí la cuestión. Escuchad mis ideas sobre el particular. Si por medio de un astuto plan, o bien a la fuerza, nos apoderamos de esa joven y se le entrega a su pretendida protectora, ¿qué seguridad nos queda de la gratitud de la marquesa? ¿No podrá olvidarse de este importante servicio, ahora que más que nunca necesitamos de su favor e influencia para nuestros proyectos? Si rehusamos satisfacer sus deseos, podrá, tal vez, incomodada, separarse de nuestra liga; pues según he observado, tiene puesto el corazón en apoderarse, ignoro por qué, ni para qué, de esta muchacha. La deserción de la marquesa, tan perjudicial para nosotros, ni es probable, ni imposible. ¿Qué línea de conducta os parece que debemos adoptar?

Cerró los ojos bajo sus espejuelos el Pedro Gonzaga, inclinó la cabeza, y algunos momentos después preguntó con frialdad:

-¿No podremos apoderarnos de la joven nosotros mismos?

-¿Con qué fin? -dijo Pedro Facundo.

-Para capitular después ventajosamente con la marquesa antes de entregársela.

-Aún no sé yo el nombre ni la residencia de la muchacha -dijo el primer alquimista.

-Pero no será difícil -contestó el de los anteojos- deslumbrar a la marquesa. ¿Qué promesa le habéis hecho?

-Complacerla en su demanda.

-Pues confiad entonces el cuidado de burlar a su señoría a nuestro ingenioso Nicasio Pistaccio. Se presentará como vuestro dependiente y coadjutor. Vencerá las dificultades que ocurran al acometer la empresa, y nos entregará a nosotros la muchacha. La culpabilidad del hecho la haremos recaer, en caso necesario, sobre el mismo Pistaccio. Pero antes de continuar querría saber si da la marquesa suficiente importancia a este capricho para comprometer en nuestro favor toda su influencia en caso de conseguirlo por nuestro medio.

-¿Quién puede sondar el pecho de una mujer? A juzgar por la intensidad de sus pasiones: por lo que dijo, respecto a la muchacha y a su amante; y más que todo, a juzgar por sus repetidas aseveraciones de que le era el asunto muy indiferente, concluiría yo que está determinada a dirigir el destino de la muchacha, aun cuando tuviese para ello que sacrificar toda su fortuna.

Pedro Gonzaga se retiró por algunos instantes, y preguntó a su vuelta:

-¿Se han de comenzar desde luego las operaciones?

-Inmediatamente -replicó Pedro Facundo.

-Nicasio Pistaccio -continuó el de los anteojos- se había retirado a descansar por la primera vez en toda la semana. No tardará en venir aquí.

Después de otra silenciosa pausa se apareció en la biblioteca un caballero joven frotándose los ojos con la mano cual si acabase de despertar. Su presencia era por extremo halagüeña: el talle y rostro de los más bellos; rubio el cabello; blanco y sonrosado; y el traje aunque descuidadamente puesto, de elegante corte y ricas sedas, y terciopelos negros bordados de plata. Si un solo átomo más de dignidad hubiera honrado el rostro de este mancebo, nadie dudara que sería de sangre y cuna patricia, y habría podido servir de modelo a la más ilustre juventud.

-Servitore umilísimo delle sue eccellenze -dijo Pistaccio al entrar, acomodándose en uno de los sillones de cuero. Pedro Facundo le explicó sin apología ni velo la naturaleza del servicio a que se le llamaba.

-¿Qué hora es? -preguntó Pistaccio, ya del todo despierto.

-Las nueve y media -contestó Pedro Gonzaga- volviendo al bolsillo un reloj de cobre, que hubiera podido servir en el campanario de una ermita, o de caldera de rancho la caja exterior, según sus dimensiones.

-Pues todavía hay tiempo -replicó Pistaccio, saliendo sin ceremonia del cuarto.

-Ocupémonos ahora -dijo Pedro Facundo- de otros negocios de mayor peso.

Y así diciendo, desató un grande legajo de mapas y papeles, que ambos compañeros examinaban en silencio, tomando notas y comparando unos con otros.

Dos horas habrían pasado, cuando volvió Pistaccio, muy satisfecho al parecer y diciendo en italiano que se consideraría indigno del patrocinio y favor de sus excelencias si no los complacía pronta y plenamente. Había obtenido de la marquesa señas exactas relativas a la muchacha. Sabiendo ya dónde vivía, continuó Pistaccio:

-Como no es posible que siempre esté en casa yo haré en su ausencia por informarme de más particularidades, suponiéndome amante, hermano, primo u otra cosa con la gente de la casa, pues ella está en Sevilla de huéspeda, sola, y sin pariente alguno en la ciudad. La marquesa me presta su coche, le tengo junto a la casa, y espera que saldrán bien las cosas. En caso de desgracia, ningún compromiso habrá para sus señorías.

Este plan se discutió y aceptó por los dos alquimistas, quienes, lo mismo que Pistaccio, se retiraron a descansar.

Puede que aún se tenga presente la visita de Isabel a Carlos en la cárcel. La repitió al otro día, se la detuvo mucho tiempo en la puerta, y al fin no se le permitió entrar. Volvió desanimada y triste a su casa, y halló fuera al ama. Un muchacho, nieto de ésta abrió la puerta, y era por el momento el solo compañero de Isabel. Se retiró a su cuarto nuestra heroína, abrió una pequeña maleta que del pueblo había traído; y se puso a buscar en ella el remedio de los amantes, a saber, las cartas que del suyo tenía. Fue en vano su escrutinio. Examinó mil veces la valija, y cosa por cosa cuanto había dentro, mas no pudo hallar un paquete de billetes de Carlos y algunos borradores suyos. Se puso a llorar afligidísima en su cuarto, pensando que no habría infortunio que no le estuviese destinado. ¡Haber perdido las solas reliquias que del afecto de Carlos le quedaban!

En media de esta angustia, subió el ama de la casa, la señora Chinchorra, a decirle que ya estaba puesta la cena. Isabel le preguntó sí había visto por acaso un pequeño legajo de papeles.

-¡Dios nos bendiga! -contestó la señora Chinchorra; ¿Si lo hubiera visto, no se lo hubiera dado ya? Yo no sé leer. ¿Para que me sirven a mí libros ni papeles? Tanto valdría que me preguntara usted si había visto espadas y pistolas. ¿Tenía usted los papeles antes de salir de su pueblo? ¿No se le habrán perdido por el camino?

-Yo misma los puse en la maleta en Aznalcóllar.

-¡Dios nos bendiga y santa Úrsula! Por esos caminos de Dios se habrán quedado, que en mi casa, ¿cómo había de perderse nada? Vamos a cenar, niña, la mesa, está puesta, luego los buscaremos.

Isabel dijo que se hallaba algo indispuesta y deseaba permanecer en su cuarto. Más de una vez se acusó a sí misma en aquella fatigosa noche por sus sospechas de la fidelidad de la señora Chinchorra, y aunque exonerándola de toda culpa en la pérdida de unos papeles que ni a ella ni a nadie podían ser útiles, cambió, sin embargo, de morada al otro día, y fue luego a la cárcel para pedir le permitiesen hablar con Carlos. Negada esta gracia, desamparada; y sin parientes ni amigos que la consolasen, sufría Isabel su soledad y quebrantos en medio de una ciudad populosa.

Una mañana recibió, con grande sorpresa y mayor gozo, un billete que le enviaba Carlos por medio de un caballero, pidiéndole se presentase con el dador, íntimo amigo suyo, en casa del magistrado de Bruna.

-Su presencia de usted, señorita, es necesaria -dijo el mensajero- para declarar como testigo en la causa de mi amigo Carlos. Su declaración de usted sola bastará para probar su inocencia.

Isabel condescendió sin tardanza ni sospecha en lo que su Carlos le pedía, y así cayó en poder de la sociedad secreta de los alquimistas.

Nicasio Pistaccio, perpetrador de esta maldad, era uno de los más precoces pícaros que los anales de la intriga recuerdan. A otros muchos peligrosos talentos unía el de imitar con perfección toda clase de letras. Esta habilidad le causó su expulsión de Italia cuando apenas había cumplido quince años. Vino a España, y no tardó en dar tales pruebas de ingenio, que le recibieron los alquimistas entre ellos. Se aprovechó Pistaccio de la ausencia de Isabel, halló fácilmente medios de hacer también salir a la calle a la señora Chinchorra, entró en la casa, tuvo al muchacho entretenido en el patio mientras abrió la maleta de Isabel, y sacó los papeles que en ella había. Éstos le sirvieron de pauta para escribir a Carlos la falsa carta que recibió en la cárcel, y a Isabel la que la persuadió a entrar en el coche de la marquesa del E.

No le llamaremos amor, por no profanar, este nombre, a la pasión o capricho que inspiró su rara conducta a la marquesa. Causó, empero, Carlos en su pecho impresión demasiado tierna y profunda para que su señoría la olvidase fácilmente. Salió del calabozo muy ufana, después de la visita de que ya hemos hablado, confiada en cautivar por medio del interés al caballero, y en conservar su afecto por medio de la gratitud. Llena de las mejores intenciones hacia Carlos, preguntó en la cárcel quién había estado a verlo, y oyó con poquísima alegría, que nadie más que una señorita. Le dio algunas piezas de oro al carcelero, y le mandó, bajo pena de suma rencorosa enemistad, que no volviese nunca a admitir a aquella niña. Desde aquel punto resolvió firmemente separar a los dos amantes. Compadeciendo, sin embargo, a la muchacha, determinó recompensarla por aquella pérdida de un modo correspondiente a su mucha opulencia. Mientras la marquesa contemplaba rápidamente estos recién nacidos planes de equidad, se le ocurrió un feliz pensamiento.

-Tal vez no son amantes -dijo para sí- y puede que sea esa mujer su madre, amiga o hermana. ¿Qué especie de persona es ésa, de qué edad? -le preguntó al obeso carcelero.

Nuestro comilón elogió primero la elegancia y sencillez de su traje, luego la afabilidad de sus modales, y la pronunció al fin cabal y encantadora hermosura. Una pintura prolija de todos los demonios, monstruos y vestiglos con que representan los alemanes la tentación de San Antón, más de todos los diablos que Dante y Milton imaginaron, no habría plantado en el seno de la marquesa la semilla de tanto odio como nació en él al instante, contra su desconocida rival, y más cuando añadió el carcelero:

-Un ángel del cielo, señora, ¿a qué platicar? Un serafín.

La marquesa dejó en la cárcel a un paje suyo para que se enterase del domicilio y espiase los movimientos de Isabel, si por acaso volvía a la cárcel. También pidió a Pistaccio escribiese las cartas falsas que dictó ella misma, con la esperanza de apoderarse, de su rival, y con la determinación de hacer en adelante frecuentes visitas a Carlos. El día en que se llevaron a efecto las maquinaciones contra Isabel, la salida de Carlos de la cárcel marchitó sus esperanzas, dejándole el remordimiento de un crimen infructuoso. Tampoco se hallaba inclinada a olvidar de modo alguno la conducta de los alquimistas, cuyo auxilio y préstamo de Pistaccio había desgraciadamente implorado.




ArribaAbajoCapítulo II

Preguntele quién era, y díjome: «La muerte». ¿La muerte? Quedé pasmado. Y apenas abrigué al corazón algún aliento para respirar, y muy torpe de lengua, dando trasijos con las razones, le dije: «¿Pues a qué vienes?». «Por ti», dijo. «¡Jesús mil veces! Muérome según eso». «No te mueres -dijo ella-; vivo has de venir conmigo a hacer una visita a los difuntos»


(QUEVEDO.)                


-¡Y es ésta la célebre capital, la ciudad antigua del amor y la caballería, tan famosa en nuestras leyendas! -exclamó Carlos al entrar por los ruinosos arrabales de Córdoba.

Se iba oscureciendo sobre la ciudad el crepúsculo de la noche, cuando llegó nuestro mancebo a sus puertas. Hay momentos en la vida que parecen marcados para la melancolía por la mano del destino; y éstos han de pasarse en tristeza, aunque fuera entre el gozoso cortejo de un banquete soberano. Deprimido su ánimo por una especie de desaliento de este género, continuó nuestro héroe caminando hacia una iglesia, adonde le guiaban las campanas. Se felicitó de su comparativa seguridad, y quiso, como cristiano; dar a Dios las debidas gracias. La noble estructura de la catedral, coronada por más de mil años de almenas moriscas, y recibiendo el homenaje del Guadalquivir, que humilde y silencioso, fluye inmediato a ella, se presentó a su vista. La quietud de aquella hora, interrumpida a veces por alguna campanada de doble, el suave y casi extinto resplandor del crepúsculo, la disposición de su fantasía; las asociaciones que la majestuosa soledad del templo le inspiraban, todo parecía contribuir al aumento de su destemplanza de espíritu. Entró en la Iglesia. Algunas lámparas vertían su trémula luz al través de las mil columnas que sustentan su techumbre y forman sus naves.

Carlos se postró y ofreció al Altísimo las silenciosas efusiones de un corazón agradecido. Pareció que se aligeraba el peso que le oprimía, y quiso dilatar el placer inefable de la oración. Al levantarse para salir de la iglesia oyó hacia otra parte del edificio algunas notas de música sagrada. Ya para entonces hacía mucho tiempo que había cerrado la noche. Algunas lámparas, suspendidas de trecho en trecho, iluminaban débilmente a través de extendidas y entrecortadas sombras de las columnas; otras partes del templo estaban en completa oscuridad. A pocos pasos empezó a oír más distintamente la música y voz de los sacerdotes, cantando en solemnes notas el oficio de los muertos. Siguió las voces, y de repente lo deslumbró el resplandor de infinitas luces que de una capilla salía. Debajo de un dosel de negro terciopelo con flecos de oro vio la imagen de la crucifixión, representada con penosa fidelidad por José M. Montañés. El agudo dolor de la naturaleza al perder el cuerpo la vida vibraba aún en los medio cerrados párpados; la agonía de los lacerados miembros hinchaba las venas como si quisiese romperlas; un raudal de sangre fluía del costado que penetrara la lanza del Centurión, mientras la herida, fría ya y exasperada por el aire, le hacía retorcer el cuerpo en violentas curvas, desgarrándose al moverse la redentora mano. La postrimera angustia agitaba aún el trémulo y sediento labio, que invocaba del Padre el perdón de sus enemigos. El polvo de los años descansaba sobre la divina cabeza. Desde el altar a la parte opuesta de la capilla corrían dos líneas de blandones, y estaba entre ellas un ataúd cubierto de terciopelo negro. Cuarenta sacerdotes de sobrepelliz rodeaban el cuerpo con otras tantas velas en las manos, y sólo una persona envuelta en un manto negro estaba dentro de la capilla, como pariente o amigo del difunto. Le pareció a Carlos extraño que una persona tan principal como parecía ser aquélla por la que el servicio funeral se ejecutaba, no tuviese más amigos que le acompañasen al sepulcro. Todo este tiempo le devoraba una agitación interior que no podía reprimir. Imaginó dos o tres veces que eran por él las exequias, y que había oído su propio nombre en boca de los clérigos que oficiaban. Una reja de hierro le impedía entraren la capilla. Se le turbó la vista, y perdió casi del todo el conocimiento. Pasó a la sazón junto a él un corista que venía hacia la capilla, y le preguntó cuyo era aquel funeral.

