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El «Gran Sertón»: las armas veladas en la selva

Sergio Ramírez





Con un territorio inconmensurable y poblado por una cultura que si pertenece a un núcleo al cual la nuestra está también atada, es lo suficientemente diferente para que la sintamos lejana, el Brasil se nos ha dado por años a través de diversos clichés, tierra de promisión, paraíso de turistas, las ciudades del futuro en la selva, la lujuria tropical y un río imposible que llega hasta el fin del mundo. Y después, en el teletipo, los golpes militares, las dictaduras institucionales y un plumazo que quita a cientos de ciudadanos por día sus derechos civiles como en un acto de magia. Quizá de todos estos clichés, excepción hecha de la manu militari, el que más nos acerca al Brasil es nuestro común denominador de países de contrastes. En nombre de la nivelación de los extremos es que se inventen tanto papel tamaño legal, viajes de expertos, trámites para ayuda extranjera, y se conceden tantos plazos de gracia.

Muchas veces por encima de tratados, compendios, estudios y análisis de datos, basta un libro de fantasía para acercarnos a un país, o a una época de su historia, a un palmo de su geografía, a una sociología nacional. Este es para mí el caso de Gran Sertón: Veredas, la geografía, historia, sociología del Brasil que escribió Joao Guimaraes Rosa (1908-1967).

Lo primero que se encuentra en esta novela de caballería, es su parentesco inmediato con otro libro que anda por los mismos caminos, de doble identidad de personajes, de cartas que pasan ocho años viajando para llegar a su remitente, de encuentros inverosímiles: La casa verde de Mario Vargas Llosa, cuya acción acontece en un territorio vecino, las selvas del Perú, muy cerca del río Amazonas. Habría que volver en otra ocasión sobre este paralelo entre ambas novelas, cuyas técnicas -deliberadamente o no- están fundadas en las historias de los amadices y los belianices. Este carácter de libro de caballería es quizá de los elementos que más seduce en el Gran Sertón; su proximidad a aquel tipo de literatura está determinado por el propio lugar -o infinidad de lugares- donde transcurre la novela: el sertón, -los complejos territorios de Minas Gerais hasta el mar-, son a la vez selvas y llanos, vegas de ríos, quebradas, desiertos; por ellos cabalgan incesantemente las tropas de yagunzos, caballerescos aventureros de fines del siglo pasado, pueblos nómadas, conformados en la violencia y la anarquía de los campos generales, y que aparecen como una comunidad de caracteres sociológicos definidos.

El héroe -porque sólo en una novela de aventuras se pueden encontrar héroes y villanos- es Riobaldo, que narra su vida al escritor ya en la ancianidad, en un monólogo que es todo el libro; yagunzo por circunstancias fortuitas, llega a ser el jefe de una banda y en su narración siempre está presente la obsesión por el amor de un hombre, que nunca se define enteramente como carnal hasta que al final, éste muere en una batalla y al desnudar el cadáver se descubre que es una mujer. Esta historia, que no es del todo nueva, es por supuesto una historia de caballería, como lo son las otras que asaltan al lector por todas partes, las correrías, los juicios al enemigo vencido, los presentes que el héroe envía a su amada distante a cientos de leguas, los lugartenientes del capitán de la tropa que son un niño indígena y un anciano ciego, los nombres de los cabecillas cuya luchas y muertes están encadenadas por la venganza, el arma de honor.

El idioma en que la historia está narrada es arcaico, con sus ecos del romancero y de la lengua medioeval y lleva injertos los giros propios de la región y una descripción matemática exacta de la geografía, de la flora y de la fauna. Agregando la aventura sintáctica a que el autor somete el monólogo, nos encontramos con un experimento verbal de altísimo vuelo. Sólo un hombre que se pasó 30 años de su vida recorriendo el Sertón, hablando con sus habitantes, aprendiendo sus costumbres, los nombres de las plantas, de los árboles, de los animales, que reunió miles de páginas con toda la información posible, pudo haber dado un libro deslumbrante como éste.

Hay otro elemento de fibra medieval, por la configuración a través de la que es presentado: el demonio. Es a raíz de un pacto con el diablo que el héroe llega a ser jefe de la banda y desde entonces corre todas sus aventuras con éxito. Es el demonio -después de su dual amor por el compañero de armas- su gran obsesión: el diablo, en la calle, en medio del remolino. Pero no son sólo éstas las obsesiones que el protagonista vive; su narración no es simplemente hacia los hechos simples, hacia el paisaje, hacia sus cabalgatas; hay un profundo descenso a sus estados de conciencia, a su visión del mundo, del amor, de las pasiones, de la muerte, de la bondad y de la maldad, y es de las múltiples comparaciones de estos dos últimos conceptos que surge siempre a su paso la idea del demonio.

Quizá y como punto y aparte habría que destacar la labor del traductor, Ángel Crespo, que logró una imagen verídica en español de lo que Guimaraes se propuso en portugués; no sé si esos matices del castellano arcaico serán responsabilidad suya, pero la traducción es magistral. Resiente quizá por el uso de algunos términos que son meramente «castizos» y anda mal en boca de aventureros, pero eso sólo viene a demostrar que no hay uno sino muchos idiomas castellanos que se hablan por distintas tierras.

Joao Guimaraes Rosa publicó el Gran Sertón: Veredas en el año de 1956; no fue sino gracias a la fiebre por la novela latinoamericana que se despertó en la siguiente década, que se tradujo al español, apenas en 1967, más de diez años después. Sus otros libros, todos de cuentos, Saragana, Cuerpo de baile y Primeras historias, han sido ya traducidos también. Guimaraes murió el año pasado en la plenitud de su creación. Había declarado que ni viviendo tres siglos más, podría escribir todas las restantes que tenía en la cabeza. El Gran Sertón es prueba suficiente de su dicho.

Guimaraes nos enseña que el sertón es también los llanos de Chontales, las selvas del atlántico de Nicaragua; nos habla de hombres anónimos que como los del ejército de Sandino, eran capaces de tomar una misma noche Chichigalpa y Puerto Cabezas, con fulgor de epopeya, o atacar San Francisco del Carnicero y Wiwilí, todos puntos distantes, pero de verdad, como en toda leyenda. Y así ganamos leyendo el Gran Sertón, saber de nuestras identidades, de los miles de puntos de comunicación del continente americano, de sus vasos comunicantes públicos y secretos. De tantos yagunzos nicaragüenses, flor y espejo de la caballería andante, esperando su tercer día en una novela como ésta.

Guimaraes Rosa, Joao. Gran Sertón: Veredas. Editorial Seix Barral, Barcelona, España, 1967. Trad. de Ángel Crespo, 457 pp.

San José, Costa Rica, febrero de 1969.





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