-De don Carlos Garci-Fernández -contestó el Niño, y desapareció.

Cuando se recobró el caballero de la impresión profunda que aquellas palabras le causaron, todo se había desvanecido. Las luces de los clérigos se veían cruzándose desde lejos por entre las columnas y naves de la iglesia; y a los pocos minutos desaparecieron, y quedó el templo en la primitiva oscuridad y silencio.

Seguía Carlos apoyado en la reja de hierro, y poseído de una especie de letargo, cuando le pasó rápidamente por junto la imagen de aquel solitario doliente, que envuelto en un manto negro observó antes en la capilla. Una reminiscencia lejana hirió su ánimo, y siguió precipitadamente los pasos y gemidos; y la ondulante capa de aquella sombra fugitiva, a través de las columnas. El guía alígero de Carlos atravesó la iglesia, las calles y la ciudad con rapidez inconcebible. Llegó a los campos sombríos y silenciosos. La luna no los alumbraba aquella noche. Atravesando en soledad y tinieblas los prados y caminos, se dirigió hacia una débil luz que empezaba a descubrirse en el horizonte. Carlos le seguía sin intermisión. Ardía la luz en un rústico altar de piedra erigido al lado del camino. El amor llevaba con frecuencia al huérfano y a la viuda por entre los terrores de la noche a orar en estas aras del desierto, y a llenar su lámpara por bien espiritual del padre o del esposo a quien lloraban. Carlos vio aquel desdichado arrodillarse ante la cruz, y romper en amargos sollozos y lágrimas. Compadeció, pero respetó desde lejos los fueros sagrados del dolor. Un momento después cayó el doliente en tierra sin movimiento. Carlos corrió a su ayuda, y le roció la cara con agua de su cantimplora. Volvió en sí al extranjero:

-Madre de misericordia, compadeceos de mí -fueron sus primeras palabras.

La voz, empero, penetró en el corazón de Carlos, y la sangre parecía helarse en sus venas. La primera sílaba le reveló todo el secreto. Alberto era el que hablaba.

-¿Adónde está mi padre? -preguntó Carlos con ahogada y dolorida voz- ¿Su cuerpo es el que acaba de bajar a la tierra?

Alberto abrazó al caballero, y sus lágrimas y silencio confirmaron las malhadadas nuevas. Ambos se sentaron al pie del altar, y dieron pleno desahogo a su dolor. Ya había pasado la media noche cuando pudieron emprender su vuelta a la ciudad.

Entraron en un apartamento lleno de signos de la reciente tribulación. Aún se veían junto a la pared el lecho, las sábanas medio caídas, en que por la última vez había sufrido y descansado el anciano. El crucifijo, el hisopo... Carlos miraba estos objetos con ojo fijo y vacío, prorrumpió en una risa histérica, y cayó al suelo sin sentido. Cuándo los auxilios cuidadosos de Alberto le volvieron en sí, pidió a su amigo con trémulo labio le refiriese aquella terrible historia.

-Tan pronto como supimos en Aznalcóllar -dijo Alberto entre sollozos- que habías sido preso, y que no había muerto tu adversario, se empeñó tu maestro don Juan Meléndez de Valdecañas para que me pusieran en libertad. Le dio después cartas a tu padre, Dios le tenga en el cielo, para algunos amigos, suyos de los principales cortesanos.

-Aunque de los hombres que viven en las cortes no hay que esperar desinterés ni bondad pura, decía el buen sacerdote, tal vez querrán hablar al rey en favor de Carlos, y los persuadirá la elocuencia de su padre que pide por su hijo.

Así nos dijo el señor cura, y tu pobre padre y yo emprendimos en mal hora nuestro viaje. Aunque el pobrecito no gozaba de buena salud, llevó con resignación los trabajos de la marcha, esperando volver pronto a Sevilla con el perdón de Su Majestad, ir a la cárcel, y quitarte con su propia mano los hierros. Dios lo había decretado de otro modo en su sabiduría infinita. El día de nuestra llegada a Córdoba le acometió una calentura, y a pesar del auxilio de los mejores facultativos de la ciudad, aumentaba su mal por momentos. Hace tres noches que me llamó junto a su lecho, me abrazó con nerviosa fuerza, y me dijo con lágrimas:

-Si alguna vez vieres a Carlos, dale mi bendición, la última bendición de su padre. Dile, Alberto, que siempre prefiera la virtud a la vida: ¡oh, hijo mío!

Al exclamar así se quedó desmayado. Muchos ministros del altar cercaban su cabecera, admiraban su piedad y vertían por él lágrimas. Oí tu nombre una vez más en sus labios: a Dios pedía por ti, cuando exhaló con la oración el alma -dijo Alberto.

La impresión que la narrativa dejó en su amigo fue tan profunda, que antes de la mañana le devoraba una fiebre y ardiente delirio. Más de veinte días pasó Alberto junto a la cabecera de Carlos, de cuya vida desesperó más de una vez. La juventud, una buena constitución (física), y los incesantes esfuerzos de su fiel compañero, al fin condujeron a nuestro héroe a la mejoría y a la convalecencia.




ArribaAbajoCapítulo III

Despache, señor caballero, que esos hermanos van abriéndose las carnes.


(CERVANTES.)                


Nuestro valetudinario podía ya, al fin de algunas semanas, salir y visitar el sepulcro de su padre. La severa enfermedad que debilitó su cuerpo le dejó una plácida languidez en el ánimo. Sólo hallaba felicidad en las contemplaciones religiosas. El suntuoso templo donde estaban depositadas las cenizas le recibía diariamente a dar vado a los piadosos sentimientos de un corazón purificado por las calamidades. Los encantos religiosos resplandecen con mayor lustre a través del velo de la tribulación; la virtud, bella hermana de la religión, no es tan dulce y consoladora en las adversidades. Sustenta, sí, la virtud bajo los más acerbos infortunios al héroe o al filósofo; la religión extiende su manto y acoge en su seno igualmente al mercante, que lucha con las ondas; a la viuda, madre de desamparadas huérfanas; al hombre decrépito, presa de las enfermedades; al cautivo y al ciego; al virtuoso y al delincuente; al sabio y al estúpido; a todos acaricia y patrocina la religión cuando vuelven a ella sus ojos humedecidos por el quebranto.

Un día que volvían Alberto y Carlos de sus piadosos ejercicios, encontraron mucha gente que iba a una ermita no lejos de la ciudad para formar parte de una procesión de rogativa que por la lluvia se hacía. Este acto propiciatorio, que aparecerá tal vez prepostero a las hijas de Pamplona o de Santiago, se celebró con la mayor pompa en Córdoba. La imagen del Señor de las Tres Caídas iba en hombros de seis robustos sacristanes o mochilones puestos de sobrepelliz. Otros llenaban el aire de perfumes con sus incensarios de plata; y cantaban rezos con que aplacar la cólera divina. Además de los sacerdotes, iban en doble línea cerca de doscientos hombres con los rostros cubiertos y las espaldas desnudas, y en las manos disciplinas con los ramales terminados en pelotillas de cera, y en ellas embutidos pequeños fragmentos de vidrio. Con estas se maceraban los cuerpos y regaban de sangre el camino destinado para la imagen. Algunos de los flagelantes solían ser víctimas de su devoción, y todos guardaban cama por muchos días después de la penitencia. Cuando los disciplinantes llegaron a la ermita entonaron la salve a la Madre Divina, cuya imagen se había sacado a la puerta para recibir la de su hijo. Al confrontarse ambas efigies; se suscitó una disputa entre aquellos rústicos devotos de Cristo y de la Virgen, que, hubiera podido tener fatal conclusión. He aquí los motivos de la discordia:

Los disciplinantes mantenían que cuando una persona va a ver a otra, la propietaria de la casa debe de saludar a su visitadora, y por lo tanto, la imagen de la ermita había de hacer la primera reverencia. Los ermitistas mantenían la opinión contraria, defendiendo que era más cortés que el visitador reverenciase primero. Ya se sabe la templanza de un ergotista en debate, ora sea en universidades, ora sea en procesiones campestres. Los argumentadores de que hablamos vigorizaban con vino sus cuerpos y la sutileza de sus ingenios, y echaban el mismo combustible en la llama de la devoción. La combinación de energía que de la disputa del vino y el tiempo resultaba podía conocerse a leguas en los sudorosos semblantes de ambos antagonistas. De las palabras pasaron a argumentar con las manos, y al fin apelaron a sus desmesurados garrotes. Todo fue confusión, ruido y trancazos por más de diez minutos, cuando se apareció entre los ermitistas un campeón gigantesco, una especie de Argante, que con una tremenda porra o clavase abrió lugar entre los beligerantes y despabiló a más de uno, poniendo en fuga a todos los flagelantes. Había la naturaleza dotado a este héroe de facultades risibles tan estupendas como los golpes de su porra. Bajó la maza al ver correr a sus contrarias, y atronó los campos con sus intempestivas carcajadas. Los eclesiásticos se aprovecharon de la inesperada tregua para convenir en que ambas imágenes se inclinasen al mismo tiempo. Restablecida la paz y acabados los ritos, se retiraron los ermitistas a beber a la salud de su imagen, y los flagelantes a continuar su martirio entre los humos de una deshecha bacanal.

Los vendedores de rosquetes y licores, los que en buenas fortunas comercian, los salta-en-bancos, los rateros, mendigos y otros ociosos, llenaban aquellas praderías, cada uno traficando en su oficio respectivo.

Cuando vio Alberto la variedad de la asamblea no pudo ocultar su gozo. Estaba el ánimo de este mancebo dispuesto siempre a recibir sus impresiones, como los colores del fabuloso camaleón, del matiz de los objetos que le rodeaban. Lloró por sus pecados al principio de la procesión; sintió enseguida no azotarse como los penitentes; tomó parte en la tumultuosa querella de los garrotes; se alegró de verla apaciguada; y últimamente estaba rodeado de una hueste de gitanas que escrupulosamente le examinaban las manos revelándole con contingentes futuros. Carlos no se entregaba con tanta facilidad a sensaciones momentáneas. Había seguido toda la tarde a su compañero, suplicándole con sus miradas se limitase a ser mero espectador de aquellas escenas. Todo en vano. Alberto era Alberto, y si ora vez no nacía, era probable que permaneciese el mismo, siempre vehemente participe de las innumerables vicisitudes de la vida. Mientras le predecía una gitana que llegaría a ser obispo, otra cardenal y otra almirante de la armada, se mantenía Carlos sentado en una roca, contemplando el movimiento incesante y la animación de aquellas sirenas. No tardaron estas mucho en enviarle una diputación, cuya presidenta empezó por vía de proemio deseándole una esposa vieja, loca y rica. Otra le deseaba esposa que lo coronase como a un venado; y otra que le diese doce niños ajenos. Carlos recibió a las Guósides con su condescendencia habitual, y ellas agotaron sus esfuerzos y gracias para traerlo al grupo de sus compañeras. El estudiante no daba, empero, la más lejana idea de locomoción. Se manifestaban cada vez más profusas, ya del todo pródigas de sus gracias; sin embargo, no se alteraba la estabilidad del estudiante.

-¿Sí estará su señoría encantado? -exclamaban-: Llamad a Menfinia que le ponga su talismán y le quite el mal de ojo.

Menfinia se aproximó, en efecto, al caballero con los movimientos más fantásticos. Sus palabras se acordaban con sus modales; y su extraña figura con sus palabras. Viendo que no tenían efecto las gracias comunes aplicó los labios al oído de Carlos, y tales cosas le diría que se levantó sin resistencia el caballero, y salió rodeado de veinte o treinta de aquellas magas con panderetas, rabeles, flautas y guitarras, cantando unas, bailando otras, y todas como fuera de sentido.

Llegaron a una especie de campamento formado de tiendas como las militares al pie de una colina, y como a dos millas de distancia. Tres o cuatro herreros estaban ocupados a la puerta de otras tantas tiendas en forjar, no dardos para Júpiter, sino clavos de herraduras. Como veinte caballos héticos, doble número de mulas y una tropa de flacos y extenuados jumentos de ambos sexos y de todos tamaños y edades, pacían por aquellos prados bajo la salvaguardia y guía de una manada de muchachos en cueros, de varias tallas y de todos los colores excepto el blanco. Muchedumbre de rugosas damas, de color moreno tirando a negro, de a más de medio siglo por barba, con la mitad del cuerpo cubierto de andrajos y la otra mitad desnuda, se adelantaron a recibir a los extranjeros. Iba Alberto arañando las cuerdas de una guitarra decrépita y testaruda, con tanto entusiasmo y furia música como pudiera su lira Orfeo. Carlos fue recibido en una solitaria tienda y honrado a la ida y entrada, con la urbanidad especial de una matrona por cuyo cuerpo habían pasado primaveras infinitas, sin dejar en él, empero, la menor señal de su verde frescura y lozanía. Iba delante de nuestro caballero columpiándose sobre dos muletas, y de cuando en cuando le disparaba una mirada aguda con el solo ojo que junto a la nariz le quedaba, oscura y macilenta reliquia de sus pasados huesos. A poco de estar el caballero en la tienda le estaba estrechando a su seno la tía Rodaballos, aquélla que le curó en Sevilla.

-Sol de mi cielo -le decía afectuosamente la encantadora-, luz de mi alma, felices los ojos que te ven y las manos que te tocan. ¿Y cómo tan marchitas las rosas de tus mejillas, tan apagados los rayos de tus ojos? Alégrate, hechizo mío, que la tía Rodaballos va a darte gozosas nuevas.

-¿Qué gozo puede haber para mí? -le preguntó Carlos.

Pero interrumpió el diálogo en su principio Violante, la bella hija de la maga. Entro en la tienda con paso tan leve como el que llevan en su círculo las horas. Con el brazo izquierdo sostenía su laúd; con la mano derecha saludó a Carlos, en medio de la confusión momentánea, del rubor que resplandecía en sus mejillas; plácido, transparente y puro, cual se difunde el aliento de la aurora en las flores de la primavera.

-Bienvenido a la humilde morada de los egipcios proscriptos -exclamó-, y así no haya mansión donde le quieran a usted menos.

-Así esas palabras, amable doncella, causen en todos los pechos el placer que en el mío -contestó Carlos; y el rostro de Violante volvió a cubrirse de púrpura.

Todos se sentaron en un banco de herrador que dentro de la tienda había, y pidió Carlos a la encantadora no dilatase más la comunicación de sus noticias. La tía Rodaballos no quiso disminuir el mérito de sus nuevas dándolas todas de una vez. Empezó, pues, con la lejana circulación siguiente:

La noche que saliste de Sevilla seguí tus pasos a alguna distancia. Quise ser tu genio protector, temerosa de que en la agitación en que ibas cometieses algún atentado. Vigilé tu sueño en la primera noche de viaje, y te bendije al derramar la aurora sus primeros rayos. Seguiste tu camino todo el día con increíble actividad, pero una fuerza superior a la de tus músculos me alentaba a mí para seguirte. Te dejé ya salvo en la venta de Los Tres Galgos, y continué mi camino hasta un campamento egipcio que cerca estaba, mandado por mi distinguido profesor y maestro de la raza canina. Este joven, lleno siempre de buen humor y de alegría, oyó lamentarse a su aquélla de no tener un buen almuerzo. Escuchó en silencio la queja tomó consigo el mejor de los mastines y salió para la venta de Los Tres Galgos. Al cuarto de hora ya estaba de vuelta con un hermoso pollo asado par a la melindrosa doncella.

-¿Pero son éstas -preguntó Carlos, con una curiosidad muy parecida a la impaciencia- las nuevas que usted me reservaba?

-No, clavel mío -continuó la hechicera-: tuve que volver a Sevilla aquel día y fui a ver en cuanto llegué al patriarca Tragalobos. Lo encontré de mal humor y me sorprendió mucho, porque es un genio suave y blando como el seno del aire. Miré a la tía Machuca, y conocí que no habían reñido.

-¿Qué es esto, señor maestro -le pregunté con sorpresa-, que no parece sino que se ha engullido su merced el molino?

-Siento -me contestó- haber dejado ir al caballerito. El diablo que atine adónde se hallarán ya sus huesos; pero la niña está en Sevilla.

El rostro de Carlos se cubrió de palidez cadavérica; el de Violante de los matices más altos de la púrpura.

-Voy a partir sin dilación para Sevilla -dijo el caballero.

Poquito a poco hilaba la vieja el copo, amor mío, que aún no estás enterado. Yo tenía que venir con la tribu en caravana a la feria de caballos de Córdoba; y creyendo encontrarte en el camino de Madrid, resolví no abandonarlo, ídolo mío, hasta darte este consuelo. Pero perdí lenguas tuyas; nadie me daba razón, y ésta sería la hora en que ignoraría tu paradero, si no hubiera sido por un pobrecita caballero inocente que habla más latín que español; y a quien me encontré en el camino. Por casualidad llevaba yo, debajo del brazo un librote muy grande que recibí de un boticario, con la intención de doblar mis blondas y cintas por las hojas. Miró el tomo el pobrecito caballero con sus hermosos ojos azules, y que quise que no quise me lo compró por el precio que se me antojó pedirle. Se apeó tan pronto como fue suyo el volumen, le dio el caballo a uno de sus criados, miró la primera hoja, y exclamó el desdichado lunático, que era un quebranto verlo

-¡Esto es un tesoro!, ¡ésta es una joya!

Y otros despropósitos del mismo tenor. Entonces conocí que aquella cabeza no estaba sentada. Al examinar las hojas se reía sin moderación, se daba palmadas en la frente y bailaba y saltaba cual si le hubiese picado la tarántula. Compadecida de él quise contenerlo, le tomé la mano; pero reprimió mi audacia con una mirada, que me pareció de un rey.

-¿Qué quieres? -preguntó airado.

Y yo, que no tenía otro pensamiento en la mente, le pregunté por un estudiante, cabello negro, guitarra al brazo y estrellas por ajos. Se disipó el enfado del altivo caballero, y me dio noticias de mi querubín, presa ahora de la ansiedad y el temor.

-¿Y usted me asegura que está Isabel en Sevilla?

-Sí, por cierto. El tío Tragalobos no tiene duda en ello. Su residencia no me la ha querido revelar ni aun a mí misma. A ti puede que te abra su pecho. El mismo dijo que así lo haría.

Extraño acontecimiento en verdad. Ni es posible concebir cómo el tío Tragalobos ha hecho semejante descubrimiento.

-Por mi parte no puedo imaginarlo -dijo la gitana-; pero el tío Tragalobos me ha sorprendido a menudo con su mágico conocimiento de todas las personas y de todas las cosas de la tierra. Sólo a él le cedo yo mis artes. Nada está ni puede estar oculto a su vista.

-Esta misma noche emprendo mi viaje de vuelta a Sevilla -dijo Carlos.

-No podrías dar paso más acertado -contestó la nueva Circe-. Ve, pero no destruyas tu ventura ni la de la señorita con juveniles imprudencias. Acuérdate de que si cayeras preso en Sevilla, nadie podría salvarte. Entra en la ciudad por la noche, o más bien no entres, y ve a Triana por los arrabales. Pregunta por la calle y persona apuntadas en este papel, y ella te llevará a la cueva de Tragalobos, que no podrías tú hallar por ti mismo. Enseña por señal al guía la banda que yo te di en la montaña; y que de cierto llevas siempre contigo. Recibe mi bendición y prospera. No puede ser más larga tu visita. Llévatelo, Violante, y acompañe sus pasos la ventura.

-¿Querría usted seguirme, noble caballero? -preguntó Violante con reprimida voz, y los ojos clavados en tierra.

Y sin esperar respuesta, tocando apenas la yerba con leve planta, fue a llamar a Alberto a otra tienda. Siguieron éste y Carlos a la aérea Violante hasta descubrir el camino real. Allí fue la despedida.

-No te escaparás -dijo Alberto-, hermosura divina, sin que te dé pruebas de mi gratitud.

Quiso asirle los brazos, pero Violante con una sonrisa indicativa de su indignación, se soltó con agilidad increíble y acudió a Carlos por defensa. No menos vigoroso Alberto, había ya ceñido con sus brazos la frágil cintura, cuando le separó la mana de Carlos, interviniendo en favor de su hermosa protegida. Violante, con la indefinible expresión con que manifiesta la ternura dos ojos negros, tan dulces y diáfanos como los suyos, dijo, rosada la mejilla y con trémulo labio:

-Defiéndame usted, caballero, y deme la paz que le pido.

Hubo Carlos de interpretar mal la especie de paz que Violante le pedía, y ruborizado a su vez, rodeó con robusto muscular brazo la delicada forma de la doncella. Se resistió Violante en vano. Sus negros, sueltos y nítidos cabellos ondularon enlazados por el aire con los copiosos rizos de Carlos. Se aproximaron los encendidos labios, respiraron recíprocamente el fuego que vertían, y resonó bajo las mezcladas cabelleras un beso que hubiera podido sellar el más voluptuoso himeneo del templo de Pafos. Un instante después ya había Violante desaparecido.

-¡Ah, Isabel! ¿Perdonarías esta infidencia?, ¿te la hubieran a ti perdonado? ¡Cuán injustos y egoístas son los hombres!




ArribaAbajoCapítulo IV

¿Es mejor hacer autos, y andar dando que decir a Satanás, y pidiendo el alma, y lloviendo ángeles a pura nube?


(QUEVEDO.)                


El patriarca de los poetas, el inmortal Homero, poseído de uno de sus accesos de estro, pronunció al Helesponto nada menos que ilimitado, en otro sentido del que se le da a esta palabra en la fraseología militar. Años y siglos corrieron sobre las cenizas del poeta, y sobre las ilustres ondas de su ahijado, el dicho ponto helénico, sin que audaz conquistador, sacerdote ni escribano osara poner límites a sus aguas, ni disputarle el magnífico dictado que Homero les concediera. Al fin dieron las islas de Albión un poeta que se atrevió a probar al mundo que era el estrecho indigno de su título. Se arrojó, pues, bizarramente a sus ondas y venció en potente lucha el líquido sepulcro de innumerables guerreros, y asió al fin con fuerte mano la playa opuesta. En el júbilo y exaltación de su triunfo dirigió una filial sonrisa al venerable cantor de Aquiles.

-Homero -dijo-, debía tener de las distancias las mismas ideas que una coqueta del tiempo; y lo mismo llama él ilimitado espacio a media milla, que ella eterno al efecto de tres semanas.

-Quisiéramos que el sublime vate anglicano a quien aludimos hubiera usado la voz amante en vez de la de coqueta; pues está probado que en el léxico del amor todo es eterno; infinito y para siempre. Por ejemplo: aún no hace un siglo que oímos a nuestro Carlos despedirse para siempre jamás de Sevilla, y ya le vemos resuelto a volver sin más motivo que las vagas insinuaciones de la tía Rodaballos. Bien decían algunos filósofos de la antigüedad, que dos dioses criaron a los hombres para que les sirvieran de risa y entretenimiento.

Antes que el sol, salieron para Sevilla Carlos y Alberto en dos caballos que a su muerte dejó el padre del primero; y ya cerca del mediodía entraron a descansar y guarecerse del calor en la venta de un pueblo blanco, limpio y agradable, cual suelen encontrarse en Andalucía. A cosa de las dos de la tarde se les apareció el ventero en traje dominical de domingo, y les dijo con semblante gozoso que si no se daban priesa llegarían demasiado tarde.

-¿Adónde? -preguntó Alberto.

-A la fiesta -dijo el ventero-. Pues, ¿a qué han venido ustedes?

-¡Tú qué fiesta oíste!

-¿Y adónde es, y de qué clase, y por qué? -volvió a preguntar contentísimo Alberto,

-¡No es nada para el caso! -replicó el de la venta- Pues, ¿quién ignora en España que hoy se celebra aquí la fiesta de nuestra madre del Retamal, patrona de esta muy noble, muy leal y muy heroica villa? Pues ya habrán ustedes conocido, si es que no viven en la luna, que aunque parece éste un lugarejo de cuatro casas, no es nada menos que una de las principales villas del mundo, y de una antigüedad que no se le ve el fin. Y no me enseñen ustedes los dientecitos como quien se ríe, que lo que yo digo es un evangelio. Hoy se celebra, como digo, con toda solemnidad la milagrosa aparición de nuestra Señora a un pastorcito, después de haber estado escondida por miedo de los moros treinta o cuarenta mil años, y aún me quedo corto. Ha habido misa cantada hoy por la mañana. ¿A qué platicar? Aquéllos eran ángeles. Pues, ¿y la música?, ¿adónde me la deja usted? Flautas, violines, órganos y campanillas, tin, tin, tan, tan, chillando y berreando todos juntos que era aquello un paraíso. Luego nos echó un sermón el padre maestro fray Agustín Vinoso, que hasta los banquillos de la justicia lloraban a moco tendido. Tres viejas se desmayaron, y por poco no le da a otra una alferecía. Cuando se acabó en la iglesia, salimos todos raspahilando hacia casa a tomar un bocado, para ir con tiempo a ver jugar los mejores toros que jamás se han lidiado en los dominios de España. Aquí se han detenido Pepeíllo, Costillares; en fin, para no cansar, todos los toreros del rey que iban a Madrid. Con los fondos del Ayuntamiento se ha costeado una plaza de toros, edificada bajo la dirección de un célebre arquitecto extranjero. La octava maravilla del mundo. No hay en la cristiandad cosa con que compararlo. Después de los toros se toma un bocado, y a la comedia, coliseo magnífico preparado para esta ocasión. Mucha dudo que el rey mismo nunca haya visto por esas naciones donde se ha criado cosa ninguna como las decoraciones y telón de nuestro corral. Para ver esta función, nunca vista y oída, acuden de toda España gentes como hormigas. Conque, Dios quede con ustedes; que ya es tarde, y podría no hallar asientos.

Pensar que dejaría Alberto de concurrir a la fiesta; era excusado. Él y nuestro héroe se dirigieron, pues, al circo.

Se componía la plaza de toros del célebre arquitecto extranjero de la plaza natural de la villa, con las bocacalles atrancadas con carretas y fuertes tablones. Algunos tablados en los ángulos; y un grande balcón artificial enfrente de la casa del Ayuntamiento. Coronaban el balcón muchos florones de papel de varios colores, bajaban de él banderas y gallardetes, y una desmesurada colcha ondulaba también por delante, jugando con el viento, como si se sintiese orgullosa de verse libre por una tarde del servicio de la cama. También a las casas consistoriales se les había puesto una costra de ornatos del mismo género. Todo el circo, en fin, estaba hermoseado con imitaciones de animales, pájaros y flores muy bizarras y subidas de color, si no del todo parecidas a las originales que representaban. Manifestaba, empero, el ilustre artista que la había Imaginado el triple ingenio de Miguel Ángel. En la célebre ocasión que describimos concurrieron a la festividad cuantos personas hábiles moraban diez leguas en rededor de la villa. Los tauromatas ofrecieron de balde sus servicios, por estar destinado el producto de la fiesta al culto de la patrona, nuestra Señora del Retamal.

Estaba la plaza cuajada de gentes de toda clase, tanto vecinos como forasteros. Desde el balcón del mayordomo de nuestra Señora; es, a saber, el que enfrente de las casas consistoriales estaba, vibró por el aire el fiero acento del clarín que la boca de un negro tocaba. Una compañía de miñones catalanes entró en el circo, y por falta de tambor marchó al son de gaitas gallegas y panderetas hasta haber concluido el despejo. Estos mismos músicos subieron a los balcones de las casas consistoriales, para aumentar con sus instrumentos el bullicio estrepitoso que en señal de reprobación o aplauso hacía el público con castañetas, guitarras, almireces, pitos, campanillas y carracas. Reinaba entonces, ¡el cielo sea loado!, una afición bárbara por los toros. Loamos al cielo de que ya haya concluido. Al son de todos estos instrumentos que el público sacudía, tocaba y soplaba como si hubiese perdido repentinamente el juicio, se apareció debajo de los balcones del mayordomo uno de los alguaciles de la villa, montado en un pequeño jumento y vestido del modo más fantástico que pudo sugerir la imaginación del antedicho artista. Escoltaban al jinete otros muchos alguaciles con sus ropas negras, golillas y estupendos espadones. Con tan lucido cortejo y cabalgadura marchó, pues hacia las casas consistoriales, foco de la belleza y elegancia femenil de la villa. No le abochornó la risa de tanta hermosura; antes bien, alentado por ciertos espíritus víneos, prorrumpió el mismo héroe en inmoderadas carcajadotas, y siguió adelante con sus mirmidones amenazando a aquellas beldades, cual pudiera marchar Baco contra las musas. Hizo alto debajo de los balcones concejiles, y empezó a ondular el sombrero a sus lindas burlonas. El señor alcalde de la villa, sujeto de extraordinaria solidez y peso, se levantó al instante, sustentando en la cabeza una desmesurada estructura parecida a un sombrero de tres picos. El bastón oficial lo conservó en el lado de la espada. Oprimía los hombros y espaldas de su merced una inmensa casaca, que aunque de dimensiones incalculables, parecía aún chica para sustentar unos cuantos botones de acero, o más bien rodelas pequeñitas, con que defendía el señor alcalde su cuerpo. Este magistrado sacó una llave de la insondable faltriquera del faldón derecho, echó atrás la formidable pierna del mismo lado, levantó el brazo y se puso con alta dignidad en ademán de arrojar la llave al alegre alguacil que abajo la esperaba. No hay español que ignore cuán importante y esencial es que caiga la llave del toril dentro del sombrero del que va por ella, que se le premia, como es debido, con cierto número de ducados si lo consigue, y se le silba en no lográndolo. También se puede ejecutar con mayor o menor perfección acto de tanta trascendencia.

Estaba nuestro alcalde, repetimos, con la diestra en alto, y la esperada llave suspendida de una cinta. Tomó bien la puntería, guiñó el ojo izquierdo e hizo dos ademanes por vía de ensayo para acabar con buen éxito tan alta hazaña. Al fin, inclina el cuerpo atrás resueltamente y dispara la llave con toda su fuerza. Pero, ¡ay de las esperanzas humanas si no había el alcalde calculado la gravedad y fuerza centrípeta del faldón izquierdo de su casaca! Sólo una vez al año acostumbraba ponerse esta prenda, y cuando así se engalanaba, iba como tullido y sin libre movimiento. El dicho faldón, ya pesado de por sí lo bastante para echar abajo una iglesia, venía en la tarde que hablamos relleno con una grande vejiga de aguardiente, que desordenando el equilibrio de su merced el señor alcalde le hizo inclinarse lateralmente sobre una doncella de cuarenta y cinco o más años que junto a él estaba. La llave descendió en tanto verticalmente y con admirable compostura a los pies de su merced.

La furiosa damisela, cuya faz recibió el macizo codo del alcalde, le habría sacado los ojos al «demonio del animalón (son sus palabras), bárbaro y torpe, que de tal modo se conducía ante las damas», si la risa de todos los espectadores y la estrepitosa voz de todos los instrumentos no se lo estorbaran.

La proyección de la llave no se hubiera verificado aun en mucho tiempo, a no haberla cogido un muchacho, hijo de su merced el magistrado, y lanzándola al primer amago diez varas más allá del gozoso alguacil que la esperaba. Rebajó éste tres ducados de alegría de su semblante, la cogió del suelo suspirando y volvió con desconsolado rostro, y al son de campanillas, pitos, almireces y carracas, a entregarla al señor mayordomo para que mandase abrir el chiquero. Entonces se presentaron los picadores en sus caballos andaluces, que parecían guiar antes con el deseo que con ningún signo visible. Luego se presentaron el célebre Pepeíllo y el cierto Costillares a la cabeza de sus banderilleros. Estos semidioses del circo eran los matadores, dignidad respetable en aquella época, y la sola que jamás se ha concedido en España al verdadero mérito o al que mejor la mereciera, o mejor fuera capaz de desempeñarla. Venía vestido Pepeíllo de rasoliso blanco, bordado de oro; Costillares, de color de rosa con cabos de plata: ambos eran modelo de varonil y vigorosa belleza. Los banderilleros rivalizaban en esplendor a sus jefes y exhibían una notable variedad de colores y adornos en sus trajes. La presencia de los héroes excitó el más ruidoso aplauso de voces e instrumentos, y mil blancos pañuelos aparecieron en manos aún más blancas, saludando su venida y llenando sus pechos de audacia.

Un profundo silencio se apoderó entonces de la asamblea. Todos los ojos se fijaron en el alcalde, todas las lenguas enmudecieron, menos la de aquella malhadada señorita con cuyo rostro no había mucho estuvo en contacto el codo de su merced, la cual blandiendo su abanico en guisa de hercúlea clava, seguía con volubilidad admirable poniéndolo como ropa de pascua. Nuestro magistrado civil recibía con laudable impasibilidad aquellas incesantes rociadas de palabras, sin mover un músculo, cuadrado al frente, y mirando fijamente al cielo, como si a nadie tuviese a la oreja. Más de una mano anduvo perdida mucho tiempo por los infinitos y grandes pliegues de los faldones del alcalde tirándole sendísimos tirones, antes dé que su merced cayera en que se aguardaba su señal para continuar la función. En efecto, con la debida solemnidad, que el alcalde nunca obraba de ligero, levantó el brazo. Se apeó de la velluda; gruesa y oscura mano en la dilatada superficie del sombrero; los dedos, del color, forma y dimensiones de otros tantos chorizos extremeños, erraron por el plano en busca de algún asidero, hasta que lograron afianzar el pico superior. Se quitó entonces el alcalde aquella su formidable tapadera, y empezó con extendido brazo y fuerza gigantesca a sacudirla por el aire, cual pudiera una viga de Arquímedes sacudir el bajel de un sitiador romano. La señorita del abanico vio con terror inexplicable el súbito descenso y venida hacia su magullado rostro del sombrero de su merced. Dio agudos gritos, se encogió e hizo un ovillo, y postrada por tierra su belleza, aún siguió maldiciendo al insensible bruto que iba a estrujarla viva como a un sapo.

A la señal del alcalde resonó el clarín desde el balcón del mayordomo, y se abrieron las puertas del chiquero. Salió un toro negro de los que llaman Claritos, y se puso en medio de la plaza. Se presentaron uno a uno, a desafiarlo todos los picadores, pera el pacífico animal huía de ellos, dando pruebas de tener apacible y suave carácter. Le rompieron los chulillos el rugoso cuero del pescuezo con las puntas de las banderillas, sin poder excitar su enojo.

-¡Fuego! ¡Fuego! -clamaba el pueblo impaciente al son de almireces, carracas, pitos y campanillas.

Una voluminosa inclinación de la cabeza del alcalde concedió la demanda. Y lo mismo que si no fuera sensible la piel del manso animal, lo mismo que si al romper sus vísceras y membranas, y al abrasarle las vivas y recientes heridas con encendido azufre, no hubiese de padecer agudísimos dolores, se complacían aquellos inhumanos espectadores, harto más feroces que la fiera misma, en oír sus quejas y bramidos. Frenético el animal con tantos martirios, llenaba el aire de sus quejas, hasta que, al fin, se lanzó sobre los crueles perseguidores. Entonces salió Pepeíllo y burló con admirable destreza la furia de su oponente; y viendo que no partía bien y que volvía a su timidez primitiva, lo mató a pasa mano y sin muleta. Entraron las mulas y se llevaron el cadáver de aquel toro filosófico y bondadoso.

El bullicio y desaprobación del público cesó al sonar la trompeta. Se presentó en la plaza un toro tostado de poca talla, pero lleno y bien hecho. Miró alrededor y se dirigió a los picadores con grande compostura. Salió el primer jinete en busca de su adversario, el cual, sin volver la cara, se retiró algunos pasos, rugiendo con reprimida voz. Escarbó la tierra, levantó el polvo con su resuello y, al fin, se lanzó como un torbellino sobre el caballero. Le puso la vara en la cruz, se apoyó en ella, cejó su caballo y lo sacó libre y victorioso. Las capas de los chulos distrajeron la fiera diestramente, llevándola sobre el segundo picador. Esta suerte no fue tan afortunada. Partió súbito el toro y levantó con portentosa fuerza por el aire caballo y caballero. Intervinieron, pero sin buen éxito, las capas de los de a pie; llegó el toro al postrado jinete, y enterrándole el asta en la parte inferior del estómago, le sacó la roja y humeante punta por cima de la rabadilla. No saciado aún con este triunfo, llevó su víctima alrededor de las barreras, y vio el público con horror y gritos histéricos las trémulas manos y cabeza barriendo el polvo en la carrera, y las piernas fijas y vibrando convulsivamente en el aire. Algunos horribles quejidos se oyeron sobre el general murmullo antes que el picador, expirara. Galopa en tanto su caballo a impulsos de la última agonía, lanzándose contra las barreras y paseándose y despedazándose las entrañas en la arena. En este fantástico curso de una parte a otra, se arrojó muchas veces sobre el cuerpo de su jinete, alzado aún en temeroso triunfo sobre las calientes astas. El toro al fin arrojó en alto el inútil cadáver, se dirigió al caballo y le libró de la vida con mil heridas horrorosas.

Aunque con alguna cautela y siempre cerca de las barreras, se continuaron las suertes de los picadores. Muertos otros seis caballos y lleno ya de banderillas el peludo cuello de la fiera, sonó el clarín de muerte; y el intrépido Pepeíllo, con la espada y roja muletilla en la mano izquierda, se presentó ante el concejil balcón a pedir permiso para matar el toro a la salud de su merced del señor alcalde y de la niña de su amor. Se hallaba a la sazón nuestro magistrado urbano con la cabeza diagonalmente inclinada sobre los hombros y los entrecerrados luceros mirando fijos a las regiones celestiales, en un ángulo por lo menos de cuarenta y cinco grados. Es posible que estuviese su merced sacando alguna cuenta de memoria. En este apuro apelaron los circunstantes, como en la ocasión de marras, a sus faldones, y comunicándole por las corvas movimiento a la cabeza; como se hace con los parte-piñones holandeses, lograron forzarle a inclinar la frente a puros tirones y aceptar por sí la dedicatoria de Pepeíllo. Éste salió galanamente hacia el toro y haciendo besamanos a las caras bonitas de andamios y balcones y...

En este instante empezaron a crujir los maderos del balcón del mayordomo, que se desplomó con espantoso estrépito y con cuanta gente le ocupaba. Se hundió al mismo tiempo uno de los andamios. Empezó también a temblar el de Carlos, que saltó ligeramente a la plaza, fiado en su agilidad y en su destreza. Le siguió Alberto, preparando ambos las capas para defenderse en caso necesario. No puede imaginarse la clamorosa confusión de la plaza. Los que cayeron sin romperse ni dislocarse las piernas, corrían ciegos de una parte a otra, con tanto miedo de acogerse a los ruinosos andamios, como de permanecer dentro de la arena a merced de la temida fiera, cuyas astas conservaban aún reliquias de las entrañas del picador. Llevaba el toro el terror en sus movimientos, resonaba la plaza con sus bramidos y ebrio y ciego de furor no perdonaba víctima, despedazando igualmente hombres, mujeres y niños. No podían los toreros contenerlo ni usar de sus armas, por impedirlo el miedo de la multitud, que por todas partes se agolpaba. En tanto se venían abajo, otros andamios; sólo se veían lágrimas y sangre, sólo se oía el estruendo de los rotos maderos, los alaridos y lamentos de los que padecían. La escena era, en efecto, aterradora. Carlos y Alberto se aproximaron voluntariamente al toro, con el doble objeto de proteger si podían las mujeres y niños indefensos y de librarse de las oleadas del tumulto, porque el que en él una vez caía no se levantaba jamás. El bizarro Costillares pudo, al fin, abrirse camino hasta la misma cabeza de la fiera, mas le hizo perder el equilibrio la turba que huía, y cayó bajo las pezuñas del toro. Carlos tomó la espada que al matador se le había caído, y cerró con el frenético animal. En aquel momento había cogido a un caballero joven, ligero y suelta de movimiento, pero que se hallaba sin capa con que defenderse. El asta homicida había ya desgarrado su rico traje, cuando expiró el toro con un aterrador bramido por la espada de Carlos. Pálido el caballero, cubierto de polvo y sangre, se levantó al punto, vaciló un instante y recobrada su serenidad se dirigió a Carlos como a su libertador, y abrazándolo estrecha y repentinamente le dijo:

-¡Y usted había de ser, amado estudiante mío, el que mi vida conservara! ¡Feliz tres veces la noche en que nos dejó sin cenar el ventero, pues que debí al hambre el placer de su amistad!

Carlos reconoció con placer infinito al docto y juvenil caballero de Guzmán, el del viaje arqueológico y literario.

-Curemos por ahora de ver si tiene usted alguna herida -le dijo Carlos, examinando el sangriento y roto vestido-. ¿No siente usted dolor?

-Ninguno, salvo en las regiones internas del órgano odorífico.

-¿Herido el órgano? -preguntó Alberto creyendo que se trataba del de alguna iglesia.

-Sí, señor, el órgano -contestó de Guzmán-, o de otro modo, que tengo desbaratadas las narices. Y para poder apreciar su mérito de usted, buen señor preguntador; hágame el obsequio de decirme quién es, si tal satisfacción no le desplace.

-Yo contestaré en su lugar -dijo Carlos-. Su nombre es Alberto, su sangre hidalga, y sus cualidades buenas. Él es mi primero y mi mejor amigo.

-Títulos son estos dos últimos que le envidio -exclamó de Guzmán alegremente-. Injusto sería, empero, privar de ellos a su Diógenes Patrocles que sin duda mejor que yo los merece. De aquí adelante, señor don Alberto, cuénteme, le pido, en el número de sus amigos.

Con estas y otras palabras se iban los tres jóvenes acercando a la mansión del caballero de San Juan. Otro vestido, alguna poca de agua, jabón y esencias, le borraron todas las huellas del pasado accidente.

-Ahora a refrigerarnos -dijo el caballero, mandando a su mayordomo le trajese algunas botellas del más regalado vino, frutas y dulces.

Éstas se pusieron alrededor de un par de dorados faisanes.

Carlos y su compañero no parecían del todo dispuestos a honrar la improvisada merienda de su huésped.

-¿Y cómo así? -preguntó éste: ¿No se acuerda usted, señor estudiante, que la primera vez que nos vimos ayunamos lo que para todas las cuaresmas que de la presente centuria quedan? Gocemos ahora de la presente abundancia. No creí esta tarde cuando me vi en las astas del toro, volver en mi vida a abrir la boca.

Y viendo que sus palabras no producían el efecto deseado, asió el caballero gentilmente de las manos a sus amigos, y los condujo a la mesa, enfáticamente diciendo:

-¡Al banquete, señor estudiante! Acabe tanta resistencia, y acuérdese de que los dioses mismos: Epei pausanto ponon tetuconto te daita daimunto23.

Con éstos no inteligibles sonidos, que eran griego para todas las personas presentes, y quizá para el mismo de Guzmán que los pronunciaba, se sentaron todos a la mesa, y se empezó la operación del trinchar.

-¡Algún genio infame debe presidir, señor estudiante en nuestros festines, cuando los celebramos juntos! -y luego al paje-: Llama al cocinero a mi presencia.

Poco después entró un hombre como de treinta años, ricamente vestido, y practicando las reverencias más profundas.

-¿Sonno questi fagiani fatti di rocca -le preguntó el de San Juan con severidad bastante- o di carne?

-Io creddebba -replicó el urbano cocinero con una profusión de apologísticas cortesías- che la sua eccellenza gli vorrei per la cenna e forsa non saranno ancora arrostitti abbastanza.

-El pícaro tiene mil razones y hay que dejarlo ir -dijo el caballero-. Llama a mi valet de chambre.

A este funcionario le dio la orden que sigue: Allez au theatre tout de suite, et prenez en trois places de loge.

Se volvió el caballero de Guzmán hacia sus amigos, y viendo con gusto que había observado su poliglotismo, dijo, como por excusa:

-Está uno obligado a saber más lenguas que si deseara entrar de intérprete en la torre de Babel, y con todo eso, cada vez le sirve a uno peor esta canalla.

Y luego en particular a Carlos, con una dulce sonrisa:

-Si viviéramos, querido estudiante, en aquellos días venturosos en que sancionaban los dioses los vínculos amistosos de sus favorecidos hijos, ¡cuán ardientemente les pediría yo que enlazaran con el amor más suave la ternura de nuestros corazones! Pero nuestros días son los de la frigidez, llenos de pringue o de tabaco cucarachero, gente que nunca ha gozado de las delicias de la amistad. No obstante, como nuestro vino no cederá probablemente en gusto y fragancia al néctar con que el suave Anacreonte se emborrachara, pues en prosaico así se dice, hagamos una oblación en las aras de la amistad a la memoria de los tiempos antiguos.

Bebieron con harta libertad nuestros jóvenes, aunque sin imitar al suave Anacreonte. La conversación volvió naturalmente a los asuntos de la tarde; y expresó Carlos su maravilla de que hubiese permitido el señor alcalde la erección de tan débiles tablados para tanta gente como se esperaba.

-No padezca -dijo de Guzmán interrumpiendo a su amigo-, la opinión artística del desmesurado alcalde. Su merced, aun cuando poseyese algunos rudimentos de arquitectura, debió someter su juicio, como lo hizo, al de un facultativo, un adepto de las artes.

-A quien Satanás se lleve, y mejor mientras más pronto -dijo Alberto-, sin dejarlo nunca volver por acá a construir otra plaza.

-¡No, por Vulcano, señor Alberto! -replicó el caballero- No desee usted tan desagradable reclusión a un amigo de su amigo don Carlos, pues ha de saber, señor estudiante, que no es otro el arquitecto que el Praxíteles de marras. Por este nombre distingo yo, lucus a non lucendo, al autor del estupendo San Cristóbal, a quien tal vez conservará usted todavía en sus reminiscencias. Bajo mis pobres auspicios y patrocinio consiguió se escogiese entre otros candidatos para dirigir los monumentos con que ha de honrarse este memorable aniversario de Nuestra Señora. Mi intención fue proporcionarle al pobre algún trabajo. Usted ha visto las consecuencias de mi filantropía, y a mí no se me olvidarán tan pronto. Veo que ya esquivan ustedes las botellas, con que si lo aprueban nos dirigiremos hacia el coliseo a ver cómo nos trata Talía.

-¿Y ha salido también el coliseo de los talentos de Praxíteles? -preguntó Carlos.

-No, señor estudiante. La parte sólida puede sustentar siete mil cuerpos de la gravedad específica del de nuestro alcalde, pues no es nada menos que el piso bajo de las casas consistoriales, es decir, el mundo adonde estaremos seguros, a no ser que haya terremoto. Los ornamentos sí son de la invención de Praxíteles; pero, aunque todos los del techo nos cayeran encima, no podrían hacernos otro mal que ensuciarnos el sombrero, como creo que lo trae Gerardo Lobo, entre paréntesis, excelente poeta de su clase.

Diciendo así, salieron los tres para el teatro.

-Tengo que comunicarle a usted un secreto, señor estudiante -dijo por el camino el sanjuanista-, que tal vez me estaría mejor conservar en el pecho. ¿Podrá usted creer que llevo tal ansiedad por el buen suceso de la comedia, como si, en efecto, fuese hija mía?

-Quizá es usted, en efecto, su padre, señor mío -le contestó Carlos.

-¡A fe mía que no he tenido la menor parte en su engendro! Puedo haber ayudado a criarla, y esto es bastante para que, en calidad de padrino, me interese infinito su suerte. La comedia es de uno de nuestros autores antiguos, y yo he trabajado algo en purificar la dicción, en simplificar el argumento, e introducir en el diálogo el espíritu de la gracia y chistes modernos. Pero es el plan original tan absurdo y desconcertado, que me temo hayan sido inútiles todos mis esfuerzos para mejorarlos. También tendré la desgracia de oír recitar mis versos por los actores bárbaros de una compañía de la legua, y la de que los escuche y aplauda un público apenas capaz de entender los conceptos de don Cristóbal Pruchinela.

-¿Y por qué -preguntó Carlos- emplea usted tan mal sus talentos y numen poético?

-El hijo del caballero del verde gabán nos lo dice en Cervantes. Tenía por loco al lunático paladín de la Mancha, y a pesar de eso le gustaba que le alabase sus versos. Y yo mismo, ¡cuántas veces no codicio el aplauso de aquellos cuyas opiniones desprecio! Adúlame, que me gusta, decía el otro romano; y yo ya pienso que con corta diferencia todos sienten lo mismo. Los príncipes y ministros pagan la adulación porque tienen de que los necesitados y truhanes venden: adulación para vivir; el amor no tiene vira más aguzada que la alabanza y en el mundo moral es la lisonja importantísimo y principal agente.

Ocupaban las tablas o la escena para hablar en culto, un extremo de la sala capitular del pueblo. El telón y pabellones eran de indianas de varios dibujos, que indicaban haber servido de colchas antes de entrar en el templo de Talía. La luneta formada de bancos y sillas. Una arquería de cartón encerraba la luneta, descansando en barandas del mismo material, fantásticamente decoradas e imitando palcos para el señorío. El techo estaba cubierto de guirnaldas, banderas, cuernos de la abundancia, máscaras, cañones de artillería, lagartos y otros varios objetos no menos alusivos, todos de papel pintado. También bajaba de él una araña con doce velas de cera. Cada palco estaba, además, alumbrado con sendas torcidas, cuyo vapor podía olerse desde Madrid. Es cierto que los adornos correspondían a la iluminación. En cada palco había una batalla de moros y cristianos, recortada de papel y suspendida con alambres. Y con tanta novedad se representaban los tales combates, que tenían los vasallos piernas encarnadas y cuerpos azules; los más de los jinetes caras verdes; los pájaros eran mayores que los caballeros, y más pequeños los árboles que las piernas de los caballos.

Estaba ya el teatro lleno a la llegada de nuestros amigos. Las gaitas gallegas ya chirritando alegremente, acompañadas por las panderetas. Pero, ¿qué colores serán bastantes para pintar el resplandor, el lustre y el brillo de las hermosuras de los palcos?, ¿qué voz para cantar la riqueza de las joyas, la variedad de los trajes? Digamos sólo que ni antes ni después de la ocasión que nos ocupa, vieron tan suntuosa concurrencia ni la villa que celebraba aquélla festividad, ni las chozas ni las aldeas de diez leguas a la redonda.

Era el señor de Guzmán uno de los jóvenes más finos y amorosos de la edad de Carlos III. ¿Cómo había, por consiguiente, de sentarse sin dirigir a la señora que por acaso tenía junto una arenga rebutida de flores filológicas y escogidas bellezas de elocución? Descansó, pues, la leve mano en el puño argentino de la espada; hizo del cuerpo un arco, y desviando el sombrero media vara a la retaguardia, hizo un discurso pidiendo permiso para sentarse a la dea que le cayó de canto. Usando nuestra hermosa de coquetería algo más que villana, se puso el abanico por delante del rostro, como rejilla de confesionario, manteniéndose firme en su posición, y sin dignarse inclinar el cuello una línea hacia el caballero. Tan pronto, empero, como entendió por varios signos que aquellas no inteligibles palabras del caballero estaban destinadas para su oreja, le lanzó una fogosa mirada a través de las varillas del abanico, y no pudiendo imaginar por qué estaría el orador en postura tan incómoda y extraña, hubo de sospechar que había cierto fondo burlesco en la oración, y así replicó en ácidos acentos:

-Más valía que se sentara su merced del mozalbete, y dejara en paz a las damas. A otra puerta, hermano, que no tenemos aquí los dientes de corcho. Cuidado que no venga a echar pullas y le empullen en el pueblo. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. ¿Quién le pregunta a usted qué nombre tiene?

Esta severa y poco merecida reprimenda atrajo la atención de Carlos, que reconoció inmediatamente los mismos postreros flecos y flores, la misma profusión de cintas y exuberantes ornatos que habían en la corrida de toros engalanado a la damisela de cuarenta y pico que estaba junto al alcalde. Cuando se concluyeron los toros, del áspero modo que se ha dicho, bajo de los balcones del ayuntamiento adonde estaba, se dirigió a su casa, y descubrió con furor inexplicable la diestra mejilla llena de dilatadas marcas, carmesíes, azules, púrpura, pajizas y negras, las cuales juntas y mezcladas no dejaron de parecerse al primer bosquejo de un pintor que imagina un tormentoso paisaje. Se cubrió el esmaltado carrillo con papel de estraza mojado en agua y vinagre, y quería por eso en el teatro ocultar tan tosca cubierta con su abanico.

Pero he aquí que acaba su tonada la gaita gallega, suena un agudo silbido, y se levanta el telón. Un robusto mocetón se presenta vestido de mujer representando la alegría. No hubiera sido el comediante mal símbolo de aquella dama alegórica, a no haber lo membrudo de sus piernas y brazos, sus barbas y porte, indicado mucha mayor estabilidad y firmeza que gozó nunca la alegría. Un libro, unas manos y cabeza perteneciente a otro individuo de la tropa, hicieron su emersión por detrás de los bastidores, y empezaron a apuntar la alegría en voz clara, robusta y sonora. Así se recitó un doble prólogo con diversión de Alberto, tedio de Carlos, y desesperación completa del señor de Guzmán. Cayó el telón, empero, y resonaron mil aplausos y palmadas.

Fuese obra de algún espíritu cepa-a-oscuras, enemigo de toda diversión y contento, o fuese que existía cierta atracción molecular entre las partículas del alcalde y las de la añosa virgen de los flecos, no es averiguación esencial para esta historia. Lo cierto es, estos dos entes se juntaban cual si los ligase algún fatal magnetismo, pues no fue otro más que el mismo alcalde el que entró después del prólogo en el teatro, y ocupó el solo lugar que había vacío, y en reserva, esto es, al lado de la empapelada señorita. El alcalde se cuadró al frente como acostumbraba. La señorita de los cuarenta, y más le miró con la dulzura de un basilisco, y separándose cuanto pudo hacia el caballero de Guzmán, tiró de sus flecos con insólita aspereza, como si temiese, que se los mancillara el contacto del alcalde, y se preparó; en fin, a gozar por toda la noche los placeres de una importante cólera.

Resonó otra vez el pito y se levantó el telón. Detrás estaban todos los cómicos que habían de representar el auto. Allí estaba el Padre Eterno, dos ángeles, un fraile, la concupiscencia, la templanza, las tres Marías, Judas Iscariote y otros muchos caracteres; cada uno de los cuales fue explicando quién era, al modo que los actores de Shakespeare dijeron al rey cuál representaba al león, y cual la pared. El diablo fue el que hizo la última confianza,

Le publique est discret et ne le dira pas...,



añadiendo que era el gracioso, para que supiera la gente cuándo había de reírse.

Empezó el diálogo entre una de las Marías y Judas Iscariote, a quien daba frecuentes y donosos consejos el diablo. A cada palabra suya disparaba el auditorio mil tremendas risotadas. Se hizo general la alegría. Hasta la rigidez y severidad de los músculos del alcalde empezaron a disiparse. A la chuscada inmediata (pues la boca del diablo estaba llenita de ellas) replegó el alcalde el pellejo de sus inmensos párpados. Poco después arqueó los ángulos de los labios, descubrió dos hileras de blancos, robustos y dilatados dientes, las separó al fin, y dio salida a una carcajada alcaldina, que atronando el teatro, resonaba sola por cima de todas las otras risas. Carlos, de Guzmán y Alberto cogieron el mal. Se reían de ver las singulares contorsiones del alcalde; y viendo éste que le segundaba el público, redoblaba sus carcajadas en robustez y número, oprimiéndose ambos ijares con los cerrados puños. Si el diablo hubiera sido en realidad el mismo Satanás, quizá no habría podido levantar, tal tole tole. Hasta las tres Marías, olvidando su condición, empezaron a hacer muecas y reírse de lado, comunicando la enfermedad a Judas Iscariote, a los ángeles y la concupiscencia, y, en fin, a toda la comparsa. Pero cuando se echó el diablo a reír y hacer gestos fue ella. El monosílabo «¡bien!, bien!», resonaba entre la estrepitosa broma del alcalde, como la voz de Bóreas entre el tumulto de la tormenta. La jovialidad de su merced crecía por instantes. Dejó sueltas las formidables manos que ondulaban al compás de las carcajadas; dejó caer dos lágrimas, una por cada ojo, que tendría la menor media azumbre de agua; y en la exaltación, en fin, de aquel gozo intenso, le dio un manotón a uno de los vasos verdes llenos de aceite, depositándolo con su llameante torcida en las flecudas faldas de la señorita antedicha.

-¡Oh dioses! -exclamó de Guzmán al punto- ¿Y habéis así permitido que mancille este pestífero licor el más complejo de cuantos sirqueos faldellines tiene hoy España? ¿Un vestido tan de moda y elegante en tiempo de Fernando e Isabel, esto es, un par, o poco más de siglos hace?

Y mientras estas y otras cosas decía, le quitó a la niña el encendido algodón de la falda, que ya empezaba a arder.

No hay furia recién escapada de las cavernas infernales, gato cuya cola pisa desventurado pie, que vuelva contra su adversario con más violencia que se lanzó la señorita sobre el alegre alcalde. Vio el magistrado las agudas uñas cerca ya de sus ojos, oyó los penetrantes chillidos que le taladraban el cerebro a través de la oreja, y un pánico terrible se apoderó de su alma. Levantó la mano a los confines del sombrero, se le encasquetó hasta la nariz, y sacando los codos hacia fuera, estableció dos ángulos salientes de una fortificación tan inexpugnable como pudiera inventarla al ingenio constructor de Vauban. Una columna de granaderos no hubiera abierto por allí brecha. Pero no habían aún acabado los infortunios de la noche. Cayó, la torcida desde las faldas de la señorita en un San Martín de papel a caballo que adornaba el palco. El santo bendito y su trotón, ambos quedaron reducidos a cenizas, lo mismo que los moros que tenía a los pies, los árboles y pájaros, guirnaldas y barandas. Se comunicaron las llamas de palco en palco, se pegaron a las cortinas, empezó a arder la madera, y todo queda en un instante envuelto en fuego y humo.

Aunque no era la conflagración peligrosa, por ser de piedra el edificio y abierto por todas partes, Carlos y sus amigos, se pusieron expeditivamente en el aire libre para escapar ahoguío, si no asamiento. Así concluyó la comedia. El señor de Guzmán juró por la laguna Estigia no concurrir jamás a sitio alguno donde hubiese respirado Praxíteles.




ArribaAbajoCapítulo V


   Dejad los dulces regalos
y el blando lecho dejadle;
socorred a vuestra patria,
y librad a vuestros padres.
No se os haga cuesta arriba
dejar el amor süave,
porque en los honrados pechos
en tales tiempos no cabe.
Al arma, capitanes;
suenan clarines, trompas y atabales.


(Romancero.)                


-¿Y no podré conseguir detenerle a usted conmigo siquiera cuatro o cinco días, mi querido estudiante? -preguntó el erudito de Guzmán a Carlos al tomar a la mañana siguiente el chocolate.

-No podía gozar de mayor gusto que el de aceptar tan grato convite -respondió Carlos-, pero sabiendo usted como sabe las razones que me llevan a Sevilla, no creerá extraño que me resista a posponer el viaje. ¿Cuándo le fue lícito a un caballero de nuestra edad obrar con indiferencia en un affair de coeur?

-¡Superlativamente cierto! No hay delicia sublunar que deba anteponerse por un bizarro joven a los negocios de su dama. Sin embargo, la seguridad de su individuo y hombre físico de usted merece tal cual consideración, pues no ha de darse todo al alma mientras la tenemos inquilina del cuerpo. ¡Le envidio a usted su historia y aventuras! Supongo que no me habrá usted sólo confiado la verdad, sino toda la verdad, partiendo de cuyas premisas puedo juzgar de su situación de usted tan bien como usted mismo. Deténgase, pues, hasta la vuelta de un correo que en posta despacharé a Sevilla a un pariente e íntimo amigo mío. Él se informará de todo, y me dirá sin tardanza si puede usted o no presentarse en aquella ciudad, o si en hacerlo así peligrará su vida.

-Crea usted sinceramente, buen caballero y amigo, que cada palabra suya enciende una nueva llama de gratitud en mi pecho. Yo pospondría gustoso mi partida si no estuviera resuelto a ir a Sevilla, sean cuales fueren los peligros del viaje.

Mientras Carlos y Alberto se preparaban para el camino, el señor de Guzmán escribió y cerró su carta. Se separaron poco después los nuevos amigos con mil bondadosas expresiones. Carlos deseando al caballero lograse descubrir medallas antiguas por centenares, de Guzmán diciéndole a Carlos concierta sonrisa satírica: Vituperanda est maxime tua incuria.

Los viajeros hicieron por acercarse a los arrabales de Sevilla una mañana muy temprano para poder entrar en la ciudad sin ser vistos. Llegaron hasta la puerta de Carmona, cuando inesperadamente vio Carlos al acartonado escribano de su pueblo, paseándose muy despacio al través de la puerta con una capa nueva en la espalda. Los ojos de este funcionario estaban por fortuna fijos en el suelo como si buscase algún alfiler que se le hubiese perdido, o contara las chinitas que por tierra había. Su postura impidió al escribano ver a Carlos ni a su compañero, pero éstos tuvieron que volverse, apartándose lo bastante para no ser reconocidos.

Poco después de esta honrosa retirada empezó a salir gran cantidad de gente por la puerta de Carmona; extendiéndose por el camino y prados adyacentes. Alberto le preguntó a un campesino el motivo de aquella concurrencia. La respuesta fue otra pregunta.

-¿Le parece a su merced, señor hidalgo -dijo el de las polainas-, que nos chupamos aquí el dedo? Pues, ¿quién ignora que toda la tropa y nobleza de esta muy noble y muy leal ciudad sale hoy a la revista del invicto general Landesa? A otro can con ese hueso, que yo soy perro viejo, y no hay conmigo tus tus.

El sonido de los clarines anunció desde lejos la llegada de las tropas. Carlos y su compañero se entraron en un olivar, adonde podían permanecer ocultos espectadores de la parada. Cuatro soldados y un cabo de a caballo se presentaron los primeros, vestidos de monstruosas casacas amarillas, con formidables sombrerazos de tres picos y desmesuradas botas de montar. Las armas, espadas de más de la marca; los adornos, coletas tan largas como tres hojas de Toledo, y bigotes tiesos y empinados, casi tan largos como las coletas. Iban estos campeones de batidores, precediendo a cierta distancia la cabeza de la columna. Ocho trompetas se guían en caballos blancos acompañados de cuatro timbaleros. Un anciano caballero de plateada cabeza, también vestido de amarillo, pero con pecheras y vueltas de costoso encaje, con cruces e insignias de jefe, montaba un soberbio bridón, mandando el regimiento de la reina, que medianamente armado y disciplinado salió de la puerta de Carmona. Dos jinetes acompañaban al coronel, uno el ayudante y otro el capellán del regimiento. Después de este cuerpo venían en un brillante grupo de oficialidad a caballo el general y su estado mayor. Marchaban la columna junto al olivar en que habían entrado Carlos y su amigo. No dejó de causar un repentino sobresalto a nuestro héroe la vista del general, en quien reconoció al mismo jefe que acompañando a la marquesa del E., había reclamado en la cárcel como suyo el pañuelo que le robó Tragalobos. La música de nuevos clarines un acompañamiento más armonioso de timbales resonó precediendo a la real maestranza de caballería. Veinte músicos negros componían la banda de este brillante cuerpo. Iban vestidos de grana bordada de plata, y a caballo en bellos palafrenes blancos, domados para este especial servicio. Las trompetas y timbales estaban adornados también con telas de sedas bordadas de plata. Los picadores iban a diez varas de los músicos, dando pruebas en soberbios caballos negros de las mejores razas de Andalucía. Dos maestros de armas seguían vestidos de completa armadura, los ricos penachos de sus yelmos ondulando libremente por el aire como las crines de sus caballos, las doradas hebillas y clavos de oro de los petos quebrando los rayos del sol, y dispersándolos por el aire en mil deslumbradores esmaltes. A veinte varas de distancia de estos meniales marchaba la flor de la nobleza sevillana haciendo alarde del lujo más espléndido que la sencillez militar puede admitir, y de aquella equitación perfecta que siempre la ha hecho célebre. Pasaban de doscientos los caballos. Ninguno parecía mover la mano para reprimir la impaciencia del ardiente bridón, que ora alzando los fuertes y ligeros brazos, ora contrayendo todos sus músculos y miembros, trotaba a galopado en reducidísimo trecho sin separarse un ápice de la línea. Avanzaba el escuadrón en divisiones de a cuatro con marcial elegancia y lentitud caballerosa. Un cuerpo de mil jinetes, armados de punta en blanco, seguía al de la maestranza. Se componía de pajes, escuderos y otros dependientes, costosas y uniformemente decorados; las casas a que pertenecían se indicaban por los colores de sus plumas y armas bordadas en las mantillas de los caballos. Tres batallones de infantería, con uniformes blancos, formaban la retaguardia. Iban armados de poderosos mosquetes o fusiles, y bayonetas de prodigioso tamaño. Un coronel y varios ayudantes a caballo iban a la cabeza de la infantería. Cuando pasó el segundo batallón, sobrecogió a Carlos otra emoción de sorpresa reconociendo en un sargento mayor al capitán que disputó a los presos la salida de la cárcel, y cuya espada llevaba él mismo a la cintura.

Cuando hubo pasado el último militar se retiró Carlos a ciertas ruinas de una iglesia o ermita que dentro del olivar estaban. Alberto fue, entre tanto, a la ciudad para preguntar por la habitación del caballero a quien venía dirigida la carta del señor de Guzmán. No tardaron en hallar la casa por ser la de don Lope Grañina de Portocarrero, uno de los primeros nobles de Sevilla. Estaba éste en la revista cuando llegó Carlos con Alberto, pero se les recibió urbanamente para que se esperasen en una sala de la casa. Las herraduras de varios caballos resonando en el patio anunciaron después de algún tiempo la llegada del señor de Grañina, quien sin dilación alguna recibió a Carlos.

Ascendían dos ramales de una escalera de mármol a una suntuosa galería cubierta de pinturas de los mejores artistas, y enriquecida también con estatuas antiguas y algunas modernas de exquisito gusto. Llevaba la galería al salón adonde don Lope Grañina de Portocarrero estaba descansando en un sofá. Vio nuestro héroe con gozosa sorpresa que era aquel joven caballero el mismo oficial que mandaba por la mañana uno de los batallones de infantería, el mismo que resistió la salida de los presos de la cárcel, y a quien él había defendido. Se adelantó el oficial a recibirlo con abierta y extendida mano, y al acercarse exclamó con no pequeña sorpresa:

-¡Por Santiago! ¿Es posible? -y abrazando a Carlos con no menos dignidad y franqueza, continuó- Infinito me alegro, señor don Carlos, de tener esta ocasión en que manifestar a usted mi agradecimiento. Conozco parte de su historia de usted y de sus aventuras. Nuestro mutuo, cuidadoso y buen amigo de Guzmán me ha dicho algo de eso, y de la intención que usted tenía de honrarme con una visita. Con este objeto me mandó un expreso que llegó aquí ayer por la mañana. Mucho, mucho, mucho me regocija la identidad que veo entre el reconocimiento de mi primo y el caballero que salvó mi vida exponiendo la suya.

Carlos dijo algunas palabras que le sugirió su modestia, y encendiendo un cigarro continuó el señor de Grañina con desenfado militar:

-El escalamiento de la cárcel, con las circunstancias gravosas que le acompañaron, es cosa de todos los demonios. Mucho me temo que a pesar de mis buenas intenciones no he de poder hacer cosa alguna en favor de usted hasta que permita Dios que suba a la horca nuestro excelentísimo señor capitán interino. Habló de don Dionisio Landesa de Castrofuerte, a quien dice que conoce de vista.

-Sí, ésa es la condición. Me parece -dijo Carlos- que no tendrá don Dionisio empeño especial ninguno en ver mis negocios terminados.

-Él lo sentirá tanto como se alegrarían otras personas; pero yo, por mi parte, puesto que de fijo ha de acabar en horca o tablado, querría apresurar los preliminares.

-No conozco -dijo Carlos- circunstancia ninguna de ese caballero, ni la influencia que su muerte puede tener en mis asuntos.

-Le hablaré a usted con mi natural franqueza, suplicándole al mismo tiempo no haga usa de esta conversación por ahora. El dicho don Dionisio es malvado, sin par, sin semejante. No se admire usted. Mis palabras son libres, pero exageradas. Este excelentísimo señor general ha sido por muchos años gobernador de una de nuestras provincias americanas. Fue su conducta en el gobierno tan inhumana, tan atroz, que se le llamó a Madrid para responder a varios cargos muy serios. Hasta de traidor pienso que se le ha acusado, o por lo menos de tener trato muy sospechoso e íntimo con ciertos emisarios ingleses. Sin embargo, inocente o criminal, no tuvo más remedio que embarcarse con su oro para España. Jugó y perdió vastos tesoros a bordo del navío en que venía. ¡Necedad increíble la de perder así su mejor abogado! Con su dinero lo pasaría mejor ahora. Desembarcó en Cádiz con mucho boato, pero sin un maravedí: perversa situación para defenderse en la corte. Así se ha detenido con varios pretextos en Sevilla, valiéndose para neutralizar las órdenes que vienen contra él de la influencia de un vejestorio, vivo esqueleto y sepultura, distinguido con el título de marquesa del E.

-Tengo el honor de conocerla -dijo Carlos.

-El honor tal vez tendrá usted, pero positivamente carecerá usted del gusto. A este espectro y sombra vana de la pasada marquesa pudo, admírese usted de esto, inducirlo en una especie de asqueroso enredo de amor, y en parte por el favor de ella, y en parte por la influencia de los muy sabios alquimistas de esta ciudad, de quien el general parece muy amigo, ha logrado que le nombre Su Majestad general interino de las tropas que la nobleza de Sevilla están formando para resistir la amenazada invasión de los ingleses. Hemos recibido con paciencia española este insulto; pero bien sabe Landesa que no ha de llevar al campo caballeros, el menor de los eriales vale por mil hombres como él. Sin embargo, mientras todo esto se resuelve, tiene en los asuntos casi absoluta influencia. Él los dirige como quiere y poquísimo podemos todos los demás hacer por usted ni por nadie.

-¿Y qué se mezclan también, los tales alquimistas en asuntos militares? -preguntó Carlos.

-Y lo que es más, los dirigen a su gusto. Sin embargo, no hubieran conseguido elevar así a su excelencia, a no ser por el poderoso influjo de la marquesa del E. Su peso fue de mucha importancia en la balanza. Esta señora distribuye limosnas los miércoles con bastante publicidad y ostentación; la echa de beata; no le faltan elogiadores que dicen que es una santa, y sobre todo posee el más pingüe mayorazgo de Andalucía. Pero, entre paréntesis, ¿cómo se relacionó usted con aquel almacén de carmín y blanco, de solimán y de perfumes? Veo que admira usted la moderación de mi lenguaje.

-Esa señora me visitó y ofreció su protección estando preso -dijo Carlos.

-¡Va, va! ¿Y no pasó de ahí?

-No he vuelto a verla más.

-En efecto, ella es bondadosísima y muy amiga de visitar cárceles. Pero tratemos de cosas de más importancia. Esta casa, señor mío, está convertida en una venta y fonda pública desde que la amenaza e invasión de los ingleses se hizo objeto de seria importancia entre toreros y políticos de taberna; sola gente, que además de los egos de las órdenes religiosas, temen que la conquisten los isleños. Mi casa habiéndose vuelto, como digo, venta, es el lugar de España en que estaría usted menos seguro. Tomará usted, por lo tanto, posesión de una quinta mía muy cerca de Sevilla, retirada, grande, y adonde hallará usted medios de gozar todos los placeres del campo. También hay un surtido mediano de libros. Vaya usted con Dios, y, entre tanto, yo me ocuparé aquí eficazmente de sus negocios.

-Acepto con gratitud el ofrecimiento -replicó Carlos-, y me retiraré al campo mientras Alberto, un joven que viene conmigo, se dedica a ciertos asuntos interesantes que me han traído a Sevilla. Sí, por cierto. Se me había olvidado el principal motivo de su viaje de usted. El amor es la más dañina de todas las deidades, pero no hay quien no sacrifique en sus aras. Mejor enterado me hallaría de este negocio, si hubiera podido entender la epístola de mi docto primo de Guzmán. Pero ¿qué quiere usted? No tiene otra delicia que escribir de modo que lo entienda él mismo al escribirlo, y ni él ni nadie después. Su padre, tío mío lejano, estuvo por mucho tiempo de embajador en diversas cortes de Europa, y sacó a su hijo muy joven todavía, de España para que se le educaran por esos mundos de Dios en alto estilo. Ha vuelto el muchacho hace uno o dos años el más desaforado pedante que jamás disputará sobre la etimología de un vocablo siríaco. Le revela a usted a la segunda vez de verlo, con estupenda seguridad y muy sobre sí, secretos médicos, que honrarían la perspicacia de un Hipócrates; más versado que San Agustín en la teología; más que San Telmo en la náutica; y, en fin, ni hay ciencia ni arte en que no se considere distinguido profesor. Por ejemplo, escuche usted y admírese de la sencillez con que me dice que tiene usted ciertos compromisos con una señorita, y que éstos le traen a Sevilla. Aquí está su carta. Oiga usted:

«El cruel Irsos le lleva a Hispalis. ¡Ah, pobre primo!, ¡ah, mísero de Grañina! ¡Cuánto dieras tú por entender a tu Guzmán! Pero me explicaré. Consume el fuego de aquel Dios la morada de su vida. "¿Y adónde vive la vida?", me preguntarás tú en la oscuridad de tu mente. La vida reside generalmente, señor primo, en la cavidad del tórax, parte inferior del diafragma, entre las dos láminas del mediastino».

Ahora quiero saber si hay gentil o cristiano, o uno que no sea saludador, capaz de entender esta jerga.

-Hagamos, sin embargo, justicia al señor de Guzmán -dijo Carlos-. Yo no lo conozco más que por los favores, las atenciones y caballerosa cortesía con que siempre me ha tratado. Sus modales son afabilísimos; su carácter sobremanera halagüeño y afectuoso; y si desciende a esas frivolidades y culteranismo, es antes por pasatiempo que por pedantería.

-Exactísima descripción, señor don Carlos. Yo quiero muchísimo a mi primo, le quiero como a un hermano, y sé que no tiene España corazón más noble ni más sencillo que el suyo. Sin embargo, nos hemos declarado mutua e implacable guerra. Él se burla de mi marcialidad, y yo de su erudición. Y como la guerra es de palabras, arma que yo conozco apenas, me tiene destrozado. ¿No le aconsejó a usted que se fuese con tiento conmigo, no fuese que por vía de diversión le diera una estocada? La verdad, señor don Carlos.

-Nada, no, señor; ni una palabra me dijo de esa propensión tan destructiva.

-Es, pues, enemigo generoso.

Después de algunas otras palabras, Carlos partió en un coche, con los cristales bien cerrados, para la quinta de Grañina, desde donde envió a Alberto con plenos poderes en busca de Tragalobos.




ArribaAbajo Capítulo VI


    Todo es amor y paz; las piedras aman
dando suspiros mudos, y las vides
en alegre silencio amor las casa
con los soberbios árboles de Alcides:
las flores se entretejen y se llaman,
y tu flecha las hiela y las abrasa.
El mismo sol enamorado pasa
tan risuelo el viaje, que parece
que persigue la Ninfa de Peneo:
y para ostentación de su deseo,
la pompa de la luz con que amanece
trémula resplandece
sobre las ondas, y las rosas dora
que pintó con su púrpura la aurora.


(B. DE ARGENSOLA.)                


-¡Hombres, hombres! -exclamó suspirando la noble marquesa del E., la patrona de Carlos en la cárcel, viendo a través de las ventanas de su espléndida sala de estrado, que con rápido vuelo se acercaba ya la noche- ¡Cuántas angustias habéis derramado en este corazón mezquino! ¡Cuántas horas de mi vida habéis llenado de amargura! Bajos y astutos en vuestras primeras caricias, cuando teméis que las despreciemos, bárbaramente altivos y desnudos de generosidad en vuestros triunfos. Nada os place ni deleita, sino atormentar el corazón que os ama. ¡Quién viera el exterminio de vuestro sexo, y libre la tierra de tan aborrecibles monstruos!

La marquesa no habría terminado aquí su soliloquio, a no presentarse un lacayo vestido de costosa librea, que le interrumpió anunciando al excelentísimo, señor general Landesa. Inmediatamente después entró este general, saludando así a la dama:

-A los pies de usted, marquesa. Celebro en el alma hallarla a usted tan rozagante y de buen parecer.

-Beso a usted la mano, señor de Landesa, y me alegro infinito poderle volver su cumplimiento.

-¿Cumplimiento yo, hermosa mía?

-¿Pues no sabe usted que mi corazón está siempre en los labios?

-Sí; por cierto; sé que no hay cosa buena que usted no tenga.

-Esa sonrisa, marquesa, tan dulce como maligna... Pero al fin, si no fuera yo persona de mérito, no hubiese jamás logrado la honra de que me mandase venir a su presencia tan perentoriamente la interesante y fascinadora marquesa del E.

-Vaya, vaya, general, conseguirá usted ponerme insufrible de puro vanidosa, si me hace creer que merezco tan fina y elegante arenga. Además, la prontitud maravillosa con que usted ha venido, es nueva lisonja que acabará de deslumbrar me...

-¡Qué crueldad, marquesa! Siempre esa ironía severa que me desconcierta... ¿Pues no sabe usted, mujer inhumana, cuántos asuntos de grande momento me han impedido hasta ahora esta visita, cuántos he pospuesto aún por no dilatar más semejante gusto?

-¡Qué bien sabe usted, general, que tiene un orador persuasivo, un excelente abogado en mi corazón! Somos las mujeres tan simples, tan sencillas... Creemos con tanta facilidad lo que se acuerda con nuestros deseos... Mi ternura, por ejemplo, en este instante mismo me recuerda los asuntos de estado que a usted le ocupan, las obligaciones militares que le rodean, y Dios sabe cuántas cosas del mismo tenor...

-Tan ardiente y patéticamente habla usted de su ternura, dulce marquesa mía, que me anima usted a preguntarle de nuevo, ¿cómo puede posponer por tanto tiempo el instante de mi felicidad? ¿No tiene usted en su poder concedérmelo, y hacerme el más dichoso de los caballeros españoles? ¿Por qué, pues, tanta esquivez, tanta crueldad?

-Por piedad, general mío: ¿adónde acabará tan florida elocuencia? El amor le hará exhalar el alma en dulces versos. ¿No me ha escrito usted aún ninguna oda?

-No soy grande versificador, querida mía; pero haré por componer un epigrama acerca del feliz talento que tiene usted para evadir cuestiones.

-¿Para qué, general? No consuma usted su tiempo e imperceptible paciencia en buscar consonantes en el arte poética de Renjifo. Si yo supiera que, en efecto, la posesión de mi mano le había de hacer a usted venturoso, tal vez me empeñaría en vencer el desdén propio de una dama, de una viuda...

-¿Y qué más prueba de afecto quiere usted tener, hechicera mía? ¿Qué más puedo hacer que ofrecer a sus pies de usted mi libertad?

-Hay tantos modos de ver las cosas... Grande sacrificio es el de la libertad; pero puede tener mil motivos diversos. Ambos hemos vivido ya demasiado para poder ser víctimas de un impulso momentáneo y transitorio. Usted quiere darme pruebas de ilimitado afecto; no exijo tanto: altamente satisfecha y reconocida, todo me parecerá poco en su obsequio si me concede un favor cualquiera sencillo, de los que se hacen fácilmente...

-Nómbrele usted, marquesa, y está hecho.

-Esa pronta condescendencia es el más duro cargo contra mi crueldad. ¿No es cierto, Landesa? Pero yo me corregiré a medida que la palabra se me cumpla. Y por cierto que ahora que está usted ya comprometido no sé qué pedir.

-Repase usted la memoria, dulce encantadora, y tal vez podrá acordarse...

-En efecto, he aquí una cosa muy sencilla. Pedro Facundo, el jefe de los alquimistas de Sevilla, se ha apoderado fraudulentamente de una muchacha natural de cierto pueblecito de las cercanías. Yo tengo razones especiales para desear verla libre. El caballero que se atreva a sacarla de los encantados castillos de los alquimistas, aquél se hará digno de mi mano. Ésta es la gracia que pido. ¿No le encanta a mi noble y bravo Landesa ser el héroe de esta singular y caballerosa aventura?

-¡Me hechiza sólo el pensarlo! ¡No pudiera imaginarse rapto más delicioso! Sólo querría que tuviese presente mi adorada marquesa que algunos falsos y cobardes calumniadores han logrado poner mi honor en la corte en dudosísima luz; que en consecuencia de este infortunio, no es mi poder bastante, por ahora, para contradecir abiertamente ni humillar a los alquimistas; y, en fin, que aun cuando fuese yo el mismo inquisidor general, aún sería demasiado débil, como un individuo aislado, para burlarlos de ningún modo.

-Perdone mi querido general si me parecen esas evasiones poco airosas. Usted está preparando grandes cosas con los alquimistas, tengo motivos para pensarlo así; y es público, además, que le sobra a usted valor y perspicacia para salir bien de empeños mucho más arduos que el que yo le propongo.

-Tiene usted opinión demasiado lisonjera, por cierto, de este su servidor humilde. Sin embargo, preferiría arrancar veinte Briseidas de las manos de otros tantos Aquiles, a un faldillero de las de Pedro Facundo. No porque yo cubriría de ceniza mi cabeza, ni rasgaría mis vestidos si le viese ahorcado, nada de eso. Aunque tengo esperanzas de que con todas sus artes e inmunidades vendrá en eso. Pero en nuestras circunstancias y posición relativa tengo que depender de él todavía, si deseo la restauración de mis honores y de mi buen renombre. En el instante en que hablamos puede destruirme con una sola palabra.

-¿Es, pues, tan pobre su afecto de usted, que no tiene para costear la menor prueba de su existencia?

-¿Y de qué clase será el suyo, querida marquesa, que me arrastra al precipicio y a la ruina? Razón, razón, ¡mujer amable!, y ceda de ese pecho a mis ardientes votos sin hacerlos pasar por estas pruebas de caldeado hierro.

-De nuevo le ofrezco mi mano al que ponga bajo mi protección a la inocente niña que los alquimistas oprimen. Si usted lo hace, no sólo le daré mi mano, sino que se la daré con libre voluntad y duradero agradecimiento.

-Pero, hermosa mía -dijo el general, ya con ciertos visos de impaciencia-, ¿qué le importa a usted la libertad de esa muchacha? ¿Qué poderosa chispa ha encendido tan grande llama de filantropía en el pecho de mi amada?

-La explicación de mis motivos, general mío, de ningún modo allanará las dificultades de la empresa. ¿A qué molestarle a usted con una larga e insípida relación? Lo que sí se necesita es advertirle a usted, para que obre con circunspecta sagacidad, que el Pedro Facundo tiene corazón de tigre y astucia de zorra. Se apoderó, engañándome, de esa huérfana que vivía bajo mi especial patrocinio... Pero yo agotaré mis esfuerzos hasta sacarla de entre las garras de esa serpiente.

-¿Y con tanta energía y calor toma usted ese empeño, por razones de sencilla, pura y desinteresada virtud?

-¿Qué otra razón podría guiarme?

-¡Cómo me cautivará esa benevolencia en adelante! ¿Qué virtud más dulce que la generosidad?

-¡No esperaba yo menos de mí, Landesa! Pues que tanto ama usted la virtud, ayúdeme, como le pido, a burlar al intrigante.

-Escúcheme usted un momento, querida marquesa, y no se agravie de mis palabras -exclamó el general; ya con más calor e impaciencia-. He oído con admiración candorosa las efusiones de esa piedad que a usted la inflama. He oído sus argumentos y argumentado yo mismo, con inocencia propia de un tierno infante; permítame usted que hable sólo dos minutos. Usted, querida marquesa, rara vez padece, si no estoy tristemente equivocado, de afección ni ternura de nervios por las calamidades y vejaciones del prójimo. Alguna razón poderosa la obliga a usted, por tanto, a aguijarme y comprometerme a un ruinoso sacrificio. La verdad pura, marquesa. ¿No me despreciaría usted misma si yo le consumara sin saber por qué ni cómo?

-Mucho admiro esa franqueza militar -replicó la marquesa, dando síntomas de reprimida indignación-; mucho la admiro; más aún que admira usted mi piedad. Usted ha querido rasgar el velo de la urbanidad y el decoro. Sea en buen hora. Tampoco temo hablar descubiertamente. Sírvase usted contestarme a unas cuantas preguntas. ¿Aprecia usted, en efecto, a su pobre marquesa, más que a cuantas cosas hay en el mundo? ¿Sería imposible inducirlo a usted a que aceptase la mano de otra mujer cualquiera que poseyese sus caudales y su influencia pública? ¿Y si la pobre de la marquesa, que usted tanto ama, se viera repentinamente destituida de su poder y opulencia, se le olvidarán a usted o no se le olvidarían las calles que a sus puertas conducen?

-¡Ay qué humor tan gracioso tiene hoy la marquesa! -exclamó el general, riéndose de malísima gana- ¿Conque quiere usted que riñamos, amor mío? Pues no ha de conseguirlo, mal que le pese. En alguna cosa he de hacer yo mi gusto. Pero dígame usted, ángel mío, suponiendo que fuesen adversas mis contestaciones a su interrogatorio, por qué o cómo, ¡en el nombre del cielo!, escucha usted las palabras y amor humilde de un hombre cuyo carácter quedaría bosquejado con tan odiosos colores? ¿Por qué cuanto antes no me separa usted de su lado?

-En eso, querido general, hago uso de los privilegios de mi sexo. Ellos me dan el derecho de distinguirle a usted con mi afecto; primero, porque no debería hacerlo de ningún modo; segundo, por ser usted caballero del todo original, libre de las vulgares trabas de conmiseración, remordimientos y otras pasiones de ánimo que algunos llaman virtudes. No, no, no se ría usted, que no tiene usted ninguna. Últimamente debo confesar mi fragilidad, puesto que usted así lo exige, y añadir que también le aprecio por su valor y por las dotes y gracias personales con que plugo a la naturaleza hacerle a usted merecedor de mis favores, a pesar de los oscuros tintes con que los ángeles malos consiguieron pintar su alma. ¿Nueva risa? ¿Imagina usted, hombre cruel, que tan pronta estaría yo a hacerle a usted mi dueño si no sintiera tal inclinación y tal deseo? Más que usted poseerme deseo yo ser suya... -dijo la marquesa, y forzó una lágrima a salir de cada ojo, apretándose para ella un callo contra la esquina del sillón; también se cubrió la cara con pañuelo de perfumada batista, y continuó después-: Sin embargo, estoy resuelta a sacrificar mi propia dicha si esa joven no viene a mi poder. Tal es mi última y firme determinación.

Se levantó el general lleno de sonrisa, asió la mano de la noble dama, y prorrumpió con naturalidad maravillosa en esta súplica:

-¡Apacíguate amor mío! ¡No pasemos en dolor y amargura estos preciosos instantes!

La bella dama, tal vez intimidada del ardor vehemente de su amigo, le separó con gentileza, preguntándole qué decidía. Dio el caudillo militar dos pasos a retaguardia, fijó por un instante la vista en la alfombra, y revistiendo el rostro de sonrisa, juró por la fe de caballero librar a la muchacha de su cautividad, aunque la defendiese una falange entera de Pedros Facundos. Volvió a apoderarse de la mano de la marquesa, y reconociendo por su mucha suavidad que tenía puesto el guante, se la llevó a los labios. Luego exclamó:

-¡Adiós, alma mía!

Dio una mirada amorosísima a su bien amada, y se retiró con paso patético, maldiciendo allá en su mente aquella abominable y mal intencionada vieja.

La dama permaneció rogando a los poderes supernaturales ayudasen a su bien amado en aquella hazaña, aun cuando en consecuencia tuviese que acabar la próxima en la horca.




ArribaAbajoCapítulo VII


   Comenzaron con bárbaras crueldades,
intereses, envidias, injusticias,
los adulterios, logros y codicias,
los robos, homicidios y desgracias;
y no contentos ya de aristocracias,
emprendieron llegar a monarquías.
La púrpura engendró las tiranías:
nació la guerra en manos de la muerte,
los campos dividieron fuerza o suerte,
dispuso la traición el blanco acero
para verter su propia sangre humana;
y fue la envidia el agresor primero,
y procedió la ingratitud villana
del mismo bien, a tantos vicios madre,
infame hija de tan noble padre.


(LOPE DE VEGA.)                


Sentado estaba en su antigua biblioteca el muy respetable Pedro Facundo, jefe de los alquimistas sevillanos; en compañía de su hermano en reservadas ciencias, el respetable Pedro Gonzaga; ambos profundamente empeñados en muy interesantes negocios.

-Todavía -dijo Pedro Facundo- no hemos aventurado cosa alguna. Podemos avanzar o retroceder a nuestra elección, y con facilidad igual. Las semillas de la conspiración son nuestras. Nos es dado calor a su germinación o resfriarlas o descomponerlas. ¿Hemos de satisfacer los deseos de nuestros superiores, o conservaremos antes que aventurarla nuestra posición poco halagüeña, pero segura? Éste es el problema.

-En verdad, en verdad -respondió el sabio Pedro Gonzaga de los grandes espejuelos-, que en inaudita desgracia nos hemos hundido desde la persecución de nuestra orden en Portugal. Pero más profundamente nos sumergiremos todavía si no hacemos esfuerzo alguno para volver a flotar sobre las aguas.

-¿Y tenemos medios a nuestra disposición proporcionados a la magnitud de tan grande objeto?

-Indudablemente. Aún podemos, si una seria contienda se encendiese entre dos partidos, inclinar la balanza en favor del que juzgásemos conveniente. Podríamos conservarnos neutrales, hablar ambigua y misteriosamente mientras el éxito fuese dudoso; y en la coyuntura oportuna, abrazar decididamente las opiniones que prevaleciesen. El triunfo de nuestros favorecidos parecería deberse a nuestra influencia. Nos guardaríamos bajo pretexto de humanidad y generoso proceder de destruir la fuerza de los vencidos, conservándola por freno de los vencedores. Por estos medios, comunes a la verdad, pues los extraordinarios no son precisos, el gobierno de la nación ha de caer inevitablemente en nuestras manos, supuesta, empero, una potente lucha entre dos partidos políticos, la creación de grandes intereses opuestos, que pudieran llegar a chocar entre sí, debería por ahora ser para nosotros objeto de serias meditaciones.

-¿Y qué elementos pueden ponerse en acción para lograrlo?

-Muchos hay. Nuestros cofres de oro son de todos los más importantes, pero existen algunos otros. Por ejemplo: La influencia de Portugal, cuyo gabinete decididamente obrará en nuestro favor, aun cuando no ha mucho dio tan terrible golpe a nuestros hermanos. Por ahora no podemos tener pruebas más eficaces de la sinceridad de los ministros portugueses, máxime desde el último viaje de Nicasio Pistaccio. Además, es su interés hacerlo. El descontento general y los unidos esfuerzos de Cataluña, Valencia y Aragón. Bien sabido es, que a pesar de sus quebrantos, sólo esperan estas provincias un momento favorable para alzarse contra el gobierno. Éstos son elementos que bastarían para llegar, si necesario fuera, hasta la misma guerra civil. Como agentes e instrumentos inmediatos, contamos con el general Landesa, con parte de sus tropas, y un poderoso cuerpo de recios, valientes y bien armados contrabandistas y bandidos, capaz por sí solo de llenar de terror la Andalucía, y de hacer temblar a la corte en la capital misma de Madrid. Sí, señor, terror bastante para dar importancia a nuestra interferencia.

-Parece, en efecto, que no son del todo inadecuados esos medios. Pero, ¿debemos fiarnos del general Landesa?

-De nadie debemos fiarnos, pero de él podemos, por ser su ruina inevitable en el momento que le falte nuestro amparo. Las pensadas conmociones favorecen, además, sus intereses tanto como los nuestros. No puede Landesa abandonarnos, ni lo hará jamás, en tanto que su fortuna esté en nuestras manos.

-¿Y de qué pretextos se valdrá Landesa para levantar en su favor los pueblos?

-A cada provincia le recordará sus agravios particulares. La Cataluña y el Aragón, con especialidad, pueden apenas contener su descontento. Aquellos osados e inquietos provinciales, entre quienes tenemos muchos compañeros que los dirijan, proclaman ya abiertamente su resentimiento, diciendo que, ¿hasta cuándo han de esperar la prometida restitución de sus derechos civiles, perdidos injustamente en la tiranía de Felipe V? Pero estas y otras son injurias locales, las de la nación pueden pintarse como mucho mayores. Podemos pretextar el poco aprecio que de las Cortes se ha hecho durante el reinado del presente Carlos, y de su antecesor Fernando VI. Esta arrogación de poder, debería añadirse que parece aún más escandalosa en una dinastía usurpadora, que no tiene otro derecho a la corona que la tolerancia general. Los mal contentos admitirán sin disputarla esta doctrina. El cetro de España debería, religiosamente hablando, estar en poder de un príncipe austriaco. Jesucristo legó a los pontífices como a sus representantes el derecho de declarar legítimos o ilegítimos los monarcas; y todos saben que Clemente XI, de piadosa memoria, decidió solemnemente en el pasado año de nuestro Señor de 1710; que el archiduque Carlos era el solo soberano legítimo de España. Además, la impiedad de Felipe, padre del presente rey, escandaliza aún todos los ánimos cristianos. Todavía se acuerda España de que expelió Felipe de su seno al nuncio pontificio, y mandó cerrar la nunciatura. He aquí algunas consideraciones político-religiosas, pero quedan otras muchas de mayor peso. El gobierno de don Carlos, más débil, si serlo puede, que el de su débil predecesor don Fernando, lejos de mantener en su antiguo lustre el honor nacional, no ha podido ni aún conservar íntegros sus territorios: La Habana se ha perdido; hoy yace en poder de los ingleses, con nueve navíos de guerra y tres fragatas. La rica ciudad de Manila, el castillo de Cavite, las galeas de Acapulco, con tres millones de pesos, y finalmente, todas las islas Filipinas han caído, a pesar del heroico valor y de la sangre que costó su defensa, bajo el poder de la Gran Bretaña. Si la administración hubiera decidido la ruina del estado, no podría tomar medidas más idóneas para consumar este propósito.

-Me felicito -dijo Pedro Facundo, sin mover un músculo de su rostro- al veros tan fundamentalmente enterado de las bases de nuestros planes. El objeto de mis preguntas no era otro que descubrir el grado de importancia que dais a nuestros elementos. Preveo el espléndido resultado de nuestras empresas. No dejemos escapar la crítica ocasión presente. Aprovechemos el estímulo general que causan en España las guerras contra Portugal y contra Inglaterra en que está empeñada la nación. La nobleza toma por todas partes las armas, y los particulares hablan por todas partes de ejércitos. En tanto, empero, que siga mandando las armas en Portugal. El marqués de la Sarria, poco tiene que temer el gobierno del nombrado Lippa de Buchlemburg con todos sus ingleses. No perdamos tiempo en hacer, si nos es posible, que se quite al marqués el mando de las tropas españolas. Si lo conseguimos, volverá España a ser nuestra propiedad malgrado los múltiples obstáculos que nos rodean. En Sevilla, por lo menos, debemos considerar abierto enemigo, puesto que no es nuestro ciego amigo, al señor de Bruna, el presidente de la audiencia, hombre de la mayor disimulación y refinada intriga. Tampoco debemos cerrar los ojos a la supina pero fervorosa y cierta fidelidad de la nobleza andaluza, ni a la inconquistable lealtad del arzobispo de la diócesis. ¿No ha de venir el general Landesa esta noche?

-Así la prometió. Entre tanto, puede su sabiduría pasar la vista por estos papeles.

Entonces puso muchos pliegos y cartas sobre la mesa, y ambos dialoguistas, armándose los ojos de cristales convexos de dos pulgadas de diámetro, se entregaron a su lectura.

Tenían los alquimistas que jugar un audaz juego para restaurar su prístino poder y consideraciones. Pero el buen éxito de su jugada parecía probable, y estaban, por tanto, resueltos a aventurar alguna cosa para lograr la rica adquisición de la influencia política. Un moderado golpe a la puerta interrumpió la ocupación silenciosa de nuestros doctos, y anunció a Nicasio Pistaccio, que con su acostumbrada ligereza de ánimo se introdujo en la biblioteca. Poco después informó otro golpe a los concurrentes de la llegada del general Landesa, que con forzada afabilidad de rostro los saludó diciendo:

-Deo gratias.

-A Dios sean dadas -contestó Pedro Facundo, y se sentaron todos cuatro.

Mientras da cuenta el general Landesa en una oración bastante difusa de los progresos de sus operaciones, del alistamiento de nuevos reclutas, etcétera, permítasenos decir dos palabras sobre la posición relativa de este jefe respecto a Nicasio Pistaccio.

Pertenecía el general a una familia noble, y había siempre formado parte de la sociedad más alta de España. Nunca pasó por irreprensible su conducta pública, y mucho menos la privada. Sus talentos para la intriga y su valor personal le sacaron con frecuencia de las dificultades en que le envolvían sus vicios; dificultades que hubieran arruinado a cualquier hombre menos sutil o más tímido. Sus circunstancias eran en el momento en que hablamos menos que medianas. Se le había llamado a la Corte, adonde le esperaban numerosos y formidables enemigos, prontos a exagerar las acusaciones que contra él obraban de extorsiones y crueldades incomparables, ni aun en los sangrientos fastos de la América. En este estado poco envidiable perdió jugando todo su dinero, sola elocuencia que hubiera podido, si no acabar con las acusaciones, quitarles la deformidad y negro matiz que tan odiosas las hacían. Por influjo de los alquimistas logró el general que se le nombrase jefe de los voluntarios andaluces que a causa de la amenazada invasión de los ingleses se armaban, precario empleo que perdería tan pronto como se nombrase en propiedad un general. Entre tanto, se esperaba que manifestase sus conocidos talentos para la organización de tropas. Dependiente, como hasta cierto punto lo estaba del poder de los alquimistas, aborrecía de todo corazón a Nicasio Pistaccio, hombre oscuro y desconocido, extranjero, rapaz sin barba todavía, bajo cuya dirección le era forzoso obrar algunas veces. Pistaccio, por su parte, conocía que eran sus talentos infinitamente superiores a los del general, a quien miraba con aquel inefable desprecio con que suelen mirar los pícaros a los que quieren serlo. Apenas se dignaba manifestar ninguna deferencia hacia un hombre a quien consideraba inferior suyo, por noble que fuese su linaje, audaz su conducta y marcial su porte.

Era Pistaccio como se ha dicho, gran consejero, ministro del interior, y confidente secreto de los alquimistas, con quienes gozaba de singular favor. Pero tanto él como sus patrones, tenían que tratar al altivo soldado con aparente respeto, y darle mucha importancia exterior, que él no perdía coyuntura de desplegar caballerescamente para humillar a Pistaccio. Cuando estos dos ingeniosos personajes hubieron recibido sus respectivas instrucciones, de Pedro Facundo y su colega, salieron juntos de la biblioteca, y así monologuizó el jefe militar mientras esperaba a Pistaccio, que fue a traerle algún dinero.

-Bien os conozco, respetables y sabios Pedros alquimistas. Mi cabeza pesa poquísimo en vuestras balanzas, pero os engañáis como unos negros si ha llegado a figurárseos que carece el general Landesa de sentido común. Tal vez pensáis completar mi ruina. Poco tendréis que hacer, pero guardaos de que yo descubra dados falsos, porque tan cierto como he nacido que le descubro al rey todas vuestras intrigas aunque me cueste la cabeza. Y mi dulce esposa futura, a quien los diablos se lleven, empeñada en que saque de aquí esa maldita muchacha... Pedro Facundo es malvado, impenetrable, con quien no tendrían las indirectas más fin que precaverlo y hacer la cosa más difícil. Tratar de engañar a los alquimistas es sandez que no se le ocurrirá a San Simplicio. Pistaccio, su prora et puppis, no pueda yo comprarlo, me haría traición si lo intentara. Hablándole, empero, a este miserable, evito comprometer mi dignidad con los alquimistas y la pendencia prematura que un desaire podría traer consigo. Que me nieguen un favor así por segunda mano, puedo disimularlo: cara a cara no lo sufriré jamás. Pistaccio es más ladino que el mismo Lucifer. Cuando se habla del ruin de Roma...

-Y bien, señor Pistaccio, ¿no es cierto que es usted pagador excelente? (Pistaccio entregándole una bolsa de oro y haciéndole una grande reverencia.) Todos somos, señor excelentísimo, muy generosos con el dinero ajeno. Espero que hallará su excelencia cabal la cuenta.

-Dígame usted, señor Pistaccio, ¿y no sería usted tan generoso con los bienes inmuebles de los demás como con su moneda? Porque se le debía hacer a usted entonces príncipe de los tesoros.

-No entiendo del todo la pregunta de su excelencia.

-Pues yo bien claro me explico. Pero veo que tiene usted demasiada pericia para no vencer su retórica a un soldado liso y llano como yo. Tengo, pues, que abandonar todas mis flores y marchar por el camino más corto. Le pido a usted, pues, señor Pistaccio, me conceda un favor, insignificante en sí mismo, pero para mí de alguna importancia. Seamos buenos amigos, sírvame usted en esta ocasión, y mi gratitud será eterna.

-Gratitudine non vale danaro -murmuró Pistaccio en su mente; y protestó luego de recio, que a nadie deseaba tanto complacer en cuanto pudiera como a su caro patrón el general Landesa.

-Contando, por supuesto, con la ansiedad de esa promesa, amigo Pistaccio, me ha de proporcionar usted medios de sustraer de las manos de los alquimistas una muchacha de quien se apoderaron hace pocos días. Yo tenía puestos los ojos en la chica. El asunto no es de importancia bastante para abrir la cabeza de su merced en dos pedazos. Ni es más que una chanza, como usted conocerá. Estoy picado; y pues que me roba a mi querida, quiero yo recuperarla. ¡Ah! ¡ah!, ¡ah! ¡Cómo nos reiremos burlando así a este viejo pecador!

-Será lance graciosísimo -replicó Pistaccio-; escena verdaderamente risueña. Pero, en efecto, ¿le ha quitado a vuecencia ese pasatiempo?

-Señor Pistaccio, tengo muchas canas para que sea útil dirigirme semejante pregunta. Hablo de Isabel, la señorita que usted mismo trajo a esta casa, ¿adónde está?

-¡Ah! ¡La dama de la romancesca historia! Ciertamente yo le serví de escudero cuando vino, como sabe su excelencia que he servido a otras muchas personas. Ignoro si desde entonces continúa o no aquí.

-Pero suponiendo que esté, como lo está, dentro del edificio, muy fácilmente... mas... ¡qué necedad entrar en semejantes explicaciones! ¿Quiere usted, señor Pistaccio, servirme en esto, sí o no? Respuesta categórica.

-Con muchísimo gusto, señor general.

-No perdamos entonces palabras. La primera vez que venga tendrá usted ya sus medidas tomadas para que pueda yo llevarme a mi Elena sin tener que abrasar a Troya.

-Cuente vuecencia con ello, si me es posible.

-¡Posible! ¿Quién lo duda? Adiós, pues, hasta entonces.

-Beso a vuecencia la mano. Grande y empedernido socarrón -continuó diciendo Pistaccio cuando se vio solo- debió de ser el maestro que te enseñó, ¡oh general Landesa!, a conocer el mundo. Debió si no en conciencia volverte tu dinero. Ven acá, sandio, ¿no sabes que te hallas sin una blanca? ¿No dependes enteramente de las repletas bolsas de estos respetables alquimistas? ¿No es más claro que la luz del sol, que no teniendo nada que ganar con tu amistad y mucho que perder con su adversión, venderé tu secreto sin tardanza? ¿Es imposible, ¡soldatarás!, que tan necio y mentecato seas? ¡Corpo del Bacone! ¿Y una muchacha tan linda quieres que la robe para ti, y que no me quede yo con ella? Merecería que me excomulgaran por idiota. Más has de saber, y más has de poder, te juro, antes de que hagas un ciego instrumento de Nicasio Pistaccio.



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